LINEAS TEOLÓGICAS FUNDAMENTALES DEL CAMINO
NEOCATECUMENAL:
8. ESCATOLOGIA
Emiliano Jiménez
Hernández
Páginas relacionadas
ESCATOLOGIA
a) Si no hay resurrección es vana nuestra fe
b) Vida eterna ahora
c) Vida eterna en
el Reino de los cielos
d) Juicio
e) Infierno
f) Muerte del cristiano
g) Visión de Dios
Como en los capítulos anteriores señalaremos algunas líneas teológicas
fundamentales de la Escatología como se predica y vive en el Camino.[1]
a) SI NO HAY RESURRECCION ES VANA NUESTRA FE
Nuestra sociedad es fruto de los tres "maestros de la sospecha", los
tres falsos profetas de nuestro tiempo, Marx, Freud y Nietzsche, que nos
han cerrado con compuertas de plomo el cielo y la esperanza. El hombre
actual recoge, amalgama o confunde las críticas de estos espíritus,
eliminando a Dios de nuestro mundo y, con El, la esperanza del mundo
futuro. El hombre del ocio, engendrado por la civilización de los
mass media -prensa, radio, televisión, cine- exige "panem et
circenses", que le divierten y distraen de sí mismo y más aún de
Dios y de la aspiración al "pan del cielo". El hombre del progreso y
de la técnica, perdido en el laberinto de la gran ciudad
tecnopolita, es absorbido por los ordenadores, que le
codifican, haciendo de él una computadora de horarios y
funciones, sometido a la esclavitud del consumo de lo que la
publicidad le presenta como imprescindible para vivir el paraíso en
la tierra, sin tiempo ni posibilidad de alzar los ojos al cielo.
Reducido a la tierra, a este hombre sólo le queda la posibilidad de dar
culto al cuerpo o a la ecología.
Sin embargo "el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre,
porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios" (CEC 27). "Pero
esta 'unión íntima y vital con Dios' (GS 19) puede ser olvidada,
desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre" (29).
Pero "los hombres de todos los tiempos se han formulado la pregunta
básica: ¿Dé dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen?
¿Cuál es nuestro fin?...La fe cristiana explicita la respuesta" (282).
"Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana: Dios
nos llama a su propia bienaventuranza" (1719). "Esta bienaventuranza...
nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el
bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana,
por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en
ninguna criatura, sino sólo en Dios" (1723).
Hoy, ¿quién habla o piensa siquiera en la vida eterna? En nuestro
mundo secularizado, angustiado por lo inmediato, ¿quién piensa en algo
más allá de lo que tocan sus manos o la prolongación de ellas: la
técnica? En nuestro mundo científico, ¿quién se atreve a hablar de lo
que se sustrae a la verificación de los laboratorios humanos? A muchos,
incluso en ciertos ambientes de la teología, les parece una fábula del
pasado hablar del cielo y del infierno. ¿No ha sustituido la ciencia a
la fe, la seguridad social a la esperanza y la organización estatal a la
caridad? ¿Qué predicador se atreve hoy a escandalizar nombrando las
verdades escatológicas? Hoy hablar de la resurrección causa, en vez de
la risa del Areópago de Atenas (He 17,32), la sonrisa, que es una burla
mayor, por el sarcasmo y conmiseración que encierran.
Y, sin embargo, hoy como entonces, sigue siendo verdad la palabra de San
Pablo: "Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó.
Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también
vuestra fe...Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos
los hombres mas desgraciados" (1Cor 15,16-19). Si no hay vida eterna,
toda la fe cristiana es falsa. Se derrumba la teología entera y, lo que
es más grave, la vida cristiana pierde todo sentido. El martirio, la
virginidad, el amor indisoluble de los esposos, la entrega de la vida al
servicio de los otros, el amor al enemigo, dar los bienes a los pobres,
la liturgia...¿no se vacía todo de contenido? Pero si no hay vida eterna
y todo acaba con la muerte, ¿qué es el hombre? Y, podemos preguntar
también, sin vida eterna, ¿Dios es Dios?
Si Cristo no ha resucitado y, por tanto, no existe para los hombres
ninguna esperanza de resurrección y de vida eterna, los cristianos son
los más desgraciados de todos los hombres, dice San Pablo. Pero la
verdad es que si el hombre no resucita a una vida eterna, el hombre es
el ser más desgraciado de todos los seres. ¿Qué sentido tiene afirmar
que la grandeza del hombre consiste en ser el único que sabe que muere?
¿Qué valor tiene ese privilegio de la inteligencia, si no es para
descalificar de antemano la vida con la constante amenaza de su
aniquilación? Todos los demás seres están perfectamente adaptados al
proceso natural de nacimiento, reproducción y muerte. Todos menos el
hombre, que se resiste a morir, que posee una misteriosa aspiración a
perdurar, a superar sus límites. Si fracasa en esta aspiración, si muere
completamente cuando muere, aunque con los adelantos de la ciencia
prolongue unos años más la vida, habrá que decir que es el más
desdichado de todos los mortales.[2]
Frente a este mundo actual, pragmático y materialista, dividido entre
una confianza ilimitada en el progreso técnico y la angustiosa decepción
de todos los valores humanos, frente a este hombre angustiado por el
deseo de vivir y el terror a la muerte, el cristiano está llamado a "dar
razón de su esperanza" (1P 3,15). El cristiano está llamado a ser
testigo, con su palabra y con su vida, de la resurrección y de la vida
eterna.
"La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en
Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad
central, transmitida como fundamental por la Tradición y predicada como
parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz" (CEC
638). "Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus
comienzos un elemento esencial de la fe cristiana...Somos cristianos por
creer en ella (Tertuliano)" (991). Y llamados a proclamarlo "con el
anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la
palabra" (905).
Cuando Jesús fue levantado a los cielos, en presencia de sus Apóstoles,
y una nube lo ocultó a sus ojos, estando ellos mirando fijamente al
cielo mientras El se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de
blanco, que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?
Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así como le habéis
visto subir al cielo" (He 1,10-11). Estamos en la hora en que es preciso
mirar fijamente al cielo para ver a Cristo Resucitado como Kyrios,
Señor de la muerte, y, luego, bajar del monte y recorrer la tierra
entera como "testigos suyos", anunciando con la fuerza del Espíritu
Santo la vida eterna (He 1,8). Esta es la fe que mantiene a los
catequistas e itinerantes del Camino Neocatecumenal en la misión.
Esta fe carga de sentido escatológico la vida presente. El futuro ya
está en el presente de la vida personal y comunitaria, en el correr
actual de la historia. Sólo el futuro de vida eterna da sentido al
tiempo presente con todas sus vicisitudes de embarazo, de espera
gozosa, de privaciones, de conflictos, de actividad y fracasos. El
tiempo presente es ya tiempo escatológico. Sólo espera el alumbramiento
del hijo quien siente en su vientre su presencia. Esta fe hace del
presente un kairós. Para el cristiano el momento presente,
grávido de la gracia de Cristo muerto y resucitado y que viene con
gloria y potencia, es fecundo de frutos de vida para el mundo. La
escatología no aliena al cristiano del presente y del mundo, sino que le
sumerge en el mundo como fermento que transforma todas sus
realidades, como sal que da sentido y sabor a toda su vida.
Creer en Dios Padre, como origen de la vida; creer en Jesucristo, como
vencedor de la muerte; creer en el Espíritu Santo, como Espíritu
vivificante en la Iglesia, donde experimentamos la comunión de los
santos y el perdón de los pecados, causa de la muerte, nos da la certeza
de la resurrección y de la vida eterna. La vida surgida del amor de
Dios, manifestado en Jesucristo e infundido en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, es vida eterna, pues "su amor es más fuerte que la
muerte":
"El Señor ora al Padre: 'Quiero que donde estoy yo, estén también ellos,
para que vean mi gloria' (Jn 17,24), deseando que a quienes plasmó y
formó, estando con El, participen de su gloria. Así plasmó Dios al
hombre, en el principio, en vistas de su gloria; eligió a los patriarcas
en vistas de la salvación; formó y llamó a los profetas para habituar al
hombre sobre la tierra a llevar su Espíritu y poseer la comunión con
Dios...Para quienes le eran gratos diseñaba como arquitecto el edificio
de la salvación; guiaba en Egipto a quienes no le veían; a los rebeldes
en el desierto les dio una ley adecuada; a los que entraron en la tierra
les procuró una propiedad apropiada; para quienes retornaron al Padre
mató un 'novillo cebado' y les dio el 'mejor vestido', disponiendo así,
de muchos modos, al género humano a la música (Lc 15,22-23.25) de
la salvación...Pues Dios es poderoso en todo: fue visto antes
proféticamente, luego fue visto adoptivamente en el Hijo, y será
visto paternalmente en el Reino de los cielos (1Jn 3,2; 1Co 13,12);
pues el Espíritu prepara al hombre para el Hijo de Dios, el Hijo lo
conduce al Padre, y el Padre le da la incorrupción para la vida
eterna, que consiste en ver a Dios".[3]
La muerte es consecuencia del pecado. El hombre, llamado a la vida por
Dios, quiere alcanzar por sí mismo, contra Dios, el árbol de la vida. Al
intentarlo halla la muerte. Así "por un hombre entró el pecado en el
mundo y, por el pecado, la muerte" (Rm 5,12). En esta muerte entra
Cristo, como nuevo Adán, y sale vencedor de la muerte. "Se humillo hasta
la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,8); por esta kenosis, en
obediencia al Padre, Jesús venció el poder de la muerte (Cf. 2Tm 1,10;
Hb 2,14); la muerte, de esta manera, ha perdido su aguijón (1Cor 15,55).
El que cree en Cristo "ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5,24) pues
"el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y
cree en mí, no gustará la muerte por siempre" (Jn 11,25-26), siendo el
mismo Cristo "la resurrección y la vida" (Jn 11,25;14,6).
"Si es verdad que Cristo nos resucitará 'el último día', también lo es,
en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto,
gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde
ahora, una participación en la muerte y resurrección de Cristo" (CEC
1002). "Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya
realmente de la vida celestial de Cristo resucitado... Alimentados en la
Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo"
(1003).[4]
Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la
muerte en su resurrección y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia,
como el don de bodas a su Esposa. Y la Iglesia, gozosa y exultante canta
el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera
anhelante de la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! La
Iglesia, en su peregrinación, vive continuamente la tensión entre el
Aleluya y el Maranathá. Ahora ya vemos al Señor entre nosotros,
pero le "vemos como en un espejo" y anhelamos "verle cara a cara" (1Cor
13,12). Ahora "ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo
que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a El,
porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,1-2). Como escribe Pablo:
"En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos
de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos
hace exclamar: ¡Aba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu
para testimoniarnos que somos hijos de Dios y coherederos de Cristo, ya
que sufrimos con El, para ser también con El glorificados. Porque estimo
que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la
gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la
creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La
creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino
por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la
servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de
los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el
presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro
interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque hemos sido
salvados en esperanza" (Rm 8,14-24).
Con Cristo se ha puesto en marcha la nueva era de la historia de la
salvación: la plenitud de los tiempos.
En Cristo, don del Padre al hombre y al mundo, el hombre y la
creación entera encuentran su plenitud escatológica. Por su unión a
Cristo muerto y resucitado, el cristiano, por su bautismo, no vive ya en
la condición de la "carne", sino bajo el régimen nuevo del Espíritu de
Cristo (Cf. Rm 7,1-6). Por ello, la Iglesia, en su fase actual, es
sacramento de salvación, es decir, encarna la salvación de Cristo, que
se derrama de ella sobre toda la humanidad y sobre toda la creación.
Pero aún la Iglesia, y con ella la humanidad y la creación, espera la
manifestación de la gloria de los hijos de Dios en el final de los
tiempos. El "hombre nuevo" y la "nueva creación", inaugurada en el
misterio pascual de Cristo, mientras canta el aleluya, vive los dolores
de parto y grita maranathá, anhelando la consumación de la "nueva
humanidad" en la resurrección de los muertos en la Parusía del Señor de
la gloria. Esta es la tensión de la Iglesia, nuestra tensión: gozar y
cantar lo que ya somos y sufrir y anhelar por aquello que seremos, a lo
que estamos destinados: "Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo,
vivimos peregrinando lejos del Señor" (2Cor 5,6) y, aunque poseemos las
primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior y ansiamos estar con
Cristo (Cf. Flp 1,23).
"En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia
celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual
nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha
del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero;
cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial"
(CEC 1090). "En esta liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen
participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los
sacramentos" (1139).
"La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión
beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo" (163). "Ahora, sin
embargo, 'caminamos en la fe y no en la visión' (2Cor 5,7), y conocemos
a Dios 'como en un espejo, de una manera...imperfecta' (1Cor 13,12).
Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la
oscuridad" (164). "Cuando la Iglesia ora diciendo 'Padre nuestro que
estás en el cielo, profesa que somos el Pueblo de Dios 'sentado en el
cielo, en Cristo Jesús' (Ef 2,6), 'ocultos con Cristo en Dios' (Col
3,3), y, al mismo tiempo, 'gemimos en este estado, deseando
ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial' (2Cor
5,2)" (2796).
La existencia del cristiano, -se confiesa en el Camino Neocatecumenal-,
es escatológica; está transida por la Vida Eterna y desemboca en la
plenitud de ella. Rasgos de la existencia escatológica son todos
aquellos que no encajan en los criterios de quien prescinde de Dios y
reduce su vida y esperanzas a este mundo. A la luz de la fe en la
escatología se iluminan tantas experiencias de las Comunidades, como la
aceptación de la cruz y el dolor, como camino de salvación y encuentro
con la luz radiante del rostro de Dios, la renuncia a los bienes como
seguridad de la vida, la apertura a la vida, la no resistencia al mal,
remitiendo la justicia a Dios, el dejar "familia y patria" para vivir
como itinerantes, "viviendo sin patria propia y sintiéndose en cualquier
lugar en su propia patria",[5]
es decir, estando en este mundo como peregrinos, al sentirse ciudadanos
del cielo...
c) VIDA ETERNA EN EL REINO DE LOS CIELOS
El Credo de nuestra fe concluye confesando la fe en la resurrección de
la carne y en la vida eterna. Es la consecuencia de la fe en Dios Padre,
como origen de la vida; es el fruto de la fe en Jesucristo, como
vencedor de la muerte; es el don de la fe en el Espíritu Santo, como
Espíritu vivificante en la Iglesia, donde experimentamos la comunión de
los santos y el perdón de los pecados, causa de la muerte. La confesión
de fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos da la certeza de la
resurrección y de la vida eterna.[6]
Si el Neocatecúmeno ya vive en la comunidad una Vida que pasa por encima
de la muerte, porque ama al enemigo y puede entrar en la cruz de su
historia, esta experiencia robustece en él la fe y la esperanza de la
Vida en plenitud, de la Vida eterna más allá de este mundo. Lo que ha
pregustado le lleva a anhelar su consumación plena. La vida comenzada
es, al mismo tiempo, una garantía de la realización escatológica de la
promesa y de la esperanza. Se ve lo que en lenguaje teológico dice el P.
Alfaro: "Solamente se podrá hablar significativamente sobre el
éschaton cristiano, en sí mismo todavía escondido, si ya en el
presente hay signos anticipadores de este último por venir".[7]
La esperanza cristiana en la resurrección y en la vida eterna no es el
mero optimismo humano de que al final todas las cosas acaban por
arreglarse de alguna manera. La esperanza cristiana es la certeza
de que Dios no se deja vencer por el mal y la injusticia. Remitir la
justicia a Dios, no resistiéndose al mal, amando al enemigo, es dar
razón a todos los hombres de nuestra esperanza (Cf. 1p 3,15). La certeza
de la vida eterna no es ilusoria. Ya ha comenzado a realizarse. Se ha
cumplido en Jesucristo, como garantía y fundamento permanente y firme de
nuestra esperanza. Unidos por la fe y el bautismo a Cristo y a su
muerte, esperamos participar igualmente de su gloriosa resurrección (Cf.
Rm 6,5). Como dice San Agustín: "En Cristo se realizó ya lo que para
nosotros es todavía esperanza. No vemos lo que esperamos, pero somos el
cuerpo de aquella cabeza en la que ya se hizo realidad lo que
esperamos".[8]
El cielo, que esperamos, es nuestra casa paterna, nuestra patria, donde
nos concibió desde siempre el amor de Dios. Ir al cielo es volver al
cielo, acabar el exilio y tornar a casa. La Revelación, partiendo del
Génesis, discurre desde la creación, a través de las vicisitudes de la
historia, hasta el Apocalipsis. Dios, de quien procede todo, al final
será "todo en todo". La historia en Cristo une el Alfa y la Omega, el
Principio y el Fin: El es el Primero y el Ultimo. Y con Cristo, tras El,
los que fueron creados en El y en vista de El. Con la frase de San
Agustín: "Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti".[9]
O con San Pablo: "Quienes han sido llamados según su designio, de
antemano los conoció y también los predestinó a reproducir la imagen de
su Hijo, para que El fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rm
8,29; Cf Ef 1,3-14).
"La Iglesia sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo, cuando
Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, la Iglesia avanza en su
peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos
de Dios. Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor, y aspira y
desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria" (CEC 769).
"La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de la última
Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección. El
Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la
Iglesia, en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios
sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el
cielo a su Esposa" (677).
Cristo, el Hijo Unigénito de Dios, al volver al Padre en la ascensión,
subió al cielo como Primogénito, como el primero de muchos hermanos;
subió "a prepararnos el sitio" (Jn 14,2), para "estar donde El está",
"en el seno del Padre". En eso consiste el cielo, en la vida eterna con
Dios. Es algo que "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni nadie llegó a
imaginar nunca lo que Dios tiene preparado para quienes le aman" (1Cor
2,9). Todos los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación de
la gloria que ha de manifestarse en nosotros (Rm 8,18). "Por su muerte y
resurrección Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los
bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la
redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación
celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a
su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que
están perfectamente incorporados a El" (CEC 1026).
Para hablar de la vida de resucitados en el cielo, tenemos que servirnos
de lo que ven nuestros ojos en este mundo, pero sólo como imágenes o
símbolos de otra realidad. En toda analogía hay semejanza y desemejanza,
quizá más desemejanza que semejanza, pues cuanto decimos del cielo es
siempre menos de lo que dejamos de decir. Pero la semejanza existe. Toda
imagen terrena de la realidad celeste es algo así como la vara de oro
que sirvió para medir el perímetro del cielo, "la medida humana que usan
los ángeles" (Ap 21,17). Los símbolos son indispensables para expresar
lo inefable, son la forma más transparente de la verdad, pues en lugar
de esconderla, la revelan, al decir lo indecible, poniéndonos en
contacto con el misterio, dejándolo como lo que es: misterio. Esto no lo
hace el lenguaje conceptual, por más exacto que parezca, pues éste es
siempre neutro y frío. Los intentos de la teología racional de
"desmitologizar" el Evangelio, pretendiendo encerrar en una fórmula
abstracta el misterio, no hacen más que desnaturalizar el misterio,
negarle finalmente. Es el absurdo incongruente de los iconoclastas que,
después de barrer el templo de imágenes, se arrodillan ante la pared
desnuda o la hornacina vacía. La imagen no es Dios, pero la hornacina
tampoco.[10]
Con espléndidas imágenes el Apocalipsis afirma que los bienaventurados
vestirán vestiduras blancas y que cada uno recibirá una piedrecita con
su nombre grabado. Es el nombre propio, personal, inconfundible, dado
por Dios a cada uno de sus hijos, nacidos en el manantial de las aguas
bautismales. En la resurrección, el renacido, con el libro sellado de su
vida abierto por el Cordero degollado, recibirá una corona refulgente,
con la que entrará por una de las doce puertas -hechas de una sola
perla- de la Jerusalén celestial. Allí paseará entre los árboles
frutales que producen doce cosechas al año. Siendo verdad que Dios y su
cielo desbordan todo símbolo, sin embargo, la Ciudad celeste del
Apocalipsis (c.21), con sus doce puertas y un ángel apostado en cada
puerta, con las medidas exactas de su planta cuadrada y las piedras
preciosas de los basamentos, que le dan un resplandor de "jaspe
diáfano", nos hace sentir la seguridad, la armonía, la claridad del
cielo, frente a nuestra experiencia diaria de inseguridad, caos y
confusión sobre la tierra.
Si esto dependiera de nosotros podríamos dudar de su realidad y verlo
como pura proyección de nuestros deseos. Pero la certeza de nuestra
esperanza se basa en la fidelidad de Dios. Y, por experiencia, en la
Iglesia ya sabemos que "Dios es capaz de hacer incomparablemente más de
lo que nosotros pedimos o imaginamos" (Ef 3,20). En la comunión de la
Iglesia ya hemos empezado a gustar la paz del perdón, la iluminación del
Espíritu Santo, el gozo de la comunión, el amor de los hermanos, la
libertad de la filiación divina...Hemos podido ya barruntar, aunque sólo
sea en sus reflejos, lo que nos aguarda: "poseemos ya las arras", el
aval de lo que nos pertenece como herederos de Dios y coherederos de
Cristo. El banquete de la Eucaristía es realmente "pregustación de la
vida celeste", anticipo del banquete del Reino de los cielos. La alegría
del perdón sacramental es anticipación de aquella "alegría mayor" que
hay en el cielo por un pecador que se arrepiente. El gozo de los
esposos, unidos en una sola carne en el sacramento del matrimonio, es un
anticipo del gozo nupcial de Cristo y la Iglesia, unidos en un solo
cuerpo glorioso....
Así, podemos vislumbrar el cielo en el gusto y colorido de las imágenes,
como reposo, banquete, tálamo nupcial; es un jardín, tierra que mana
leche y miel, árbol siempre florido... Así llegamos per visibilia ad
invisibilia. La iconografía cristiana, como la liturgia de la
Iglesia, está inspirada en todos estos símbolos, dando lenguaje plástico
a la Palabra revelada. San Pablo se sirvió para hablar de la
resurrección y de la vida eterna de la naturaleza, de la siembra y la
cosecha o del dormir y despertar, como imágenes del poder de Dios para
hacer surgir y resurgir la vida. Los Padres de la Iglesia, enfrentados a
los paganos o heréticos, no se cansan de repetir y comentar estas
imágenes.
La vida eterna realizará plenamente la comunión de los santos. El gozo
de la comunidad alcanzará la plenitud en la comunión celestial. Esta fe
en la vida eterna, como consumación de la comunión, impulsa a la
comunidad cristiana a vivir en el mundo como signo sacramental del amor
y unidad escatológicos, anticipando ya aquí la comunión. El fiel vive
como hijo, sintiendo a los demás como hermanos, desgastando la vida
presente por los hombres, en espera de la nueva creación. Ver morir a
los hermanos de las Comunidades Neocatecumenales, acompañados por todos
en la celebración del sacramento de su unción, nos ha hecho
sentir tantas veces lo que dice San Cipriano:
"Al morir, pasamos por la muerte a la inmortalidad a reinar
por siempre. No es ciertamente una salida, sino un paso y
traslado a la eternidad. Y el que ha de llegar a la morada de Cristo, a
la gloria del Reino celeste, no debe llorar sino más bien regocijarse de
esta partida y traslado, conforme a la promesa del Señor (Flp 3,20-21).
Pues nosotros tenemos por patria el paraíso (Flp 3,20; Hb
11,13-16;13,13) y por padres a los patriarcas. Nos esperan allí muchas
de nuestras personas queridas, seguras de su salvación, pero preocupadas
por la nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a
su presencia y abrazarlos! Allí está el coro glorioso de los apóstoles,
el grupo de los profetas gozosos, la innumerable multitud de los
mártires coronados por la victoria, las vírgenes que triunfaron en el
combate de la castidad, los que socorrieron a los pobres, transfiriendo
su patrimonio terreno a los tesoros del cielo. ¡Corramos, hermanos
amadísimos, con insaciable deseo tras éstos, para estar en seguida con
ellos! ¡Deseemos llegar pronto a Cristo!".[11]
Cristo "es la resurrección y la vida" (Jn 11,25). Quien se une a Cristo,
es conocido y amado por Dios y tiene, por tanto, "vida eterna" (Jn
3,15): "Pues tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que
todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn
3,16). Esta certeza del amor de Dios lleva al neocatecúmeno a poner su
confianza en Dios y no en sí mismo. El temor de Dios le hace
vivir en vigilancia para que no le sorprenda dormido la venida del
Señor. La catequesis de las vírgenes, que aguardan al Señor con aceite
en sus alcuzas, y de las necias que no se proveyeron de él acompaña al
neocatecúmeno desde la etapa del primer escrutinio.
Dentro de esta visión escatológica, en las Comunidades Neocatecumenales
se descubre también la realidad del juicio y del infierno. El Evangelio
de Jesús implica un juicio: salvación o ruina. En todos los kerigmas del
Nuevo Testamento se anuncia el juicio: no acoger la Buena Nueva, negarse
a creer, no es algo irrelevante, sino "muerte eterna". Si no se entra a
la sala del banquete, se sale a las tinieblas. El que cree tiene vida
eterna, "pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el
nombre del Hijo de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo y
los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran
malas" (Jn 3,18-21). El retorno de Cristo como juez de vivos y muertos
forma parte de la fe cristiana. Todo hombre comparecerá ante El para dar
cuenta de sus actos. Desde los Hechos hasta el Apocalipsis, en todos los
kerigmas de la predicación apostólica se anuncia el juicio como
invitación a la conversión. Dios tiene fijado un día para juzgar al
universo con justicia por Cristo a quien ha resucitado de entre los
muertos.[12]
"Anunciamos no sólo la primera venida de Jesucristo sino también
la segunda, más esplendente que aquella; pues mientras la primera
fue un ejemplo de paciencia, la segunda lleva consigo la corona de la
divina Realeza. Casi siempre las cosas referentes a Cristo son dobles:
doble nacimiento, uno de Dios antes de los siglos y otro de la Virgen al
cumplirse los siglos. Doble venida: oscura la primera y gloriosa la
segunda. En aquella fue envuelto 'en pañales' (Lc 2,7), en esta le
rodeará 'la luz como un manto' (Sal 104,2). En la primera 'sufrió la
Cruz despreciando la ignominia' (Heb 12,3), en la segunda vendrá
glorioso y 'rodeado del ejército de los ángeles' (Mt 25,31). No nos
fijemos sólo en la primera venida, sino esperemos también la segunda. Y
como en la primera decíamos: 'Bendito el que viene en el nombre del
Señor' (Mt 21,9p), lo mismo diremos en la segunda (Mt 23,19p). Pues
vendrá el Salvador, no a ser juzgado, sino a juzgar a quienes
le juzgaron. (Sal 50,21;Mt 26,62;27,12). El mismo Salvador dice: 'Me
acercaré a vosotros para juzgar en juicio y seré testigo rápido contra
los que juran en mi Nombre con mentira' (Malq 3,1-5). También Pablo
señala las dos venidas, escribiendo a Tito: 'La gracia de Dios, nuestro
Salvador, apareció a todos los hombres, enseñándonos a negar toda
impiedad y pasiones humanas, para vivir sobria y piadosamente en este
siglo, esperando la manifestación de la gloria del Dios grande y
Salvador nuestro, Jesucristo' (Tit 2,11-13)".[13]
Frente a un silencio bastante generalizado en la predicación del juicio
y el infierno, en las Comunidades se proclama abierta y frecuentemente.
Dios toma en serio al hombre y su libertad. La vida no es un juego y el
hombre una marioneta en las manos de Dios. Negar el infierno es no creer
en el hombre ni en la libertad. Dios, en Cristo, ofrece la luz y la vida
al hombre. Pero el amor y la salvación no se imponen. Dios respeta
absolutamente la libertad del hombre, que puede acoger o rechazar la
salvación. El amor de Dios, amor gratuito, no anula nunca la libertad
del hombre y, por ello, le deja siempre la posibilidad real de rechazar
ese amor.
Ya en el Antiguo Testamento el juicio de Dios era un artículo de fe.
Yahveh "sondea las entrañas y los corazones" (Jr 11,20;17,10),
distinguiendo entre justos y culpables. Los justos escapan a la prueba y
los culpables son castigados (Gn 18,23ss). A El confían su causa los
justos como Juez supremo.[14]
Los salmos están llenos de las llamadas angustiosas y confiadas que le
dirigen los justos perseguidos.[15]
Pero en su juicio Dios discierne la causa de los justos de la de los
culpables: castiga a los unos para salvar a los otros (Ez 35,17-22).
Dios es enemigo del pecado y el Día de Yahveh, día de juicio, es día de
fuego que destruye el mal (Is 66,16). En el valle de Josafat -"Dios
juzga"-, Dios reunirá a las naciones; entonces será la siega y la
vendimia escatológica (Jl 4,12ss). Sólo los pecadores deberán temblar,
pues los justos serán protegidos por Dios mismo (Sb 4,15ss); los santos
del Altísimo tendrán parte en el reinado del Hijo del Hombre (Dn 7,27).
El justo, que ha puesto su confianza en Dios, apela al juicio de Dios
suplicante: "Levántate, Juez de la tierra, da su salario a los
soberbios" (Sal 94,2). Y canta por anticipado la gloria del juicio de
Dios;[16]
el pobre, que confía en Dios, tiene la certeza de que Dios le hará
justicia (Sal 140,13s). Así los fieles del Señor, oprimidos por los
impíos, aguardan con esperanza el juicio de Dios, el Día de Yahveh.
Pero, ¿quién es justo ante Dios? (Sal 143,2): "Si llevas cuenta de las
culpas, oh Dios, ¿quien se salvará? Pero de ti procede el perdón...Mi
alma espera en el Señor, porque del Señor viene la misericordia, la
redención copiosa: El redime a Israel de todos sus delitos" (Sal 130).
"Siguiendo a los profetas y a Juan Bautista, Jesús anunció en su
predicación el juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la
conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será
condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia
ofrecida por Dios" (CEC 678). "El Padre ha entregado todo juicio al
Hijo. Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar y
para dar la vida que hay en él. Es por el rechazo de esta gracia en esta
vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo" (679). "Cuando Cristo
venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles y sean congregadas
ante él todas las naciones..." (1038) "frente a Cristo, que es la
verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación
de cada hombre con Dios" (1039).
En el Nuevo Testamento, "el Día de Yahveh" pasa a ser el Día de
Jesucristo, porque Dios le entregó el juicio y le confió la
consumación de la salvación: es el Día de Cristo Jesús (Flp
1,6.10;2,16), "Día del Señor" (1Ts 5,2; 1Co 1,8) o "Día del Hijo del
Hombre" (Lc 17,24). En la venida gloriosa del Señor se centra la
esperanza de la comunidad cristiana. Esta venida -parusía del
Señor- llevará a plenitud consumada la obra iniciada en la encarnación,
en la muerte y resurrección de Cristo. Los Apóstoles son enviados a
predicar y dar testimonio de que "Dios lo ha nombrado juez de vivos y
muertos" (He 10, 42).[17]
"El hará un juicio justo entre todas las criaturas. Enviará al fuego
eterno a los espíritus malvados, mientras que a los justos y santos, que
perseveraron en su amor, les dará la incorrupción y les otorgará una
gloria eterna...En la primera venida fue rechazado por los constructores
(Sal 117,22; Mt 23,42p). En la segunda venida, vendrá sobre las
nubes (Dn 7,13; Mt 26,64; 1Ts 4,16-17), 'llevando el Día devorador como
un horno' (Ml 4,1), golpeando a la tierra con la palabra de su boca y
destruyendo a los impíos con el soplo de su boca (Is 11,4; Ap 19,15; 2Ts
2,8), teniendo en sus manos el bieldo para purificar su era: recogiendo
el grano en el granero y quemando la paja en el fuego inextinguible (Mt
3,21p). Por eso, el mismo Señor exhortó a sus discípulos a vigilar
en todo tiempo con 'las lámparas encendidas, como hombres que esperan a
su Señor' (Lc 21,34-36;12,35-36); pues 'como en tiempo de Noé hizo
perecer a todos con el Diluvio y en tiempo de Lot hizo llover sobre
Sodoma fuego del cielo y perecieron todos, así sucederá en la venida del
Hijo del Hombre' (Lc 17,26-30; Mt 24,37-39).[18]
En el mundo, tal como nosotros lo experimentamos, se hallan el bien y el
mal, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. Trigo y cizaña se
hallan mezclados hasta el día de la siega. En la misma Comunidad los
hermanos viven esta tensión. San Agustín ve toda la historia, desde el
comienzo de la creación hasta el final de los tiempos, como una lucha
entre el reino de Dios y el reino del mundo o del diablo; estos dos
reinos se enfrentan entre sí y, al presente, estos dos reinos se hallan
juntos y entremezclados. Es más, en la medida en que se acerca el final
de los tiempos, el poder del mal se exacerba contra Dios y contra la
Iglesia.[19]
Pero el Juez es Cristo y, no sólo juez, sino la norma, el camino,
la verdad y la vida. Al final se manifestará que Jesucristo es el
fundamento y el centro que otorga sentido a toda la realidad y a la
historia. A su luz quedarán juzgadas las obras de los hombres, pasando
por el fuego para ver cuáles resisten o cuáles serán abrasadas:
"Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que
el ya puesto: Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con
oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual
quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por
el fuego. Y la calidad de la obra de cada uno, la probará el
fuego..."(1Cor 3,10ss).
La fe en el juicio final contradice, por una parte, los sueños ingenuos
de quienes ponen su confianza en el progreso de la ciencia y de la
técnica, del que esperan la salvación de la humanidad. Pero el progreso
humano está cargado de ambigüedad; por ello, al final de los
tiempos tendrá lugar la separación definitiva entre el bien y el mal, la
victoria del bien y la derrota del mal. Aquel día se pondrá de
manifiesto la verdad definitiva de nuestra vida. Entonces
triunfará la justicia pues Dios hará justicia a cada uno en particular:
a las victimas de la violencia humana Dios les hará justicia,
"pues El venga la sangre, recuerda y no olvida los gritos de los
humildes" (Sal 9,13) y "recoge en un odre las lágrimas de sus fieles
perseguidos" (Sal 56,9). Cada lágrima del justo tendrá su compensación
escatológica (Is 25,8; Ap 7,17).
Por otra parte, la espera de la venida de Jesucristo, como juez de vivos
y muertos, es una llamada a la vigilancia, a la conversión diaria
a El, a su seguimiento. La puerta de las bodas se cierra para quien no
espera vigilante, con las lámparas encendidas, al novio que llega a
medianoche (Mt 25, 1ss):
"¡Vigilad sobre vuestra vida! No se apaguen vuestras lámparas ni se
desciñan vuestros lomos, porque no sabéis la hora en que vuestro Señor
va a venir (Lc 12,35-40; Mt 24,42-44p; 25,1-13). Reuníos frecuentemente,
inquiriendo lo conveniente a vuestras almas, pues de nada os servirá
todo el tiempo de vuestra fe, si no sois perfectos en el último
momento".[20]
"Recordémoslo, no sea que, echándonos a descansar como llamados, nos
durmamos (Mt 25,5; Rm 13,11) en nuestros pecados y, prevaleciendo sobre
nosotros el 'príncipe malo', nos empuje lejos del reino del Señor (Mt
22,14)".[21]
"Es preciso, pues, que estemos preparados para que, al llegar el día de
partir, no nos coja impedidos y embarazados (Lc 12,35-37; Mt 25,1-13).
Debe lucir y resplandecer nuestra luz en las 'buenas obras' (Mt
5,14-16), para que ella nos conduzca de la noche de este mundo a los
resplandores eternos".[22]
El cristiano sabe que su vida no es algo arbitrario ni un juego poco
serio que Dios pone en sus manos; los escrutinios dentro del Camino son
una ayuda para tomar en serio la vida y las gracias del Señor. Como
administrador de los "dones de su Señor" se le pedirá cuentas de lo que
se le ha confiado. Al siervo fiel, aunque sea "en lo poco", se le
"invitará a entrar en el gozo eterno de su Señor"; al "siervo malo y
perezoso, que entierra el talento del Señor, que le ha sido confiado,
sin hacerlo fructificar, se le arrojará a las tinieblas de afuera, donde
experimentará el llanto y rechinar de dientes" (Mt 25,14ss). El artículo
de fe sobre el juicio pone ante nuestros ojos el examen al que será
sometida nuestra vida. No podemos tomar a la ligera el inaudito alcance
de nuestra vida y libertad ante Dios. El es el único que nos toma en
serio.
"Feliz quien día y noche no se deja oprimir por otra preocupación que la
de saber dar cuenta -sin angustia alguna- de la propia vida en aquel
gran día, en el que todas las criaturas se presentarán ante el
Juez para darle cuenta de sus acciones. Pues quien tiene siempre
ante la vista aquel día y aquella hora, ése no pecará jamás. ¡La falta
del temor de Dios es causa de que pequemos! Acuérdate, pues, siempre de
Dios, conserva en tu corazón su temor e invita a todos a unirse a tu
plegaria. Es grande la ayuda de quienes pueden aplacar a Dios. Mientras
vivimos en esta carne, la oración nos será una preciosa ayuda, siéndonos
viático para la vida eterna. Y, también, así como es buena la soledad;
en cambio, el desánimo, la falta de confianza o desesperar de la propia
salvación es lo más pernicioso para el alma. ¡Confía, pues, en la bondad
del Señor y espera su recompensa! Y esto, sabiendo que si nos
convertimos sinceramente a El, no sólo no nos rechazará para siempre,
sino que, encontrándonos aún pronunciando las palabras de la oración,
nos dirá: '¡Heme aquí!'" (Is 58,9).[23]
El Anticristo arrastra consigo a la perdición a los que se dejan
llevar de sus promesas. El se alza "contra todo lo que es de Dios y
contra su culto", tratando de "instalarse en el templo de Dios,
proclamándose él mismo Dios" (2Ts 2,4-10). El Apocalipsis nos lo
describe vestido de "jactancia, arrogante y blasfemo" (Ap 13). Su
verdadera esencia es el orgullo, la voluntad de poder y de dominio que
se manifiesta en la violencia y la opresión, en el egoísmo, la envidia,
el odio y la mentira (1Jn 2,18-22; 2Jn 7). Es hijo del Príncipe de este
mundo, el Diablo, mentiroso y asesino desde el principio (Jn 8,44);
rechaza a Cristo, condenándolo a muerte. Pero el rechazo de Jesús, su
condena, clama justicia ante el Padre, que juzga con justicia y "a quien
se remitió Jesús" (1P 2,23):
"Vendrá, pues, a juzgar a los vivos y a los muertos. Vendrá como Juez
Quien fue sometido a juicio. Vendrá en la forma en que fue juzgado para
'que vean a quien traspasaron' (Za 12,10; Jn 19,37): 'He aquí al Hombre
a quien crucificasteis. He aquí a Dios y al Hombre en quien no
quisisteis creer. Ved las heridas que me hicisteis y el costado que
traspasasteis'. Pues por vosotros se abrió y, sin embargo, rehusasteis
entrar. Quienes no fuisteis redimidos al precio de mi Sangre (1p
1,18-19) no sois míos: 'Apartaos de mí al fuego eterno, preparado para
el diablo y sus ángeles' (Mt 25,41)...Vendrá...Quien antes vino
ocultamente, vendrá de modo manifiesto; quien fue juzgado, vendrá a
juzgar. Quien estuvo como reo ante el hombre juez, juzgará a todo
hombre...sin que pueda ser corrompido con dinero ni ablandado por
satisfacción alguna. ¡Aquí, aquí debe hacer cada uno lo que pueda,
mientras hay lugar a la misericordia! Pues no podrá hacerlo allí. ¡Haz
aquí penitencia, para que aquel cambie tu sentencia! Da aquí limosna,
para que de aquel recibas la corona. Otorga aquí el perdón, para que
allí te lo conceda el Señor. Ahora es el tiempo de la fe. Quien quiera
vivir para siempre y no temer la muerte, conserve la Vida que
vence la muerte. Quien quiera no temer al Juez divino, le considere
ahora su Defensor".[24]
No es que Jesucristo haya venido al mundo para juzgar al mundo, sino
para salvarlo (Jn 3,17; 8,15s). Pero el juicio se opera ya por la
actitud que cada cual adopte para con El. Quien no cree ya está juzgado
por haber rechazado la luz (Jn 3,18ss). El juicio, más que una sentencia
divina, es una revelación del interior de los corazones humanos: "Este
está puesto -dirá Simeón- para caída y elevación de muchos, como señal
de contradicción, a fin de que se manifiesten las intenciones de muchos
corazones" (Lc 2, 34-35). Aquellos cuyas obras son malas prefieren las
tinieblas a la luz (Jn 3,19s) y Dios no hace más que dejarles en la
ceguera con la que creen ver claro, satisfechos en su jactancia.[25]
En cuanto a los que reconocen su ceguera, Jesús les abre los ojos (Jn
9,39), para que actuando en la verdad lleguen a la luz (Jn 3,21).
En realidad "todos somos culpables ante Dios" (Rm 3,10-20). Desde la
entrada del pecado en el mundo, por nuestro padre Adán, se pronunció un
veredicto de condena contra todos los hombres (Rm 5,16-18). Nadie podía
escapar a esta condena por sus méritos. Pero, cuando Jesús murió por
nuestros pecados, Dios destruyó el acta de condenación, clavándola en la
cruz. A quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros, para que
viniésemos a ser justicia de Dios en El (2Cor 5,21). "Condenó el pecado
en la carne de Cristo, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera
en nosotros según el espíritu" (Rm 8,3-4). Así Cristo "nos rescató de la
maldición de la ley haciéndose El maldición por nosotros" (Ga 3,13).
Para quienes confían en Jesucristo el juicio será, o mejor lo es ya, un
juicio de gracia y misericordia. El es nuestra justificación: "al que
cree en Aquel que justifica al impío su fe se le reputa como justicia"
(Rm 4,5), "porque el fin de la ley es Cristo para justificación de todo
creyente" (Rm 10,4). Por ello, la profesión de fe en Jesucristo "como
juez de vivos y muertos" es Buena Nueva y expresión de la esperanza
cristiana. En Cristo se nos ha revelado la justicia de Dios, no la que
castiga, sino la que justifica y salva (Rm 3,21-24). Para los creyentes
no hay ya condenación (Rm 8,1): si Dios los justifica, ¿quién los
condenará? (8,34). Nada temen quienes han experimentado la vida de
Cristo, porque Cristo vivía en ellos y toda su vida ha sido testimonio
de Cristo:
"Como hay muchas persecuciones (Sal 118,157), también hay muchos
mártires. Cada día eres testimonio de Cristo. Has sido tentado por el
espíritu (Os 4,12; 5,4; 1Jn 4,1-6) de fornicación, pero, temiendo el
futuro juicio de Cristo (Hb 10,27), no has violado la pureza de la mente
y del cuerpo (1Cor 6,9-20): eres mártir de Cristo. Has sido tentado por
el espíritu de avaricia y, sin embargo, has preferido dar ayuda a hacer
injusticias: eres testigo de Cristo. Has sido tentado por el espíritu de
soberbia, pero, viendo al pobre y al necesitado, con corazón benigno has
sentido compasión, has amado la humildad antes que la jactancia (Flp
2,3-4): eres testigo de Cristo, dando testimonio no sólo con la palabra,
sino con los hechos (Mt 7,21; Jn 12,47). De hecho, quien escucha el
Evangelio y no lo guarda (Mt 7,26), niega a Cristo; aunque lo reconozca
con las palabras, lo niega con los hechos. Serán posiblemente muchos los
que dirán: '¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre y en tu nombre
arrojamos demonios, y en tu nombre no hicimos muchos prodigios?', pero
el Señor les responderá: 'Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de
maldad' (Mt 7,22-23). Testigo es, pues, aquel que, en armonía con los
hechos, da testimonio del Señor Jesús. ¡Cuan numerosos son, pues, cada
día aquellos que en secreto son mártires de Cristo y confiesan a Jesús
como Señor! ¡Cristo les confesará a ellos ante el Padre!".[26]
Es Cristo el "juez de vivos y muertos". Los primeros cristianos con su
oración "maranathá, ven, Señor Jesús", han visto el retorno de
Jesús como un acontecimiento lleno de esperanza y alegría. Han visto en
él el momento anhelado de toda su vida, hacia el que han orientado su
existencia. Y, por otra parte, eran conscientes de que el juez es
nuestro hermano. No es un extraño, sino el que hemos conocido en la fe.
Vendrá, por tanto, "para
unirnos con El, pues
lo esperamos del cielo para hacernos semejantes a su gloria" (Flp
3,20-21).[27]
Cristo Juez es el mismo Cristo Salvador, cuya misión fue purificar al
pecador y llevarle a la vida y a la visión del Padre. De aquí el celo y
gozo con que Jesús invita a todos a entrar en la gloria, según lo que
Melitón pone en labios de Cristo:
"Venid, pues, todas las estirpes de hombre que estáis amasados en el
pecado (1Cor 5,6-8; Mt 16,6) y habéis recibido la remisión de los
pecados. Soy yo vuestra remisión (Ef 1,7), yo la pascua de salvación, el
cordero degollado por vosotros, vuestro rescate, vuestra vida, vuestra
resurrección, vuestra luz, vuestra salvación, yo vuestro rey. Soy yo
quien os elevo hasta el cielo, yo quien os mostraré al Padre que vive
desde la eternidad, yo quien os resucito con mi diestra".[28]
Sobre el juicio se alza, pues, la aurora de la esperanza. Con
esperanzado asombro, el creyente se encontrará aquel día con quien le ha
dicho tantas veces en su vida y en sus celebraciones: "No temas, soy Yo,
el Primero y el Ultimo, el Viviente; estuve muerto, pero ahora estoy
vivo por los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades" (Ap
1,17-18):
"La santa madre Iglesia en el círculo del año celebra la obra de su
divino Esposo, desarrollando todo el misterio de Cristo, desde la
Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés
y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor". (SC
102)
"En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia
celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual
nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha
de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (Ap
21,2; Col 3,1; Hb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el
ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener
parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro
Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros
nos manifestemos también gloriosos con El (Flp 3,20; Col 3,4)". (Ibíd 8;
Cf LG 48ss).
Para
los creyentes, la promesa de la venida del Señor es esperanza de
redención plena, de liberación de todas las angustias y adversidades de
la vida presente. La aparición del Señor significa el fin de la muerte y
de la corrupción del pecado. "Cuando empiece a suceder esto..., alzad
vuestra cabeza: se acerca vuestra liberación" (Lc 21,28).
"El Señor prometió a los Apóstoles que serían partícipes de su gloria
celeste, diciéndoles: 'Así será el fin del mundo: el Hijo del hombre
enviará a sus ángeles, los cuales recogerán de su reino todos los
escándalos y todos los operadores de iniquidad para arrojarlos al horno
del fuego. Allí habrá llanto y crujir de dientes. Entonces los justos
brillarán como el sol en el reino de su Padre...Seremos partícipes de
aquel esplendor, en el que mostró a los apóstoles el aspecto de su
reino, cuando se transfiguró sobre el monte (Mt 17,1-2p). Entonces
Cristo nos entregará, como su reino, al Padre (1Cor 15,24), pues
nosotros seremos elevados a la gloria de su cuerpo, haciéndonos así
reino de Dios. Nos consignará, pues, como reino, según estas palabras:
'Venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo' (Mt 25,34)".[29]
Mientras esperamos esta liberación plena y definitiva, en medio del
combate de cada día, el Señor nos conforta con su gracia: "Dios os
mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en
el día del Señor Jesucristo" (1Cor 1,8). Todos los que pertenecen a la
Iglesia serán congregados de todo el mundo (Mc 13,27) y, entonces la
Iglesia, purificada con la sangre del Cordero, celebrará sus bodas como
"novia ataviada para su Esposo" (Ap 21,2). Este es su deseo y plegaria
constante: El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven! y el que oiga que repita:
¡Ven! (Ap 22,17.20; 1Co 16,22).
Esta súplica nace de la fe esperanzada de que Cristo vendrá con gloria a
buscar a los suyos para llevarlos con El. "Y así estaremos siempre con
el Señor" (1Ts 4,18):
"Pues nuestro Señor estuvo sobre la tierra, está ahora en el cielo y
vendrá en gloria como Juez de vivos y muertos. Vendrá, en efecto,
como ascendió, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles (He
1,11) y también del Apocalipsis: 'Esto dice El que es, El que fue y El
que vendrá' (1,8). 'De allí vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos'. ¡Confesémosle ahora como Salvador, para no temerlo entonces
como Juez! A quien ahora cree en El y le ama no le hará palidecer el
miedo, cuando El llame a juicio a 'los vivos y a los muertos' (2Tm 4,1;
1P 4,5). Lejos de temerlo, anhelará su venida. ¿Puede haber mayor
felicidad que la llegada del Amado y Deseado (Ct 2,8)? No temamos,
porque es nuestro Juez: Abogado nuestro ahora (1Jn 1,8-9;2,1; Hb
7,22;9,24), entonces será nuestro Juez. Supongamos que te hayas en la
situación de ser juzgado por un juez. Nombras un abogado, quien te acoge
benévolo y, haciendo cuanto le sea posible, defiende tu causa. Si antes
del fallo recibes la noticia de que este abogado ha sido nombrado juez
tuyo, ¡qué alegría tener por juez a tu mismo defensor! Pues bien,
Jesucristo es quien ahora ruega e intercede por nosotros (1Jn
1,2), ¿vamos a temerlo como Juez? Tras haberle enviado nosotros delante
para interceder en favor nuestro, ¡esperemos sin miedo que venga a ser
nuestro Juez!".[30]
Frente a la mentira y la muerte, en el Juicio de Cristo triunfará la
vida y la verdad del amor, que comenzó con su resurrección y
exaltación a los cielos. Se hará manifiesto a todos que El es el único
Señor, que su amor y su vida es la única verdad (Jn 16,8-11). Con la
venida gloriosa de Jesucristo quedarán juzgados, vencidos y depuestos
los poderes del mal, el último de ellos la muerte y Dios será todo en
todas las cosas (1Cor 15,28).
"El fin del mundo es la prueba de que todas las cosas han llegado a su
plena realización y tendrá lugar cuando todos los enemigos sean
sometidos a Cristo y, destruido también el último enemigo -la muerte-,
Cristo mismo entregue el Reino a Dios Padre (1Cor 15,24-26). Entonces
'pasará la figura de este mundo' (1Cor 7,31), de modo que 'la creación
será liberada de la esclavitud de la corrupción' (Rm 8,21), 'recibiendo
la gloria del Hijo de Dios, para que Dios sea todo en todos' (1Cor
15,28)".[31]
Pero una condenación rigurosa aguarda a los hipócritas (Mc 12,40p), a
quienes se han negado a escuchar la predicación de Jesús (Mt 11,20-24),
a los incrédulos que, escuchando, no se han convertido (Mt 12,39-42), a
quienes no acojan a sus enviados (Mt 10,14s), que son enviados a las
naciones "sin oro, ni plata, ni alforja, ni dos túnicas, ni sandalias,
ni bastón" (Mt 10,9s), "como los hermanos más pequeños de Jesús", con
quienes El se identifica (Mt 25,35-46):
"Cristo es formado, por la fe, en el hombre interior del creyente, el
cual es llamado a la libertad de la gracia, es manso y humilde de
corazón, y no se jacta del mérito de sus obras, que es nulo, sino que
reconoce que la gracia es el principio de sus méritos; a éste puede
Cristo llamar su humilde hermano, lo que equivale a identificarlo
consigo mismo, ya que dice: 'cada vez que lo hicisteis con uno de estos
mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis'. Cristo es formado en aquel
que recibe la forma de Cristo, y recibe la forma de Cristo el que vive
unido a El con un amor espiritual".[32]
El infierno, siempre posible para todos, da seriedad a la vida y es
garantía de libertad. Su existencia además da fuerza e impulso misionero
a quien se ha visto merecedor de él por sus pecados y se siente
alcanzado por la gracia de Cristo. Quisiera que lo mismo llegara a todos
los hombres. Sin el infierno, todo se convierte en apariencia, juego;
nada es real. Ya San Justino decía:
"Y no se nos objete lo que suelen decir los que se tienen por filósofos:
que cuanto afirmamos sobre el castigo reservado a los impíos en el fuego
eterno no es más que ruido y fantasmagorías; a estos respondemos que si
no es como nosotros decimos, o Dios no existe o, si existe, no se cuida
para nada de los hombres; y ni la virtud ni el vicio serían nada".[33]
El que cree tiene vida eterna, "pero el que no cree, ya está condenado,
porque no ha creído en el Nombre del Hijo de Dios. Y el juicio está en
que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la
luz, porque sus obras eran malas" (Jn 3,18-21). Dios, en Cristo, ofrece
la luz y la vida al hombre. Pero el amor y la salvación no se imponen.
Dios respeta absolutamente la libertad del hombre. Le ofrece
gratuitamente, en Cristo, su amor y salvación, pero deja al hombre la
libertad de acogerlo o rechazarlo.[34]
Es más, el amor de Dios capacita al hombre para acoger el don, pero sin
anularle la libertad y, por ello, dejándole la posibilidad de rechazar
el amor. La idea del infierno, como condenación eterna, puede chocar con
la lógica sentimental del hombre, pero es necesario para comprender a
Dios, a Cristo, al Espíritu Santo, a la Iglesia y al hombre.
El infierno existe y es eterno, como aparece en el Evangelio[35]
y en los escritos apostólicos.[36]
"La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su
eternidad" (CEC 1035). "Las afirmaciones de la Escritura y las
enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento
a la responsabilidad con la que el hombre debe usar su libertad en
relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un
llamamiento apremiante a la conversión" (1036). "Ahora bien, la
llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los
cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida
para toda la Iglesia que 'recibe en su propio seno a los pecadores' y
que siendo 'santa al mismo tiempo que necesitada de purificación
constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación' (LG 8)" (CEC
1428).
El infierno es la negación de Dios, que constituye la bienaventuranza
del hombre. Por ello, el infierno es la imagen invertida de la gloria.
Al "ser en Cristo", se opone el ser apartado de Cristo, "no ser conocido
por El" (Mt 7,23), sin comunión con El; al "entrar en el Reino" se opone
el "quedar fuera" (Lc 13,23-27); al "sentarse en el banquete"
corresponde el ser excluido de él, "no participar en el banquete" (Lc
13,28-29; Mt 22,13); el novio "no conoce a las vírgenes necias y se
quedan fuera, se les cierra la puerta"; el infierno es "perder la
herencia del Reino" (1Cor 6,9-10; Ga 5,21), "no ver la vida" (Jn
3,36)...Si el cielo es "vida eterna", el infierno es "muerte eterna" o
"segunda muerte". San Ireneo así lo dice en su tan citado libro contra
la herejías de su tiempo y de todos los tiempos:
"Quienes hayan huido de la luz (Jn 3,19-21;12,46-48; 1Jn 1,5-6) tendrán
un lugar digno de su fuga. En efecto, hallándose en Dios todos los
bienes, quienes por propia decisión huyen de Dios se privan de todos los
bienes. Quienes huyen del reposo vivirán justamente en la pena y quienes
hayan huido de la luz vivirán justamente en las tinieblas eternas, por
haberse procurado tal morada. La separación de Dios es la muerte;
la separación de la Luz es la tiniebla...Y como eternos y sin fin
son los bienes de Dios, por eso su privación es eterna y sin fin (Jn
12,18; 3,18; Mt 25,34.41 .46). Por eso dice el Apóstol: 'Porque no
acogieron el amor de Dios, para ser salvados, Dios les enviará un poder
seductor que les hará creer en la mentira, para que sean condenados
todos los que no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad' (2ts
2,10-12)".[37]
El
infierno es la "segunda muerte" (Ap 20,14-15), es decir, el voluntario
encerrarse en sí mismo, rechazando a Cristo, amor del Padre. De este
modo el hombre pecador extravía la llave que podría abrirle las puertas
del infierno (Ap 1,18; 3,7). La muerte eterna brota, pues, da la
profundidad del pecado del hombre. No vale decir "Dios es demasiado
bueno para que exista el infierno", pues para que "exista el infierno"
no es preciso que Dios lo haya querido o creado; basta que el hombre,
siendo libre, realice su vida al margen de Dios, quien respeta esa
libertad y la ratifica una vez terminado el tiempo de la misericordia de
Dios, que es plazo de la vida terrena para cada persona. Y como Dios es
vida, lo que nace del rechazo de Dios es la muerte eterna.[38]
El juicio final, para el Evangelio de Juan, no hará más que manifestar
en plena luz la discriminación operada ante Cristo desde ahora en el
secreto de los corazones.
"Los espejos limpios reflejan la imagen de los rostros tal como son:
imágenes alegres de rostros alegres, imágenes tristes de rostros
sombríos, sin que nadie pueda reprochar al espejo reflejar una imagen
sombría si su rostro lo está. De modo análogo, el justo juicio de
Dios se acomoda a nuestro estado. ¡Se comporta con nosotros como
nosotros nos hemos comportado! Dice: '¡Venid, benditos!' o '¡Apartaos,
malditos!' (Mt 25,34.41). Obtienen misericordia por haber sido
misericordiosos; y los otros reciben la maldición por haber sido ellos
duros con su prójimo. El rico Epulón, al no tener piedad del pobre, que
yacía junto a su puerta lleno de aflicciones, se privó a sí mismo de la
misericordia al tener necesidad de ella (Lc 16,19-31). Una gota de
misericordia no puede mezclarse con la crueldad. Pues, '¿qué unión cabe
entre la luz y las tinieblas?' (2Cor 1,14). Por ello se dijo asimismo
que 'el hombre cosechará lo que siembre: quien siembra en la carne
cosechará la corrupción, mientras que quien siembra en el Espíritu
cosechará la vida eterna' (Ga 6,7-8)".[39]
El juicio del último día significa, por tanto, que al final de los
tiempos se hará patente la verdad definitiva sobre Dios y los
hombres, la verdad que es Jesucristo. Mirando "al que traspasaron"
aparecerá quien "está con Cristo y quien está contra El" (Mt 7,21;
12,30; 21,28p).
"Qué significa la amenaza del fuego eterno (Mt 25,41) lo insinúa
el profeta Isaías, al decir: 'Id a la lumbre de vuestro propio fuego y a
las brasas que habéis encendido' (Is 50,11). Creo que estas palabras
indican que cada uno de los pecadores enciende la llama del propio
fuego, no siendo echado a un fuego encendido por otros: Yesca y
alimento de este fuego son nuestros pecados, designados por el Apóstol
'madera, heno, paja' (1Cor 3,12), de modo que cuando el pecador ha
reunido en sí gran número de obras malas y abundancia de pecados, toda
esta cosecha de males al tiempo debido hierve para el suplicio y arde
para la pena".[40]
"¡Pues ningún otro acusador tendrás ante ti aquel día, fuera de tus
mismas acciones! Cada una de ellas se presentará con su peculiar
cualidad: adulterio, hurto, fornicación..., apareciendo cada pecado con
su inconfundible característica, con su tácita acusación.
'Bienaventurados, en cambio, los misericordiosos, porque alcanzarán
misericordia'(Mt 5,7)".[41]
El valor de la vida humana se ilumina vista a la luz de la fe y la
esperanza en Cristo, "quien con su vida, su muerte y su resurrección, ha
dado un nuevo significado a la existencia y sobre todo a la muerte del
cristiano. Según las palabras de S. Pablo: 'si vivimos, vivimos para el
Señor; y si morimos, para el Señor morimos. Por tanto, en la vida como
en la muerte somos del Señor. Para esto murió Cristo y retornó a la
vida, para ser Señor de vivos y muertos' (Rm 14,8s)".[42]
Y esto porque, en su raíz, la vida humana es un don de Dios y a Dios
pertenece. Disponer absolutamente de la vida humana, propia o ajena, es
usurpar algo que pertenece a Dios, "Señor de la vida y de la muerte". De
aquí, la inviolabilidad de la vida humana. Dios marca con su señal
protectora hasta la frente de Caín, para que nadie se arrogue el derecho
de quitarle la vida.[43]
Toda la Escritura es un sí decidido a la vida, como don de Dios, único
Señor de la vida y de la muerte. Los Obispos españoles lo han señalado
en su Nota sobre el aborto:
"Dios es el único Señor de la vida y de la muerte. El hombre, salvo el
caso extremo de la legítima defensa, no puede atentar contra la vida
humana. El Antiguo Testamento expresa de diversas formas esta misma
idea: la vida, tanto la propia como la ajena, es un don de Dios que el
hombre debe respetar y cuidar, sin poder disponer de ella. Dios, 'el
viviente', ha creado al hombre 'a su imagen y semejanza' (Gen 1,14), y
Dios, de vivos y no de muertos (Cf Mc 12,27), quiere que el hombre viva.
Por eso protege con la prohibición del homicidio (Gen 9,5-6; Ex 20,13)
la vida del hombre. En el Nuevo Testamento continúa el aprecio del
Antiguo Testamento por la vida del hombre, manifestando su predilección
por las vidas más marginadas y menos significativas, y las ha rescatado
para la verdadera vida. Con ello se ha revelado inequívocamente el valor
de la vida de todo hombre, independientemente de sus cualidades y de su
utilidad social. El derecho a la vida es inherente a la vida misma como
un valor en sí, intangible, que debe ser respetado y salvaguardado."
(n.2)
En la cultura actual, por el contrario, se ha verificado un cambio
profundo en relación a la vida y a la muerte. El hombre se arroga el
derecho a decidir cuándo dar la vida a un nuevo ser y, como
consecuencia, hasta el cuándo morir es considerado como objeto de la
decisión humana. El fuerte crecimiento de la subjetividad, hasta
absolutizar la libertad y la autonomía del hombre, se ha elevado como
lugar y criterio único de toda decisión ética; la lógica de nuestra
sociedad técnica y eficientista ha llevado a perder, como parámetros en
la valoración de la vida, lo que no tenga un valor cuantitativo;
la cualidad de la vida hoy se entiende únicamente como búsqueda
de felicidad a toda costa, perdiéndose, por tanto, la comprensión del
sufrimiento como dimensión de la vida; la incomunicación y emarginación
de las personas disminuidas según estos parámetros, hasta decretar su
muerte, es una consecuencia lógica. Y para llevar de la mente a la
realidad estas ideas, están los progresos de la ciencia médica y sus
aplicaciones tecnológicas que hacen posible tanto la prolongación de la
vida como acortarla...
Esta mentalidad secularizada es incapaz de dar un significado a la
muerte. La muerte sólo tiene sentido cuando es vista como tránsito a una
nueva vida, plena y eterna. Con esta esperanza se puede afrontar en paz
la muerte. Sin esta garantía de vida eterna, el hombre actual reacciona
ante la muerte con dos actitudes opuestas y, al mismo tiempo, unidas
entre sí: por una parte se la ignora, tratando de borrarla de la
conciencia, de la cultura y de la vida; y, por otra, se la anticipa para
no enfrentarse conscientemente con ella.
Nuestra cultura, con su reclamo de libertad y autonomía frente a Dios
mismo, como valores supremos del hombre, llega a querer ejercitar esta
libertad hasta en la elección de la muerte. Si no hemos podido elegir
nuestro nacimiento, ¿no podemos al menos elegir nuestra muerte? Muchos
en nuestra época se hacen individual y asociadamente sus sostenedores y
promotores encarnecidos. En una cultura de tipo liberal‑radical, que
toma como punto supremo y último de referencia la libertad, se termina
por destruir la vida y, con ella, la libertad. Según este modelo de
sociedad es lícito todo lo que es libremente querido o aceptado. Bajo
esta mentalidad se han propuesto la liberación del aborto, la elección
del sexo del niño que ha de nacer ‑o en el adulto, el cambio de sexo‑,
la fecundación extracorpórea de la mujer sola, núbil o viuda, libertad
de investigación y experimentación, libertad de decidir el momento de la
muerte (living will) y el suicidio como signo y expresión máxima de
libertad...
La muerte es el último acto de la vida del hombre. El concepto de
eutanasia depende de la idea que se tenga sobre la vida y sobre el
hombre. Una mentalidad eugenista, como la racista o la nazi, reclamará
con Nietzsche la eutanasia "para los parásitos de la sociedad, para los
enfermos a los que ni siquiera conviene vivir más tiempo, pues vegetan
indignamente, sin noción del porvenir". Los niños subnormales, los
enfermos mentales, los incurables o los pertenecientes a razas
inferiores han de ser eliminados mediante la "muerte de gracia".[44]
Pero, quien considera la vida humana, como vida personal, don de Dios,
descubrirá que la vida tiene valor por sí misma; posee una
inviolabilidad incuestionable; no adquiere ni pierde su valor por
situarse en condiciones de aparente descrédito por la vejez,
inutilidad productiva o social. En su inviolabilidad nunca puede ser
instrumentalizada para ningún fin distinto de ella. De aquí la condena
de toda acción que tienda a abreviar directamente la vida del moribundo.
Junto a la eutanasia, en contraste ilógico, se da también hoy el
encarnizamiento terapéutico, la práctica médica que, mediante la
técnica de reanimación, tiende a alejar lo más posible la muerte
utilizando no sólo los medios ordinarios, sino medios extraordinarios.
El uso de medios extraordinarios logra prolongar, al menos
vegetativamente, la vida, cuando ya se han apagado irremediablemente
las funciones cerebrales. Pero este despliegue de recursos y de técnicas
médicas para mantener en vida lo más posible a una persona, va contra el
derecho del hombre a morir con dignidad, circundado y sostenido por el
afecto de sus familiares. El poder médico debe reconocer sus propios
límites y guiarse por otros imperativos que no sean el simple rechazo de
la muerte a cualquier precio. Ninguna persona humana puede desear que se
retrase en estas condiciones su muerte. El progreso de los conocimientos
médicos no puede justificar tal ensañamiento terapéutico.[45]
Frente al encarnizamiento terapéutico, hay que defender la muerte
digna del hombre. El muro de tantos aparatos sofisticados, que se
interpone entre el moribundo y los familiares, le privan de la atención
adecuada para entrar en un acontecimiento de tanta importancia como es
la muerte. No se trata, por ello, de disimularla, ocultando al enfermo
la realidad. Las falsas esperanzas, las mentiras son una falta de
respeto y de consideración para el moribundo. Vivir la verdad con el
moribundo, quizá en el silencio de la escucha atenta de sus suspiros o
deseos, mostrándole la cercanía a su dolor, sosteniendo con él el
combate entre la angustia y la confianza, recibiendo su último suspiro y
sus últimas palabras...todo esto es dar a la vida humana, que se acaba,
toda su dignidad. De este modo, el moribundo no siente únicamente
angustia y sufrimiento; vive también la presencia afectuosa de quienes
lucharon con él en la vida. Gracias a esta presencia, la pérdida de la
vida, con toda la ruptura que significa, se transforma en un lazo más
íntimo e intenso con quienes le circundan. La dignidad humana se
expresa como nunca en esta solidaridad en el último momento de la vida.
En el umbral de la muerte, el moribundo echa una mirada sobre su vida,
buscando el sentido de ella. Es el momento de sumar éxitos y fracasos,
de averiguar la trama de tantos acontecimientos aparentemente
desligados. Es el momento en que siente la necesidad de reconciliación
consigo mismo, del reconocimiento y comprensión de los demás, del perdón
de sus faltas: de dar un significado a su vida y a su muerte. En esta
recapitulación siente la necesidad de ser escuchado y ayudado. Puede aún
corregir, con una súplica, con el desvelamiento de un secreto, con una
palabra que nunca dijo, dar el verdadero significado a su vida.
El asalto técnico es un abuso. En la práctica puede significar una
orgullosa actitud de confianza en la técnica, una idolatría de la vida,
un miedo a enfrentar la muerte de cara. Por otra parte, es un ataque a
la dignidad de la persona, que puede quedar subordinada a unos
procedimientos técnicos y una injusticia a la sociedad por un uso
injustificado de energías y recursos. El enfermo o moribundo es una
persona humana, cuya dignidad y libertad hay que respetar y amar
siempre. Nunca se le podrá tratar como un mero "caso clínico", como un
mero objeto de observación. En la actuación técnica y científica
en relación al enfermo, el médico, sin prescindir en nada de sus
conocimientos técnicos o científicos que puedan mejorar el diagnóstico y
terapia del paciente o aliviar sus dolores, sabe que el único límite con
que se encuentra es el hecho de estar tratando a una persona, a la que
debe respetar siempre y en todas sus formas.
Los cristianos ven la muerte como un "morir en el Señor". Dios es el
Dios de la vida y de la muerte. Incorporado a Cristo por el bautismo, el
cristiano en su agonía y muerte se siente unido a la muerte de Cristo
para participar de su victoria sobre la muerte en el gozo de la
resurrección. El bien morir es la entrega, en aceptación y
ofrenda a Dios, del don de la vida, recibido de El. Como Cristo, sus
discípulos ponen su vida "en las manos de Dios" en un acto de total
aceptación de su voluntad.
El derecho del hombre a bien morir supone, como exigencias para
los demás, la atención al enfermo con todos los medios que posee
actualmente la ciencia médica para aliviar su dolor y prolongar su vida
humana razonablemente; no privar al moribundo del morir humano,
engañándolo o sumiéndolo en la inconsciencia; para ello, es preciso
liberar a la muerte del ocultamiento a que está sometida en la
cultura actual, que la ha encerrado en la clandestinidad de los repartos
terminales de los hospitales y los camuflamientos de jardines de los
cementerios; el acompañamiento afectivo del moribundo en sus últimos
momentos de vida; la participación con él en la vivencia del misterio
cristiano de la muerte, como tránsito de este mundo al Padre de la vida.
No se puede privar al moribundo de la posibilidad de asumir su propia
muerte, de hacerse la pregunta radical de su existencia, de vivir, aún
con dolores, su muerte. El acompañamiento del enfermo en esta agonía
es importantísimo. Una muerte en solitario, sin el acompañamiento y
ayuda de los seres queridos en momentos tan decisivos, resulta cruel, no
respeta la dignidad del hombre y no responde a la naturaleza social de
la persona. Con palabras de la C. de la Fe hay que afirmar:
"Hoy es sumamente importante proteger, en el momento de la muerte, la
dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida
contra el tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho
algunos hablan del derecho a la muerte, expresión que no designa
el derecho a darse o hacerse dar la muerte, sino el derecho a
morir serenamente con dignidad humana y cristiana"(IV).
La fe cristiana llama justamente "vida eterna" a la victoria del amor
sobre la muerte. Esta vida eterna consiste en la visión de Dios,
incoada en el tiempo de la fe y consumada en el "cara a cara" del Reino.
Pero visión, -"ver a Dios", "conocer a Dios cara a cara"-, recoge toda
la fuerza del verbo conocer en la Escritura. No se trata del
conocer intelectual, sino de convivir, de entrar en comunión personal,
gozar de la intimidad, compartiendo la vida de Dios, participando de la
divinidad:"seremos semejantes a El porque le veremos tal cual es" (1Jn
3,2). Conocer a Dios es recibir su vida, que nos deifica:"Esta
es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al
que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).[46]
El estar con Cristo, vivir en Cristo, que nos da la fe y el bautismo, es
el comienzo de la resurrección, como superación de la muerte.[47]
Este diálogo de la fe es vida que no puede destruir ni la muerte: "Pues
estoy seguro que ni la muerte...podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8,38-39). San Policarpo
puede bendecir a Dios en la hora de su martirio:
"¡Señor, Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendito siervo
Jesucristo, por quien hemos nacido de ti, yo te bendigo por haberme
considerado digno de esta hora y poder ser contado entre tus
mártires, tomando parte en el cáliz de Cristo (Mt 20,22-23;26,39) para
resurrección de vida eterna, mediante la incorrupción del
Espíritu Santo! (Rm 8,11). Sea yo recibido hoy con ellos en tu
presencia, como sacrificio aceptable, conforme previamente me lo
preparaste y me lo revelaste, cumpliéndolo ahora Tú, el infalible y
verdadero Dios".[48]
La visión de Dios es el cumplimiento del deseo que Jesús expresa en su
oración: "Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde yo esté estén
también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado
porque me has amado antes de la creación del mundo" (Jn 17,24). Más aún,
que lleguen a "ser uno como nosotros", "como Tú, Padre, en mí y yo en
Ti, que ellos también sean uno en nosotros...,para que el mundo sepa que
los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,11. 21-23).
"¿Qué nos dio aquí?¿Qué recibisteis? Nos dio la exhortación, nos dio su
palabra, nos dio la remisión de los pecados; recibió insultos, la
muerte, la cruz. Nos trajo de aquella parte bienes y, de nuestra parte,
soportó pacientemente males. No obstante nos prometió estar allí de
donde El vino, diciendo: 'Padre, quiero que donde voy a estar, estén
también conmigo los que me has dado' (Jn 17,24) ¡Tanto ha sido el amor
que nos ha precedido!. Porque donde estábamos nosotros El también
estuvo, dónde El está tenemos que estar también nosotros. ¿Qué te ha
prometido Dios, oh hombre mortal? Que vivas eternamente. ¿No lo crees?
Créelo, créelo. Es más lo que ya ha hecho que lo que ha prometido. ¿Qué
ha hecho? Ha muerto por ti. ¿Qué ha prometido? Que vivirás con El. Es
más increíble que haya muerto el eterno que el que un mortal viva
eternamente. Tenemos ya en mano lo que es más increíble. Si Dios ha
muerto por el hombre, ¿no ha de vivir el hombre con Dios? ¿No ha de
vivir el mortal eternamente, si por él ha muerto Aquel que vive
eternamente? Pero, ¿cómo ha muerto Dios y por qué medio ha muerto? ¿Y
puede morir Dios? Ha tomado de ti aquello que le permitiera morir por
ti. No hubiera podido morir sin ser carne, sin un cuerpo mortal: se
revistió de una sustancia con la que poder morir por ti, te revestirá de
una sustancia con la que podrás vivir con El. ¿Dónde se revistió de
muerte? En la virginidad de la madre. ¿Dónde te revestirá de vida? En la
igualdad con el Padre. Aquí eligió para sí un tálamo casto, donde el
esposo pudiera unirse a la esposa (2Cor 11,2; Ef 5,22-23...). El Verbo
se hizo carne (Jn 1,14) para convertirse en cabeza de la Iglesia (Ef
1,22-23; Col 1,18). Algo nuestro está ya allá arriba, lo que El tomó,
aquello con lo que murió, con lo que fue crucificado: ya hay primicias
tuyas que te han precedido, ¿y tú dudas de que las seguirás?".[49]
El Hijo entregará al Padre los elegidos salvados por El (1Cor 15,24),
pasándoles de su Reino al Reino del Padre (Mt 25,35). "Entonces los
justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre" (Mt 13,43):
"El justo recibirá un 'cuerpo celeste' (1Cor 15,40), capaz de estar en compañía de los ángeles con el 'vestido' limpio de su cuerpo, recibido en el bautismo, al ser inscrito en el libro de la vida (Ap 3,4-5). La otra vida es una espiritual cámara nupcial".[50]
Esta es la esperanza cristiana: "vivir con Cristo eternamente" (Flp
1,23). Esta es la fe que profesamos: "los muertos en Cristo
resucitarán...yendo al encuentro del Señor...y así estaremos siempre con
el Señor" (1Ts 4,16-17). "Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor
de vivos y muertos" (Rm 14,9). Estar en Cristo con el Padre en la
comunión del Espíritu Santo con todos los santos es la victoria plena
del Amor de Dios sobre el pecado y la muerte: es la vida eterna:
"Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su
templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán
hambre ni sed, ni les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el
Cordero, que está delante del trono, será su Pastor, y los conducirá
hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos
(Ap 7,15-17).
'¿Quién es el hombre, que apetece la vida y anhela ver días felices?'
(Sal 34,13). El profeta se refiere, no a esta vida, sino a la
verdadera vida, que no puede ser cortada por la muerte. Pues 'ahora
-dice el Apóstol- vosotros estáis muertos y vuestra vida está escondida
con Cristo en Dios; pero cuando Cristo, vuestra Vida, se manifieste,
también vosotros apareceréis con El en la gloria' (Col 3,3-4).
Cristo es, pues, nuestra verdadera vida, siendo ésta vivir en El...De
aquí que cuando oyes hablar de 'días felices' no debes pensar en la vida
presente, sino en los sábados alegres, santos, hechos de días
eternos...Ya desde ahora, el justo bebe 'agua viva' (Jn
4,11;7,37-39), pero beberá más abundantemente de ella, cuando sea
ciudadano de la Ciudad de Dios (Ap 7,17;21,6;22, 1.17), es decir, de
la asamblea de quienes viven en los cielos, constituyendo todos la
ciudad alegrada por la inundación del Espíritu Santo, estando 'Dios en
medio de ella para que no vacile' (Sal 45,6)...Allí, encontrará el
hombre 'su reposo' (Sal 114,7), al terminar su carrera de la fe y
recibir la 'corona de justicia' (2Tm 4,7-8). Un reposo, por lo demás,
dado por Dios no como recompensa de nuestras acciones, sino
gratuitamente concedido a quienes esperaron en El".[51]
"Esta será la meta de nuestros deseos, amaremos sin hastío, alabaremos
sin cansancio. Este será el don, la ocupación común a todos, la vida
eterna. Pues, como dice el salmo, 'cantarán eternamente las
misericordias del Señor' (Sal 88,2). Por cierto, aquella Ciudad no
tendrá otro cántico más agradable que éste, para glorificación del don
gratuito de Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados. Allí se
cumplirá aquel 'descansad y ved que yo soy el Señor' (Sal 45,11). Este
será el sábado máximo, que no tiene ocaso; descansaremos, pues,
para siempre, viendo que El es Dios, de quien nos llenaremos cuando 'El
sea todo en todos'. En aquel sábado nuestro, el término no será la tarde
sino el Día del Señor, como octavo día eterno, que ha sido
consagrado por la Resurrección de Cristo, santificando el eterno
descanso. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y
amaremos, amaremos y alabaremos".[52]
Un solo amor de Dios, un solo Espíritu unirá a todos los bienaventurados
en un solo Cuerpo de Jesucristo, en la gloria de Dios y de sus obras, el
cielo nuevo y la tierra nueva (Is 65,17; 66,22; 2P 3,13):
"Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera
tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una
novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía
desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre
ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios.
Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni luto ni dolor.
Porque lo de antes ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: Todo
lo hago nuevo" (Ap 21,2-5).
[1]
Para la Escatología del Camino ver las Catequesis del Kerigma,
Convivencia del Shemá y, de modo particular, los Anuncios de
Adviento de cada año. Ver también Convivencia de principio de curso
de 1991 y moniciones al canto "Llévame al cielo".
[2]
Cf CEC 638,655.
[3]
SAN IRENEO, Adv. haereses IV 14,1;20,5.
[4]
Cf también CEC 670,763-764.
[5]
Carta a Diogneto V,5.
[6]
Cf CEC 989,2795,661.
[7]
J. ALFARO, Escatología,
hermenéutica y lenguaje, Salmanticensis 25(1980)233-246.
[8]
SAN AGUSTIN, Sermo 361.
[9]
SAN AGUSTIN, Confesiones I,1,1.
[10]
"Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los
que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda
representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida,
luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre,
Jerusalén celeste, paraíso: 'Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni al corazón del hombre llegó, Dios lo preparó para los que le
aman' (1Cor 2,9)" (CEC 1027).
[11]
SAN CIPRIANO, De mortalitate XXII.XXVI.
[12]
He 17,31; 24,25; 1P 4,5.17; 2P 2,4-10; Rm 2,5-6;12,19; 1Tm 3,5-12;
Hb 6,2;10,27-31;13,4; Sant 5,9;Ap 19,11; 20,12s...
[13]
SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XV 1-2.
[14]
Gn 16,5; 31,49; 1Sm 24,26; Jr 11,20.
[15]
Sal 9,20;26,1;35,1.24;43,1...
[16]
Sal 75,2-11; 96,12s; 98,7ss.
[17]
He 17,31; Rm 14,9; 2Tm 4,1; 1P 4,5.
[18]
SAN IRENEO, Adversus Haereses I,10,1;IV 33,1; IV, 36,3;Demostratio
85.
[19]
Mt 13,3-23; 2Ts 3,1-3; Ap 12,13-18...
[20]
DIDAJE, 16,1-8; HERMAS, Pastor, II, vis. VI, 4-8.
[21]
CARTA DE BERNABE, IV,12-13.
[22]
SAN CIPRIANO, Sobre la unidad de la Iglesia, 27.
[23]
SAN BASILIO, Epistola 174.
[24]
SAN QUODVULTDEUS, Sermo I de
Symbolo VIII 1-5 y Sermo II de Symbolo VIII 3-7.
[25]
Cf CEC 1041,1470.
[26]
SAN AMBROSIO, Expositio Psalmi 118,20.
[27]
TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía VII 11-VIII 18.
[28]
MELITON DE SARDES, Sobre la Pascua 103.
[29]
SAN HILARIO, De Trinitate XI 38-39.
[30]
SAN AGUSTIN, De fide et Symbolo VIII,15; Sermón 213,6.
[31]
0RIGENES, De principiis I 6,1-4; III 5,1;6,1.
[32]
SAN AGUSTIN, Comentario a los Gálatas, n.. 37-38.
[33]
SAN JUSTINO, 1ªApol. 19,7-8;2ªApol 9,1; Dial. con Trifón 47,4.
[34]
"Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con
Dios... 'Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a
su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida
eterna permanente en él' (1Jn 3,15). Morir en pecado mortal sin
estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separado de El para siempre por nuestra propia
y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la
comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con
la palabra infierno" (CEC 1033).
[35]
Mt 25,41; 5,9p; 5,22; 8,12;13,42.50;18,8-12; 24,51; 25,30; Lc 13,28.
[36]
2ts 1,9; 2,10; 1Ts 5,3; Rm 9,22; Flp 3,19; 1Co 1,18; 2Co 2,15; 4,3;
1Tm 6,9; Ap 14,10;19,20;20,10-15;21,8...
[37]
SAN IRENEO, Adv.haer. IV,39,4; V,27,2-28,2..
[38]
Cf J. RATZINGER, Escatología, Barcelona 1980,p.201-203; IDEM,
Introducción al cristianismo, Salamanca 1982, con el que se ayudan
las Comunidades en el estudio del CREDO, cuyos artículos se preparan
en las Comunidades con la ayuda de la Escritura, los Santos Padres y
algunos autores reconocidos por su fidelidad a la Iglesia.
[39]
SAN GREGORIO DE NISA, De beatitudine Oratio V.
[40]
ORIGENES, De principiis, II, 10,4; Cf II,9,8 y 11,7.
[41]
SAN BASILIO, In Ps. 48 Homilia, 7; In Ps 33 Homilia, 21.
[42]
C. de la Fe, Sobre la eutanasia de 5‑5‑80, AAS 72(1980)542s.
[43]
Cf CEC 1006-1113.
[44]
Cf CEC 2258,2268,2271,2277.
[45]
Cf CEC 2278.
[46]
Cf CEC 1023,1028,1045,1721,2548.
[47]
Flp 1,23; 2Co 5,8; 1Ts 5,10.
[48]
Martirio de San Policarpo 14,1-2.
[49]
SAN AGUSTIN, Enarratio in Psal. 148,8.
[50]
SAN JUAN CRISOSTOMO, In Mth. Homilía 34,2;31,3-5.
[51]
SAN BASILIO, In Ps 33 Homilía 17; In Ps 45 Homilía 8-10; In Ps 114
Homilia 8.
[52]
SAN AGUSTIN, De civitate Dei XXII 29-30.