Comentario Bíblico: 4. EN BUSCA DE SUS HERMANOS
Emiliano Jiménez Hernández
4. EN BUSCA DE SUS HERMANOS
Durante el verano los hermanos de José se alejan a pastorear los rebaños del
padre hasta las montañas de Efraín. Al final del verano Jacob llama a su
hijo José y le dice:
-Tus hermanos están pastoreando los rebaños en Siquem. Ve de mi parte a
donde ellos.
José, dócil a la llamada del padre, responde:
-Heme aquí.
Le dice el padre:
-Ve a ver cómo están tus hermanos y el ganado y tráeme noticias.
José deja a su padre en Hebrón y parte hacia Siquén a buscar a sus hermanos.
Fiel a las indicaciones de su padre recorre el corazón de la tierra cananea:
Salem, Betel, Siquén. Pero se extravía. Desorientado, caminando a campo
abierto, da vueltas desde las faldas del monte Ebal hasta la ladera del
Garizín, sin encontrar a sus hermanos. Es mediodía y el sol hiere
implacable. Los pastores han recogido sus rebaños en lo alto de las colinas
donde corre, de vez en cuando, una ligera brisa, que alivia el sofoco...
José se acerca a uno de los rebaños amodorrados y le sale al encuentro el
pastor, que le pregunta:
-¿Qué buscas, muchacho?
José, con su voz reseca de calor, contesta:
-Busco a mis hermanos; por favor, dime dónde están pastoreando.
El desconocido le encamina:
-Se han marchado de aquí; y les he oído decir que iban hacia Dotán.
Y José fue tras sus hermanos y los encontró en Dotán. José busca a sus
hermanos en Siquem, como le ha indicado su padre. Pero sus hermanos no están
donde les ha enviado el padre. Los hermanos se alejan cada vez más del padre
y de José. Los sabios del Midrash dicen que los hermanos "no han ido a
apacentar los rebaños de ovejas de su padre", sino que han ido a apacentar
sus pasiones y rencores; se han ido a apacentarse a sí mismos (Ez 34,2),
buscando sus propios intereses y no los del padre. Se han alejado hasta
Siquem para no convivir con José, a quien odian. Y desde Siquem se han
desplazado más al norte hasta Dotán, a una jornada de camino. Se han ido
hasta Dotán en busca de mejores pastos, en la rica llanura de Esdrelón.
Pero, según Rashí, el desconocido le dice: "se han ido de aquí, alejando de
sí mismos todo sentimiento de hermandad". Sin embargo el padre quiere
acortar las distancias, desea restablecer la paz entre sus hijos y, por
ello, ha enviado a José a visitar a sus hermanos. Lo mismo desea José quien,
según Rashí, conoce la situación y va hacia ellos, aunque sabe que le odian.
El "heme aquí" de José es la última palabra que resuena en los oídos y
memoria del padre por muchos años. Cada vez que Jacob recuerda a su hijo
predilecto, le recuerda como se le muestra en este momento: dócil, entregado
a su voluntad como una víctima pronta al sacrificio. Con dolor se queda
rumiando en su interior:
-Conocías el odio de tus hermanos y, sin embargo, me dijiste: "heme aquí".
Siquem fue siempre una ciudad de mal augurio para Jacob y su descendencia.
Allí Dina es deshonrada, José se pierde y, más tarde, durante el reinado de
Roboán en Jerusalén, diez de las doce tribus se rebelan contra la casa de
David, nombrando rey en Siquem al malvado Jeroboán.
Al verle "de lejos", Simeón, golpeándose las palmas de las manos, exclama:
-Ahí viene el soñador. Ahora nos contará otra de sus fantasías. Vamos a
matarlo y a echarlo en una cisterna. Veremos en qué paran sus sueños de
gloria.
Con su ironía Bereshit Rabbah hace intervenir a Dios en la conversación de
los hermanos y les dice: "Vosotros decís veremos, pues yo también digo
veremos qué palabra se mantiene si la mía o la vuestra (Jr 44,28)".
José, sin sospechar lo que están tramando, se acerca sus hermanos y les
pregunta cómo están. Ninguno le responde. Incluso en su presencia siguen
confabulando, discutiendo entre ellos. Rubén, como hermano mayor, se siente
responsable ante el padre e intenta salvarle:
-No le quitemos la vida.
Pero el odio hace reaccionar a los hermanos contra él. Se mezcla en ellos el
desprecio y el miedo, la burla y el temor a los sueños contados. Rubén aún
busca un recurso para librar a José, sin enfrentarse con todos los demás; lo
urgente es impedir el asesinato:
-No derraméis sangre; la sangre no se puede cubrir; su grito no puede ser
callado; echadle en esa cisterna, ahí en la estepa; pero no pongáis las
manos sobre él.
Para evitar que la sangre de la víctima grite hacia el cielo (4,10) se la
cubría con tierra (Ez 24,7, Jb 16,18). Pero la sangre derramada grita y Dios
escucha su voz, por lo que la carta a los hebreos dice que la sangre de
Cristo habla mejor que la de Abel (Hb 12,24). José, horrorizado, con los
ojos que se le salen de las órbitas, suplica con angustia:
-Tened piedad de mí, ¿no somos hermanos, carne de la misma carne? Tened
piedad del corazón de nuestro padre; por amor de nuestro padre, no me
matéis.
Los hermanos, movidos por una fuerza incomprensible, le sujetan, le quitan
la túnica y le echan en la cisterna vacía. Al final del verano las cisternas
suelen estar sin agua; en la que arrojan a José sólo hay fango en el que se
hunde, como un día también Jeremías se hundirá en una cisterna vacía (Jr
38,6). Es una condena a muerte lenta. Rashí dice que el pozo no tenía agua,
pero sí serpientes y escorpiones. Y en Bereshit Rabbah leemos que el pozo
estaba vacío, es decir, el pozo de Jacob (sus hijos) se había vaciado de
agua, pues en ellos no había ni una palabra de la Torá, que la Escritura
compara con el agua, cuando dice: "Sedientos todos, venid por agua" (Is
55,1).
Mientras José grita, suplicando piedad desde el fondo del pozo, los hermanos
cínicamente se sientan a comer sobre unas piedras. Rubén no soporta la
escena y se aleja hacia el rebaño y piensa cómo sacarle a escondidas del
pozo y devolverle al padre. Judá, ceñudo, está luchando en su interior; no
quiere que muera el hermano, pero piensa que si le devuelven al padre, le
contará todo y el padre les maldecirá, ¿qué salida encontrar?
El salmo 22, que Cristo recita desde la cruz, nos describe a la presa caída
en la trampa, con los perros que la circundan y ladran, a punto de
devorarla. La presa está allí, con la patas cogidas por las cuerdas,
completamente vulnerable, impotente, expuesta a la violencia. Es la imagen
de José en el fondo de la cisterna, impotente, aterrorizado, contemplando la
escena cruel de sus hermanos sentados encima y que comen mientras él grita
desde el abismo, desnudo, despojado de la túnica, lejos del padre,
abandonado de los hermanos. José es el justo que grita, a punto de morir:
"Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?". Es la imagen de Cristo,
desnudo sobre la cruz, despojado de la túnica, abandonado del Padre, con la
masa de gentes que pasa delante y lo insulta. Cristo, impotente, Dios
vulnerable, expuesto al mal del mundo, ora y se entrega en la manos del
Padre, confiando verse rodeado de sus hermanos en la asamblea que da gloria
al Padre, que salva al justo de la muerte.
El pozo, la cisterna, es una constante del paisaje bíblico, tanto del
Antiguo como del Nuevo Testamento. Sentado junto al pozo de Sicar, "cerca
del terreno que Jacob dio a José, su hijo" (Jn 4,5), Jesús encuentra a la
Samaritana, que va a buscar agua. Jesús le habla del agua viva, que se opone
al agua de muerte. En la cisterna donde es arrojado José no hay agua. Hay
oscuridad, hay fango, en el que se hunde, condenado a una muerte lenta,
tragado por la noche del fondo. La cisterna es una verdadera tumba... Pero
precisamente desde el fondo del abismo comienza el camino de la salvación.
Desde la noche de la cisterna comienza José el camino que salvará a sus
hermanos. También Cristo vence la muerte dejándose tragar por ella (Jn
19,28ss).
Levantando la vista, Judá ve una caravana de comerciantes con sus camellos
cargados de aromas y resinas olorosas. El texto bíblico unas veces dice que
estos mercaderes son madianitas y otras veces les llama ismaelitas;
madianitas e ismaelitas son descendientes de Abraham, unos por Quetura
(25,1-2) y otros por Agar (Gn 16). Quizás nos hallemos ante una
identificación de los dos pueblos, según cuanto se dice en el libro de los
Jueces (Ju 8,22-24) Es una de las caravanas de traficantes que cruzan
Palestina para intercambiar mercancías entre el Egipto meridional y los
países de Oriente. Su itinerario parte de Damasco hacia Galaad, cruza el
Jordán y alcanza al sur del Carmelo la ruta costera que conduce a Egipto.
Dotán está en la ruta. Las mercancías que transportan son: el tragacanto
-secreción gomosa de la corteza del lentisco-, la almáciga y el láudano,
sustancias resinosas, que sirven como bálsamo, apreciado en Egipto para
embalsamar los cadáveres. Al verles, a Judá se le ilumina el rostro y
propone a sus hermanos:
-¿Qué sacamos con matar a nuestro hermano y con tapar su sangre? Vamos a
venderle a los comerciantes de esa caravana y no pondremos nuestras manos en
él, que al fin es nuestro hermano y carne nuestra.
Ninguno se opone. Todos saben que es inútil tapar con tierra la sangre
derramada, porque desde el suelo clama pidiendo venganza (4,10; Jb 16,18; Is
26,21; Ez 24,7-18). Le sacan de la cisterna y le venden a los madianitas. El
trato es breve. Le venden por veinte siclos de plata, un precio inferior al
de un esclavo, que eran treinta siclos de plata (Ex 21,32). Con los veinte
siclos de plata, según se lee en Los capítulos de Rabbi Eliezer, se
compraron un par de sandalias, conforme a lo que está escrito: "Venden al
justo por dinero y al pobre por un par de sandalias" (Am 2,6). Se acabaron
los sueños y las pesadillas. El soñador de futuros reinados se encamina como
esclavo a un país extranjero. Dios, según Bereshit Rabbah, por amor a José,
hizo que los madianitas esta vez llevaran especias aromáticas y no pieles
malolientes, como solían llevar. Así suavizó de alguna manera el triste
viaje de José.
Entre tanto Rubén vuelve al pozo y, al ver que José no está allí, se rasga
las vestiduras; busca a los hermanos y les grita:
-El muchacho no está, ¿a dónde voy yo ahora?, ¿qué diré al pobre viejo?
Entre todos traman el engaño. Cogen la túnica de José, degüellan un cabrito
y, empapando la túnica en la sangre, se la envían al padre con un recado:
-Esto hemos encontrado, mira a ver si es la túnica de tu hijo o no.
A Jacob se le hiela la sangre en las venas, al reconocerla:
-Es la túnica de mi hijo, una fiera lo ha devorado, ha descuartizado a José.
Rashí, -lo mismo que otros rabinos- afirma que el Espíritu Santo iluminó a
Jacob y por ello profetizó que una fiera feroz habría de asaltar a José.
Esta fiera era la mujer de Putifar. Pero ya en el presente José es víctima
de una fiera feroz: la bestial maldad de sus hermanos. Sí, el odio fraterno
ha despedazado a José. Los hermanos son fieras feroces.
¡Judá, exclaman los sabios del Midrash, ¿no te zumban los oídos al mandar a
tu padre la túnica y decirle: hemos encontrado esto, mira a ver si es la
túnica de tu hijo o no? ¿No resuenan en tus oídos las palabras de Tamar, al
enviarte el anillo del sello y el bastón, con el recado: Estoy encinta del
dueño de estas prendas, mira a ver si las reconoces? (38,25).
Cínico y cruel es el engaño. Así como Jacob engañó a su padre y robó la
bendición a su hermano, a quien el padre prefería, así ahora él es engañado
por los hijos, que le privan de su hijo predilecto. El cabrito y la sangre
apuntan derechos a Esaú y a la piel de cabrito con que él se cubrió para
engañar al padre. Es como si la sombra de Esaú se cerniese sobre el engaño.
El cabrito sustituyó un día, con su carne adobada, la pieza de caza y, con
su piel sin curtir, el vello de Esaú. Ahora el cabrito muere en lugar de
José y sustituye con su sangre la de José, para perpetrar el engaño.
Como un viejo, arrugado igual que un higo, Jacob se levanta sobre la punta
de los pies y grita. Rasga sus vestiduras y se ciñe un sayal de luto por su
hijo. Se postra en tierra y permanece mudo como una piedra. Finalmente, se
levanta y el llanto y los lamentos le suben del corazón a los labios. Con la
túnica ensangrentada y destrozada de su hijo entre las manos, llora y llora.
Y entre sollozos piensa en el día en que se puso las ropas de su hermano
Esaú. ¿Era sólo un disfraz para simularse velludo como su hermano o era la
manifestación externa de esa presencia oculta, íntima, de Esaú dentro de él?
¿No ha sido él quien ha provocado la muerte de su hijo, mandándole solo por
los campos? Entre sollozos repite: ¡Ah, hijo de mis entrañas!, ¿dónde han
quedado mis preferencias y los sueños que con ellas alimentaba en ti? ¿Dónde
te han llevado, hijo mío?
El gesto de Jacob, rasgándose los vestidos y ciñéndose un sayal a la
cintura, lo imitarán los reyes y príncipes de Israel cuando caiga una gran
desgracia sobre la nación: Ajab (1R 21,27), Joram (2R 6,30), Ezequías (2 R
19,1), Mardoqueo (Est 4,1), Matatías y sus hijos (1M 2,14). En la pasión de
Jesucristo lo hace el sumo sacerdote (Mt 26,65) en virtud de su ministerio
sacerdotal. También el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo (Mt
27,51).
Después llegan los hijos, que torpe, inútilmente intentan consolarle. Con
los hijos llegan las hijas, Dina y las nueras, pero Jacob rehuye todo
consuelo, diciéndoles:
-De luto por mi hijo bajaré a la tumba.
Inquieto se agita por la casa, golpeando una mano contra otra,
automáticamente, repitiendo desesperado:
-José, hijo mío, José...
¿Qué queda de la familia edificada con tantos años de servicio en Harán? Un
padre engañado por una mentira, que lo devora y consume, sin más perspectiva
que la muerte.Y junto a él, pero distantes de él y entre sí, están los
hermanos. Los hermanos sólo están unidos por el secreto, que les separa del
padre y también entre ellos, pues la desconfianza se ha instalado en sus
corazones. Sus falsos intentos de consolar al padre suenan más a burla que a
piedad. Si la vida de José se ha salvado en el último momento, su presencia
y su nombre se ha borrado de la familia: "no existe" (42,13). En realidad
los hijos, hermanos de José, no pueden dar esperanzas al padre, pues lo
único que desean es que no vuelva a aparecer. Están unidos por un secreto
que los separa del padre y, en realidad, también les divide a ellos, unos de
otros. Mientras José va camino de Egipto, los demás hermanos continúan su
vida cada uno por su lado.
La historia de José anticipa la historia del pueblo. La historia del pueblo
de Dios se desarrolla en dos planos, en la tierra y en el cielo, como los
sueños de José. Como José es víctima de sus hermanos, por el solo hecho de
soñar, inspirado por Dios, así los paganos convierten al pueblo de Dios en
víctima por el simple hecho de traer al mundo el mensaje del amor de Dios,
por el hecho de ser el puente entre el cielo y la tierra. José protagoniza
el sueño de Jacob, su padre, cuando vio la escala que unía el cielo con la
tierra. Y en José vislumbramos nuestra propia historia, si cae sobre
nosotros la elección de Dios.
Y, en primer lugar, José es figura de Cristo, enviado por el Padre a buscar
a sus hermanos. Como comenta san Ambrosio, el que enviaba al hijo en busca
de sus hermanos, para ver si estaban bien las ovejas, veía los misterios de
la futura encarnación. ¿Qué ovejas buscaba Dios ya entonces, cuando se
preocupaba de ellas el patriarca, sino aquellas de las que habla el Señor en
el evangelio cuando dice: "No he sido enviado más que a las ovejas perdidas
de la casa de Israel" (Mt 15,24)? Jesús recorre los campos de este mundo
como enviado del Padre. No actúa nunca por su cuenta, sino que todo lo hace
en nombre del Padre (Cf. Jn 5,43; 8,42; 12,44...).
El Padre envía al Hijo en busca de sus hermanos. De este Padre, sigue san
Ambrosio, tenemos que reconocer que "no perdonó ni a su propio Hijo, sino
que le entregó por todos nosotros" (Rm 8,32). Y así nos ha retratado el Hijo
al Padre en el evangelio: "Era un propietario que plantó una viña, la rodeó
de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos
labradores y se ausentó. Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió sus
siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores
agarraron a los siervos, y a uno le golpearon, a otro le mataron, a otro le
apedrearon. De nuevo envió otros siervos en mayor número que los primeros;
pero los trataron de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo,
diciendo: A mi hijo le respetarán. Pero los labradores, al ver al hijo, se
dijeron entre sí: Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su
herencia. Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron" (Mt
21,33-39).
Como José, también Cristo, al ser enviado a la pasión, responde con
docilidad: "Heme aquí". En Cristo se cumple la profecía de Isaías: "El Señor
Yahveh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí
mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi
barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos. Pues que Yahveh habría
de ayudarme para que no fuese insultado, por eso puse mi cara como el
pedernal, a sabiendas de que no quedaría avergonzado" (Is 50,5-7). Así lo
confiesa la carta a los hebreos: "Al entrar en este mundo, dice: Sacrificio
y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y
sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo
pues de mí está escrito en el rollo del libro a hacer, oh Dios, tu
voluntad!" (Hb 10,5-7).
Para los Padres, José es tipo de Cristo en toda su vida. Así ven a José que
busca a sus hermanos, mientras que ellos buscan cómo matarlo. Siguiendo las
indicaciones del desconocido, José encuentra a sus hermanos en Dotán y se
acerca a ellos. Los hermanos, en cambio, "le ven de lejos". La envidia y el
odio les impiden ver al hermano de cerca, como hermano. Y, viéndole de
lejos, sin esperar a que se acerque, conspiran contra él, deciden darle
muerte. Los judíos, al ver a Jesús, deciden igualmente crucificarlo. Los
hermanos despojan a José de su túnica de mangas largas; igualmente los
soldados despojan a Cristo de su túnica sin costura, hecha de una sola pieza
de arriba abajo. José, una vez despojado de la túnica, es arrojado a una
cisterna; Cristo, despojado de su cuerpo, desciende a los infiernos. José,
luego, es sacado de la fosa y vendido a los Ismaelitas, es decir, a los
paganos; a Cristo, después de subir de los infiernos, gracias a la fe, le
acogen los paganos. José, según la sugerencia de su hermano Judá, es vendido
por veinte siclos de plata; Cristo, por medio de Judas Iscariote, también es
vendido por treinta siclos de plata (Mt 25,15). José desciende a Egipto (Hch
7,9) y Cristo desciende a este mundo; José salva a Egipto de la falta de
trigo y Cristo libra al mundo del hambre de la Palabra de Dios: "Por toda la
tierra ha resonado su voz y su palabra hasta los confines del mundo" (Sal
18,5).
Cristo, despojado de su gloria y revestido de la condición de siervo (Flp
2,6-11), es el verdadero "Justo renegado y conducido a la muerte"
(Hch3,14-15). El odio de los fariseos es similar al odio de los hermanos de
José. Con insistencia deciden darle muerte (Mc 3,6). Como José es entregado
a los mercaderes y luego a los egipcios, así Cristo es entregado a los
paganos, a los romanos, para que le crucifiquen (Jn 18,28ss). Así lo
comenta, por ejemplo, san Pedro Crisólogo: "José es calumniado por sus
hermanos, Cristo es acusado por los falsos testigos. José con sus sueños
proféticos cae bajo los celos, Cristo con sus visiones proféticas provoca la
envidia. José, sumergido en la cisterna de la muerte, sale de ella vivo,
Cristo, colocado en el sepulcro, resucita y se muestra vivo a los
apóstoles".
El veneno de la envidia, "por la que entró la muerte en el mundo" (Sb 2,24),
hace que los hermanos aborrezcan a José hasta el punto de "no poder hablarle
amablemente" (37,4). El homicidio brota del odio. Hay toda una cadena de
sentimientos que lleva al último eslabón: indiferencia, desprecio,
antipatía, rencor, odio, muerte del hermano. San Juan Crisóstomo dice que
Caín, después del fratricidio, es maldecido como la serpiente del paraíso,
porque obró como ella: "Hizo casi lo mismo que la serpiente y sirvió de
instrumento al diablo. Como ella introdujo con mentira la maldad, así éste
con engaño sacó a su hermano al campo y le mató. El diablo, a quien mueve la
envidia del hombre, usó el engaño para introducir la muerte. Así Caín,
envidiando la preferencia de Dios por su hermano, llegó al homicidio". La
envidia por la preferencia de Jacob hacia José lleva a los otros hermanos al
borde del homicidio.
También Cirilo de Alejandría sigue paso a paso la historia de José, viendo
en cada acontecimiento un anticipo de la vida de Cristo. Ve a Cristo en José
negado por sus hermanos, arrojado en la fosa, de la que sale con vida.
Luego, como José desciende como esclavo a Egipto, así Cristo se abaja hasta
anonadarse (Flp 2,7) y se hace como nosotros, tomando la condición de
esclavo, se somete a la muerte, y muerte de cruz, descendiendo hasta el
infierno, de la que era imagen la fosa. Pero reconquista la vida y es
consignado a quienes son comerciantes de aromas espirituales, es decir, a
los apóstoles. Éstos, espirando el buen olor de su ungüento, llegan a la
región de los gentiles, mediante el anuncio del evangelio, llevando a
quienes no le conocían a Aquel que se revistió de la forma de esclavo. Se le
anuncia, en efecto, como Aquel que por nosotros se ha encarnado y ha tomado
la forma de esclavo.
Merece la pena recoger también el comentario a la frase de Judá: "¿No es
carne nuestra?". Dos personas, hombre y mujer, se hacen "una sola carne" por
la unión conyugal, "amada en el amado transformada". Los hermanos, siendo
una misma carne y sangre, se separan, creando la diversidad. Vinculados por
la carne y la sangre viven el amor y la unidad en la diversidad. Cristo toma
nuestra carne y nuestra sangre para hacerse hermano nuestro, "asemejándose
en todo a sus hermanos" (Hb 2,14s). Y para hacernos a nosotros hermanos
suyos, hijos del mismo Padre, nos da su carne y su sangre: "Tomad y
comed....", "Tomad y bebed....". Haciéndonos hermanos suyos, comparte con
nosotros la herencia del padre: somos "coherederos de Cristo".
La historia, con todos los acontecimientos, enseñará a los hermanos de José
que la fraternidad supone comunión y diferenciación. La diferencia de los
hermanos es una riqueza en sí misma, pero si uno no la acepta corre el
riesgo de sentirse discriminado. Entonces se incuba en su interior un
disgusto, que se vuelve rencor y puede transformarse en odio fratricida.
En Bereshit Rabbah se comparan la actitud de Jacob ante la "muerte" de José
y la de Judá ante la muerte de su esposa. De Judá se dice que "se consoló"
(38,12) de la muerte de su esposa, mostrando así que merecía la preeminencia
sobre sus hermanos (1Cro 5,2), pues no se debe llorar a los muertos más de
lo necesario. En cambio se dice que "Jacob no se quiso consolar" (37,35) de
la muerte de uno de sus hijos, siendo el padre de todos ellos. Rabí José
defiende a Jacob diciendo que "uno se consuela por un muerto, pero no por
uno que está vivo". Uno puede darse paz cuando está seguro de la muerte de
un ser querido, pero no mientras haya la mínima duda de que puede estar
vivo.
Después de describir el duelo de Jacob por su hijo, el texto añade "y su
padre le lloraba". Si se entiende del padre de José es una frase superflua,
pues ya está dicho antes. Por ello, la lectura atenta del Midrash dice que
se trata del padre de Jacob, Isaac, que aún está vivo. Isaac acompaña a
Jacob en su luto, aunque él sabe que José no ha muerto. Por ello, mientras
está al lado de su hijo Jacob, llora. Pero, cuando sale de su presencia, se
lava y unge, cosa que está prohibida durante el tiempo de duelo, come y
bebe. ¿Y por qué no se lo revela a Jacob?
-Si el Señor no se lo revela, ¿quién soy yo para hacerlo?