Ritos de Conclusión de la Santa Misa
Catequesis del Papa Francisco
4 de abril de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena Pascua!
Veis que hoy hay flores: las flores dicen gozo, alegría. En algunos lugares
Pascua se llama también “Pascua florida” porque florece el Cristo
resucitado: es la flor nueva; florece nuestra justificación; florece la
santidad de la Iglesia. Por eso, tantas flores: es nuestra alegría. Toda la
semana celebramos Pascua, toda la semana.
Por eso repetimos, una vez más, todos nosotros , el deseo de “Buena Pascua”.
Digamos juntos: “Buena Pascua”, ¡todos! (Responden: ¡Buena Pascua!). Me
gustaría que deseásemos también una Buena Pascua –porque ha sido Obispo de
Roma- al querido Papa Benedicto, que nos ve por televisión. Al Papa
Benedicto, deseamos todos Buena Pascua. (Todos dicen: Buena Pascua). Y un
fuerte aplauso.
Con esta catequesis concluimos el ciclo dedicado a la misa, que es
precisamente la conmemoración, pero no solamente como memoria, se vive de
nuevo la Pasión y la Resurrección de Jesús. La última vez llegamos a la
Comunión y a la oración después de la Comunión. Después de esta oración la
misa termina con la bendición impartida por el sacerdote y la despedida del
pueblo (véase Instrucción general del Misal Romano, 90). Como había empezado
con la señal de la cruz, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, de nuevo es en el nombre de la Trinidad como se sella la misa, es
decir, la acción litúrgica.
Sin embargo, sabemos que cuando la misa termina, se abre el compromiso del testimonio cristiano. Los cristianos no van a misa para cumplir con una tarea semanal y luego se olvidan; no. Los cristianos van a misa para participar en la Pasión y Resurrección del Señor y vivir más como cristianos: se abre el compromiso del testimonio cristiano. Dejamos la iglesia para “ir en paz” a llevar la bendición de Dios a las actividades diarias, a nuestros hogares, al ambiente de trabajo, a las ocupaciones de la ciudad terrenal, “glorificando al Señor con nuestra vida”. Pero si salimos de la iglesia chismorreando y diciendo: “Mira ese, mira ese otro”, con la lengua larga, la misa no ha entrado en mi corazón. ¿Por qué? Porque no soy capaz de vivir el testimonio cristiano. Cada vez que salgo de misa, tengo que salir mejor que cuando entré, con más vida, con más fuerza, con más ganas de dar testimonio cristiano. A través de la Eucaristía, el Señor Jesús entra en nuestro corazón y en nuestra carne, para que podamos “expresar en la vida el sacramento recibido en la fe” (Misal Romano, colecta del lunes de la Octava de Pascua).
De la celebración a la vida, pues, conscientes de que la Misa halla su
cumplimiento en las elecciones concretas de los que se dejan involucrar en
primera persona en los misterios de Cristo. No debemos olvidar que
celebramos la Eucaristía para aprender a ser hombres y mujeres eucarísticos.
¿Qué significa esto? Significa dejar que Cristo actúe en nuestras obras: que
sus pensamientos sean nuestros pensamientos, sus sentimientos nuestros
sentimientos, sus decisiones las nuestras. Eso es la santidad: Hacer como
hizo Cristo es la santidad cristiana. San Pablo lo expresa con precisión
hablando de su asimilación a Jesús y dice así: “Con Cristo estoy
crucificado, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que
vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó
y se entregó a sí mismo por mí”. (Gal 2: 19-20). Este es el testimonio
cristiano. La experiencia de Pablo también nos ilumina a nosotros: En la
medida en que mortificamos nuestro egoísmo, es decir en que dejamos que
muera cuanto se opone al Evangelio y al amor de Jesús, se crea dentro de
nosotros un mayor espacio para la potencia de su Espíritu. Los cristianos
son hombres y mujeres que se dejan ensanchar el alma con la fuerza del
Espíritu Santo, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
¡Dejad que se os ensanche el alma” ¡No esas almas, así de estrechas y
cerradas, pequeñas, egoístas ¡no! Almas anchas, almas grandes, con grandes
horizontes… Dejaos ensanchar el alma con la fuerza del Espíritu, después de
haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Dado que la presencia real de Cristo en el Pan consagrado no termina con la
misa (cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1374), la Eucaristía se custodia
en el sagrario para la comunión de los enfermos y la adoración silenciosa
del Señor en el Santísimo Sacramento; de hecho, el culto eucarístico fuera
de la misa, ya sea en forma privada o comunitaria, nos ayuda a permanecer en
Cristo (cf. ibid.,1378-1380).
Los frutos de la Misa, por lo tanto, están destinados a madurar en la vida
cotidiana. Podríamos decir así, forzando algo la imagen: la Misa es como la
semilla, la semilla de trigo que después en la vida ordinaria crece, crece y
madura en las obras buenas, en las actitudes que hacen que nos parezcamos a
Jesús. Los frutos de la Misa, por lo tanto, están destinados a madurar en la
vida de cada día. En verdad, al acrecentar nuestra unión con Cristo, la
Eucaristía actualiza la gracia que el Espíritu nos ha dado en el Bautismo y
la Confirmación, para que nuestro testimonio cristiano sea creíble (véase
ibid., 1391-1392).
Todavía más, encendiendo en nuestros corazones el amor divino, ¿Qué hace la
Eucaristía? Nos separa del pecado: “Cuanto más compartimos la vida de
Cristo, a progresar en su amistad, tanto más difícil es separarnos de Él por
el pecado mortal” (ibid, 1395. ).
Participar habitualmente en el banquete eucarístico renueva, fortalece y
profundiza el vínculo con la comunidad cristiana a la que pertenecemos, de
acuerdo con el principio de que la Eucaristía hace la Iglesia (cf. ibid.,
1396), nos une a todos.
Por último, participar en la Eucaristía nos compromete con los demás,
especialmente con los pobres, educándonos a pasar de la carne de Cristo a la
carne de los hermanos, en los que espera ser por nosotros reconocido,
servido, honrado, amado (cf. ibíd., 1397).
Ya que llevamos el tesoro de la unión con Cristo en vasijas de barro (2 Cor
4,7), necesitamos regresar constantemente al santo altar, hasta que, en el
paraíso, saboreemos plenamente la felicidad del banquete de las bodas del
Cordero (cf. Ap 19.9).
Demos gracias al Señor por el camino de redescubrimiento de la Santa Misa
que nos ha concedido cumplir juntos, y dejémonos atraer con renovada fe a
este encuentro real con Jesús, muerto y resucitado por nosotros,
contemporáneo nuestro. Y que nuestra vida sea siempre “florida”, así, como
Pascua, con las flores de la esperanza, de la fe, de las buenas obras. ¡Qué
encontremos siempre fuerza para ello en la Eucaristía, en la unión con
Jesús! ¡Buena Pascua a todos!