LA NOCHE DEL YABOC, una autobiografía del Patriarca Jacob (E. Jiménez Hernández)
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El anuncio de que Esaú se acerca me sorprende y me invade el miedo y la angustia. Y en la apretura mis pasos y mi respiración se hacen súplica insistente.
El Santo, bendito sea su Nombre, respondió a mi madre agobiada por el peso de los dos hermanos gemelos peleando en su seno. Se apareció repetidamente a mi padre, espíritu contemplativo, amante de la soledad y la plegaria, hombre del campo y la tienda, que le invocaba sin cesar. Pero mi vida no ha sido tan piadosa. La primera vez que mencioné al Santo, bendito sea su Nombre, fue usando su Nombre en vano, con falsedad, engañando a mi padre, cuando le dije: "El Señor me puso la pieza al alcance". Mi vida ha sido una vida de intrigas domésticas, con victorias de mi astucia y muy pocas plegarias. Pero en este trance, ante la amenaza de muerte, no me valen ni la intriga ni la astucia.
Es la hora de pasar por el fuego. Y caer vivo en el fuego, me estremece. El incendio de la ira me circunda. Y la ira quema, destruye. Es agresividad, odio, cólera, afán de destrucción hasta el aniquilamiento. Es fuego devorador. Lo siento en mi corazón, prendido, ardiendo en mis huesos, hasta hacerme gritar:
-¡Mis entrañas, mis entrañas!, ¡me duelen las entretelas del corazón, se me salta el corazón en el pecho!
En este trance mi vida se hace súplica, grito arrancado a mis huesos:
-Auxíliame, Señor, que me llamaste desde el seno de mi madre; Tú, que en las entrañas de mi madre, pronunciaste mi mejor nombre, que aún no poseo: "Tú eres mi siervo Israel, en quien me glorificaré". Escúchame: ¿Me he fatigado en vano y he gastado inútilmente mi vigor? Ensancha, Señor, mi corazón encogido y sácame de mis congojas. Anota en tu libro mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre, que todos mis días son dolor e inquietudes, ni de noche reposa mi corazón.
Mi oración no cabe en mi interior y alcanza mis labios, que rezan como nunca han rezado:
-¡Dios de mi padre Abraham, Dios de mi padre Isaac, Señor que me dijiste: "Vuelve a tu tierra nativa, que allí te colmaré de beneficios!".
(Si estoy en este trance, esta vez no lo he provocado yo; por una vez te he dejado la iniciativa. No ha sido siempre así, lo reconozco; mi audacia ingenua ha pretendido tomar con sus manos y por sus medios el cumplimiento de las promesas. Lo confieso).
-No merezco los favores ni la lealtad con que has tratado a tu siervo, pues con un bastón pasé el Jordán y ahora llevo dos campamentos.
(No es perder mis riquezas lo que temo; sólo deseo el perdón de mi hermano; cuenta los regalos que le mando, esperando lograr la reconciliación. Por eso, Señor, te suplico).
-Líbrame del poder de mi hermano Esaú, pues temo que venga y mate a las madres con los hijos.
(Y no olvides en este momento de aprieto, que estos hijos, que me has dado, son la descendencia necesaria para que se cumplan tus designios).
-Tú me dijiste: te daré bienes, haré tu descendencia como la arena de la playa que no se puede contar.
La súplica se convierte en combate. Y la pelea se transforma en súplica insistente, apasionada, doliente, inoportuna. Estoy en medio de la noche. Y lloro. Lloro implorando misericordia. Me he quedado solo. Solo en el Yaboc. Mi grito se vuelve hacia dentro:
Dios mío, sálvame,
que me llega el agua hasta el cuello:
me estoy hundiendo en el cieno profundo
y no puedo hacer pie;
me he adentrado en aguas hondas,
me arrastra la corriente.
Un pueblo está en peligro. El asalto de los hombres me inquieta, me hace entrar en trepidación, en miedo hasta la angustia.
En la corriente de las aguas van las preferencias de mi madre, las mentiras por conseguir la bendición y el afecto de mi padre, la lucha por superar a mi hermano, el esfuerzo por ser el primero, mis ansias de superación, de suplantar a todos, el afán por las riquezas, las trampas a mi tío Labán, el cariño impetuoso de Raquel, los celos provocados a Lía, las envidias de las mujeres y de mis hijos, la ternura morbosa de José, la adoración de Benjamín, el orgullo de Judá, mi astucia, mis sueños de grandeza...
Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. La desnudez, la tierra que me espera y llama, el seno materno, la tumba de mis padres en Macpelá, como deseo de mis huesos para la espera de la resurrección, son las realidades que me quedan como únicas consistencias, manantial de restauración de lo perdido.
Incapaz de ir hacia Esaú, según mi intención, me vuelvo atrás. Pero el ángel esta vez no me deja huir. Entra en pelea cuerpo a cuerpo conmigo. Me detiene, me acosa, me asalta. Me estrecha por detrás y por delante y pone sobre mí su palma. Es el combate sin escape posible. Ha escogido la soledad nocturna para el asalto inevitable. Es el choque, el encuentro como respuesta a mis súplicas.
Cara a cara, sin verle, en la noche, brazo a brazo con el ángel, salen a flote los posos que en el fondo del alma han ido dejando las conmociones de mis andanzas, posos que se remueven en el forcejeo de la lucha. La oscuridad indefensa de esta noche me saca del fondo la ceguera de mi padre como oscuridad que exploté para el engaño.
La mano del recuerdo se aferra con fuerza al talón de mi hermano Esaú, para anticiparme a él, para suplantarle... Hasta que el ángel me agarra el tendón del hueco del muslo y me le deja como grasa de muerto. ¡Cómo sufro por ti, hermano mío! En mi carne queda la cojera como señal de la lucha, como recuerdo permanente.
Despojado de mis bienes, sin mi tener, ahora soy golpeado en mi ser, herido en mi propia carne.
Me ha doblegado, pero me agarro a él y le detengo. Si mi talón ha perdido la fuerza, no puedo soltarle, sin que me conceda la suya, su poder donde apoyarme.
Oigo, finalmente su voz, que me dice:
-Suéltame, que llega la aurora y es la hora de cantar las laudes al Señor.
Aferrado a él, le respondo:
-No te soltaré hasta que no me bendigas.
Esperaré la aurora. Pues al despertar el día me saciaré de tu semblante. Esta esperanza me hace superar el quebranto sufrido. Sólo tú puedes encender mi lámpara, alumbrar mis tinieblas. Si en la oscuridad tu voz me susurra y su eco va adormeciendo mis crispaciones, una nueva libertad ronda a las puertas del día. En esta hora de combate, roto tu silencio, pongo en tus manos mi azarosa vida.
Con su voz, cargada de ironía hasta el sarcasmo, me pregunta:
-¿Cuál es tu nombre?
Cuando mi padre Isaac me preguntó quién era, usurpé el nombre de Esaú. Ahora me encuentro con la misma pregunta. ¿Quién soy? Manifestar el nombre es revelar mi ser. La pregunta es una invitación a la profundidad; me empuja hacia el recuerdo, a que aflore a la memoria, la inocencia perdida en mi primera zancadilla, en el fraude original, origen de mi vagabundeo. Es una invitación a ir más atrás, a volver a mis orígenes, a lo recóndito del seno materno, al momento en que mis padres me daban un nombre, que me ha configurado desde las fuentes. Y al aflorar me revela mi desarraigo, mi huida de la tierra y del Santo, bendito sea su Nombre.
Contesto
-Jacob.
Me replica, señalando mi talón sin fuerza de apoyo:
-Ya no te llamarás Jacob. Israel será tu nombre.
Estoy en el combate decisivo, combate que me lleva a cambiar de nombre y de vida. Colocado en el confín de lo visible y lo invisible para ser testigo del Invisible.
Israel es un nombre que contiene una vocación y un futuro. "El que lucha con Dios" y "Lucha de Dios". Es el nombre nuevo del vencedor, de quien vence al ser vencido. Es el don concedido a quien persiste en luchar con El durante toda la noche. Dios, su huella e imagen en mí, ha luchado y ha vencido. Lucha por Dios, con la ayuda de Dios, contra mí mismo. He vencido, cuando la fuerza de Jacob, el poder de mi muslo, el apoyo de mi talón, ha quedado derrengado y, llorando y suplicando, he doblegado al Santo, bendito sea su Nombre.
A lo largo de la pelea, última vigilia antes de quebrar albores, el misterioso personaje se me va identificando. Pero, reuniendo toda mi indigencia y toda mi osadía, le pregunto a mi vez:
-Dime tu nombre.
Me responde:
-¿Por qué me preguntas mi nombre?
Y me bendice.
Sin pronunciar su nombre me lo manifiesta en la bendición. Y la bendición arrancada con engaño queda legitimada, me confirma la promesa de Betel y es escuchada mi súplica.
Me has agarrado y me has vencido. Tú mismo me has provocado a la pelea, para bendecirme al final, aunque calles tu nombre. Haber oído tu palabra, haber sentido tu contacto, en el cuerpo a cuerpo de la pelea, es ya descubrimiento de tu presencia. ¡Bendito sea por siempre tu Nombre impronunciado e impronunciable!
No encontraba el camino porque Tú me habías cerrado la salida. Si en el ser no hay salida, si estoy arrojado en la existencia, no es la nada, el no-ser, la salida, sino el renacer, la bendición, el hombre con vida y nombre nuevo. Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos.
Una brisa suave me acaricia, descendiendo de las montañas, que me rodean protectoras. El asombro sereno sustituye al sufrimiento. Han quedado suspendidas la nostalgia y la amargura.
El río se calma en la llanura y sus aguas fluyen tranquilas, espejeando el vasto horizonte, la riqueza del panorama, que me envuelve y me transporta a soñar. Veo los árboles, con profundas raíces, flexibles a los vientos y sensibles a las brisas; por eso no se rompen ni se crispan.
Este lugar se llamará desde hoy y por siempre Penuel:
-He visto a Dios cara a cara y he quedado vivo.
Cuando atravesaba Penuel salía el sol y yo iba cojeando. El Yaboc, con mi ser y mi historia, desemboca en el Jordán, en un bautismo de muerte y vida. He perdido mi nombre. No soy Jacob; mi talón, con el tendón del fémur dislocado, no es un apoyo. Pero recibo un nombre nuevo: Israel. Mi fuerza es El.
Con asombro, con paz, con alegría, junto con el Santo, bendito sea su nombre, y desde su mirada, hoy repito: "Y vio Dios que todo era bueno".
Me he encontrado conmigo mismo, con mi fondo. Todo ha pasado por mi memoria. El hilo de mi historia, la enredada madeja de mi vida, ha ido deslizándose ante mi, desenredándose. El inminente encuentro con mi hermano gemelo me ha devuelto al seno materno, donde comenzó la pelea. Y ahora es como si renaciera; es un nuevo nacimiento y me pregunto: ¿Cuál será el rostro de mi hermano? ¿Cuál es mi rostro nuevo?
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Tras el encuentro conmigo mismo y con el Santo, bendito sea su Nombre, está la tierra, el hermano y los hijos.
El sol naciente me anuncia un nuevo día. Una nueva vida amanece. Penuel ha sido el escenario de mi regeneración, a pesar y gracias a mi muslo derrengado. Ahora me siento preparado para el encuentro con Esaú. Como he visto a Dios cara a cara, puedo mirar la cara de mi hermano. Luz y amor son la superación del temor.
Atravesado el río, alzo la vista y veo a mi hermano Esaú, que se acerca. Mas Esaú corre a recibirme, me abraza, se me echa al cuello y me besa llorando.
El rostro de mi hermano es benévolo y reconciliado. Mi rostro, como mi nombre, no es el de Jacob, sino el de Israel. Abrazado a mi hermano, me desahogo:
-He visto tu rostro benévolo y es como ver el rostro de Dios.
En el perdón y reconciliación de mi hermano aparece reflejado el rostro de Dios, como un nuevo Penuel.
Esaú me propone:
-Vamos a ponernos en marcha y yo iré a tu lado.
Pero yo rehúso. Ya no puedo renunciar a la soledad. Mi soledad sigue conmigo, pero no mi aislamiento. Es la soledad que respeta; la distancia que alienta y comunica libertad.
Nos encontraremos de nuevo en Mambré. Esaú ha olvidado el juramento: "Cuando termine el luto por mi padre, mataré a mi hermano". Anciano y colmado de años, nuestro padre expiró y se reunió con los suyos. Reconciliados, como hermanos, Esaú y yo nos reunimos y entre los dos le dimos sepultura en la cueva de Macpelá.
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Mientras Esaú se dirigió a Seír, yo dirigí mi peregrinación hacia Betel, pasando por Sucot y Siquén. Antes de llegar a Betel, dije a toda mi gente:
-Retirad todos los ídolos que tengáis, lavaos y cambiaos de ropa; vamos a subir a Betel, donde haré un altar al Dios que me escuchó en el peligro y me acompañó en mi viaje.
Al llegar a Betel me esperaba El. Le construí un altar. Y El me bendijo de nuevo, diciéndome:
-Tu nombre ya no será Jacob. Tu nombre es Israel. Yo soy Dios todopoderoso, crece, multiplícate; un pueblo, un grupo de pueblos nacerá de ti, y saldrán reyes de tus entrañas. Esta tierra, que prometí a Abraham y a Isaac, te la doy a ti y a tus descendientes.
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Mis descendientes.
El día pasa la noticia al día y la noche se la susurra a la noche. José, rompiendo a llorar profundamente, se da a conocer a sus hermanos:
-Yo soy José, ¿vive todavía mi padre?
Los hermanos, espantados, se han quedado sin habla. Están ante la víctima de sus envidias, rencores y traición. Y los sueños se han cumplido.
José les repite:
-Acercaos a mí. Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Pero ahora no os preocupéis, ni os pese el haberme vendido; para salvación me envió aquí Dios delante de vosotros. No fuisteis vosotros, sino El quien me envió aquí.
Los hermanos se han de acercar. José ha estado distante: en el banquete comiendo aparte y pasando porciones, en el proceso sentado como parte ofendida y acusador; distante estuvo de sus conciencias hasta que tornó el recuerdo. Ahora se han de acercar al hermano, de modo que el acercamiento material exprese el acercamiento de sus almas.
Que se acerquen sin temor. José quiere exorcizar la culpa para arrancar todo sentido de culpabilidad de los hermanos. No elude el recuerdo, para que no quede oculta, enturbiando el abrazo. Repite la alusión a la venta. La culpa quedó primero sumergida por acción del tiempo y José la hizo aflorar a la conciencia. Una vez presente, recordada y confesada, había provocado turbación, miedo, sospecha; aún los gestos de bondad resultaban sospechosos. El modo de exorcizarla ha sido progresivo; por un lado está el arrepentimiento, del que han dado pruebas, que la ha borrado; y por otro, por parte de José, el mostrar a Dios guiando la historia, incluso la culpa, como camino de salvación:
-Qué dulzura, qué delicia
convivir los hermanos unidos...
Porque allí manda el Señor la bendición,
la vida para siempre.
Aprisa, subid a casa de mi padre y decidle:
-Dice tu hijo José: Dios me ha hecho señor de Egipto, baja a estar conmigo.
Vosotros estáis viendo y también Benjamín está viendo que os hablo yo en persona. Contadle a mi padre todo lo que habéis visto y traedle pronto acá.
Tras el recuerdo del padre y el recuerdo de Dios, garante de la reconciliación, llegan los besos y abrazos, sellándola. José, echándose al cuello de Benjamín, rompió a llorar, y lo mismo hizo Benjamín. Después besó llorando a todos sus hermanos. Y la reconciliación, sellada con el beso del perdón y la paz, devuelve el habla y el canto a los hermanos, les devuelve la palabra, reanudando el diálogo auténtico, fundado sobre la verdad y el amor. Y José, a quien habían arrancado la túnica, regala un vestido nuevo a cada hermano.
Como agua fresca para una persona exhausta es una buena noticia de un país lejano.
Salieron, pues, de Egipto, llegaron a tierra de Canaán, a casa, y me dieron la noticia:
-José está vivo y es gobernador de Egipto. Nada es imposible para el Santo, bendito sea su Nombre, pero perdí el sentido. No podía creerlo. A lo largo de los años había aprendido a convivir con mi pena, a alimentarme y consumirme de recuerdos. De repente se me anula un largo período de mi vida, juntándoseme el presente con un pasado perdido. Es como si José hubiera pasado de un salto de la adolescencia a la madurez. Mi corazón no puede dar el salto y desfallece. Pero cuando me contaron todo lo que les había dicho José, y cuando vi los carros que José había mandado para transportarme, recobré el aliento. El golpe me da de pronto el calor de una vida recobrada, imprimiéndome un ritmo nuevo. Me inunda y arrebata el gozo: ¡José vive! El vacío ahondado por tantos años se llena con la alegría de volver a ver a José. Rejuvenecido, exclamo:
-¡Basta! Está vivo mi hijo José; iré a verle antes de morir.
Los hijos de Israel hicieron montar a su padre con los niños y las mujeres en las carretas que José había enviado para transportarlos. La familia que emigró a Egipto hace un total de setenta, según el cómputo preciso de los sabios, bendita sea su memoria.
José mandó preparar una carreta y se dirigió a nuestro encuentro. Al verme se echó al cuello y lloró abrazado a mí. Yo no lloré, porque ya había agotado mis lágrimas, pero igualmente conmovido, le dije:
-Ahora puedo morir, después de haberte visto en persona y vivo.
¡He visto el rostro de Dios, he visto el rostro benévolo de mi hermano, veo el rostro de mi hijo vivo! ¡Bendito sea el Santo, que me ha concedido el deseo de mi corazón y no me ha negado lo que pedían mis labios!
Pero aún me quedaban diecisiete años de vida. Cuando se acercaba la hora de morir, llamé a mi hijo José y le dije:
-Si he alcanzado tu favor, coloca tu mano bajo mi muslo y júrame tratarme con amor y fidelidad. No me entierres en Egipto. Cuando me duerma con mis padres, sácame de Egipto y entiérrame con mis padres.
José me contestó:
-Haré lo que pides.
En el juramento de mi hijo, el Santo, bendito sea su Nombre, me concedía el último deseo de mi corazón. Con una inclinación hacia la cabecera del lecho, le adoré agradecido. Saciado de años, aunque sean menos que los de mis padres, me acostaré a dormir en la cueva del campo de Macpelá, donde me esperan en su sueño Abraham y Sara, su mujer, Isaac y Rebeca, mis padres, y Lía, mi esposa. Raquel murió en el camino y la enterré en Efrata. No me acompañará en el sueño; nos encontraremos al despertar.
Luego llamé a todos mis hijos y les bendije uno a uno, con una bendición especial para cada uno y su descendencia. Eran los padres de las doce tribus de Israel, como repetirán de generación en generación sus hijos, los sabios, bendita sea su memoria.
Con mis hijos en torno al lecho, les invité a entonar un canto al Santo, bendito sea su Nombre, mientras se me encogían los pies en la cama y me iba a reunir con los míos, agotando mi respiro en los versos del salmo:
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
-que lo diga Israel-
si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando nos asaltaban los hombres,
nos habrían tragado vivos:
tanto ardía su ira contra nosotros.
Nos habrían arrollado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello,
nos habrían llegado hasta el cuello
las aguas espumantes.
Bendito el Señor, que no nos entregó
como presa a sus dientes;
hemos salvado la vida, como un pájaro
de la trampa del cazador;
la trampa se rompió y escapamos.
Nuestro auxilio es el Nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
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Al final los nudos se desatan. Algunos hilos han quedado sueltos. Al desliar la madeja, con la impaciencia, algunos se han roto y han quedado por tierra, perdidos entre el polvo de los pies de los sabios, bendita sea su memoria. Pero, al rayar el alba, el ángel y los sabios han corrido a toda prisa a cantar con Israel las laudes al Santo, bendito sea su Nombre.
Ante mí queda el revuelo de sus palabras: tierra, agua, noche, sueños, huida, desierto, miedo, pelea, muerte, vida, luz, perdón, amor, día.
Corre y canta también el Yaboc, el río de aguas azules, afluente del Jordán, entre el mar Muerto y el mar de Galilea.
Era de noche.
Y está despuntando el alba.
NOTAS
Equivalencia de los meses judíos:
Nisán = marzo / abril
Iyyar = abril / mayo
Siwán = mayo / junio
Tanmur = junio / julio
Ab = julio / agosto
Elul = agosto / septiembre
Tisrí = septiembre / octubre
Marjeswán = octubre / noviembre
Kislev = noviembre / diciembre
Tebet = diciembre / enero
Sebat = Enero / febrero
Adar = febrero / marzo
Equivalencia de las estaciones:
Nisán = primavera
Tammur = verano
Tisrí = otoño
Tebet = invierno
Glosario
Misnah: La ley oral que forma la base del Talmud.
Minjan: Quorum de diez hebreos necesario para
la plegaria en común.
Shekináh: Presencia divina.
Mohel: Oficiante de la circuncisión.
Tanmur: Horno para cocer el pan.
Midrash: Explicación, narración que actualiza la Escritura.
Mazel tov: Felicidades, enhorabuena.
Terafín: ídolos familiares.