LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob (E. Jiménez Hernández)
A Carmen
que me reveló el azul
de las aguas del Yaboc.
1 Donde estoy, donde voy, donde paso
PARASHAH (Sección de un pasaje bíblico en el texto masorético)
ERA DE NOCHE. SE LEVANTO, TOMO A LAS DOS MUJERES, A LAS DOS SIERVAS Y A LOS ONCE HIJOS Y CRUZO EL VADO DEL YABOC; PASO CON ELLOS EL TORRENTE E HIZO PASAR SUS POSESIONES. Y EL SE QUEDO SOLO. UN HOMBRE LUCHO CON EL HASTA EL ALBA; Y VIENDO QUE NO LE PODÍA, LE TOCO LA ARTICULACIÓN DEL MUSLO Y SE LA DISLOCO, MIENTRAS PELEABA CON EL. DIJO:
-SUÉLTAME, QUE LLEGA LA AURORA.
RESPONDIÓ:
-NO TE SOLTARE HASTA QUE ME BENDIGAS.
Y LE PREGUNTO:
-¿CUAL ES TU NOMBRE?
CONTESTO:
-JACOB.
YA NO TE LLAMARAS JACOB, SINO ISRAEL, PORQUE HAS LUCHADO CON DIOS Y CON LOS HOMBRES Y HAS PODIDO. JACOB, A SU VEZ, PREGUNTO:
-DIME TU NOMBRE:
RESPONDIÓ:
-¿POR QUE ME PREGUNTAS MI NOMBRE?
Y LE BENDIJO
JACOB LLAMO AQUEL LUGAR PENUEL, DICIENDO:
-HE VISTO A DIOS CARA A CARA Y HE QUEDADO VIVO
CUANDO ATRAVESABA PENUEL SALÍA EL SOL, Y EL IBA COJEANDO.
Génesis: 32,23-33
LA NOCHE DEL YABOC
1
Atardece. Y, al caer la tarde, una bandada de grullas cruza en perfecto triángulo el azul del cielo, regresando antes que la noche a los árboles de su sueño.
Las aguas del Yaboc pierden el azul, que da nombre al río. Se agolpan las sombras y emergen las preguntas acumuladas, sumergidas, de mis cuarenta y cinco años. Se cierran los caminos. No hay posibilidad de huida. El Yaboc es el límite.
Jacob, el soñador, no sueña esta noche. No sueña porque no duerme. Alguien lucha con él toda la noche. Dicen nuestros sabios, bendita sea su memoria: "Noche del Yaboc, eslabón del pasado y el futuro, nudo presente del Santo, bendito sea su Nombre, sin pasado ni futuro, actual mediodía sobre el alba y el ocaso".
Cuando una madeja de lana se ha enredado es preciso deshacerla, recorriendo el camino hacia atrás hasta el principio, avanzando y retrocediendo mil veces. Así hará Jacob con la tela de araña de su vida, cruzada de barruntos y sueños, recuerdos y presentimientos, intuiciones y nostalgias, visiones, profecías y astucias y el misterio de las estrellas reflejadas en las aguas, ahora, grises del Yaboc.
-Tres puntos ubican mi vida -es Jacob quien habla en la narración de los sabios, bendita sea su memoria-: Donde estoy, donde voy y por donde paso. Donde estoy es el punto más débil, donde menos me hallo. Estoy con la huida en el alma, preparando el paso, buscando la meta, desatando lazos, haciendo adioses, que son lágrimas y liberaciones, pérdidas y robos, engaños y promesas. Y sueños. Los sueños lo llenan casi todo
Donde voy es lo que me arranca y me mueve. Es el camino del sueño. Es el deseo imaginado, casi irreal, habitado por el miedo y la esperanza. Desconocido.
Lo que busco y espero.
El por donde paso es lo más real, objetivo. Lo no mío. Donde me salen al encuentro y me encuentran los hechos, las personas, las cosas. Es lo imprevisto, la sorpresa, los rodeos, la lucha, las heridas y alegrías. Es el camino y la fuente, el árbol y el canto de los pájaros, los días y las noches. Es el crecer y el envejecer. Es mi madurar.
Por donde paso se rompe el miedo, el aislamiento, la soledad infecunda. Se abren los ojos al asombro contemplativo, saltando de la intimidad a la comunicación y de la comunicación a la intimidad enriquecida de confianza y acogida. Es lo espontáneo, lo dado fuera de programa, la novedad diaria. Es la profecía que sale al encuentro, interpela y remite alusivamente, sin desvelar del todo...
(Demasiado, me parece, para un pastor como Jacob, pero los sabios son los sabios, bendita sea su memoria).
Mientras dice o piensa o quizás sólo vive lo anterior, Jacob recorre el campamento, pasa de un rebaño a otro, deteniéndose a hablar brevemente, con prisas, con sus siervos y luego pasa a las tiendas de Lía y de Raquel, que están intentando dormir a los hijos.
2
Es martes, víspera del cuarto día, cuando el Santo, bendito sea su Nombre, creó la luna. Me he separado de mi suegro Labán, dejándolo junto al majano de Galaad, que marca el límite, la frontera que tío y sobrino no podemos traspasar. Acompañado de mis mujeres e hijos, de mis rebaños y manadas, he descendido hacia el sur. He dejado a mis espaldas las alturas de las montañas de Galaad, cubiertas de bosques y oreadas por la brisa. Descendiendo me he sumergido centenares de metros en la profunda cortadura del Yaboc -que en sólo sesenta kilómetros desciende un desnivel de mil metros, entre precipicios y cascadas, hasta entregar sus aguas azules al Jordán-. El descenso me lleva varias horas.
Cuando alcanzo el fondo del profundo valle, siento como si entrase en una región de clima diferente. De los pinares y de los fríos vientos he pasado, primero, a la atmósfera balsámica del poblado de Burmeh, oculto casi entre árboles frutales, arbustos y flores, con su fuente de aguas límpidas y frías donde hago un alto para apagar mi sed y la de mis pequeños, que llegan sudorosos sobre los cansinos camellos.
Siguiendo el descenso, me he encontrado en un ambiente casi de invernadero, en medio de una vegetación lujuriante, semitropical, en lo profundo del gran valle del Yaboc. La garganta es sumamente agreste y pintoresca. En las dos orillas, los acantilados se elevan casi perpendicularmente a gran altura. Por encima de los precipicios y los rápidos declives arde el cielo azul, reverberado en el fondo del imponente abismo donde se desliza la fuerte corriente del río. Bordea el río, ocultándole a trechos, una densa jungla de elevadas adelfas con sus flores carmesí, que estallan en color al llegar la estación de Tammuz. Las aguas fluyen con rapidez y fuerza. Es difícil cruzarlas, imposible en ciertas épocas, en que las aguas lamen las hierbas y matorrales, que crecen en ambas márgenes.
Por el lado opuesto o meridional, el ascenso desde el vado vuelve a ser extraordinariamente empinado. El sendero da vueltas y vueltas sobre sí mismo, cada vez más arriba. Pero yo aún no he atravesado el río. Me encuentro dando órdenes a los siervos para comenzar a pasar los rebaños a través del vado.
3
La primera en cruzar el río será Raquel. Se me pegan las sandalias al suelo, acompañándola. Camino a su lado lentamente, arrastrando los pies, que no pueden con la carga del corazón. Para disimular mi embarazo, me apoyo en el brazo de Raquel, como para ayudarla en la noche y le hablo al oído. Hablo y hablo, como no lo había hecho nunca. Deseo desembarazar el corazón:
-Raquel, mi tierna cordera, ayuda de mis manos, alegría de mis ojos, bendición de mi tienda, perdón de mis pecados, paz de mi corazón, vida de mi vida, complemento de mi carne, reverso de la imagen del Santo, bendito sea su Nombre, unido a mi anverso...
Raquel mía, hace veinte años, abrasado de polvo y calor, a media tarde divisaba un pozo y su frescor circundante. Corría la brisa deliciosamente en las dos hileras desiguales de chopos. El pozo era hondo con agua oscura y fresca. Tres rebaños de ovejas, tumbadas junto a él, aguardaban a que los pastores corrieran la piedra del pozo y las abrevaran.
-¿Qué tienes esta noche, Jacob? ¿No tendrás fiebre? Esto ya lo sé, me lo has contado tantas veces.
-Lo sé, Raquel mía. Lo sé, pero algo me obliga esta noche a mondar el pozo, a vaciarme por dentro. ¿Te molesta ser mi testigo?
-No me molesta. Pero es tan extraño oírte tantas palabras juntas. Habla, cuéntamelo de nuevo.
-Yo estaba hablando con los lacónicos pastores, cuando apareciste tú sobre la colina con las ovejas de tu padre. Y al ver tu rostro, que reflejaba los rasgos de mi madre, me dio un vuelco el corazón, estremeciéndome hasta nublarme la mente. Quise alejar a los pastores y quedarme a solas contigo. Me puse a darles lecciones arrogantemente:
-Hermanos, ¿de dónde sois?
Contestaron:
-Somos de Harán.
Mi corazón saltó al ver que confirmaban mis sospechas, mis dulces sospechas. Abiertamente les pregunté por el hermano de mi madre:
-¿Conocéis a Labán, hijo de Najor?
Me contestaron:
-Le conocemos.
-¿Qué tal está?
-Está bien. Justamente Raquel, su hija, está llegando con las ovejas.
Esto ya era más de lo que mi corazón podía soportar. Y ahora sí quise alejarles y me salté todas las leyes. Les dije:
-Todavía es pleno día, no es hora de recoger el ganado. Abrevad las ovejas y llevadlas de nuevo a pastar.
Pero su corazón no latía con el mío. Con calma exasperante me replicaron:
-No podemos hasta que se reúnan todos los rebaños Entonces corremos entre todos la piedra de la boca del pozo y abrevamos las ovejas.
No lo pude aguantar. Tú estabas encima. Tu mano, como flor de almendro agitada por el viento, saludaba tímida, afectuosamente. Solo, corrí la piedra del pozo. Hundí mis brazos desnudos en el agua. ¡Qué delicia el golpe del agua en la piel reseca! Una sensación de felicidad se extendía por todo mi cuerpo, recorría toda mi persona con una extraña sacudida de estremecimiento, dejándome como en suspenso. De repente me sentí solo, o mejor, como si hubiera descubierto que me faltaba una parte de mi ser...
-Sí, lo recuerdo, en tu rostro se reflejaba la confusión, cuando como un loco te pusiste a sacar agua y a abrevar mi rebaño.
-Al verte frente a mí, con tus senos como dos ampollas de bálsamo, que difundían el aroma de tu juventud, fue como si el tiempo hubiera dejado de fluir. El aire se espesó, envolviéndome en su fragancia penetrante. Una oleada de sangre me subió a los ojos hasta nublarlos.
-Y fue entonces cuando, sin que yo me diera cuenta, sin aún haberme dicho nada y sin saber quién eras, me encontré entre tus brazos. Me besabas y besabas, rompiendo a llorar ruidosamente entre mis cabellos.
-Ah mi Raquel, comprendo tu sobresalto y extrañeza ante mi arrebato. Arrebatado por un deseo vehemente, me olvidé de los pastores y sólo para ti hice un alarde de fuerza, corriendo la piedra del pozo para impresionarte. Y, bajo la emoción, te besé por sorpresa, hasta saltárseme las lágrimas. Sólo cuando me descolgué de tu cuello, choqué con la mirada de tus grandes ojos azules, que me traspasaba como una doble espada afilada; era una mirada larga, penetrante, brotada de tu larga cabellera rubia, refulgente a la luz la tarde. Y, aturdido, me apresuré a contarte que era tu primo, el hijo de Rebeca, hermana de tu padre Labán. Y tú, sin esperar más, aún roja de rubor, corriste a contárselo a tu padre.
-Corrí, cantando en el corazón, ya enamorado:
¡Oh, si fueras mi hermano
y criado a los pechos de mi madre!
Te besaría sin temor a burlas,
te metería en casa de mi madre.
Y yo me quedé con el corazón reblandecido. Era la hora melancólica del ocaso. Al alejarte me quedé a solas con tu nombre y mis añoranzas. Raquel, Raquel, hija de Labán, hermano de mi madre; sí, mi prima, sobrina de mi madre. Mi madre estaba fija, clavada en mi corazón y en mi mente...
4
Mi madre, Rebeca...
Tengo miedo, madre. Es la hora del combate. Se me desgarran las entrañas. Tu embarazo, hoy, es mi parto. Tus palabras, como un martillo que golpea la roca, que le arranca chispas de fuego y rompe en pedazos, golpean mi frente: "Dos pueblos hay en mi vientre, dos naciones, que al salir de mis entrañas se dividirán. La una oprimirá a la otra. Si esto es así, ¿para qué vivir?
Es de noche, madre. La brisa agita las sombras. El río runrunea ante mí. Pero tus palabras secan, abrasan mi boca como fuego, consumiéndome. No puedo ahogarlas. No he podido ahogarlas en estos veinte años lejos de ti. Arden en el corazón. Llevo su fuego prendido en los huesos...
-¿En qué piensas, Jacob, que has callado y se te ha arrugado la mirada?
-Me has recordado a mi madre. La dejé por una temporada y han pasado veinte años sin volverla a ver. Esto me hace sentirme desolado y confundido...
Es, madre, como un rey que compró dos esclavos con un único documento y al mismo precio. Pero estableció que uno fuera mantenido del erario público y para el otro que se mantuviera con su propio trabajo. Este soy yo. Mi hermano y yo fuimos concebidos al mismo tiempo, del mismo semen y él come en casa y yo si no me fatigo no como. Yo, errabundo siempre, lejos de la luz de tu rostro y él contempla a diario tus ojos.
Es semejante a un rey que había comprado dos esclavas con un único documento y al mismo precio. A una dejó en su palacio. A la otra la expulsó. Esta se lamentaba, confundida, ¿por qué ella no sale del palacio y yo he sido expulsada? ¿Por qué, pregunto yo?
Huyendo, sin rostro y sin nombre, perdido en las aguas del mar, que todo lo llenan y nada fecundan, amando sin ligarme, sin entrega ni consentimiento, como rama desgajada, retraído de la palabra al silencio... Me está secando las raíces la soledad, el aislamiento. Incapaz de amar, nada me satisface, ni el placer del sexo, ni la sombra del árbol, ni el vuelo del pájaro o el agua de la fuente. Mi yo, como único centro y fin, lo ciega todo. Llevo la maldición de mi nombre: Jacob. Siempre apoyado sobre mi talón, como única fuerza, único apoyo. Incapaz de vinculación, pierdo al otro y me pierdo a mí mismo. Sin desarraigo de mí mismo, ¿cómo puedo entrañarme en el otro? Me siento en un mundo mudo y vacío, sin llama y sin llamada alguna, que alumbre una esperanza, para fundamentar el futuro y desde él poderme reconciliar con el presente. Viajando siempre, pero viajando para huir de cada lugar, no para llegar a ningún sitio.
Pero por muy lejos que uno marche, hay cosas que uno siempre lleva consigo, cosas que le envuelven o le punzan por dentro. La ilusión de vivir libre a toda costa y de estar siempre disponible para toda oportunidad que se ofrezca, impide echar raíces en el suelo y desde ellas tomar savia e impulso para alzar el vuelo. No se puede cortar a un hombre toda relación con el pasado, no se puede mandar a nadie por el mundo sin raíces. Aunque el pasado sea doloroso o vergonzoso, nos pertenece tanto como le pertenecemos.
Después de mi larga ausencia, cansado de mis fantasías, quiero volver a la tierra de mi infancia, la casa de las bendiciones. ¡Ah, mi hermano, que dejé irritado contra mí, tal vez, a pesar de mi engaño, se regocijará! Me late el corazón desde que en la pendiente de la colina volví a ver las aguas azules del Yacob, límite de la tierra cruzada hace tantos años. ¿Qué es lo que espero para correr hacia ella, cruzar el río, entrar en ella?
5
Esaú... Esaú es la noche oscura que cubre cada uno de mis días. Sólo el Santo, bendito sea su Nombre, arropado de luz como un manto, me puede librar de sus tinieblas. Mi hermano es la sombra que sigue todos mis pasos. La bruma que se me pega al cuerpo. Es mi hermano gemelo. Mi otra mitad del óvulo materno. Es lo oscuro de mi ser, que reprimo y me aflora en la noche. Con quien lucho y nunca muere. De quien huyo y siempre me sale al encuentro.
¿Cómo arrancarme de los oídos su alarido salvaje, la última voz que guardo de él? ¿Cómo borrar de mis ojos el espanto terrible que sobrecogió a mi padre, la última vez que le vi?
Mi padre Isaac era un anciano, ciego, frágil, asaltado ya por el pensamiento de la muerte. Había cortado toda relación con el exterior, encogiéndose hacia dentro. Cerradas las ventanas, todo su mundo era el interior; rumiaba a solas sus memorias del monte Moriac, donde creo que vio al Santo, bendito sea su Nombre, que le dejó deslumbrado para siempre y con la añoranza de volver a verle. A oscuras se descubren otras realidades que yo desconozco.
Así, pues, anciano y ciego, mi padre llamó a Esaú, su hijo mayor, a quien prefería abiertamente, pues le gustaban los platos de caza que le preparaba. El sabor reiterado de mis corderos o cabritos le cansaban y, sin embargo, excitaba su apetito con el gusto montaraz, aromado e imprevisto de las piezas, que cazaba mi hermano.
Llamó a mi hermano y le dijo:
-¡Hijo mío!
-¡Aquí estoy, padre mío!, le respondió mi hermano.
-Mira, ya estoy viejo y no sé cuando voy a morir. Así que toma tu arco y aljaba y sal al descampado a cazarme alguna pieza. Después me la guisas como a mí me gusta y me la traes para que la coma. Hijo mío, esta es la noche de Pascua y en esta noche los ángeles de las alturas cantan los salmos del Hallel y en esta noche se abren los tesoros del rocío. Quiero darte mi bendición antes de morir.
Mi hermano salió a buscar la caza y se entretuvo en el campo. Y mi madre, que tampoco ocultaba sus preferencias por mi, habiendo oído todo a través de los lienzos de la tienda, puso a punto su plan de fraude con gran celeridad. Pensó en todo. Me llamó y me dijo:
-He oído a tu padre decir a tu hermano Esaú: "Tráeme una pieza y guísamela, que la coma, pues quiero bendecirte en presencia del Señor antes de morir". Ahora, hijo mío, obedece mis instrucciones. Esta noche se abren los tesoros del rocío y los ángeles de las alturas cantan; en esta noche tus hijos serán liberados y en esta noche entonarán una canción. Vete al rebaño, selecciona dos cabritos y yo los guisaré para tu padre como a él le gusta. Tú se lo llevarás a tu padre para que coma y así te bendecirá antes de morir.
Arrebatar a mi hermano la bendición, sí, lo confieso, me tentaba y lo deseaba tanto como mi madre; pero en mi corazón temía la maldición de mi padre. Por ello, repliqué, asustado, a mi madre:
-Sabes que Esaú, mi hermano, es peludo y yo soy lampiño. Si mi padre me palpa y quedo ante él como embustero, me acarrearé maldición en vez de bendición.
-Hijo mío, cortó mi madre, que las bendiciones vengan sobre ti y tu descendencia y, si hay maldiciones, caigan sobre mí. Tú obedéceme, ve y tráeme los cabritos.
Así lo hice y ella los guisó como le gustaba a mi padre. Luego tomó el traje de mi hermano, el traje de fiesta que guardaba en el arcón de su tienda, y me lo vistió. Con la piel de los cabritos me cubrió las manos y la parte lisa del cuello. Después puso en mis manos el guiso que había preparado con el pan.
Sustituir la caza por dos cabritos me pareció cínico, pero verme recubierto el cuello, los hombros y manos con pieles tenía mucho de ridículo; yo era una cruda caricatura de mi peludo hermano. Hoy me dan ganas de reír, al recordarlo, pero el momento que vivo, consecuencia de aquel engaño, no es momento para bromas, como no lo fue entonces tampoco.
Con el ánimo suspenso entré en la tienda de mi padre:
-¡Padre mío!
-Aquí estoy. ¿Quién eres tú, hijo mío?
El frío del terror se me clavó en las entrañas al oír esta pregunta que me acompaña desde entonces. ¿Quién soy? Mi alma no es transparente; no me conozco a mí mismo. Predomina en mi camino el miedo. Miedo que me lleva a huir; a huir de todos y de todo lugar, a huir de mí mismo, rompiendo siempre con el desafío inmediato de la realidad circundante. Mi historia se hace egocéntrica y opaca. Siempre en desarraigo, en huida, sin la "tierra". Me sumerjo cada día más en mi radical soledad. Me muerde la carne, desde dentro, la tentación. Mi lucha no es entre el bien y el mal, sino entre la gracia y el pecado. Dios y yo en pugna por mi vida. Como si padeciera una doble personalidad: Esaú y Jacob. Dos gemelos no separados por dentro. Es algo destructor e implacable. Me duele como espina hundida dentro de mí, que sangra en mi interior y no logro arrancarla. Me persigue su punzada hasta en el sueño. Actúa desde dentro, desintegra, separa, destruye. Necesito perdón, cerrar las grietas de mi alma. Necesito abrazar a Esaú, asumirlo, integrarlo en la reconciliación salvadora...
-¿Por qué callas? ¿Quién eres tú, hijo mío?
-Soy Esaú, tu primogénito.
Es la primera de una cadena de mentiras, que me costaría veinte años de vida. Ante la sorpresa de mi padre por el temprano regreso de la caza, sólo pude desembarazarme del apuro con la peor de mis mentiras.
-¡Qué prisa te has dado para encontrarla!, dijo él.
Y yo le respondí:
-Es que el Santo, tu Dios, me la puso al alcance.
Desconfiado -y ¿cómo no?-, por tres veces me pedirá que me acerque, que le acerque el guiso, quiere palpar con sus manos, que desde que fueron atadas no sienten; como sus ojos no ven desde entonces. Pero ante la duda, me dijo:
-Acércate que te palpe, hijo mío, a ver si eres tú mi hijo Esaú o no.
Con pasos temblorosos me llegué a él; y, al palparme, exclamó:
-La voz es la voz de Jacob, las manos son las manos de Esaú.
La investigación de mi pobre ciego y, con razón, desconfiado padre se desarrolló lentamente. Y no consiguió reprimir cierto sentimiento de inseguridad hasta el momento en que me pidió que le besara. Ese beso boca a boca, que me hizo temblar de pies a cabeza, fue lo único que le convenció, traicionándole el olor de los vestidos de mi hermano, ¡a él tan sensible a los olores!
(Nuestros sabios, bendita sea su memoria, como si vivieran la historia por vez primera e ignoraran su desarrollo y desenlace, paladean la tensión, la tortura de su astuto progenitor. Tensión que llega al máximo en el momento del beso que les pone al borde de gritar).
Aún me volvió a preguntar:
-¿Eres tú Esaú, hijo mío?
-Yo soy, le respondí con atrevimiento sacrílego.
Entonces me dijo:
-Sírveme la caza, hijo mío, que la coma y así te bendeciré.
Una vez que hubo comido y bebido el guiso y el vino que yo le acerqué, antes de bendecirme, fue el momento del peor trago de mi vida. Me dijo:
-Acércate y bésame, hijo mío.
Siete veces el "hijo mío" me llegó como un puñal, que me traspasaba el corazón. Sangrándome el corazón de asco y de miedo, me acerqué y le besé, sellando con el beso la traición.
Y al percibir el olor a tierra, que desprendían los vestidos de Esaú, el ciego, mi anciano padre, sintió al instante en su espíritu el hálito de la tierra prometida y bendecida por el Santo, bendito sea su Nombre, y le brotó a borbotones la bendición:
Mira, el aroma de mi hijo como aroma de un campo
que ha bendecido el Señor.
Que Dios te conceda el rocío del cielo,
la fertilidad de la tierra,
abundancia de grano y mosto.
Que te sirvan los pueblos y se postren ante ti las naciones.
Sé señor de tus hermanos,
que te rindan vasallaje los hijos de tu madre.
¡Maldito quien te maldiga,
bendito quien te bendiga!
Apenas salí de la presencia de mi padre, pisándome casi los talones, llegó Esaú con la caza. Preparó un guiso sabroso y se lo llevó a su padre, diciéndole:
-Incorpórese, padre, y coma de la caza de su hijo y así me bendecirás.
-¿Quién eres tú?
Más que una pregunta, era una exclamación de mi padre, presa de un espanto terrible. Y no sabía aún que había sido yo, su propio hijo, quien le había engañado. Ni siquiera sabe quién tiene ahora ante sí. El pobre anciano tantea la oscuridad.
Sorprendido, mi hermano contestó:
-Soy tu primogénito, Esaú.
-Entonces, ¿quién es el que fue a cazar y me lo trajo y comí de todo antes de que tú llegaras? ¡Le he bendecido y será bendecido!
Ah, pobre Isaac, comentan los sabios, bendita sea su memoria, ¿por qué no hiciste caso a tu oído, que es el órgano de la fe, el único sentido que no engaña?. El gusto, que era tu debilidad, te engañó, no reconociendo el sabor de los cabritos. El tacto -la luz del tacto-, aunque más inmediato, también es torpe; es engañado al palpar, incluso al besar. El olfato estaba despierto en la oscuridad; percibió los aromas silvestres y agrestes, como invasión del campo libre en el confinamiento de la tienda; el olfato te embriagó de aromas y te arrancó la bendición. Sólo el oído, reconociendo la voz de Jacob, estuvo a punto de revelarte el engaño; pero no le diste crédito.
El espanto de mi padre quedó sobrepasado por el alarido salvaje que lanza Esaú, sin contenerse. Un grito que suena desgarrado y desgarrador; potente, su onda, como agua, anega la burla de mi disfraz. Alarido que llevo clavado en mis entrañas. En su cólera Esaú desfiguró mi nombre y con ese nombre me llamarán hasta los profetas: El Suplantador.
La bendición, conseguida con engaño, va a marcar mi futuro. No tendré paz y prosperidad puras, sino que se les mezclarán sus contrarios: rivalidad, pobreza, persecución, humillación. Si la bendición paterna me otorga prosperidad, mi fraude abre la puerta al dolor.
Esaú reconoce el carácter irreversible de la bendición pronunciada, pero pregunta a su padre, nuestro padre, si no puede bendecirle a él de otra manera. Y ante su insistencia apasionada, con su llanto ruidoso, el pobre padre, consternado, guarda silencio. Y, cuando finalmente, intenta confiarse de nuevo a la inspiración, experimenta que no tiene fuerzas para la bendición y lo que sale de sus labios no es más que la negación de la bendición:
Sin feracidad de la tierra
y lejos del rocío que baja del cielo
será tu morada...
Las pedregosas montañas de Edom, apenas cultivables, serán su territorio, donde no le queda más posibilidad, para vivir, que ser un cazador nómada.
Pero lo más grave es que mi padre no le pone en las manos el arco y las flechas, sino que le entrega un arma, le coloca una espada para que se sacuda del cuello el yugo de su forzada sumisión. Si ya en el cazador hay una veta de violencia, de momento dirigida contra animales esquivos y feroces, mi padre, al nombrarla, se la hace consciente a mi hermano, poniéndome como blanco de ella. Le pone en la mente la espada antes de que la empuñe en la mano:
Vivirás de la espada,
sometido a tu hermano.
Pero cuando te rebeles,
sacudirás el yugo del cuello.
De la mención de la espada le nace el pensamiento, el proyecto, la decisión de una venganza a muerte:
-Cuando pase el luto de mi padre, mataré a Jacob mi hermano.
Cuando el terror atenaza las entrañas, la mente se congela. No razona, no busca. Pretende imágenes concretas, con contornos bien delimitados, a las que agarrarse y de las que se deshace con rabia si no responden a sus pretensiones.
Entonces comenzó mi vida errante, una etapa de duración indecisa y pendiente del desenlace. La espada suspendida sobre mi cabeza, me ha acompañado en mi vagabundeo y brilla como nunca ahora, reflejada, a la luz de la luna, en las aguas del Yaboc.
Mi madre, de nuevo, atenta a los cuchicheos, aprovecha el tiempo que le conceden. Ella toma la iniciativa y me aconseja el destierro para librarme de la muerte amenazada: la distancia impedirá su ejecución y el tiempo curará la cólera. Ella cree conocer bien a su impetuoso hijo Esaú y cuenta con que su odio no durará mucho:
-Mira, Esaú tu hermano piensa vengarse matándote. Por tanto, hijo mío, anda, huye a Harán, a casa de mi hermano Labán. Quédate con él una temporada, hasta que se le pase la cólera a tu hermano.
Ah, madre, tú, tan calculadora, te equivocaste al tasar muy por lo bajo la magnitud de la desgracia. La ausencia no ha sido de "una temporada", sino de veinte años. Y no sé si volveré a verte.
O quizás, tú ya presentías que la ausencia sería larga y que no volveríamos a vernos. Recuerdo que me mirabas con sugestiva insistencia, como invitándome a confiar en ti, o como si obedecieras a un designio misterioso. Recuerdo que tomé tu mano y la besé. Sentía los latidos del corazón, pero contuve las lágrimas y me marché rápidamente, con el zurrón al hombro, enganchado en mi cayado de acacia, sintiendo en la espalda tus ojos velados, que no quise volverme a ver. Y tus últimas palabras:
-No quiero perder mis dos hijos el mismo día. Huye, hijo mío, a Harán, a casa de mi hermano Liban.