De dos espíritus, esposa mía, dijo Jesucristo, le vienen a las almas los pensamientos e inspiraciones: el uno es espíritu bueno, y el otro malo. El bueno persuade al hombre que piense en las cosas futuras y celestiales y que no ame las terrenas; y el malo le persuade a que ame lo que ve, le desfigura y quiere que se contemporice con los pecados, pretesta flaqueza y le propone el ejemplo de los débiles.
Quiero decirte cómo estos dos espíritus inflaman el corazón de aquella Princesa conocida tuya, de quien ya te he hablado. El espíritu bueno le habla inspirándole estos pensamientos: Pesada carga son las riquezas, las honras del mundo son aire, los deleites de la carne son sueño, la alegría pasa en un instante, todo lo del mundo es vanidad, el juicio futuro es inevitable, y el verdugo, que es el demonio, muy cruel. Y así me parece cosa demasiado dura haber de dar tan estrecha cuenta por adquirir riquezas transitorias, que padezca deshonra el espíritu por un poco de viento, sufrir larga tribulación por un deleite momentáneo, y tener que dar cuenta al que todo lo sabe, aun antes que se haga. Más seguro es dejar muchas cosas y tener que dar menor cuenta, que estar enredado en mil laberintos y tener que dar una cuenta larga y penosa.
Muy al contrario le aconseja con sus inspiraciones el espíritu malo: Déjate de esos pensamientos, pues Dios es manso y fácilmente se aplaca. Posee con descuido los bienes que tienes, da espléndidamente; porque para esto naciste, para ser alabada, y para dar al que te pida. Pues si dejas las riquezas, tendrás que servir a los que a ti te sirvieron, y se disminuirá tu honra y se aumentará tu menosprecio, porque al pobre no hay quien lo mire a la cara, ni lo consuele, y te será duro habituarte a nuevas costumbres, a domar la carne con usos extraños y a vivir en servidumbre. Por tanto, permanece firme en la honra que posees, conserva tu puesto como reina, arregla tu casa de suerte que todos te alaben; pues dirán que eres inconstante si variases de posición, y así prosigue en lo comenzado, y serás gloriosa con Dios y con los hombres.
Luego le vuelve a decir el espíritu bueno: Bien sabes que hay dos cosas eternas, el cielo y el infierno, y que todo el que ame a Dios sobre todas las cosas, no entrará en el infierno, pero el que no ame a Dios, no poseerá el cielo. Por el camino que va al cielo anduvo el mismo Dios hecho hombre, y lo dejó llano con sus milagros y muerte, y enseñó de cuánta estima son las cosas del cielo, cuán vanas las de la tierra, y cuán grande es la malicia del demonio. Al mismo Dios imitaron su Madre y todos los Santos, los cuales sufrieron toda clase de pena, y quisieron más perder todas las cosas y las propias vidas, que los bienes celestiales y eternos. Así, pues, es más seguro dejar con tiempo la honra y las riquezas, que poseerlas hasta la muerte; no sea que creciendo el dolor en los últimos momentos, se disminuya la memoria de los delitos, y arrebaten todo lo que han reunido aquellos que nada se cuidan de su salvación.
El espíritu malo le torna a replicar: Deja esos pensamientos. Los hombres son flacos, y Jesucristo es Dios y hombre. No es razón que quieras igualar tus obras con las de los santos, que tuvieron tanta gracia y familiaridad con Dios. Bástales a los hombres esperar conseguir el cielo, vivir según su flaqueza y redimir sus pecados con oraciones y limosnas; porque es cosa de niños y de necios emprender lo que no conocen y no poderlo terminar.
La buena inspiración le dice de nuevo: Bien veo que soy indigna de igualarme con los santos, pero segurísima cosa es procurar ser buena y perfecta. ¿Qué importa emprender lo no acostumbrado? Dios es poderoso para dar auxilio. Pues acontece con frecuencia ir por un camino un señor poderoso y un pobre que va a pie, y aunque el señor llega antes a la posada porque va en buena cabalgadura, y descansa y come regaladamente antes que el pobre llegue; pero al fin llega también el pobre a la posada, y come de las migajas que le sobraron al señor; y si dejara el camino por verse pobre y el otro rico, ni llegara a la posada y descanso que tenía el señor, ni comiera de sus sobras. Así también, aunque conozco mi indignidad para medirme con los santos, no obstante, quiero caminar tras ellos, para que ya que por mí no merezca cosa, participe a los menos de sus merecimientos.
Dos cosas, continúa la reina, combaten mi ánimo. Primeramente, que si me quedo en mi tierra, la soberbia se ha de señorear de mí; el amor de los deudos que han de querer que los ayude me ha de distraer; la superfluidad de criados y riqueza me es cosa pesada. Y así, mejor consejo es y más me agrada bajarme del trono de la soberbia y humillar con peregrinaciones mi cuerpo, que estarme en mis honras y añadir pecados a pecados. En segundo lugar, combate mi ánimo la pobreza del pueblo y su clamoreo, pues en vez de ayudarle le cargo más tributos para mi gasto. Preciso es, pues, tomar buen consejo.
Responde la mala inspiración y sugestión diabólica: Peregrinar es de ánimos inconstantes, y la misericordia es más aceptable a Dios que todos los sacrificios. Si sales de tu patria, así que se sepa, te robarán y se apoderarán de ti los salteadores y bandoleros; y entonces, en vez de libre serás esclava, en vez de rica serás pobre, en lugar de honra tendrás oprobio, y en lugar de descanso padecerás tribulación.
Vuelve a inspirarle el espíritu bueno y le dice en su mente: He oído que hubo un cautivo que puesto en una fuerte torre, tuvo en aquellas tinieblas y cautiverio más consuelo y contento que jamás había tenido con bienes y auxilios temporales. Por tanto, si Dios gusta que yo sea afligida con tribulaciones, será para mayor bien mío, pues es piadoso para consolarme y está dispuesto a ayudarme, principalmente si salgo de mi tierra sólo por hacer penitencia de mis pecados y por alcanzar el amor de Dios.
Vuélvele a decir el mal espíritu: Si fueses indigna de los consuelos de Dios y estuvieres impaciente en la humildad y pobreza, entonces te arrepentirás de haber emprendido esa vida rigurosa, tendrás un bastón en las manos en vez de anillos, llevarás un andrajo en la cabeza en vez de corona y un pobre saco en vez de la púrpura real.
Vuelve a decirle el espíritu bueno: No es cosa nueva lo que intentas, que santa Isabel, hija del rey de Hungría, criada con mucho regalo y casada como hija de tal rey, pasó gran pobreza y menosprecio, y tuvo de Dios mayor consuelo y más preciosa corona, que si hubiese permanecido entre todas las honras y placeres del mundo.
¿Qué harás, le dice el mal espíritu, si te entregare Dios en manos de hombres facinerosos que se apoderen de ti y te injurien con deshonra? ¿Con qué verg enza podrás vivir en el mundo? Entonces te arrepentirás de tu pertinacia, y quedará tu linaje afrentado y lloroso; entonces se apoderará de ti la impaciencia, reinará la ansiedad en tu corazón, serás ingrata con Dios y desearás acabar tu vida, porque no te atreverás a presentarte entre gentes, cuando te veas difamada en boca de todos.
Atiende, dice el buen espíritu, lo que está escrito de la virgen santa Lucía, quien, no obstante la perversidad del tirano, perseveró en su fe y confianza que tenía en la bondad de Dios, y dijo: Aunque sea ultrajado mi cuerpo, soy no obstante, inocente, y se me doblará la corona. Y mirando Dios su fe, la conservó ilesa. Pues lo mismo digo yo: Dios, que no envía a nadie mayores tribulaciones de las que puede llevar, guardará mi alma, mi fe y mis buenos deseos, pues yo me pongo toda en sus manos, y no quiero más sino que se haga en mí su santa voluntad.
Y pues anda esta señora vacilando con estos pensamientos, dijo el Señor a santa Brígida, adviértele de mi parte tres cosas. Lo primero, que se acuerde en qué dignidad la puse; lo segundo, el amor que le he mostrado en su matrimonio; y lo tercero, con cuánta benignidad la he guardado y librado de todas sus enfermedades. Y más le dirás, que mire que ha de dar cuenta a Dios de todos sus bienes temporales, y hasta del último maravedí, cómo lo sacó y cómo lo ha gastado; que muy presto se le ha de pedir esta cuenta, y que no sabrá cuándo ha de ser; y que Dios no perdona más a la señora que a la esclava. Dile que yo le aconsejo tres cosas. Primero, que haga penitencia, confiese sus pecados y se enmiende de ellos, y ame a Dios de todo su corazón; lo segundo, que procure satisfacer acá y no ir al purgatorio; porque como el que no ama a Dios, es digno del infierno, así también el que no hace penitencia de los pecados cuando puede, es digno de purgatorio; y lo tercero, que deje amistades de mundo por amor de Dios, y vaya adonde hay un medio entre el cielo y la muerte, a fin de evitar la pena del purgatorio; pues para eso son las indulgencias, las cuales sirven para elevar y redimir las almas; indulgencias concedidas por los sumos Pontífices, y merecidas por los Santos de Dios con la sangre que derramaron.
|