El glorioso Príncipe de los apóstoles se aparece a santa Brígida, estimulándola con su ejemplo al ejercicio de las virtudes y al dolor de sus culpas.
REVELACIÓN 4

Tú, hija, dijo san Pedro a santa Brígida, me comparaste con el arado que hace surcos anchos y destruye las raíces. Y me comparaste bien, porque fuí tan perseguidor de los vicios y tan amonestador de la virtud, que hubiera deseado convertir a Dios todo el mundo, aunque me costara la vida y toda clase de trabajos. Me era Dios tan dulce para pensar en él, tan dulce para hablar de él, y tan dulce para obrar por su amor, que todo cuanto no era Dios me servía de hiel y de pena. Con todo eso, también Dios fué amargo para mí, no por sí, sino por mí mismo; por que siempre que pensaba lo mucho que había pecado, y cómo lo negué, lloraba amargamente, porque ya sabía amar perfectamente, y no había para mí manjar tan dulce como las lágrimas.
Me pides que te dé memoria, porque eres olvidadiza y descuidada. Ya has oído cuán poco tuve yo, pues me había obligado con juramento a estar firme y morir con el mismo Dios, y con sólo una pregunta de una mujer, negué la verdad misma, porque Dios me dejó en mí mismo, y yo mismo no me conocía. Lo que saqué de mi negación y caida fué, que considerando que yo no era nada por mí, me levanté y corrí a la misma verdad, que es Dios, el cual imprimió tanto en mi corazón la memoria de su nombre, que ni la presencia de los tiranos, ni los azotes y tormentos, ni la muerte misma, fueron bastantes para borrarlo de mi memoria.
Haz tú lo mismo, hija mía, levántate y acude con humildad al que es Maestro y sabe dar memoria, y pídesela, pues solo él es poderoso para todo; y te ayudaré a pedírselo, para que participes de la semilla que yo dejé sembrada en la tierra.