Interesante compendio de la vida de la Virgen María, y tristísima narración de la Pasión de su divino Hijo.
REVELACIÓN 9

Yo soy la Reina del cielo y Madre de Dios. Enseñándote el adorno y compostura que has de tener y la joya que has de llevar en tu pecho, quiero mostrarte otras cosas que yo hice desde que conocí a Dios, cuidadosa y solícita de mi salvación y de la guarda de su ley. Después que supe y estuve bien informada de que Dios era mi Creador y Juez de todas mis obras, lo amé cordialmente, y a cada momento pensaba en Él, y temía ofenderle por obra o por palabra. Después, habiendo yo oído que Dios había obrado, propuse firmemente no amar otra cosa que a Él, y todas las cosas del mundo me eran amargas como la hiel. Después de esto, cuando oí que el mismo Dios había de redimir el mundo y que había de nacer de una virgen, de tal manera lo amé, que no pensaba sino en Dios, ni quería otra cosa que a Él. Me aparté, en lo posible, de la conversación y presencia de mis padres y personas allegadas, y todo cuanto tuve se lo di a los pobres, no guardando para mí sino una moderada comida y vestido. No hubo cosa que me agradase sino solo Dios. Siempre desié vivir hasta que este soberano Señor naciese, por si acaso tenía yo tan buena suerte, que mereciese ser criada y sierva de la Madre de Dios.

Hice voto de guardar virginidad, con tal que fuese la voluntad de Dios, y de no poseer nada en este mundo; pero que si Dios quisiera otra cosa no se hiciese mi voluntad sino la suya, porque creía que lo podía todo, y que no querría sino lo que para mí fuese más útil y provechoso; de este modo le entregué toda mi voluntad. Llegado el tiempo en que, según la ley, las vírgines eran presentadas en el templo del Señor, fuí yo entre ellas, por obedecer a mis padres, pensando en mi ánimo, que para Dios no habia nada imposible, que el Señor sabía bien mi deseo, que era sólo quererle a Él, y que podía guardar mi virginidad, si le agradase, pero si no, que se haría su voluntad. Oí todas las cosas que se nos enseñaron y mandaron en el templo, y vuelta a casa, me inflamé en mayor amor de Dios, y cada día se aumentaban..en en mí nuevas llamas y deseos de su amor. Por eso me aparté de todos aun más de lo que solía, y estuve sola muchos días y noches, con temor de que ni mi boca hablase, ni mis oídos oyesen alguna cosa que fuera contra mi Dios, y que mis ojos no viesen cosa en que se deleitasen; y aun en el silencio tuve temor y congoja por si acaso callaba lo que debiera decir.

Padeciendo estas turbaciones a solas en mi corazón, puse toda mi esperanza en Dios; y luego se me ofreció a la mente su gran poder, cómo le sirven los ángeles y todas las criaturas; qué gloria es la suya tan inefable, tan eterna y sin fin. Maravillándome de todo esto, vi tres cosas admirables. Vi una estrella, pero no como las que resplandecen en el cielo; vi una luz, pero no como la que alumbra al mundo; percibí un olor, pero no como el de las plantas ni demás olores de la tierra, sino mucho más suave, tanto, que no se puede declarar, del cual fuí toda llena, y me extasiaba de gozo. En seguida oí una voz que no parecía de labios humanos, y al llegar a mis oídos temí mucho, creyendo sería alguna ilusión, mas al punto se me apareció el ángel de Dios, al modo de un hombre muy hermoso, aunque no vestido de carne mortal, y me dijo: Dios te salve, llena de gracia, etc. Al oirlo me maravillé de lo que podía significar, y por qué el angel profería semejante saludo. Conocíame y me creía indigna, no sólo para una cosa tal, sino para nada bueno; pero siempre con fe viva de que podía Dios hacer en mí lo que quisiese, y que nada le era imposible.

Entonces habló el ángel segunda vez y me dijo: Lo que nacerá de ti es santo, y será llamado Hijo de Dios, y se hará como a Él más le agradare. Con todo esto aún no me tenía por digna de tal merced, y así no pregunté al ángel por qué o cuando se haría esto, sino que indagué cómo había de suceder; puesto que yo soy indigna de ser la Madre de Dios, y además no conozco varón. Y respondióme el ángel: A Dios nada le es imposible, sino que se hará todo lo que él quisiere que se haga. Al oir estas palabras del ángel tuve fervientísimo deseo de ser la Madre de Dios, y mi alma enamorada de Dios le decía: Vedme aquí, Señor, hágase en mí vuestra voluntad. Y al pronunciar yo estas palabras, en el mismo instante fué concebido en mis entrañas, con extraordinario gozo y alegría de alma y cuerpo, mi Hijo santísimo. Todo el tiempo que le tuve en mis entrañas, anduve sin molestia, ni sentír pesadez alguna, y como sabía que era Omnipotente el que traía en mi seno, humillábame en todas las cosas. Cuando di a luz el que venía a ser la luz del mundo, fué sin dolor ni pena alguna, a la manera que lo concebí, y con tanta alegría de alma y cuerpo, que a causa del excesivo gozo no sentían mis pies la tierra que pisaban; saltando mi alma con inefable júbilo, quedando mi ser sin lesión ni daño de mi virginidad.

Al verlo y contemplar su mucha hermosura, se inundó mi alma de contento, aun sabiendo que era indigna de tal Hijo. Mas cuando consideraba en sus manos y pies los sitios por donde habían de penetrar los clavos, según lo habían predicho los profetas, mis ojos se llenaban de lágrimas y mi corazón casi se partía de tristeza. Mas cuando mi Hijo veía mis ojos anegados en lágrimas, se entristecía de muerte, y yo tornaba a considerar el poder de su Divinidad, consolándome al saber que él lo quería y que convenía así. De este modo sujeté mi voluntad a la suya y siempre mi alegría estaba mezclada de dolor. Llegado el tiempo de la Pasión de mi Hijo, sus enemigos lo prendieron, dándole golpes en el cuello y mejillas, y escupiéndole se mofaron de él. Hiciéronle desnudar de sus vestiduras, y además, que pusiera sus manos en una columna, atándoselas sin misericordia, y hallándose de esta suerte, desnudo por completo, padeció aquella vergüenza de su desnudez. Huyeron sus amigos, y sus enemigos lo cercaron, y comenzaron a azotar su purísimo y santísimo cuerpo.

Al primer azote, yo, que en espíritu estaba la más cerca, caí en tierra como muerta, y tornando en mí, vi su cuerpo azotado y llagado hasta las costillas que se veían por las heridas, y lo que todavía era más cruel, cuando se levantaban hacia atrás las cuerdas, llevaban tras sí los pedazos de su carne, y se la dejaban surcada y como si estuviera arada. Cuando estaba de esta suerte mi Hijo todo bañado en sangre y despedazado, sin haber en todo su cuerpo cosa sana, ni donde se pudiera dar un azote, un hombre riñó a los verdugos con enojo, diciéndoles: ¿Por ventura queréis matar a este hombre antes que lo juzguen? Y al punto le cortó las ligaduras que le sujetaban. Una vez libre las manos, mi Hijo se vistió como pudo y vi el lugar donde estaban sus piés, todo lleno de sangre, y por la que dejaban las huellas de mi Hijo, sabía yo sus pasos, porque al andar, dejaba la tierra empapada en ella. No le dieron espacio para que se vistiese, sino con gran prisa y a empellones, lo llevaron como a un ladrón, limpiándose él la sangre que tenía en los ojos. Después de haberlo sentenciado, pusiéronle sobre los hombros la cruz, y habiéndola llevado un poco, tomósela otro para ayudarle. Caminando entre tanto mi Hijo al lugar donde había de morir, unos le daban golpes en el cuello, otros en la cara, con tanta fuerza y vehemencia, que aunque yo no lo veía, oía claramente el sonido de los golpes. Llegando yo con él al lugar de su Pasión, vi todos los instrumentos con que le habían de dar muerte.

Así que estuvo allí mi Hijo, desnudóse él mismo de sus vestiduras, y decian los verdugos: Estas vestiduras son nuestras, que no se las ha de tornar a poner, porque está condenando a muerte. Y estando mi querido Hijo desnudo por completo, dióle uno de los que allí se hallaban, un paño con que cubrir parte de su desnudez, lo cual hizo con mucho contento. Después, los crueles ministros le cogieron y tendieron en la cruz, clavando la mano derecha en el agujero que para el clavo estaba hecho, y atravesando la mano por la parte en que los huesos están más unidos; después, atando sogas a la muñeca de la otra mano, estiraron y clavaron de la misma manera. Clavaron luego el pie derecho y sobre él el izquierdo con dos clavos, de tal modo que todos sus nervios y venas se extendieron y desgarraron. Pusiéronle la corona de espinas en su reverenda cabeza, y apretáronsela de tal suerte, que con la sangre que salía, se llenaron sus ojos, se obstruyeron sus oídos, y toda su barba quedó afeada con la misma sangre que por ella corría.

Cuando mi Hijo se hallaba de esta manera lleno de sangre y clavado en la cruz, doliéndose de mí, que estaba sollozando junto a él, fijó los ojos llenos de sangre en Juan mi sobrino, y encomendóle que tuviese cuidado de mirar por mí. A esta sazón oí a unos que decían que mi Hijo era ladrón, otros que era un mentiroso, y otros que no había hombre más digno de muerte que El; y con esto se renovaba mi dolor. Pero como ya he dicho, al primer golpe que dieron en el clavo con que lo clavaron, caí como muerta; obscureciéronse mis ojos, manos y pies temblaban, y a causa de tanto dolor, no pude mirarlo hasta que lo acabaron de clavar. Púseme en pie, y vi a mi Hijo colgado de la cruz como si fuera un miserable, y yo, afligida con tal agonía, apenas me podía tener en pie. Cuando mi Hijo me vió junta con sus amigos llorando inconsolablemente, clamó a su Padre con voz llorosa y alta, diciendo: Padre, ¿por qué me has desamparado?

Como si dijera: No hay quien tenga misericordia de mí sino en vos, Padre mío. Entonces se le pusieron los ojos medio muertos, las mejillas hundidas y el semblante fúnebre, la boca abierta y la lengua llena de sangre, el vientre estaba pegado a las espaldas, como si en medio no tuviera entrañas. Todo el cuerpo lo tenía amarillo y lánguido, por la mucha sangre que había derramado; los pies y manos yertos y extendidos en la misma cruz, adaptándose a la forma y manera de ella; el cabello y barba todo rociado en sangre. Y aunque su cuerpo estaba tan maltratado y llagado, sólo su corazón se mantenía vigoroso, porque era de una naturaleza excelente y robustísima, pues de mi carne tomó un cuerpo muy puro y perfectamente complexionado. Tenía el cutis tan tierno y delicado, que por pequeño que fuese el golpe que se diera. Al punto salía sangre, y esta sangre era tan delicada, que se veía por su cutis como por un cristal.

Y como mi Hijo era de tan fuerte complexión y naturaleza, luchaba la vida con la muerte en su lacerado cuerpo; porque unas veces subía el dolor desde los miembros y destrozados nervios, hasta el corazón, que era robustísimo e incorrupto, y lo molestaba con increíble dolor y tormento; y otras veces el dolor del corazón bajaba a los lacerados miembros, y así se prolongaba su amarga muerte. Asediado por tamaños dolores, vió llorosos a sus amigos, los cuales más hubieran querido padecer aquella pena en sí, mediante su auxilio, y aun arder para siempre en el infierno, que verlo padecer a él de tal manera. Este dolor de mi Hijo, a causa del dolor de sus amigos, excedió a toda la amargura y tribulación que sufrío tanto en el cuerpo como en el corazón, porque los amaba muy tiernamente. Entonces con la demasiada congoja de su cuerpo, clamó al Padre de parte de su humanidad, diciendo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Cuando yo, su afligidísima Madre, le oí esta voz, temblaron todos mis miembros con amargo dolor de mi corazón, y todas cuantas veces pensaba después en ella, sonaba como de nuevo en mis oídos. Acercándose ya la hora de su muerte, rompíasele el corazón con la violencia de los dolores; todos sus miembros temblaban; la cabeza, alzándose un poco, se tornaba a caer; la boca estaba abierta; la lengua bañada toda en sangre. Sus manos se encogieron de donde habían sido clavadas, y los pies sustentaban más el peso de su cuerpo. Sus dedos y brazos se extendían, en cierto modo, y las espaldas hacían gran fuerza en la cruz. Hallándose en este estado, dijeron: Maria, ya es muerto tu Hijo.

Y otros me decían: Murió, pero él resucitará. Después que todos se hubieron marchado, vino uno que clavó una lanza en el costado de mi Hijo, con tanto vigor, que casi salió por el lado opuesto del costado, y al sacar la lanza, quedó el hierro teñido en sangre roja. Paracíame entonces que mi corazón había sido atravesado, según había visto que lo fué el de mi carísimo Hijo. Bajáronle de la cruz y lo recibí en mi regazo, que no parecía sino un leproso, todo lívido y acardenalado; porque los ojos estaban ya muertos y llenos de sangre, la boca fría como la nieve, la barba erizada, la cara contraída, las manos y brazos tan descoyuntados, que no se podían tener sino poniéndolos encima de su vientre. De la manera que estuvo en la cruz lo tuve en mi regazo, como un hombre que le han dado tormento en todo su cuerpo. Envolviéronlo después en una sábana limpia, y yo seque con mis ropas de lino sus heridas y le limpié sus llagas, y le cerré los ojos y la boca, que en su muerte habían quedado abiertos. Y por último, lo pusieron en el sepulcro. !Oh! !Cuán de buena gana me hubiera yo enterrado allí viva con mi Hijo, si esta hubiera sido su voluntad! Concluido todo esto, vino aquel bondadoso Juan, y me condujo a casa. Ves aquí, hija mía, cuánto padeció por ti mi Hijo.