Comentario Bíblico: 8. JOSÉ, SEÑOR DE EGIPTO
Emiliano Jiménez Hernández
8. JOSÉ, SEÑOR DE EGIPTO
El Señor está con José y da éxito a cuanto emprende. Es una constante en la
historia de José. Pero la presencia y asistencia de Dios no ahorra a José
las horas angustiosas en el fondo de la cisterna, cuando José se hunde en el
fango, aunque luego Dios le saque de él. No le ahorra los años de angustia
en el olvido de la prisión, pero allí José halla la bondad de Dios en la
benevolencia de los guardianes y de los prisioneros. La sabiduría de Dios
"no abandonó al justo vendido, sino que lo preservó del pecado. Descendió
con él en la prisión, y no lo abandonó mientras estuvo en cadenas, hasta que
le procuró el cetro real y poder sobre sus adversarios, desenmascarando como
falsos a sus acusadores, y le dio una gloria eterna" (Sb 10,13-14).
La prisión es un eslabón más de la historia de José. Dios le conduce según
su designio. La cárcel pone a José en contacto con personas cercanas al rey
de Egipto. "Delante de ellos envió a un hombre, José, vendido como esclavo.
Afligieron sus pies con grilletes, por su cuello pasaron las cadenas, hasta
que se cumplió su palabra, y le acreditó la palabra de Yahveh. El rey mandó
a soltarle, el soberano de pueblos, a dejarle libre; le nombró señor de su
casa, gobernador de toda su riqueza, para instruir a sus ministros con su
sabiduría y hacer sabios a sus ancianos" (Sal 105,17-22).
Con estas palabras el salmista, al hacer memoria de la historia de Israel,
describe la vida y ascenso del José a la corte real de Egipto. El salmista
presenta a José dotado de la sabiduría de Dios, por lo que instruye a los
consejeros del Faraón. El mismo Faraón queda impresionado y reconoce a Dios
como fuente de la sabiduría de José. Así lo proclama ante sus servidores:
"¿Podremos encontrar otro como éste que tenga el espíritu de Dios?" (41,38).
Lo confiesa igualmente ante José: "Después de haberte dado Dios a conocer
todo esto, no hay sabio como tú" (41,39).
Pero Dios, presente en la vida del justo, no le ahorra el ser vendido, ser
injustamente encarcelado, pero sí le libra del pecado (Sb 10,13). "José en
la hora de la opresión observó el precepto y llegó a ser señor de Egipto"
(1M 2,53). Y como José el hebreo es reconocido como salvador de los
egipcios, así Jesús de Nazaret, al salir del sepulcro, es anunciado como
salvador de los gentiles (Hch 10).
José, aupado por la mano de Dios, es exaltado como gran Visir del reino.
Como Virrey de Egipto se casa con una egipcia, Asenat, tratando de inserirse
en el país que le ha acogido. Así lo expresan los nombres que da a sus dos
hijos: Manasés, porque Dios me ha hecho olvidar todas mis tribulaciones y la
casa de mi padre, y Efraím, porque Dios me ha hecho prosperar en el país de
mi aflicción. Pero, a pesar de toda la grandeza y la gloria obtenida, José
llama a Egipto "la tierra de mi aflicción" (41,52), pues siente la falta de
su padre a quien mostrar los hijos, que le nacen, y añora la tierra de
santidad.
José no es sólo un soñador, sino que tiene sensibilidad hacia los otros
seres humanos y al mismo tiempo inspiración divina, que le permite descifrar
sueños y proyectar la economía de la nación. Pero José no se gloría
vanamente de su poder. Da gloria a Dios, fuente de toda inspiración. Por
ello proclama: ¿No son de Dios los sentidos ocultos de los sueños? (40,8).
Lo mismo proclamará ante el Faraón, al interpretarle sus sueños: "No
hablemos de mí, Dios responderá al Faraón" (41,16). La grandeza, la belleza
o la adulación no tocan la fe de José, que se presenta ante todos como
instrumento de Dios.
Esta sabiduría, que Dios ha dado a José, es lo que deslumbra al Faraón. A
diferencia de los magos de Egipto, ligados al Nilo y a sus determinismos,
José atribuye todo a Dios y despierta la admiración por su libertad y
creatividad. José, iluminado por Dios, combina en su persona una sabiduría
profunda con el conocimiento del corazón humano, siente simpatía por el
destino de los hombres y posee, además, sentido práctico de las cosas. En él
actúa al unísono mente y corazón.
Cuando el Faraón confía a José el reino de Egipto han de pasar siete años
antes de que se compruebe la segunda parte del sueño y otros siete para que
se vean las consecuencias. Pero el Faraón se fía de la palabra de José y le
da una esposa por adelantado. Siete años más siete y la esposa por
adelantado nos remiten a la historia de Jacob en casa de Labán. Durante los
siete primeros años a José le nacen dos hijos a los que da nombre hebreo. En
ellos expresa de alguna manera su experiencia del exilio, lejos de la casa
paterna: "Dios me ha hecho olvidar mis trabajos y la casa paterna y Dios me
ha hecho crecer en la tierra de mi aflicción". Los hijos, con la alegría que
aportan, hacen olvidar el dolor del embarazo y del parto, pero quedan como
memorial de él. La pretensión de olvidar la casa paterna hace más vivo su
recuerdo. Es cierto que "el hombre abandona a sus padres para unirse a su
mujer" (Gn 3) y los hijos que le nacen sellan esa unión. Pero Dios no le ha
llevado a Egipto para establecerse con su esposa e hijos, "sino para salvar
vidas". Sus hijos entrarán en el clan de los hijos de Jacob como hijos, es
decir, como dos hermanos más, partícipes de la bendición patriarcal,
herederos de la tierra santa.
En la exaltación de José, Ruperto ve una clara imagen de Jesucristo. José,
llamado en la lengua egipcia, "Salvador del mundo", porque libra a la tierra
de ser exterminada por el hambre que está para caer sobre ella; José que
recorre la tierra de Egipto sentado en la carroza real, mientras un heraldo
grita a su paso: "todos doblen sus rodillas ante él", este José es una bella
imagen y un espejo clarísimo de Cristo, Hijo de Dios, resucitado de entre
los muertos y revestido del hábito esplendente de la incorrupción. A Quien,
poco antes, se ha hecho poco inferior a los ángeles, el Padre lo coronó de
gloria y honor, y lo constituyó por encima de todas las obras de sus manos,
sometiéndolo todo bajo sus pies (Sal 8,6-8). En lugar de los cepos, con los
que había humillado sus pies, recibe un collar de oro; en vez del vestido
que, huyendo desnudo, había dejado en manos de la adúltera, por designio de
Dios es revestido de lino; en vez del nombre de esclavo, lleva anillo de
rey; en lugar de la bajeza de la cárcel, se sienta sobre la alta carroza de
mando... Algo que el Padre hace igualmente con el Hijo (Cf Hch 2,36; Hb
1,2).
De José se dice que "recorrió el país de Egipto para darse cuenta de las
necesidades de cada lugar. La tierra produjo con profusión durante los siete
años de abundancia y él hizo acopio de todos los víveres de los siete años
en que hubo hartura en Egipto poniendo en cada ciudad los víveres de los
campos circundantes. José recolectó grano como la arena del mar, en tal
cantidad que tuvo que desistir de contarlo porque era innumerable"
(41,47-49).
Pero es con los años de escasez con los que llega el gran triunfo de José:
"Concluyeron los siete años de abundancia que hubo en Egipto, y empezaron a
llegar los siete años de hambre como había predicho José. Hubo hambre en
todas las regiones; pero en todo Egipto había pan. Toda la tierra de Egipto
sintió también hambre, y el pueblo clamó a Faraón pidiendo pan. Y dijo
Faraón a todo Egipto: Id a José: haced lo que él os diga" (41,53-55). La
orden del Faraón: "id a José" es la apoteosis del esclavo hebreo encumbrado
a la más alta dignidad de Egipto. Lo mismo dice María a los siervos cuando,
en las bodas de Caná, falta el vino: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5).
Y Dios, en su oculto designio, aprovecha esta escasez para que los hermanos
de José desciendan a Egipto y allí se multipliquen, formando el pueblo de
Israel
. Por la persistente sequía el hambre cundió por toda la tierra. Entonces
José sacó todas las existencias y abasteció de grano a Egipto y todos los
pueblos de sus alrededores. De todos los países venían a Egipto para
proveerse de alimentos, comprando grano a José, "porque el hambre cundía por
toda la tierra" (41,53-57). Por su situación especial era el país donde se
solían salvar las cosechas aun en tiempos de sequía. En los monumentos
egipcios aparecen caravanas de asiáticos llegando a Egipto a aprovisionarse
de víveres en tiempos de escasez, pues Egipto era el granero de la
antigüedad. También en Canaán había sequía y hambre. Por ello José esperaba
ver llegar a sus hermanos al país del Nilo. Ya Abraham había bajado a Egipto
en una situación similar: "Hubo hambre en el país, y Abram bajó a Egipto a
pasar allí una temporada, pues el hambre abrumaba al país" (12,10). Isaac
también pensó en hacerlo, aunque renunció a ello, debido a una amonestación
divina (26,1-2).
Los Padres se aprovechan de esta necesidad de bajar a Egipto en tiempo de
carestía para recomendar la asiduidad a la lectura de la Escritura, pues si
falta en la vida la palabra de Dios, se experimenta la carestía y ésta
obliga a descender a Egipto, con toda su oscuridad y esclavitud.
Pero San Ambrosio ve esta palabra desde otro ángulo. Nos muestra a
Jesucristo que se compadece del hambre del mundo, abre sus graneros y revela
los tesoros escondidos de ciencia y sabiduría de los misterios celestes (Col
2,3), para que no falte a nadie el alimento divino. Dijo ya la Sabiduría:
"Venid y comed de mi pan, bebed del vino que he mezclado; dejaos de
simplezas y viviréis" (Pr 9,5-6). Sólo aquel que se sacia de Cristo puede
decir: "El Señor me apacienta y nada me falta" (Sal 22,1). Cristo abrió,
pues, sus graneros, y vendía el pan, sin exigir dinero alguno, sino sólo el
precio de la fe, el costo de la devoción.
En la maraña de la historia Dios se mueve sin hacer ruido, guiando los
acontecimientos e iluminando a sus elegidos para que sepan interpretar esos
hechos. José, iluminado por Dios, sabe penetrar en el interior de los hechos
e hilvanar el hilo conductor de los sueños. José no habla nunca con Dios,
como lo hacen sus padres, los patriarcas, pero habla a menudo de Dios y en
nombre de Dios, lo que le convierte en mediador y profeta. Es Dios quien "le
manifiesta" todo, haciéndole "sabio e inteligente" (41,39). Se lo dice
abiertamente al Faraón: "No seré yo, sino Dios será quien dé una
interpretación" (41,16), pues "es Dios quien ha revelado al Faraón lo que va
a hacer" (41,28) y de nuevo insiste: "Si el sueño del Faraón se ha repetido
por dos veces, es porque la cosa está firmemente decidida por parte de Dios,
y Dios se apresura a ejecutarla" (41,32).
Hay algo incomprensible, sumamente grave en la historia de José. Durante los
largos años en que está en Egipto como príncipe con plenos poderes, no hace
nada por tener noticias de su padre. ¿Por qué deja que su anciano padre -que
le ama tanto- se desespere en su luto? Que no quiera saber nada de sus
hermanos, que le han rechazado y vendido, se puede entender, ¿pero se merece
ese dolor el padre?
Es igualmente sorprendente el silencio de Jacob. Desde el día en que le han
arrebatado a su hijo José, Jacob lleva una vida solitaria. Durante veinte
años no se pronuncia. Después del lamento del primer momento se encierra en
el silencio, no dice ya ni una palabra, vive como si no viviera, fuera de
toda comunicación, como sin esperanza. Envuelto en su silencio se muestra
alejado de todos. Parece que ha roto todos sus lazos con el mundo y hasta
con Dios, que parece que se rodea también de silencio. Dios no habla a Jacob
y Jacob no se dirige a Dios. Entre Dios y él no hay más que silencio durante
aquellos largos años en los que Jacob rumia su dolor. Sus relaciones sólo se
restablecen después de recibir la noticia de que su hijo José está vivo.
Como Jacob duda si ir o no a Egipto a encontrarse con José, Dios le anima a
hacerlo.
José no sigue los caminos de la astucia, como su padre Jacob, para acumular
bienes para sí, sino para toda la humanidad. La Escritura (Gn 47) exalta a
José como "ecónomo del mundo". Sus planes agrarios se encaminan "a salvar la
vida del pueblo", sumido en el hambre de la carestía (47,25), asegurando a
todos trabajo y pan. Es significativo el desinterés de José en su actuar en
favor de todos. José, vendido por sus hermanos, que le llevan hasta el borde
de la muerte, pero exaltado y glorificado por Dios, que le hace salvador de
sus hermanos, es figura clara de Jesucristo.
La salvación de todos depende de uno solo, del justo injustamente tratado,
cargado con el pecado de sus hermanos, pero sostenido y exaltado por Dios.
La profecía del Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12) se anticipa en José y se
realiza plenamente en Jesús de Nazaret. A los egipcios, que le gritan,
pidiendo pan, el Faraón les responde: "Id a José y haced lo que él os diga"
(41,55). Y José provee a todos, a los egipcios y a los hambrientos de todos
los otros países, que oyen que en medio de la carestía en Egipto hay pan
(41,53-57). La humillación como camino de exaltación y salvación es lo que
proclama san Pablo en el magnífico himno a Cristo (Flp 2,5-11). José es tipo
de Jesucristo "salvador de Israel y del mundo" (Lc 2,11; Jn 3,17; 4,42; Hch
1,6; 4,12; 5,31; 13,23; 1Jn 4,14). Jesús puede repetir con plena verdad las
palabras de José: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra"
(Mt 28,18; Gn 45,8-13.26).
José guarda silencio ante los hermanos que traman su muerte o su venta. José
calla al ser acusado injustamente ante Putifar, aunque le cueste varios años
de prisión. José, reconociendo la injusticia que se le hace, no se lamenta
ni se rebela. Acepta en silencio pagar el precio de su fidelidad. Así se
muestra como el sabio que, desde su juventud, acoge la sabiduría que la vida
le ofrece a través de la prueba (Si 6,18ss). Sólo después de este
aprendizaje, José se convertirá en "padre para el faraón, señor de toda su
casa y gobernador de todo el país de Egipto" (45,8). La cruz es la escala de
la gloria. El que se humilla será ensalzado. Con su silencio José romperá el
silencio hostil de sus hermanos.
En el silencio José madura hasta lograr la sabiduría que le conduce a leer
la historia con los ojos de Dios. José ve y muestra a los demás esa
presencia de Dios en los acontecimientos de su vida. José, en silencio,
recorre el largo camino que va desde soñarse centro del mundo hasta
discernir los planes de Dios. El soñador de los diecisiete años crece en
sabiduría y a los treinta es, no sólo el intérprete de los sueños del
Faraón, sino el sabio administrador de los bienes de todo Egipto, de modo
que "sólo el faraón está por encima de él" (41,40). Sus sueños de gloria se
han realizado por un camino muy distinto del que, seguramente, él imaginaba
al contarlos a sus hermanos.