LINEAS TEOLÓGICAS FUNDAMENTALES DEL CAMINO
NEOCATECUMENAL:
6. PNEUMATOLOGIA
Emiliano Jiménez
Hernández
Páginas relacionadas
a) De la Cristología a la Pneumatología
b) El Espíritu Santo, don de Cristo a la Iglesia
c) El Espíritu Santo hace a la Iglesia una, santa,católica y apostólica
d) Vida según el Espíritu
f) Dones y frutos del Espíritu Santo
a) DE LA CRISTOLOGIA A LA PNEUMATOLOGIA[1]
La Cristología desemboca en la Pneumatología. Es cierto que el Espíritu
Santo aparece en el Camino actuando desde el comienzo. El es quien hace
que prenda la palabra del Anuncio en el corazón de los oyentes como hizo
con María en la Anunciación. Pero la revelación consciente del Espíritu
Santo se hará más tarde y de una manera progresiva. En realidad se da el
mismo proceso en la Comunidad que en la Revelación divina. La
personalidad del Espíritu Santo es anunciada veladamente en el Antiguo
Testamento, se desvela en la palabra de Cristo, que manifiesta la
plenitud del misterio trinitario. Y, luego, en la vida de la Iglesia,
iluminada por el mismo Espíritu, se precisará su divinidad y su ser
personal, distinto y en relación con el Padre y el Hijo.[2]
San Gregorio Nacianceno lo comenta con estas palabras:
"En efecto, el Antiguo Testamento predicaba abiertamente al Padre y, de
manera más oscura, al Hijo. El Nuevo Testamento ha manifestado al Hijo y
ha insinuado la divinidad del Espíritu. En la actualidad, el Espíritu
habita en nosotros y se nos manifiesta con mayor claridad. Porque no era
seguro, cuando la divinidad del Padre no había sido confesada aún,
predicar abiertamente al Hijo y, antes del reconocimiento de la
divinidad del Hijo, imponernos además -hablo con audacia- al Espíritu
Santo...Convenía, sin embargo, que mediante avances y, como dijo David,
mediante ascensiones parciales, progresando y creciendo de claridad en
claridad, la luz de la Trinidad iluminara a los que habían recibido ya
luces...".[3]
Sin embargo, antes de que la teología sobre el Espíritu Santo quede
definida, el bautismo ya era administrado "en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo", cuando Mateo redacta su Evangelio (Mt
28,19). Así, en las Comunidades Neocatecumenales, en su renovación del
Bautismo, la experiencia del Espíritu Santo es anterior a una conciencia
refleja de El. En todas la celebraciones se le invoca al comienzo. Pues
es el Espíritu quien nos conduce a Jesucristo, "recordándonos" y
actualizando su palabra y, luego, el Hijo nos lleva al Padre, como dice
San Ireneo:
"Por esta razón, el bautismo nos confiere la gracia del nuevo nacimiento
en Dios Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que
llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo;
pero el Hijo les presenta al Padre y el Padre les otorga la
incorruptibilidad. Por consiguiente, sin el Espíritu no es posible ver
al Hijo de Dios y, sin el Hijo, nadie puede aproximarse al Padre,
porque el conocimiento del Padre es el Hijo y el conocimiento del Hijo
de Dios se realiza por medio del Espíritu Santo. En cuanto al Espíritu,
es dispensado por el Hijo, en la manera que place al Padre, a título de
ministro, a quien quiere y como quiere".[4]
En las fuentes de la revelación el Espíritu Santo es el enviado por el
Padre en nombre de Cristo resucitado, para llevar a cumplimiento su obra
de salvación. El Espíritu Santo es el lazo de amor en la vida
trinitaria, autor de la santificación de la Iglesia y de cada uno de los
redimidos. Pues el Espíritu, que se cernía sobre las aguas de la
creación, que habló por los profetas y guió a los primeros cristianos,
sigue actuando también hoy en nosotros. La Escritura y la Tradición viva
de la Iglesia se unifican gracias al Espíritu Santo, presente y actuante
en ambas. Este Espíritu es único y el mismo en toda la historia de la
salvación, como explica San Cirilo a los catecúmenos:
"El mismo Espíritu dictó las Escrituras. No hay dos Espíritus. Uno, por
ejemplo, que haya actuado en el Antiguo Testamento y otro en el Nuevo y
en la Iglesia. La actividad del Espíritu Santo a lo largo de toda la
historia de la salvación con ser múltiple y abundante no divide al
Espíritu, sino que permanece siempre uno y el mismo en la rica variedad
de sus manifestaciones, como también en sus muchos nombres. Sólo existe
un único Espíritu Santo, como también sólo existe un único Dios Padre y
un único Hijo de Dios. Esta es la fe que confiesa el Credo: Un solo
Padre, un solo Hijo y un solo Espíritu Santo".[5]
En el Camino, es cierto, más que de conocer al Espíritu Santo, se trata
de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de
los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación,
discernimiento que deja en nuestro espíritu. En la oración, en los
sacramentos, en la vida de la comunidad y en la evangelización, en el
amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia
que supera nuestros límites. "El Espíritu mismo testimonia a nuestro
espíritu que somos hijos de Dios" (Rm 8,16). Y sólo el Espíritu "nos
llevará a la verdad plena" (Jn 16,13).
b) EL ESPIRITU SANTO, DON DE CRISTO A LA IGLESIA[6]
Cristo, Esposo divino, hace a la Iglesia, su Esposa, el gran don de su
Espíritu. En efecto, "terminada la obra que el Padre había encomendado
al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo,
el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia"
(LG 4). Es el Espíritu con el que El es amado por el Padre y con el que
El ama al Padre en el misterio trinitario de unidad eterna. Así el
Vaticano II ha podido definir a la Iglesia, santificada por el Don del
Espíritu Santo, como "el pueblo reunido por la unidad del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo" (Ibíd).
Cristo, resucitado y exaltado a la gloria del Padre, se comunica a la
Iglesia en el don de su Espíritu: "Cristo nos concedió participar de su
Espíritu para que incesantemente nos renovemos en El" (LG 7). Así, la
Iglesia es la Iglesia de Cristo en cuanto es la Iglesia del Espíritu de
Cristo, que El, una vez glorificado, derrama sobre sus discípulos:
"Porque Cristo, levantado sobre la tierra, ha atraído hacia sí a todos
los hombres (Jn 12,33) y, habiendo resucitado de entre los muertos,
envió su Espíritu vivificante a los discípulos y por El constituyó su
Cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación;
estando sentado a la derecha del Padre actúa en el mundo para llevar a
los hombres a la Iglesia y para unirlos más estrechamente consigo por
medio de la misma y hacerles partícipes de su vida gloriosa, al darles
en alimento su cuerpo y sangre. Así, pues, la restauración prometida,
que esperamos, ya empezó en Cristo, está impulsada por la misión del
Espíritu Santo y por El se continúa en la Iglesia"
(LG 48).
El don del Espíritu Santo hace de la Iglesia un Pentecostés continuo. El
Espíritu, que suscitó a Jesús en el seno de María, da a luz a la
Iglesia; y al igual que condujo a Jesús en su ministerio después de la
unción en el bautismo, impulsa a la Iglesia en su misión "desde
Jerusalén hasta los confines de la tierra". Los Hechos de los Apóstoles
-como los hechos de los apóstoles de todos los tiempos, también hoy,
como se experimenta en el Camino, de modo particular en los catequistas
itinerantes- son el testimonio del Espíritu Santo impulsando a la
Iglesia en su misión evangelizadora. El Espíritu Santo irrumpe en
Pentecostés sobre los discípulos y con Pentecostés arranca el anuncio de
Jesucristo y su Evangelio. Hoy sigue suscitando apóstoles e
impulsándoles a la evangelización con la misma fuerza.
"Por fin llega la hora de Jesús: Jesús entrega su espíritu en las manos
del Padre en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte,
de modo que, resucitado de los muertos por la gloria del Padre,
enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre
ellos su aliento. A partir de esta hora, la misión de Cristo y del
Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia" (CEC 730).
El Espíritu es el don pascual de Cristo a los discípulos. La
resurrección de Cristo y la efusión del Espíritu Santo están íntimamente
unidas. Cristo resucitado comunica el Espíritu Santo y el Espíritu Santo
abre los ojos para ver en Cristo Resucitado el Señor de la historia, el
perdón de los pecados y la vida nueva. Jesús resucitado se aparece a los
discípulos y les dice: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo. Y dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid
el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn
20,21-23).
El Espíritu Santo hace referencia siempre a Cristo. Nos impulsa a
confesar que "Jesús es el Señor" (1Cor 12,3).[7]
Sin el Espíritu es imposible reconocerlo. Con El reconocemos a Cristo en
la Iglesia, su Cuerpo. De aquí que no pueda darse oposición entre el
Espíritu y la Iglesia. No hay un cuerpo del Espíritu, sino un cuerpo
de Cristo. ¿Acaso el Espíritu no es el Espíritu de Cristo (Rm 8,9;
Flp 1,19), del Señor (2Cor 3,17)? "Que sean el cuerpo de Cristo, si
quieren vivir del Espíritu de Cristo. No vive del Espíritu de Cristo
quien no es del cuerpo de Cristo", dirá san Agustín a los Donatistas.
Pues:
"Somos un solo pan; aunque seamos numerosos, somos un solo cuerpo. Por
tanto, sólo la Iglesia católica es el cuerpo de Cristo, del que El, como
Salvador de su cuerpo, es la cabeza. Fuera de este cuerpo, el Espíritu
no vivifica a nadie, porque, como dice el Apóstol, el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado. No participa, pues, del amor de Dios quien es enemigo de la
unidad. Por tanto, no poseen el Espíritu Santo quienes están fuera de la
Iglesia...Quien quiera poseer el Espíritu Santo, que no se quede fuera
de la Iglesia ni se conforme con fingir estar en ella, para poder
participar del árbol de la vida".[8]
El Espíritu no habla por cuenta propia, recibe de lo de Cristo, recuerda
las palabras de Cristo. Su misión es actualizar, interiorizar y llevar a
cumplimiento la salvación realizada por Cristo. El Espíritu impulsa a
los apóstoles a anunciar esta salvación en Cristo, guiándolos en la
evangelización, hasta marcándolos el itinerario.[9]
La Iglesia, "pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo" (LG 4), ha nacido y vive de dos "misiones": la de Cristo
y la del Espíritu Santo. San Pablo dice a los Gálatas: "Cuando llegó la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, para que
recibiéramos la adopción filial" (4,4-5) y en el versículo siguiente, se
dice: "Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo". El Padre
envía al Hijo y al Espíritu Santo para fundar la familia de sus hijos.
San Atanasio ve la obra de Cristo como una preparación de la venida del
Espíritu Santo a los hombres: "El Verbo asumió la carne para que
nosotros pudiéramos acoger al Espíritu Santo. Dios se ha hecho sarcóforo
para que el hombre llegara a ser pneumatóforo".[10]
Por ello dirá Cristo: "Os conviene que yo me vaya...Yo rogaré al Padre y
El os dará otro Paráclito". La ascensión de Cristo es la gran
epíclesis divina, en la que el Hijo pide al Padre que envíe al
Espíritu Santo y el Padre, como respuesta a la oración del Hijo, envía
el Espíritu Santo con toda la fuerza de Pentecostés sobre la Iglesia de
los discípulos reunidos en torno a María en el Cenáculo.
"La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia,
Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta
asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en
el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los
previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les enseña
al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para
entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el
Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía, para conducirlos a
la Comunión con Dios, para que den mucho fruto" (CEC 737).
Cristo ascendido a la derecha del Padre, como sumo Sacerdote, cumple
perennemente su intercesión sacerdotal, lo que hace de la Iglesia un
Pentecostés continuado en la evangelización y los sacramentos. En
Pentecostés, Cristo bautiza a los Apóstoles "en Espíritu Santo y fuego"
(Mt 3,11), según la promesa que les había hecho: "Seréis bautizados en
el Espíritu Santo dentro de pocos días" (He 1,5). En Pentecostés, cuando
los Apóstoles "quedaron llenos del Espíritu Santo" (He 2,4), "se da la
revelación del nuevo y definitivo bautismo, que obra la purificación y
santificación para una vida nueva: el bautismo, en virtud del cual nace
la Iglesia".[11]
El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida del costado abierto de Cristo
en la cruz, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. Cristo,
transmitiendo a los Apóstoles el Reino recibido del Padre (Cf. Lc 22,29;
Mc 4,11), coloca los cimientos para la construcción de la Iglesia. Pero
estos cimientos, los Apóstoles, reciben la fuerza para anunciar y
realizar el Reino en Pentecostés, mediante la efusión del Espíritu
Santo. Como dirá Juan Pablo II, Cristo anunció la Iglesia, la instituyó
y, luego, definitivamente la "engendró" en la cruz. Sin embargo, la
existencia de la Iglesia se hizo patente el día de Pentecostés, cuando
vino el Espíritu Santo y los Apóstoles comenzaron a dar testimonio
del misterio pascual de Cristo. Podemos hablar de este hecho como de un
nacimiento de la Iglesia, como hablamos del nacimiento de un
hombre en el momento en que sale del seno de la madre y "se manifiesta"
al mundo.[12]
"Fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles"
(AG 4). De este modo la Iglesia nació
misionera. Bajo la acción del Espíritu Santo, "las lenguas de
fuego" se convirtieron en palabra en los labios de los Apóstoles:
"Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en
otras lenguas según el Espíritu les concedía expresarse" (He 2,4). En la
evangelización de la Iglesia por el mundo, "hasta los extremos de la
tierra" y hasta el final de los tiempos, el Espíritu Santo sigue
cumpliendo esta misión, "guiando a la Iglesia hasta la verdad completa"
(Jn 16,13). El Espíritu Santo -Dominum et vivificantem- sigue actuando
en la Iglesia como Señor y Dador de vida y de toda gracia, operando la
santificación de los creyentes y distribuyendo sus dones en la
comunidad. Nadie quizás lo ha expuesto mejor que San Ireneo:
"La predicación de la Iglesia fundamenta nuestra fe. Hemos recibido ésta
de la Iglesia y la custodiamos mediante el Espíritu de Dios, como un
depósito precioso contenido en un vaso de valor, rejuveneciéndose
siempre y rejuveneciendo el vaso que la contiene. A la Iglesia, pues, le
ha sido confiado el don de Dios (Jn 4,10;7,37-39; Hch 8,20), como
el soplo a la criatura plasmada (Gn 2,7), para que todos los miembros
tengan parte en El y sean vivificados. En ella Dios ha colocado la
comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arra de la
incorruptibilidad (Ef 1,14; 2Co 1,22), confirmación de nuestra fe y
escala de nuestra ascensión a Dios (Gn 28,12), pues está escrito que
'Dios colocó en la Iglesia apóstoles, profetas y doctores' (1Cor 12,28)
y todo el resto de la operación del Espíritu (1Cor 12,11). De este
Espíritu se excluyen cuantos, no queriendo acudir a la Iglesia, se
privan ellos mismos de la vida por sus falsas doctrinas y sus malas
acciones. Pues donde está la Iglesia, allí también está el Espíritu
de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí también está la Iglesia
y toda gracia. Ahora bien, el Espíritu es la verdad (Jn 14,16;16,13;
1Jn 5,6). De ahí que quienes no participan de El, no se nutren de los
pechos de la Madre, para recibir la vida".[13]
Sobre esta pneumatología que se predica, celebra, canta y vive en las
Comunidades Neocatecumenales, quisiéramos señalar cómo se muestra en el
icono de la Ascensión, ya aludido anteriormente: "Cristo envía el
Espíritu, que aparece ya como una realización concreta en esta imagen de
la Iglesia bajo la fuerza del Espíritu Santo. La bendición de Cristo
significa su poderosa intercesión, porque El está siempre vivo para
interceder por nosotros; y la eficacia de su oración se traduce en una
ininterrumpida efusión del Espíritu...
La imagen de la ascensión es ya un anticipo del misterio de Pentecostés.
El Espíritu está en la Virgen, Esposa, Madre de Dios. Toda santa, con su
vestido de púrpura y las estrellas que indican su virginidad antes,
durante y después del parto, está en actitud orante de acogida, de
ofrecimiento, de intercesión. En la fuerza que imprime su verticalidad
está expresado el signo de la garantía de la verdad, como Virgen fiel a
la verdad y a la vida de Cristo. El Espíritu está presente en la Iglesia
apostólica que es el cuerpo de Cristo, unido, vivificado, animado por el
Espíritu.
El es el artífice de la unidad y variedad de los carismas. Es El quien
mantiene al mismo tiempo la comunión jerárquica y la riqueza carismática
de la Iglesia. Es El quien la enriquece con sus dones y frutos: el es
quien la hace fuerte en los mártires, intrépida en los Apóstoles y en
los misioneros, fiel en los consagrados, generosa en quienes con amor
sirven al prójimo. Contemplando este icono podemos repetir lo que
expresa un bello texto del Vaticano II: 'El Espíritu guía a la Iglesia
hacia la verdad plena, la unifica en la comunión y en el ministerio, la
provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos con los que la
dirige y la embellece con sus frutos. Con la fuerza del Evangelio la
rejuvenece continuamente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo.
Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:¡Ven!'. La Iglesia
vive bajo el signo del Espíritu que desciende sobre ella por la
Ascensión del Señor y la proyecta hacia la Parusía. La Iglesia es un
Pentecostés perenne, una inefable apertura a la recepción del Espíritu
de Cristo, el Resucitado que ha subido al cielo".[14]
c) EL ESPIRITU SANTO HACE A LA IGLESIA UNA, SANTA,
CATOLICA Y APOSTOLICA[15]
El día de Pentecostés, sobre los Apóstoles reunidos en oración junto con
María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido y "quedaron
llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse" (He 2,4), "volviendo a conducir de
este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las
primicias de todas las naciones".[16]
"Esta es la Iglesia de Cristo, de la que profesamos en el Credo que es
una, santa, católica y apostólica. Estos cuatro atributos,
inseparablemente unidos entre sí, indican rasgos esenciales de la
Iglesia y de su misión. La Iglesia no los tiene por ella misma; es
Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa,
católica y apostólica" (CEC 811).
El Espíritu Santo crea la koinonía de la Iglesia, une los fieles
a Cristo y entre sí. Pues el Espíritu distribuye la variedad de sus
dones en la unidad de la Iglesia. El Espíritu Santo es el vínculo de
unión del misterio de la Trinidad, modelo y fuente de la unidad de la
Iglesia. Así lo expresa el Papa Juan Pablo II:
"La unidad de comunión eclesial tiene una semejanza con la comunión
trinitaria, cumbre de altura infinita, a la que se ha de mirar siempre.
Es el saludo y el deseo que en la liturgia se dirige a los fieles al
comienzo de la Eucaristía, con las mismas palabras de San Pablo: 'La
gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión
del Espíritu Santo estén con todos vosotros' (2Cor 13,13). Estas
palabras encierran la verdad de la unidad en el Espíritu Santo como
unidad de la Iglesia".[17]
Y citando a San Agustín añade:
"La comunión de la Iglesia es casi una obra propia del Espíritu Santo
con la participación del Padre y del Hijo, pues el Espíritu mismo es en
cierto modo la comunión del Padre y del Hijo. El Padre y el Hijo poseen
en común el Espíritu Santo, porque es el Espíritu de ambos".[18]
El Espíritu Santo, como principio de unidad de la Iglesia, es quien
forma el Cuerpo del que Cristo es la Cabeza. La Cabeza es la primera en
tener el Espíritu y la única que lo posee en plenitud. De ella desciende
a los miembros. Y como Espíritu de Cristo, con la diversidad de sus
dones, hace que los miembros sean muchos y distintos, pero que no haya
más que un solo Cuerpo, que es el Cuerpo de Cristo (1Cor 12,12-13). Así
en la Iglesia se armoniza la singularidad de cada miembro y la unidad de
todos en el único Cuerpo de Cristo. El Espíritu crea la unidad en la
multiplicidad. De aquí la exhortación de San Pablo a "conservar la
unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4,3). En la comunidad
neocatecumenal cada uno es conocido por su nombre, tiene su carisma
propio, aunque nunca para él, sino para la edificación de la Iglesia. En
ella se rompe el individualismo y el colectivismo, se vive personalmente
la comunión eclesial, fruto del Espíritu.[19]
El Espíritu Santo, creando la unidad en la diversidad, hace a la Iglesia
católica. El Espíritu Santo hace que la Iglesia sea una
tanto en el espacio del ancho mundo como a lo largo del tiempo de la
historia. La unidad de la Iglesia católica es fruto del único
Espíritu, que hace de ella el único Cuerpo de Cristo. La unidad
del Espíritu crea el vínculo entre todos los cristianos dispersos por el
mundo, por encima de sus diferencias de edad, sexo, condición social e
ideas. El Espíritu Santo hace de la Iglesia el signo e instrumento de la
unidad que supera todas las divisiones y diferencias culturales y
generacionales y une naciones y razas diversas. San Agustín, citando a
San Pablo, dice con fuerza:
"Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos
mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu
con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una
sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido llamados. Un
solo Señor, una sola fe, un bautismo, un Dios, Padre de todos, que lo
transforma todo y lo invade todo (Ef 4,2-6)...¡Que formen parte del
Cuerpo de Cristo, si quieren vivir del Espíritu de Cristo! Hemos
recibido el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia, si estamos unidos
por la caridad, si nos alegramos del nombre y fe católica. ¡Creámoslo,
hermanos: se tiene el Espíritu Santo en la medida en que se ama a la
Iglesia! ¡Nada debe temer tanto un cristiano como el ser separado del
Cuerpo de Cristo! Pues, si lo fuese, ya no sería su miembro ni sería
vivificado por su Espíritu: 'Quien no tiene el Espíritu de Cristo no le
pertenece' (Rm 8,9)".[20]
El Espíritu, en Pentecostés, restaura lo que destruyó el pecado de
Babel, la comunión de los hombres y la comunión de las naciones. La
Iglesia, por obra del Espíritu Santo, nace misionera y desde entonces
permanece "en estado de misión" en todas las épocas y en todos los
lugares de la tierra. El Espíritu es el que da fuerza y poder a la
palabra débil del apóstol y el que la sella en los oyentes. Con
convicción plena repiten los catequistas de las Comunidades
Neocatecumenales lo que dice San Pablo:
"Conocemos, hermanos queridos de Dios, vuestra elección; porque nuestro
Evangelio no llegó a vosotros sólo con palabras, sino también con poder
y con el Espíritu Santo...y vosotros acogisteis la palabra, en medio de
tantas tribulaciones, con alegría del Espíritu Santo" (1Ts 1,4-6).
"Mi palabra y mi predicación no consistían en hábiles discursos de
sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del
poder...Nuestro lenguaje no consiste en palabras enseñadas por humana
sabiduría, sino en palabras enseñadas por el Espíritu, expresando las
cosas del Espíritu con lenguaje espiritual" (1Cor 2,4-5.13).
Y así como el Espíritu acompaña a los apóstoles y potencia su palabra,
irrumpe igualmente sobre los oyentes, sellando la palabra oída en sus
corazones (Cf He 10,44;19,6):
"Con razón se dice que el Espíritu Santo 'os enseñará todo', porque si
el Espíritu no asiste interiormente al corazón del que oye, de nada
sirve la palabra del que le enseña. Por tanto, nadie atribuya al hombre
que enseña lo que de sus labios entiende, porque si no acude el que
habla al interior, en vano trabaja el que habla por fuera".[21]
Pentecostés hizo, en conclusión, nacer a la Iglesia universal, abierta a
todas las naciones, haciendo que en todas las lenguas se proclamen las
maravillas de Dios (He 2,6-11), como se testimonia en todas las
convivencias anuales de los Itinerantes del Camino, viendo realizado lo
que el Concilio expresó en su Documento Ad gentes:
"Lo que el Señor había predicado una vez o lo que en El se ha obrado
para la salvación del género humano, hay que proclamarlo y difundirlo
hasta las extremidades de la tierra (He 1,8), comenzando por Jerusalén
(Lc 24,47), de suerte que lo que se ha efectuado una vez para la
salvación de todos, consiga su efecto en todos a lo largo de la sucesión
de los tiempo. Y para conseguir esto, envió Cristo al Espíritu Santo de
parte del Padre, para que realizara interiormente su obra salvadora e
impulsara a la Iglesia a su propia dilatación. Sin duda alguna, El
Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de la glorificación de
Cristo. Sin embargo, descendió sobre los discípulos en el día de
Pentecostés, para permanecer con ellos eternamente (Jn 14,16); la
Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud, empezó la
difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación y, por fin,
quedó presignificada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe
por la Iglesia de la Nueva Alianza, que habla en todas las lenguas,
entiende y abarca todas las lenguas en la caridad y supera de esta forma
la dispersión de Babel" (n.3 y 4).
El Espíritu Santo, principio de la catolicidad de la Iglesia, es el
mismo Espíritu de Cristo, el mismo Espíritu que recibieron los Apóstoles
y que mantiene por los siglos la apostolicidad de la Iglesia. La
apostolicidad de la Iglesia es la expresión de la unidad de la
Iglesia con Cristo a través de los tiempos. La Iglesia, edificada por el
Espíritu de Cristo, se mantiene una, en continuidad con la Iglesia
"edificada sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas" (Ef
2,20). A esta Iglesia ha sido dado el Espíritu de Cristo. Sólo en ella
actúa, suscitando carismas para mantener su edificación a lo largo de
los siglos; en ella, junto con los apóstoles, el Espíritu da testimonio
de Cristo como Señor, y en ella ora con gemidos inenarrables,
testificando al espíritu de los fieles que Dios es Padre. Con esta
Iglesia, el Espíritu implora la venida gloriosa de Cristo, el Esposo,
que introducirá a la Iglesia, como Esposa, en las bodas del Reino.
"Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la
tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que
santificara constantemente a la Iglesia. Es entonces cuando la Iglesia
se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del
Evangelio entre los pueblos mediante la predicación. Como ella es
'convocatoria' de salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por
su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones
para hacer de ellas discípulos suyos" (CEC 767). "El Espíritu Santo es
en verdad el protagonista de toda la misión eclesial. El es quien
conduce a la Iglesia por los caminos de la misión" (852).[22]
Hoy, frente a tantos peligros de ciertas teologías sobre la Iglesia
popular o nacional, sobre la inculturación, democracia, religiosidad
natural...en el Camino Neocatecumenal se insiste en la unidad de la fe
en comunión con Pedro de un extremo a otro del universo. Esta unidad de
fe lleva en su corazón la impronta del Espíritu Santo, que crea la
catolicidad de la Iglesia sobre la apostolicidad. Con San Ireneo se cree
y confiesa que:
"La predicación del kerigma, que la Iglesia ha recibido, ella, esparcida
por todo el mundo, la conserva con esmero, como si morase en una sola
casa; cree de tal modo en lo mismo como si tuviera un solo corazón y una
sola alma. En una perfecta comunión predica, enseña y transmite en todas
partes lo mismo, como si tuviera una sola boca. En efecto, aun siendo
diversos los idiomas a lo ancho del mundo, la fuerza de la tradición es
la misma e idéntica en todas partes. De este modo, las Iglesias fundadas
en Germania no creen de un modo distinto de como creen las Iglesias
Celtas, o las Iberas, o las del Oriente, de Egipto o de Libia o las
fundadas en el centro del mundo. Sino que, como el sol, criatura de
Dios, es único y el mismo en todo el mundo, así el kerigma de la verdad
resplandece en todas partes e ilumina a todos los hombres que quieren
llegar al conocimiento de la verdad".[23]
La Iglesia se confiesa en el Credo apostólica, es decir, en continuidad
y comunión con los Apóstoles. Esta comunión apostólica en torno a Pedro,
que "preside en la caridad a todos los congregados",[24]
goza de la promesa del Señor: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré la Iglesia y los poderes del infierno no prevalecerán contra
ella" (Mt 16,18). Quien construye fuera de esta comunión con Pedro, sin
"ser confirmado por él" (Lc 22,32), "corre en vano" (Ga 1,18;2,2-10). La
Iglesia se apoya sobre la piedra de la fe de Pedro:
"Simón Pedro proclama: 'Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo' (Mt
16,16-18). Esta fe es la base sobre la que descansa la Iglesia. En
virtud de esa fe 'las puertas del infierno no prevalecerán contra ella';
esta es la fe que tiene 'las llaves del Reino de los cielos'. Pedro es
'bienaventurado' porque confesó a Cristo 'Hijo de Dios vivo': en esta
verdad está la revelación del Padre; en esta verdad está la base de la
Iglesia, en ella está la certeza de la eternidad; por esta verdad se
confirma en el cielo lo que ella decide en la tierra".[25]
Esta Iglesia es confesada en el Símbolo de la fe santa. La
santidad de la Iglesia es la expresión de su unidad con Cristo en un
mismo Espíritu. El Espíritu de Cristo, presente en la Iglesia, su
Cuerpo, libera a la Iglesia del espíritu del mundo. El Espíritu suscita
en la Iglesia y en cada uno de sus miembros la santidad, uniéndolos a
Cristo crucificado y resucitado. Es la santidad que no viene de
nosotros, de las obras de la carne, sino del Padre, que en su Hijo nos
hace partícipes de su santidad, infundiéndonos su Espíritu. El Vaticano
II puso de relieve la relación que existe en la Iglesia entre el don del
Espíritu Santo y la vocación y aspiración de todos los fieles a la
santidad:
"Pues Cristo, el Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo, es
proclamado el 'único santo', amó a la Iglesia como a su Esposa,
entregándose a sí mismo por ella para santificarla (Ef 5,25-26), la unió
a sí como su propio Cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo
para gloria de Dios. Por ello en la Iglesia, todos están llamados a la
santidad. Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe
manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en
los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con
edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su
propio género de vida" (LG 39).
La santidad de la Iglesia tiene su inicio y fuente en Jesucristo.
Pero la santidad de Jesús en su misma concepción y en su nacimiento por
obra del Espíritu Santo está en profunda comunión con la santidad de
aquella que Dios eligió para ser su Madre, María, "la llena de gracia",
"totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y
hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo" (LG 56). María es la
primera y más alta realización de santidad en la Iglesia, por obra del
Espíritu, que es Santo y Santificador.[26]
Y María, la santa Madre de Dios, es figura de la Iglesia. Lo que se dice
especialmente de María, se dice en general de la Iglesia y en particular
de cada fiel.[27]
"Jesús, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de
santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,4), hace
partícipe a la Iglesia de su mismo Espíritu de Santidad.
San Pablo presenta a la Iglesia como Esposa de Cristo, que "la amó y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante
el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentándosela
resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino
santa e inmaculada" (Ef 5,26-27), y también como Templo santo de Dios
(Cf 1Cor 3,16-17). Y, siendo la Iglesia santa, a sus miembros se les
llama "santos", "sacerdocio santo, nación santa", "templo santo".[28]
En realidad sólo Dios es santo. Pero el Dios Santo nos santifica
derramando su Espíritu en nuestros corazones: "Dios os ha escogido como
primicias para la salvación por la santificación del Espíritu y por la
fe en la verdad" (2Ts 2,13). "Fuisteis santificados, fuisteis
justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de
nuestro Dios" (1Cor 6,11; Rm 15,16; Hb 2,11). El Espíritu de nuestro
Dios es Santo y, como fuente de santidad, es Santificador.
La acción santificadora del Espíritu comienza en el bautismo, donde
crea nuestro ser en Cristo (1Cor 6,11; Tt 3,5), haciéndonos hijos de
Dios (Ga 4,6-8; Rm 8,14,16). Después del bautismo permanece en nosotros
como don del Padre (Ga 3,5): habita establemente en los fieles (Rm
8,11-14), enriqueciéndoles con sus dones y frutos de santidad (Ga 5,22),
el primero de los cuales es el amor. Con esta presencia, el Espíritu
Santo nos transforma en Templo de Dios (1Cor 6,16-19), impulsándonos a
ofrecer "nuestro cuerpo como víctima viva" en culto espiritual (Rm
6,19;12,1-2). Nos santifica siendo en nosotros fuerza interior que lucha
contra los deseos de nuestra carne
(Ga 5,17; Rm 5,8), sosteniendo nuestra debilidad en la oración,
intercediendo en y por nosotros "según la voluntad de Dios" (Rm
8,26-27). El Espíritu nos hace libres: del pecado
(2Cor 3,17; Ga 5,13; Rm 8,2), de la muerte, siendo principio de
resurrección (Rm 8,11), de la carne, llevándonos a suspirar por las
cosas del Espíritu (Rm 8,5-6); incluso nos libera de la ley, pasándonos
a la economía de la gracia, que es economía del Espíritu (2Cor 3,6)...
Toda la vida litúrgico-sacramental se realiza en la Comunidad bajo la
acción del Espíritu Santo. Sin la acción del Espíritu Santo, la liturgia
sería una simple evocación y no la actualización en el memorial de los
misterios de la salvación. El misterio pascual de Cristo nos llega a
través del Espíritu Santo, que es el don pascual de Cristo muerto y
resucitado a su Iglesia. En el bautismo "en el agua y el Espíritu"
entramos en comunión con la muerte y resurrección de Cristo. En la
Eucaristía, por las palabras de la consagración y la invocación del
Espíritu Santo sobre el pan y el vino y luego, en la segunda epíclesis,
sobre la asamblea, se hace presente entre nosotros Cristo "entregado por
nuestros pecados" y "resucitado para nuestra justificación", de modo que
"fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo y llenos de su
Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu"
(IIIª Plegaria Eucarística). Por el Espíritu Santo, "derramado para la
remisión de los pecados", mediante el ministerio de la Iglesia recibimos
el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia (Cf. Fórmula
de la absolución)...
Esta es la vida de la Comunidad a lo largo del Camino en sus
celebraciones de la Palabra y de los Sacramentos y como renovación de
toda la vida cristiana. Pero este don de la santidad de Dios le llevamos
siempre en vasos de barro, "para que se manifieste que este
tesoro tan extraordinario viene de Dios y no de nosotros" (2Cor 4,7).
Como miembros de la Iglesia, todos somos invitados a vivir lo que somos:
"sed santos" (Lv 11,44).[29]
Pero la Iglesia santa comprende también a los pecadores y los acoge en
su seno; todos los días tenemos que rogar a Dios: "perdónanos nuestras
deudas" (Mt 6,12): "La Iglesia encierra en su propio seno a los
pecadores y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación,
avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación"
(LG 8).
"Ahora bien, esta vida la llevamos en 'vasos de barro' (2Co 4,7). (Pero)
el Señor Jesucristo... quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza
del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso de sus
propios miembros" (CEC 1421). "La Iglesia, unida a Cristo, está
santificada por El; por El y con El, ella también ha sido hecha
santificadora" (824).
d) VIDA SEGUN EL ESPIRITU[30]
La vida en el Espíritu se manifiesta en una vida según el Espíritu.
El Espíritu Santo hace de nosotros hijos de Dios porque El es el
Espíritu del Hijo. Al marcarnos con su sello nos hace conformes al Hijo
Unigénito, haciéndonos clamar en nuestro espíritu: ¡Abba, Padre! Esta
palabra, que no tiene paralelos en todo el Antiguo Testamento, es la
palabra con la que los niños se dirigen a su padre: ¡papá! Sólo el que
es como un niño puede abrir su corazón al Padre sin temor, con toda la
intimidad y ternura que encierra esta palabra. Sin el Espíritu del Hijo,
que testimonia a nuestro espíritu que somos hijos de Dios y ayuda a
nuestra debilidad a pronunciar la palabra Abba, ningún hombre se
atrevería a hacerlo.
Pues no se trata sólo de decirlo con los labios sino con toda la vida de
hijo de Dios, como dice San Cipriano:
"Padre, dice en primer lugar el hombre nuevo, regenerado y
restituido a su Dios por la gracia, porque ya ha empezado a ser hijo:
'Vino a los suyos, dice, y los suyos no lo recibieron. A cuantos lo
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que
creen en su nombre' (Jn 1,12). El que, por santo, ha creído en su nombre
y se ha hecho hijo de Dios, debe empezar por eso a dar gracias y hacer
profesión de hijo de Dios, puesto que llama Padre a Dios, que está en
los cielos; debe testificar también que desde sus primeras palabras en
su nacimiento espiritual ha renunciado al padre terreno y carnal y que
no reconoce ni tiene otro padre que el del cielo (Mt 23,9)...No pueden
llamar Padre al Señor, quienes tienen por padre al diablo: 'Vosotros
habéis nacido del padre diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro
padre. El fue homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad,
porque no hay verdad en él' (Jn 8,44)... Hemos, pues, de pensar que
cuando llamamos Padre a Dios es lógico que obremos como hijos de Dios,
con el fin de que, así como nosotros nos honramos con tenerlo por Padre,
El pueda honrarse de nosotros".[31]
Todos los hombres son criaturas de Dios, creados y amados por Dios, pero
"no todos son hijos de Dios", dice Teodoro de Mopsuestia.[32]
"Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios esos son hijos de Dios"
(Rm 8,14):
"'Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios' (Rm 8,14). Este es el nombre atribuido a quienes creemos mediante
el sacramento de la regeneración; y si la confesión de nuestra fe nos
concede la filiación divina, las obras hechas en obediencia al Espíritu
de Dios nos cualifican como hijos de Dios...Padre es, por tanto,
el nombre propio de Dios, con el que expresamos la nueva relación en la
que nos ha situado la donación del Espíritu de Jesucristo, el Unigénito
Hijo de Dios".[33]
Como hijo, el creyente puede dirigirse a Dios, llamándole con sus
hermanos: "Padre nuestro"; pero, como hijo, no puede vivir en sí mismo y
para sí, sino abierto totalmente al Padre y a la misión recibida del
Padre: "Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros" (Jn 20,21).
Enviados al mundo como hijos, que hacen visible a Dios Padre en un amor
único, extraordinario, reflejo del amor del Padre, los cristianos
están en el mundo como iconos de Dios Padre. Como dirá San León
Magno:
"Si para los hombres es un motivo de alabanza ver brillar en sus hijos
la gloria de sus antepasados, cuánto más glorioso será para aquellos que
han nacido de Dios brillar, reflejando la imagen de su Creador y
haciendo aparecer en ellos a Quien les engendró, según lo dice el Señor:
'Brille vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas
obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos' (Mt 5,16)".[34]
Los que, como Jesucristo, "no han nacido de la sangre, ni de la carne,
ni de deseo de hombre, sino que han nacido de Dios" (Jn 1,12-13), "del
agua y del Espíritu", esos son "hermanos y hermanas de Jesús" (Mt
12,48-50). Ellos brillan en el mundo como hijos de Dios, haciendo
brillar ante los hombres el amor del Padre:
"Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir
su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No
hacen eso también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo
también los paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48; Lc 6,27-36).
"Por el Bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a
Jesús...:debe descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer
del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del
Padre y 'vivir una vida nueva' (Rm 6,4)" (537). "El Bautismo no
solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito 'una
nueva creación', un hijo adoptivo de Dios que ha sido hecho 'partícipe
de la naturaleza divina', miembro de Cristo, coheredero con El y templo
del Espíritu Santo" (1265). "La conciencia que tenemos de nuestra
condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición
terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y
el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: 'Abba,
Padre' (Rm 8,15)" (2777). "Podemos invocar a Dios como Padre porque El
nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace
conocer. Lo que el hombre no puede concebir..., es decir, la relación
personal del Hijo hacia el Padre, he aquí que el Espíritu del Hijo nos
hace participar de esa relación a quienes creemos que Jesús es el Cristo
y que hemos nacido de Dios" (2780)."Este don gratuito de la adopción
exige por parte nuestra una conversión continua y una vida nueva"
(2784).[35]
e) DONES Y FRUTOS DEL ESPIRITU SANTO[36]
Hablando de la oración, Lucas dice: "Porque si vosotros, siendo malos,
sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¡cuánto más el Padre del cielo
dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!" (11,12-13). El Espíritu
Santo es el Don del Padre, compendio de todos los dones o "cosas buenas"
que el cristiano puede recibir de Dios. El Espíritu Santo es el
verdadero Don, que no hay que olvidar, mirando sólo a los dones o
manifestaciones de su acción en nosotros.[37]
Los siete dones del Espíritu Santo, que recoge la teología y la vida
espiritual de la Iglesia, aparecen en el texto mesiánico de Isaías:
"Saldrá un renuevo del tronco de Jesé,
un retoño brotará de sus raíces.
Reposará sobre él el Espíritu de Yahveh:
espíritu de sabiduría y de inteligencia,
espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y de piedad,
y lo llenará el espíritu de temor del Señor" (11,1-3).[38]
El Espíritu que, desde antes de la creación, se cernía sobre el caos (Gn
1,2), da vida a todos los seres,[39]
suscita a los Jueces[40]
y a Saúl (1S 11,6), da la habilidad a los artesanos (Ex 31,3;35,31),
discernimiento a los Jueces (Nm 11,17), la sabiduría a José (Gn 41,38)
y, sobre todo, inspira a los profetas,[41]...
este mismo Espíritu será dado al Mesías, confiriéndole la plenitud de
sus dones: la sabiduría e inteligencia de Salomón, la prudencia y
fortaleza de David, la ciencia, piedad y temor de Yahveh de los
Patriarcas y Profetas...
Pero el mismo Isaías no separa los siete dones del Espíritu mismo. No
habla del don de sabiduría o del don de inteligencia, sino del Espíritu
de sabiduría o Espíritu de consejo. Así nos invita a ver en los dones la
presencia y actuación personal del Espíritu Santo. Es el Espíritu mismo
quien, en cada caso, en las innumerables situaciones, se comunica, dando
sabiduría, inteligencia, piedad o santo temor de Dios.[42]
El único Espíritu enriquece a la Iglesia con la diversidad de sus dones[43]:
"El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles
como en un templo...Guía a la Iglesia y la provee con diversos dones
jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos" (LG 4). La
acción vivificante del Espíritu inspira con la multiforme variedad de su
dones toda la vida del cristiano. El es el inicio de la justificación,
moviendo al pecador a conversión:[44]
"También el inicio de la fe, más aún, la misma disposición a creer tiene
lugar en nosotros por un don de la gracia, es decir, de la inspiración
del Espíritu Santo, quien lleva nuestra voluntad de la incredulidad a la
fe".[45]
"Nadie puede acoger la predicación evangélica sin la iluminación y la
inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la docilidad necesaria
para aceptar y creer en la verdad".[46]
"Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y
mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe...y
penetra más profundamente en ella con juicio certero" (LG 12).
"El Espíritu predicó acerca de Cristo en los profetas. Actuó en los
Apóstoles. El, hasta el día de hoy, sella las almas en el bautismo. Y el
Padre da al Hijo y el Hijo comunica al Espíritu Santo. Y el Padre por
medio del Hijo, con el Espíritu Santo, da todos los dones. No son unos
los dones del Padre y otros los del Hijo y otros los del Espíritu Santo,
pues una es la salvación, uno el poder, una la fe (Ef 4,5). Un solo
Dios, el Padre; un solo Señor, su Hijo unigénito; un solo Espíritu
Santo, el Paráclito".[47]
Entre los dones del Espíritu Santo cabe destacar en el Camino el don de
la parresía que hace a los apóstoles anunciar con fuerza el
Evangelio.[48]
El es el Paráclito, que defiende en la persecución e inspira el
testimonio ante jueces y magistrados (Mt 10,20). El Espíritu Santo, con
el don de fortaleza, otorga al cristiano la fidelidad, la paciencia y la
perseverancia en el camino del Evangelio (Ga 5,22).
Y también se resalta, con Orígenes, el don del discernimiento como el
más necesario y permanente en la Iglesia.[49]
Este discernimiento se basa, no en criterios de sabiduría humana, que es
necedad ante Dios, sino en la sabiduría que viene de Dios. Y Novaciano,
antes de su cisma de la Iglesia, escribió esta bella página:
"El Espíritu que dio a los discípulos el don de no temer, por el nombre
del Señor, ni los poderes del mundo ni los tormentos, este mismo
Espíritu hace regalos similares, como joyas, a la esposa de Cristo, la
Iglesia. El suscita profetas en la Iglesia, instruye a los doctores,
anima las lenguas, procura fuerzas y salud, realiza maravillas, otorga
el discernimiento de los espíritus, asiste a los que dirigen, inspira
los consejos, dispone los restantes dones de la gracia. De esta manera
perfecciona y consuma la Iglesia del Señor por doquier y en todo".[50]
Pero conviene insistir, con San Pablo, en que la riqueza de los dones
del Espíritu Santo, al ser suscitados por el único Espíritu, hace que
todos ellos converjan en "la edificación del único Cuerpo" de Cristo,
que es la Iglesia (1Cor 12,13): "Ya que aspiráis a los dones
espirituales, procurad abundar en ellos para la edificación de la
asamblea" (1Cor 14,12).
Por ello, es evidente que el don más excelente del Espíritu Santo es el
amor (1Cor 14,1), al que Pablo eleva el himno del capítulo 13 de esta
carta, "himno a la caridad que puede considerarse un himno a la
influencia del Espíritu Santo en la vida del cristiano".[51]
En el cristiano hay un amor nuevo, participación del amor de
Dios: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5,5).
El Espíritu Santo hace al cristiano partícipe del amor de Dios Padre y
del amor filial del Hijo al Padre. Amor que lleva al cristiano a amar,
no sólo a Dios, sino también al prójimo como Cristo le ama a él.
Es el amor signo y distintivo de los cristianos (Jn 13,34-35).
"Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar
fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos 'el
fruto del Espíritu...' (Ga 5,22s)" (736). "La vida moral de los
cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son
disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los
impulsos del Espíritu Santo" (1830).
Los dones, que el Espíritu siembra en el cristiano, producen su fruto,
que es "la cosecha del Espíritu".[52]
Frente a las obras de la carne, San Pablo enumera los frutos del
Espíritu: "Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza,
libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras,
rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y
cosas semejantes. En cambio el fruto del Espíritu es: amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"
(Ga 5,19-23).[53]
Entre todos estos frutos, San Pablo coloca como fruto primero del
Espíritu el amor. Este fruto no es el primero de una lista, sino el
generador de los demás, que engloba y da sentido a los otros. El que
ama, cumple la totalidad de la ley (Rm 13,8). Pero no se trata de un
amor cualquiera, sino del amor de Dios "que ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5,5).
Este Espíritu nos constituye hijos de Dios, hace que nuestra vida sea
santa, como participación de la santidad de Dios.
Este amor se manifiesta en la alegría, fruto genuino del Espíritu
(Ga 5,22); es la alegría profunda, plena, a la que aspira el corazón de
todo hombre. Es la alegría del saludo del ángel a María, la alegría que
el Espíritu suscita en la visitación de María a Isabel (Lc 1,44);la
alegría que canta María en el Magnificat: "mi espíritu se alegra
en Dios, mi Salvador" (Lc 1,47);es la alegría de Simeón, al contemplar
al Mesías (Lc 2,26,32). Es la alegría en el Espíritu que experimenta
Jesús hasta exclamar en exultación al Padre: "Jesús, en aquel momento,
se estremeció de gozo en el Espíritu Santo y exclamó: Yo te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a
sabios e inteligentes y las has revelado a los sencillos" (Lc 10,21).
Esta es la alegría, "gozo colmado", que desea Jesús para sus discípulos
(Jn 15,11;17,13). Esta alegría, la misma alegría de Jesús, el Espíritu
Santo la da a los discípulos, la alegría de la fidelidad al amor que
viene de Dios: "Los discípulos quedaron llenos de gozo y de Espíritu
Santo" (He 13, 52).[54]
San Cirilo de Jerusalén eleva un bello canto al Espíritu, describiendo
con riqueza de imágenes la acción del Espíritu en el cristiano. En su
catequesis XVI, podemos leer:
"La acción del Espíritu Santo penetra en los fieles y en la vida de la
Iglesia. Es la gran luz que se esparce por doquier y rodea con su fulgor a
todas las almas y las enriquece con sus dones. Enseña el pudor a unos,
convence a otros a mantenerse vírgenes, a los de más allá les comunica la
fuerza para ser misericordiosos, pobres, fuertes contra los asaltos del
demonio. Ilumina las mentes, fortalece las voluntades, purifica los
corazones, nos hace estables en el bien, libra las almas del demonio, nos
somete a todos a la caridad de Dios. Es verdaderamente bueno y comunica al
alma la salvación; se acerca con suavidad y ligereza; su presencia es dulce
y fragante. Viene para salvar, sanar, enseñar, advertir, reforzar, consolar,
iluminar la mente de quien lo recibe en primer lugar y, luego, por medio de
éste, de los demás. La docilidad al Espíritu eleva al alma a contemplar,
como en un espejo, los cielos y a ser revestida con toda su potencia del
mismo Espíritu Santo.[55]
Concluyamos la presentación de la pneumatología del Camino, que no es otra
que la de la Iglesia, con las palabras con que termina San Cirilo sus
catequesis sobre el Espíritu Santo:
"Que el mismo Dios de todas las cosas, que habló en el Espíritu Santo por
medio de los profetas, que lo envió sobre los Apóstoles el día de
Pentecostés, que ese mismo os lo envíe a vosotros y que por El nos guarde,
concediéndonos a todos nosotros su común benignidad, para que demos siempre
los frutos (Ga 5,22) del Espíritu Santo: amor, alegría, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia, en Cristo Jesús Señor
nuestro, por quien y con quien juntamente con el Espíritu Santo sea la
gloria al Padre ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén".[56]
[1]
El Espíritu Santo es invocado desde el principio en toda celebración
y se habla de El, Cf. Convivencia y Catequesis de la Iniciación a
la Oración, Catequesis a los Seminaristas del Redemptoris Mater de
Roma en 1990, repetida en varias convivencias después.
[2]
"El Espíritu Santo con su gracia es el 'primero' que nos despierta a
la fe y nos inicia en la vida nueva... No obstante, es el 'último'
en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad" (CEC
684). "Cuando Cristo es glorificado puede a su vez, de junto al
Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él" (690).
[3]
Orationes XXXI,26.
[4]
SAN IRENEO, Demostración de la Predicación apostólica, 7.
[5]
Cf. SAN CIRILO DE Jerusalén, Catequesis XVI-XVII.
[6]
Significativos al respecto son los dos iconos de Kiko sobre la
Ascensión en la parroquia de Santa Francesca Cabrini, Roma
(comentado por J. CABALLERO CERVERA) y el de la Parroquia de
La Paloma, Madrid, sobre Pentecostés.
[7]
Cf CEC 683.
[8]
SAN AGUSTIN,
Epist.CLXXXV, 11,50.
[9]
Cf He 16,6-7;19,1; 20,3.22-23;21,4.11.
[10]
SAN ATANASIO, De incarnatione 8.
[11]
JUAN PABLO II, Catequesis del 6-9-1989.
[12]
JUAN PABLO II, Catequesis del 3-9-1989.
[13]
SAN IRENEO, Adversus haereses, III,24,1.
[14]
J. CABALLERO CERVERA,
Comentario ya citado.
[15]
Cf. Catequesis iniciales 2ª y 4ª y Catequesis de las convivencias de
formación de los Catequistas y también de preparación a la
celebración de Pentecostés.
[16]
SAN IRENEO, Adv.haer. III,17,2.
[17]
JUAN PABLO II, Catequesis del 5-12-1990. El Concilio lo expresó
también admirablemente en el Decreto sobre el Ecumenismo, n. 2: "Una
vez que el Señor Jesús fue exaltado en la cruz y glorificado,
derramó el Espíritu que había prometido, por el cual llamó y
congregó en unidad de fe, esperanza y caridad al pueblo del Nuevo
Testamento, que es la Iglesia (Ef 4,4-5; Ga 3,27-28). El Espíritu
Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna toda la
Iglesia, efectúa esa admirable unión de los fieles y los congrega
tan íntimamente a todos en Cristo, que El mismo es el principio de
la unidad de la Iglesia...Este es el gran misterio de la unidad de
la Iglesia en Cristo y por medio de Cristo, comunicando el Espíritu
Santo la variedad de sus dones. El modelo supremo y el principio de
este misterio es la unidad de un solo Dios en la Trinidad de
personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo".
[18]
SAN AGUSTIN, Sermón LXXI,20,33.
[19]
Cf CEC 791,813.
[20]
SAN AGUSTIN, Epístola 185,11,50; In Joan Ev.Tract. 32,8;27,6.
[21]
SAN GREGORIO MAGNO, In Evangelium Homilia XXX,3.
[22]
Cf CEC 424,552,768,849,850.
[23]
SAN IRENEO, Adversus haereses I,10,2. Cf CEC 172-174.
[24]
SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, A los romanos 1,1.
[25]
SAN HILARIO, De Trinitate VI
36-38.
Todos los Neocatecúmenos, en un momento del Camino, confiesan esta
fe de la Iglesia, ante la tumba de Pedro y, luego, ante el Papa,
sucesor de Pedro.
[26]
CEC 823.
[27]
Cf. BEATO ISAAC DE STELLA,
Sermón 51.
[28]
Cf He 9,13;Rom 1,7; 1Co 1,2;3,17...;1P 2,5.
[29]
1p 1,16; 1Jn 3,3; Rm 6,6-11...
[30]
Lo mismo con otras palabras dicen otros muchos Padres, que se citan
en las catequesis del Camino sobre el PADRENUESTRO, que se entrega
a los neocatecúmenos al final de un largo camino de conversión.
[31]
SAN CIPRIANO, De oratione dominica IX,X,XI
[32]
Cf TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía II 10-8.
[33]
SAN HILARIO, De Trinitate VI, 44.
[34]
SAN LEON MAGNO, Homilía XXVI,4.
[35]
Cf también CEC 735-736,1824-1825.
[36]
Cf. el Himno de Kiko al Espíritu Santo y Catequesis de la etapa de
la Iniciación a la Oración y de la Elección.
[37]
Cf SANTO TOMAS, Summa Theol. I,38,1; Cf también CEC 733,2672.
[38]
Los LXX y la Vulgata, añaden el don de piedad, desdoblando el don de
temor y así da la clásica lista de los "siete dones del Espíritu
Santo", tan repetida por los Padres: SAN IRENEO,
Adv.Haer.,III,17,3.
[39]
Sal 104,29-30; Gn 2,7; Ez 37,5-6.9-10.
[41]
Nm 11,17: a Moisés; 11,25-26;24,2; 1S 10,6.10; 19,20; 2S 23,2: a
David; 2R 2,9: a Elías; Mi 3,8; Is 48,16; 61,1; Za 7,12; 2Cro
15,1;20,14;24,20...
[42]
Cuando el Nuevo Testamento habla del "don del Espíritu Santo" usa
casi siempre el genitivo epexegético o explicativo, con el sentido:
don que es el Espíritu Santo.
[43]
1Cor 3,10;12,4-10; Rm 15,20.
[44]
DSch 1525.
[45]
Concilio de Orange (529), can. 5:DSch 375. Ya San Pablo dice: "A
vosotros se os ha dado la gracia de que creáis en Cristo" (Flp
1,29); esta fe en Cristo es suscitada por el Espíritu Santo: 1Cor
12,3.
[46]
Concilio Vaticano I, Const. Dei Filius, c.3:DSch 3010.
[47]
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cat.
XVI 24.
[48]
He 1,8;2,29;4,13.29;4,31;1 4,3; Lc 24,49; Ef 3,16-17.
[49]
In Nm, homilía XXVII,11.
[50]
NOVACIANO, De Trinitate, XXIX,9-10.
[51]
JUAN PABLO II, Catequesis del 22-5-1991.
[52]
"Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en
nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La
tradición de la Iglesia enumera doce: caridad, gozo, paz, paciencia,
longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia,
continencia, castidad" (CEC 1832).
[53]
Pentecostés ya era en la tradición de Israel la fiesta de la siega.
Ahora ha adquirido el significado nuevo de fiesta de la cosecha del
Espíritu: Cf JUAN PABLO II, Catequesis del 5-7-1989.
[54]
La alegría en el Espíritu llena la vida de la comunidad primitiva:
He 2,46-47;5,41-42; Lc 24, 52-53; 1Ts 1,6. Es la alegría de la
bienaventuranzas: Mt 5,4.10-12; Col 1,24; 1P 4,13. Juan Pablo ha
visto en la alegría de las comunidades neocatecumenales un signo del
Espíritu Santo y una llamada para quienes la ven a iniciar el
camino.(Cf L'Osservatore Romano, 3-4 de noviembre de 1980.
[55]
CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis 16,2. Las cat XVI y XVII recorren la
acción del Espíritu Santo en el Antiguo y Nuevo Testamento y en la
evangelización de los Apóstoles.
[56]
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cat. XVII 38.