Comentario Bíblico: 5. JOSÉ EN CASA DE PUTIFAR
Emiliano Jiménez Hernández
5. JOSÉ EN CASA DE PUTIFAR
“José fue llevado a Egipto” (39,1). Es lo que dice el texto bíblico.
Pero, en realidad, es él quien llevará a Egipto a su padre y a sus
hermanos. Dice Rabbi Tanchum: Se puede comprender con un ejemplo. Había
una vez una vaca a la que se deseaba poner el yugo sobre su cuello para
ir a arar un campo, pero se negaba a aceptarlo. ¿Qué hicieron? Le
quitaron el ternero, hijo suyo, y lo llevaron al campo donde ella tenía
que arar. El ternero comenzó a lamentarse y entonces la vaca, al oírle,
fue sin rechistar al campo donde no hubiera ido de otro modo. Así hizo
el Santo, Bendito sea, cuando quiso cumplir la profecía hecha a Abraham
-“tu descendencia será extranjera” (15,13)-. Para realizarla tomó como
ocasión la venta de José. Detrás de él fueron a Egipto todos sus
hermanos.
“Por su parte, los madianitas, llegados a Egipto, venden a José a
Putifar, comandante del Faraón y capitán de los guardias” (37,36).
Así José
entra como esclavo en una buena casa egipcia.
Aunque, comenta Rabí Leví, es un siervo quien compra: Putifar, siervo
del Faraón; los hijos de la sierva son quienes venden: los ismaelitas,
descendientes de Agar; y así el hombre libre, José, es considerado
siervo de ambos.
La vida de esclavitud parece cerrar a José todo camino de esperanza.
Pero “Yahveh asiste a José mientras está en la casa del egipcio” (39,3).
La presencia de Yahveh en la vida de José es continua y su acción se
deja sentir rompiendo muros y barreras, abriendo horizontes nuevos e
insospechados. Es Yahveh quien escalona la ascensión de José desde las
cisternas, pozos, prisiones, donde los hombres le hunden.
Dios baja al exilio con José. De este modo José se convierte en cauce de
bendición para la casa de Putifar, que le ha comprado, lo mismo que
ocurrió con Jacob para Labán (30,30) y antes con Isaac para Guerar
(26,12). En todos los lugares donde van los justos, la Presencia divina
va con ellos y su bendición se difunde en torno a ellos: “Yahveh bendijo
la casa del egipcio en atención a José, extendiéndose la bendición de
Yahveh a todo cuanto tenía en casa y en el campo” (39,6).
Y
José no oculta su fe en Dios. Hasta un pagano, como Putifar, “ve que
Yahveh está con él y le hace prosperar en todas sus empresas” (39,3).
Siervo de la casa, muy pronto José alcanza una posición de privilegio:
el señor le constituye intendente de toda su casa, dejando todo en sus
manos. Impresionado por “la bendición de Yahveh”, que ha llegado a su
casa con José, Putifar entrega a José las llaves de su casa y no le pide
cuenta de nada de lo que hace, según dice el mismo José: “Mi señor no me
controla nada de lo que hay en su casa y todo cuanto tiene me lo ha
confiado” (39,8).
Pero José, según el Midrash, al verse tratado con tanta
confianza, comienza a comer, a beber y a rizarse el cabello, mientras
dice:
-¡Bendito sea Dios que me ha hecho olvidar la familia de mi padre!.
Entonces el Señor dice:
-¡Cómo! Tu padre hace luto por ti, ¿y tú no haces más que comer, beber y
arreglarte el cabello? ¡Mandaré contra ti un oso!
Y, en efecto, inmediatamente después “la mujer de su señor puso sus ojos
en José” (39,7). Y el Midrash añade una semejanza, con las que
tanto disfruta: “Se puede poner esta comparación: Un hombre fuerte y
robusto se hallaba en la plaza pública, se embellecía los ojos, se
arreglaba el cabello y se alzaba sobre los talones, mientras decía: Yo
soy fuerte y bello. Entonces le dijeron: He aquí un oso; si eres
valiente, mátalo”.
José ha heredado
la belleza de su madre. Y esta belleza, exótica en Egipto, excita el
deseo de su ama Zuleika, que intenta seducirlo con halagos o amenazas.
Y si la mujer de Putifar no es insensible a la belleza de José, tampoco
lo son las otras mujeres. Quien lo ve no puede no amarlo
apasionadamente, secretamente, según cuenta el Midrash, que
dedica a este aspecto de la vida de José innumerables anécdotas. Ya el
texto bíblico es suficientemente explícito. José, adquirido por Putifar,
siente sobre sí la mirada de la esposa de su señor. Ésta se enamora
locamente del joven siervo, que la rechaza. Pero el deseo de una mujer
insatisfecha de su marido es incontrolable. Ella insiste, persiste en su
intento de seducción. Montet, eminente conocedor de las costumbres de
Egipto describe a la mujer egipcia de la alta sociedad como “frívola,
coqueta y caprichosa, incapaz de guardar un secreto, mentirosa y
vengativa, e infiel naturalmente”.
Es una buena descripción de Zuleika. Pero todos sus intentos son en
vano. José no cede a su pasión. Así hasta que un día en que la casa está
vacía, ella lo agarra y trata de forzarlo. Desesperado, José huye,
dejando en manos de ella, su manto. Inconsolable, la seductora Zuleika,
rechazada y frustrada, abraza fuertemente la túnica de José contra su
corazón y la acaricia, dice el Midrash, que sabe hasta el nombre
de ella.
De todos modos es siempre peligroso rechazar a una bella señora, sobre
todo si está enamorada y es rica e influyente. José va a parar al fondo
de la cárcel. Es una historia banal aparentemente, no muy digna de la
Biblia. El pudor es una virtud de los hebreos. Y, sin embargo, el
Midrash se entretiene en ampliar esta página, narrando episodios de
corazones femeninos destrozados por José en el reino del Faraón. Basta
una de estas historias, como ejemplo. Un día, algunas mujeres de la alta
sociedad egipcia se reúnen en casa de Putifar. La señora de la casa les
ofrece cedros que las señoras pelan con los cuchillos. De repente entra
José y todas las mujeres presentes, emocionadas y deslumbradas, se
cortan las manos, que comienzan a sangrar.
-Esto es lo que yo debo soportar cada día, cada hora, les dice la mujer
de Putifar, con el respiro ahogado.
¿Es consciente José de su atractivo sobre las mujeres? Es
probable. Le gusta agradar, quizás hasta provocar, como hacía con sus
hermanos con su túnica de colores y, sobre todo, contándoles sus sueños.
José se suele meter él mismo en los líos, confiando en que Dios le
sacará de ellos. Eso es lo que confesará al final de la historia. Ahora
Dios no aparece, está escondido detrás de los hechos. José desde luego
se detiene en sus intrigas en un cierto punto. No así la mujer de
Putifar, que desea seducirlo hasta llevarlo a la cama. El Midrash
dice que, para ello, cambiaba de vestidos tres veces al día: en la
mañana, a mediodía y en la tarde. Y sin embargo, José casi adolescente
resiste a todos sus atractivos de mujer madura. Pero otros sabios de
Israel dicen lo contrario. Acusan a José de meterse por su cuenta en la
boca del lobo. ¿Por qué entra en la casa de la mujer de Putifar,
sabiendo que no hay nadie más en casa? Y, suponiendo que sea inocente,
¿por qué no ha escapado antes? ¿por qué ha esperado al último momento,
cuando ya ella le tenía entre sus brazos, teniendo que dejar en sus
manos el vestido?
Nos cuentan los egiptólogos que el desbordamiento anual del Nilo era
recibido al son de las arpas y los tambores. Todos los egipcios salían
al campo a celebrar la fiesta. En casa de Putifar, su esposa Zuleika,
con el pretexto de que no se siente bien, se queda en casa con unos
cuantos siervos y con José, naturalmente. Es la ocasión esperada para
seducirlo. Es entonces cuando entra José “a hacer su trabajo” (39,11) o,
según Rabbí Shemuel en un comentario recogido por Rashí, José entró en
la casa dispuesto a ceder a las incitaciones de Zuleika. Pero, al entrar
en la habitación donde ella le esperaba, se le apareció en la ventana la
imagen de su padre, que le gritaba: “¡José! Tus hermanos tendrán sus
nombres escritos en las piedras del efod (Ex 28,6-14), y tu nombre
estará entre el de ellos, ¿o quieres que tu nombre sea cancelado de en
medio de tus hermanos y que a ti se te considere como compañero de
prostitutas?”. Esta imagen del padre le dio fuerzas para vencer la
tentación.
De todos modos el testimonio de su inocencia está en la Escritura. Es la
respuesta que le queda a Rabbi Yossi ante las dudas con que se
entretiene el Midrash: La Biblia no nos engaña; nos narra los
pecados de tantos otros grandes hombres, como los de su hermano Judá,
¿por qué nos mentiría sobre José? Si hubiera cedido al deseo, la Torá
nos lo habría dicho. Una prueba de la inocencia de José es que termina
en la prisión. Si hubiese cedido a los deseos de la seductora, ésta no
lo habría denunciado. Vengarse del siervo que la ha rechazado,
acusándolo de su propia maldad, es algo que entra en la lógica femenina.
El Targum Neophiti, en su amplificación del texto, traduce: “Cuando ella
hablaba con José día tras día, él no la escuchaba en lo de cohabitar con
ella en este mundo, para no estar con ella en el infierno en el mundo
futuro”. Lo repite Jacob en su bendición, referido a las demás mujeres
egipcias que ponían los ojos en él: “Las hijas de los reyes y de los
príncipes te observaban desde las ventanas, cuando recorrías el país, y
te escuchaban desde las celosías, y arrojaban delante de ti cadenas,
anillos, collares, broches y toda clase de objetos de oro, esperando que
levantases tus ojos y mirases a una de ellas. ¡Lejos de ti, José, hijo
mío! No levantaste los ojos ni miraste a ninguna de ellas. Las hijas de
los reyes y de los príncipes se decían unas a otras: Éste es José, el
varón piadoso que no va tras la apariencia de los ojos ni tras los
pensamientos de su corazón, que son los que hacen perecer a los hijos de
los hombres” (Neophiti).
Para el Midrash José es el Justo porque sabe dominar el instinto
sexual. A pesar del ambiente de sexualidad que reina en Egipto, él sabe
resistir a la adúltera mujer de Putifar y a todas las otras, que le
provocan cada día, tratando de seducirlo. Dios, que ha descendido con él
en Egipto, le protege del mal. Es la bendición del justo, según el canto
del salmista: “De Yahveh penden los pasos del hombre, firmes son y su
camino le complace; aunque caiga, no se rompe, porque Yahveh le pone
debajo la mano” (Sal 37,24). No es que Dios libre a José de la
tentación, pero sí de caer en ella, pues Dios prueba al justo como “el
alfarero prueba en el horno las vasijas de barro” (Si 27,6). Así es
“como Dios estaba con él” (Hch 7,9).
Y
los Padres lo amplían en sus catequesis a los cristianos. Un adobe sin
cocer, puesto como fundamento de un edificio que se alza junto a un río,
no resiste ni un día. Pero, cocido, resiste como la piedra. Como adobe
no cocido es el hombre “que se deja dominar por la carne” y que siempre
“tiende hacia las cosas carnales” (Rm 8,5). Si no pasan por el fuego de
la prueba, como José, al ser elevados a una posición de autoridad,
sucumben, pues estas personas que viven en medio de los hombres están
rodeadas de tentaciones a todas horas. Es, pues, conveniente que quien
conoce la medida de sus fuerzas huya del poder. Sólo quienes se alzan
sobre el fundamento de la fe - “los que se dejan guiar por el Espíritu y
tienden hacia las cosas espirituales” (Rm 8,5)- sólo estos permanecen
“firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor,
conscientes de que su trabajo no es vano en el Señor” (1Co 15,58). Así,
José, que no era un hombre terreno, al ser tentado en una tierra donde
no había ni rastro de culto a Dios, salió victorioso, pues el Dios de
sus padres estaba con él y lo libró de todas sus angustias (Sal 34,7),
por lo que ahora está en el reino de los cielos con sus padres.
José rechaza a Zuleika cada vez que ella se le ofrece. Este rechazo de
José hiere de tal modo a Zuleika que se enferma de amor. Con palabras,
con dones, con promesas y extorsiones busca todas las formas de vencer
la resistencia de José. Y, como esta vía no lleva a ninguna parte,
intenta romper su resistencia con amenazas:
-Serás oprimido cruelmente.
-Dios ayuda a los oprimidos, responde José.
-Sufrirás hambre.
-Dios nutre a quien tiene hambre.
-Te arrojaré a la cárcel.
-Dios libera a los prisioneros.
-Te haré besar el polvo.
-Dios levanta a quien cae.
-Te arrancaré los ojos,
-Dios da la vista al ciego.
José podrá anunciar a su padre que está vivo y que tiene el dominio
sobre todo Egipto, “pues pisotear el apetito sexual, comenta
Orígenes, escapar a la lujuria y poner límites y freno a todas las
pasiones de cuerpo es tener el dominio de todo Egipto”, símbolo
de toda esclavitud. “Si José, comenta Orígenes en la misma homilía, se
hubiese dejado vencer por la lujuria y hubiese pecado con la mujer de su
señor, no creo que los patriarcas le hubiesen dado a su padre, Jacob,
esta noticia: Tu hijo José vive. Pues, si se hubiera comportado
así, no habría estado vivo, porque el alma que peca, morirá (Ez 18,4) ”.
José, comentan los sabios de Israel, es de bella presencia y de hermoso
semblante (39,6), como su madre Raquel (29,17). Pero José no se
aprovecha del encanto que suscita sobre la patrona de casa, no muy
satisfecha de su marido, para arrancarle ningún privilegio personal o
para una simple aventura. La castidad de José es, en primer lugar, una
cuestión de justicia en relación al prójimo: “José dijo a la esposa de
su señor: Mi señor no me controla nada de lo que hay en su casa, y todo
cuanto tiene me lo ha confiado. ¿No es él mayor que yo en esta casa? Y
sin embargo, no me ha vedado absolutamente nada más que a ti misma, por
cuanto eres su mujer. ¿Cómo entonces voy a hacer este mal tan grande,
pecando contra Dios?” (39,8-9).
En segundo lugar, la justicia, que preserva a José del pecado, nace del
temor de Dios. La piedad de José le hace vivir en la verdad ante todos.
Pecar contra su señor, adulterando con su esposa, es pecar contra Dios.
En última instancia José apela a Dios. Por fidelidad a Dios vence la
tentación. Contrapone la unión con la mujer a su unión con Dios.
José es justo ante Dios. Más tarde, el Rey David, después de su
adulterio con Betsabé, confesará ante el profeta Natán: “He pecado
contra Yahveh” (2S 12,3). José, en su respuesta a la mujer de Putifar
pone ante los ojos de ella la injusticia que hace al marido y el pecado
que comete ante Dios. Su propuesta es doblemente inaceptable. El temor
de Dios es lo que le impide infligir una injusticia semejante a su
señor. Dios no le permite traicionar la confianza que le ha otorgado su
señor. En Israel el adulterio es uno de los delitos más graves, que sólo
se podía expiar con la pena de muerte. El adúltero o la adúltera
quebrantaba uno de los mandamientos más santos del Dios de Israel.
Los Padres de la
Iglesia dicen, comentando la victoria de José sobre la tentación de la
mujer de Putifar, que dominar las pasiones es gobernar todo Egipto. Por
Egipto entienden el pecado, la esclavitud y la muerte. Cirilo de
Alejandría invita a los fieles a seguir el combate con José, el joven
adolescente, con la incontinencia de la Egipcia, que intenta con toda su
fuerza y violencia forzarlo a cometer el pecado, que él no desea. Ella,
con sus manos de fiera enfurecida, le aferra los vestidos para obligarlo
a unirse con ella. A José no le queda otra salida que, abandonando sus
vestidos en manos de ella, salir huyendo. Entonces ella, echando sobre
él la acusación de violencia libidinosa, le calumnió, costándole la
cárcel. Así Cristo llega en medio de los gentiles en la persona de los
apóstoles. Pueden bien decir que llevan en su cuerpo los estigmas de
Cristo (Ga 6,17), pues no se conforman a los apetitos mundanos, huyendo
constantemente de las concupiscencias carnales. Es siempre así la vida
de los santos. Como la mujer impúdica odió a José, así los cristianos
son siempre insidiados y calumniados por quienes sienten como un peso a
quienes quieren vivir en Cristo. Al ser perseguidos y encadenados,
recordaban la palabra de Cristo:” Si el mundo os odia, sabed que a mí me
ha odiado antes que a vosotros. Su fuerais del mundo, el mundo amaría lo
suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado
del mundo, por eso os odia el mundo” (Jn 15,18-19).
Lutero subraya
la sabiduría singular de José, que prefiere salvarse mediante la huida
en lugar de luchar con la adúltera. La huida es el remedio mejor, según
la palabra de Pablo: “¡Huid de la fornicación!” (1Co 6,18). La
fornicación, y más aún el adulterio, seca las raíces de la fe, es un
pecado contra Dios mismo. De hecho, dice el mismo Lutero, quien viola la
castidad con el adulterio o con amores ilegítimos, no tardará mucho en
perder la fe. José justamente une el amor a la castidad y la fidelidad a
Dios. Es la piedad hacia Dios la que le da fuerza para vencer la
tentación. Con razón la Escritura aconseja: “Tened todos en gran honor
el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado; que a los fornicarios
y adúlteros los juzgará Dios” (Hb 13,4).
San Ambrosio se fija en que a la mujer que tienta a José se le
llama con propiedad “la mujer de su patrón”, pues ella no es la
“patrona”, ya que ni con la fuerza pudo obtener lo que antes había
buscado con súplicas. El verdadero “padrón” es José, que no se dejó
dominar de la ardiente pasión de ella, ni atar con sus seducciones, ni
atemorizar con sus amenazas de muerte. Prefirió la muerte inocente a la
unión con el poder pecaminoso. José salió victorioso de quien sólo
consigue “poner los ojos sobre él” (39,7). La mujer de Putifar pertenece
al grupo que describe san Pedro: “Tienen los ojos llenos de adulterio,
que no se sacian de pecado, seducen a las almas débiles, tienen el
corazón ejercitado en la codicia, ¡hijos de maldición!” (2P 2,14).
El tema de la
mujer seductora es frecuente en la literatura sapiencial. El sabio
amonesta al joven a huir de la “mujer extraña, de la extranjera, que
endulza sus palabras, que abandona al compañero de su juventud y olvida
la alianza de su Dios” (Pr 2,16-17). “Los labios de la extraña destilan
miel y su palabra es más untuosa que el aceite” (Pr 5,3). La seducción
que ejerce sobre un joven la mujer tentadora la describe magistralmente
el libro de los Proverbios al narrar esta escena : “Estaba yo a la
ventana de mi casa y miraba a través de las celosías, cuando vi, en el
grupo de los simples, distinguí entre los muchachos a un joven falto de
juicio: pasaba por la calle, junto a la esquina donde ella vivía, iba
camino de su casa, al atardecer, ya oscurecido, en lo negro de la noche
y de las sombras. De repente, le sale al paso una mujer, con atavío de
ramera y astucia en el corazón. Es alborotada y revoltosa, sus pies
nunca paran en su casa. Tan pronto en las calles como en las plazas,
acecha por todas las esquinas. Ella lo agarró y lo abrazó, y
desvergonzada le dijo: Tenía que ofrecer un sacrificio de comunión y hoy
he cumplido mi voto; por eso he salido a tu encuentro para buscarte en
seguida; y ya te he encontrado. He puesto en mi lecho cobertores
policromos, lencería de Egipto, con mirra mi cama he rociado, con áloes
y cinamomo. Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana, solacémonos
los dos, entre caricias. Porque no está el marido en casa, está de viaje
muy lejos; ha llevado en su mano la bolsa del dinero, volverá a casa
para la luna llena. Con sus muchas artes lo seduce, lo rinde con el
halago de sus labios. Se va tras ella en seguida, como buey al matadero,
como el ciervo atrapado en el cepo, hasta que una flecha le atraviese el
hígado; como pájaro que se precipita en la red, sin saber que le va en
ello la vida” (Pr 7,6-23).
En la historia
de José nos encontramos con un movimiento pendular que lleva a José a lo
hondo de la cisterna o a la mazmorra de la prisión o al palacio del
Faraón. Lo contemplamos sumido en la aflicción y la angustia o
cosechando éxitos de reyes. Otro elemento que persigue a José, -y que
los Padres se complacen en comentar-, es el de su vestido. Los hermanos
sufren envidia de su túnica de mangas largas y es lo primero que
desgarran cuando conspiran contra él. La mujer de Putifar también se
aferra a su vestido como prueba de su frustración personal. Más tarde el
mismo Faraón cambiará el vestido de presidiario de José por un “traje de
lino” y un collar de oro.
José, “dejándole el
vestido en sus manos, salió
huyendo afuera” (39,13). El manto en manos de Zuleika es la prueba de cargo
contra José cuando regresa a casa el marido. Así la seductora despreciada,
se venga. Cuando Putifar escucha la historia, que le cuenta su esposa, y ve
el vestido de José en las manos de ella, monta en cólera, toma a José y le
encierra en la cárcel donde estaban los presos del rey.
La calumnia hunde a
José hasta el abismo. Pero cuando toca fondo surge victorioso de él. Dios
está con él en todo momento, desciende con él, para hacerle ascender a la
gloria. Es evidente el paralelo entre la historia de José y la historia del
pueblo de Dios. El odio amenaza con destruir a José como al pueblo de Dios.
Y como José sube de pozos y fosas, el pueblo de Dios se levanta
constantemente, cambiando su ropa de esclavo para reinar en la libertad de
los hijos de Dios.
Habiendo encontrado
en la egipcia una segunda Eva, la Serpiente trata de hacer caer a José con
la adulación de sus palabras, pero él, abandonando la túnica, huye del
pecado y, estando desnudo, no siente vergüenza, igual que Adán antes de la
desobediencia. José es, pues, figura del nuevo Adán, el de la carne
gloriosa, que resucita del sepulcro en Cristo.
Dios, después del
pecado, viste “al hombre y a la mujer con túnicas de piel” (3,21). El hombre
queda cubierto con la piel de animales. Es el aspecto visible del hombre.
Jacob, para engañar a su padre se viste con pieles de cabrito. Sus hijos le
engañan a él, mostrándole la túnica de su hijo José manchada con sangre de
un cabrito. Siempre se usan las túnicas del engaño para encubrir la muerte.
El diablo es mentiroso y asesino desde el principio. Al final, Cristo es
despojado de la túnica, y levantado sobre la cruz, victorioso sobre el
diablo y sobre el pecado. En Cristo, la mentira es desvelada y la muerte
vencida. Ya no es necesaria la túnica. Jesús, al resucitar, deja en el
sepulcro el sudario y las vendas que han cubierto su cuerpo de pecado (Jn
20,6; Rm 8,3; 2Co 5,21). José,
vencida la tentación, deja también el vestido en manos de la mujer y huye
desnudo. Se quita el traje del hombre viejo, sometido a las pasiones, y se
reviste de gloria. El hombre, al renacer como hombre nuevo, se despoja del
hombre corruptible y “se reviste de incorruptibilidad” (1Co 15,53).
A José le cambian el
vestido para presentarlo al Faraón (41,14), se viste un traje de lino cuando
es nombrado virrey (41,42) y regala dos vestidos a cada hermano al final,
para borrar con el bien el mal de la envidia: “a quien te quite la túnica,
dale también el manto” (Mt 5,38ss). A la vuelta del hijo pródigo el Padre
dice a los siervos: “Sacad el mejor traje y vestidlo” (Lc 15,22). Cristo
sube al Gólgota vestido de “un manto de púrpura”, símbolo de su realeza (Jn
19,2-3). Allí en el calvario los soldados se reparten sus vestidos, echando
a suerte la túnica “sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo” (Jn
19,23-24).
Los hermanos de José
se quedan con su túnica y tienen que inventar una mentira para el padre. La
mujer de Putifar se queda con los vestidos de José y también ella tiene que
inventar una mentira para su marido. Para cubrir el pecado hay que inventar
siempre una mentira, pues el tentador es padre de la mentira (Jn 8,44).
Jacob, que engañó a su padre (Gn 27), es ahora engañado por sus propios
hijos. El astuto, que robó la primogenitura al hermano (25,29ss), ahora es
víctima de sus cálculos. En realidad, Jacob recoge lo que ha sembrado. La
misma cosecha recogen los hijos. Desean liberarse de José, y el hermano
“muerto” queda para siempre en la memoria como remordimiento de su culpa.