CELEBRAR: Como saborear la celebración eucarística - J.B. Libanio sj
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Índice
6. El Credo y la Oración de los fieles
2. La presentación de ofrendas
9. Comunión y rito de conclusión
3. La distribución de la comunión
«Que la norma de la adoración
establezca la norma de la fe» (Indiculus de gratia)
Estas páginas están dirigidas a los fieles que frecuentan la celebración de
la Eucaristía, para que, a través de la participación en los ritos y los
símbolos, puedan adentrarse más profundamente en el misterio que están
viviendo. Nacen de la vivencia de la celebración y tienen como objetivo
conseguir que esta vivencia de la celebración sea aún más intensa.
No se trata de un comentario de la misa; tampoco es un libro sobre la
Eucaristía; no es más que un conjunto de indicaciones sencillas que
pretenden ayudar al fiel a participar con fervor y lucidez en la celebración
eucarística por medio de una mejor comprensión de los símbolos presentes en
ella. Abre un camino que permite lanzarse en cuerpo y alma a la celebración.
Por eso, aquí nos limitamos a seleccionar algunos símbolos y ritos, sin
abordarlos todos. Su meta es crear una actitud celebrativa.
El elemento fundamental es el símbolo, cuestión de la que se ocupan
diferentes disciplinas y sobre la que existe una abundante bibliografía. Sin
adentrarnos en tan apretado bosque teorético, seleccionamos algunos
elementos básicos para tratar de comprender mejor su importancia en la
liturgia. Pero dejamos a un lado muchos otros: las vestiduras sagradas, sus
colores, los tiempos litúrgicos, los utensilios, la arquitectura de los
templos, etc. Hay un refrán francés que viene a decir que toda elección -choix-
supone una cruz -croix-. Y la cruz significa limitación: una limitación con
la que contamos.
Tampoco es este un texto académico. Hemos renunciado a las citas literales
de otros autores, limitándonos a señalar, en ocasiones, su nombre, y a
proponer una breve bibliografía al final que anime a profundizar y completar
lo que aquí se dice. Como le dije, en tono de broma, al P Serafim, es una
especie de «teología de bar», donde la gente sencilla puede acudir a tomarse
algo.
La catequesis se ocupa más bien del conocimiento de la doctrina y la moral
católicas, elementos fundamentales. Pero, para seguir bien la liturgia, hace
falta, además de este conocimiento, una formación para el símbolo. El
símbolo no ha de explicarse, lo que no quita para que las personas hayan de
entrar en sintonía con él. Hay, en todo esto, un aspecto de espontaneidad e
intuición. Pero también ha de haber un aprendizaje.
La modernidad racionalista despreció los símbolos. La posmodernidad
religiosa nos confunde con un exceso de símbolos. Ambos extremos acaban por
producir el mismo efecto de desvalorización, con un déficit real a la hora
de captar la relevancia de los profundos símbolos que atraviesan nuestra
cultura y que pueblan nuestra existencia.
La pérdida del sentido de lo simbólico deshumaniza. Más aún, «animaliza». La
educación ha de cultivar enormemente la capacidad simbólica de los niños,
adolescentes y jóvenes. Y, para ello, la liturgia es una excelente escuela.
En muchas iglesias orientales, la catequesis de niños se desarrolla
principalmente por medio de su presencia en la liturgia, participando de su
riquísima simbología. Lentamente, van asimilando, como por ósmosis, el
sentido de lo sagrado, del misterio, punto fundamental e inicial de una
catequesis profunda.
Al recorrer los diferentes momentos de la celebración eucarística, tomamos
algunos símbolos, gestos o ritos y entretejemos algunas consideraciones
simbólicas. Pretendemos activar el gusto en el lector; despertar en él una
percepción más sutil de los símbolos en todas las celebraciones a las que
asista. Con los sentidos atentos al simbolismo, será capaz de descubrir, por
sí solo, otros muchos significados que, antes, estaban ocultos para él.
Los animales viven en el mundo de las cosas, de los instintos; sólo se
alimentan de comida. Los humanos, habitamos en el mismo mundo, pero además
creamos símbolos. Revestimos de simbolismo el comienzo y el final de la
vida. Sembramos de gestos simbólicos nuestras acciones más básicas, como el
comer. Véase la diferencia que hay entre ir directamente al alimento, como
el ganado que pasta, y preparar una mesa con mantel, cubiertos, flores
-llegado el caso-, fuentes y platos dispuestos de manera artística, personas
conversando y alegres por encontrarse juntas. Se trata de una escenificación
donde abundan los símbolos. Por desgracia, tendemos a animalizar las
comidas: engullimos un bocadillo comprado en cualquier bar, de pie o andando
por la calle, a toda prisa. ¿Qué diferencia habría con un perro que pasara
por el mismo sitio con un hueso en la boca?! Los autoservicios y los
establecimientos de comida rápida satisfacen perfectamente nuestras
necesidades de alimentación en cuanto animales, pero minan nuestra
sensibilidad simbólica en relación con las comidas.
Los símbolos hunden sus raíces en el terreno de nuestra constitución humana.
Somos animales simbólicos porque revestimos de sentido todo lo que hacemos;
interpretamos el mundo, las cosas, a los demás, nos interpretamos a nosotros
mismos. Y, al hacerlo, creamos símbolos. No se trata de ninguna fase
primitiva del ser humano que haya de superarse mediante la ciencia y la
técnica; es, más bien, algo constitutivo de su ser espiritual, corporal y
comunitario-interpersonal. El espíritu tomado aisladamente no necesita
símbolos visibles; el cuerpo, por sí solo, no entiende su significado. Un
individuo aislado no establece puentes con nadie. Pero, por nuestra
condición corporal, necesitamos de lo visible; por ser espirituales,
necesitamos un sentido, y por ser sociales, necesitamos relacionarnos con
los demás. El símbolo responde a esta triple dimensión del ser humano. Por
eso, la muerte del símbolo significa la deshumanización creciente de las
personas. En el suelo de la actividad humana simbólica, la liturgia planta
su acción y nos humaniza.
En cuanto personas en comunión con lo divino, en el memorial de la Pascua de
Jesús, necesitamos del puente del simbolismo. Los conceptos son demasiado
racionales, fríos, académicos, mientras que los símbolos contienen la
belleza multicolor de la creatividad y de la comunicación humanas. La
liturgia lanza un puente entre Dios y nosotros. Nos lleva hasta Dios y hace
que Dios descienda hasta nosotros.
Es de sobra conocida la etimología de «símbolo»: es una señal, un signo de
reconocimiento; en su origen -según el diccionario Houaiss- se trata de un
objeto partido en dos mitades; dos personas que comparten hospitalidad
custodian las dos mitades; cada uno lega en herencia la suya a sus hijos;
estas dos mitades, que se complementaban, servían para que sus depositarios
se reconocieran entre sí y para comprobar el vínculo de hospitalidad
establecido con anterioridad. Cada elemento del símbolo es garantía para la
otra parte, es un signo de reconocimiento del encuentro, es una construcción
que vincula dos realidades diferentes, pero que tienen relación. Revela
determinados aspectos de la realidad que duran más que otros medios de
conocimiento (Mircea Eliade).
En general, el símbolo se distingue del signo o de la señal porque estos
últimos suelen tener un sentido único, convencional, claro, lineal, plano,
sin profundidad existencial. El signo no remite a una realidad mayor, como
hace el símbolo. Así, cuando vamos a cruzar una calle, nos detenemos si el
semáforo está en rojo. La luz roja no es símbolo de nada, es tan sólo una
señal que nos indica que hemos de detenernos para evitar un atropello. Desde
niños, hemos aprendido a manejarnos con las principales señales de la
sociedad en que vivimos.
Si esta misma señal del semáforo en rojo estuviera dentro de un aula, los
alumnos empezarían a preguntarse por su significado. Surgirían diferentes
lecturas: estamos, entonces, ante un símbolo. Por su naturaleza. el símbolo
está abierto a distintos significados. El signo se refiere a algo de un
orden distinto de sí, mientras que el símbolo nos introduce en un mundo del
que forma parte el propio símbolo. La luz roja del semáforo no forma parte
del tráfico. Tiene que ver con él de forma convencional, su representación
es arbitraria. El pan forma parte de la Eucaristía, porque está implicado en
lo que se realiza en la Eucaristía. El símbolo admite distintos significados
que se perciben en el contexto en que se encuentra. Esto es lo que veremos a
lo largo de este libro cuando nos ocupemos de los símbolos litúrgicos, a
saber, que tienen muchos significados y que forman parte de la propia acción
litúrgica.
Hay un espacio en el que las personas los interpretan a partir de sus
experiencias, de su cultura, de su evolución humana y espiritual. El símbolo
une, en su interior, dos significados y dos sentidos: uno literal -por
ejemplo, pan, agua, aceite- y otro más profundo -Cuerpo de Cristo,
purificación del pecado, fortaleza en la lucha cristiana, respectivamente-
al que sólo se llega a través del primero, que nunca lo agota. El pan, el
agua, el aceite nunca agotan la realidad sacramental que simbolizan, pero
sin estas realidades el sacramento no existiría. La debilidad del símbolo es
la relativa opacidad que tiene respecto de lo que significa. Cuando
contemplamos el pan, no percibimos directamente el Cuerpo de Cristo, como
sucedería con un signo convencional. La riqueza del símbolo hace posible la
paradoja de que se pierda su verdadero significado en medio de una agitada
danza de los sentidos. El símbolo requiere formación, intuición,
sensibilidad artística para llegar mejor a él.
Los símbolos se entienden dentro de un contexto humano. Las flores no tienen
el mismo significado en un cumpleaños que en un funeral. Se interpretan en
función de cada una de estas dos situaciones humanas concretas. Si
desconocemos la situación, tampoco podemos entender los símbolos. Alguien
que desconozca por completo una celebración litúrgica se sentirá
absolutamente perdido en medio de sus símbolos, como si estuviera escuchando
un idioma extranjero que ignora. Los símbolos nos permiten reconocernos
entre nosotros y reconocer el mundo que nos rodea. Cumplen una función de
identificación de las personas. Cuando hacemos la señal de la cruz, estamos
confesando nuestra fe en Cristo crucificado. Nos identificamos con él,
pertenecemos a su Iglesia. De este modo, en la liturgia, los símbolos hacen
que nos reconozcamos como partícipes en el misterio pascual de Cristo en
forma de comida sacrificial. Y por ello, nos sometemos al orden que rige los
simbolismos. Es esta triple realidad -significado general de la acción
litúrgica, identificación de la fe cristiana eucarística y la disciplina que
rige tal acción- la que vuelve inteligibles los símbolos empleados.
El símbolo es la epifanía de un misterio (G. Durand). La comprensión de los
símbolos de la liturgia será mayor en la medida en que también lo sea el
conocimiento del misterio eucarístico. De ahí que, cuanto mejor entendamos
los símbolos, más penetraremos en el misterio que se celebra. Hay un mutuo
enriquecimiento. Una realidad supone la otra. Por medio de los símbolos nos
vinculamos a la realidad a la que apuntan. El pan y el vino en el simbolismo
eucarístico hacen que nos comprometamos con el misterio que significan. Los
símbolos no son neutros, nos obligan y nos comprometen. Si tendemos a
alguien la mano en señal de amistad, nos vinculamos a esa persona.
Los símbolos nos ponen en una situación de continua interpretación.
Prácticamente, no nos damos cuenta de las infinitas interpretaciones de
símbolos que hacemos cada día. Cuando alguien nos sonríe, ¿se trata de un
gesto de aceptación, de ironía, de desprecio? Aquí nos encontramos inmersos
en un vasto campo de significados a partir del símbolo de la sonrisa. La
liturgia eucarística es un auténtico bosque de símbolos que nos desafía,
permitiendo o impidiendo nuestro acceso al misterio, dependiendo de la
coherencia del símbolo con nuestra capacidad de comprensión del mismo. Los
símbolos sirven para conducirnos hacia el interior del misterio eucarístico
o, también, pueden extraviarnos por senderos equivocados.
El símbolo es histórico. En un determinado momento tiene un significado que
puede desaparecer después. Entonces hay que desmontarlo para rehacerlo,
renovarlo, recrearlo, si queremos permanecer fieles a la realidad que
transmite. No hay por qué recuperar o mantener símbolos que se han vuelto
totalmente ininteligibles o, peor aún, que se han entendido erróneamente.
Los estudios históricos, la vuelta a los orígenes de muchos símbolos, sirven
en la medida en que siguen siendo significativos o cuando pueden recuperar
un significado de manera comprensible.
Todos los símbolos que analicemos, vengan de donde vengan, tengan o no un
significado propio, se interpretarán dentro de la originalidad particular
del rito eucarístico, en cuanto «comida sacrificial», que los sitúa en otro
contexto histórico -la liturgia cristiana-, de compromiso existencial de la
vida cristiana y de comprensión de la relación del don que Dios nos ofrece y
al que nosotros respondemos. Todo esto es absolutamente original en la
Eucaristía, aunque los símbolos con su historia anterior nos ayuden a
profundizar en ella. La Eucaristía es lo que les da su sentido último, y no
al revés.
Para comprender qué es un símbolo, podemos distinguirlo de la alegoría. La
alegoría divide los signos, los símbolos, las parábolas en partes y busca un
significado conceptual para cada una de ellas. Amalario de Metz (775-850),
interpretando alegóricamente el cirio pascual, veía en la mecha la
representación de la divinidad de Cristo y, en la cera, su humanidad. La
alegoría dice otra cosa, mientras que el símbolo revela la cosa misma (L. M.
Chauvet).
Nuestros gestos y acciones también tienen un significado simbólico. El
cuerpo humano se convierte en nuestra primera fuente simbólica. Gracias a él
simbolizamos nuestra interioridad por medio de nuestro aspecto, de los
gestos de brazos y manos, de nuestra postura, de nuestros movimientos, de la
expresión de nuestro rostro, del modo de caminar, de estar sentados o
levantados. Con el cuerpo podemos componer innumerables acciones simbólicas.
La actividad litúrgica está repleta de gestos y de acciones simbólicas. Se
extienden los brazos en posición orante, se elevan a los cielos en señal de
adoración o de súplica, se abraza a otras personas, se camina en dirección
al ambón
o
al altar; nos arrodillamos, nos persignamos, cerramos los ojos, nos
golpeamos el pecho en señal de contrición; nos inclinamos ante el Sagrario,
se desarrollan procesiones y muchísimas más acciones, todas ellas cargadas
de significado. Somos un haz simbólico vivo y multiplicamos las acciones
simbólicas allá por donde pasamos.
Hoy en día se hace cada vez más importante revalorizar y llamar la atención
sobre los símbolos en la catequesis y en las celebraciones litúrgicas.
Vivimos en una sociedad contradictoria. El triunfo de la razón científica e
instrumental que reduce toda verdad a lo que se puede verificar y demostrar
experimentalmente dificulta la comprensión del símbolo en su genuino sentido
de alianza con la realidad más allá de la pura racionalidad. Lo socava poco
a poco desde dentro. Pero, por otro lado, desencadena un aluvión de otro
tipo de símbolo, instrumentalizado en función de la publicidad de bienes de
consumo
o
de las invitaciones al sexo y a la violencia. Nos ahogamos en una simbología
que invade nuestra fantasía por todas partes y quedamos embotados para
captar los símbolos del misterio sagrado.
También es cierto que, tras los símbolos de mercancía, se camufla
determinado tipo de sacralidad. La educación de cara a los símbolos
litúrgicos necesita discernimiento, un sentido de la trascendencia y del
misterio. La posmodernidad está sedienta de símbolos. Se trata de saciar
correctamente esta sed.
La Eucaristía pertenece fundamentalmente al mundo del símbolo y no al de la
cultura tecnológico-instrumental. El universo simbólico requiere tiempo,
serenidad y esfuerzo para poder saborearlo. Las prisas, los prejuicios, la
apatía destruyen nuestra capacidad simbólica, pues el símbolo no se presenta
de manera inmediata y directa, como los signos funcionales. Basta considerar
la rapidez con que niños y adolescentes manejan los signos del ordenador. Y,
por otro lado, la dificultad que tienen para entender el significado de los
símbolos.
Una celebración apresurada no permite que las personas saboreen la
simbología litúrgica. Esta incapacidad para hacerlo pone nerviosos a los
fieles y hace que quieran salir cuanto antes del templo. Pero también se
puede prolongar una celebración litúrgica hasta el aburrimiento, cuando se
multiplican en exceso las palabras, las introducciones y comentarios de lo
evidente o los cantos ruidosos e interminables. Es importante que haya
tiempo y silencio para poder saborear la riqueza simbólica de la liturgia y
no para perderse en farragosos discursos, especialmente con interminables
homilías moralizadoras que el predicador no sabe muy bien cómo terminar. Los
grupos de liturgia, que preparan y orientan las celebraciones, tienen que
mantener el equilibrio entre palabras, gestos, cantos y silencios y
ajustarse al espíritu de la celebración. Resulta molesta la falta de armonía
entre estos elementos y los simbolismos ajenos a la celebración o a la
sensibilidad humana.
«¿Quién podrá subir al monte del Señor? ¿Quién podrá estar en su recinto
santo? El hombre de manos inocentes y limpio corazón, que no entrega su alma
a la mentira» (Sal 24.3-4).
La celebración eucarística es hermosa cuando la comunidad participa en ella
con plena conciencia y total libertad. El que está presente en el templo no
es el signo visible de un cuerpo sin mente y sin corazón, sino una persona
entera ante sí, ante la comunidad y ante Dios. Se crea una verdadera
comunión entre todos en un movimiento único de recuerdo, de
«memoria-presencia» de la realidad más sublime que ha tenido lugar en la
historia: los más grandes misterios de la vida, muerte y resurrección de
Jesús.
Todos los signos y símbolos de la acción litúrgica existen para que los
fieles, al reunirse en asamblea, en comunidad, experimenten el estar juntos
en comunión de fe y de amor entre sí y con Dios, y con una actitud de
apertura para escuchar atentamente lo que Dios les dice y celebrar
dignamente la memoria de los misterios pascuales. Esta intuición central
tendría que constituir la principal preocupación del celebrante, del equipo
litúrgico y de todos los implicados en su preparación. Toda la liturgia está
en función de la comunidad que celebra, para que pueda hacerlo de manera
libre y consciente, ya que, por parte de Jesús, todo está realizado. Nos
toca a nosotros participar de tan gran misterio.
¡Quién sabe si, al entrar en la iglesia, no tenemos aún el corazón lleno de
preocupaciones que nos distraen! Las antenas de lo cotidiano orientadas a
cosas banales y fútiles confunden nuestra mente con imágenes ajenas al
misterio. El misterio es el lugar de los símbolos, y no de las cosas; el
lugar de establecer puentes con el mundo divino, y no de entretenerse con
las vulgaridades de los medios de comunicación.
No sé si nos hemos fijado bien. Por lo general, las iglesias tienen una
escalinata que precede y conduce a la puerta principal. No se trata de una
simple necesidad arquitectónica que permite llegar a la puerta situada en el
punto más alto. Es una realidad simbólica. Con cada peldaño que subimos,
dejamos atrás alguna realidad trivial del mundo de lo cotidiano y nos vamos
llenando de imágenes y símbolos religiosos. Conviene que no subamos de
manera precipitada, como quien llega con retraso a una película o a su
trabajo, sino como quien sabe meditar sobre el misterio que va a celebrar.
Es ya un momento de oración. Orar subiendo la escalinata. ¿Se le había
ocurrido a alguien? ¿Alguien había visto en estos peldaños el símbolo de la
subida hacia el misterio y del despojamiento de todo lo contrario a este
misterio, que ocupa tanto nuestras vidas?
Sintamos cómo nuestro cuerpo se desplaza hacia el punto elevado de la
entrada, mientras nuestro espíritu, nuestro corazón, nuestros sentimientos
también emprenden su ascenso. ¡Cuánta belleza encierra este primer gesto de
subida!
Al templo entramos por la puerta, preferentemente por la puerta principal.
La puerta conecta dos mundos. Uno que dejamos y otro en el que penetramos.
Abandonamos el mundo de las apariencias, de la abundancia de mentira, del
exceso de violencia, de las traiciones. La conciencia inicia un proceso de
revisión. ¿De dónde vengo? ¿Quiero seguir en la falsedad que he vivido?
¿Quiero, con el gesto de entrar en el tempo, decir un adiós definitivo a
toda mentira que me oculto a mí mismo y enmascaro ante los demás, pero nunca
ante Dios? Es el momento de despedirse de aquello que no queríamos amar,
pero que se ha metido en nuestro corazón.
Atravesar la puerta es entrar en otro recinto, totalmente diferente. Nos
invade una oleada de símbolos que gira en torno a la realidad sagrada
cristiana. Todo nos habla del misterio cristiano. La cruz, el sagrario, el
altar, el presbiterio, las velas, los sillones de la presidencia, las
imágenes, las vidrieras, el coro, los serios y duros bancos, tan aptos para
la oración, el ambón desde el que se proclama la palabra de Dios, la pila
bautismal, los frisos, las flores, los ornamentos..., todo ello configura un
entramado simbólico que introduce nuestra imaginación en el misterio. ¿Nos
hemos detenido a meditar en cada uno de estos símbolos?
¿Alguna vez han suscitado en nosotros pensamientos que nos acerquen a Dios
todos esos símbolos religiosos que hay en el templo? En vez de ponernos a
charlar, de distraer nuestra mente con frivolidades, ¿qué tal si, en los
instantes previos a la celebración, recorriéramos con los ojos estos
símbolos y dejáramos en libertad nuestra fantasía para deleitarnos con el
lado invisible de los signos visibles? ¡Cuántos pensamientos hermosos
acudirían a la mente, si su atención se detuviera en cada uno de estos
símbolos religiosos!
Comienza la celebración. Las intenciones de la misa. Hay lugares en los que
se anuncian, antes de que comience la celebración, las intenciones de la
misma. A primera vista puede parecer algo extraño, sin mucho sentido. ¿Se
trata, simplemente, de contentar a quienes las han puesto y han pagado un
estipendio por ellas? No, no es eso. Quien celebra es una comunidad viva que
se preocupa de los difuntos: se les recuerda. La asamblea escucha sus
nombres como pálido reflejo de lo que sucede arriba, en los cielos. Allí son
custodiados en la memoria infinita de Dios, el único que puede devolverles
la vida. Es una especie de recitación a dúo: la voz humana del lector y la
voz de Dios se funden en la certeza de la existencia de una vida mejor más
allá de la muerte. Siguen, después, más intenciones. La comunidad habla de
la vida: agradecimientos, peticiones, preocupaciones, cumpleaños,
aniversarios... Es hermoso darse cuenta de cómo, dentro del misterio de la
eucaristía, tiene cabida la vida cotidiana de los fieles. La lectura de
estas intenciones no es, pues, un gesto formal, vacío, que no nos toca, sino
un rito de vida.
El lector continúa. Sitúa la celebración litúrgica en el año litúrgico, en
la semana. Recuerda alguna fiesta especial o la intención de toda la
liturgia. No se trata de una acción aislada, sin un origen y sin una meta.
La celebración está situada en el terreno concreto de los fieles. El título
mismo de cada celebración resulta elocuente por sí solo: es la celebración
dominical, es una fiesta de la Virgen o de un santo, es una conmemoración
especial, es una celebración de esperanza... Cada uno de estos signos nos
sitúa dentro del espacio litúrgico.
El lector concluye la introducción invitando a la comunidad a ponerse en
pie. ¿Un mero gesto de educación para recibir al celebrante con su séquito?
¡No! Esto sería muy poco. Estar en pie, en el lenguaje del cuerpo, indica
una mente abierta, disponible, atenta. Estar en pie es mostrarse atento y no
distraído; despierto, y no dormido. Estar en pie es estar en contacto con el
suelo, con la tierra, tocándola con los pies, pero con la cabeza y la mente
elevadas, orientadas hacia Dios. Estar en pie significa absorber de la
tierra la energía que duerme en ella e irradiarla por todo nuestro ser.
Estar en pie es captar todo el dolor del ser humano y, con él en el corazón,
comenzar la celebración. Estar en pie con los ojos vueltos hacia el altar
expresa la actitud básica de todo fiel. Ha acudido al templo para estar
plenamente presente con su mente, con su corazón, con su sentimiento y su
imaginación. No es una armadura vacía ni una momia salida de algún museo
arqueológico. Es un ser vivo en su totalidad, íntegramente.
Estando en pie, se entona un cántico. Los cánticos de entrada pueden variar,
pero no de manera caprichosa. Se refieren al tiempo litúrgico, tienen que
ver con alguna intención especial de la celebración. Anuncian lo que se va a
celebrar. El canto es vida, fiesta, alegría, participación en la dimensión
estética de la vida. Cuanta más vida y belleza hay en el canto de la
comunidad, más y mejor vive cada uno la celebración. En el canto de entrada
puede verse ya la calidad litúrgica, participativa y espiritual de la
comunidad.
Con el canto de entrada, el celebrante y su séquito se encaminan hacia el
altar. El canto crea el clima de misterio.
Caminar dentro de la iglesia es ya un acto religioso. El fiel ha atravesado
el umbral de la puerta y se ha dirigido hacia un banco. Caminar es algo
propio del ser humano. Él es el único que lo hace sobre los pies con la
cabeza erguida. Al entrar en la iglesia, camina bajo la mirada de Dios.
Muestra su disposición: ha venido para tomar parte en el misterio. Los que
presiden la celebración muestran la misma actitud. Entran todos
encaminándose hacia el altar.
Al entrar en la iglesia, los fieles y el celebrante con su equipo hacen una
genuflexión o inclinación. Entran con el porte erguido, de manera libre y
consciente, pero, de inmediato, se encuentran con la grandeza del misterio
que van a celebrar. Entonces, se encogen con un gesto de humildad. Se
inclinan ante Dios para mostrar la pequeñez interior de quien mira hacia el
Altísimo. La inclinación y la genuflexión reducen la visibilidad del cuerpo,
lo que viene a traducir la disminución interior. Conviene tener en cuenta
que, al inclinarse o al arrodillarse, el cuerpo manifiesta de manera visible
lo que el espíritu siente delante de Dios: una actitud de adoración,
veneración, sumisión. Es bueno educar el espíritu para que se dé cuenta de
qué es lo que hace el cuerpo. Este ejercicio prepara el corazón para vivir y
sentir los símbolos.
Al llegar al altar, el celebrante se inclina para besarlo. El altar es un
lugar elevado, de madera, de piedra o de metal; sobre él, se presentará a
Dios Padre el memorial del Cuerpo y de la Sangre de su Hijo. En la tradición
eucarística, el altar, además de representar el lugar del sacrificio,
también representa la mesa sobre la que se come, porque así se instituyó la
Eucaristía. También recuerda el sepulcro de Jesús, por lo que, en él, se
depositan y se sellan, normalmente, reliquias de mártires, asociando al
memorial de la muerte de Jesús la muerte de aquellos que dieron su vida por
él. La piedra del altar nos recuerda al propio Cristo, «la piedra que
desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular» (Sal
118,22; Mt 21,42). En otros tiempos, cuando la Iglesia tenía poder terrenal,
el altar se convertía en lugar de asilo y protección para criminales y
perseguidos. Estando junto a él, nadie podía ser apresado o castigado.
Las dos corrientes se encuentran. Los fieles, que han venido de todos los
rincones de la localidad, y los celebrantes con su séquito, que han salido
de la sacristía o han entrado por la puerta principal, se encuentran ya en
el mismo templo. Todo está dispuesto para que empiece la celebración. Tras
cumplirse algunos gestos iniciales -lectura de intenciones (donde se haga),
recuerdo de la fiesta que se celebra, el coro y los músicos en su puesto y
su papel, los fieles en su sitio, los ministros con sus vestiduras
rituales-, el celebrante hace o canta la señal de la cruz.
El gesto de la señal de la cruz encierra una belleza particular. Las manos
envuelven las partes nobles del cuerpo -cabeza y corazón-. Es el eje
vertical de la cruz. Une el cielo con la tierra. El cielo está simbolizado
en la mención del Padre; la tierra, en la del Hijo, que vivió en ella.
Físicamente, unimos con la mano ambos reinos, el celestial y el terrenal, al
tiempo que decimos: «En el nombre del Padre y del Hijo». El nombre del Padre
se pronuncia cuando la mano toca la frente, la cabeza, que es,
simbólicamente, la sede del pensamiento, de las ideas, de los planes, de los
proyectos. Del Padre surgió el maravilloso designio y plan de salvación de
la humanidad. Cuando nuestra mano toca la cabeza, valdría la pena pensar,
meditar lo que Pablo nos enseña acerca del Padre: «Bendito sea Dios, Padre
de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase
de bendiciones espirituales y celestiales. Él nos ha elegido en Cristo antes
de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables a sus ojos. Por
puro amor nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos [...]. Él nos ha
obtenido con su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la
riqueza de su gracia, que ha derramado sobre nosotros con una plenitud de
sabiduría y de prudencia, dándonos a conocer el designio misterioso de su
voluntad [.1. En Cristo también hemos sido hechos herederos, predestinados
según el designio del que todo lo hace conforme a su libre voluntad» (Ef
1,3-11). ¡Cuántas cosas pueden venirnos a la mente cuando rezamos: «En el
nombre del Padre»!
Cuando tocamos nuestro corazón, pronunciamos el nombre del Hijo. Todo lo que
pensamos del Padre se realiza en y por el Hijo. En él, hemos sido amados,
predestinados, llamados, bendecidos. Se nos llena el corazón de gratitud.
Por eso, la mano se detiene un instante en el corazón, sede simbólica de los
sentimientos, del amor, de los sueños, de los deseos. Todo envuelto por el
amor más grande del Hijo. El eje vertical de la cruz ya está plantado.
El gesto sigue adelante y también las palabras. Al mencionar al Espíritu
Santo, la mano va de un hombro a otro, ensanchando horizontalmente el
movimiento, con el precioso simbolismo de abrazar a la humanidad. De este
modo, marcamos el travesaño horizontal de la cruz. Todos los humanos han
recibido y siguen recibiendo el Espíritu Santo. Conviene que, al invocarlo,
describamos un movimiento abierto y amplio que abarque todos los
continentes, países, estados, localidades, personas; con un espíritu
ecuménico, en el sentido etimológico del término: «la Ecumene es la región
de la tierra que habitan los humanos».
Situado al comienzo de la celebración, este gesto tiene un significado
especial. No se trata principalmente de un saludo a la Trinidad. Es, más
bien, un gesto de apertura de la acción litúrgica. Hay momentos solemnes de
la asamblea, en los que el presidente proclama en nombre de quién se viven.
Es como si el celebrante preguntara a la asamblea: “¿En nombre de quién nos
reunimos? ¿En nombre del Papa? ¿Del obispo? ¿Del sacerdote? ¿De alguna
autoridad importante? ¿En nombre del propio pueblo? Pues no. La respuesta
suena así: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y la
comunidad asiente respondiendo: «¡Amén!».
«A partir de este instante, está constituida la asamblea litúrgica: el que
nos reúne en comunión de fe y amor para escuchar la Palabra y celebrar la
Eucaristía es el Dios de la comunión (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y nadie
más» (Frei Ariovaldo).
A continuación viene el saludo, también trinitario. Una vez más, los ojos,
el corazón y la mente se dirigen al Padre. La liturgia tiene algunos saludos
particulares. Al Padre se le atribuyen el amor, la gracia, la paz, el don de
la esperanza y de la alegría. El sacerdote tiene libertad para sacar del
cofre de sus contemplaciones y oraciones otros bellos títulos de la primera
Persona. El nombre más conocido es el que le dio Jesús: Abbá, Padre, Papaíto
querido. Él es el mayor Misterio, insondable, Abismo infinito, Océano sin
orillas, Principio sin principio, Horizonte infinito, Padre de la luz, Dios
creador. Aquel que es, que era y que viene, Yavé. Los musulmanes le
atribuyen 99 nombres, a cual más hermoso: el Clemente, el Misericordioso, el
Poderoso, el que cierra, el que abre, el Manifiesto, el Oculto, etc.
El Hijo tiene un nombre en la Tierra: Jesús, que significa «Salvador». El
Nuevo Testamento es generoso a la hora de atribuirle otros nombres: Mesías,
Maestro, Rabí, el que ha de venir, Señor, Señor Jesús, el Hijo del Hombre,
Nazareno, Jesús de la historia, Jesús de Palestina, Cordero de Dios,
Redentor, el Crucificado, el Resucitado, Jesucristo, Cristo Jesús, Alfa y
Omega, el Primero y el Último, Principio y Fin, Verbo Encarnado, Palabra,
Logos, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, Príncipe de los
reyes de la tierra, El que nos ama... y muchos otros títulos. Además, cada
uno de nosotros tiene derecho a ponerle otros nombres, ya que su amor y su
obra son infinitos.
El saludo concluye con la mención del Espíritu Santo. Es el Abogado, el
Paráclito, el Espíritu de Verdad. La liturgia de Pentecostés le atribuye
otros títulos de gran belleza: Intercesor, el Don de Dios altísimo, Fuente
viva, Fuego, Amor, Unción espiritual, Dador de los siete dones, Poder en las
manos del Padre, Guía divino, Padre de los pobres, Luz de los corazones,
Consolador buenísimo, dulce Huésped del alma, dulce Refrigerio, Luz
bienaventurada, etc.
Cada título de las personas de la Trinidad revela una faceta de su ser y de
su obrar. Cuando escuchamos el saludo trinitario, tenemos que dejar, en el
silencio del corazón, que nuestra mente se recree en los títulos divinos,
tomando de cada uno algo de su suave néctar. La riqueza de los nombres
divinos nos permite lanzar más puentes hacia la Trinidad. Cada uno de ellos
está cargado de símbolos que nos permiten avanzar con inteligencia y
sentimiento cada vez más dentro del misterio de Dios.
Los ritos introductorios siguen su curso. El canto, la procesión de entrada,
el saludo. Pero, ¿qué somos nosotros, los que celebramos? Somos pecadores,
personas necesitadas del perdón de Dios. Las liturgias antiguas situaban al
comienzo de la celebración el rezo de las letanías que concluían con una
invocación a Cristo, para que se apiadara de sus fieles.
Testigo de la antigüedad de este rito, cuando todavía se celebraba la misa
en latín, se conservaba la fórmula griega Kyrie eleison («¡Señor, ten piedad
de nosotros!»). Llamaba la atención escuchar reminiscencias griegas en el
rito latino. En algunos lugares, la gente de más edad todavía recuerda y
repite esas expresiones griegas de petición de perdón.
Dentro del espíritu penitencial de este momento, la liturgia incorpora un
breve rito de perdón, que permite formas variadas de expresión. En su núcleo
hay un doble movimiento. Primero, desde Dios hacia nosotros, que ofrece
gratuitamente el perdón, antes incluso de que se nos ocurriera pedírselo.
Este ofrecimiento de Dios está siempre presente y en todas partes. La
liturgia prepara nuestros corazones para que lo recibamos. El segundo
movimiento es el del corazón que se vuelve hacia Dios para acoger la
misericordia de su perdón.
El acto penitencial se desarrolla en tres breves momentos. Una breve
advertencia del celebrante o del monitor. Con ella se pretende activar a la
comunidad para que ponga su corazón en actitud de contrición, haciendo pasar
por la propia conciencia esas escenas de la película de la propia vida que
están necesitadas de perdón. No hay celebración en la que no necesitemos de
este instante de recogimiento y de revisión de nuestras faltas a la espera
del perdón de Dios. El gesto de arrepentimiento se manifiesta en forma de
oración o de canto. En el fondo se encuentra el grito que brota del corazón
de la criatura y que va destinado al corazón del Hijo de Dios: ¡Señor, ten
piedad! Es un signo sincero de nuestra pobreza, de nuestras limitaciones, de
nuestras deficiencias. Nuestro cuerpo lo expresa estando en pie, inclinado
(preferentemente) o de rodillas. Una vez más, nos abajamos físicamente para
mostrar la pequeñez del ser pecador ante la grandeza excelsa de Dios. Para
concluir este rito, el sacerdote extiende los brazos, como un nuevo Moisés,
sobre la comunidad, pidiéndole a Dios que la trate con mayor ternura y
misericordia que, antaño, al pueblo de Israel.
El gesto de Moisés abrió las aguas del mar Rojo y el pueblo pudo atravesarlo
a pie enjuto. Los brazos extendidos sobre la comunidad le abren el nuevo
camino de la gracia. En el desierto, Moisés hirió la roca con su bastón y
brotó el agua que calmó su sed física. Aquí, nos golpeamos el pecho para que
nos inunde la gracia divina.
Teológicamente, ¿qué sentido tiene este rito? ¿Se produce un auténtico
perdón de los pecados o tenemos que
aguardar a la confesión individual o
comunitaria para que se dé el caso? Todo perdón de Dios es siempre un
perdón total. Dios no nos perdona en parte. El corazón verdaderamente
arrepentido ante Dios recibe esta gracia. El signo que hace el sacerdote
sobre la asamblea significa y hace visible lo que sucede en el corazón de
las personas. La liturgia hace una invitación al arrepentimiento y el que la
acepta sinceramente queda perdonado.
La Iglesia dispone de un gran tesoro de signos con los que despertar a los
fieles al perdón de Dios. El más fuerte es el sacramento de la penitencia.
En su totalidad está orientado pedagógica y espiritualmente hacia este
objetivo. El rito penitencial de la misa es más breve, pero cumple su misión
siempre que se asuma con libertad. No obstante, es conveniente que, en otros
momentos, recurramos al signo sacramental de la penitencia para aprovechar
este ofrecimiento de Dios y la ayuda de la Iglesia para vivir la misma e
indisoluble realidad del perdón de Dios. La Iglesia insiste en que acudamos
al sacramento de la penitencia cada vez que nos pesen faltas graves con la
esperanza de que con la fuerza del sacramento y la presencia pedagógica del
sacerdote lleguemos al arrepentimiento por los pecados.
Mientras tanto, aprovechemos cada celebración litúrgica de la Eucaristía
para recibir, también en ella, el don del perdón y para vivir puros ante
Dios y los hermanos. Pedir perdón a Dios y ser perdonados por Él siempre es
positivo. ¡Es una gracia... enorme!
Durante los días festivos y los domingos, excepto en los tiempos de Cuaresma
y de Adviento, la alegría, que llena el corazón de la comunidad, irrumpe en
el canto del Gloria. El «Gloria» no es un himno concebido para la liturgia
eucarística. Formaba parte del tesoro de los himnos de la Iglesia primitiva
compuestos según el modelo de los himnos bíblicos. En él, resuena el
entusiasmo religioso de los primeros siglos. Es un regalo extraordinario
que, después de más de dos mil años, sigamos cantando con las palabras de
aquellas mismas comunidades antiguas. Es un signo de la comunión que
atraviesa los siglos.
En sus primeras palabras, el Gloria retoma el canto de los ángeles en la
noche de Navidad: «Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los
hombres que él ama» (Lc 2,14). En cada Eucaristía se hace presente la
Navidad. Entonces nació el Hijo en la carne de la historia; ahora nace en el
signo del sacramento. Pero se trata del mismo Jesús.
En Jesús y por Jesús se alaba al Padre, a quien se dirige el Gloria en
primer lugar. Como todo himno, enumera algunos títulos de Dios. Señor Dios,
Rey celestial, Dios Padre todopoderoso. ¿Por qué multiplicar los títulos
divinos? Es algo plenamente humano colmar de títulos a quien respetamos, a
quien apreciamos, a quien consideramos importante. Esto mismo lo hacemos con
Dios. Pero como todo gesto simbólico, está aquejado de cierta ambigüedad. En
el mundo de la aristocracia, los nobles reivindican y exigen que se les
apliquen títulos: reyes, príncipes, condes, barones, etc., y que se les
trate con las fórmulas propias. En determinados ambientes civiles y
eclesiásticos constatamos el mismo fenómeno: jueces, políticos, profesores,
profesionales, monseñores, obispos, cardenales, papas..., nos dirigimos a
estas personas con los títulos de excelentísimo, ilustrísimo, eminencia,
santidad, etc.
El espíritu democrático que se ha extendido en nuestra sociedad y el soplo
de sencillez del Vaticano II no han visto con buenos ojos estas
reminiscencias antiguas. Entonces, ¿qué podemos decir de Dios? Existe el
deseo de una mayor proximidad respecto de Dios, de querer experimentarlo en
la intimidad bajo el signo del amor, de la misericordia. Los títulos
pomposos y altisonantes se van arrinconando. No obstante, es bueno para la
piedad y para nuestra conciencia de criaturas no olvidar que Dios es el
Absoluto, el Misterio por excelencia, el Creador. Por tanto, recordar en el
Gloria estos títulos de Dios nos sitúa en la dimensión de nuestra pequeñez
ante la majestad divina. Él es realmente el Señor Dios, el Rey celestial, el
Padre todopoderoso.
Hay una serie de verbos que expresan simbólicamente la condición de la
criatura, en su pequeñez, ante el Dios excelso: alabar, bendecir, adorar,
glorificar, dar gracias. Esta cascada de sinónimos impele el espíritu humano
a elevarse hasta Dios. Todo ello, a causa de su inmensa gloria.
El término gloria merece que nos detengamos en una breve meditación. Dios
tiene dos facetas. Su faceta interna, su vida íntima, absolutamente
inaccesible para todo conocimiento humano. Los teólogos la llaman la
«Trinidad inmanente». Es la pura santidad, silenciosa, totalmente
misteriosa. Nuestros ojos quedan deslumbrados ante ella. En el Antiguo
Testamento, esta visión es tan intensa que, en muchos pasajes, se da a
entender que el que ve a Dios, morirá (cf Jue 6,23). San Juan afirma: «A
Dios, nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo
ha dado a conocer» (Jn 1,18).
Pero Dios quiso revelarse. La dimensión revelada de la santidad de Dios se
llama «gloria». Dios se manifiesta como gloria: una gloria que, también,
casi nos ciega. Moisés, que se acercó a ella, salió con el rostro tan
resplandeciente, que el pueblo no podía mirarlo; tenía que cubrirlo. Todo
este universo bíblico nos está enriqueciendo en el momento del Gloria. Pero,
en la celebración eucarística, también está presente toda la belleza del
Nuevo Testamento. La Gloria infinita se hace carne, humanidad, niño en
Jesús. Y la recitación o el canto del Gloria nos remite al nacimiento de
Jesús. San Pablo dice que la gloria de Dios brilla en el rostro de
Jesucristo (cf 2Cor 4,4).
La conclusión de los ritos introductorios llega con el Oremus (oremos) del
celebrante. Este invita a la asamblea a que dirija una pequeña oración a
Dios en lo íntimo de su corazón. ¿Qué oración? Podemos presentarle a Dios
los sentimientos, los deseos de que nos ocupamos y que también nos
preocupan. En general, yo sugeriría que se mire la semana que ha
transcurrido, que se tome de ella lo que se quiera presentar al Señor:
alegrías, belleza, sufrimiento, deseos, esperanzas, preocupaciones,
agradecimientos. Entonces, el presidente de la celebración recoge toda esa
sinfonía silenciosa y se la ofrece a Dios en la oración solemne del día.
Son muchas las oraciones antiguas que vienen rezando las comunidades de rito
latino de todo el mundo a lo largo de los siglos. Nos unimos a esa inmensa
Iglesia de ayer y de hoy. Nos sentimos como una pequeña estrella que gira en
el universo eclesial en torno al Sol principal que es el Señor Jesús.
La comunidad confirma las peticiones e invocaciones respondiendo «¡Amen!»,
«¡así es, así sea!». Este «Amén» es contundente, expresivo. Hace explícita,
en una palabra, la participación que todos sienten. Ya estamos preparados
para otro momento de la celebración: la hora de la palabra.
“El amor procede de la palabra y, al mismo tiempo, precede la palabra»
(Edgar Morin).
Hay un cambio de escenario. Hasta ahora, los ritos introductorios tenían
lugar al lado del altar, junto a la sede del presidente. Desde aquí, el
sacerdote ha invitado al pueblo al arrepentimiento, ha trazado sobre él un
gesto de perdón, ha rezado o cantado el Gloria y ha recitado la oración
solemne del día. Este ha sido el primer espacio litúrgico empleado en la
celebración. Ahora, la celebración se centra en otro espacio.
Antiguamente, en muchas celebraciones, la liturgia de la palabra se
desarrollaba en otro lugar. Hubo casos, incluso, en los que, fieles de
distintas lenguas, la celebraban en distintos grupos por separado, para
entender bien la palabra. Hoy en día, en nuestra liturgia, sólo hay un gran
y único espacio. No obstante, dentro de él tienen lugar pequeños
desplazamientos. El rito de la palabra gira en torno al ambón. Desde aquí se
proclaman los textos bíblicos.
El rito de la penitencia se celebraba estando en pie o de rodillas. Para el
Gloria y la oración nos hemos puesto en pie: postura vigilante, de atención
consciente, de libertad ante Dios. Durante la lectura del Antiguo Testamento
y de alguna carta o del Apocalipsis, permanecemos sentados. Esta es la
actitud del que escucha y medita interiormente la palabra. Durante siglos,
la Iglesia ha contado con la orden menor del lectorado. Hoy en día, sigue
existiendo este ministerio que se confiere a los futuros ministros ordenados
como un momento más del proceso.
Hasta la década de los 70, en la Iglesia latina existían las funciones de
ostiario', lector, exorcista y acólito. Previas a la recepción de las
órdenes sagradas, se las empezó a llamar «órdenes menores» por oposición al
subdiaconado, diaconado y presbiterado, que recibían el calificativo de
«órdenes mayores». Estas órdenes fueron cambiando y, en la práctica, también
las desempeñaron fieles laicos. En el espíritu del concilio Vaticano II, con
la intención de fomentar una mayor participación de los laicos en las
celebraciones, pero manteniendo el principio de la diferencia de funciones
entre el ministro y el fiel, Pablo VI reorganizó el doble ministerio de
lector y acólito, que el obispo puede conferir a laicos en un rito litúrgico
que recibe el nombre de «Institución de Lectores y Acólitos».
La preocupación de Pablo VI pone de manifiesto la importancia del lector y
del acólito en las celebraciones litúrgicas. En la práctica, estos
ministerios son ejercidos, la mayoría de las veces, por laicos y laicas que
no han sido instituidos oficialmente para ello. Hay parroquias en las que
los lectores, por delegación del obispo, son instituidos por el párroco para
un determinado período de tiempo. En estos casos, ellos son los únicos que
leen la palabra de Dios en las celebraciones. Incluso en los casos de
lectores no instituidos, se trabaja desde la pastoral para que se preparen
bien y puedan desempeñar con dignidad este ministerio.
Vale la pena recordar las palabras del Obispo en la institución del
lectorado. Se refiere a él como servicio de la fe que se fundamenta en la
palabra de Dios, a fin de proclamarla en la asamblea litúrgica, de instruir
en la fe a los niños y a los adultos, preparándolos para recibir dignamente
los sacramentos. Corresponde a los lectores anunciar la Buena Nueva de la
Salvación a todos, siendo ellos mismos dóciles al Espíritu Santo,
recibiéndola con un corazón abierto, meditándola asiduamente para amarla
cada vez más. Meditar la palabra de Dios, empapándose de ella y anunciarla:
esta es la vocación del lector.
La liturgia de las lecturas, a modo de oficio de las horas, forma un
conjunto con cierta autonomía que concluye con la oración de los fieles. Es
una herencia de la sinagoga judía que se mantiene. Jesús, los apóstoles y
algunas de las primeras comunidades provenían del judaísmo. Estas
comunidades habían vivido la experiencia de la sinagoga y, probablemente,
siguieron frecuentándola los primeros años después de la muerte del Señor.
Lentamente, el movimiento de Jesús se fue haciendo independiente, al crear
un camino original y diferente. Aun así, conservó el recuerdo de la sinagoga
en la liturgia de las Escrituras. Fueron añadiendo las nuevas Escrituras que
surgieron en el ámbito cristiano: los Evangelios, los Hechos de los
Apóstoles, las Cartas paulinas y las católicas y el Apocalipsis.
El cristianismo conserva la condición de religión revelada, religión del
libro, como el judaísmo. Por tanto, atribuye una enorme importancia a la
lectura de la Escritura. Los hermanos Protestantes, que no conocen la
eucaristía, centran sus celebraciones exclusivamente en la liturgia de la
Palabra. Hubo un tiempo en el que la diferencia entre la tradición católica
y la protestante se ponía de manifiesto en la mayor o menor relevancia que
se atribuía a la lectura de la Escritura.
El concilio Vaticano II volvió a poner en su lugar la palabra de Dios. La
renovación litúrgica atribuye una especial relevancia a esta parte de la
celebración. Las actuales celebraciones reflejan este florecimiento bíblico.
Se han seleccionado y organizado los textos de la Escritura de forma que el
cristiano pueda tomar contacto, a lo largo de los años, con un conjunto
sustancial de la Escritura.
Los textos del Antiguo Testamento, de los Hechos de los Apóstoles y de las
Cartas se distribuyen en años pares y años impares. Esta distribución se
hace para el Tiempo Ordinario, pues los ciclos litúrgicos -Triduo y Tiempo
Pascual, Cuaresma, Adviento, Navidad y Epifanía- cuentan con lecturas
propias. En algunas fiestas de la Virgen y de los santos se pueden leer
textos bíblicos apropiados.
La liturgia tuvo bastante libertad a la hora de escoger los textos,
organizándolos en sintonía con la fiesta que se celebrara o ajustándose a un
ritmo anual concebido con criterios didácticos. Normalmente, se tiende a que
la primera lectura (tomada principalmente del Antiguo Testamento, excepto en
el tiempo Pascual y en Pentecostés, que se toma de los Hechos de los
Apóstoles) forme cierta unidad de sentido con el texto del evangelio. La
segunda lectura, tomada de las Cartas de Pablo y de las Católicas, sigue
otro ritmo. Y en los demás textos bíblicos que salpican la liturgia suele
haber resonancias, siempre que ha sido posible, del mensaje que predomina en
cada domingo. Los comentarios litúrgicos tienen que captar ese sentido
principal para introducir al fiel en cada celebración concreta.
El acto de leer la Palabra a la comunidad queda revestido de gran belleza y
dignidad. El que se proclama no es un texto cualquiera. No se están
recitando los versos de un poeta, como se hace en tertulias literarias o en
auditorios. Es la palabra de Dios. El lector se sitúa en el lugar más
elevado, de cara a los fieles, no sólo por razones prácticas, acústicas y
visuales, sino también por razones simbólicas. La palabra de Dios viene de
lo alto. Aquí se trata de una altura teologal, no física. Es reflejo de su
sublimidad. El lector anuncia el título del libro del que se va a leer e,
inmediatamente después, comienza la lectura del texto, sin dirigir ningún
saludo a la comunidad. El saludo queda reservado a la proclamación del
Evangelio, con objeto de mostrar la diferente importancia entre ambas
lecturas.
El lector concluye recordando a la comunidad de quién son las palabras que
acaba de leer; para ello dice: «Palabra de Dios», y la asamblea responde con
la aclamación: «¡Te alabamos, Señor!». En este contexto, estas palabras
pueden tener distintos significados que se suman entre sí: la alabanza
expresa el gozo por la palabra proclamada y el reconocimiento de su fuente;
pero también tiene un cierto carácter de agradecimiento por el regalo que
supone esta Palabra. Esta aclamación también tiene un significado de
aprobación: en este caso, equivaldría a un «amén» a cuanto se ha proclamado
y escuchado. O bien, significa simplemente que se ha comprendido lo que la
Palabra anuncia y se ha asumido su mensaje; como si se dijera: «De acuerdo;
ya sé lo que he de hacer después de escuchar estas palabras». Todos estos
detalles expresan la sacralidad, el respeto y el cariño que merece la
lectura en un contexto cultural de profunda religiosidad.
La Iglesia custodia con extremo cuidado los dos grandes regalos que ha
recibido de Dios: la Escritura y la Eucaristía. Antes de instituir la
Eucaristía, Jesucristo había predicado, había leído, orado la palabra de
Dios del Antiguo Testamento -la Ley y los Profetas-. En diferentes momentos,
interpretó las Escrituras de manera creativa y original. Enunciaba lo que
decía la Ley del Antiguo Testamento y, a continuación, proponía su nueva
interpretación.
De este modo, leemos en el evangelio de Mateo: «Sabéis que se dijo a los
antiguos: "No matarás, y el que mate será llevado a juicio". Pero yo os digo
que el que se irrite con su hermano será llevado a juicio» (Mt 5,21-22a). De
este modo, siguió Jesús refiriéndose al Antiguo Testamento e interpretándolo
de manera novedosa. Resume esta actitud cuando dice: «No penséis que he
venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a derogarla, sino a
perfeccionarla» (Mt 5,17).
En los comienzos de la vida de la Iglesia, los escritores sagrados mostraron
gran celo en retener las palabras de Jesús y nos las transmitieron en los
cuatro evangelios. Además, nos narraron los maravillosos acontecimientos de
los albores de la evangelización en los Hechos de los Apóstoles y nos
legaron sus cartas. Este conjunto formado por el Antiguo y el Nuevo
Testamento, que constituye la Sagrada Escritura, es proclamado a través de
unos textos cuidadosamente escogidos y combinados en la liturgia. El que los
lee está prestando su voz a Dios. Cuanto mejor lea, mejor estará
representando a Dios, mejor lo hace presente con su lectura y, entonces, la
comunidad saboreará más y mejor la palabra. Tiene una dimensión sacramental.
Hace visible al autor invisible de la Palabra: el mismo Dios.
La teología sacramental ha descubierto de nuevo la eficacia de la Palabra.
Una concentración exclusiva en la presencia eucarística hizo que se
olvidaran otras formas de la presencia de Dios. Y una de las más importantes
es la presencia a través de la Palabra. El lector la hace posible. Por eso,
es un auténtico ministerio de la palabra. Debe llenar al ministro de
alegría, de deseos de hacerlo todas las veces que pueda. Tal vez muchos
lectores no se den cuenta de lo extraordinario de anunciar una palabra de
sentido trascendente, una palabra de la que ellos son simples mediadores.
La vida litúrgica de una comunidad se mide, entre otros factores, por el
esplendor con que vive este momento de la Palabra. Un libro bello y bien
cuidado, una lectura con buena pronunciación y articulación, haciendo que el
sentido quede más claro y que la entonación se ajuste al género literario de
cada caso. No es lo mismo leer una parábola, un texto histórico, dichos
proféticos que nos interpelan, el relato de una discusión entre Jesús y los
fariseos, la descripción de un escenario, pasajes apocalípticos o gestas del
pasado de Israel. Sin afectación, sin exageraciones ni dramatizaciones
desproporcionadas, la lectura ha de fluir tranquila y serena como las gotas
de agua que caen sobre una esponja.
Tras acoger los primeros mensajes de las lecturas, la comunidad manifiesta
su júbilo y su alegría intercalando dos cantos. Uno de ellos, entre las
lecturas: un salmo o un canto adecuado; el pueblo participa rezando o
cantando el estribillo o la antífona, normalmente un versículo del salmo
tomado literalmente o adaptado. El segundo canto se sitúa entre la segunda
lectura y el Evangelio, sirviendo de aclamación de este último.
Los salmos son las oraciones-cánticos más comunes de la piedad judía. Los
salmos constituyen uno de los libros del Antiguo Testamento más leídos y
rezados. Forma parte del patrimonio espiritual de oración del judaísmo que
el cristianismo hizo suyo y que convirtió en la oración de la Iglesia. En la
liturgia de la Eucaristía aparece en diferentes lugares. Su principal
aparición se encuentra entre las dos lecturas. En la antífona de entrada y
de comunión, es normal rezar un versículo de algún salmo o de otro libro de
la Biblia que sintonice con el espíritu del conjunto de la celebración.
«Golpeaste mi corazón con tu Palabra, y yo te amé» (san Agustín).
Antes de la lectura del Evangelio, hay una aclamación. Excluyendo el tiempo
de Cuaresma, incluye el versículo del salmo y el canto del aleluya. El
significado de este término, de origen hebreo, es «alabad [con júbilo] a
Yavé». Se trata de un grito de alabanza que brota enérgicamente de lo más
hondo del corazón y se dirige a Dios, al que llama con su nombre del Antiguo
Testamento: «Yavé». El canto del aleluya pone un cierto toque pascual, que
es más intenso en el tiempo litúrgico específico, en el que se repite en más
ocasiones, y que permanece a lo largo del año como un eco de la Pascua en
toda celebración, excepto en las de la Cuaresma o en celebraciones de
carácter penitencial o de tristeza. Las celebraciones cuaresmales o
penitenciales muestran una mayor austeridad que se hace visible en la
ausencia del canto del Gloria y del aleluya.
En nuestros días, ya no estamos tan habituados a pensar y concebir el
espacio a partir de los cuatro puntos cardinales, como se hacía en la
antigüedad y como todavía siguen haciendo algunos pueblos. Las iglesias se
construían de tal modo que la capilla bautismal quedara mirando hacia el
Este y el ambón para la lectura del Evangelio, hacia el Norte. ¿Por qué se
lee el Evangelio desde un punto orientado hacia el Norte? Mirando desde la
asamblea, el lugar del evangelio se sitúa a la izquierda. ¿Qué sentido tiene
esta posición?
Hay una tradición que interpreta la región del Norte como el lugar de la
fría morada de la infidelidad pagana que reinó durante mucho tiempo. Esto
tiene sentido, naturalmente, para regiones en las que el frío viene del
Norte, como es nuestro caso. Entonces, el evangelio se anuncia en dirección
al mundo pagano. Se trata del paso de la fe del mundo judío y cristiano al
universo pagano. Aunque esta situación ya no se produzca en la actualidad,
ni sea esta la razón de la colocación del ambón, se mantiene el sentido de
que la proclamación del evangelio en la liturgia expresa la conciencia que
tiene la comunidad de que esa Palabra es para todos, cristianos y paganos.
Nos inunda el deseo de que alcance los confines de la tierra.
La liturgia de la palabra se cierra con la lectura de un texto tomado de uno
de los cuatro evangelios. Estos cuatro escritos son, con mucho, los más
importantes de toda la Biblia -Antiguo y Nuevo Testamentos-. Su nombre ya
indica el porqué: «¡Buena nueva! ¡Buen Mensaje!». Constituyen el mensaje de
salvación por excelencia. Del mismo modo que, en una procesión, esperamos lo
que viene al final, lo más importante, en la secuencia de las lecturas,
también la última, el Evangelio, es la más relevante, como si se hiciera
efectivo el dicho de Mateo: «Así pues, los últimos serán los primeros, y los
primeros los últimos» (Mt 20,16).
La importancia de los evangelios quedaba patente en la propia materialidad
de los manuscritos que los conservaban. En los leccionarios antiguos, las
páginas del evangelio se iluminaban con preciosas miniaturas. Se bordaban en
oro las letras, se pintaba con esmero la escena que se leía, la
encuadernación era muy cuidada, de cuero, marfil o, incluso, de plata
y oro; los cantos de las páginas se doraban. Los antiguos derrochaban en
riqueza material para representar la fe en la belleza interior de las
palabras.
Hoy en día, los libros son más funcionales y prácticos. No obstante, su
tamaño y encuadernación dan una idea de la importancia de lo que se va a
leer. Si esto vale a propósito de todos los textos litúrgicos, con mayor
razón a propósito del evangelio. En las misas de niños, suelo referirme a
los libros litúrgicos como «el libro grande», para que aprendan a valorarlos
más. Grande por fuerza y grande por su contenido.
Mientras que, durante las lecturas, hemos estado sentados en posición de
escucha, de atención y de asimilación, el evangelio se escucha en pie: en
posición de disponibilidad para la acción, como el soldado que vigila las
puertas del cuartel o de la ciudad. Estamos preparados para escuchar el
principal mensaje de la fe, para llevarla por el mundo entero. «Y les dijo:
"Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura"» (Mc 16,15).
Estamos dispuestos a vivirla en nuestra vida cotidiana. Estamos preparados,
en el límite de la exigencia, a dar la vida por aquel que nos anunció el
mensaje, como han hecho millones y millones de mártires a lo largo de estos
dos mil años de cristianismo.
Escuchamos de pie, con una postura de respeto y de amabilidad, del mismo
modo que nos levantamos ante una persona por su edad, por su dignidad o por
la amistad que nos une con ella. La lectura del evangelio merece toda
nuestra atención y acogida. Es un regalo en forma de palabra y de vida que
nos dejó Jesús.
Escuchamos en pie como expresión de libertad, de que somos conscientes, de
que nos comprometemos con lo que escuchamos. No nos llega una palabra que
venga de fuera, arbitraria, que tenga su origen en una autoridad exterior,
avalada por títulos o cargos. «Porque les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como sus maestros de la ley» (Mt 7,29). En griego, el
término exousia designa la fuerza, el poder, la misión que alguien tiene y
que proviene del interior de la propia persona, inspirándonos seguridad.
Nos encaminamos a la lectura en una pequeña procesión. El sacerdote o el
diácono se dirigen al ambón, donde se encuentra el leccionario. Procesión
es caminar hacia la fuente de la vida. Un libro cerrado no es más que papel
con tinta. El libro leído en comunidad es Palabra de Vida eterna, porque
viene de Dios. Estamos ante esta fuente de vida como el paralítico junto a
la piscina probática. Allí está el agua a la espera de que venga el ángel y
la agite: el primero que la toque, quedará curado. La lectura es el ángel
que agita las aguas de la Escritura. Nosotros somos los paralíticos. ¿Quién
nos meterá en el agua? Siempre habrá alguien más ágil que nosotros.
¿Entonces? Basta que nos encontremos con el Señor y escuchemos lo que nos
dice: «¡Tú, levántate, carga con tu camilla y vete a tu casa!» (Mc 2,11).
Parafraseando lo que le dice el Señor al paralítico junto a la piscina de
Bezatá (Jn 5,8) en la fiesta judía de Pentecostés, el evangelio resuena en
nuestro interior paralizado por el pecado, por la cobardía, por la
comodidad: «¡Levántate, toma tu camilla de la valentía, de la fe, del
compromiso y sal a las calles, a la vida, a la lucha del ser cristiano!».
La importancia de la lectura del evangelio también se pone de manifiesto en
la categoría de orden del lector: un diácono o un presbítero. Recordemos a
san Francisco, que era un fraile laico y que se ordenó de diácono para poder
cantar el evangelio en la fiesta de Navidad, tal era su devoción por la
lectura del evangelio y por el nacimiento del Señor. En la Antigüedad, era
el propio obispo, en el rito eslavo bizantino, el que leía el Evangelio los
días de fiesta grande.
Desde antiguo y también en nuestros días, cuando el diácono va a leer el
Evangelio, antes pide la bendición del celebrante, que le dirige estas
palabras: “El Señor esté en tu corazón y en tus labios para que anuncies
dignamente su Evangelio».
¿Y quién puede escucharlo? En la tradición de la Iglesia, encontramos alguna
variación. Existió la costumbre de reservar la escucha de la proclamación
del evangelio exclusivamente para los cristianos, de modo que los
catecúmenos, esto es, los no bautizados, habían de retirarse antes de su
lectura. Se consideraba que formaba parte del arcanum, es decir, del
conjunto de misterios de la fe que había que ocultar a ojos de profanos.
Aunque este término se aplicara de manera explícita al misterio eucarístico,
había quienes pensaban que el evangelio, el credo y el padrenuestro habían
de someterse a la misma disciplina del secreto, del arcanum.
Pero triunfó la otra tendencia, que defendía que había de proclamarse para
todos, según el mandato final del evangelio de Marcos: «Id por todo el mundo
y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), o desde el espíritu del
evangelio de Mateo, donde el Señor dice: «Lo que os digo en la oscuridad
decidlo a plena luz, y lo que oís al oído, predicadlo sobre las terrazas»
(Mt 10,27).
En cabeza de la pequeña procesión van los acólitos con las velas encendidas.
La vela, como cualquier luz, es imagen de la iluminación espiritual en medio
de la oscuridad de la ignorancia. Es el símbolo de Cristo, de la Iglesia, de
la fe, del testimonio. Cuando el celebrante o el diácono entra en la iglesia
el Sábado santo con el cirio encendido, canta: ¡Lumen Christi! (¡Luz de
Cristo!). Poco antes, al encender el cirio, dice: «¡La luz de Cristo que
resucita glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu!». El
himno del Exsultet -Pregón Pascual-, que se canta después de la procesión
con el Cirio, gira en torno a la dualidad de la luz y las tinieblas: «Que
este cirio, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse para destruir la
oscuridad de esta noche y, como ofrenda agradable, se asocie a las lumbreras
del cielo. Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo». Hay momentos
importantes de la vida en los que se sostiene una vela encendida: el
bautismo. la primera comunión, la confirmación, la extremaunción; con este
gesto se expresa la actitud del cristiano que sostiene la luz de Cristo y la
propia fe en esa realidad divina. La vela recuerda la vida eterna más allá
de la muerte. Ardiendo al lado del sagrario, avisa de la presencia real del
Señor en el sacramento. En la Edad media, llevar una vela encendida podía
ser un gesto de penitencia. En los templos se encienden velas en señal de
tanto agradecimiento por una gracia alcanzada, como de petición de una
gracia especial, tal vez más costosa. Al arder en ese lugar, es como si su
misión fuera llamar la atención de Dios sobre lo que se pide. La vela
encendida también es un reflejo de la debilidad humana, de su vida breve,
solitaria, anhelante. Simboliza el amor que se consume ayudando, iluminando
a los demás. y con un toque metafísico, la cera apunta a la materialidad del
ser humano, mientras que el fuego sugiere su espiritualidad en una unidad
personal.
En las celebraciones actuales, los acólitos que llevan los candelabros
encendidos en la procesión del evangelio suelen ser niños que ya han
recibido la eucaristía por primera vez o adolescentes. Este rito es de una
belleza particular. El niño está próximo al misterio, no en virtud de su
inteligencia teórica, sino por la connaturalidad de la gracia. El pecado no
le ha dañado. La proximidad para con Dios es más transparente. Y la vela
encendida manifiesta el brillo de esa luz.
El adolescente se enfrenta con los primeros problemas de fe. Hay otras voces
que le hablan, otros cantos que le atraen. Por medio de la vela encendida,
reafirma su voluntad de permanecer fiel a su primer amor, recibido en el
bautismo y fortalecido en la Eucaristía.
Las velas encendidas simbolizan la fe de toda la comunidad que, puesta en
pie, escucha el evangelio. Está brillando ahí, a la vista de todos. La cera
se consume, desaparece para que, de ella, brote la luz. Es un símbolo de la
vida del que cree en la Buena Nueva del Señor. El cristiano se entrega por
ella, se consume por ella. Los altos ciriales, en vertical, apuntando hacia
lo alto, sugieren a la comunidad la actitud con la que ha de presentarse
ante Dios, con la pureza de la cera, con la luminosidad del fuego que
brilla.
Somos esa vela encendida que arde junto a la palabra de Dios. Ahí se
encuentra el sentido profundo de nuestra vida: acompañar con la luz de la
existencia el anuncio de la Palabra, consumiéndonos por ella, iluminando a
cuantos conviven con nosotros. La cera se entrega al fuego para alimentarlo.
Nosotros nos alimentamos del fuego del evangelio y del amor de Dios,
iluminando a los hermanos con la luz de la fe. ¡Qué maravilloso programa de
vida!
El fuego habla de vida. Sus lenguas se mueven como los brazos de un niño que
se agarra a todo lo que se le acerca. El fuego devora todo lo que encuentra.
Es un maravilloso símbolo de nuestro corazón. Arde, purifica, calienta todo
lo que toca. Siempre está en acción. Quiere subir lo más alto que pueda. Se
apaga cuando le falta el oxígeno que lo alimenta. Del mismo modo, nuestra
alma deja de arder cuando le falta el combustible del amor.
La llama reacciona ante el soplo de manera contradictoria: a veces aumenta,
a veces se extingue dependiendo de la intensidad de la corriente de aire.
Nuestra fe y nuestro amor se avivan con la brisa suave del Espíritu y se
apagan con el vendaval de las pasiones. La vela de la fe se apaga cuando le
falta el alimento del Espíritu o por los aguaceros tormentosos del corazón.
Aquí están todas esas atracciones vacías, las tardes perdidas en medio de la
frivolidad de programas de televisión, las horas empleadas en aventuras sin
sentido. No hay llama que resista estos huracanes de mundanidad.
Estábamos en la procesión hacia la lectura del evangelio. Las velas
encendidas en primer lugar nos recuerdan el cortejo triunfal de Cristo
resucitado cuando sale de la oscuridad de la muerte, de la tumba, hacia la
vida glorificada. El leccionario representa simbólicamente al propio Cristo,
circundado por las luces de su gloria. Antiguamente, esta procesión era más
larga; y todavía hoy, en determinadas celebraciones, traemos el leccionario
en procesión desde la puerta de entrada al templo, en medio de los cantos de
la comunidad.
Hay lugares en los que se han compuesto unos cantos muy hermosos para la
entrada de la Escritura. La comunidad, puesta en pie, acompaña jubilosa con
su voz el paso de la Biblia, que avanza abierta hasta el ambón, desde donde
va a ser proclamada. A su lado siempre están las velas encendidas: la luz,
el fuego, el calor.
San Jerónimo ve en ellas la expresión de la alegría de la comunidad al
escuchar la palabra de Dios. Cuando nos oprime la oscuridad, enmudecemos
abatidos. Y cuando, de repente, se hace la luz, prorrumpimos en cantos de
alegría. De este modo atraviesan las dos velas la oscuridad interior de
nuestra existencia, contagiándonos la fiesta y la alegría de la claridad.
El evangelio nos cuenta la parábola de las jóvenes que se duermen mientras
están esperando al novio. Son un símbolo de la comunidad adormecida. «A
medianoche se oyó un grito: "Ya está ahí el esposo, salid a su encuentro"»
(Mt 25,6). Y, ¿entonces? Es hora de encender las lámparas. El esposo es la
lectura. No todas las jóvenes tienen aceite suficiente para encenderlas.
Pero las que sí lo hicieron, pudieron entrar irradiando luz en el banquete
de la lectura. Ahí están los dos acólitos con las velas. Las demás jóvenes
fueron inútilmente a comprar aceite, ya tarde, a causa de su despiste, de su
falta de previsión, y fueron excluidas de la fiesta.
Se invita a la comunidad a ser como las jóvenes prudentes que pudieron
encender sus lámparas y escuchan atentamente las palabras del evangelio.
Nuestra imaginación bíblica podría encontrar algún que otro pasaje que
enriqueciera este gesto tan sencillo y expresivo de poder ver, delante de
nosotros, dos puntos luminosos.
Ya está todo preparado para el momento de la proclamación. El libro que
contiene la palabra; las velas encendidas; el ministro ordenado en su sitio;
la comunidad en pie, consciente, atenta, despierta, libre, en actitud de
escucha, atenta y comprometida. El rito de preparación de la lectura del
evangelio, muy distinto del que precede a las lecturas anteriores, que era
más austero y simple, pone de manifiesto la importancia que le atribuye la
liturgia. La primera y la segunda lecturas empezaban sin más, sin ningún
saludo a la comunidad. En este momento, el sacerdote o el diácono interpela
solemnemente a la comunidad: «¡El Señor esté con vosotros!». La asamblea
responde: «iY con tu espíritu!». En este instante, la comunidad toma
conciencia de aquel en cuyo nombre está reunida, de aquel cuya Palabra va a
escuchar, con el que se compromete al escucharla. Es el Señor Jesucristo
Resucitado, que está en el centro de la celebración y en torno al cual todos
se congregan en la fe. Si él no estuviera con nosotros, no podríamos hacer
nada (Jn 15,5). Pero cuando está en medio de nosotros, entonces todo es
posible.
La respuesta de la asamblea a la interpelación del ministro tiene además
otro simbolismo muy expresivo. Al responder «¡Y con tu espíritu!», la
comunidad está deseando que el Señor, con su Espíritu, que es el Espíritu
Santo, esté con el ministro que va a anunciar el evangelio. Hay una doble
comunicación del Espíritu: a la comunidad, para acoger la Palabra; al
ministro, para proclamarla. El intercambio de saludos expresa esta
intercomunicación en el Espíritu.
La lectura comienza con una presentación solemne: Lectura del Santo
Evangelio según... y se indica el nombre del evangelista. Pero no se trata
de una simple lectura anodina; es, más bien, una proclamación.
Etimológicamente, este término significaría «clamar delante». «Clamar» y
«llamar» tienen el mismo origen latino: clamare. Se trata de un «llamar
clamando» y de un «clamar llamando»; es grito e invocación a la vez.
Los fieles responden: ¡Gloria a ti, Señor! Ya se ha hablado aquí del
significado del término «gloria».
No es el mismo que tiene en el lenguaje común. Cicerón, orador romano del
siglo I a.C., la define como «clara cum laude notitia» (un hablar de alguien
con elogios inequívocos). La gloria viene de lo que decimos de alguien. La
prensa glorifica o difama a una persona cuando la rodea de elogios o de
acusaciones. En la Escritura y en la tradición teológica, la gloria no viene
de fuera, de lo que se dice, sino del interior de la persona. Cuando
decimos: «¡Gloria a ti, Señor!» estamos haciendo un reconocimiento desde el
exterior, estamos percibiendo desde fuera la grandeza divina interior de la
realidad de Cristo. Su santidad se manifiesta en las palabras que vamos a
escuchar. Las esperamos ansiosos y, por eso, proclamamos la gloria de quien
las pronunció.
Casi siempre, las dos primeras palabras de la lectura del evangelio son: «En
aquel tiempo». Esta expresión sitúa el texto en tiempos de Jesús. Son
palabras pronunciadas en una época pero que son para todos los tiempos y que
llegan al nuestro con el mismo valor. La comunidad no las escucha como
pronunciadas para los oyentes de entonces, sino para nosotros hoy. Se trata
de algo que es más que el «chronos», el tiempo secular del movimiento de los
astros. Es, más bien, «Kairos», el tiempo sagrado privilegiado del actuar de
Dios que supera toda circunstancia y coyuntura efímera de los tiempos
pasados, para ser, en la actualidad, una Palabra dirigida a los presentes.
De todo lo dicho se sigue que la lectura ha de hacerse con calma, con una
voz clara, con respeto y dignidad. Lo que se desvela ante los ojos de los
fieles es el núcleo por excelencia de la fe cristiana. Es el mismo Cristo
quien habla. Por eso, la expresión «Jesús dijo a sus discípulos» se repite a
menudo. Jesús sigue hablando a los discípulos de hoy.
En los días más solemnes, se hace una incensación del libro antes de la
lectura y después del saludo a la comunidad. El incienso tiene una larga
tradición simbólica. Lo encontramos en la visita de los Magos al Niño Jesús:
los tres presentes que le llevaron fueron incienso, oro y mirra. La
interpretación más común ve en el incienso el reconocimiento de la divinidad
de Jesús. El incienso, al quemarse, produce un doble efecto. Se volatiliza
subiendo a los cielos formando anillos y, al mismo tiempo, impregna el
ambiente con un suave olor, elevando los sentidos a Dios. Dos preciosos
símbolos de un acto de adoración del Creador por parte de la criatura.
Quemar incienso era la forma más amable de sacrificio a los dioses. El
incienso simboliza pureza, virtud, dulzura y oración que se eleva. En origen
se empleaba para perfumar los sacrificios y las piras funerarias. Después
pasó a quemarse como ofrenda simbólica, participando del emblemático
significado del humo, como lazo visible entre la tierra y el cielo, entre la
humanidad y la divinidad. En la Escritura se emplea con frecuencia la
expresión «sacrificio de olor agradable». Simboliza la veneración, la honra
y la adoración a Dios. El salmista pide que suba su oración como incienso en
la presencia de Dios (Sal 121,2) y, en el libro del Apocalipsis, leemos que
«Después vino otro ángel, que se paró de pie junto al altar, con un
incensario de oro; le dieron muchos perfumes para que los ofreciese
juntamente con las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro
colocado delante del trono. Y de la mano del ángel, el humo de los perfumes
se elevaba delante de Dios con las oraciones de los santos» (Ap 8,3-4).
En otros ritos religiosos, el incienso tiene una función profiláctica y
desinfectante en relación con el hedor mortal de Satanás, expulsándolo. En
términos psíquicos, actúa contra los sentimientos depresivos.
Con la supresión de los sacrificios cruentos del Antiguo Testamento, el
único sacrificio agradable a Dios es el de su Hijo Jesús. Todos los demás
sacrificios que se le ofrecen cobran valor por su participación del
sacrificio de Cristo. El incienso con su perfume lleva la mente a navegar
por ese mundo de la entrega de Jesús al Padre por nosotros y de todas
nuestras entregas unidas a la de Cristo. El libro incensado -el leccionario-
sirve para significar la presencia de Jesús por medio de la palabra. Al
incensario, estamos incensando al propio Cristo hecho palabra por y para
nosotros.
Hasta el siglo IV, las comunidades cristianas rechazaban el incienso para
evitar semejanzas con los cultos paganos, ya que los cristianos se veían
tentados a ofrecer incienso a la imagen del Emperador durante las
persecuciones. Pero una vez desaparecido este peligro, el incienso fue
empleado generosamente en los ritos cristianos. Todo lo que, en la acción
litúrgica, representa a Cristo es incensado.
El momento de la lectura es de gran solemnidad y gravedad. Sólo la
voz del lector rompe el silencio de la iglesia, haciendo llegar la palabra
de Dios a todos los participantes de la comunidad. Los fieles no tienen el
texto delante, sino que deben entenderlo sólo a través de la escucha. De ahí
la importancia de que la lectura se haga con claridad, procurando -sin
teatralidad- que se perciba no sólo el sentido aislado de las palabras, sino
además el género y la forma literaria del texto: palabras proféticas, dichos
sapienciales, textos de carácter jurídico, comparaciones, parábolas,
narraciones, diatribas... Hay que tener en cuenta que, en los diálogos, muy
presentes en los evangelios, los personajes no hablan de la misma manera. El
tono de Jesús tiene que tener el hieratismo propio del discurso del Maestro,
del Hijo de Dios, que enseña con autoridad.
Al concluir la lectura, el ministro exclama: «¡Palabra del Señor!». Y los
fieles responden: «¡Gloria a ti, Señor Jesús!». Se repite, casi con las
mismas palabras, el mismo sentimiento que se expresaba al responder al
saludo del ministro al comienzo de la lectura. Una vez concluida, la
confirmamos con mayor convicción, si cabe, porque hemos escuchado las
maravillosas palabras del evangelio. Esto nos recuerda la escena de la
Samaritana, a la que la gente decía: «No creemos ya por lo que tú nos has
dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que este es de
verdad el salvador del mundo» (Jn 4,42). Igualmente, al final de la lectura
del evangelio, afirmamos que creemos porque hemos oído y conocemos la
belleza de sus palabras, y no sólo porque el ministro lo anunciara al
principio.
En voz baja o alta, según la costumbre, el ministro recuerda la fuerza
purificadora de la palabra de Dios, diciendo: «Las palabras del Evangelio
borren nuestros pecados». En la tradición litúrgica, se distingue el acto de
perdón de los pecados por medio del Sacramento de la Reconciliación y el
perdón por otros gestos llamados «sacramentales», que obran por su
vinculación directa con el sacramento. La lectura de la palabra de Dios es
un sacramental que también perdona los pecados en continua referencia al
sacramento de la penitencia.
El ministro acompaña sus palabras con el beso del evangelio. El beso es un
gesto que se repite en diferentes ocasiones en la celebración: se besa el
altar, el libro, a las personas. Se trata de uno de los símbolos más comunes
en nuestra cultura. En tiempos más rígidos, el beso en la mejilla y en la
boca se reservaba casi exclusivamente para la intimidad de los esposos.
Incluso los padres sentían cierto reparo a la hora de besar en la cara a sus
hijos. Los hombres, en los círculos sociales más sofisticados, besaban las
manos de las mujeres en señal de cortesía. En los ambientes religiosos, se
besaban las manos de los sacerdotes o el anillo del obispo. Los esclavos
besaban los pies de su señor. Era más un gesto de deferencia y sumisión que
de amor.
La cultura actual ha derribado el muro de las formalidades y
convencionalismos. El beso tiene ahora un doble sentido. En muchas
ocasiones, se ha convertido en algo vulgar y ha perdido toda su belleza
simbólica. A veces se exhibe en público una intimidad improvisada. Para
muchos, sin embargo, conserva la belleza de su origen. Los labios que se
abren en flor para depositar el polen del amor en el rostro del otro.
La Escritura conoce el beso en sus dos expresiones antagónicas: amor y
traición. Jesús entró a comer en casa de un fariseo. De repente, irrumpe una
pecadora que, poniéndose detrás de él, le lava los pies con sus lágrimas y
los enjuga con sus cabellos, cubriéndolos de besos y derramando perfume
sobre ellos (Lc 7,37s). La sublimidad del amor de una pecadora, cuyos
símbolos son las lágrimas, los besos y el perfume. El libro sagrado, del que
brotan las palabras de Jesús, recibe en la liturgia unos signos semejantes
de respeto y amor: el perfume del incienso, el beso del ministro y, en
ocasiones, también las lágrimas de los oyentes. Cuenta san Agustín que, en
cierta ocasión, tuvo que interrumpir la lectura del evangelio del hijo
pródigo porque el ministro y el pueblo habían roto a llorar escuchando tan
maravilloso relato de la misericordia de Dios.
El beso de la traición marcó la trágica y emblemática escena de la entrega
de Jesús por Judas. Jesús, sorprendido, exclama: «Judas, ¿con un beso
traicionas al Hijo del hombre?» (Lc 22,48). Este es el terrible temor que
experimenta todo ministro que proclama la palabra de Dios. El beso en el
libro, ¿expresa la transparencia de quien acepta y vive esta palabra, para
proclamarla a los hermanos, o la opacidad de quien la traiciona con su vida?
Cada texto contiene un mensaje que hay que interpretar y actualizar para la
comunidad. Llega aquí el momento de la homilía. Gracias al progreso en los
estudios bíblicos, al nuevo espíritu litúrgico del concilio Vaticano II y al
crecimiento de la cultura religiosa de los fieles más exigentes, las
homilías han abandonado aquel tono moralizador y dogmático de otro tiempo.
Ahora suelen girar en torno a los textos bíblicos de las lecturas y del
evangelio, centrándose más en uno o en otro o bien articulando las lecturas
entre sí.
Hoy en día, disfrutamos de los resultados del maravilloso avance de la
cultura bíblica en el mundo católico. Hace unas cuantas décadas, el
conocimiento de la Escritura era algo propio de los protestantes. En la
actualidad, llega a darse la circunstancia contraria: hay grupos de
pentecostales y neo-pentecostales que se han estancado en un fundamentalismo
cerrado, mientras que los protestantes clásicos y los católicos están cada
vez más interesados en profundizar los propios conocimientos de la palabra
de Dios.
La homilía es un acto litúrgico que sirve de puente entre la Palabra
anunciada
y la Palabra celebrada» «(Paul de Clerk).
La homilía es la prolongación de la Escritura hasta el momento actual y para
la comunidad presente, en resonancia con el tiempo litúrgico y en conexión
con la celebración litúrgica; tiene un tono espiritual, orante y no
doctrinal o moralizador. El término griego «homilía» -de Homiléo- [ `Omileo]
sugiere una experiencia humana de compañía, de reunirse para, de conversar,
de tener una relación profunda, de frecuentar algunas personas. La
transposición de este término al seno de la celebración indica cómo ha de
ser el espíritu de la homilía: entre el predicador y la asamblea, pretende
crear una relación de cercanía, de compañía, de presencia, y no de
distanciamiento debido a la erudición académica. Está dentro de la acción
litúrgica, rodeada de oración, de contemplación, de misterio, de clima de
fe. Esto es lo que ha de envolverla.
A primera vista, la homilía parece un enclave en medio de la celebración. Se
interrumpe el ciclo de las palabras de la tradición litúrgica y de la
Escritura, para introducir un comentario vivo, nuevo, distinto del
predicador. Se rompe la estructura de una celebración hierática para
introducir en ella la palabra de lo cotidiano, imprevisible, desde homilías
realmente en sintonía con el conjunto de la liturgia, hasta aquellas más
banales y vulgares. La celebración pierde la seguridad de la tradición para
acoger los comentarios de hoy.
Sin embargo, a pesar del riesgo que supone confiar a las limitaciones de los
celebrantes la palabra de la homilía, desde el principio forma parte de la
liturgia. Es, precisamente, una de las partes más antiguas que remite a
elementos precristianos provenientes de la tradición sinagogal. En el
evangelio, tenemos la escena en la que Jesús lee y comenta un pasaje de
Isaías (Mc 6,1-6; Lc 4,1630). Era una costumbre del mundo judío de la que
hizo uso Jesús, como miembro del pueblo y asiduo piadoso de la sinagoga. Lo
mismo sucedió con Pablo, que, estando presente con sus compañeros en la
sinagoga de Antioquía de Pisidia, invitado por el presidente, tomó la
palabra e hizo el maravilloso anuncio de la Buena Nueva de la Resurrección
de Jesús (He 13,13-43). Son dos ejemplos de los antecedentes bíblicos de
nuestra homilía actual. En el mundo cristiano, cada vez fue más natural que,
a la lectura de la Escritura, siguiera su comentario, como elemento
indispensable de la liturgia.
La historia de la Iglesia, especialmente en la Antigüedad, cuenta con la
maravillosa tradición de las homilías de los Santos Padres. En las
celebraciones de Oriente, en el siglo IV, cada uno de los celebrantes podía
hacer su comentario sobre las lecturas bíblicas, correspondiendo al obispo
el último turno de palabra. En Alejandría, en cambio, a causa de las
desviaciones teológicas de Arrio o, también, en el Norte de África, hasta
san Agustín, los sacerdotes tenían prohibida la predicación. Lo mismo
sucedió en Roma y en otros lugares durante mucho tiempo. Las homilías de los
Padres de la Iglesia, obispos o simples sacerdotes constituyen una riqueza
teológica de enorme e insospechada belleza y grandeza.
En nuestro contexto, el cristiano común y corriente no tiene la costumbre de
leer a los Padres de la Iglesia, bien por falta de traducciones adecuadas y
de fácil acceso, bien por desconocimiento y falta de motivación.
A partir de los inicios de la Edad media, la homilía entró en decadencia
dentro de la liturgia. Durante algún tiempo quedó restringida a los obispos,
tanto para garantizar su poder doctrinal como por la falta de preparación de
los sacerdotes. En otros momentos, el descuido de la predicación aumentó
llegando a afectar incluso a los obispos, que ya no predicaban. Hubo un
resurgimiento de la predicación por obra y gracia de las órdenes
mendicantes, especialmente los dominicos, cuya denominación fue «Ordo
Praedicatorum», Orden de Predicadores. Pero las homilías no siempre se
hacían dentro del marco de la celebración eucarística. El concilio de Trento
impuso a obispos y párrocos la obligación de predicar los domingos y los
días de fiesta. Los nuevos aires de renovación de los estudios bíblicos que
se produjeron en el siglo pasado trajeron una mejora sustancial de las
predicaciones, incentivada por el movimiento litúrgico y reforzada por las
orientaciones del concilio Vaticano II.
La postura de los creyentes durante la homilía ha cambiado últimamente.
Antiguamente, el obispo siempre predicaba sentado, mientras que el pueblo
permanecía de pie. Tenemos aquí el juego simbólico del maestro y el
discípulo, del que enseña (sentado) y del que aprende (de pie). En muchos
lugares existía esta misma costumbre cuando el predicador era un sacerdote.
Los fieles se apoyaban en sus bastones para aguantar mejor en posición
erguida. Razones de tipo práctico -la debilidad de algunos oyentes, lo
prolongado de algunas homilías- condujeron a que la gente se llevara sillas.
La costumbre actual de la existencia de bancos para los fieles llega a
nosotros por influencia de los templos protestantes, ya en época moderna.
Algunas comunidades y diócesis han realizado un particular esfuerzo por
mejorar y cuidar las homilías, ofreciendo cada domingo subsidios bíblicos.
Tanto los sacerdotes como los fieles de hoy en día cuentan con ayudas de
gran valor para profundizar en los textos bíblicos seleccionados por la
liturgia.
Los textos bíblicos no se leen como un libro de historia que nos relata lo
que sucedió en el pasado y que nos deja totalmente indiferentes. Los hechos
históricos del pasado que nos cuenta la Biblia tienen un significado actual,
que interpela a quien lee o escucha. Por ser palabra de Dios, encierra un
sentido más elevado que vale para todos los tiempos, aunque se interprete en
cada nueva circunstancia. La homilía supone una ayuda para que los fieles
puedan releer la Biblia desde y para su vida actual. A propósito de toda
lectura de la Escritura, vale lo que Marcos nos dice en el inicio de la vida
pública de Jesús: «El reino de Dios está cerca», esto es, viene a nosotros
por medio de la Palabra leída. «¡Convertíos!»: la lectura nos exige un
cambio de vida. Pero, ¿en qué sentido? «¡Creed en el Evangelio!»,
entendiendo, aceptando y viviendo el anuncio de salvación de Jesús. ¿En qué
consiste, fundamentalmente, esta propuesta de Jesús? En plantarnos ante los
acontecimientos de la vida, de la historia, a través de los cuales nos
interpela Dios, descubriendo en ellos cómo podemos amar y ayudar más y mejor
al prójimo. En esto consiste el amor a Dios y de Dios.
Toda lectura de la Palabra que nos alcanza, que nos toca, exige una
conversión -cum + vertere-, un cambio de rumbo. El término que se emplea en
griego es más profundo: metánoia (meta + nous), que nuestra mente vaya más
allá, que salga de su círculo cerrado. La lectura actualizada de la
Escritura en la homilía nos pone por delante el camino que hemos de
recorrer, saliendo de la inmovilidad en que nos encontrábamos. La homilía es
una invitación a cambiar de vida, a bogar hacia aguas más profundas, dejando
atrás la comodidad y la seguridad de la orilla.
La homilía nace de la inteligencia y del corazón del predicador. Cuanto más
profundice el texto, más tendrá que comunicar a los fieles. Este trabajo se
construye gracias a la intimidad con los textos. Dos son las posturas que
permiten acceder mejor a ellos: la intuición y el análisis.
En la medida en que un cristiano se familiariza con los textos bíblicos, ya
sea un simple fiel o un erudito investigador, va adquiriendo un mayor
«sentido bíblico de la fe». Se trata de una especie de olfato espiritual, de
connaturalidad con la revelación de Dios, sin necesidad de recurrir a la
erudición o a los ropajes lingüísticos.
¿Cómo cultivar y activar este sentido de la fe? Sin él, no hay homilía que
logre salir de las obviedades más triviales, de una moralina improvisada y
barata, de la mera repetición del texto que se acaba de leer. La predicación
se pierde en palabras sin contenido o en contenidos sin densidad existencial
y humana. ¡Una mera sucesión de frases rimbombantes! Entonces, ¿cómo
despertar este don del Espíritu que duerme en cada uno de nosotros? A
continuación ofrecemos, a modo de sugerencia, un itinerario didáctico.
1. Después de leer
el texto, sin más instrumento que la propia experiencia de fe, nos
planteamos la siguiente pregunta: ¿Cuál es la enseñanza principal, la verdad
fundamental, qué lección básica me transmite y transmite a la comunidad a la
que voy a predicar? En el silencio, en la soledad de la meditación, en la
espera, sin la ansiedad de la acción, dejemos que esta pregunta penetre y
germine en nosotros hasta que, desde la experiencia de fe, surja una
intuición, una idea motriz.
2. La intuición nace
de una matriz existencial. Avanzamos en la reflexión preguntándonos por la
experiencia de fe que subyace en la intuición. O también, ¿con qué imagen
somos capaces de vestirla para que, a continuación, se desgaje en
innumerables alusiones?
Vamos a ver un ejemplo.
Leemos el evangelio de la huida a Egipto de la Sagrada Familia. Imaginemos
que nos surge la intuición de que el Niño Jesús comienza su historia humana
adentrándose hasta el fondo en la historia de sufrimiento de su pueblo: la
esclavitud de Egipto. Después de compartir con su pueblo esta historia de
sufrimiento, escucha la voz del ángel: «Vuelve a Israel, a la tierra que
mana leche y miel». Aquí está la intuición. Partiendo de ella, aparecen
muchas analogías con los Egiptos personales, comunitarios, sociales,
políticos y eclesiales que vivimos, en los que oímos esta invitación: «¡Deja
todo eso y ven a Israel!». Israel, por su parte, da pie para la simbología
de la liberación en todos esos niveles. Y, al instante, viene la referencia
a la celebración litúrgica del memorial de Jesús, para que nos sumerjamos
más a fondo en el principal misterio de nuestra liberación. Así se construye
una homilía en torno a una única intuición espiritual, inspirada por el
texto bíblico y relacionada con la celebración y con la vida de los fieles.
Otro ejemplo, inspirado en E. Drewermann: Jesús cura al leproso, tocándolo
(Mt 8,1-4). Para nosotros, hoy, la enfermedad no es un fenómeno
exclusivamente orgánico, sino que, con frecuencia, es el reflejo de una
falsa visión del mundo y del modo de vivir. El leproso padece la terrible y
profunda ruptura de quedar excluido de la convivencia con los demás.
Pertenece al «mundo de afuera». Es una enfermedad de la piel, de lo
exterior. Y Jesús, al tocarlo, lo cura. A partir de esta intuición, se
construye una homilía original, distinta de las predicaciones previsibles y
obvias acerca de los milagros.
3. Este tipo de homilía se basa en la connaturalidad con el texto a partir
de una intuición espiritual, existencial, que discurre de la mano de la
sensibilidad social y la vivencia litúrgica. Supone, en el predicador, un
elevado nivel de espiritualidad, una vida de oración y contemplación,
habituado a los impulsos y a las luces que nacen en su interior. La densidad
de la homilía llega más a las personas porque surge de la vida y se dirige a
la vida. La aprecian los fieles más profundos y espirituales, pues
sintonizan, en el Espíritu, con la experiencia transmitida.
4. Un camino más
largo, que no se opone al anterior sino que lo enriquece o, incluso, lo
provoca, consiste en trabajar el texto bíblico desde el triángulo
hermenéutico: texto, contexto y pretexto.
5. La aproximación
al texto se hace por medio de su profundización con los recursos que nos
ofrecen las ciencias bíblicas. El predicador tiene a su disposición
numerosas publicaciones, desde libros de exégesis y de lectura bíblica hasta
subsidios preparados por exegetas y publicados en revistas o folletos
bíblicos. Una lectura atenta permite captar el significado del texto en toda
su riqueza y complejidad: un trabajo claramente intelectual. Esto supone ir
realmente al texto en busca de su comprensión. Los exegetas han desarrollado
una auténtica ciencia hermenéutica. No tratándose de un estudio científico
de ningún tipo, la homilía sólo necesita algunos datos generales importantes
que le sirvan de marco para facilitar la comprensión del fiel y, de este
modo, evitar barbaridades interpretativas.
6. La primera
preocupación del predicador será la de evitar que una comprensión literal
del texto dé lugar a una imagen de Dios incompatible con el conjunto de la
revelación. A primera vista, algunos textos transmiten la idea de un Dios
vengativo, violento, que premia a unos y castiga a otros, que modifica sus
planes plegándose al que pide con insistencia, que actúa de manera puntual y
arbitraria en la historia, que ordena a Israel que mate a sus adversarios
indiscriminadamente. Hay una mentalidad religiosa mágica sobre Dios. Si la
homilía no pone cuidado, acabará por reforzar esta imagen.
7. La revelación es un todo dentro del cual se entiende cada texto
particular. No todos los momentos y las perícopas son igualmente claros. Por
ejemplo, el episodio de la ocupación de Palestina por parte de Israel, en la
que Dios ordena un auténtico genocidio, no puede entenderse en sí misma,
sino como un momento que refleja la tosca y ruda comprensión del pueblo de
aquel tiempo. Jesús va a mostrarnos un Dios que ama a los extranjeros,
cuando reprende a los discípulos que querían que hiciera bajar fuego del
cielo contra los samaritanos: «Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió»
(Lc 9,55). El primer pasaje del Antiguo Testamento sólo puede entenderse
desde el del Nuevo. Se trata del mismo Dios, sólo que uno llega a través de
la tosca y antigua revelación judía y el otro, a través de su Hijo Jesús.
8. La homilía no puede ignorar los diferentes géneros literarios. Es algo
que todo el mundo entiende. En nuestra experiencia diaria, diferenciamos
perfectamente entre la descripción de un accidente de coche y una historia o
un caso pintoresco. El nivel de veracidad de ambas historias no es el mismo.
Lo mismo vale para la Escritura. Cuando Jesús habla del «fuego» o del
«llanto y rechinar de dientes» del infierno, no está haciendo una
descripción, por tanto no está afirmando que haya realmente fuego. No se
trata de eso, sino de una advertencia. Y cuando hacemos reproches o
advertencias echamos mano de imágenes del lenguaje que se ajusten a la
cultura y la edad de las personas. Cuando una madre advierte a su hijo que
no salga a la calle él solo, reviste este contenido con imágenes y leyendas
que pueden incluir incluso figuras mitológicas. No se trata de una
descripción, sino de una advertencia que pretende provocar una reacción.
Los milagros de Jesús merecen una atención especial para no reforzar la
imagen popular de «milagrero» y favorecer la búsqueda de milagros en lugar
de percibir el significado de la cercanía del reino de Dios.
La distancia cultural, la diferencia de lenguas, con sus peculiaridades, los
problemas de la comunidad a la que se dirigieron los textos bíblicos... todo
ello ha de hacerse explícito siempre que sea preciso, a fin de evitar falsas
interpretaciones de un pasaje de la Biblia. No es una cuestión de erudición,
sino de respeto a la palabra de Dios, que fue pronunciada en un determinado
momento cultural bien definido sin el cual no puede entenderse.
9. Tratándose de los evangelios, especialmente de los Sinópticos, el estudio
comparativo de un texto permite descubrir detalles reales y simbólicos muy
expresivos. Leer el texto junto con sus paralelos nos permite apreciar la
originalidad de cada uno de los evangelistas y descubrir su toque personal
que amplia el significado. Por ejemplo, las bienaventuranzas de Mateo son
proclamadas desde la Montaña y las de Lucas, en el llano. Este detalle es ya
significativo. Y así, poco a poco, se afina la observación del texto
enriqueciendo su comprensión por la simple constatación de las diferencias
sinópticas.
10. Cada perícopa se sitúa dentro del conjunto de un libro bíblico. Ya hemos
visto que la revelación forma un todo y que no puede interpretarse un pasaje
de manera aislada. Las barbaridades que, en ocasiones, se pueden oír de
pastores poco preparados provienen principalmente de la concepción
verbalista de la Escritura -que atiende a la literalidad de la palabra-,
como si fuera un dictado de Dios, y cada palabra, cada frase fuera un
ladrillo con sentido en sí mismo, y no una parte de toda la pared. Esta
reflexión vale, en miniatura, para un libro en concreto, especialmente los
evangelios. El texto de la homilía dominical está tomado de uno de los
cuatro evangelios. ¿En qué lugar del evangelio concreto se sitúa ese texto?
Poder determinarlo es fundamental.
Ahí va un caso práctico. Tomemos una buena traducción y copiemos en una hoja
el esquema del evangelio que propone el traductor. Hagamos lo mismo con los
cuatro evangelios. Hemos de tener estas hojas constantemente a la vista.
Poco a poco asimilaremos la estructura de los evangelios. Y, cuando vayamos
a predicar, miremos en que lugar se sitúa la perícopa en cuestión,
fijándonos bien en lo inmediata y mediatamente anterior y en lo mediata e
inmediatamente posterior. El simple hecho de situar el breve texto del
evangelio del domingo en el contexto más amplio del evangelio nos permitirá
establecer relaciones originales. Y así, cuanto mejor conozcamos el texto en
su lugar primitivo, más posibilidades tendremos de interpretarlo dentro de
nuestro contexto y nuestro pretexto.
Después de esta aproximación al texto, viene el momento fundamental de la
interpretación para la comunidad a la que se dirige. Es el contexto de la
fe. No se predica una verdad en sí, abstracta, sino con vistas al bien de la
comunidad. La homilía tiene como primer objetivo introducir a los fieles en
el misterio de la Palabra leída y celebrada para que vivan mejor la fe.
Ayuda mucho al predicador mirar a los fieles y pensar: ¿qué puedo decir que
sirva espiritualmente a los fieles presentes? En una ocasión, un
psicoanalista comentaba la diferencia entre dos predicadores. Uno estaba muy
preocupado por lo que iba a decir. Se preparaba bien, estructuraba y
redactaba su homilía con términos escogidos y frases bien construidas. Y,
cuando hablaba, creaba una distancia entre los fieles y él. No llegaba.
Estaba muy centrado en sí mismo; estaba, en definitiva, muy preocupado por
sí mismo. El otro predicador, por su parte, se preparaba bien, es cierto.
Pero, cuando iba a hablar, miraba a fondo a las personas y se decía: ¿qué
voy a decir para animar sus vidas y su fe? Era algo muy distinto. Aquí
reside un secreto fundamental de la predicación. Es una cuestión de
interioridad, de subjetividad, de intencionalidad hacia el otro que rebosa y
se derrama al predicar. Cuando falta esto, se tiene la sensación de que el
predicador no es «más que una campana que toca o unos platillos que
resuenan» (1Cor 13,1), aunque sean de bronce muy valioso.
11. El pretexto completa el paso anterior. El «pretexto» designa aquí la
situación social y cultural que se está viviendo. Cuanto mejor capta el
predicador el momento vital por el que atraviesa la comunidad, mayor impacto
tendrá su homilía. No se trata de un moralismo barato y facilón, que no
necesita preparación. Muchas homilías se pierden en la horrorosa maleza de
las críticas de los vicios presentes. Se trata más bien de una cuestión de
sensibilidad cultural y social, que capta en profundidad las corrientes que
atraviesan el momento presente. Consiste en profundizar más allá de la mera
apariencia de los acontecimientos, de los hechos, una especie de «periodismo
de investigación» serio, para descubrir las líneas culturales y sociales
predominantes. Son estas las que mueven los hechos y dan su explicación. En
una palabra, se trata de ir más allá de un análisis coyuntural para alcanzar
el nivel estructural de las realidades más constantes y consistentes.
Temas como la droga o la violencia requieren unos análisis más profundos que
la simple constatación o indignación contra las acciones violentas que han
podido producirse en el seno de la comunidad. El análisis desenmascara una
cultura del vacío, la creciente sustitución del ser por la apariencia, una
exterioridad mediática que construye personajes de papel, de espuma. Y, si
penetramos más, el vacío y la ausencia de sentido plantean un interrogante
sobre la estructura más profunda del ser humano, como «ser-deseo»,
«ser-búsqueda», «ser-trascendente». Cuando la homilía consigue poner a la
persona frente a sí misma, tal como es, y, ahí mismo, sitúa la palabra de
Dios y la vincula con el misterio celebrado, ha alcanzado una de sus metas
más importantes.
12. No somos totalmente dueños de nuestra interioridad. Esta yace a una
profundidad que no alcanzamos fácilmente en la vida cotidiana. Con
frecuencia nos quedamos en el nivel de las acciones, de las causalidades
externas. Esto vale tanto para el predicador como para cualquier otra
persona. Si el predicador va directo a la homilía, su predicación revelará
esta capa superficial de su yo. Por eso, es de gran ayuda alargar el tiempo
de la preparación. No se trata de la cantidad material de tiempo, sino de
dejar que el tema de la homilía penetre antes de ser expuesto. En este
sentido, ayuda leer el texto con bastante anterioridad, incluso unos cuantos
días antes, para poder ir rumiándolo hasta que llegue a los estratos
abismales del inconsciente. La meditación del texto delante de Dios, con los
ojos vueltos a la comunidad, tiene una impresionante fuerza mayéutica, es
decir, llega a arrancar de lo más profundo de nuestro ser consideraciones y
reflexiones que trascienden las obviedades y banalidades de lo cotidiano o
la pedantería de un cientifismo de corte académico.
13. Conviene recordar, a propósito de la reflexión bíblica y la homilía, la
distinción entre el significado central de un texto, el «vértice» de una
parábola y una interpretación alegórica. En primer lugar, la homilía
pretende mostrar ese núcleo central del texto bíblico. Siguiendo el ejemplo
de los Padres y, sobre todo, de los medievales, una lectura alegórica,
sensata, sin caer en extravagancias y sin forzar el texto, sirve para
despertar la piedad y para interiorizar el misterio que se celebra,
finalidad principal de la homilía. Multiplica los significados, descompone
los símbolos y desmonta la parábola en partes, y les atribuye un
significado. Una parábola contiene numerosos detalles que, de suyo, la
adornan y conducen a su sentido principal. Sin embargo, se pueden trabajar
de manera separada, siempre que no impidan la comprensión del conjunto.
14. Al finalizar la homilía, los fieles, aunque no comprendieran y su
corazón fuera lento para creer, después de que se les hayan explicado las
Escrituras, deberían poder decir lo mismo que los discípulos de Emaús: «¿No
ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?» (Lc 24,32).
El Credo y la Oración de los
fieles
“La fe es la pasión más elevada del ser humano.
Tal vez haya muchas personas en cada generación que no lleguen a ella.
Pero
nadie va más allá» (Sóren Kierkegaard).
Concluida la homilía, los domingos y los días de fiesta se recita el Credo.
Después de escuchar la palabra de Dios y su explicación, ¿qué mejor
respuesta de una comunidad que renovar solemnemente su profesión de fe? Se
trata de un verdadero resonar de la fe leída (lecturas) y explicada
(homilía) en el corazón del fiel, que recita la antigua fórmula de fe de la
Iglesia. En las misas solemnes y cantadas, las florituras del canto
gregoriano o polifónico del Credo contrastan con la fórmula sobria del
texto, recitado en primera persona: Credo significa «yo creo».
La fe es de la comunidad. ¿Por qué, entonces, se recita en primera persona?
¿No sería más coherente decir «creemos»? La principal razón del singular se
encuentra en el origen del Credo, que recitaba personalmente el catecúmeno
antes de recibir el bautismo. Al recitarlo en singular durante la
celebración, cada fiel pone de manifiesto que la fe de la comunidad se
construye con la combinación de la fe individual de todos. Cuanto más
personal sea una fe, más enriquece a la comunidad.
Indagando la etimología de los términos que rodean el Credo, captamos mejor
la experiencia religiosa desde la que se compuso. El Credo define la fe,
esto es, establece un «finis» (frontera, confín, línea divisoria) de tal
modo que, si alguien se sitúa fuera de esta definición, se encuentra, por la
misma razón, excluido de esa fe definida, de esa religión o creencia. El
Credo es el «horizonte» de la fe. En griego, el término « Orísein» (horízein)
significa «definir». El Credo define el horizonte dentro del cual se vive la
fe. El concilio de Constantinopla empleó una bella expresión -que los padres
conciliares definían como «horizonte sinfónico»- para indicar que lo hacían
al unísono. Los términos «confesión de fe» y «símbolo de la fe» son
sinónimos de «Credo», pero cada uno tiene unas hermosas connotaciones
etimológicas propias. La expresión «confesión de fe», aunque en su inicio
designara una suma de verdades, esconde en su raíz el verbo latino «fateor,
fateri» (mostrar, hablar, declarar). El término «símbolo», cuya riqueza ya
hemos visto con anterioridad, conserva la idea de vínculo. El Credo pone de
manifiesto quién es la comunidad y la vincula a Dios.
Rezar el Credo en la celebración eucarística significa proclamar
públicamente la fe de la tradición cristiana. Resumir la propia fe en unas
cuantas fórmulas breves, sucintas y densas responde a una necesidad
antropológica. Las religiones engloban una enorme variedad de expresiones:
ritos, gestos, doctrinas, espacios, tiempos, vestiduras... El fiel se pierde
en este océano infinito y no sabe decirse, con brevedad, en qué consisten
sus creencias. Entonces, las religiones elaboran concisos resúmenes en forma
de profesión de fe. Israel, cuando quería saber quién era como comunidad
creyente, resumía su propia historia o recitaba el famoso «shemá». El lector
puede encontrar en Dt 6,4-9 la preciosa descripción de la fe histórica de
Israel desde Jacob, el arameo errante que bajó a Egipto, hasta la
formulación deuteronomista profética del «��Escucha, Israel!».
La comunidad cristiana primitiva hizo lo mismo. Y, en los evangelios y en
las cartas, encontramos toda una serie de formulaciones de la fe. Se trata
de credos embrio-narios. Sirva de ejemplo esta profesión de fe de Pedro en
Mt 16,16: «Tú eres el mesías, el hijo del Dios vivo»; o la del centurión
romano a los pies de la cruz: «Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios»
(Mc 15,39). Al final de su evangelio, Mateo reproduce una fórmula bautismal:
«Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar
todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). El eunuco etíope hace su
profesión de fe antes de ser bautizado por Felipe: «Yo creo que Jesucristo
es el Hijo de Dios» (He 8,37), siguiendo una variante del texto que recibe
la influencia de las antiguas fórmulas bautismales.
(Hay muchas otras fórmulas de fe en los escritos del Nuevo Testamento: Rom
1,34; 4,24; 8,34; 1Cor 8,6; 15,3-6; 2Cor 13,13, Ef 4,4-6; Flp 2,5-11; Col
1,12- 20; 1Tim 2,5-6; 3,16; 6,12-16; 2Tim 4,1-2; Heb 6,1-2; 1Pe 3,18-22; 1Jn
4,2.)
La
fe de las primeras comunidades cristianas de origen judío tuvo que
enfrentarse muy pronto con la cultura helenística. La Didajé y algunos
Padres de la Iglesia, como Ignacio de Antioquía, san Policarpo, san Justino,
san Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Gregorio el Taumaturgo, antes del concilio
de Nicea, ya habían definido y redefinido la fe en algunas fórmulas, aún
diferentes y provisorias, ante los ataques que venían de fuera de la
comunidad cristiana o de los conflictos y enfrentamientos internos.
Los siglos IV y V, a través de los concilios de Nicea, Constantinopla y
Calcedonia, van a establecer, tras duros debates teológicos, la fe en un
único Dios -tradición bíblica del Antiguo Testamento-, junto con la novedad
del Nuevo Testamento: la fe en Jesucristo, el Mesías, el Revelador y el
Enviado de Dios, el Hijo unigénito del Padre y del Espíritu Santo. Estas
realidades aparecen en los escritos del Nuevo Testamento en proceso de
evolución, desde los textos más arcaicos de origen arameo hasta las
formulaciones más tardías de san Juan y algunas epístolas atribuidas a san
Pablo. Cuando se tradujeron al horizonte cultural griego, los padres
conciliares tuvieron que buscar categorías y conceptos filosóficos propios.
Estas expresiones teológicas abundan en el Credo formulado en el concilio de
Calcedonia del 451, que retorna las definiciones anteriores de los concilios
de Nicea (325) y de Constantinopla (381). Por eso se le llama Credo
Nicenoconstantinopolitano, aunque su formulación no haya sido redactada por
esos concilios, pero encuentra en ellos su soporte de fe. Hay otras fórmulas
anteriores a la de Calcedonia que son prácticamente idénticas. Un fiel que
quiera conocer y enfrentarse con las distintas fórmulas de nuestra fe puede
consultar el Enchiridium Symbolorum, definitionum et declarationum de rebus
fidei et morum.
La liturgia romana ha adoptado dos formulaciones del Credo: el Símbolo
Nicenoconstantino-politano y el Símbolo Apostólico. El primero es más largo
y, tras el concilio Vaticano II, suele rezarse menos, aunque está presente
en el ritual. Por lo general, se prefiere el Símbolo Apostólico. Las dos
formulaciones conservan la misma estructura teológica. Se repite tres veces
el término «creo», de manera explícita o elidida, dependiendo de la
traducción, poniendo de manifiesto su estructura tripartita. Una vez se
refiere al Padre, otra al Hijo y la tercera al Espíritu Santo y su obra.
Durante mucho tiempo se creyó que el Símbolo Apostólico había surgido del
esfuerzo conjunto de los apóstoles, quienes lo habrían compuesto inspirados
por el Espíritu en Pentecostés. Por esta razón gozaba de enorme prestigio,
especialmente en Occidente. Hoy en día sabemos que esto forma parte de la
leyenda. En realidad, en la forma en que lo tenemos, data del siglo VIII,
aunque se remonte a un Símbolo Romano que se empleaba en los bautizos desde
el siglo II en la capital del Imperio.
Sería conveniente, de vez en cuando, explicar a los fieles algunos elementos
de este credo. De manera sencilla, expresa la fe trinitaria de las Iglesias
cristianas. Se divide en tres partes desiguales. La parte cristológica está
mucho más desarrollada. El Padre y el Espíritu aparecen en relación con sus
obras. Esta estructura revela el camino de la fe cristiana, ya que conocemos
al Padre y al Espíritu por medio de Jesucristo.
En la actualidad, el credo se recita en lengua vernácula. En latín, el verbo
credere se emplea de dos maneras diferentes: con la preposición in más
acusativo y sin preposición. Parece un mero detalle lingüístico sin
importancia, pero no es así. Este hecho está cargado de sentido teológico.
El mismo verbo creer, que lleva a pensar en cor+dare -entregar el corazón a
alguien-, plantea el interrogante: ¿en quién podemos creer realmente, esto
es, a quién podemos entregar el corazón de manera absoluta sin reservas?
Sólo podemos creer en Dios. Y, para traducir esta exclusividad del acto de
fe, el latín emplea la preposición in con acusativo. Credo in Deum, in Jesum
et in Spiritum Sanctum. Creo en Dios, en Jesús y en el Espíritu Santo.
Después de la confesión de fe en el Espíritu Santo, el credo sigue diciendo:
«Creo [...] en la santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el
perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna». En
castellano no se percibe la diferencia, pero en latín se omite la
preposición in, dejando simplemente el acusativo de objeto: Credo Ecclesiam.
¿Qué significa esto? Pues que no creemos en estas realidades del mismo modo
que creemos en la Trinidad. Se trata de un circunloquio. Creo en cuanto
Iglesia que soy o creo en el Espíritu Santo cuyas obras son la Iglesia, la
comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la
carne y la vida eterna.
Es importante dejar claro a los fieles el carácter absoluto y exclusivo de
la fe en las personas de Dios Padre, Hijo y Espíritu, sobre todo porque, a
veces, se oyen críticas de determinadas confesiones evangélicas,
especialmente en América Latina, que acusan a los católicos de adorar
imágenes o estatuas, como las de la Virgen. Ni siquiera los dogmas, como
formulaciones humanas, son objeto de nuestra fe, sino sólo el Dios que nos
es revelado y, en la medida en que esas revelaciones manifiestan algo de la
vida misma de Dios, constituyen el objeto de nuestra fe. La fe en Dios es
absoluta, las formulaciones de esta fe participan de la relatividad de
nuestro lenguaje, cultura e historia. Por tanto, están sometidas a
evolución, como los textos del credo. Pero la realidad misma de Dios puede
seguir siendo eternamente adorada por nosotros dentro de los límites de las
expresiones humanas.
El credo elige tres títulos para Dios: Padre, todopoderoso y creador del
cielo y de la tierra. El título de «Padre» muestra un rostro original de
Dios, que desconocen tanto el judaísmo como el islam. Dios es el Padre de
Jesús. El credo Nicenoconstantinopolitano especifica con mayor claridad la
relación entre Dios y Jesús diciendo que Jesús es el Hijo único de Dios, el
Unigénito del Padre, nacido antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de
Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; de la misma
naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho. Dios se define en
relación con Jesús. Esta secuencia de afirmaciones apuntaba directamente
contra las herejías de la época, sobre todo, contra la postura de Arrio, que
consideraba a Jesús como creación de Dios Padre. Se escucha el eco de las
afirmaciones del Prólogo de Juan. El término más polémico de entonces fue
«consubstancial», que quería traducir a categorías de la filosofía griega la
unidad de naturaleza, de substancia, de esencia entre el Verbo divino y Dios
Padre.
El Símbolo Apostólico, más dado a la elipsis, reserva el título de «Dios»
exclusivamente para el Padre, expresando la divinidad de Jesús de dos
maneras: llamándolo «su único Hijo [de Dios]» y «Señor», título que, a los
oídos de entonces, sonaba a realidad divina.
Volviendo a la persona de Dios, el título de «Padre» tiene, para nosotros,
un tono de bondad, de misericordia, de ternura en relación con nosotros
mismos. Corrige las concepciones unilaterales de Dios como omnipotente y
creador de cielo y tierra. El término «todopoderoso» ha creado, en la
imaginación popular, la idea de un Dios que, en todo momento, puede mostrar
su poder, haciendo milagros, modificando el orden de la naturaleza. En
páginas anteriores ya he aludido a la importancia de ir corrigiendo una
falsa imagen del Dios omnipotente como arbitrario, discrecional, caprichoso.
La designación de «Padre» califica la omnipotencia de amor y de ternura de
modo que, su silencio ante los sufrimientos y las catástrofes, no significa
desdoro de su poder, sino que es un signo del misterio de un amor que
comparte el mismo dolor.
La segunda parte del credo se refiere a Jesús. En los dos Credos observamos
una diferencia. El Símbolo Apostólico destaca la dimensión histórica de
Jesús. Tras ser concebido, nació, padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
murió en la cruz, fue sepultado, descendió a los infiernos, resucitó y subió
a los cielos. De manera extremadamente breve y concisa, describe el
itinerario histórico de Jesús. El Credo más largo hace teología. Comienza
anunciando el sentido salvífico de la Encarnación: «Por nosotros, los
hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu
Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Emplea expresiones
de mayor densidad teológica, pero más alejadas de la preocupación histórica
del Símbolo Apostólico. Después sigue el mismo recorrido, aunque llamando la
atención sobre el detalle de que todo sucedió «según las Escrituras».
En la tercera parte, el Credo confiesa la fe en el Espíritu Santo. En el
Símbolo Apostólico, la dimensión de divinidad de esta persona sólo aparece
en la preposición in con acusativo que rige el verbo: credo in Spiritum
Sanctum, como se ha visto poco antes. En la fórmula
nicenoconstantinopolitana, la divinidad queda reflejada en tres referencias:
el Espíritu es «Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo y
que, con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria».
Inmediatamente después, el credo asocia a la fe en el Espíritu Santo una
serie de realidades teologales, empleando el verbo sin la preposición in.
Volviendo al credo nicenoconstantinopolitano, reproduce las notas que
definen a la Iglesia: una, santa, católica y apostólica; confiesa su fe en
la existencia de un solo bautismo y en el perdón de los pecados; espera la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro, dejando fuera la
«comunión de los santos».
Sin necesidad de perderse en filigranas históricas, una idea general del
contenido y de las realidades teologales que reconoce la fe de la Iglesia,
ayuda a crear la comunión entre todos los cristianos del mundo. Estas
confesiones son anteriores a las divisiones entre las Iglesias, tanto la
Ortodoxa como las Reformadas. A lo largo de la historia se han elaborado
numerosas confesiones de fe, tanto en el mundo católico como en las demás
Iglesias protestantes, incluso una forma macroecuménica. Hay formulaciones
muy bonitas que expresan el alma del pueblo en un momento dado de la
historia. Sin embargo, sólo el Símbolo Apostólico y el Credo
nicenoconstantinopolitano entraron en nuestra liturgia occidental.
Con el Credo, concluimos la «misa de los catecúmenos», es decir, la parte de
la celebración a la que, antiguamente, podían acceder los no bautizados. Una
vez finalizada esta parte, abandonaban la celebración, que seguía adelante
sólo con la presencia de los bautizados. El Credo pertenece a aquellos que
ya profesan la fe recibida en el bautismo.
Al principio era algo natural el hecho de que la celebración de la
eucaristía -de la que el credo formaba parte como cierta preparación para la
comunión- quedara reservada exclusivamente para los «hijos de la familia».
Esta concepción no era, como tal, fruto de la «disciplina del arcanum», que
no empezaría a estar en vigor sino a partir del siglo III y que se mantuvo
durante un período relativamente corto con toda su dureza. J. A. Jungmann
observa que sólo era expresión de un sentido cristiano rígido, que no quería
ver expuesto el tesoro más sagrado de la Iglesia a los ojos y oídos del
primero que se presentara. Esta idea va perdiendo fuerza a comienzos de la
modernidad en las circunstancias particulares de las confesiones cristianas
separadas.
Con la retransmisión de la misa por televisión, se perdió por completo ese
sentido cristiano de la Eucaristía como perla preciosa que no había que
arrojar a los puercos, según la dura imagen que emplea Jesús (Mt 7,6).
Resulta muy molesto ver cómo fotógrafos y cámaras invaden algunas
celebraciones que se convierten más en un espectáculo que en la experiencia
de un misterio.
En el rito romano, la oración de los fieles ha conocido distintas formas a
lo largo de la historia. En los primeros siglos, la oración de los fieles
era doble. Una se hacía inmediatamente después de las lecturas y la homilía
y antes, por tanto, del Credo; los catecúmenos participaban en ella y ellos
mismos eran objeto de las preces. Después, recibían la bendición y eran
despedidos. Una vez habían abandonado la celebración, se hacía otra oración
de los fieles propia para ser rezada por los fieles ya bautizados.
En el rito romano, la oración de los fieles prácticamente desaparece a
partir del siglo VI. En la misa anterior al concilio Vaticano II, concluido
el credo, el sacerdote saludaba al pueblo con un Dominus vobiscum y se
limitaba a decir «oremos», rezando en voz baja la antífona del ofertorio,
que era un texto bíblico, e, inmediatamente después, pasaba a las ofrendas
del pan y el vino. Antes del prefacio, después del Orate fratres, rezaba en
voz baja la llamada «oración secreta», y concluía en voz alta con el per
omnia saecula saeculorum para comenzar el prefacio. Esto era lo que quedaba
de las antiguas oraciones de los fieles: una antífona y una oración en
silencio.
El concilio Vaticano II. en la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la
Sagrada Liturgia, con la intención de que la participación activa de los
fieles fuera mayor, prescribe literalmente: «Restablézcase la "oración
común" o de los fieles después del Evangelio y la homilía, principalmente
los domingos y fiestas de precepto, para que con la participación del pueblo
se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que
sufren cualquier necesidad, por todos los hombres y por la salvación del
mundo entero» (SC 53: «Oración de los fieles»).
Aquí se expresa el espíritu de estas oraciones, retomando una antiquísima
tradición de la liturgia. Un modelo de oración de los fieles que ha
permanecido en la liturgia lo constituye la oración del Viernes Santo.
Podemos inspirarnos en estas preces para construir otras. Aquí encontramos
un conjunto de intenciones de gran relevancia para la vida de la Iglesia. Se
ora por la santa Iglesia, por el Papa, por el clero y los fieles, por los
catecúmenos, por la unidad de los cristianos; por los judíos; por los que no
creen en Cristo; por los que no creen en Dios; por los poderes públicos; por
los que sufren tormento; en el último bloque se incluyen en las peticiones
los males del error, la enfermedad, el hambre, las prisiones, el cautiverio,
la inseguridad de los que viajan y de los transeúntes, el exilio, la agonía.
En todas estas situaciones se pide la presencia amorosa de Dios. En nuestro
mundo actual, los pobres, los excluidos, los marginados, los parados, los
inmigrantes merecen mayor atención en las preces, junto con el tema de la
paz en un mundo cada vez más dominado por la guerra y la violencia.
Conforme al espíritu del Concilio, estas oraciones han de reflejar la vida
de la comunidad, sus preocupaciones, evitando las formulaciones
artificiales, redondas, formales y frías que podemos encontrar en otros
lugares y que suelen estar confeccionadas en los despachos de liturgistas
teóricos. Han de ser el termómetro de las alegrías y tristezas, de las
esperanzas y desolaciones de los hombres y mujeres concretos de nuestro
mundo. Es el momento de abrir el corazón de la comunidad, más allá del
pequeño mundo en el que vive, a las preocupaciones mayores de la humanidad.
«En el sacramento vivido como acción simbólica,
el misterio se hace presente y actúa:
tocando los signos sensibles, tocamos el misterio
y somos transformados/as por él» (lone Buyst).
Desde el comienzo de la celebración, estamos siendo introducidos lentamente
en el misterio. Los ritos iniciales apuntaban a su presencia. La Palabra nos
ha hablado de él. El Credo lo recita con fórmulas antiguas. La oración de
los fieles nos ha remitido a él. La liturgia eucarística nos conduce a su
esencia. El misterio pertenece a esas realidades directas, inmediatas, pero
difícilmente expresables con palabras. Todos pueden sentirlo; pero no todos
son capaces de hablar de él, de «verbalizarlo». La teología lo hace de dos
maneras: desembaraza este término de equívocos y ofrece indicaciones,
alusiones e «invitaciones» respecto de su realidad.
«Misterio»
no es «problema» ni «enigma». El problema se resuelve y el enigma se
descifra. El misterio nos invita a sumergirnos en él, aunque siempre seguirá
siendo misterio. No apunta hacia una realidad abstrusa, recóndita, más allá
de los límites de la inteligencia. Viene bien una actitud profética de
destrucción de los ídolos que impiden el acceso al misterio. Son imágenes
del Absoluto que ocupan su lugar o que lo aprisionan. Antes de acercarse a
él, se requiere un movimiento de purificación de toda concepción de Dios. El
ser humano nunca podrá penetrarlo totalmente. Dios no se revela desde la
perspectiva del concepto, del contenido teórico; todo lo contrario: se
revela como realidad maravillosa y profundísima que pide siempre más
cercanía y experiencia.
El Cristianismo cultiva el abandono al Misterio como manantial del ser. El
misterio se entiende en su sentido positivo de realidad fontal que nos
seduce y que, cuanto más conocemos, más nos sentimos atraídos para
conocerlo. En su etimología se encuentra el término griego «puÉlv» (myéin),
cerrar la boca con una mirada de recogimiento para iniciarse, ser instruido
en los misterios sagrados.
Este término sugiere el lado oculto y no manifiesto de una realidad. Lo
principal no es el contenido teórico, sino la experiencia religiosa que se
tiene de él. Se accede al misterio por medio de ritos, celebraciones,
cantos, danzas, representaciones, gestos rituales, la revelación,
iluminaciones reservadas a los iniciados. La acción litúrgica es el lugar
privilegiado de la experiencia del misterio.
Dios mismo es el misterio, y todas sus realidades son misterio porque
participan de él, desde la menor partícula subatómica, hasta el ser humano.
Y cuando este ser humano es asumido por el Verbo y derrota la muerte por la
resurrección, entonces el misterio alcanza en la historia su punto más alto.
El modo de experimentarlo depende enormemente de la cultura, de la
psicología del individuo, de su edad. Un niño, en estado terminal, acertó a
balbucir: «siento añoranza de Dios». ¿Qué experimentaría para decir esto? O
también, está el caso de otro niño de 9 años, Samuel, que me preguntó: «¿Qué
ha hecho Dios? ¿Qué se le ha pasado por la cabeza y el corazón?».
Karl Rahner no duda a la hora de hablar de la «infinitud de vacío» que
constituye el misterio del hombre. Muchas veces, cuando se abalanza como un
loco sobre los bienes materiales, sobre los placeres ilimitados y el gozo
sin trabas, revela la huida del misterio. Entonces, nos viene al recuerdo la
famosa exclamación de san Agustín ante el misterio de Dios: «Nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en Ti». La insaciable sed de felicidad del
ser humano roza el misterio. Sólo la mentira, el engaño o el escepticismo
más frío consiguen acallar temporalmente ese grito del misterio dentro de
uno mismo.
En la acción litúrgica encontramos el más alto grado de presencia del
misterio. En ella predominan el arte, la estética, la belleza, la acción y
el lenguaje simbólico sobre lo conceptual. En ella se hace presente la
propia comunicación de Dios a cada fiel en el memorial de la vida, pasión,
muerte y resurrección de Jesús. Somos transportados simbólica y realmente
hasta el gesto de entrega de Jesús en la cruz, participando del misterio de
su donación total que termina en la resurrección.
«Misterios realmente absolutos sólo se dan en la propia comunicación de Dios
en la profundidad de la existencia -que llamamos gracia- y en la historia
-que llamamos Jesucristo-, puntos en los que está implicada la Trinidad
económico-salvífica e inmanente. Y este misterio único puede llegar
perfectamente hasta el hombre, si este se entiende como lo que está referido
al misterio, que llamamos Dios» (K. Rahner).
La acción litúrgica habla más del misterio con gestos, ritos, símbolos y
acciones, que con palabras. El misterio se experimenta más en el silencio de
la celebración que en la abundancia de discursos. Él dispone de nosotros;
nosotros apenas conseguimos nombrarlo. La actitud más saludable ante él no
es la curiosidad, ni la pretensión de conocimiento posesivo, ni la
multiplicación de palabras para traducirlo a nuestra experiencia. Engendra
una postura de acogida y entrega a su acontecer. Pide un silencio
contemplativo, que interroga. La celebración ha de contar con momentos de
silencio que faciliten esta experiencia del misterio, evitando una
abundancia excesiva de cantos, de introducciones y comentarios, de palabras,
de ruido.
En las celebraciones, hoy es cada vez más necesario volver insistentemente a
esa profundidad de misterio, debido a un constante incremento de
cosificación. La rígida prohibición de Dios en el Antiguo Testamento de
fabricar imágenes suyas mantiene hoy en día toda su profunda verdad. Dios
nunca podrá caber en ninguna medida humana, a pesar de que lo encontremos en
las realidades creadas. De suyo, Dios no está en ninguna realidad en sentido
local, sino que «está» presente como creador, haciendo que existan las
realidades. A Dios le conviene más el verbo «ser» que el verbo «estar». Pero
por la terrible fuerza de la cultura de la imagen, de la cultura mediática,
nos cuesta superar el deseo idolátrico de identificar a Dios con las
realidades creadas, por muy sagradas que sean.
Karl Rahner fue, sin lugar a dudas, uno de los teólogos que más
profundizaron en la realidad de Dios como misterio. «Dios no es "algo" al
lado de otras cosas, algo que podría integrarse en un mismo sistema
homogéneo con esas otras cosas. Cuando decimos "Dios" nos referimos a la
Totalidad, no como la suma última de una serie de fenómenos que vamos
investigando, sino como la Totalidad que nunca puede ser manipulada en su
origen y fundamento, como aquella Totalidad que no podemos captar, aferrar
ni decir, porque se encuentra detrás, delante y encima de todo, aquella
Totalidad a la que nosotros mismos pertenecemos, lo mismo que nuestro
conocimiento experimental [...]. Dios significa el misterio silencioso,
absoluto, incondicionado, incomprensible. Dios evoca, desde su infinita
distancia, aquel horizonte hacia el que se dirigen, en su conjunto y desde
siempre, de un modo incomprensible y no manejable, la comprensión de las
realidades particulares, sus relaciones mutuas y nuestro trato activo con
ellas. Este horizonte permanece callado, sigue a la misma distancia, cuando
termina y se acaba toda comprensión y toda actuación que están vinculadas a
él».
La liturgia eucarística exige cierta «mistagogia», es decir, una
introducción en el misterio. Los ritos que constituyen la parte eucarística
pretenden profundizar esa penetración en el misterio que ya había comenzado
en los ritos introductorios.
2. La presentación de ofrendas
En las celebraciones actuales suele haber dos formas de procesión de
ofrendas. Lo más normal es que, mientras se recoge la colecta entre los
fieles, los acólitos llevan las ofrendas al altar. En las celebraciones más
solemnes se suele organizar una procesión desde la entrada del templo hasta
el altar con las ofrendas. Para ello se elige a personas significativas de
la comunidad. No es raro que, además de los vasos sagrados, del pan y el
vino, se lleven otras ofrendas significativas. Las celebraciones de las
Comunidades Eclesiales de Base, en los países donde existen, o de grupos más
comprometidos con la liturgia, han desarrollado mucho este aspecto,
añadiendo, a las ofrendas del pan y el vino, instrumentos de trabajo y
utensilios de la vida diaria. En este momento, además de traer símbolos, se
pueden realizar acciones o gestos simbólicos. Por ejemplo, en el día del
padre, puede entrar un padre con su hijo en brazos o, en el domingo de la
Sagrada Familia, padres e hijos pueden entrar juntos.
Ha habido cierta oscilación en el modo de presentar las ofrendas en las
celebraciones. Cuando se pretendió acentuar la diferencia entre la liturgia
cristiana y las celebraciones paganas, se disimulaba el rito de la
preparación del pan y el vino. Las ofrendas se encontraban de antemano en el
altar, sin que hubiera ceremonia de procesión. Pero cambió el sentido
religioso. Esto supuso, para el cristianismo, la amenaza de una visión
religiosa que despreciaba las cosas materiales. La liturgia vio la necesidad
de mostrar que lo que se empleaba para el sacrificio eran frutos de la
naturaleza y del trabajo de los hombres. Entonces se acentuó esta dimensión.
Además, se asoció a este momento la presentación de ofrendas de la comunidad
para el mantenimiento material de la iglesia y el cuidado de los pobres,
revistiendo con un matiz litúrgico de ofrenda a Dios y de sacrificio los
dones que aportaban los fieles.
Podemos preguntarnos si, hoy, el mayor riesgo no será acentuar la sustancia
del pan y del vino, limitando la presencia real a su materialidad y
olvidando que nos situamos en una realidad del «orden del signo», como
enseña santo Tomás. Lo importante no es la dimensión «física» del pan y el
vino, sino el hecho de que ambos son signos de la presencia real de Jesús
glorificado y, por tanto, de una naturaleza inabarcable, no localizable
espacialmente. El mayor peligro es convertir la presencia real de Jesús en
la Eucaristía en algo mágico, que actúa por sí solo, y no en una
presencia-relación.
En la procesión del ofertorio se cantaba, igual que se había hecho en la
procesión de entrada. El canto expresaba la alegría con que los fieles
ofrecían los dones, según el dicho de Pablo: «Dios ama a quien da con
alegría» (2 Cor 9,7). Concluida la procesión, terminaba el canto, seguido de
la oración en voz alta sobre el pan y el vino o de un silencio que subrayaba
el inicio de la acción sacrificial. Más tarde, con la desaparición de la
procesión y la pérdida del sentido del silencio, el canto se redujo a la
antífona del ofertorio, que los grandes maestros de la polifonía ampliaron
con un arte exuberante en las fiestas solemnes, a modo de transición al
prefacio. Hoy en día ha desaparecido la antífona del ofertorio, y el canto
de los fieles se prolonga hasta después del lavatorio.
La tradición litúrgica ha mantenido hasta el presente la exclusividad del
pan de trigo y el vino de uva como elementos fundamentales de la
celebración. Son alimentos propios de la cultura mediterránea, desconocidos
o, al menos, no tan relevantes, en otras culturas.
El trigo representa la parte buena de la realidad que se mezcla con
la parte ruin, pero cuyo destino es muy distinto. El trigo se recoge en el
granero, a diferencia de la paja, que será quemada (Mt 3,12) o por oposición
a la cizaña, que, el día del Juicio, será separada del grano para ser
arrojada al fuego (Mt 13,30).
El trigo cuenta con una historia muy larga. Es anterior a la
«sedentarización», pues en la región de Jericó existía trigo silvestre que
recogían los nómadas. Para ello desarrollaron herramientas de piedra y
hueso. Pero, por esas casualidades de la naturaleza, después de la última
glaciación se produjo un accidente genético gracias al cual el trigo
silvestre se cruzó con otra gramínea, resultando un híbrido fértil. Otra
hibridación aumentó el número de cromosomas, dando origen a nuestro trigo.
Este, más pesado y consistente, no se propagaba con la ayuda del viento.
Necesitó de la presencia del hombre, que lo cultivó. Y este encuentro mágico
entre un trigo que había que sembrar y un ser humano capaz de hacerlo, se
encuentra en el origen del milagro del trigo, miles de años antes de Cristo.
F. Taborda, teólogo especialista en teología sacramental, plantea la
posibilidad de celebrar la eucaristía con otra sustancia -como la mandioca-
y otra bebida -como la chicha de maíz o de manzana- en las culturas
indígenas, desde un auténtico espíritu de inculturación. En Asia, el arroz
es un alimento divino, símbolo de fecundidad (en la India se emplea en las
bodas). En el fondo, lo que está en cuestión es si la verdadera sustancia
del sacramento sólo se preservaría con el uso del pan y el vino o si
bastaría el simbolismo de la comida. Es una cuestión abierta que merece
reflexiones ulteriores.
¿En qué consiste el simbolismo del pan hecho de trigo para la cultura
mediterránea de la que depende? Es el símbolo universal del alimento, por su
importancia fundamental para la vida de muchos pueblos. Sirve para designar
los bienes de la creación. Y se extiende hasta abarcar la idea de sustento:
«ganar el pan de cada día con el propio trabajo para mantener a la familia».
La oración del Padrenuestro, tal como los fieles la entienden comúnmente de
manera inmediata, pide los medios de subsistencia, el alimento, de cada día.
Pan y agua resumen el mínimo vital y, por ello, también son expresión de una
vida de austeridad, de ayuno: «Ayunar a pan y agua» o «estar a pan y agua».
Tiene el hermoso valor simbólico de que sólo puede comerse cuando se parte.
La acción de partir y repartir el pan aparece en los evangelios como un
gesto de Jesús, tanto con el sentido del alimento material en la
multiplicación de los panes, como significando su cuerpo que se parte y
distribuye en la Última Cena y, después de resucitar, con los discípulos de
Emaús. Partir y repartir el pan sirve para destacar la dimensión
comunitaria, ya que no se come en soledad el pan que se reparte. Además,
igual que una multitud de granos forman un solo pan, numerosos miembros
forman una sola comunidad, reflejando su diversidad y unidad. En la
celebración eucarística se realiza precisamente todo este contenido
simbólico del compartir, de la comunidad con su diversidad y unidad.
Otro elemento metafórico tiene que ver con la dimensión de alimento del
espíritu. Los bellísimos textos de la Festividad del Corpus Christi
atribuidos a santo Tomás aluden al «pan vivo que da la vida», al «pan de los
ángeles», «al pan del cielo», al «pan verdadero», jugando con la paradoja
del pan de los ángeles que se hace pan de los hombres, del pan celestial que
pone fin a la forma del pan terrenal. En estas metáforas resuenan las
reminiscencias bíblicas del maná y del sermón de Jesús sobre el pan de vida
(Jn 6,22-59).
El pan de la Eucaristía es ázimo, es decir, sin levadura. Así era el pan de
la Pascua judía. Su significado tiene origen en una fiesta agrícola que se
celebraba a comienzos de la cosecha con un rito de renovación. Se cocía el
pan hecho con el nuevo grano, sin levadura, que significa lo viejo, lo que
proviene de una recolección antigua. Al «rehistorizar» esta fiesta, Israel
la reinterpreta incorporando este elemento a la Pascua. Los panes ázimos
recuerdan la huida apresurada de Egipto, hasta el punto de que no se puede
esperar a que fermente la masa (Éx 12,39). San Pablo hace una nueva
reinterpretación al unir la novedad del pan ázimo a la vida del cristiano
que tiene que rechazar el viejo fermento. «¿No sabéis que un poco de
levadura hace fermentar toda la masa? Echad fuera la vieja levadura para ser
una masa nueva, puesto que sois panes sin levadura; porque Cristo, nuestro
cordero pascual, ya ha sido inmolado. Así que celebremos la fiesta, no con
levadura vieja, con levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin
levadura, panes de sinceridad y de verdad» (1Cor 5,6-8). El pan ázimo
simboliza, por tanto, la novedad de la naturaleza, la huida precipitada de
la esclavitud y la pureza y la verdad de la vida cristiana.
Al principio no se planteaba la cuestión de que el pan fuera ázimo. Se
insistía en que fuera bonito y digno. Hasta el siglo IX no se empiezan a oír
las voces de quienes no admitían, para la Eucaristía, más que pan sin
fermentar, en virtud de razones bíblicas, del propio ejemplo de Cristo, que
empleó pan ázimo, y del significado que tiene la levadura como elemento de
corrupción, como ya se ha visto en la cita de san Pablo.
La simbología cristiana va más lejos. San Ignacio de Antioquía recoge el
símbolo del hacerse pan para interpretar su martirio. «Deja que sea comida
para las fieras, gracias a las cuales me es dado encontrar a Dios. Soy trigo
de Dios y soy molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan
puro de Cristo».
Desarrollando aún más la semántica del pan, Joachim Jeremias interpreta el
«pan nuestro de cada día» del Padrenuestro desde una dimensión escatológica.
Interpreta la expresión «cada día» como «de mañana», y el «mañana» lo
entiende desde la perspectiva escatológica de la Iglesia primitiva: «el pan
del tiempo de la salvación», «el pan de la vida», el «maná del cielo»,
símbolos del paraíso y de la plenitud de los dones espirituales y corporales
de Dios. No prescinde del sentido material del pan, sino que lo extiende al
pan de la plenitud de la vida.
En la acción litúrgica, el sentido más importante del pan es, lógicamente,
el de ser signo visible del Cuerpo de Cristo, es decir, de su presencia
real. Como la Eucaristía se interpreta como el sacrificio expiatorio de
Cristo, el pan empezó a designarse con el término «hostia» que, en latín,
significa «víctima», como parte fundamental del vocabulario sacrificial.
Primitivamente, el término hostia se empleaba para seres vivos: designaba el
animal que había que abatir. El término hostia viene del verbo hostire,
que significa «herir». En primer lugar, había de aplicarse a Cristo, que se
convierte en víctima por nosotros (Ef 5,2): él es el cordero del sacrificio.
Es más antiguo el término oblata («ofrenda») para designar el pan del
ofertorio. Durante un tiempo, el término «hostia» se emplea exclusivamente
para el «pan consagrado»; posteriormente, designará cualquier pan destinado
a la celebración de la misa.
La otra sustancia que constituye la materia sacramental de la Eucaristía es
el vino de uva. También el vino cuenta con una nutrida historia simbólica.
Es fruto de la vid. En Oriente Próximo, la vid es símbolo de la fecundidad.
Como se regenera con facilidad, de modo que la cepa reverdece y produce
nuevos sarmientos, simboliza la vida, la regeneración espiritual tanto en el
mundo pagano como en el cristiano. Después del diluvio, la vida comienza
cuando Noé planta una viña (cf Gén 9,20). El gigantesco racimo de uvas que
traen los doce exploradores enviados por Moisés a la tierra de Canaán
anuncia la fertilidad de la Tierra Prometida (Núm 13,23).
La alegoría de la vid y los sarmientos le sirve a Jesús para ilustrar
simbólicamente nuestra unión con él (y viceversa), por cuanto permanecemos
en él y él en nosotros. El Padre es el agricultor que cultiva la viña. La
metáfora se desdobla con el acto de la poda, la prueba, para que el fruto
dado sea mayor, mientras que la separación del sarmiento del tronco de la
vid supone la muerte: cuando el sarmiento está seco, se corta y se arroja al
fuego (Jn 15,1-6).
Como bebida, el vino ya se conocía, en el Oriente Próximo, al menos hacía
cinco mil años. A simple vista, esta bebida fermentada impresiona por el
vigor que entraña su naturaleza: cuando alguien tirita de frío, se calienta
al beberlo. Si se acerca alguien tímido o bajo de ánimo, unos tragos de vino
lo alegran y le permiten comunicarse con fluidez. La experiencia del vino ha
acercado a la gente al mundo religioso, facilitando una unión extática con
el mismo dios. Dionisos o Baco es el dios del éxtasis y del entusiasmo. El
propio término griego Bákkos proviene de un verbo que significa
«estar en trance», «caer en un delirio sagrado». Baco, el dios del panteón
grecorromano, siempre está relacionado con el vino. La dimensión religiosa
pagana del vino tiene su origen en su efecto sobre las personas. A esto hay
que añadir la idea de fertilidad y de vida después de la muerte que se
representaban simbólicamente mediante libaciones de vino en la tierra.
Las comidas del hombre antiguo se limitaban a pan -u otro alimento- y agua.
En los días de fiesta había vino. Cuanta mayor abundancia y de mejor calidad
era el vino, mayor sería la alegría de la fiesta. Tenemos un claro ejemplo
en las bodas de Caná.
También en la Eucaristía, el vino expresa ese carácter festivo. Pero su
significado principal es mucho más profundo. Se parece a la sangre por su
color y por ser la «sangre» (el jugo) de la uva. Es símbolo de
transformación, porque el zumo de la uva prensada puede convertirse en algo
más potente, que modifica a quien lo toma. En nuestro contexto, tomar el
vino significa beber la Sangre de Cristo, unirse a él y poseer su fuerza,
que es la vida eterna. Las palabras del sermón de Cafarnaún, leídas a la luz
de la institución de la Eucaristía en la Cena y del simbolismo del vino,
cobran nueva luz: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y
yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi
sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y
yo en él» (Jn 6,54-56).
En la Escritura aparecen muchos otros simbolismos relacionados con el vino,
que suele asociarse al pan como comida. Beber vino implica intimidad en las
relaciones. Jesús escandaliza a los fariseos por comer y beber con
publicanos y pecadores (Mt 11,19; Lc 5,30; 7,33; Mc 2,16) hasta el punto de
que lo acusan de tener un demonio: «Porque ha venido Juan, el Bautista, que
ni comía ni bebía, y dijisteis: Tiene un demonio. Ha venido el hijo del
hombre, que come y bebe, y decís: Este es un comilón y un borracho» (Lc
7,33-34).
Beber el cáliz, haciendo elipsis del vino, significa aceptar la pasión y la
muerte. Jesús se dirige a Juan y Santiago, que piden sentarse a la derecha
en el Reino, con estas palabras: «¡No sabéis lo que pedís! ¿Podéis beber el
cáliz que yo beberé o ser bautizados con el bautismo con que yo seré
bautizado?» (Mc 10,38). Este pasaje se acerca mucho al sentido del vino
eucarístico que forma parte de la acción litúrgica en un contexto
sacrificial, que queda expresado en el discurso sobre el cáliz.
Todavía en su sentido positivo, el vino simboliza una dimensión
escatológica. En la Cena, al entregar el cáliz de vino a los discípulos para
que beban, antes de la institución, dijo: «Tomad y repartidlo entre
vosotros, pues os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta que llegue
el reino de Dios» (Lc 22,17s). Sólo en un segundo momento repite la entrega
del cáliz con las palabras de la institución. En Marcos, esta perspectiva
escatológica se sitúa después de la institución y no antes, como en Lucas.
Según Lucas, al final repite Jesús: «Yo os voy a dar el reino como mi Padre
me lo dio a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino y os sentéis
sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22,29s).
El vino también tiene una connotación negativa. Proviene de una experiencia
evidente: cuando las personas se emborrachan, adoptan posturas violentas
bajo los efectos del alcohol. Tal vez pensando en los banquetes paganos,
Pablo recomienda abstenerse de la bebida: «Es mejor no comer carne ni beber
vino o cualquier otra cosa que pueda escandalizar a tu hermano» (Rom 14,21).
En otro pasaje aconseja a Timoteo, que está enfermo, que beba vino con
moderación (cf 1Tim 5,23).
El libro del Apocalipsis alude metafóricamente al vino desde la perspectiva
de la prostitución de los malos y de la ira de Dios. El ángel anuncia la
caída de Babilonia «la grande, la que ha abrevado a todos los pueblos con el
vino de su ardiente lujuria» (Ap 14,8; cf 17,2). También alude al vino de la
ira de Dios que ha sido derramado, sin mezcla, en la copa de su ira (Ap
14,10; cf 19,15).
Volviendo al tema de la Eucaristía, el vino nos remite a la imagen del
lagar, donde se exprime la uva, bien pisándola o bajo el peso de la prensa,
haciendo que corra el zumo rojo del que se hará el vino. Es un doloroso
símbolo de la pasión, del sufrimiento y de la opresión de Jesús. Hay
pinturas medievales que lo representan de pie o arrodillado en la prensa de
un lagar. La cruz toma la forma de prensa.
El milagro de Caná nos presenta el vino en otra perspectiva. La cantidad de
vino y el hecho, contrario a la costumbre, de dejar para el final el vino
bueno, muestran la intención de Juan. Es la vida nueva, en abundancia, lo
que vino a traer Jesús.
En definitiva, todos los significados son secundarios en relación con el
signo principal de la sangre de Cristo con su fuerza de redención, de
expiación. La misma sangre, por su parte, también está cargada de
simbolismo. Para los antiguos, era la sede donde residía la fuerza vital, el
alma. Tenía el poder de fertilizar. En las tradiciones primitivas sobre el
matrimonio en Oriente Medio, la novia pisaba la sangre derramada de una
oveja. La sangre del toro poseía un poder mágico en los ritos romanos de
Mitra y de Cibeles. La mezcla de sangre representa la unión: hoy en día se
sigue empleando esta expresión para hablar de matrimonios entre familias
diferentes. El Apocalipsis emplea una metáfora que nos choca, cuando uno de
los ancianos, a propósito de los que llevaban túnicas blancas y que venían
de la gran tribulación, dice que habían lavado sus vestiduras y las habían
blanqueado en la sangre del Cordero (Ap 7,13s). La sangre roja vuelve
blancas las túnicas de los mártires.
Las oraciones que acompañan la presentación del pan y el vino reproducen su
dimensión inmanente y trascendente. Pan y vino son fruto de la tierra, de la
vid y del trabajo del hombre. Tenemos aquí la naturaleza y la actividad
humana, la unión entre la creación y la historia que se unen en la expresión
de estas dos sustancias. En segundo plano está la bondad de Dios, que nos
concede esos dones y a quien los presentamos con la certeza de que se
convertirán, para nosotros, en pan de vida y vino de salvación por la fuerza
de la acción litúrgica.
Con la reforma litúrgica del concilio Vaticano II se produce un
desplazamiento en el sentido de este rito. Anteriormente predominaba el
matiz sacrificial en la idea de ofertorio. Se ofrecía el sacrificio
inmaculado por la muchedumbre de pecados, ofensas y descuidos del propio
celebrante, de los presentes y de todos los fieles vivos y difuntos con
vistas a la salvación eterna. La ofrenda del cáliz refuerza la idea de
petición de salvación eterna. En vez de la primera persona del singular que
se empleaba en la ofrenda del pan, se pasaba al plural, implorando «nuestra
salvación y la de todo el mundo»; en origen, esta oración la hacía el
diácono y, al incluir también al celebrante, debía ir en plural. La oración
actual tiene forma de bendición y alabanza a Dios por los dones presentados,
si bien, a continuación, en la oración secreta, el sacerdote pide
explícitamente a Dios que acoja el sacrificio. Ya no se habla tanto de
ofertorio cuanto de presentación de ofrendas para transmitir la idea de que
toda la acción litúrgica, y no sólo este preciso momento, es un ofertorio.
El gesto de presentación pierde un poco de la teatralidad del ofertorio,
para revestir la sencillez de quien presenta a Dios los dones recibidos, con
la esperanza de que se conviertan en vida y salvación para nosotros.
El vino se presenta en un cáliz, cuyo símbolo principal se desprende de las
mismas palabras de Jesús, quien, con él, simboliza su pasión y su trágica
muerte, como se ha visto más atrás. En el huerto, Jesús se refiere
explícitamente al cáliz de los sufrimientos que le aguardan (cf Mc 14,36).
En la versión de Pablo de las palabras de la institución, el cáliz significa
la nueva alianza por la sangre de Jesús. Beber de ese cáliz tiene el sentido
escatológico de anunciar la muerte del Señor hasta que vuelva y, también, el
de discernir entre salvación y condenación, según se participe dignamente de
él o no (cf 1Cor 11,25-34).
En torno al cáliz que empleó Jesús en la Última Cena, se creó en la Edad
media una de las leyendas más hermosas, la del Santo Grial, que,
últimamente, ha puesto de moda una corriente muy extendida de literatura de
entretenimiento, cuyo más famoso exponente es la novela El código Da Vinci,
de Dan Brown. En esta tradición se han mezclado elementos legendarios de
distinto origen, construyendo peripecias espirituales y aventureras: el
cáliz viene del cielo y vuelve al cielo. Habría estado presente en las bodas
de Caná, en la Última Cena y, con él, José de Arimatea habría recogido la
sangre que manó del costado de Cristo en la cruz. Después, la habría llevado
al Castillo imaginario de Corveira, donde Galaaz, el caballero perfecto, le
desvela el misterio y, después de su muerte, el cáliz es llevado al cielo.
Otro sencillo rito consiste en mezclar una gota de agua con el vino. Este
rito ya existía en el siglo II. San Cipriano, en el siglo III, insiste en su
sentido simbólico. Del mismo modo que el agua se diluye en el vino, Cristo
tomó sobre sí nuestros pecados. El agua, al mezclarse con el vino, simboliza
la comunidad en íntima comunión con el Señor, a quien se ha unido en la fe.
Se trata de una unión tan estable, que nadie puede disolverla, del mismo
modo que ya no podemos separar el agua del vino. «Si alguien ofrece sólo
vino, la sangre de Cristo se encuentra sin nosotros; si sólo ofrece agua, es
el pueblo el que se encuentra sin Cristo».
Otro simbolismo nace de la escena de la crucifixión del Señor, de cuyo
costado manan sangre y agua. Este rito recuerda ese episodio. Pero el
simbolismo principal es el de la unión de Cristo con su Iglesia. En la
Eucaristía no sólo se ofrece a Cristo, también se ofrece a la Iglesia. Antes
de la reforma litúrgica, el sacerdote bendecía el agua antes de verterla
sobre el vino, dando a entender que el pueblo necesitaba expiar sus culpas.
Pero el vino no se bendecía, ya que representaba a Cristo.
En Oriente, la simbología tomó otro rumbo: el vino y el agua simbolizaban la
divinidad y la humanidad de Jesús. La negativa a mezclar el agua era síntoma
de la tendencia teológica que no aceptaba la divinidad de Jesús.
La desproporción de la cantidad de vino frente a la gotita de agua sugiere
la pequeñez de la humanidad (agua) frente a la grandeza de la divinidad
(vino). La oración que el sacerdote recita en silencio traduce perfectamente
el significado de nuestra participación en la divinidad de Cristo (vino),
igual que él se dignó asumir nuestra humanidad (agua). El prefacio de
Navidad (III) recuerda precisamente esta misma idea: «Hoy resplandece ante
el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues, al revestirse tu
Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la
naturaleza humana, sino que por esta unión admirable, nos hace a nosotros
eternos». Este mismo pensamiento aparece también en los Padres de la
Iglesia: el Verbo divino se hace humano para que nosotros nos divinicemos.
«El Hijo de Dios se convirtió en Hijo del hombre para que el hombre, unido
al Verbo divino, recibiese la adopción y se convirtiera en hijo de Dios»
(san Ireneo). El Hijo «soporta la pobreza de mi carne, para que yo participe
de su divinidad» (san Gregorio Nacianceno). Y san Agustín, con un
maravilloso juego de palabras, afirma: «Éramos capaces de ver la carne, pero
no el Verbo: el Verbo se hizo carne para que pudiéramos verlo y curar en
nosotros lo que nos hace capaces de ver al Verbo». «El salvador (divino) se
hizo Hijo del hombre para que pudiéramos ser hijos de Dios». Estas
afirmaciones se hacen eco del evangelio de san Juan, que insiste en el envío
del Hijo por parte del Padre, para que nos convirtiéramos en hijos del mismo
Padre. Este es ese «maravilloso intercambio» del que habla la liturgia: lo
divino se intercambia con lo humano, y lo favorece y, del mismo modo, lo
humano con lo divino. Toda esta teología se oculta en la pequeñez del
símbolo de una gota de agua mezclada con el vino.
En un rito tan simple se enfrentan dos líneas cristológicas. Los que sólo
afirmaban la divinidad de Jesús -los monofisitas- se oponían a la mezcla del
agua. La tradición que valoraba la humanidad del Hijo -antioquenos,
calcedonios- defendía la mezcla del agua con el vino. En tiempos de la
Reforma, a Lutero no le pareció conveniente la mezcla de agua con el vino,
destinada a recordar nuestra unidad con Cristo, pues, de este modo
-opinaba-, la obra de Dios quedaba disminuida por la injerencia humana. Por
su parte, el concilio de Trento defiende expresamente esta costumbre y
anatematiza a quienes la rechazan.
El agua pertenece a un tipo de grandes símbolos permanentes que recorren las
distintas tradiciones culturales y religiosas, debido a su cercanía a la
vida. La vida nace del agua; no subiste en su ausencia y se convierte en
muerte cuando falta. El agua engendra vida, pero también la elimina, como en
el caso del diluvio o, más recientemente, con el terrible maremoto que
produjo el tsunami que asoló el Sudeste Asiático. El agua cura y daña,
purifica y regenera. Todos estos valores del agua resuenan en el mundo
simbólico religioso.
Concluida la doble presentación del pan y el vino, el sacerdote se inclina
en humilde súplica. Se trata de un gesto simbólico muy hermoso que contrasta
con el anterior de elevación del pan y el vino. Ahora es él el que se abaja.
En la elevación se muestran los dones que se convertirán en signos de la
presencia real de Jesús. Con su inclinación, el sacerdote muestra su
pequeñez de pecador ante la sublimidad de las ofrendas. En la oración que
recita el celebrante, resuena una hermosísima súplica del Antiguo Testamento
enormemente significativa. El rey Nabucodonosor había mando arrojar a tres
jóvenes al fuego: Sidrac, Misac y Abdénago. Entonces ellos caminaron
totalmente ilesos entre las llamas. Abdénago, cuyo nombre judío era Azarías,
puesto en pie, recitó una larga oración de bendición y alabanza a Dios, en
la que dice: «No tenemos ya príncipe, profeta, ni caudillo, ni holocausto,
ni sacrificio, ni ofrendas, ni incienso, ni lugar donde ofrecerte las
primicias y alcanzar tu misericordia. Pero tenemos un corazón contrito y un
alma humillada; acéptalos como holocausto de carneros y toros, de millares
de corderos cebados. Tal sea hoy nuestro sacrificio ante ti para agradarte,
pues no quedan defraudados quienes ponen en ti su confianza (Dan 3,38-40).
En las celebraciones más solemnes se inciensan las ofrendas, el altar, el
sagrario, la cruz, el celebrante, concelebrantes, acólitos y equipo de
liturgia y, finalmente, el pueblo. Antes, este rito ponía punto final al
ofertorio; hoy en día se hace antes del lavatorio. El incienso se considera
algo consagrado a Dios, a quien nos unimos por una especie de comunión y al
que pedimos el don del «fuego del amor divino» como respuesta a nuestra
ofrenda. En la liturgia antigua, cuando el sacerdote devolvía el incensario
al diácono (acólito), rezaba una oración que expresaba el verdadero sentido
del incensar a las personas: «Que el Señor encienda en nosotros el fuego de
su amor y la llama de la caridad eterna». La belleza de este simbolismo
reside en el hecho de que las brasas, al estrechar el incienso, lo hacen
subir, como suave perfume, en dirección a Dios con la esperanza de que el
amor de Dios descienda sobre nosotros.
La liturgia trata de evitar cualquier connotación sacrificial del incienso,
frecuente en el mundo pagano, para no distraer del único y verdadero
sacrificio que es el cuerpo y la sangre de Jesús, significados por el pan y
el vino. El incienso es un elemento accesorio de este rito que tiene por
objeto realzar el pan y el vino, como materia del sacrificio, y a todos los
presentes en la celebración. El humo del incienso ha de envolver las
ofrendas, el altar y la asamblea litúrgica en una atmósfera de oración, como
en una nube. Representa y refuerza la acción litúrgica que se desarrolla en
el altar.
Las brasas aluden al fuego del amor de Dios que enciende nuestro corazón y
lo purifica de cara a la misión. Nos trae al recuerdo al profeta Isaías,
cuyos labios toca uno de los serafines con una brasa encendida, al tiempo
que dice: «Mira, esto ha tocado tus labios: tu maldad queda borrada, tu
pecado está perdonado» (Is 6,6-9). Las brasas encendidas nos remiten a dos
momentos antagónicos de la vida de Pedro: En el momento de la triple
negación, se estaba calentando junto a las brasas de la hoguera que ardía en
el patio del Sumo Sacerdote (Jn 18,18). Pero después de la resurrección,
confesará tres veces su amor a Jesús y recibirá de él la confirmación en su
ministerio como pastor (Jn 21,9-17) también en torno a unas brasas, esta vez
encendidas por el mismo Resucitado.
El simbolismo del lavatorio es inmediato. Antes de comenzar el momento
principal de la acción litúrgica, encuentra su lugar natural este gesto de
purificación. Las manos y los corazones impuros no pueden tocar las
realidades sagradas. En el rito actual, el celebrante pide claramente la
gracia de la pureza: «Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado».
En el Antiguo Testamento son muchas las prescripciones relativas a la
purificación con agua, lavando el cuerpo, las vestiduras, las manos o las
víctimas para quitarles la impureza. A cualquier contaminación -y existía
una interminable serie de realidades que la causaban-, había de seguir un
gesto de ablución purificatoria. La aguda y profunda concepción de la
santidad de Yavé era tal que se ponía el máximo cuidado para que ninguna
impureza manchara a quien quería ofrecer un sacrificio o cumplir un rito
religioso. Las purificaciones se llevaban a cabo fundamentalmente con agua,
sangre o fuego. Lavar con agua, rociar con sangre o quemar radicalmente eran
gestos de purificación.
El movimiento de Juan Bautista, con el que Jesús tuvo algún contacto
tangencial, siendo bautizado por él, reflejaba perfectamente la idea de la
purificación exterior, de la conversión, expresada en la inmersión en el
agua. En tiempos de Jesús existía un grupo de corte espiritualista -los
esenios-, las ruinas de cuyo monasterio se descubrieron muy cerca del mar
Muerto, que llevaban una vida monacal y contemplativa tremendamente marcada
por el ritual de la purificación a través del agua.
En el islam, antes de los momentos diarios de adoración, los fieles se lavan
el rostro, las manos y los pies. Los monjes novicios budistas lavan
simbólicamente su vida pasada. En una de las religiones tradicionales de
Mozambique, los jóvenes, después de pasar dos años de duras pruebas en
lugares desiertos, concluyen el rito de iniciación e incorporación a la vida
adulta del pueblo atravesando desnudos un río, tras dejar en una orilla sus
ropas antiguas para vestir en la otra una túnica nueva. El río lava
totalmente su pasado y las pruebas que han sufrido para que, una vez
renovados, ingresen en la comunidad del pueblo.
El lavatorio del celebrante cuenta con un rito similar, en el ámbito de la
piedad popular, en el caso de los fieles. A la entrada de muchos templos
existe una pila de agua bendita; el que entra se persigna tras introducir
los dedos en el agua en señal de purificación. Igualmente, en algunas
celebraciones, los fieles son asperjados por el celebrante a la entrada o en
el rito penitencial o en otro momento.
Hay parroquias en las que los ministros de la eucaristía se lavan las manos
antes de distribuir la comunión. Además de ser un gesto de higiene, tiene un
significado religioso que deberían incorporar. Al acercarse al momento del
reparto del cuerpo del Señor a los fieles, se purifican simbólicamente. En
este gesto hay una enorme belleza espiritual que han de cultivar los
ministros.
El sacerdote termina la preparación de las ofrendas y, abriendo los brazos,
invita a los fieles a orar para que el sacrificio que se va a ofrecer sea
aceptado por Dios. La respuesta de la asamblea especifica el sentido último
del sacrificio: la gloria de Dios y el bien de la comunidad presente y el de
toda la Iglesia. Esta invitación-respuesta se hace cuando todo está ya
preparado para que el sacerdote, al frente de la comunidad, en su nombre y
con ella, se presente delante de Dios. El celebrante estaba en pie; la
comunidad, para responder, también se levanta en señal de dignidad y
responsabilidad humana. Es la postura que adopta Jesús en la sinagoga de
Nazaret para proclamar las palabras de Isaías (Lc 4,16). En la cruz, Jesús
muere de pie, uniendo de este modo el cielo con la tierra, pero también
mostrando la victoria sobre la muerte, especialmente en la lectura que hace
Juan de la crucifixión. En diferentes pasajes bíblicos, los ángeles aparecen
en pie alrededor del trono de Dios. Esta postura erguida expresa
maravillosamente la actitud de vigilancia, de participación en la
celebración.
Después de la respuesta de los fieles, el sacerdote recita una oración que,
en el pasado, se hacía en silencio y que se conocía como «oración secreta».
Forma parte de una arquitectura de gran belleza. Para concluir los ritos
iniciales, el sacerdote recitaba la oración colecta. Al terminar la
celebración pronuncia la oración de «después de la comunión». Pues del mismo
modo, para cerrar esta parte de la preparación de las ofrendas, también
recita una oración. De modo que la oración del celebrante sirve de llave que
clausura cada una de las partes fundamentales de la acción litúrgica.
“Para nosotros, la celebración de la Eucaristía consiste en obtener del
Padre
la transformación en un solo cuerpo,
el cuerpo de la Iglesia, escatológico, místico»
(C. Giraudo).
El corazón de la celebración de la Eucaristía va desde el prefacio hasta el
momento de la comunión. El término griego «euχariστία» (Eucharistía) nos da
el sentido profundo de la acción litúrgica: la acción de gracias. ¿Por qué
damos gracias? Por las maravillas de Dios en la historia de la salvación,
que culmina en el Misterio Pascual y del que participamos por medio de la
acción litúrgica. Todo este conjunto forma una profunda unidad cuya
principal finalidad es que la Iglesia se transforme en esa comunidad de
Cristo. El cuerpo de Cristo se entrega para la construcción del cuerpo
eclesial.
En la reforma litúrgica del Vaticano II, llama la atención el paso de una
liturgia muy silenciosa, que se remontaba al siglo VIII, en la que el
sacerdote recitaba la mayor parte del ofertorio y de la oración eucarística
en voz baja, a una celebración en la que prácticamente todo se hace en voz
alta. La oración eucarística era el santuario reservado exclusivamente al
sacerdote, para que las palabras sagradas no fueran profanadas, so pena de
atraer la ira de Dios.
Este cambio refleja las líneas de la renovación litúrgica, en la que se
acentúan la participación y la experiencia de la gente. Para ello se busca
la simplificación de ritos para que la asamblea pueda acceder a su
significado. El hecho de rezar en voz alta hace posible que los fieles sigan
y entiendan lo que se reza. El principio de los Padres de la Iglesia de que
«la eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» se ha
concretado en una relación más clara entre la celebración y la Iglesia. La
principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la celebración de la
liturgia alrededor del altar y presidida por el obispo. Los ritos y los
textos siguen el criterio de la transparencia en su inteligibilidad.
Con esta reforma se produjo un crecimiento notable en la participación de
los fieles, con liturgias más vivas y bellas. Por desgracia, el criterio de
la inteligibilidad del rito tuvo que pagar un cierto precio en forma de
abundancia de palabras. En lugar de pequeñas invitaciones seguidas de
silencio, se ha llenado la práctica totalidad del espacio de la liturgia con
cantos o palabras. Ha quedado muy poco espacio para la silenciosa
interiorización del misterio.
Corresponde a todos -presidente de la celebración, concelebrantes, acólitos,
equipo de liturgia, monitores, coro- el esfuerzo de buscar el justo
equilibrio entre la palabra hablada, cantada, comentada y los momentos de
silencio para reposar en el misterio. Hay lugares en los que existe la
figura del laico que actúa de maestro de ceremonia. Él tendría que velar
para que exista ese equilibrio de toda celebración. Por lo general, hay un
grupo que prepara los textos, pero la verdad de la ceremonia no se prevé con
la mera lectura de los subsidios, sino que se manifiesta en su desarrollo. Y
un maestro/a de ceremonias atento/a es capaz de introducir pequeñas
modificaciones en el curso de la celebración, tal vez no previstas, pero que
pueden corregir las distorsiones y restablecer el equilibrio entre la
exterioridad y la interioridad en la acción litúrgica.
Etimológicamente, el término «prefacio» permite una doble interpretación.
Praefatio es lo que se dice antes, en sentido cronológico. El prefacio está
situado al inicio de la gran oración eucarística que comienza después del
Sanctus o que, según algunas tradiciones, ya comenzaba con él. Praefatio
también puede significar «hablar delante de alguien en un sentido espacial»,
como en «presidencia», «predicación». Aquí volvemos a tener una doble
lectura. Ante todo, se proclama delante de Dios el agradecimiento por su
maravilloso proyecto de salvación que, en algunas oraciones eucarísticas, se
descubre con toda su amplitud desde la creación hasta el momento
escatológico final. El celebrante hace esta proclamación a Dios delante de
la comunidad.
Antes del comienzo de esta proclamación, encontramos una triple salutación.
Una vez más, el sacerdote expresa su deseo de que se haga presente el Señor:
«¡El Señor esté con vosotros!». La asamblea responde: «¡Y con tu espíritu!».
Al iniciar esta parte, hay fieles que pueden estar distraídos, con la antena
interior sintonizando ondas de lo más variado. A ellos se dirige esta
invocación del sacerdote: «¡Levantemos el corazón!». El celebrante tiene los
brazos abiertos y alzados en postura orante: mantendrá esta postura en lo
sucesivo. Ha llegado el momento de dejar las cosas rastreras, de abandonar
los pensamientos mundanos y las distracciones para elevar el corazón en
dirección a Dios, para que repose en Él. Esto nos recuerda las palabras de
Pablo: «Por consiguiente, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas
de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; pensad en las
cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,1-2). El «de arriba» se
refiere a la morada de Dios, donde Cristo resucitado está sentado a la
derecha del Padre. «Gloria a Dios en las alturas» cantaban los ángeles en el
nacimiento de Jesús. Ahora, nuestro corazón se dirige a las alturas, aunque
esté puesto de manera misericordiosa e inmanente en nuestras bajezas.
El pueblo responde que está atento y que su corazón ya está levantado hacia
el Señor. Y podemos añadir que el Señor está en su corazón. Ante esta
hermosa experiencia de intercambio de presencia, podemos dar gracias al
Señor, nuestro Dios. Y el pueblo vuelve a replicar, confirmando que es su
deber y salvación. Corresponde al pueblo legalmente reunido ratificar por
aclamación una decisión importante, una elección, una toma de poder. Y aquí
está el inicio de la oración litúrgica por excelencia. La auténtica
naturaleza de la Iglesia y de su culto es ser asamblea que rinde homenaje a
Dios por medio del sacerdote quien, a su vez, no actúa por sí solo, sino
como portavoz de la comunidad.
En tiempos de posmodernidad, añadiría que es mucho más que un deber: es, más
bien, placer, gozo, alegría, fiesta. El sentimiento de exultación tiene
perfectamente cabida en este momento de acción de gracias que se prolonga
con la recitación del prefacio. La liturgia ofrece una enorme y maravillosa
gama de prefacios dependiendo de la fiesta que se celebre o cada
circunstancia particular.
El prefacio condensa los dos sentimientos fundamentales de la celebración
eucarística: la conciencia humana de su deber de tributar a Dios un homenaje
de adoración y el convencimiento de que, por la vocación en Cristo, no puede
sino dar gracias -eu-xapio-ría- (acción de gracias). Recibimos mucho más de
lo que nuestra naturaleza humana habría imaginado nunca. De ahí ese
sentimiento dominante de «acción de gracias». Y lo hacemos «re-cord-ando»,
«con-memor-ando» la muerte del Señor, la obra de la redención.
En Occidente ha tenido lugar un interesante desplazamiento dentro de la
Oración Eucarística. En el prefacio, que antes formaba una estrecha unidad
con todo lo que venía después, predomina la tónica de la «acción de
gracias». En las oraciones siguientes, fue incrementándose la súplica, la
petición, conforme a una sensibilidad perfectamente natural que sugiere que
las súplicas serán tanto más eficaces cuanto más próximas estén de la
presencia real de Jesús, atrayendo el poder del sacramento. De modo que las
oraciones de acción de gracias fueron acortándose y las peticiones,
alargándose. La misa no es un sacrificio que tenga valor en sí mismo, sino
que lo tiene en cuanto conmemoración del sacrificio de la cruz. Pertenece al
orden del memorial.
Destacamos tres bellos aspectos del prefacio: su orientación a Dios Padre,
al que se adorna con diversos títulos, la mediación de Jesucristo y la
invocación de los ángeles. Con estos tres elementos fundamentales se
entretejen los aspectos propios de cada fiesta. Las alabanzas a Dios acaban
fundiéndose en el himno de alabanza de los coros de los ángeles y, en cierto
modo, ocupamos el lugar de los ángeles caídos.
El final del prefacio desemboca suavemente en el Sanctus. Se invita a la
Iglesia terrestre a participar del canto de la Iglesia celeste. En las
celebraciones actuales, el pueblo canta junto con el celebrante, aunque,
durante algún tiempo, el Santo se reservaba a la Schola cantorum, como
todavía sucede en las celebraciones con coros especializados. Aunque, en
este último caso, se gane en belleza melódica, se pierde en significado
litúrgico, restringiendo el canto a un grupo en lugar de abrirlo a toda la
asamblea. El Sanctus es un grito, una aclamación de alabanza, de alegría, en
el que resuena el texto de Isaías: «Vi al Señor sentado en su trono elevado
y excelso: la orla de su vestido llenaba el templo. Estaban de pie serafines
por encima de él, cada uno con seis alas: con dos, cubrían el rostro; con
dos, los pies, y con las otras dos volaban. Y se gritaban el uno al otro:
"Santo, santo, santo, Señor todopoderoso; la tierra toda está llena de su
gloria"» (Is 6,1-3). Los comentaristas también recuerdan un texto de Daniel:
«Yo seguía observando: se instalaron unos tronos, y un anciano se sentó. Sus
vestiduras eran blancas como la nieve; como lana pura el cabello de su
cabeza; su trono era de llamas, con ruedas de fuego ardiente. Un río de
fuego manaba y salía delante de él. Miles de millares le servían, millones y
millones estaban de pie en su presencia» (Dan 7,9-10).
El texto presenta un rasgo neotestamentario que alude a Jesucristo: «Bendito
el que viene en nombre del Señor». La multitud aplica este pasaje del Salmo
118,26 a Jesús en el momento de su entrada en Jerusalén (cf Mt 21,9) y él
mismo se lo aplica cuando se lamenta a propósito de Jerusalén (cf Mt 23,39).
Este versículo que cantamos en el Santo refleja la dimensión de Cristo
glorioso, siempre por venir, siempre presente.
En la oración eucarística, son dos las ocasiones en las que el celebrante
invoca el Espíritu Santo: la primera vez, sobre las ofrendas; la segunda,
sobre la comunidad de los fieles. En la tradición teológica, las grandes
transformaciones se atribuyen siempre a la acción del Espíritu. El Padre
crea, el Hijo realiza y el Espíritu Santo perfecciona, renueva, completa,
transforma. En la creación, aleteaba sobre las aguas (Gén 1,2s). En el
momento de la Encarnación viene sobre María, que concibe al Hijo (Lc 1,35;
Mt 1,18). Lucas dice en varias ocasiones que Jesús actuó movido por él y lo
promete a los discípulos para que lleven a cabo su obra. La acción del
Padre, que resucita a Jesús, se realiza por la fuerza del Espíritu Santo (Rom
8,11).
Lo más normal es, pues, que en el momento crucial de la consagración del pan
y el vino se invoque al Espíritu Santo. Al comienzo de la oración
eucarística más breve, el sacerdote reconoce la santidad de Dios Padre como
fuente de toda santidad y, extendiendo los brazos sobre las ofrendas, pide
que las santifique enviando sobre ellas el Espíritu Santo. Este gesto de
extender los brazos tiene aquí el significado de un exorcismo. El pan y el
vino provienen del mundo de la materia. Una concepción tradicional negativa
a propósito de las cosas materiales, que estaban bajo la influencia del mal
o del maligno, no consideraba que pudieran ser signos de la presencia real
de Jesús a no ser que, antes, fueran exorcizadas. Este gesto cobra el
significado de preparar y purificar la materia por medio de la acción del
Espíritu Santo antes de que se pronuncien sobre ellas las palabras de la
consagración.
Siguiendo una cosmología mítica, algunos Padres de la Iglesia entendían la
transubstanciación del pan y del vino en la celebración eucarística como un
cambio radical de dominio: antes se encontraban bajo el imperio del mal y,
ahora, pasan a ser posesión del Espíritu Santo.
No sin razón, la piedad católica, para responder a las posturas heterodoxas
sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía, insistió mucho en el momento
de la consagración y la elevación, pero esto desvió la atención de la
totalidad de la acción litúrgica.
C. Giraudo puntualiza muy bien esta cuestión. La invocación del Espíritu
Santo, que compromete el poder divino para que lleve a cabo la
transubstanciación, sigue la narración de la institución, con la que forma
unidad de cara a la transubstanciación. Esta está ordenada dinámicamente a
la asamblea cultual reunida. La consagración constituye el corazón de la
plegaria eucarística, que contiene en sí el misterio de la presencia real
permanente de todos los demás elementos que la componen. Pero no puede
separarse del conjunto de la celebración. La Iglesia reconoce como auténtica
la anáfora de «Addai y Mari», que no contiene las palabras de la institución
y, no obstante, se trata de una verdadera celebración eucarística, ya que,
en su totalidad, tiene forma consagratoria.
Más que poner el acento en la elevación de la hostia y del cáliz con
distintos signos y seguida de un canto de adoración, lo importante es
entender que el cuerpo y la sangre de Cristo nos son dados para realizar lo
que se pide en la segunda epíclesis. Una vez más, se invoca al Espíritu
Santo para que todos los que participan del cuerpo y de la sangre de Cristo,
sean reunidos por Él en un solo cuerpo, en una sola comunidad. Por la
comunión, nos convertimos en el cuerpo eclesial.
El ministro reza las oraciones con los brazos abiertos, postura típica de
quien ora en nombre de una comunidad. Por influencia del movimiento
carismático, hay lugares en los que los fieles también rezan con los brazos
abiertos o dirigidos hacia el altar. Se advierte un creciente deseo de rezar
con el cuerpo, en consonancia con la mentalidad actual de la cultura del
cuerpo y de su comprensión positiva y en íntima unión con la totalidad de la
persona.
La doxología, rezada o cantada por el celebrante, concluye la oración
eucarística de manera solemne con una alabanza trinitaria al Padre, por
Cristo, en la unidad del Espíritu Santo. Es una antigua regla de la oración
pública el terminar con la alabanza divina, que es la misión principal de
toda oración. Una vez más, el movimiento carismático ha ayudado mucho a
apreciar la oración de alabanza. Por una razón antropológica que tiene que
ver con la debilidad y limitación humanas, la oración de petición ocupa todo
el espacio en la vida de muchos fieles. La liturgia eucarística corrige esta
concentración de peticiones, aunque ella misma también ha cultivado este
aspecto. En todo caso, conserva muchos momentos de pura alabanza a Dios
desde una actitud de humildad.
Las oraciones más rezadas -el Padrenuestro y el Avemaría- mantienen un
equilibrio perfecto entre la alabanza y la petición. La breve oración del
Gloria tiene la virtud de suscitar en nosotros exclusivamente la alabanza a
la Trinidad. Toda doxología es trinitaria. Conviene llamar la atención sobre
esta dimensión que recorre toda la celebración y que se explicita en las dos
epíclesis, en los momentos de acogida, en las oraciones -colecta, sobre las
ofrendas, después de la comunión-, en la aclamación solemne y en la
bendición final. En otros momentos, la liturgia sólo se dirige al Padre con
o sin referencia al Hijo.
La forma actual de la doxología omite el verbo. En la versión antigua
aparecía el verbo «ser» en presente de indicativo y no en subjuntivo. Es un
detalle simbólico, que no deja de tener su belleza. Pues la comunidad de los
fieles está reunida, en este lugar y en este instante, en torno al altar
sobre el que se encuentra el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo.
Por eso, se da gloria en este momento y espacio concretos y reales. El rito
de elevar la hostia y el cáliz no tiene el sentido de mostrar a los fieles
las ofrendas sagradas, sino de presentarlas a Dios.
El pueblo, siguiendo una larga tradición, responde a la doxología con un
«Amén». Es un «Amén» de asentimiento, es la firma del pueblo, su rúbrica a
todo lo anterior. Para destacar el «Amén», hay ocasiones en que la asamblea
lo canta repetidas veces. La celebración no es del sacerdote, sino de toda
la comunidad. Y aunque apenas haya intervenido con alguna aclamación durante
la oración eucarística, al final estalla en la alegre aceptación y
ratificación de todo lo que se ha venido celebrando: el memorial de la
pascua de Jesús. En el caso de que la comunidad se negara a pronunciar este
«Amén», no quedaría invalidada la presencia real de Jesús como ofrenda, sino
su sentido mayor, que es crear la comunidad de fe.
9
Comunión y rito de conclusión
«Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura, mira que la dolencia
de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura,» (san Juan de la
Cruz).
Etimológicamente, el término «comunión» suele interpretarse erróneamente
como «común + unión». En cuanto al sentido, sería algo de gran belleza. Pero
este término esconde otra raíz, no menos significativa. «Comunión» viene de
cum + munus, muneris (oficio, misión, encargo). La comunión nos sitúa en una
misma misión. Y, por la comunión, en la celebración eucarística se producen
las dos realidades. Entramos en íntima unión con el misterio pascual de la
muerte y resurrección de Jesús y, de este modo, somos introducidos en el
corazón del designio salvífico de Dios Padre por la acción del Espíritu
Santo. Pero no lo hacemos desde la pura individualidad, sino en cuanto
comunidad, en cuanto Iglesia, en «común unión» entre nosotros. Asumimos, a
la vez, la misión de vivir en comunidad esta realidad salvadora.
Aunque el sacrificio no implique necesariamente un convite, en la antigüedad
pagana existían sacrificios en los que participaba la gente, comiendo y
bebiendo. En el rito judío, el cordero pascual, sacrificado en el templo, se
comía en una cena ritual con otros alimentos. El sacrificio de Cristo, que
se realiza en la cruz, fue instituido como memorial en una cena y se
perpetúa en forma de comida en la que se comulga del cuerpo y de la sangre
del Señor.
¿Cómo nos prepara esta oración para la comunión? La catequesis ha insistido
acertadamente en la necesidad de una preparación para participar de la
comunión, haciéndose eco de la advertencia de san Pablo: «El que come del
pan o bebe del cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la
sangre del Señor. Por tanto, examine cada uno su propia conciencia, y
entonces coma del pan y beba del cáliz. Porque el que come y bebe sin
considerar que se trata del cuerpo del Señor, come y bebe su propia
condenación”, (1Cor 11,27-29). En el lenguaje tradicional se decía que había
que estar «en estado de gracia» para poder comulgar; por tanto, no podía
haber ningún pecado grave. Antes parecía fácil distinguir los pecados
graves, de modo que la gente se abstenía de comulgar cuando consideraba que
no estaba en condiciones de hacerlo.
Pero se ha producido un considerable cambio en la comprensión y en la
conciencia de pecado y la comunión se ha convertido en un gesto normal de
toda celebración, sin que la gente se pregunte por su estado espiritual. La
oración del Padrenuestro nos recuerda un requisito fundamental para poder
comulgar: pedir perdón por los pecados y perdonar a quienes nos han
ofendido, de manera que no guardemos en nuestro interior ni odio ni rencor
contra nadie. Aquí resuena un precepto que tiene que ver con la
reconciliación del evangelio de Mateo: «Por tanto, si al llevar tu ofrenda
al altar recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda
delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después
vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23-24). La comunión con el Señor implica
una comunión entre nosotros. San Juan viene a recordarnos que «si alguno
dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. El que no ama a su
hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve» (I Jn 4,20).
La petición «danos hoy nuestro pan de cada día» que aparece en el
Padrenuestro, aunque en su sentido literal se refiera al pan material, desde
tiempo atrás se viene aplicando comúnmente a la Eucaristía, antes incluso de
que esta oración se incorporara a la liturgia.
En la tradición patrística se valoraba enormemente esta oración en cuanto
tal. En la conciencia de los fieles, pesaba la enorme distancia que les
separaba del Dios creador. Dirigirse a Él llamándolo «Padre» parecía una
enorme osadía. Y sólo podía uno atreverse a hacerlo siguiendo el ejemplo de
Jesús, que nos enseñó a orar de esa manera. Una de las introducciones del
Padrenuestro se refiere expresamente a este doble aspecto de atrevimiento y
mandato de Jesús a la hora de atribuir a Dios el nombre de «Padre»,
conservando esa larga tradición patrística. Durante algún tiempo formó parte
del arcanum, esto es, de aquella norma que prohibía exponer a los no
cristianos los misterios íntimos de la fe cristiana. Incluso a los propios
catecúmenos, sólo se les revelaba esta oración en momentos próximos al
bautismo. Tal vez hayamos ganado en intimidad en nuestra relación con Dios,
pero hemos perdido algo del temor ante el insondable misterio que es. La
liturgia conjuga estos dos aspectos, con una introducción solemne, que
recoge el temor, y con la valentía de llamar a Dios «Padre».
Después del Padrenuestro viene una oración que es una auténtica paráfrasis
de las dos últimas peticiones de la oración dominical: la petición a Dios de
que nos libre de todo mal, especialmente de aquel que podría impedirnos
participar de la Eucaristía.
Llega el momento en el que se invita a los fieles a intercambiar un saludo
de paz. Si, para comulgar dignamente, hay que haber perdonado a los que nos
ofenden y haber sido perdonado, se añade ahora otra condición fundamental:
estar en paz con los hermanos y hermanas. Aquel a quien saludamos representa
en ese instante a la persona con la que queremos reconciliarnos. Este gesto
viene a completar y reafirmar el perdón que se ha pedido y prometido en el
Padrenuestro, como condición para la comunión. Si la comunidad no estuviera
interiormente en paz, no estaría cumpliendo con el requisito mínimo
imprescindible para participar de la Eucaristía. Esto mismo aparece con toda
claridad en san Pablo, cuando reprende a la comunidad de Corinto por sus
cismas y divisiones, volviéndose indigna de participar del cuerpo del Señor
(1Cor 11,17-34). El signo de la paz expresa la reconciliación en el seno de
la comunidad después de cualquier altercado, división, mala voluntad, como
condición necesaria para que la comunión sea provechosa. Antes de presentar
cualquier ofrenda, Jesús pide la reconciliación con el hermano (Mt 5,23). La
unión y la unidad de los fieles es una de las exigencias y, al mismo tiempo,
uno de los frutos fundamentales de la Eucaristía.
Tiene valor simbólico que la paz parta desde el altar. El ministro anuncia
este momento como mensaje y presente, como tarea y don. La oración previa al
saludo de la paz expresa perfectamente el espíritu de este gesto: la
humildad ante los propios pecados y la confianza en la fe de la Iglesia,
junto con la petición de paz y de unidad. Se trata de un rito en el que se
ofrece y se pide la paz. Cada uno participa de esta paz de Cristo y la
comunica a su hermano/a, al tiempo que la recibe de él/ella.
3. La distribución de la
comunión
Concluido el momento de la paz, el sacerdote parte la forma consagrada
mientras la asamblea reza el «Cordero de Dios». Antiguamente, este gesto
estaba vinculado a la paz. Ahora, al «Cordero de Dios». Además del gesto
necesario de partir para repartir, como se dice en los relatos de la
institución, no resulta difícil darse cuenta de la relación que hay entre la
forma que se rompe y el cordero inmolado. En estos dos simbolismos,
articulados entre sí, hay un gesto sacrificial.
El celebrante, tras partir el pan consagrado, deja caer una parte del mismo
en el cáliz en señal de la unidad del sacrificio realizado bajo las dos
especies. Esta fracción de la forma recuerda al Señor que reparte su
presencia entre muchos, del mismo modo que, después de la resurrección,
compartió sus apariciones con muchos testigos. Para los judíos y para los
primeros cristianos, la fracción del pan tenía un valor simbólico esencial
en las comidas: unir a los comensales en comunidad en torno al mismo pan.
Los griegos también vieron en esta fracción la división y la ruptura, imagen
de la muerte de Cristo en la cruz. Del mismo modo en que se parte el pan,
Jesús fue partido en la crucifixión. En la Siria occidental, en el momento
de la fracción del pan, se rezaba: «Verdaderamente, el Verbo de Dios sufrió
en su carne, fue sacrificado y quebrado en la cruz... y su costado fue
atravesado por la lanza... Padre de la Verdad, mira en tu Hijo la víctima
que te aplaca... Mira su sangre derramada en el Gólgota». «Tú eres el
Cristo-Dios cuyo costado fue traspasado en nuestro beneficio en el monte
Gólgota en Jerusalén: Tú eres el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo».
La partícula que se deja caer en el cáliz conserva un recuerdo histórico. El
Papa -en las Iglesias de los alrededores de Roma- y los obispos -en otras
ciudades- enviaban, por medio de un acólito, un fragmento eucarístico,
llamado fermentum, en señal de la unidad cristiana y, de manera especial,
como signo de la pertenencia de esas Iglesias a la communio -la comunión con
el Papa y los obispos-. Los sacerdotes que lo recibían lo ponían en el cáliz
en el momento de la paz. Se trata de una costumbre muy antigua que respondía
al sentimiento vivo de los primeros tiempos de que la eucaristía era el
«sacramento de la unidad» que mantiene unida a toda la Iglesia. Siempre que
sea posible, todos los fieles bajo la jurisdicción de un obispo deberían
reunirse en torno al altar de este único pastor y recibir de sus manos el
Sacramento.
Antes de la comunión de los fieles, el sacerdote eleva la hostia delante de
la comunidad y la presenta como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo. El pueblo, con actitud de humildad, recita la oración del oficial
romano: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
bastará para sanarme» (Mt 8,8). Con el mismo sentido, en las Iglesias
orientales, existe un rito de gran belleza en el que el sacerdote bendice a
la asamblea, eleva la hostia y, al mismo tiempo, hace una invitación y una
advertencia: «Las cosas santas, para los santos».
La simbología del cordero tiene enormes resonancias bíblicas. Se remonta a
las experiencias fundacionales de Israel, si bien este las heredó de los
pueblos de los alrededores. Los nómadas conocían el sacrificio del cordero y
empleaban su sangre con un valor profiláctico tanto físico como espiritual.
Era un rito de defensa, de preservación contra los maleficios, las
enfermedades, los enemigos, los malos espíritus. Se celebraban comidas
sacrificiales nocturnas en los campamentos después de la larga jornada de
camino. El término «pascua» puede haber tenido que ver con ese rito de
renquear, de saltar con una danza ritual religiosa delante del cordero
sacrificado. Más tarde, Israel somete a proceso de historización este
sacrificio, relacionándolo con el acontecimiento de la liberación de la
esclavitud de Egipto. La sangre con la que se marcaron los dinteles y las
jambas de las puertas de las casas de los israelitas los protegió del ángel
exterminador, que dio muerte a todos los primogénitos de los egipcios, seres
humanos y animales (Éx 12,1-14). Sacrificar el cordero en el desierto fue el
pretexto de la huida. Después, Israel instituyó el rito de la Pascua como
memorial de su liberación.
El Nuevo Testamento asume esta simbología pascual del Antiguo Testamento,
identificando a Cristo con el cordero, desde el momento que así lo señala
Juan el Bautista (cf Jn 1,29-36), pasando por los Hechos (cf He 8,32), hasta
el libro del Apocalipsis, donde el cordero aparece con toda su gloria para
iluminar la ciudad celestial (Ap 21,23). La institución de la Eucaristía
tuvo lugar en el contexto de la cena pascual o, al menos, con simbología
pascual. Juan hace coincidir la hora de la muerte de Jesús en la cruz con la
del sacrificio de los corderos en el templo para la celebración de la pascua
judía en los hogares.
Después de la comunión del sacerdote viene la comunión de los fieles. Estos
se dirigen hacia el altar o hacia el lugar en que se encuentre el ministro
de la Eucaristía, no sólo por razones prácticas, sino simbolizando el
caminar de la Iglesia, en dirección al Señor. El simbolismo cobra todo su
significado pleno cuando se comulga bajo las dos especies. Aunque la
Iglesia, a lo largo de su práctica tradicional, no exija este modo de
comulgar para garantizar la validez de la participación en la Eucaristía,
está mucho más de acuerdo con toda la simbología litúrgica. Hay parroquias
en las que, sin prolongar en exceso la celebración y sin ocasionar un
pequeño caos, se ha conseguido, en todas las celebraciones, incluso en las
de participación multitudinaria, ofrecer la comunión con esta forma
simbólicamente más rica y plena.
Los fieles han entendido que resulta incompleto participar de la eucaristía
sin comulgar. Lo normal sería que todos los que acudieran a la celebración
eucarística tuvieran en su interior el deseo de comulgar y que acompañaran
este deseo con la disposición fundamental del arrepentimiento por los
pecados y con la voluntad de estar en comunión con toda la comunidad. Por
eso, lo normal es que todos comulguen.
En realidad, no tiene mucho sentido ir a misa por pura obligación y
permanecer en el templo como si se asistiera a una ceremonia ajena, que no
se vive, en la que no se entra. Todavía padecemos el peso de cierta
comprensión mágica y ritual de la Eucaristía, cuyos efectos se producirían
independientemente de la disposición subjetiva de la persona. Se cumple con
un deber de manera kantiana, del mismo modo que se paga una deuda en la
farmacia, incluso a regañadientes.
Es tarea de la catequesis trabajar la sintonía entre lo que se celebra y la
actitud interna del participante. La comunión eucarística es la expresión
final de esta alianza que atraviesa toda la celebración.
La postura y el modo de recibir la comunión también tienen su historia y su
simbología. En la actualidad, la mayoría recibe la comunión de pie y en la
palma de la mano, que se convierte en auténtica patena cálida y viva o en
delicada corola de una flor para recibir el Cuerpo de Cristo. Pero aún queda
gente que prefiere recibir la comunión directamente en la boca. Hay quien
prefiere arrodillarse. Cada una de estas posturas y modos revela el
predominio de una actitud interior diferente. Cuando predomina la mentalidad
de la indignidad humana y de la sublimidad del sacramento, el fiel adopta la
postura más humilde y sumisa: de rodillas y en la boca. Cuando dominan las
imágenes de la cena del Señor, del Zaqueo pecador que acoge con alegría a
Jesús en su casa, la postura que mejor traduce esta mentalidad es en pie y
con la mano extendida. El fiel tiene potestad para elegir el modo que más le
conviene en su trayectoria espiritual y desde su percepción religiosa. En mi
opinión, es un abuso que los sacerdotes impongan un modo u otro, como si
fueran los dueños de la interioridad de las personas. Nada mejor que el
respeto y la libertad.
El ministro muestra la hostia y, antes de darle la comunión, dice al fiel:
«El cuerpo de Cristo». No se trata de un momento de adoración, sino de
distribución, de compartir el cuerpo del Señor. Esta indicación es una
última invitación a la libertad, a la interioridad del fiel. Este muestra su
asentimiento con un «Amén» (“¡Así sea!»). Eso mismo es lo que yo quiero:
participar del cuerpo del Señor. Se trata de un «amén» personal, libre,
consciente y agradecido. Sería muy hermoso que el ministro supiera o pudiera
decir el nombre del fiel, recordando aquella delicada escena en la que Jesús
y María intercambian los nombres: «Jesús le dijo: "¡María!". Ella se volvió
y exclamó en hebreo: "¡Rabbuní!" (es decir, "¡Maestro!")» (Jn 20,16).
Ya hemos llegado al final. El sacerdote dice: «Oremos». Es un momento de
silencio en el que recoger lo que hemos vivido en la celebración y,
especialmente, la participación en la comunión. Presentemos en el silencio
de nuestro corazón esta experiencia de amor. El sacerdote, al recoger todas
estas experiencias, las ofrece al Padre junto con la oración de después de
la comunión. Suele ser una última petición para que vivamos lo celebrado en
la vida cotidiana y para que la fuerza de la liturgia nos conduzca a la
plenitud de la vida.
Finalmente, el último saludo: «¡El Señor esté con vosotros!». Ha estado con
nosotros desde el principio, durante la celebración, y ahora se quedará con
nosotros. Esta permanencia de Dios se expresa trinitariamente en la
bendición final y en la despedida. Toda celebración es zambullirse y
sumergirse en la luz de Dios. Iluminados como estamos, podemos irradiar
claridad a todos los que viven con nosotros. Cada uno se convierte en gotita
de luz en la noche que nos aguarda. La celebración se carga de fe, de
esperanza y de amor. Fe por la certeza del misterio que experimentamos.
Esperanza en que se va a prolongar hoy y por siempre. Amor de Dios y al
hermano que resume la Ley entera y los Profetas, dándoles su plenitud (Rom
13,10).
«Todo fiel es un "amén" que se convertirá en "aleluya"» (Tomás Spidlik)
Todas las mañanas, el insigne cristiano Alceu Amoroso Lima salía muy
temprano de su casa e iba a participar de la eucaristía. Un día, alguien le
dijo: «¡Alceu! Hoy lo he visto pasar muy temprano con el rostro lleno de
preocupaciones». Él repuso: «Tal vez cuando me dirigía a la iglesia. Pero,
ciertamente, no después de salir de ella, reconfortado con la presencia del
Señor». Podemos entrar en una celebración eucarística cargados de ansiedad y
de problemas. Pero, una vez concluida, con toda seguridad, saldremos
transformados. He aquí el maravilloso don del que se nos permite participar
cada vez que nos reunimos en torno a la Palabra y en torno al pan y el vino
para celebrar el memorial de la vida, pasión y muerte del Señor Jesucristo.