Comentario Bíblico:
2. RASTREANDO LAS HUELLAS DE DIOS
Emiliano Jiménez Hernández
2. RASTREANDO LAS HUELLAS DE DIOS
Jacob engendra un hijo y Raquel, su esposa, le pone por nombre José. Es
un hecho común, que acontece todos los días. Así es la historia de José,
una historia frívola, profana, que parece no esconder nada bajo sus
palabras. Pero Pablo nos invita a no seguir la narración
superficialmente, pasando por ella a la ligera. “La letra mata, el
espíritu en cambio da vida” (2Co 3,6). Los hechos, que leemos en el
Antiguo Testamento, “les acontecieron a nuestros padres y fueron
escritos en función nuestra” (1Co 10,11).
Jacob, tras veinte años de exilio en casa de Labán, pasa el Yaboc y, con
la bendición de Dios, encuentra a su hermano Esaú,
que se le acerca, le abraza, echándosele al cuello y besándole entre
lágrimas. En el perdón y reconciliación del hermano, Jacob ve reflejado
el rostro de Dios. Así, abrazado a su hermano, exclama:
-He visto tu
rostro benévolo y es como ver el rostro de Dios.
Ahora, de vuelta a Canaán, Jacob intenta asentarse (37,1)[1]
en la morada de sus padres en quietud y paz, pero le sobreviene la
tensión de su hijo José. Un pueblo no se forja en la quietud y la paz;
culmina en quietud y paz, pero los eslabones intermedios están
engarzados por tensiones y angustias, lágrimas y alegrías. Dios había
dicho a Abraham que su descendencia sería extranjera en tierra ajena.
Por ello Dios mueve a la familia de Abraham hacia esa tierra extranjera.
José es el primer eslabón de esa cadena que pasa por Egipto, arrastrando
tras él a toda su familia. Con una puntuación particular del texto
bíblico, Rashí muestra a
José como el origen de la historia de Jacob y sus descendientes: “Esta
es la historia de Jacob: José...”
(37,2).
La historia de José es la historia de su familia. Está íntimamente
ligada al padre y a los hermanos. Y, si miramos de cerca a los miembros
de esta familia, ninguno de ellos es realmente un santo, ninguno actúa
como un justo. Los hermanos se pelean, discuten, son envidiosos, pasan
el tiempo tramando planes criminales y con frecuencia los ejecutan.
Hijos de cuatro mujeres quizás sólo se hallan unidos a la hora de
perseguir a José. El padre lo ama y lo prefiere a los otros. ¿Qué tiene
esto de extraño? El Midrash dice que el padre lo ama porque es
infeliz. Pero esto los hermanos no lo entienden. Para ellos es un
extraño. Él les habla y ellos ni le responden, le vuelven la espalda, le
ignoran. Ni le reconocen cuando en Egipto le tienen ante sus ojos.
Por lo demás, entre ellos no es que exista un gran amor. Cuando José
decide dejar a Simeón como rehén en Egipto, le abandonan a su suerte,
sin hacer nada para socorrerlo. Más tarde cuando José se burla de ellos
escondiendo una copa de plata en el saco de Benjamín, al descubrirla se
enfurecen con el pobre muchacho, acusándolo de ladrón, digno hijo de su
madre que también había robado los ídolos de su padre Labán. El
Midrash hace una lectura negativa de otros muchos hechos en los que
muestra la maldad de los hijos de Jacob.
En esto se muestran hijos de su padre. En el fondo el responsable del
drama es el padre, que ha viciado a su hijo José con sus preferencias,
suscitando la envidia y el odio en los otros hijos. Un padre debería
saber que de este modo rompe la paz familiar, perjudicando en primer
lugar al hijo de sus preferencias. ¿O acaso es ciego y no ve las miradas
torvas de los hermanos sobre José? ¿Cómo es posible que sea él, el
padre, quien manda a José a buscar a sus hermanos lejos de casa, en los
campos de Siquem? ¿No sospecha del peligro en que le mete? ¿No se le
ocurre que a los hermanos no les resulte simpática la visita del
soñador?
Sin embargo para el Zohar José es el justo. Abraham es obediente; Isaac es valiente y Jacob fiel. Sólo José es justo. Y se pregunta por qué José recibe el sobrenombre de justo si se casa con una mujer egipcia, no hebrea, y educa a sus hijos en un ambiente pagano.
Y él
mismo lleva una vida lujosa en el esplendor del palacio real, posee un
poder casi absoluto y parece complacerse en ello. ¿Es que no se sabe que
el poder corrompe y la riqueza seca el alma? ¿Qué
hace de José un justo? ¿Es suficiente para ello el haber acogido
a su padre anciano, en vez de mandarlo a un asilo? ¿Basta no sentir
vergüenza de mostrarse en público con una familia pobre?
La vida de José es una secuencia de desgracias y fortunas. La Escritura,
sobre José, nos lo cuenta todo. Nos dice cuando vence y cuando pierde,
nos lo muestra solo o aclamado por todos, feliz o melancólico. Le sucede
de todo y a lo grande. Vencido, toca el fondo del abismo. Ensalzado, se
siente semejante a un rey. Más débil que los esclavos y más potente que
los príncipes; más pobre que los mendigos y más rico que el soberano. No
deja de hacer proyectos y los realiza todos. Suscita odio o amor, rencor
o admiración. Quien se le acerca no queda indiferente. Es buscado y
evitado; amado y temido. De pequeño, se sueña y se comporta como rey; y
cuando logra el reino, juega como un niño. No sólo sueña, sino que se
divierte revelando sus sueños más íntimos, sus deseos de grandeza. Habla
de sí mismo sin el mínimo pudor. Gran actor, necesita un público que le
aplauda o le rechace.
José es un crío viciado por el amor de su padre, que le prefiere a todos
sus hermanos. El padre le ama y le perdona todo, porque le recuerda a la
madre, su querida esposa Raquel, ya muerta. Le ama también porque es el
espejo de su persona. Se le asemeja como dos gotas de agua. Los dos
siguen caminos iguales, se encuentran en la vida con los mismos
obstáculos y se sirven de los mismos medios para superarlos. Ambos
sufren el odio de sus hermanos y huyen para librarse de la muerte. A
ambos les toca vivir en tierra extranjera. Pero, contrariamente a Jacob,
José es el hijo predilecto del padre, mientras Jacob era el preferido de
la madre. A José el padre le consiente todo. Le hace una túnica con
mangas largas, elegante y diversa de la de los hermanos: una túnica de
muchos colores según la traducción griega y latina. Y José, que desea
atraer la atención sobre sí, se siente feliz con sus bellos vestidos,
consciente y orgulloso de ser el preferido. La modestia no es su virtud
sobresaliente. Al contrario, se gloría de las preferencias del padre.
Caprichoso e insolente, se gana el odio de los hermanos, que le envidian
y terminan por detestarlo hasta desear matarlo. Desde el fondo de la
cisterna llora e implora piedad. Vendido, llega a Egipto y enseguida
vuelve a ser el mismo de siempre. Muy pronto hace valer sus dotes hasta
lograr ser el consejero y brazo derecho del Faraón. Astuto y
planificador, sabe organizar la economía de todo Egipto como ningún
estadista ha sabido hacer después de él. Sus planes no fallan nunca,
todas sus iniciativas dan siempre fruto. Sus predicciones nunca fallan,
se cumplen a la letra. Y, para colmo, es bello, amable, enamora a las
mujeres, que se sienten atraídas por él, tanto más cuanto se sienten
insatisfechas de sus maridos. Esto lo paga caro, aunque siempre sabe
sacar bien de los males. Inspira confianza y afecto a su alrededor, y se
sirve de ello para subir desde lo hondo del abismo. ¿O es Dios quien le
saca? Dios actúa a escondidas hasta de él, sirviéndose de los odios de
los hermanos, del despecho de la mujer rechazada y hasta de sus mismos
pecados. Dios le bendice en todo y bendice todo lo que le circunda.
Hombre público, hombre de Estado, cuanto emprende -racionamiento de
víveres, planificación de la economía- tiene éxito. El Midrash,
ante tal éxito, se encuentra con un problema. Con tantos honores, ¿no
sufre menoscabo su modestia? La respuesta es que nunca se gloría de sus
éxitos. Sin embargo, la verdad es que la modestia, hay que repetirlo, no
es su virtud sobresaliente. Cuando manda a llamar a su padre, dice a sus
hermanos: “Decidle que Dios me ha hecho dueño de todo Egipto” (45,9).
Con la misma vanidad conque de pequeño contaba los sueños en los que su
yo era exaltado, de adulto intenta impresionar a su anciano padre. Pero
el Midrash a este texto le da otro sentido: Decidle a nuestro
padre que sé recibir los honores sin que la gloria se me suba a la
cabeza. Nuestro padre no tiene nada que temer; aunque yo sea un príncipe
rico y potente, él es siempre el padre y yo, para él, no soy más que su
hijo.
Hay muchas cosas difíciles de entender en la historia de José. Jacob se
ha distinguido por su astucia. Con su astucia ha arrebatado a su hermano
Esaú la primogenitura y la bendición de su padre Isaac. Con astucia ha
vencido los engaños de su suegro Labán... Y ahora, cuando los hijos
vuelven de Siquem y le dan la terrible noticia de que José no existe,
que ha sido devorado por una fiera salvaje, Jacob, el astuto, se lo
cree, sin hacer apenas una pregunta, sin informarse sobre el lugar de
los hechos, sin buscar una confirmación de cuanto le dicen. La túnica
ensangrentada de José, la acepta como una prueba irrefutable. Privado
del hijo predilecto, se hunde en la tristeza, pero no hace nada para
buscarlo, yendo tras sus huellas, para recuperar al menos su cuerpo
destrozado. ¡Difícil de comprender!
Como resulta difícil comprender a José. Su comportamiento hacia los
suyos es bastante extraño. Con sus hermanos no es muy amable, les
provoca, suscitando el odio y la envidia, gloriándose ante ellos de las
predilecciones del padre, contándoles sus sueños y contándole al padre
las malas acciones de sus hermanos. Con sus murmuraciones pone a los
hermanos en contra del padre y al padre contra ellos. O a los hermanos
unos contra otros. Ciertamente no ayuda a crear la paz, sino la división
familiar. Parece que se divierte creando intrigas, envenenando los
ánimos, provocando tensiones. “La envidia es caries de los huesos” (Pr
14,30). Cuando se filtra entre los hermanos desmorona la cohesión de la
familia.
Sin embargo hay una continuidad en la existencia de José. Entre sus
sueños de adolescente y el final de su vida, a pesar de todos los
acontecimientos tortuosos intermedios, hay una línea recta. La dirección
es clara. El designio de Dios es oscuro, pero conduce al final. José es
el justo elegido para llevarlo a cabo.
A
primera vista el Antiguo Testamento se nos presenta a los cristianos
como un castillo misterioso, del que no tenemos la llave para entrar en
él. Y si tratamos de forzar la puerta nos deslumbra más que iluminarnos.
La Biblia se nos ofrece como cubierta por el velo que cubría la faz de
Moisés. La Escritura es un libro sellado; presentimos que encierra un
tesoro, pero necesitamos romper los sellos para entrar en su misterio.
No caben en nuestra mente racional las metáforas en las que Dios es
presentado como un hombre ebrio de vino (Sal 78,65) o un esposo celoso
(Is 37,32). El simbolismo de las cifras, las contradicciones dentro de
un mismo libro y más aún en diversos libros que narran el mismo hecho,
son cosas que nos disturban en la lectura. La mezcla de historia, moral,
poesía y reflexiones sapienciales se alzan como obstáculos insalvables.
Es difícil seguir el hilo conductor de cada historia y menos aún el hilo
de la historia. Colores e imágenes se combinan como en una vidriera,
¿para dejar pasar la luz o para opacarla?
San Agustín aconseja elegir en una primera lectura los acontecimientos
más significativos, dejando los detalles para una lectura posterior. Los
Padres, en general, invitan a leer los acontecimientos del Antiguo
Testamento a la luz de Cristo, el Cordero degollado, el único digno de
tomar el libro y romper sus sellos, desvelando el misterio escondido. En
Él halla complimiento pleno toda la Escritura. Cristo une Antiguo y
Nuevo Testamento. Él es la piedra angular, salida de Israel, sobre la
que se edifica la Iglesia de Dios. Desde sus orígenes la Iglesia ha
hecho suyas las palabras de Jesús: “Vosotros escrutad las Escrituras...
Porque Moisés ha escrito sobre mí” (Jn 5,39-46). “El Logos divino, dice
Orígenes, tiene la llave de David y, desde que ha venido con esta llave,
Él abre las Escrituras que estaban cerradas antes de su venida”.
Cristo, con su muerte en la cruz, hace de los dos Testamentos y de los dos
pueblos, un solo y único pueblo. Dice san Ireneo: “Sus manos sobre la cruz
congregan a todos los hombres. Dos manos extendidas, porque hay dos pueblos
dispersos en toda la tierra. Una sola cabeza en el centro, porque hay un
solo Dios, por encima de todos, en medio de todos, en todos”.
La
tipología bíblica que desarrollan los Padres no prescinde del sentido
literal e histórico, sino que lo suponen. En el interior de la letra es
donde se concentra el sentido espiritual. Como dice San Jerónimo: “Cuanto
leemos en los libros santos, brilla y resplandece en la misma corteza; pero
en la pulpa interior se halla una dulzura mucho mayor. Quien desee comer la
almendra debe romper la cáscara” (El 59).
La
historia de José es una historia cargada de inquietud. Es una historia en la
que predomina la espera, el suspense. Es la historia del amor de
predilección, del amor asediado por la envidia; historia de silencios y
mentiras, para cubrir el odio y la culpa. Historia del amor que hace del
hijo predilecto víctima de esas predilecciones.
Es la historia cargada de sorpresas. Un
pobre emigrante hace fortuna en el extranjero; un
esclavo da la vuelta a los principios económicos de toda una nación.
El esclavo se transforma en príncipe. El exilio se convierte en reino, la
miseria en esplendor, la humillación en gloria, el odio en amor salvador.
Para José, a quien Dios acompaña en su descenso a Egipto (39,3), lo
imposible se hace posible. Así el relato de la historia de José prosigue con
golpes de efecto que nos sorprenden y mantienen en vilo nuestra atención.
En la historia de
José nos encontramos con todas las pasiones humanas: amor y odio, ambición y
celos, humillación y exaltación. La pasión por Dios es quizás la única que
no aparece. Dios, el actor primero de la historia, aparentemente se halla
ausente, oculto tras los hechos, escondido a los ojos superficiales. Sólo la
mirada de la fe le descubre, caminando delante de los hombres. Los Padres
nos invitan a marchar tras él, rastreando sus huellas.
La Biblia nos cuenta
con toda clase de detalles la vida de José. Narra las circunstancias de su
nacimiento, sus relaciones con el padre y con los hermanos, la aventura en
el campo de Dotán y luego en Egipto. Nos describe las intrigas de sus
hermanos contra él, cómo le venden a la edad de diecisiete años y cómo a los
treinta llega a ser príncipe de Egipto, para terminar su vida a ciento diez
años. De ningún otro personaje nos da tantos particulares: sus fracasos,
triunfos, costumbres, cualidades, amistades, hasta los sueños, las empresas
políticas y económicas, las conquistas amorosas... Y en esta historia Dios
actúa con suma discreción. José apenas es consciente de su presencia y
acción escondida.
Sin embargo, en su lectura
espiritual de la Escritura, los Padres descubren en la historia de José la
presencia de Dios desde el principio. Jacob ama a José más que a todos sus
hermanos (37,3). José es el hijo predilecto del padre. Ya el eco de la
palabra “hijo predilecto” les trae a la memoria otra palabra, que Dios Padre
proclama en el Jordán y en el Tabor: “Este es mi Hijo amado, el predilecto”
(Mt 3,17; 17,5). Jacob es figura de Dios Padre y José es figura de
Jesucristo. San Bernardo, en una frase feliz, dice: “Desnudad a José y
encontraréis a Jesús”.
Dios Padre se
complace en su Hijo, como Jacob se complace en el hijo que Raquel, su esposa
amada, le ha dado en su vejez. Y como el padre manda al hijo a buscar a
sus hermanos (37,12ss), así Dios Padre ha mandado a su Hijo Unigénito a
buscar a sus hermanos, que erraban lejos como ovejas perdidas en los campos.
Cristo, “en busca de sus hermanos”, deja la casa del Padre y camina por el
campo de este mundo. Al final, nos recupera como hermanos y “no se
avergüenza de presentarnos al Padre como hermanos” (Hb 2,11). El Unigénito
vuelve al Padre como Primogénito de muchos hermanos.
Esto es al final. En
medio están todas las intrigas y maquinaciones de los hermanos contra José y
contra Cristo. Y en esa historia de odios y maquinaciones parece que Dios no
estuviera presente. Él, el Dios del amor, no se asocia a la maldad de los
hombres. Pero, en realidad, no está ausente de ella, la sufre, cargándola
sobre sus hombros. Los gritos, lágrimas y angustias de José, de Cristo, no
le resbalan al Padre. En la muerte del hijo, muere el padre (37,35).