Oidme, Señora, dijo san Juan Evangelista a la Madre de Dios, vos que sois Virgen y Madre de un solo Hijo, Madre del Unigénito de Dios, Creador y Redentor de todas los hombres.
Haré lo que me pides, dijo la Virgen a san Juan, pues te pareciste tanto a mí, que fuiste virgen aunque varón, y tuviste una muerte muy semejante a la mía. Yo me quedé como dormida al separarse el alma del cuerpo y desperté en un perpetuo gozo; y merecí esto, porque fuí la que padeció mayor amargura que todos en la muerte de mi Hijo, y por eso quiso Dios sacarme del mundo con una muerte suavísima. Tú también fuiste el más allegado a mí entre todos los Apóstoles, el que recibiste mayores muestras de amor, y sentiste con mayor amargura la Pasión de mi Hijo, que presenciaste más de cerca que todos; y porque viviste más que todos tus hermanos, en el martirio de cada uno de ellos puede decirse que fuiste también mártir. Por esto fué voluntad de Dios llamarte de este mundo con una muerte suavísima después de mí, porque la Virgen fué encomendada a uno que también lo era. Así, pues, se hará según lo has pedido, y será sin tardanza.
Un acuñador de moneda, que es el demonio, funde y acuña su moneda, esto es, al que le sirve obedeciendo a sus sugestiones y tentaciones, hasta que lo deja según quiere; y después de corromper la voluntad del hombre, y de inclinarlo a los deleites de la carne y al amor del mundo, le pone sus armas y sobreescrito, porque entonces por las señales exteriores, aparece claramente a quien ama de todo corazón. Y cuando el hombre pone por obra su deseo, y quiere involucrarse en negocios de mundo más de lo que requiere su estado, y haría muchas cosas malas y las querría si pudiese, entonces es ya perfecta moneda del demonio.
Dos clases de monedas hay, hija mía, una de Dios y otra del demonio. La moneda de Dios es de oro resplandeciente dúctil y preciosa; y así, toda alma que tiene el sello de Dios, está resplandeciente con la caridad divina, dúctil con la paciencia, y preciosa con la continuación de las buenas obras. Toda alma buena está, pues, hecha por la virtud de Dios y probada con muchas tentaciones, por medio de las cuales considerando el alma su origen y defectos, y la piedad y paciencia de Dios con ella, se hace tanto más preciosa a Dios, cuanto más humilde sea, más sufrida y más cuidadosa en mirar por sí.
Pero la moneda del diablo es de cobre y plomo. De cobre, porque se le parece y tiene la misma dureza, pero no es dúctil como el oro: así es el alma del pecador, parécele a esta que es justa, a todos juzga y a todos se antepone; es inflexible para las obras de humildad, tría en las buenas prácticas, terca en su parecer, admirable para el mundo y aborrecible a Dios. Es también de plomo la moneda del diablo, porque es fea, blanda, flexible y pesada; así el alma del pecador es fea en sus placeres voluptuosos, pesada con la codicia del mundo, y flexible como una caña a cuanto le inspira el demonio, y aun a veces está más pronta para obrar mal, que el demonio para tentarla.
Mas dondequiera que se hallare alguna moneda nueva, se ha de poner en manos de algún inteligente, que sepa el peso y forma que deba tener. Pero es difícil de hallar un inteligente.
Hija mía, por siete señales podrás conocer el Espíritu Santo, y el espíritu inmundo. La primera señal, es que el Espíritu de Dios hace envilecer para el hombre el mundo, cuya honra la estima en su corazón como si fuese aire: la segunda, es que inflama en amor de Dios al alma, y la resfría para todos los deleites de la carne: la tercera, que inspira y enseña paciencia y a gloriarse solamente en Dios: la cuarta, es que incita a amar al prójimo y a compadecerse hasta de los enemigos: la quinta, es que inspira completa castidad hasta en las cosas mínimas: la sexta, es que enseña a confíar en Dios en todas las tribulaciones, y a gloriarse en ellas: y la séptima señal, es que da el deseo de querer morir y estar con Jesucristo, antes que prosperar en el mundo y mancharse con el pecado.
Otras siete señales tiene el espíritu malo por donde es conocido. La primera, hace gratas las cosas del mundo y enojosas las del cielo: la segunda, hace apetecer las honras y olvidarse espiritualmente de sí mismo: la tercera, excita en el corazón el odio y la impaciencia: la cuarta, hace al hombre audaz contra Dios y pertinaz en su parecer: la quinta, le hace paliar sus pecados y excusarlos: la sexta, le inspira la flaqueza de ánimo y todas las impurezas de la carne, y la séptima, le promete esperanza de vivir mucho y vergüenza de confesarse. Mira, pues, hija, con gran recato tus pensamientos, no sea que te engañe este espíritu maligno.
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