La vida en común
" Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos
y en armonía ¡" (Sal. 135, 1). Vamos a examinar a continuación algunas
enseñanzas y reglas de la Escritura sobre nuestra vida en común bajo la
palabra de Dios.
Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista,
no se deduce que el cristiano tenga que vivir necesariamente entre otros
cristianos. El mismo Jesucristo vivió en medio de sus enemigos y, al final
fue abandonado por todos sus discípulos. Se encontró en la cruz solo,
rodeado de malhechores y blasfemos. Había venido para traer la paz a los
enemigos de Dios. Por esta razón, el lugar de la vida del cristiano no es la
soledad del claustro sino el campamento mismo del enemigo. Ahí está su
misión y su tarea. "El reino de Jesucristo debe ser edificado en medio de
tus enemigos. Quien rechaza esto renuncia a formar parte de este reino, y
prefiere vivir rodeado de amigos, entre rosas y lirios, lejos de los
malvados, en un círculo de gente piadosa. ¿No veis que así blasfemáis y
traicionáis a Cristo? Si Jesús hubiera actuado como vosotros. ¿Quién habría
podido salvarse?" (Lutero).
"Los dispersaré entre los pueblos, pero, aún lejos, se
acordarán de mí" (Zac. 10, 9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un
pueblo disperso, esparcido como la semilla "entre todos los reinos de la
tierra" (Dt 4, 27). Esta es su promesa y su condena. El pueblo de Dios
deberá vivir lejos, entre infieles, pero será la semilla del reino esparcida
en el mundo entero.
"Los reuniré porque los he rescatado..... y volverán"
(Zac. 10, 8 - 9) ¿Cuándo sucederá esto? Ha sucedido ya en Jesucristo que
murió "para reunir en uno a todos los hijos de Dios dispersos" (Jn. 11, 52),
y se hará visible al final de los tiempos, cuando los ángeles de Dios"
reúnan a los elegidos de los cuatros vientos, desde un extremo al otro de
los cielos" (Mt. 24, 31). Hasta entonces, el pueblo de Dios permanecerá
disperso. Solamente Jesucristo impedirá su disgregación; lejos, entre los
infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de sus Señor.
El hecho de que, en el tiempo comprendido entre la muerte
de Jesucristo y el último día, los cristianos puedan vivir con otros
cristianos en una comunidad visible ya sobre la tierra no es sino una
anticipación misericordiosa del reino que ha de venir. Es Dios, en su
gracia, quien permite la existencia en el mundo de semejante comunidad,
reunida alrededor de la palabra y el sacramento. Pero esta gracia no es
accesible a todos los creyentes. Los prisioneros, los enfermos, los aislados
en la dispersión, los misioneros, están solos. Ellos saben que la existencia
de la comunidad visible es una gracia. Por eso su plegaria es la del
salmista: "Recuerdo con emoción cuando marchaba al frente de la multitud
hacia la casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza de un pueblo en
fiesta" (Sal 42). Sin embargo, permanecen solos como la semilla que Dios ha
querido esparcir. No obstante, captan intensamente por la fe cuanto les es
negado como experiencia sensible. Así es como el apóstol Juan, desterrado en
la soledad de la isla de Patmos, celebra el culto celestial "en espíritu, el
día del Señor" (Ap. 1, 10), con todas las iglesias. Los siete candelabros
que ve son las iglesias, las siete estrellas, sus ángeles; en el centro,
dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del Hombre, en la gloria de su
resurrección, Juan es fortalecido y consolado por su palabra. Esta es la
comunidad celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del apóstol
desterrado.
Pese a todo, la presencia sensible de los hermanos es
para el cristiano fuente incomparable de alegría y consuelo. Prisionero y al
final de sus días, el apóstol Pablo no puede por menos de llamar a Timoteo,
"su amado Hno. en la fe", para volver a verlo y tenerlo a su lado. No ha
olvidado las lágrimas de Timoteo en la última despedida (2 Tm. 1, 4). En
otra ocasión, pensando en la iglesia de Tesalónia, Pablo ora a Dios "noche y
día con gran ansia para volver a veros" (1 Tes. 3, 10); Y el apóstol Juan,
ya anciano, sabe que su gozo no será completo hasta que no se esté junto a
los suyos y pueda hablarlos de viva voz, en vez de con papel y tinta (2 Jn.
12). El creyente no se avergüenza ni se considera demasiado carnal por
desear ver un rostro de otros creyentes. El hombre fue creado con un cuerpo,
en un cuerpo apareció por nosotros el Hijo de Dios sobre la tierra, en un
cuerpo fue resucitado; en el cuerpo el creyente recibe a Cristo en el
sacramento, y la resurrección de los muertos dará lugar a la plena comunidad
de los hijos de Dios, formados de cuerpo y espíritu.
A través de la presencia del hermano en la fe, el
creyente puede alabar al Creador, al Salvador y al Redentor, Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo. El prisionero, el enfermo, el cristiano asilado
reconoce en el hermano que les visita un signo visible y misericordioso de
la presencia de Dios trino. Es la presencia real de Cristo lo que ellos
experimentan cuando se ven, y su encuentro es un encuentro gozoso. La
bendición que mutuamente se dan es la del mismo Jesucristo. Ahora bien, si
el mero encuentro entre dos creyentes produce tanto gozo, ¡qué inefable
felicidad no sentirán aquellos a los que Dios permite vivir continuamente en
comunidad con otros creyentes! Sin embargo esta gracia de la comunidad que
el aislado considera como un privilegio es desdeñado y pisoteada por
aquellos que la reciben diariamente. Olvidamos fácilmente que la vida entre
cristianos es un don del reino de Dios que nos puede ser arrebatado en
cualquier momento y que, en un instante también, puede ser abandonados a la
más completa soledad. Por es, a quién le haya sido concedido experimentar
esta gracia extraordinaria de la vida comunitaria ¡qué alabe a Dios con todo
su corazón, que, arrodillado, le dé gracias, y confiese que es una gracia,
sólo gracia!
La medida en que Dios concede el don de la comunión
visible, varía. Una visita, una oración, un gesto de bendición, una simple
carta, es suficiente para dar al cristiano aislado la certeza de que nunca
está solo. El saludo que el ap6stol Pablo escribía personalmente en sus
cartas ciertamente era un signo de comunión visible. Algunos experimentan la
gracia de la comunidad en el culto dominical; otros, en el seno de una
familia creyente. Los estudiantes de teología gozan durante sus estudios de
una vida comunitaria más o menos intensa. Y, actualmente, los cristianos más
sinceros sienten necesidad de participar en "retiros", para convivir con
otros creyentes bajo la palabra de Dios. Los cristianos de hoy descubren
nuevamente que la vida comunitaria es verdaderamente la gracia que siempre
fue, algo extraordinario, "el momento de descanso entre los lirios y las
rosas" al que se refería Lutero.
La comunidad cristiana
Comunidad cristiana significa comunión en Jesucristo y
por Jesucristo. Ninguna comunidad cristiana podrá ser más ni menos que eso.
Y esto es válido para todas las formas de comunidad que puedan formar los
creyentes, desde la que nace de un breve encuentro hasta la que resulta de
una larga convivencia diaria. Si podemos ser hermanos es únicamente por
Jesucristo y en Jesucristo.
Esto significa, en primer lugar, que Jesucristo es el que
fundamenta la necesidad que los creyentes tienen unos de otros; En segundo
lugar, que sólo Jesucristo hace posible su comunión y, finalmente, que
Jesucristo nos ha elegido desde toda la eternidad para que nos acojamos
durante nuestra vida y nos mantengamos unidos siempre.
Comunidad de creyentes. El cristiano es el hombre que
ya no busca su salvación, su libertad y su justicia en sí mismo, sino
únicamente en Jesucristo. Sabe que la palabra de Dios, en Jesucristo lo
declara culpable aunque él no tenga conciencia de su culpabilidad, y que
esta misma palabra lo absuelve y justifica aún cuando no tenga conciencia de
su propia justicia. El cristiano ya no vive por sí mismo, de su
autoacusación y su autojustificación, sino de la acusación y justificación
que provienen de Dios. Vive totalmente sometido a la palabra que Dios
pronuncia sobre él, declarándole culpable o justo. El sentido de su vida y
de su muerte ya no lo busca en el propio corazón sino en la palabra que le
llega desde fuera, de parte de Dios. Este es el sentido de aquella
afirmación de los reformadores: nuestra justicia es una "justicia
extranjera" que viene de fuera (extra nos). Con esto nos remiten a la
palabra de Dios mismo nos dirige, y que nos interpela desde fuera. El
cristiano vive íntegramente de la verdad de la palabra de Dios en
Jesucristo. Cuándo se le pregunta ¿dónde está tu salvación, tu
bienaventuranza, tu justicia?, Nunca podrá señalarse a sí mismo, sino que
señalará a la palabra de Dios en Jesucristo. Esta palabra le obliga a
volverse continuamente hacia el exterior de donde únicamente puede venirle
esa gracia justificante que espera que cada día como comida y bebida. En sí
mismo no encuentra sino pobreza y muerte, y si hay socorro para él, sólo
podrá venirle de fuera. Pues bien, esta es la buena noticia; el socorro ha
venido y se nos ofrece cada día en la palabra de Dios que, en Jesucristo,
nos trae liberación, justicia, inocencia y felicidad.
Esta palabra ha sido puesta por Dios en boca de los
hombres para que sea comunicada a los hombres y transmitidos entre ellos.
Quien es alcanzado por ella no puede por menos de transmitirla a otros. Dios
ha querido que busquemos y hallemos su palabra en el testimonio del hermano,
en la palabra humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de
otros cristianos; son quienes verdaderamente pueden quitarle siempre sus
incertidumbres y desesperanzas. Queriendo arreglárselas por si mismo, no
hace sino extraviarse todavía más. Necesita del hermano como portador y
anunciador de la palabra divina de salvación. Le necesita a causa de
Jesucristo. Porque el Cristo que llevamos en nuestro propio corazón es más
frágil que el Cristo en la palabra del hermano. Este es cierto; aquel,
incierto. Así queda clara la meta de toda comunidad cristiana: permitir
nuestro encuentro para que nos revelemos mutuamente la buena noticia de la
salvación. Esta es la intención de Dios al reunirnos. En una palabra, la
comunidad cristiana es obra solamente de Jesucristo y de su justicia
"extranjera". Por tanto, la comunidad de dos creyentes es el fruto de la
justificación del hombre por la sola gracia de Dios, tal y como se anuncia
en la Biblia y enseñan los reformadores. Esta es la buena noticia que
fundamenta la necesidad que tienen los cristianos unos de otros.
Cristo mediador. Este encuentro, esta comunidad,
solamente es posible por mediación de Jesucristo. Los hombres están
divididos por la discordia. Pero "Jesucristo es nuestra paz" (Ef. 2,14'). En
él la comunidad dividida encuentra su unidad. Sin él hay discordia entre los
hombres y entre estos y Dios. Cristo es el mediador entre Dios y los
hombres. Sin él no podríamos conocer a Dios, ni invocarle, ni llegarnos a
él; Tampoco podríamos reconocer a los hombres como hermanos y acercarnos a
ellos. El camino está bloqueado por el propio "yo". Cristo, sin embargo, ha
franqueado el camino obstruido de forma que, en adelante, los suyos puedan
vivir en paz no solamente con Dios, sino también entre ellos. Ahora los
cristianos pueden amarse y ayudarse mutuamente; pueden llegar a ser un solo
cuerpo. Pero sólo es posible por medio de Jesucristo. Solamente él hace
posible nuestra unión y crea él vincula que nos mantiene unidos. Él es para
siempre el único mediador que nos acerca a Dios y a los Hermanos.
La comunidad de Jesucristo. En Jesucristo hemos sido
elegidos para siempre. La encarnación significa. Que, por pura gracia y
voluntad de Dios trino, el Hijo de Dios se hizo carne y acept6 real y
corporalmente nuestra naturaleza, nuestro ser. Desde entonces, nosotros
estamos en él. Lleva nuestra carne, nos lleva consigo. Nos tomó con él en su
encarnación, en la cruz y en su resurrección. Formamos parte de él porque
estamos en él. Por esta razón la Escritura nos llama el cuerpo de Cristo.
Ahora bien, si, antes de poder saberlo y quererlo, hemos sido elegidos y
adoptados en Jesucristo con toda la iglesia, esta elección y esta adopción
significan que le pertenecemos eternamente, y que un día la comunidad que
formamos sobre la tierra será una comunidad eterna junto a él. En presencia
de un hermano debemos saber que nuestro destino es estar unidos con él en
Jesucristo por toda la eternidad. Repitámoslo: comunidad cristiana significa
comunidad en y por Jesucristo. Sobre este principio descansan todas las
enseñanzas y reglas de la Escritura, referidas a la vida comunitaria de los
cristianos.
"Acerca del amor fraterno no tenéis necesidad de que os
escriba, porque vosotros mismo habéis aprendido de Dios a amaros, unos a
otros..... Pero os rogamos, hermanos que abundéis en ello más y más" (1 Tes.
4,9-10). Dios mismo se encarga de instruirnos en el amor fraterno; todo
cuanto nosotros podamos añadir a esto no será sino recordar la instrucción
divina y exhortar a perseverar en ella. Cuando Dios se hizo misericordioso
revelándonos a Jesucristo como hermano, ganándonos para su amor, comenzó
también al mismo tiempo a instruirnos en el amor fraternal; su perdón, a
perdonar a nuestros hermanos. Debemos a nuestros hermanos cuanto Dios hace
por nosotros. Por tanto, recibir significa al mismo tiempo dar, y dar tanto
cuanto se haya recibido de la misericordia y del amor de Dios. De este modo,
Dios nos enseña a acogernos como él mismo nos acogió en Cristo. "Acogeos,
pues. , Unos a otros como Cristo os acogió" (Rm. 15,7). Partir de ahí, y
llamados por Dios a vivir con otros cristianos, podemos comprender qué
significa tener hermanos, "Hermanos en el Señor" (Flp. 1,14) llama Pablo a
los suyos de Filipos. Sólo mediante Jesucristo nos es posible ser hermanos
unos de otros. Yo soy hermano de mi prójimo gracias a lo que Jesucristo hizo
por mí; mi prójimo se ha convertido en mi hermano gracias a lo que
Jesucristo hizo por mí. Todo esto de gran trascendencia. Porque significa
que mi hermano, en la comunidad, no es tal hombre piadoso necesitado de
fraternidad, sino el hombre que Jesucristo ha salvado, a quien ha perdonado
los pecados y ha llamado, como a mí a la fe y a la vida eterna. Por tanto,
lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra comunidad, no es
lo que nosotros podamos ser en nosotros mismos, con nuestra vida interior y
nuestra piedad, sino aquello que somos por el poder de Cristo. Nuestra
comunidad cristiana se construye únicamente por el acto redentor del que
somos objeto, y esto no solamente es verdadero para sus comienzos, de tal
manera que pudiera añadirse otro algún elemento con el paso del tiempo, sino
que sigue siendo así en todo tiempo y para toda la eternidad. Solamente
Jesucristo fundamenta la comunidad que nace, o nacerá un día, entre dos
creyentes. Cuanto más auténtica y profunda llegue a ser, tanto más
retrocederán nuestras diferencias personales, y con tanta mayor claridad se
hará patente para nosotros la única y sola realidad: Jesucristo y lo que él
ha hecho por nosotros. Unicamente por él nos pertenecemos unos a otros real
y totalmente, ahora y por toda la eternidad.
La fraternidad cristiana
En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en
este ámbito, nos empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo
que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana,
sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que piensa
va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra
parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios
deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve
amenazada- casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los
peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre
fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una
nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad
espiritual de la hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir
conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad
cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios, y, en
segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden
psíquico.
Muchas han sido las comunidades cristianas que han
fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico
que el cristiano, cuando entra en la comunidad. Lleve consigo un ideal de lo
que esta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios
destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y
por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica
comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos, ni siquiera unas
semanas, en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de
experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos enerva. Porque
Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad.
Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la
gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la
promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para
la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción,
comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue
hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para
el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier
precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada
de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse mas
tarde o más temprano a la ruina.
Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunión
humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser
destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio
sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad. Por más
honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.
Dios aborrece los sueños piadosos porque nos hacen duros
y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a
nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo.
Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos
conducimos como si nos correspondiera, a nosotros, crear una sociedad
cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno
tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de
falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos
que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los
hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra
amargura contra nosotros mismos.
Todo lo contrario sucede cuando estamos convencidos de
que Dios mismo ha puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra
comunidad y que, antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha
unido en un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entramos en la vida
en común con exigencias, sino agradecidos de corazón y aceptando recibir.
Damos gracias a Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradecemos que
nos haya dado hermanos que viven, ellos también, bajo su llamada, bajo su
perdón, bajo su promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le
damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a
compartir nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia. ¿No es
suficiente? ¿No nos concede cada día, incluso en los más difíciles y
amenazadores, esta presencia incomparable? Cuando la vida. en comunidad está
gravemente amenazada, por el pecado y la incomprensión, el hermano, aunque
pecador, sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la palabra de Cristo, y
su pecado puede ser para mi una nueva ocasión de dar gracias a Dios por
permitimos vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de
los hermanos puede ser para todos nosotros una hora verdaderamente
saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias
palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra de la obra que
realmente nos une a unos con otros, esto es, el perdón de nuestros pecados
por Jesucristo. Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando,
dejándonos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.
La gratitud
Igual que sucede en el ámbito individual, la gratitud es
esencial en la vida cristiana comunitaria. Dios concede lo mucho a quien
sabe agradecer lo poco que recibe cada día. Nuestra falta de gratitud impide
que Dios nos conceda los grandes dones espirituales que nos tienen
reservados. Pensamos que no debemos darnos por satisfechos con la pequeña
medida de sabiduría, experiencia y caridad cristianas que nos ha sido
concedida. Nos lamentamos de no haber recibido la misma certidumbre y la
misma riqueza de experiencias que otros cristianos, y nos parece que estas
quejas son un signo de piedad. Oramos para que se nos concedan grandes cosas
y nos olvidamos de agradecer las pequeñas (¿pequeñas?) que recibimos cada
día. ¿Cómo va a conceder Dios lo grande a quien no sabe recibir con gratitud
lo pequeño?
Todo esto es también aplicable a la vida de comunidad.
Debemos dar gracias a Dios diariamente por la comunidad cristiana a la que
pertenecemos. Aunque no tenga nada que ofrecemos, aunque sea pecadora y de
fe vacilante. ¡qué importa! Pero si no hacemos más que quejarnos ante Dios
por ser todo tan miserable, tan mezquino, tan poco conforme con lo que
habíamos esperado, estamos impidiendo que Dios haga crecer nuestra comunidad
según la medida y riqueza que nos ha dado en Jesucristo. Esto concierne de
un modo especial a esa actitud permanente de queja de ciertos pastores y
miembros "piadosos" respecto a sus comunidades. Un pastor no debe quejarse
jamás de su comunidad, ni siquiera ante Dios. No le ha sido confiada la
comunidad para que se convierta en su acusador ante Dios y ante los hombres.
Cualquier miembro que cometa el error de acusar a su comunidad debería
preguntarse primero si no es precisamente Dios quien destruye la quimera que
él se había fabricado. Si es así, que le dé gracias por esta tribulación. Y
si no lo es, que se guarde de acusar a la comunidad de Dios; que se acuse
más bien así mismo por su falta de fe; que pida a Dios que le haga
comprender en qué ha desobedecido o pecado y lo libre de ser un escándalo
para los otros miembros de la comunidad; que ruegue por ellos, además de por
sí mismo, y que, además de cumplir lo que Dios le ha encomendado, le dé
gracias.
Con la comunidad cristiana ocurre lo mismo que con la
santificación de nuestra vida personal. Es un don de Dios al que no tenemos
derecho. Sólo Dios sabe cuál es la situación de cada uno. Lo que a nosotros
nos parece insignificante puede ser muy importante a los ojos de Dios. Así
como el cristiano no debe estar preguntándose constantemente por el estado
de su vida espiritual tampoco Dios nos ha dado la comunidad para que estemos
constantemente midiendo su temperatura. Cuanto mayor sea nuestro
agradecimiento por lo recibido en ella cada día, tanto mayor será su
crecimiento para agrado de Dios.
La espiritualidad de la comunidad cristiana
La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar sino
una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos permite participar.
En la medida en que aprendamos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente
el fundamento, el motor y la promesa de nuestra comunidad en esa misma
medida aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con
serenidad.
Fundada únicamente en Jesucristo, la comunidad cristiana
no es una realidad de orden psíquico, sino de orden espiritual En
esto precisamente se distingue de todas las demás comunidades. La sagrada
Escritura entiende por "espiritual" el don del Espíritu Santo que nos hace
reconocer a Jesucristo como Señor y Salvador. Por "psíquico" en cambio, lo
que es expresión de nuestros deseos, de nuestras fuerzas y de nuestras
posibilidades naturales en nuestra alma.
Toda realidad de orden espiritual descansa sobre la
palabra clara y evidente que Dios nos ha revelado en Jesucristo. Por el
contrario, el fundamento de la realidad psíquica es el conjunto confuso de
pasiones y deseos que sacuden el alma humana. Fundamento de la comunidad
espiritual es la verdad revelada; el de la comunidad psíquica, el hombre y
sus deseos. Esencia de la primera es la luz "porque Dios es luz y en él no
hay tinieblas" (1Jn. 1,5), y "si andamos en la luz, como él está en la luz,
estamos en comunión los unos con los otros" (1 Jn. 1,7). Esencia de la
segunda, las tinieblas- "porque de dentro del corazón del hombre proceden
los malos pensamientos"(Mc. 7,21)- que envuelven toda iniciativa humana,
incluyendo los impulsos religiosos.
Comunidad espiritual es la comunión de todos los llamados
por Cristo, comunidad psíquica es la comunión de las almas de la caridad
fraterna, del ágape; la otra, del eros, del amor más o menos
desinteresado, del equivoco perpetuo. La una implica el servicio fraterno
ordenado; la otra, la codicia. La primera se caracteriza por una actitud de
humildad y de sumisión hacia los hermanos; la segunda, por una servidumbre
más o menos hipócrita a los propios deseos. En la comunidad espiritual
únicamente es la palabra de Dios la que domina; en la comunidad "piadosa" es
el hombre quién, junto a la palabra de Dios, pretende dominar con su
experiencia, su fuerza, su capacidad de sugestión y su magia religiosa. En
aquella sólo obliga la palabra de Dios; en ésta, los hombres pretenden
además sujetarnos a sí mismos. Y así, mientras una se deja conducir por el
Espíritu Santo, en la otra se buscan y cultivan esferas de poder e
influencia de orden personal - entre protestas de pureza de intenciones -
que destronan al Espíritu Santo, alejándolo prudentemente, porque aquí
la única realidad es lo "psíquico", es decir, la psicotécnica, el método
psicológico o psicoanalitico, aplicado científicamente, y donde el prójimo
se convierte en objeto de experimentación. En la comunidad cristiana
auténtica, por el contrario, es el Espíritu Santo, único maestro quien hace
posible una caridad y un servicio en estado puro, despojado de todo
artificio psicológico.
Tal vez pudiera ilustrarse con mayor claridad el
contraste entre comunidad espiritual y comunidad psíquica. En la comunidad
espiritual no existe, en ningún caso, una relación "directa" entre los que
integran la comunidad, mientras que en la comunidad psíquica se suele dar
una nostalgia profunda y totalmente instintiva de una comunión directa v
auténticamente carnal. Instintivamente el alma humana busca otra alma con
quien confundirse, ya sea en el plano amoroso o bien, lo que es lo mismo, en
el sometimiento del pr6~lmo a la propia voluntad de poder. Tal es el
esfuerzo extenuante del fuerte en busca de la admiraci6n, amor o temor del
débil.
O dominar a mi prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal
cono es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se
hizo hombre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó a la vida
eterna. En vista de que, antes de toda intervención por mi parte, Cristo ha
actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a
quien pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así. Esto es lo que
queremos decir cuando afirmamos que no podemos encontrar al prójimo sino a
través de Cristo. El amor psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo
que es y de lo que debe ser; quiere manipular su vida. El amor espiritual,
en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la
imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.
Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que
dice y hace, por su preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No
busca actuar sobre la emotividad del otro dando a su acción un carácter
demasiado personal y directo; renunciará a introducirse indiscretamente en
la vida del otro y complacerse en manifestaciones puramente sentimentales y
exaltadas de la piedad. Se contentará con dirigirse al prójimo con la
palabra transparente de Dios, dispuesto a dejarse a solas con ella para que
Cristo pueda actuar sobre él con entera libertad. Respetará la frontera que
Cristo ha querido interponer entre nosotros y se contentará con la comunidad
fundada en Cristo. Porque sabe que el camino más corto para acceder a los
otros pasa siempre por la oración, y que el amor al prójimo esta'
indisolublemente unido a la verdad en Cristo. Este es el amor que hace decir
al apóstol Juan: "No hay para mi mayor alegría que oír de mis hijos que
andan en la verdad" (3 Jn.1, 4)
El amor psíquico vive del deseo turbador incontrolado e
incontrolable; el amor espiritual vive en la claridad del servicio que le
asigna la verdad. El uno esclaviza, encadena y paraliza al hombre; el
otro le hace libre bajo la autoridad de la palabra. El uno cultiva
flores de invernadero; el otro produce frutos saludables que crecen, por
voluntad de Dios, en libertad bajo el cielo, expuestos a la lluvia, al sol y
al viento.
La comunidad forma parte de la iglesia cristiana
Es de vital importancia para toda comunidad cristiana
lograr distinguir a tiempo entre ideal humano y realidad de Dios, entre
comunidad de o/len psíquico y comunidad de orden espiritual. Por eso es
cuestión de vida o muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este
respecto. En otras palabras, la vida de una comunidad bajo la autoridad de
la palabra sólo se mantendrá vigorosa en la medida en que renuncie a querer
ser un movimiento, una sociedad, una agrupación religiosa, un collegium
pietatis, y acepte ser parte de la iglesia cristiana, una, santa y
universal participando activa o pacientemente en las angustias, las luchas
y' la promesa de toda la iglesia. Por eso toda tendencia separatista que no
esté objetivamente justificada por circunstancias locales, una tarea común o
alguna otra razón parecida, constituye un gravísimo peligro para la vida de
la comunidad a quien priva de eficacia espiritual empujándola hacia el
sectarismo. Excluir de la comunidad al hermano frágil e insignificante, con
el pretexto de que no se puede hacer nada con él, puede suponer, nada menos,
la exclusión del mismo Cristo, que llama a nuestra puerta bajo el aspecto de
ese hermano miserable. Esto nos debe inducir a proceder con sumo cuidado.
Podría parecer a primera vista que la confusión entre
ideal y realidad, entre psíquico y espiritual, tendría que darse más bien en
comunidades como el matrimonio, la familia o la amistad, donde lo psíquico
juega desde el principio un papel esencial y donde lo espiritual no se añade
sino después. Resultaría así que el peligro de confusión de esas dos
realidades no existiría sino para ese tipo de asociaciones, y que sería
prácticamente inexistente en una comunidad de carácter puramente espiritual.
Pensar así es un grave error. La experiencia y un examen objetivo de la
realidad prueban exactamente lo contrario. Generalmente, en el matrimonio,
en la familia o en la amistad cada uno es consciente de sus verdaderas
posibilidades con respecto a la vida en común; estas formas de sociedades
humanas, cuando permanecen sanas, permiten distinguir muy bien donde se
encuentra el límite entre lo psíquico y lo espiritual. Hacen que seamos
conscientes de la diferencia que hay entre estos dos ordenes de la realidad.
Y a la inversa, es precisamente en la comunidad de orden puramente
espiritual donde es de temer más la irrupción desordenada y sutil
obligaciones, influencias v servidumbre lo son todo aquí; y nos dan la
caricatura de lo constituye la auténtica comunidad en la que Cristo es el
mediador.
Existe una conversión de orden "psíquico". Se presenta
con toda la apariencia de una verdadera conversión. Es lo que sucede cuando
un hombre, abusando conscientemente de su poder personal, consigue inquietar
profundamente y someter 4un individuo o a una comunidad entera. ¿Qué ha
sucedido? El alma ha actuado directamente sobre otras almas y se ha
producido un verdadero acto de violencia del fuerte sobre el débil quien,
bajo la presión experimentada, termina por sucumbir. Pero sucumbe a un
hombre, no a la causa en sí. Esto se demuestra claramente en el momento en
que se requiere un sacrificio por la causa, independiente de la persona a la
que está sometido o en contradicción con la voluntad de éste. Aquí el
convertido "psíquicamente" falla estrepitosamente, manifestando así que su
conversión no era obra del Espíritu Santo, sino obra humana; por tanto, una
ilusión.
También existe un amor al prójimo de orden puramente
"psíquico".Capaz de los sacrificios
más inauditos, se entrega con tal ardor a las realidades
tangibles, que a menudo supera la auténtica caridad cristiana. Además, se
consume y subyuga. Sin embargo, es de este amor del que el apóstol dice: "Y
aunque repartiese todos mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a
las llamas - es decir, si alcanzase la cumbre del amor y del sacrificio - si
no tuviera caridad de nada me sirve" (1Cor. 13, 3).
El amor de orden psíquico ama al otro por sí mismo,
mientras que el amor de orden espiritual le ama por Cristo. De ahí que el
amor psíquico corre el peligro de buscar un contacto directo con el amado
sin respetar su libertad; considerándolo como su bien, intenta conseguido
por todos los medios. Se siente irresistible y quiere dominar. Un amor de
esta clase hace caso omiso de la verdad; la relativiza porque nada, ni la
misma verdad, debe interponerse entre él y la persona amada. El amor
psíquico, es ansia, no servicio; se desea al prójimo, su compañía, su amor.
Es deseo aún allí donde todas las apariencias hablan de servicio.
En dos aspectos - en realidad no son más que uno - se
manifiesta la diferencia entre amor espiritual y amor psíquico: el amor
psíquico no soporta que, en nombre de la verdadera comunidad, se destruya la
falsa comunidad que él ha imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es
decir, a quien se le oponga seria y obstinadamente. Ambas reacciones surgen
de la misma fuente: el amor psíquico es esencialmente deseo, y lo que desea
es una comunidad a su medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este
deseo, no lo abandonará ni por la misma verdad o la verdadera caridad.
Cuando no pueda satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibilidades y
se encontrará en un ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio,
desprecio y calumnia.
Aquí es precisamente donde entra en escena el amor de
orden espiritual, en el que lo
propio es servir y no desear. Ante su presencia, el amor
puramente psíquico se convierte en odio. Porque lo propio del amor psíquico
es buscarse a sí mismo y convertirse en ídolo que exige adoración y sumisión
total. Es incapaz de consagrar su atención y su interés a algo que no sea él
mismo. El amor espiritual, en cambio, cuya raíz es Jesucristo, le sirve sólo
a él y sabe que no hay otro acceso directo al prójimo. Cristo está entre el
prójimo y yo. Yo no sé de antemano, basándome en un concepto general de amor
y en una nostalgia interior, lo que es el amor al prójimo - para Cristo tal
sentimiento podría no ser sino odio o la forma más re finada de egoísmo -,
sino que es únicamente Cristo quien me lo dice en su palabra. En contra de
mis ideas y convicciones personales, él me dice cómo puedo amar
verdaderamente a mi hermano. Por eso el amor espiritual no acepta otra
atadura que la palabra de su Señor. Cristo puede exigirme, en nombre de su
caridad y su verdad, que mantenga o rompa el lazo que me une a otros. En
ambos casos debo obedecer a pesar de todas las protestas de mi corazón. El
amor espiritual se extiende también a los enemigos, porque quiere servir y
no ser servido. No nace este amor del hombre, ya sea amigo o enemigo, sino
de Cristo y su palabra. Procede del cielo, por eso el amor meramente
terrestre es incapaz de comprenderle, para él es algo extraño, una novedad
incomprensible.
Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está
permitido desear una comunidad
directa con mi prójimo. Unicamente Cristo puede ayudarle,
como únicamente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto significa que debo
renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar el elemento
psíquico. Creemos que esta clase de comunidad es no solamente peligrosa sino
que constituye un fenómeno absolutamente anormal. Donde la vida familiar, el
trabajo en común, en suma, la existencia diaria con todas sus exigencias, no
ocupan su lugar, son especialmente necesarias la vigilancia y la sangra
fría. La experiencia demuestra que los pequeños momentos de ocio son los más
propicios a la irrupción de lo psíquico. Es muy fácil despertar una
embriaguez comunitaria entre gente llamada a vivir algunos días la vida en
común; pero es una empresa extremadamente peligrosa para la vida diaria que
estamos a vivir en una fraternidad sana y lúcida.
La unión con Jesucristo
Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios no
conceda, al menos una vez en la vida, la gracia de experimentar la
felicidad que da una verdadera comunidad cristiana. Sin embargo, tal
experiencia constituye un acontecimiento excepcional añadido gratuitamente
al pan diario de la vida cristiana en común. No tenemos derecho a exigir
tales experiencias, ni convivimos con otros cristianos gracias a ellas. Más
que la experiencia de la fraternidad cristiana, lo que nos mantiene unidos
es la fe firme y segura que tenemos en esa fraternidad. El hecho de que Dios
haya actuado y siga queriendo obrar en todos nosotros es lo que aceptamos
por la fe como su mayor regalo; lo que nos llena de alegría y gozo; lo que
nos permite poder renunciar a todas las experiencias a las que él quiere que
renunciemos.
"!Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos
y en armonía". Así celebra la Sagrada Escritura la gracia de poder vivir
unidos bajo la autoridad de la palabra. Interpretando más exactamente la
expresión "en armonía", podemos decir ahora: es dulce para los hermanos
vivir juntos por Cristo, porque únicamente Jesucristo es el vínculo
que nos une. "Él es nuestra paz". Sólo por él tenemos acceso los unos a los
otros y nos regocijamos unidos en el gozo de la comunidad reencontrada.