Comentario Bíblico: 15. JACOB BENDICE A SUS HIJOS
Emiliano Jiménez Hernández
15. JACOB BENDICE A SUS HIJOS
Jacob, antes de morir, desde el lecho de su enfermedad llama a sus hijos.
Esta llamada no se dirige sólo a los doce hijos, como parece atestiguar la
simple letra del texto, sino que convoca a reunirse a todos los que se
reconocen y profesan hijos de Jacob. De hecho, dice Procopio, cuantos
tenemos la fe de aquel patriarca, cuantos confesamos y adoramos al Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, nos reconocemos y decimos que somos hijos de
Jacob. El padre Jacob, con su trompeta profética, nos invita cuando dice:
"Reuníos" (49,1).
Los comentarios rabínicos amplían la invitación de Jacob a sus hijos a
reunirse en torno a él, atribuyéndole el primer uso del Shemá de Moisés:
-Reuníos, purificaos de toda contaminación y os diré cuanto os acontecerá en
el futuro. Reuníos y escuchad, hijos de Jacob, escuchad a vuestro padre:
Ante todo cuidad que reine entre vosotros la concordia y no la rivalidad,
pues la unión entre los hermanos es la primera condición para que llegue la
futura redención de Israel.
Le responden los hijos:
-Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno (Dt 6,4). Como
en tu corazón no hay más que un Dios, así en nuestro corazón no hay otro
Dios fuera de Él.
Al oírles Jacob exclama:
-Bendito sea su nombre glorioso.
Con el corazón en la mano, con su último hálito en los labios, Jacob deja
escapar lo que lleva escondido en su interior. A cada hijo le comunica una
bendición o le anuncia lo que le espera. Comienza con Rubén, a quien no
puede bendecir. Le enuncia lo que le estaba destinado, pero que él, por su
pecado, ha perdido. Le estaba destinado la primogenitura, el sacerdocio y el
reino. La primogenitura será para José, con su doble parcela en la
distribución de la tierra; el reino lo heredará Judá; y el sacerdocio se lo
dará el Señor a Leví. Rubén ha perdido toda preeminencia:
-Tú, Rubén, eres mi primogénito, la fuerza y el principio de mi virilidad;
hubieras debido ser superior en dignidad y fuerza. Pero has sido impetuoso
como el agua que se derrama, dura para obedecer a Dios, y por ello no
tendrás ninguna preeminencia, porque subiste al tálamo de tu padre,
profanándolo (35,22).
La versión del Targum Neophiti suena así:
-Rubén, tú eres el primogénito, mi fuerza y el principio de mi dolor.
Estabas destinado a tomar tres partes más que tus hermanos: la primogenitura
era tuya y la realeza y el gran sacerdocio te estaban destinados. Pero,
porque pecaste, hijo mío Rubén, la primogenitura ha sido dada a mi hijo
José, la realeza a Judá, y el gran sacerdocio a la tribu de Leví. Te
compararé, hijo mío, Rubén, a un pequeño jardín en el que entraron ríos de
aguas desbordadas que no pudiste aguantar y ante ellos has sido arrastrado.
Así has sido arrastrado, hijo mío, Rubén, con tu ciencia y tus obras buenas,
porque pecaste. Pero no vuelvas a pecar de nuevo, hijo mío; lo que pecaste
se te perdonará y se te remitirá.
Semejante a Rubén, que lo pierde todo, es, según el comentario de Ruperto,
quien sube adúlteramente sobre el lecho de Dios Padre, es decir, quien se
arroga un ministerio en el pueblo de Dios, buscando no la salvación del
pueblo, sino el placer de su propia gloria. Es lo que hizo Rubén, al subir
al lecho del padre, no para engendrarle hijos, sino buscando el placer de su
propio cuerpo.
Con el mismo vigor Jacob reprueba la violencia de Simeón y Leví (34,25-2):
-Simeón y Leví son hermanos, no sólo por ser hijos del mismo padre y de la
misma madre, sino por su carácter violento. Ambos llevaron al colmo la
violencia con sus intrigas. ¡En su conciliábulo no entres, alma mía; no te
unas a su asamblea, corazón mío!, porque estando de malas, mataron hombres,
y estando de buenas, desjarretaron toros. ¡Maldita su ira, por ser tan
impetuosa, y su cólera, por ser tan cruel! Los dividiré en Jacob, y los
dispersaré en Israel" (49,5-7).
La tribu de Simeón quedó dispersa en medio de la tribu de Judá. Y la de Leví
se dispersó en el territorio de todas las otras tribus. Sin embargo Dios
suavizó la profecía de Jacob, añadiendo una bendición. De la tribu de Simeón
saldrían sabios y escribas para transmitir la sabiduría al pueblo. Y a la
tribu de Leví la concedió el ministerio del sacerdocio. Dispersos entre
todas las tribus, según la profecía del padre, garantizaron el culto en
todos los ángulos de la tierra santa.
Como el padre, más que bendecir, hecha en cara a sus tres primeros hijos sus
culpas y les anuncia el castigo, Judá comenzó a retroceder, intentando huir,
ya que temía que el padre le reprochara su historia con Tamar. Entonces
Jacob lo llamó con palabras suaves, confortándole:
-A ti, Judá, te alabarán tus hermanos; tu mano se posará sobre la cerviz de
tus enemigos; los hijos de tu padre se inclinarán ante ti, porque confesaste
el pecado con Tamar; por ti mis hijos serán llamados judíos. Cachorro de
león es Judá; de la presa, hijo mío, has vuelto; se recuesta, se echa cual
león, o cual leona, ¿quién le hará alzar? No se apartará de Judá el báculo,
ni el bastón de mando de entre tus piernas, hasta que venga el Mesías a
quien pertenece y a quien deben homenaje las naciones. Él ata a la vid su
borriquillo y a la cepa el pollino de su asna; lava en vino su vestido, y en
sangre de uvas su manto; el de los ojos encandilados de vino, el de los
dientes blancos de leche.
También en relación a Judá, el Targum Neophiti da una versión ampliada:
-Judá, a ti te alabarán tus hermanos y por tu nombre serán llamados judíos
todos los judíos. Tus manos se vengarán de tus enemigos, todos los hijos de
tu padre se adelantarán a saludarte. Yo te comparo, Judá, al cachorro de los
leones. Libraste de los asesinos a mi hijo José. Del juicio de Tamar, hijo
mío, tú eres inocente. Descansarás y habitarás en medio del combate como el
león y la leona y no habrá pueblo ni reino que se mantenga frente a ti. No
cesarán los reyes de entre los de la casa de Judá ni tampoco los escribas,
que enseñen la Ley, entre los hijos de sus hijos, hasta que venga el Mesías,
del cual es la realeza y al que todos los reinos se someterán.
¡Cuán hermoso es el rey Mesías que ha de surgir de entre los de la casa de
Judá! Ciñe sus lomos y sale a la guerra contra sus enemigos y mata a reyes
con príncipes; enrojece los montes con la sangre de sus muertos y blanquea
los collados con la grasa de sus guerreros. Sus vestidos están envueltos en
sangre; se parece al que pisa racimos. ¡Cuán hermosos son los ojos del rey
Mesías! Más que el vino puro, porque no mira con ellos las desnudeces ni el
derramamiento de sangre inocente. Sus dientes son más blancos que la leche
porque no come con ellos cosas arrebatadas ni robadas. Se tornarán rojos los
montes por las cepas y los lagares por el vino y blanquearán los collados
por la abundancia de trigo y por los rebaños de ovejas.
La profecía de Jacob sobre Judá se cumplió, pues de ella surgieron reyes.
Pero, a excepción de David, Ezequías y Josías, todos los demás fueron
pecadores y no fueron tan fuertes como para merecer que el santo patriarca
hablase con tanto énfasis de su fortaleza. Por ello, se ve que hay que
alargar la vista y ver en las palabras de Jacob a Cristo, el rey de quien se
pueden decir dichas palabras. A Cristo alaban todos los hijos de Dios, sus
hermanos, pues son hijos de Dios gracias a Él.
Un caminante se dirigía hacia el crepúsculo. Al anochecer, se le presentó
uno que le encendió una candela; pero después de dar unos cuantos pasos se
le apagó. Vino otro y se la volvió a encender, pero se apagó una vez más.
Dijo el caminante: Es mejor que espere la luz de la mañana. Del mismo modo
dijo Israel al Señor: Hemos encendido una lámpara al tiempo de Abraham, de
Isaac y de Jacob y se apagó; otra al tiempo de Moisés y se ha apagado; otra
al tiempo de Salomón, y también ésta se ha apagado; en adelante no
esperaremos sino tu luz, la del Mesías.
Así siguió Jacob dejando que su corazón se desbordara ante cada uno de sus
hijos, hasta que llegó a José:
-José es un árbol frutal, un árbol que crece junto a la fuente, cuyas ramas
trepan sobre el muro. Son sus dos hijos, que dan origen a dos tribus de
Israel. Los flecheros, es decir, sus hermanos, le molestan y acribillan, le
asaltan; pero su arco se ha mantenido intacto; no se ha quebrado el dominio
de sus instintos ante los asaltos violentos de la mujer de su señor; y los
músculos de sus brazos se han mantenido tensos, sostenidos por las manos del
Fuerte de Jacob, por el Nombre del Pastor, la Piedra de Israel, por el Dios
de tu padre; Él te ayudará, el Dios Sadday, pues él te bendecirá con
bendiciones de los cielos desde arriba, bendiciones del abismo que yace
abajo, bendiciones de los pechos y del seno, bendiciones de espigas y de
frutos, amén de las bendiciones de los montes seculares, y el anhelo de los
collados eternos. ¡Sean para la cabeza de José, y para la frente del
consagrado entre sus hermanos! (49,22-26).
Estas son las tribus de Israel, doce en total, y esto es lo que les dijo su
padre, bendiciéndoles a cada uno con su bendición correspondiente. Luego
repite a todos los hijos el encargo dado un día sólo a José:
-Yo voy a reunirme con los míos, desciendo a los abismos donde todo el
pueblo de los santos espera la venida del Salvador. Sepultadme junto a mis
padres en la cueva que está en el campo de Efrón el hitita, en la cueva que
está en el campo de Makpelá, enfrente de Mambré, en el país de Canaán, el
campo que compró Abraham a Efrón el hitita, como propiedad sepulcral: allí
sepultaron a Abraham y a su mujer Sara; allí sepultaron a Isaac y a su mujer
Rebeca, y allí sepulté yo a Lía. Dicho campo y la cueva que en él hay fueron
adquiridos de los hititas.
La insistencia con que Jacob habla de la compra de ese sepulcro evoca la
validez de dicha compra por parte de Abraham (23,8.20), que preparó de esa
manera su tumba de familia (25,8-10), y apunta igualmente a la salida de
Egipto como tierra de esclavitud. Con la esperanza de descansar
definitivamente en la tierra prometida y preparar de ese modo el camino al
cumplimiento de la promesa divina, Jacob recoge sus piernas en el lecho,
confía al Señor alma y cuerpo y espera la muerte que se lo lleva con
delicadeza. Con un beso de la Shekinah entrega su alma y expira; y así se
reúne con los suyos (49,28-33).
La muerte de Jacob no es, pues, la muerte triste que presentía al recibir la
noticia de la desaparición de José, sino que muere en paz, colmado de años,
rodeado de sus hijos, llena su alma de esperanzas en el cumplimiento de las
promesas divinas. Dios, que ha elevado a su hijo vendido a unos mercaderes,
sacará también a sus descendientes de Egipto y les llevará a Canaán para
entregarles la tierra que les ha prometido.
Al morir Jacob, José cayó sobre el rostro de su padre, lloró y lo besó. Judá
dijo a sus hermanos:
-Venid, construyamos para nuestro padre un alto cedro, cuya cima toque el
cielo y cuyas raíces se hundan hasta alcanzar los fundamentos del mundo,
pues de él han salido las doce tribus de los hijos de Israel, los sacerdotes
con sus trompetas y los levitas con sus cítaras.
Luego José encargó a sus servidores médicos que embalsamaran a su padre, y
los médicos embalsamaron a Israel. Esto no agradó al Señor, que protestó:
-¿Tú crees que yo no soy capaz de preservar de la corrupción a mi amado
siervo?
Los médicos egipcios emplearon en ello cuarenta días, porque ese es el
tiempo que se emplea con los embalsamados. Y los egipcios le lloraron
durante setenta días. Es el tiempo de luto que suelen guardar los egipcios
por los personajes más importantes. Pero, comenta Ruperto, que Egipto guarde
un luto tan prolongado no es un ejemplo que deban imitar quienes se profesan
peregrinos y extranjeros sobre la tierra, y que no tienen aquí una ciudad
estable, sino que buscan la eterna (Hb 11,13-16). La sabiduría de Dios nos
enseña: "Llora al muerto, pues la luz le abandonó, llora también al necio,
porque perdió la inteligencia. Llora poco al muerto, porque ya reposa" (Si
22,11). Hay que lamentar más bien el que se prolongue el exilio (Sal 120,5)
para quienes esperan una patria mejor y una ciudad mejor.
Transcurridos los días de luto por Jacob, habló José a la casa de Faraón en
estos términos:
-Si he hallado gracia a vuestros ojos, por favor, haced llegar a oídos de
Faraón esta palabra: Mi padre me tomó juramento diciendo: Yo me muero. En el
sepulcro que yo me labré
en el país de Canaán, allí me has de sepultar. Ahora, pues, permíteme que
suba a sepultar a mi padre, y luego volveré.
Dijo Faraón:
-Sube y sepulta a tu padre como él te hizo jurar.
Subió José a enterrar a su padre, y con él subieron todos los servidores de
Faraón, los más viejos de palacio, y todos los ancianos de Egipto, así como
toda la familia de José, sus hermanos y la familia de su padre. Tan sólo a
sus pequeños, sus rebaños y vacadas, dejaron en el país de Gosen. Subieron
con él además carros y aurigas: un cortejo muy considerable. Llegados a
Goren Haatad, que está allende el Jordán, hicieron allí un duelo muy grande
y solemne, y José lloró a su padre durante siete días. Siete días son los
días de duelo en Israel, pues dicen los sabios que cuando el luto es
demasiado largo ya no se llora por el difunto, sino que cada uno llora por
sí mismo. Todos van a casa del difunto, pero cada uno lamenta sus propias
desgracias.
Los cananeos, habitantes del país, vieron el duelo en la era del Espino y
dijeron:
-Duelo de importancia es ése de los egipcios.
Por eso el lugar, que está allende el Jordán, se llamó Abel Misráyim, Prado
de los Egipcios.
Sus hijos, pues, hicieron por Jacob como él les había mandado; le llevaron
sus hijos al país de Canaán, y le sepultaron en la cueva del campo de la
Makpelá, el campo que había comprado Abraham en propiedad sepulcral a Efrón
el hitita, enfrente de Mambré (50,1-13).