Pollos y conejos... la familia 'tradicional'
SIEMPRE se me ha antojado entre redundante y
rocambolesco que a la familia se la moteje de «tradicional». No me causaría
mayor asombro si mañana entrara en un restaurante y, tras solicitar al
camarero un guiso de conejo, éste me respondiese: «Perdone el señor, ¿se
refiere a un conejo tradicional? Porque también podemos ofrecerle un conejo
bípedo». «¿Y cómo han logrado obtener conejos bípedos? –preguntaría yo,
sobresaltado ante la mención de tan portentosa quimera–. ¿Mediante
manipulación genética?». «Oh, no señor –me respondería el camarero, con una
sonrisita condescendiente–, son conejos criados del modo más natural: además
de caminar sobre dos patas, tienen plumas en lugar de pelo y corona su
cabeza una graciosa cresta». «Pero usted me está describiendo un pollo –le
objetaría un tanto mosqueado al obsequioso camarero–. Y yo lo que deseo
comer es conejo». «Creo que el señor no me ha entendido: existe un conejo
tradicional, que hociquea y pega brinquitos; y existe un conejo bípedo, que
se reproduce mediante huevos y come por el pico». «Que no, hombre, que no,
que eso que usted llama conejo bípedo es un pollo de libro, un pollo de los
de toda la vida, vamos», insistiría yo, entre divertido y exasperado. Ante
lo cual, el camarero, herido en la víscera del orgullo y con ademán
autoritario, me expulsaría del restaurante, murmurando: «Habráse visto, qué
tío carca. ¡Pretender que los conejos tradicionales son los únicos que
existen!».
Una impresión de desconcierto similar me golpea cuando oigo hablar de
«familia tradicional», como una más de las posibles formas de familia. Uno
puede entender que la gente se lo monte como le pete y pruebe las más
imaginativas modalidades de combinación humana; uno puede entender incluso
que, de resultas de algún trauma infantil o como consecuencia de una
indigestión de pienso ideológico, llegue a aborrecer la familia. Pero que
alguien que aborrece la familia desee usurpar su nombre ya requiere una
explicación clínica. Yo, por ejemplo, aborrezco la gimnasia y me precio de
no haber visitado en mi puñetera vida uno de esos quirófanos con olor a
sobaco donde la gente mata su salud haciendo pesas y bicicleta ciclostática;
pero cuando tengo que rellenar algún impreso oficial no se me ocurre poner
en la casilla de la profesión «gimnasta de sofá». Tampoco pretendo concurrir
en ninguna olimpiada, ni convencer a nadie de que mis confortables
michelines, que tanto me abrigan en invierno, son en realidad músculos
abdominales hiperdesarrollados.
Digamos que acepto con plácida naturalidad que
carezco de dotes gimnásticas; no entiendo por qué cierta gente que carece de
dotes para fundar una familia pretende, en cambio, que la modalidad
alternativa de combinación humana que escogen sea designada con el nombre
que en realidad tanto detestan. Supongo que tanta terquedad obedece en el
fondo a la supervivencia de un complejito; pero los complejitos, que merecen
nuestra caridad, no pueden provocar el torcimiento del lenguaje. De una
señora gorda podremos decir, por cortesía o sentido del humor, que está
lozana, jamona o maciza; ponderar su esbeltez, en cambio, constituye un
ejercicio de cinismo.
Y, salvo que juguemos al cinismo, hemos de reconocer que familia no existe
más que una. Cuando decimos «familia tradicional» estamos formulando en
realidad un pleonasmo, tan grotesco e hilarante como si dijéramos que
después de comer nos gusta dar un «paseo pedestre». Pues «tradicional» viene
del latín «traditio», que significa entrega, transmisión. No existe familia
sin transmisión de vida, sin entrega de una generación a otra; y esa
«traditio» se realiza mediante la unión permanente y fecunda de un hombre y
una mujer que proyectan su fe en el futuro sobre una vida que los prolonga.
Podemos jugar a torcer el lenguaje cuanto deseemos, podemos marear las
palabras y someterlas a centrifugados y travestismos pintorescos; pero, por
mucho que nos empeñemos, un pollo seguirá siendo un pollo, aunque lo
envolvamos con una piel de conejo.
JUAN MANUEL DE PRADA ABC 8 de Julio