LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob (E. Jiménez Hernández)
6
Labán...
Huí a su casa. Y ahora me encuentro huyendo de él. Mí vida peligraba a su lado. Antes mi astucia vencía sus trampas; pero ahora la situación ha cambiado. Sus hijos envidian la riqueza que he acumulado con mi trabajo, y con mis mañas también. Les oigo cuchichear a mis espaldas:
-Jacob se ha llevado toda la prosperidad de nuestro padre y se ha enriquecido a costa nuestra.
Se consideran despojados de la herencia paterna. La situación comienza a ser peligrosa. Mi tío es más poderoso que yo. Se halla en su tierra; yo no soy más que un emigrante. Si recurre a la fuerza puede quitarme las hijas, mis esposas, y mis bienes. Sólo me queda el recurso del débil: la huida. Pero, ¿qué harán Lía y Raquel? ¿Se pegarán a su padre y a su tierra o seguirán al marido? Las llamaré, que vengan al campo de los rebaños y tendremos un consejo de familia. Espero convencerlas con la ayuda del Santo, bendito sea su Nombre, para que marchen conmigo. Les diré:
-He observado el gesto de vuestro padre y ya no es para mí como antes. Pero el Dios de mi padre está conmigo. Vosotras sabéis que he servido a vuestro padre con todas mis fuerzas; pero vuestro padre me ha defraudado, cambiándome el salario diez veces, aunque el Santo, bendito sea su Nombre, no le ha permitido perjudicarme. Pues cuando decía que mi salario serían los animales manchados, todas las ovejas los parían manchados; y cuando decía que mi salario serían los animales rayados todas las ovejas los parían rayados.
El Santo, bendito sea su Nombre, le ha quitado el ganado a vuestro padre y me lo ha dado a mí. Una vez, durante el celo, vi en sueños que todos los machos, que cubrían a las ovejas, eran rayados o manchados. El ángel de Dios me llamó en el sueño:
-Jacob.
-Aquí estoy, le contesté.
El me dijo:
-Echa una mirada y verás que todos los machos que cubren a las ovejas son rayados o manchados. He visto cómo te trata Labán. Yo soy el Dios de Betel, donde ungiste una estela y me hiciste un voto. Ahora levántate, sal de esta tierra y vuelve a tu tierra nativa.
Es como en el arca de Noé, comentan los sabios, bendita sea su memoria. La vida a bordo no era divertida, aunque tampoco desagradable. Los animales sentían caer la lluvia y dormían tranquilos; sólo se despertaban para comer las raciones que Noé les distribuía a horas fijas.
Un día, sin embargo, la gallina clueca terminó de empollar sus huevos, y se levantó dejando correr a sus pequeños y uno de ellos, más decidido que los demás, se aventuró a explorar la magnífica floresta que descubrió en la piel de la zorra.
Despertada por el inusitado cosquilleo, la zorra se dio la vuelta de golpe y le aplastó. En seguida oyó el cacareo agitado de la gallina que llamaba a su pollito. Para no ser acusada de un delito cometido sin querer, la zorra pensó que lo mejor era hacer desaparecer el pequeño, comiéndosele. Era la primera vez que comía pollo y la verdad es que le supo buena aquella carne. Decidió seguir comiéndola, pero ¿cómo procurársela sin despertar sospechas? Con su astucia de zorra, recogió las plumas que se le habían desprendido al pollo y fue a esconderlas bajo la cola del gato y se volvió a su sitio, como si no hubiera ocurrido nada.
Un poco más tarde la gallina, que seguía buscando, se detuvo precisamente delante del gato. Ante sus gritos desesperados el gato se despertó y se levantó, comenzó a lavarse y alisarse los mostachos para prepararse para la hora de la comida. Así levantó el rabo y la gallina descubrió las plumas de su pequeño. Furiosa, le asaltó:
-¿Qué has hecho a mi pollito?
-¿Quieres callar de una vez?, exclamó el gato, resentido. -¡Yo no sé nada de tu pollo!-
Y dado que aún era temprano para la comida, se echó a dormir de nuevo.
Tanta indiferencia ante una prueba evidente como las plumas bajo su cola, hizo nacer en la gallina sospechas terribles y no tuvo el valor de afrontar de nuevo al gato ella sola. Corrió a buscar al ratón para desahogarse con él y pedirle consejo:
-¡Quizás haya un asesino a bordo!
El ratón se pegó un susto tal que vio los hechos mucho más negros de como se los habían contado y corrió hasta Noé gritando:
-¡Sálvame! El gato se ha comido un pollo y podría comerme también a mí.
Noé pensó que se tratase de un mal sueño y trató de hacerle razonar. Inútil. Con tal de calmarlo, Noé se cortó un poco de barba, con sus pelos hizo una redecilla, metió en ella al ratón y le colgó del techo.
Perturbado con todo aquel rumor, el perro abrió un ojo e inmediatamente la oveja, cotilla, se le acercó para susurrarle:
-Parece ser que el gato se ha comido un pollo y que ahora se quiere comer al ratón. Noé le ha tenido que poner allá arriba para salvarle.
-No digas tonterías, ladró el perro y, con su ladrido, despertó al gato que dormía a su lado:
-¿Qué pasa?, gruño el gato.
El perro trataba de cambiar la conversación, pero la oveja, cándida como todas las ovejas, repitió cuanto había dicho al perro. El gato se sintió terriblemente ofendido, se lanzó contra la oveja y, si no hubiera sido por el perro, que se le interpuso, la hubiera arañado todo el hocico.
El rencor del ofendido, luego, se dirigió contra el ratón; afiló las uñas de sus patas, esperó a que, terminada la comida, todos se durmieran y comenzó a ejercitarse en una serie de saltos cada vez más audaces, hasta que logró alcanzar al ratón. Una de sus uñas se enganchó en la red y la arrancó del techo, clavándose otra en la boca que habla esparcido la calumnia, lacerándola y deformándosela para siempre.
Por fortuna el arca se había detenido y aparecía ya la tierra y todos los animales comenzaron a prepararse para salir del refugio del arca. Pero el mal ya estaba anidado dentro de cada uno. Así salieron cada uno por su lado, cargados de sospechas y rencores.
El Santo, bendito sea su Nombre, sabía que sus animales eran perfectos, dice otro de los sabios, bendita sea su memoria, cada uno dentro de su género y conforme a la tarea que le era encomendada. Precisamente para cumplir su misión, los tuvo que crear grandes y pequeños, y mansos, astutos e ingenuos. Las aves por ejemplo, tienen que ser feroces porque tienen que vigilar y controlar a las serpientes. Y si las serpientes no fuesen astutas y no se arrastrasen por tierra no podrían vigilar y controlar la proliferación de los insectos. Los insectos, a su vez, no pueden por menos de dar fastidio, posándose en todas las partes, porque sólo así pueden fecundar las plantas...
Sí, este mundo es semejante a un rey que tenía un huerto, en el que había plantado hileras de vides, higueras, manzanos y granados. Encomendó el cuidado del huerto a un labrador y se marchó de viaje. Después de un tiempo, regresó y fue a ver los frutos del huerto. Lo encontró lleno de espinos y cardos. Salió a buscar jornaleros para que arrancaran todos los árboles del huerto con sus cardos y espinos. De repente, entre los cardos, halló una rosa, la cogió, olió su fragancia y se regocijó, diciéndose: "Sólo por esta rosa merece la pena respetar todo el huerto".
O como un hombre a quien mordió una serpiente y corrió hasta el río, para mojar en las aguas su pie y apenas entró en el río vio un niño que se estaba ahogando, le tendió la mano y le salvó. El niño le dijo: "Si no es por ti, me ahogo". "No, dijo el hombre, no te he salvado yo, sino la serpiente, porque con su picadura me hizo correr y venir a tiempo al río".
7
Ciertamente, las espinas no se cultivan, ni se siembran. Brotan espontáneamente, se yerguen y crecen. En cambio, ¡cuánta fatiga y tribulaciones para que crezca el trigo!
-¿Querrás venir conmigo, Raquel mía, mi sueño de amor, realizado sólo después de tan larga y dura espera, amor siempre en pugna con los subterfugios de tu padre, mi suegro?
Siete primaveras renovaron su milagro anual. Siete años, día a día, mi corazón renovó el prodigio de su amor a la luz de tus ojos, al calor de tu cercanía, en la contemplación de tus manos y el botón de la rosa que se abría al soplo delicado de tus labios entreabiertos y tu nariz sumergida entre los pétalos tersos, frescos, olorosos... Siete años de trabajo -con su larga y nerviosa espera-, fue la dote que ofrecí a tu padre por ti.
Siete años con el mismo paisaje, con la cíclica monotonía de su discurrir periódico. A la misma hora, los mismos rincones, piedras, árboles y pájaros me esperaban. Bajo la escarcha de Tebet o la explosión de brotes del mes de Nisán o la madurez otoñal de los frutos del campo. El ciclo repetitivo, la monotonía de lo cotidiano, de lo anodino me insertaba en el paisaje.
Y sólo me arrancaba de él el milagro del amor, que crecía al acortarse de la espera ansiada. Era tan grande y tierno que aquellos siete años volaron como un relámpago, me parecieron unos días de tanto como te amaba.
Tu mirada y tu fe me han hecho ser hombre, han devuelto la vida a mi yo profundo y auténtico. Tus senos, dos palomas dormidas, arrullan y duermen mis ojos, mientras te ayudaba a moler el trigo, uniendo mi sudor al tuyo para amasar el pan de la familia. Y luego mi mente se hacía lago, que reflejaba tu imagen en el fondo de mis deseos.
La luz de tu mirada prendió el fuego de mi corazón, un fuego que no ha consumido mi zarza; que no se apagó en los siete años de espera; un fuego, que ha labrado mi corazón. Ha sido el manantial de mi esperanza, el abrigo de los siete largos inviernos y el refrigerio de los mismos veranos. Tu amor contenido se me ha desarrollado por dentro, hasta penetrar toda mi sangre y médula, floreciéndome cada primavera en cantos de nostalgia, melancolía, ansias y pasión de perpetuarme, de sembrarte mi simiente y estrechar entre mis brazos, fuera de mí, mi vida hecha carne en ti, el fruto gozoso de tanto amor...
Pero lo bello es lo superfluo. La flor, y hasta las hojas, la espera y el viento jugando al escondite con el sol entre las hojas de los árboles. Y tus palabras, tus pocas palabras, que vuelan de tus labios temblando como palomas...
8
El despertar del sueño fue Lía. No fui una excepción. Soñé la muchacha de mis deseos y después de la boda descubrí la mujer, la real, que era otra y no la de los sueños. La madre de mis hijos y de mi dolor; la del amor dolido y fecundo.
Lía, tus ojos lánguidos de sueño y pereza, ojos de ternera con sed, desencajan los míos y me turban la vista. Siete años esperando, suspirando por Raquel y me encuentro contigo. ¿Qué es esto? Siete años soñando este día, siete años de silencioso sufrir y ¡ahora esto! ¡Qué golpe tremendo! La brutal realidad se me clava en las niñas de los ojos. ¿Será acaso así en todo amor? ¡Qué desengaño! Siete años de trabajo, de humillaciones, de largas noches de soledad... ¡Raquel trocada en Lía!
Aún lo tengo vivo en la sangre de la memoria. Con temblor me llegué aquella tarde a mi tío y le dije:
-Se ha cumplido el plazo, dame mi mujer para que viva con ella.
Y Labán el tramposo, que sólo tiene ojos y corazón para el lucro, me dice que sí, que eso era lo convenido:
-Mejor es dártela a ti que dársela a un cualquiera.
Y sale a reunirse a la puerta de la ciudad con los notables del lugar para invitarles al banquete nupcial.
Y la fiesta fue un canto de júbilo y alegría. Allí estaban los ancianos primos de mi padre: Us, Buz, Késer, Jasó, Pildás, Yildaf y Betuel. Y, con ellos Aram, el hijo de Quemel, primo y coetáneo de mi madre, que luego me contaría todos los enredos de la boda. Y los coros de muchachos y muchachas, que se alternaban cantándonos a los esposos: nuestra belleza y amor.
Raquel iba vestida de lino deslumbrante de blancura, con su cintura ceñida de perlas y brocado. Su frente coronada de dátiles, higos y nueces, como augurio de fecundidad. El mismo augurio nos hicieron con la abundancia de nueces y granos de trigo tostado que arrojaron a los niños. Y mis compañeros, los pastores, con el mismo deseo, deshicieron a la puerta de mi tienda una granada, augurándome numerosa prole.
Recuerdo que me volaban los pies cuando llegué a su casa, para llevarla a mi tienda. Bellísima, me apareció en el umbral de la casa que dejaba llorando, acompañada de las amigas, que cantaban:
Oh esposa, muéstrate,
mira como las antorchas hacen brillar tu belleza.
Deja de llorar. Sal, oh nueva esposa.
Y su padre que la bendecía:
Que seas feliz en tu casa
y no tengas que regresar viuda o repudiada.
Luego tuvo lugar el banquete en un ambiente lleno de luces y abundancia de vino, con pan de uva para todos y las agridulces almendras tostadas con miel de dátiles...
Según avanzaba el cortejo, toda Harán se puso en agitación. Todos salían de sus casas a contemplar a la novia. Y allí estaban todos ante la casa, gritando:
-¡Es la hora del canto!
Y se cantó. Y con el canto surgió el baile. Se formaba un corro, dos, tres y se danzaba. Primero el canto lento y lento el baile; luego rápido, torrencial, ardiente, con sus saltos y cambios instantáneos de dirección, a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, hasta el vértigo. Se bailaba cogidos de la mano, con los ojos en ascuas y el corazón en fiesta. El corro se estrecha y se alarga, se estrecha y se alarga; nos aleja y nos acerca; nos perdemos y nos encontramos; nos hacemos todos uno con el canto, que nos transforma a nosotros mismos en canto. La voz vence el silencio y la soledad: se olvida el pasado y se vive el presente para los otros, con los otros. El mismo canto se repite diez, cien veces, para no dejarlo, para no dejarnos. El canto se hace danza y el baile se hace canto. La alegría nos precipita en la alegría original, alegría que anuncia la creación y nos funde con ella. Y de improviso, en medio del corro, me encuentro solo con Raquel, mientras todos nos baten las palmas y cantan:
¡Vuélvete, vuélvete, Sulamita,
date la vuelta, que te admiremos!
¿Qué admiráis en la Sulamita,
durante la danza de los dos coros?
¡Qué encantadores son tus pies
en las sandalias, hija de un príncipe!
Las curvas de tus caderas son collares,
obra de manos de artista.
Tu regazo, una copa redonda,
donde no falta el vino aromático,
tu vientre, un muelo de trigo,
circundado de lirios.
Tus senos, como cervatillos
gemelos de gacela.
Tu cuello, como torre de marfil.
Tus ojos son dos lagos...
Tu cabeza coronada, como el Carmelo,
con su cabellera de púrpura
y las trenzas que encantan hasta a un rey.
¡Qué bella, qué encantadora,
mi amor, delicia mía!
Tu talle esbelto es una palmera
y tus senos, sus racimos.
Me digo: Subiré a la palmera,
recogeré sus frutos.
Tus senos son para mí, racimos de uvas,
tu aliento cual fragancia de manzanas,
tu paladar, cual vino exquisito,
que fluye derecho hacia mi amor,
escurriendo sobre mis labios dormidos.
Yo soy de mi amado,
y hacia mí tiende su deseo.
Y sigue el canto y el baile. Y sigue el vino y la alegría.
Y al final, cuando estábamos todos medio ebrios, antes de entrar en el tálamo, Labán pronunció la última bendición:
El cielo llene de alegría esta pareja de esposos
y les bendiga el Dios, rey del mundo,
que ha creado el placer y la alegría,
esposo y esposa, leticia y júbilo,
alegría y humor sereno,
amor, fraternidad y amistad.
Tras la bendición entré en la cabaña nupcial, a esperar que el padre introdujera a la hija. Y así llegó Labán con su hija velada y apagó todas las lámparas.
Extrañado, le pregunto:
-¿Qué pasa?
Y él me responde:
-¿Piensas que nosotros carecemos de pudor como vosotros?
9
Recuerdo el jadeo engañoso de ella, deslizándose como una serpiente en el lecho nupcial. El licor y el cansancio de la fiesta nublaban mis sentidos y el silbo de ella me adormecía.
Con razón dicen los sabios, bendita sea su memoria, que la mujer es toda ella lazos; su corazón es una red y sus brazos, cadenas. ¿Quién se librará de caer en su trampa?
-"Raquel, Raquel", la llamaba más con los brazos que con la boca. Y ella me respondía:
-"Jacob, Jacob mío".
Pero a Lía se le reían los ojos, mientras, en la mañana, le reprochaba su engaño. Oh, sus ojos abiertos -entonces sin lagañas ni sueño-, ¡cómo me miraban para que yo bañara en su lago oscuro la tristeza de mi decepción!
-Y tú, me decía, ¿no respondiste a tu padre Isaac, cuando te llamaba Esaú?
-¡Tramposa, hija de tramposo!
-¿Es que hay algún maestro que no tenga discípulos?
Me sentí burlado y humillado. Lía me miraba con una mezcla de superioridad y de ternura, que me hizo sentirme ridículo. Pero, de repente, cambió su mirada, como incómoda, para decirme con una voz humana y húmeda:
-Todo lo que en la noche he dicho es la pura verdad. Te amo y aspiro a que me ames con el amor que sientes por Raquel, quiero rescatarte de su afecto.
Esto era más de lo que se podía soportar. Sus palabras me erizan. Me desafía, provocándome con su estimulo punzante a una cadena de reacciones inimaginables, pero reales, vivas, escondidas en lo más hondo, en la raíz de mi ser. La provocación, que se me antoja gratuita, comienza a inculcarme, a inocular en mí un disgusto, que se vuelve rencor y que amenaza convertirse en odio.
Es un hilo insospechado, increíble, en el trenzado de mi vida. Con rabia la respondo:
-¡Pero tú me has engañado!
Me dejé arrollar por el torbellino de mis sentimientos confusos. Y me asusté de mí mismo. Sorprendido más que Lía, que con calma inusitada, me replicaba:
-Sólo en el nombre. ¿No son estas las manos que has besado? ¿No son estos los brazos que te abrazaban? ¿No es este el cuerpo que has acariciado y poseído y con el que te has sentido feliz?
-Sí ¿y qué?
-¿Y no es eso suficiente? ¿No es eso lo que deseas?
Me pareció más bella. Su expresión melancólica la volvía más seductora. Me hablaba con un temblor de ternura en cada palabra. Sus palabras, casi sin gestos, me acariciaban como una mirada, como una sonrisa, hasta turbarme. Pero esas palabras me hacían vivir en un mundo nuevo, como si me dieran unos ojos y una luz para verme y ver mi universo de una forma única, que embotaba la sorpresa, hundiéndome en la paradoja de toda mi vida, con su enigma indescifrable.
10
Pero ahí estaba ya Labán, cerca de la tienda, cuchicheando con los notables del lugar. Oigo sus risas y el eco de una parábola, que narra uno de ellos:
-"Un príncipe tenía un jardín y en la puerta del jardín un perro. El príncipe estaba en el aposento superior, oteando desde una ventana todo lo que sucedía en el jardín. Llegó un amigo del príncipe a robar algo del jardín. El príncipe le achuchó el perro y el perro desgarró los vestidos del amigo. El príncipe se decía: Si le digo a mi amigo: ¿por qué entraste en el jardín?, le voy a avergonzar. Le diré: ¿has visto que perro más estúpido? ¡ha destrozado tus vestidos sin darse cuenta de que eres mi amigo! Y así caerá en la cuenta de lo que ha hecho".
Sin duda la parábola iba conmigo, aunque se me escapara su significado. Hay, sin duda, una irrisión y una ironía amarga en nuestras relaciones de tío y sobrino. Labán, el Cándido, me engaña a mí, Jacob, el Tramposo, el Suplantador. Esta es la ironía de nuestros nombres.
Según me acerco, antes de que ellos me vean, me llega la voz gangosa de Labán, que ya de madrugada celebra con su licor preferido su treta conmigo:
-Como sabéis, -cuenta a sus amistades-, estábamos escasos de agua; ha venido este justo y hemos sido bendecidos con agua abundante. ¿Y qué os parece? Le he engañado, dándole a mi hija Lía, mientras él ama a Raquel y así se quedará con nosotros otros siete años más...
La carcajada se les cortó por la mitad en la boca al verme aparecer. Exasperado, grité:
-¡Eres un ladrón! ¡¿Qué me has hecho?! ¿No te he servido por Raquel? ¿Por qué me has engañado?
-No es costumbre en nuestro lugar dar la pequeña antes de la mayor, me responde socarronamente.
Sus palabras se me clavan hasta la memoria del engaño a mi padre para arrebatar la bendición de mi hermano, el primogénito. Herido en las entrañas, le repito:
-¡Eres un ladrón! ¡Me has engañado y robado en el sueño!
Me replica, como si no le tocaran mis insultos:
-Está escrito: "Quien con sabios anda, sabio se hará". ¿Con qué comparar esto? Con uno que entró en una perfumería y aunque nada compró ni vendió, si se le pegó el perfume del lugar y lo sacó consigo.
-También está escrito, le repliqué: "Y el que se junta con tontos, se atonta". ¿Con qué comparar esto? Con uno que entró en casa del curtidor y aunque nada compró ni vendió, sí se impregnó de mal olor y lo sacó consigo... ¡Ah, ladrón, ladrón!
El perspicaz Labán había pesado en su imaginación el cuerpo, el alma y la fortuna del pretendiente de su hija Raquel y siguió, impertérrito:
-También tu Dios es ladrón, pues está escrito:
-"Entonces el Señor hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas... "
Y Lía, que ha llegado al alboroto de mis voces y contenta de su matrimonio, me dejó con la palabra, en los labios, al responder a todos:
-Oíd: Ayer por la noche entraron en nuestra casa unos ladrones. Han robado un ánfora de plata y nos han dejado en su lugar una de oro.
-Ah, respondieron a coro los notables del lugar, como si ya tuvieran ensayada la escena, vengan todas las noches ladrones como esos.
-Exacto, respondió Lía. ¿No ganó entonces Adán cuando, mientras dormía, se le quitó una costilla y, al despertar, se encontró con el don de una mujer? ¿Y tú...?
-Termina esta semana de fiestas con Lía y te daré también a Raquel en pago de que me sirvas otros siete años, concluyó Labán, como quien cierra un trato.
El relato del engaño de mi boda corrió de boca en boca. Se comentaba en las plazas, en el mercado y en las casas.
Nuestros sabios, bendita sea su memoria, han vivido atentos, con tensión, con dolor, alegría, con picardía y temblor esta narración, ya sabida, como si por un capricho la historia pudiera contradecirse a sí misma. Una tierna o loca esperanza les recorre el alma, como a quien está viviendo los hechos, su propia historia, vista en el espejo de la historia de Jacob.
Al final, relajados, se sacan la espina contra Lía, que engaña a su venerable patriarca y progenitor, contando burlescamente su formación: Lía, el Santo, bendito sea su Nombre, no te creó de la cabeza del hombre, para que no te enorgullecieras y sin embargo has caminado siempre con el cuello erguido. No te creó del ojo, para que no fueras curiosa, y has ido siempre guiñando tus ojos legañosos. No te creó del oído, para que no escucharas detrás de las puertas, y bien que lo aprendiste de la abuela Sara. No te creó de la boca, para que no fueras charlatana ni cotilla, y tu lengua ha sido mordaz como una víbora. No te formó del corazón, para que no fueras celosa, y la envidia te ha carcomido hasta contagiársela a tu hermana Raquel. No te hizo de las manos, para que no estuvieras tocando cuanto se pusiera a tu alcance y tú has robado hasta el lecho nupcial a tu hermana. No te hizo del pie, para que no fueras vagabunda, y un día lloraremos todos por los vagabundeos de tu hija.
Quien en la vana búsqueda del placer no se da cuenta del vacío sobre el que camina, recorre una vía falsa de alegría; el hombre realmente alegre es como uno a quien el fuego ha quemado la casa y, habiendo sufrido en el alma, comienza a construir una nueva casa y su corazón se alegra con cada piedra que pone, incluso antes de habitar la casa. Es una alegría empastada con la memoria de la destrucción, pero sin dejarse vencer por ella.
11
Terminada la semana recibí también a Raquel, el consuelo de la ausencia de mi madre, la fuerza de mis pies, el espejo de mis tropiezos. ¡Cómo la amaba! ¡Siete años de servicio por ella me parecieron unos días! Pasaron como una ligera nube de verano, como un sueño de amanecer.
Y, sin embargo, ¡qué interminable la última semana! Un silencio de complicidad unía a Raquel y Lía con la charlatanería hipócrita de su padre. "Es culpable -dicen los sabios, bendita sea su memoria-, quien siente, es testigo, ve o sabe y no habla". Silencio como careta hipócrita de la prudencia. Labán pudo descansar al casar a sus dos hijas, recitando:
Una hija es tesoro engañoso para su padre,
le quita el sueño por la preocupación;
si es joven, no se le quede en casa;
si casada, no se la repudien;
si doncella, no se la seduzcan;
si casada, no sea infiel;
en la casa paterna, no quede encinta;
en casa del marido, no quede estéril.
Labán siempre fue un casamentero con ojo de comerciante. Así me lo pintó su hermana, mi madre, en el más amable y risueño relato de su vida, que me susurraba tantas noches para dormirme. Me hablaba con una calma inusitada, como saboreando las escenas y los diálogos:
Abraham, tu abuelo, era viejo, de edad muy avanzada. Sara, tu abuela, ya había muerto. No llegué a conocerla. El Santo, bendito sea su Nombre, había bendecido a Abraham en todo. Le había dado riquezas y, sobre todo, le concedió en su ancianidad el hijo que le había prometido. Tu padre, hijo mío, es el hijo de la promesa, don del Santo, bendito sea su Nombre, pues tu abuela era estéril y le dio a luz, cuando su matriz ya estaba seca.
Presintiendo, pues, cercana la muerte, Abraham no podía demorar más tiempo el matrimonio de su hijo. Llamó al criado más fiel de su casa, que administraba todas las posesiones, y le dijo:
-Pon tu mano bajo mi muslo y júrame por el Señor, Dios del cielo y Dios de la tierra, que cuando busques mujer a mi hijo, no la escogerás entre las cananeas, en cuya tierra habito, sino que irás a mi tierra nativa, y allí buscarás mujer a mi hijo Isaac.
El criado contestó:
-Y si la mujer no quiere venir conmigo a esta tierra, ¿tengo que llevar a tu hijo a la tierra de donde saliste?
Abraham replicó:
-De ninguna manera lleves a mi hijo a ella. No se puede desandar la historia; la historia exige fidelidad a la tierra de la promesa. Y el Santo, bendito sea su Nombre, que me sacó de la casa paterna y del país nativo, que me juró: "A tu descendencia daré esta tierra", enviará su ángel delante de ti y traerás de allí mujer para mi hijo. Pero si la mujer no quiere venir contigo, quedas libre del juramento. Sólo que a mi hijo no lo lleves allí.
El criado, con la mano derecha bajo el muslo de Abraham, le juró cumplirlo.
Este juramento me ha mantenido durante muchas noches en ansia tempestuosa. Se hallaban en conflicto dentro de mí las voces de mis esposas, hijos y ganados, que durante el día llenaban mis oídos, y la voz del Santo, bendito sea su Nombre, que insistía en mi corazón: "Vuelve, vuelve a la tierra de tus padres, que será la tierra de tus hijos". Así se han sucedido las estaciones, siembra y cosecha, Tammur y Tebet, frío y calor, noche y día, lluvias y sol. ¡Cuántos momentos interminables de silencio, escrutando el cielo azul, surcado de nubes blancas, ligeras como la sombra de un pájaro en vuelo!
Pero en la mañana, con el alba, la niebla comenzaba a esclarecerse, al prestarle el sol algo de su luminosidad. Y el río, que canta saltando entre las guijas blancas, me invitaba a seguir el camino, a la aventura, a la evasión.
Con mi azumbre de leche de camella en las manos, la barba pringada de nata, soñaba con el aroma de los campos de Berseba, bañados del rocío del cielo, tierra gozosa de rosales, de trigo y mosto, suelo de la bendición de mi padre. Veía, como en un ensueño, a mi abuelo que echaba una mirada en redondo a los cuatro puntos cardinales desde el centro de Canaan, y con él contemplaba la cuenca del Jordán. Al sur era un terreno relativamente árido, de colinas ocres con escasas manchas verdes. En cambio al norte, estaba el valle del Jordán, la vega dilatada, como un jardín junto al río, con sus áloes y cedros junto a la corriente.
¡Qué maravilla Jericó con sus palmeras! Sólo la mirada es ya como tomar posesión anticipada con la vista... Pero, yo seguía en el país de cardos y quebradas, lejos de la grosura de la tierra; mi morada (y no la Esaú) lejos del rocío que baja del cielo.
Y, sobre todo, madre, cuando encendía la antorcha y su resina fragante despertaba las sombras de la tienda, que danzaban al ritmo de mis pasos, entonces me sentía solo, dejado de todos, con ganas de volver a la casa, a la casa tibia de tu presencia querida y de los aromas conocidos de la cocina. En mi pecho se mezclaban dudas y remordimientos en un turbión de emociones oscuras y bruscas, desconocidas antes para mí, que siempre fui "hombre de casa". La casa, la casa y tu voz contándome tu historia:
Entonces Eliezer, el criado, tomó diez de los camellos de su amo, y llevando toda clase de regalos se encaminó a Harán Nahzarín, ciudad de Najor, allá entre el Tigris y el Eufrates, en la ribera de Balij.
Apenas llegó, Eliezer hizo arrodillarse a los camellos fuera de la ciudad, junto al pozo, al atardecer. Era la hora en que las muchachas salíamos a buscar agua. El se puso a rezar:
Señor, Dios de mi amo Abraham,
dame una señal propicia
y trata con amor a mi señor.
Yo estaré junto a la fuente, cuando las muchachas
de la ciudad salgan a por agua.
Diré a una de las muchachas:
por favor, inclina tu cántaro para que beba.
La que me diga:
bebe y también abrevaré tus camellos,
esa es la que has destinado para tu siervo Isaac.
Así sabré que tratas con amor a mi amo.
Entonces llegué yo con el cántaro al hombro, bajé hasta el pozo, lo llené, volví a subir y de repente vi al hombre que corría a mi encuentro.
Sí, madre, al atardecer he ido muchas veces a la fuente donde te encontró Eliezer. Como él, he escuchado el ladrar de los perros y el cotilleo de las mujeres. Y luego, en mis largas noches de soñador, he llenado las horas con el romántico idilio, como me lo contaba el viejo Eliezer, que siempre añadía detalles al relato que tú me habías contado:
-No había acabado mi oración, cuando llegó tu madre con el cántaro al hombro. Era una doncella muy hermosa. No había tenido que ver con ningún hombre. Era hija de Betuel, el hijo de Milca, la mujer de Najor el hermano de Abraham, mi señor. El Santo, bendito sea su Nombre, no sólo escuchó mi oración, sino que incluso rebasó mi petición.
Cuando vi a tu madre, que subía de la fuente, corrí a su encuentro y le dije:
-Déjame beber un poco de agua de tu cántaro.
Ella me contestó:
-Bebe, señor mío.
Y en seguida bajó el cántaro, se le puso en la cadera y le inclinó, sujetándole con el brazo y me dio de beber. Cuando hube saciado mi sed, ella me dijo:
-Voy a sacar agua también para tus camellos, para que beban todo lo que quieran.
Vació su cántaro en el abrevadero, corrió al pozo a sacar más, y sacó para todos los camellos. Has de saber -imagínalo bien- que el pozo era un agujero grande y hondo excavado en la tierra; se descendía hasta sus aguas subterráneas mediante escalones, y arriba estaban los abrevaderos. Para dar agua a diez camellos, tu madre tuvo que acarrear muchos cántaros de agua. Y yo la estuve contemplando, en silencio, lleno de emoción, para ver si el Santo, bendito sea su Nombre, daba éxito a mi viaje o no. No podía estorbar la señal. Fue un cuadro inolvidable: las disposiciones femeninas para servir, su bondad de corazón y su amor hasta a los animales. Y su belleza...
Cómo he soñado también yo la escena, después de conocer la fuente. Imaginaba los camellos reposando después de las largas jornadas de viaje. Allí estaba el pozo en la campaña abierta, a las puertas de la ciudad. Veía a las jóvenes del lugar llegar al atardecer a sacar agua. Y en seguida se me nublaban sus caras, llenando mi mente tu rostro de muchacha bella y amable. ¡Dulce tu sonrisa me emocionaba! El cántaro en la cadera, lo inclinabas para que bebiera el forastero, llegado de tierras lejanas. Dabas de beber a los camellos y luego le escuchabas incrédula, mientras te batía el corazón en el pecho. Todavía te batía cuando me lo contabas:
Cuando los camellos terminaron de beber, el hombre tomó un anillo de oro de medio siclo y me lo puso en la nariz, y dos pulseras de oro de diez siclos para los brazos. Y me preguntó:
-Dime de quién eres hija, y si en casa de tu padre hay sitio para pasar la noche.
Con el corazón sofocado, le contesté:
-Soy hija de Betuel, el hijo de Milca y de Najor. Tenemos abundancia de paja y forraje y sitio para pasar la noche.
El hombre se inclinó en adoración, y dijo:
-Bendito sea el Señor Dios de mi amo Abraham, que no ha olvidado su misericordia y fidelidad con su siervo. El Santo, bendito sea su Nombre, me ha guiado a la casa del hermano de mi amo.
Apenas escuché sus palabras salí corriendo a casa a contárselo a mi padre, dejándole junto al pozo sumido en la plegaria.