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Comentario Bíblico: 14. NO ME ENTIERRES EN EGIPTO

Emiliano Jiménez Hernández

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14. NO ME ENTIERRES EN EGIPTO

José el Justo se preocupa del bienestar de su familia y de todo el país donde vive. Una vez presentada su familia al Faraón y logrado que su padre y hermanos se asienten en la región de Gosen, José vuelve a sus funciones de gobernante, demostrando comprensión y sensibilidad frente a la miseria humana, ayudando a la población que sufre el azote del hambre. José ofrece semilla y tierra a los campesinos, pues el hambre arrecia sobre Egipto y Canaán, y el país se extenúa.
El texto bíblico nos muestra en forma esquemática las medidas que adopta José para salvar a la gentes hambrientas, que le asedian con sus demandas. Primero el pueblo compra cereales con dinero. Acabado el dinero, José ofrece alimentos a cambio de los ganados. Y, en una tercera etapa, como el hambre está a punto de acabar con la población, las masas se presentan a José ofreciéndose a sí mismos y sus tierras a cambio del alimento. El pueblo se siente agradecido y celebra a José como su salvador. El interés del autor de este relato es mostrar la sabiduría de José que logra superar todas las complicaciones que se le presentan.
Junto a esta lectura de la Escritura es posible otra muy diversa. En realidad los sabios de Israel hablan de setenta significados de cada palabra. La palabra de Dios es el árbol de vida que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus lados, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos lados una bebida espiritual. Leamos esta página ahora con Orígenes.
La carestía es grave. En todo el país falta el pan. "No había pan en todo el país, porque el hambre era gravísima y tanto Egipto como Canaán estaban muertos de hambre. Entonces José se hizo con toda la plata existente en Egipto y Canaán a cambio del grano que ellos compraban, y llevó José aquella plata al palacio del Faraón. Agotada la plata de Egipto y de Canaán, acudió Egipto en masa a José diciendo:
-Danos pan. ¿Por qué hemos de morir en tu presencia ahora que se ha agotado la plata? Dijo José:
-Entregad vuestros ganados y os daré pan por vuestros ganados, ya que se ha agotado la plata.
Trajeron sus ganados a José y José les dio pan a cambio de caballos, ovejas, vacas y burros. Y les abasteció de pan a trueque de todos sus ganados por aquel año. Cumplido el año, acudieron al año siguiente y le dijeron:
-No disimularemos a nuestro señor que se ha agotado la plata, y también los ganados pertenecen ya a nuestro señor; no nos queda a disposición de nuestro señor nada, salvo nuestros cuerpos y nuestras tierras. ¿Por qué hemos de morir delante de tus ojos así nosotros como nuestras tierras? Aprópiate de nosotros y de nuestras tierras a cambio de pan, y nosotros con nuestras tierras pasaremos a ser esclavos de Faraón. Pero danos simiente para que vivamos y no muramos, y el suelo no quede desolado.

José da de comer a los egipcios - Historia de José de Egipto


De este modo se apropió José de todo el suelo de Egipto para el Faraón, pues los egipcios vendieron su campos porque el hambre les apretaba, y la tierra pasó a ser del Faraón. En cuanto al pueblo, lo redujo a servidumbre, de cabo a cabo de Egipto. Tan sólo no se apropió de las tierras de los sacerdotes, porque ellos tuvieron tal privilegio del Faraón, y comieron de dicho privilegio que les concedió el Faraón. Por lo cual no vendieron sus tierras. Dijo entonces José al pueblo:
-He aquí que os he adquirido hoy para el Faraón a vosotros y vuestras tierras. Ahí tenéis simiente: sembrad la tierra, y luego, cuando la cosecha, daréis el quinto al Faraón y las otras cuatro partes serán para vosotros, para siembra del campo, y para alimento vuestro y de vuestros familiares, para alimento de vuestras criaturas.
-Nos has salvado la vida. Hallemos gracia a los ojos de mi señor, y seremos siervos del Faraón, dijeron ellos.

Y José les impuso por norma, vigente hasta la fecha en todo el agro egipcio, dar el quinto al Faraón. Tan sólo el territorio de los sacerdotes no pasó a ser de Faraón" (47,13-26).
Según este testimonio de la Escritura, señala Orígenes, ningún egipcio era libre. El Faraón sometió a esclavitud a todo su pueblo. No quedó ningún ciudadano libre en todo Egipto. La libertad quedó, pues, abolida en Egipto. Por ello, la Escritura llama a Egipto "casa de la esclavitud": "Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud" (Ex 20,2). Todo Egipto, se convirtió, pues, en casa de esclavitud, y lo que es peor, en casa de una esclavitud voluntaria. Es el pueblo mismo quien se ofrece como esclavo... Esto adquiere un gran significado, continúa Orígenes, si lo entendemos en sentido espiritual. Egipto es imagen de toda esclavitud, es decir, de la esclavitud de los vicios de la carne o del demonio. Ninguno es obligado a esta esclavitud, pero uno se puede entregar libremente a dicha esclavitud por dejadez del alma o por la sensualidad o pasión corporal.
De los hebreos, en cambio, se dice "que fueron sometidos a esclavitud por la fuerza" (Ex 1,13-14). Por eso son liberados de la casa de esclavitud y llamados a la libertad, que habían perdido contra su voluntad.

Un hijo de Israel, inocente, vendido por sus hermanos, envidiosos de su elección, despojado de la túnica, expresión de la predilección del padre, al final se encuentra al centro de su familia. Allí, en el exilio donde le han enviado, lejos de ellos y de su padre, se convierte en el salvador de los mismos que le han odiado y ultrajado, y también del mismo Egipto, donde ha ido a parar. Lo canta el salmista en su himno de alabanza al Señor (Sal 105,16ss). La bendición de Dios a Abraham, Isaac y Jacob, a través de éste, alcanza a los hijos "egipcios" de José, Efraín y Manasés (48,8-20). Jacob, bendecido por Dios, bendice al Faraón, bendice a los hijos de José, bendice a sus hijos, desvelando el destino de las doce tribus de Israel. La preeminencia corresponde a Judá y un gran honor se le reserva a la casa de José (49,1-28). Semejantes serán las bendiciones que pronunciará Moisés sobre las tribus ya formadas (Dt 33).
La historia de José y sus hermanos unidos en torno a su padre es la palabra de Dios, que está siempre invitando a las doce tribus de Israel a buscar la unidad. Muy pronto el pueblo de Dios queda dividido en dos reinos: Israel al norte y Judá al sur. Diez tribus por una parte y dos por otra. El testimonio de José y sus hermanos, proclamado en la asamblea, les recuerda que, a pesar de todas las diferencias y distancias, es posible la unión. El camino de la unidad es largo, pero es el único que conduce a la paz.
También a la vuelta del exilio, la historia de José es palabra de Dios para el pueblo. En el post-exilio son muchas las tensiones entre los que habitan en la tierra de los padres y los que siguen fuera. La precariedad de los que han vuelto a la tierra santa contrasta con la situación de bienestar de quienes se han quedado en la diáspora. José, en su situación de administrador de los bienes de Egipto, se preocupa de resolver el problema de la carestía que azota a su familia en Canaán. Es una palabra que invita a actuar de igual modo en favor de los pobres que viven en Israel. Pablo organizará más tarde una colecta entre los cristianos de la gentilidad para acudir en ayuda de los santos de Jerusalén, que viven en pobreza (Rm 15,26ss; 1Co 15,1.10).

El camino del perdón, para llegar a una reconciliación auténtica, es siempre largo. Mateo nos ha descrito el caso del siervo, perdonado por su señor, pero que no es capaz de perdonar a su compañero (Mt 18,23-35). Y Lucas nos narra la reacción airada del hermano mayor ante el perdón y acogida que hace el padre de su hermano menor (Lc 15,25-32). En ambos casos, al siervo y al hermano mayor les falta la experiencia profunda del perdón. Como no se han sentido perdonados y amados gratuitamente, no saben perdonar ni amar al otro en su diversidad. José ha llevado a sus hermanos a sentir la necesidad de ser perdonados, antes de mostrarles el perdón. De este modo el abrazo de paz es expresión verdadera de reconciliación. Los hermanos ahora aceptan las preferencias del padre, no les importa que adopte a los hijos de José y les haga con ellos herederos de la promesa y de la bendición (49,26). Ahora ya no les molesta que el padre en su bendición proclame a José "príncipe entre sus hermanos" (49,26).

Los 12 hijos de Jacob

A Jacob aún le quedan diecisiete años de vida. "Israel residió en Egipto, en el país de Gosen; se afincaron en él y fueron fecundos y se multiplicaron sobremanera. Jacob vivió en Egipto diecisiete años, siendo los días de Jacob, los años de su vida, 147 años" (47,27-28). Cuando se acerca la hora de morir, llama a su hijo José y le dice:
-Si he alcanzado tu favor, coloca tu mano bajo mi muslo y júrame tratarme con amor y fidelidad. No me entierres en Egipto. Cuando me duerma con mis padres, sácame de Egipto y entiérrame con mis padres.
José le contesta:
-Haré lo que pides.
-Júramelo, le dijo el padre.
Y José se lo juró y en aquel momento se le manifestó la gloria del Señor. Entonces Israel, reconociendo la Shekinah del Señor sobre la cabecera de su lecho, como signo de que el Señor está siempre al lado de los enfermos, se inclinó ante ella (Cf 47,27-31; Hb 11,21).
Jacob, se lee en Bereshit Rabbah, tenía sus buenas razones para desear que le enterrasen en la tierra prometida, pues en el tiempo del Mesías, cuando resucitarán los muertos, quienes reposan en aquel lugar serán los primeros en despertar a la vida nueva, mientras que a los otros les tocará rodar de una tierra a otra, pasando por abismos y canales subterráneos, que el Señor cavará, hasta llegar a su destino y poder salir de la tumba.
Jacob desea que le entierren en la tierra de las promesas divinas. Con ello expresa su fe en el cumplimiento de las mismas y amonesta a sus hijos a no olvidar la tierra en que descansan sus padres y a aspirar siempre a la posesión de la misma, pues es la tierra que Dios les ha prometido. En el juramento de su hijo, Dios concede a Jacob el último deseo de su corazón. Y entonces, con una inclinación hacia la cabecera del lecho, le adora agradecido. Saciado de años, aunque sean menos que los de sus padres, se acuesta a dormir, esperando que le entierren en la cueva del campo de Macpelá, donde le esperaban en su sueño Abraham y Sara, su mujer, Isaac y Rebeca, sus padres, y Lía, la esposa. Falta Raquel que murió en el camino y la enterró en Efrata. No le acompañará en el sueño; se encontrarán al despertar.
Jacob proclama solemnemente que Egipto no es la tierra de la promesa. Parece que Dios le ha bendecido con los frutos de la promesa: sus hijos y nietos son numerosos, posee la mejor tierra de cultivo que jamás ha conocido, y su hijo José ha traído la bendición sobre él, sobre Egipto y sobre los demás pueblos acosados por el hambre. ¿No se ha cumplido a la letra la promesa hecha a Abraham (12,1-3)? ¡No! ¡No es ese el designio de Dios! Jacob, conocedor de los caminos misteriosos de Dios, insiste en que José le jure que llevará su cuerpo a Canaán donde le enterrará, allí donde radica realmente la promesa. La seriedad de este mandato a su hijo queda subrayada por la insistencia en que lo jure sobre sus genitales, el mismo juramento que exigió Abraham al siervo que envió a traer de Mesopotamia una esposa para Isaac (24,2-9).
No es Egipto con todas sus riquezas la tierra "que mana leche y miel", la tierra que Dios promete a los patriarcas como heredad de su descendencia. En las bendiciones de Jacob a sus hijos, incluidos Efraím y Manasés, los hijos nacidos a José en Egipto, se ignora completamente la riqueza de Egipto y se promete la fertilidad de Canaán. "Yo muero, le dice a José, pero Dios estará con vosotros y os devolverá a la tierra de vuestros padres" (48,21). Canaán, y no Egipto, es vuestro verdadero hogar.

En Bereshit Rabbah se dice que en aquella época la muerte caía de repente sobre los hombres, sin previo aviso, como un estornudo. No existía la enfermedad, que la anunciase. Jacob se lamentó de ello ante el Señor:
-Señor del mundo, muriendo tan de prisa, uno no tiene tiempo de comunicar a sus hijos las últimas disposiciones. En cambio si nos mandases una enfermedad, que nos anunciase que se acerca el final, entonces podríamos dejar todas las cosas en orden.
Dios aprobó esta sugerencia y concedió a Jacob ser el primero que gozase de esta nueva condición. Por ello, poco antes de morir, el patriarca se enfermó. Así se lee en la Escritura: "Tras esto se le dijo a José: Mira que tu padre está enfermo" (48,1).
Al oír la noticia de la enfermedad de su padre, José, sabiendo que la bendición de un hombre justo vale tanto como la bendición de Dios, tomó consigo a sus dos hijos, Manasés y Efraín, y se los presentó a su padre. Jacob, postrado en cama, apenas escucha que ha llegado José con sus hijos, recogiendo todas sus fuerzas, o mejor, sostenido por el santo Espíritu de profecía, que irrumpió sobre él, se sentó en la cama, respetuoso de José, que llegaba a él como un príncipe. Se inclinó ante José, no por ser el gobernador de Egipto, sino por el Germen bendito que esperaba llegase al mundo a través de él.
Sentado en su lecho, con la luz del Espíritu en sus ojos ya medio cerrados, Jacob narra a su hijo José la historia de su vida, que no tuvo tiempo de contarle antes:
-Dios omnipotente, mi Dios, El Saday, se me apareció en Luz, en el país cananeo; me bendijo y me dijo: Mira, yo te haré fecundo y te multiplicaré; haré de ti una asamblea de pueblos, y daré esta tierra a tu posteridad en propiedad eterna. Pues bien, los dos hijos tuyos que te han nacido en Egipto antes de venir yo a Egipto a reunirme contigo, son míos: Efraím y Manasés serán para mí igual que Rubén y Simeón. En cuanto a los hijos que has engendrado después de ellos, serán tuyos y se les citará con el apellido de sus demás hermanos en orden a la herencia.
Luego a Jacob se le escapa una confidencia íntima, que le ha atormentado por años:
-Cuando yo venía de Paddán se me murió en el camino Raquel, tu madre, en el país de los cananeos, a poco trecho para llegar a Efratá, y allí la sepulté, en el camino de Efratá, o sea en las cercanías de Belén.
Jacob ha pedido a su hijo José que no lo sepulte en Egipto, fuera de la tierra santa, sino que le entierre en la tumba de familia en Makpelá. Ahora se siente obligado a explicarle por qué no ha enterrado allí a su madre Raquel:
-Yo sé que guardas en tu corazón resentimiento contra mí por haberla dejado a las puertas de la tierra prometida, pero debes saber que lo hice por orden divina, pues el Señor desea que ella consuele a sus hijos cuando Nabucodonosor les conduzca al exilio. En efecto, cuando los israelitas pasen delante de su tumba, ella saldrá de ella, llorará a sus hijos e implorará en favor de ellos la misericordia, según está escrito: "En Ramá se escuchan ayes, lloro amargo. Es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa consolarse porque no existen" (Jr 31,15). Entonces el Señor le responderá: "Reprime tu voz del lloro y tus ojos del llanto, porque hay paga para tu trabajo: volverán de tierra hostil, y hay esperanza para tu futuro: volverán los hijos a su territorio" (Jr 31,16-17).

Luego Israel se da cuenta de que están presentes los hijos de José y pregunta:
-¿Quiénes son éstos?
Dice José a su padre:
-Son mis hijos, los que me ha dado Dios aquí.
Y él dice:
-Tráemelos acá, que yo les bendiga.

Los ojos de Jacob se han nublado por la vejez y apenas puede ver. José se los acerca, pues, y él los besa y abraza. Jacob los coloca sobre sus rodillas, adoptándolos como hijos suyos. Dice Israel a José:
-Yo no esperaba ver más tu rostro, y ahora resulta que Dios me ha hecho ver también a tus hijos.
José saca a sus dos hijos de entre las rodillas de su padre, y se postra ante él rostro en tierra. José está visiblemente conmovido por el hecho de que su padre adopte como hijos a aquellos dos hijos que Dios le ha dado en Egipto. Luego José toma a los dos hijos y se los acerca al padre. Es un momento tenso, lleno de dramatismo, en el que el autor nos invita a fijar la vista en cada uno de los movimientos. José hace lo que cualquier padre de oriente hubiera hecho. Los privilegios del primogénito eran incuestionables. Por ello coloca a Manasés, el primogénito, de modo que la derecha del padre se pose sobre su cabeza en el momento de la bendición. Pero Dios pone discernimiento en los brazos de Israel, que cruza sus manos, posando su diestra sobre la cabeza de Efraím, aunque es el menor, y su izquierda sobre la cabeza de Manasés.

Jacob bendice a los hijos de José

 Así con las manos cruzadas les bendice, diciendo:
-El Dios en cuya presencia anduvieron mis padres Abraham e Isaac, el Dios que ha sido mi pastor desde que existo hasta el presente día, el Ángel que me ha rescatado de todo mal, bendiga a estos muchachos; sean llamados con mi nombre y con el de mis padres Abraham e Isaac, y multiplíquense y crezcan en medio de la tierra.
Al ver José que su padre tiene la diestra puesta sobre la cabeza de Efraím se extraña e interrumpe al padre, creyendo que está cometiendo un error debido a su ceguera. Asiendo la mano de su padre para retirarla de sobre la cabeza de Efraím a la de Manasés, le dice:
-Así no, padre mío, que éste es el primogénito; pon tu diestra sobre su cabeza.
Pero el padre no se inmuta y le dice:
-¿Cómo puedes pretender guiar contra mi voluntad esta mano, que en su tiempo logró vencer al príncipe del ejército celestial. Lo sé, hijo mío, lo sé; también él será grande; Manasés hará grandes cosas y de su estirpe saldrá Gedeón. Sin embargo, su hermano menor será más grande que él; de la estirpe de Efraím saldrá Josué, que un día hará detenerse al sol y a la luna, y su descendencia será una muchedumbre de gentes.
La bendición es un acontecimiento real, porque quien bendice en realidad es Dios. Por ello, al ser Dios quien bendice, hay que dejar de lado todas las prerrogativas humanas. Así el incidente marginal de las manos cruzadas, en el relato, se convierte en esencial. Jacob cruza sus manos intencionadamente y muestra una vez más la preferencia de Dios sobre el menor. Y, con las manos en cruz, como se bendecirá en la nueva alianza, les bendijo aquel día, diciendo:
-Que con vuestro nombre se bendiga en Israel, y se diga: ¡Hágate Dios como a Efraím y Manasés!
Y puso a Efraím por delante de Manasés. Esta bendición de Jacob a sus nietos la repiten los hebreos ortodoxos hoy día. Cada sábado, al alba, posando la mano derecha sobre la cabeza del hijo, dicen: " Dios te conceda prosperidad como a Efraím y a Manasés".
Dijo entonces Israel a José:
-Yo muero; pero Dios estará con vosotros y os devolverá a la tierra de vuestros padres. Yo, por mi parte, te doy Siquem a ti, asignándote una parte más que a tus hermanos: lo que tomé al amorreo con mi espada y con mi arco.
Jacob mantiene frente a su hijo José, "gobernador de Egipto", su actitud de patriarca elegido por Dios. Y con esa autoridad señala, una vez más, a su hijo que no es Egipto, sino Canaán, la tierra de la promesa y de la bendición de Dios. Con sus ojos apagados hace mirar a su hijo hacia la tierra de sus padres, la tierra que Dios les prometió con juramento, la tierra a donde Dios les guiará, una vez cumplido el plazo de su permanencia en Egipto.

La escena de la bendición nos muestra la libertad y gratuidad de Dios en su elección. El discípulo es, por excelencia, un pequeño, un "menor". Los padres de la Iglesia ven además en la posición de las manos de Jacob al pronunciar la bendición el signo de la cruz de Cristo. San Efrén declara: "También aquí fue manifiestamente señalada la cruz para que se representara el misterio de aquel por el cual Israel dejó de ser primogénito, como le ocurrió a Manasés, mientras que los gentiles crecerán como el menor Efraín". Y Ruperto de Deutz añade: "Esta posición de las manos de Jacob dibujó, sin duda, una cruz. Pero, ¿la representó por casualidad? No, porque él era profeta y en el espíritu profético sabía que la cruz sería el instrumento de la bendición dada por el Legislador futuro y en la que todas las naciones serían bendecidas".
José, representado por las tribus de sus dos hijos, en la repartición de la tierra prometida tendrá el doble que los otros hermanos. La gracia prevalece siempre sobre la ley. Jacob, colocando a Efraím y Manasés entre sus rodillas, les adopta como hijos suyos y de este modo hace que sean contados entre los patriarcas. Del mismo modo, dice san Cirilo de Alejandría, también nosotros, justificados por la fe en Cristo, hemos sido constituidos hijos de Dios y familiares de los santos. Este es el don que nos hace Cristo; y siendo Él quien nos une a sí, mediante Él nos une al Padre y a los coros de los santos... Así nosotros, que éramos los últimos, gracias a la fe hemos pasado a ser los primeros (Mt 19,30). Por Cristo el pueblo venido de la gentilidad ha heredado la gloria de la primogenitura y ha recibido el honor de primogénito por su obediencia y docilidad. Cristo mismo da testimonio en su favor, al decir "un pueblo que no conocía me sirve; sus hijos son todo oídos y me obedecen" (Sal 18,44). Auque hemos sido concebidos de una madre de otra especie, en cuanto Iglesia llamada de los gentiles, basta que el Emmanuel se ponga en medio para unirnos, mediante Él, a Dios Padre, inscribiéndonos en la suerte de los santos, conduciéndonos a la gloria que les corresponde a ellos, haciendo de nosotros una estirpe santa.
Se note, sigue san Cirilo, cómo es por amor a José por lo que Jacob admite como hijos suyos a los hijos de su hijo. Lo mismo acontece con nosotros. El Padre nos ama en Cristo y, mediante Él, recibimos la regeneración espiritual. Gracias a Cristo nos acepta el Padre y nos admite entre los santos anteriores a nosotros. Por lo demás, aunque se nos llama hijos de Dios, permanecemos bajo la autoridad de quien nos ha conducido y unido a Él, es decir, bajo el dominio de Cristo. Es lo que dice Jacob, después de haber inscrito a Efraím y Manasés como hijos suyos: "Pero los engendrados por ti serán tuyos" (48,6). Del mismo modo se entiende que, aunque somos llamados hijos de Dios Padre, sin embargo "somos de Cristo". Así se lo dice Él al Padre: "Los que tú me has dado, tomándolos del mundo, eran tuyos y tú me los has dado.. y yo he sido glorificado en ellos" (Jn 17,6-10).
Cuando los dos muchachos, sigue san Cirilo, estaban junto al anciano patriarca, éste preguntó de quién eran y José le dijo: "Son mis dos hijos". Entonces Jacob se los hizo acercar y cuando les tuvo a su lado se puso a besarles y abrazarles. Esto para hacernos entender cómo nosotros, que en un cierto sentido éramos desconocidos para Dios Padre, hemos llegado a ser conocidos suyos y cercanos en Cristo Jesús. El Padre nos hace acercarnos a Él y, si Cristo testimonia de nuestro parentesco con Él, entonces nos concede su amor y nos llama a unirnos con Él en el Espíritu Santo. Clara figura del amor es el beso, y de la unión el abrazo. Del mismo modo también Pablo escribe en una carta a los creyentes en Cristo: "Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo" (Ef 2,13). Cristo os ha llevado cerca del Padre y "ahora habéis conocido a Dios, o mejor, él os ha conocido" (Ga 4,9). El Padre sólo mira y conoce a aquellos que son hermanos de Cristo.


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