Jn 19, 25 « Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena»
P. Raniero Cantalamessa
Predicación de Viernes Santo (2007)
en la Basílica de San Pedro
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la
hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19,
25). Por una vez, pongamos aparte a María, su Madre. Su presencia en el
Calvario no requiere de explicaciones. Era «su madre» y esto lo dice todo;
las madres no abandonan a un hijo, aunque esté condenado a muerte. ¿Pero por
qué estaban allí las otras mujeres? ¿Quiénes y cuántas eran?
Los evangelios refieren el nombre de algunas de ellas: María de Magdala,
María -la madre de Santiago el menor y de Joset-, Salomé -madre de los hijos
de Zebedeo-, una cierta Juana y una tal Susana (Lc 8, 3). Llegadas con Jesús
de Galilea, estas mujeres le habían seguido, llorando, en el camino al
Calvario (Lc 23, 27-28), ahora en el Gólgota observaban «de lejos» (o sea,
desde la distancia mínima que se les permitía) y en poco tiempo le
acompañan, con tristeza, al sepulcro con José de Arimatea (Lc 23, 55).
Este hecho está demasiado comprobado y es demasiado extraordinario como para
pasar por encima de él apresuradamente. Las llamamos, con una cierta
condescendencia masculina, «las piadosas mujeres», pero son mucho más que
«piadosas mujeres», ¡son igualmente «Madres Coraje!» Desafiaron el peligro
que existía en mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a muerte.
Jesús había dicho: «¡Dichoso aquél que no halle escándalo en mí!» (Lc 7,
23). Estas mujeres son las únicas que no se escandalizaron de Él.
Se discute vivamente desde hace algún tiempo quién fue quien quiso la muerte
de Jesús: los jefes judíos o Pilato, o los unos y el otro. Una cosa es
cierta en cualquier caso: fueron los hombres, no las mujeres. Ninguna mujer
está involucrada, tampoco indirectamente, en su condena. Hasta la única
mujer pagana que se menciona en los relatos, la esposa de Pilato, se disoció
de su condena (Mt 27, 19). Es cierto que Jesús murió también por los pecados
de las mujeres, pero históricamente sólo ellas pueden decir: «¡Somos
inocentes de la sangre de éste!» (Mt 27, 24).
Éste es uno de los signos más ciertos de la honestidad y de la fidelidad
histórica de los evangelios: el papel mezquino que hacen en ellos los
autores y los inspiradores de los evangelios y el maravilloso papel que
muestran de las mujeres. ¿Quién habría permitido que se conservara, con
memoria imperecedera, la ignominiosa historia del propio miedo, huída,
negación, agravada además por la comparación con la conducta tan distinta de
algunas pobres mujeres; quién, repito, lo habría permitido, si no hubiera
estado obligado por la fidelidad a una historia que ya se mostraba como
infinitamente mayor que la propia miseria?
* * *
Siempre ha surgido la cuestión de cómo es que las «piadosas mujeres» son las
primeras en ver al Resucitado y a ellas se les dé la misión de anunciarlo a
los apóstoles. Éste era el modo más seguro de hacer la resurrección poco
creíble. El testimonio de una mujer no tenía peso alguno. Tal vez por este
motivo ninguna mujer aparece en el largo elenco de quienes han visto al
Resucitado, según el relato de Pablo (1 Co 15, 5-8). Los propios apóstoles,
respecto a las primeras, tomaron las palabras de las mujeres como «un
desatino» completamente femenino y no las creyeron (Lc 24, 11).
Los autores antiguos creyeron conocer la respuesta a este interrogante. Las
mujeres, dice en un himno Romano el Melode, son las primeras en ver al
Resucitado porque una mujer, Eva, ¡fue la primera en pecar! [1]. Pero la
respuesta auténtica es otra: las mujeres fueron las primeras en verle
resucitado porque habían sido las últimas en abandonarle muerto e incluso
después de la muerte acudían a llevar aromas a su sepulcro (Mc 16,1).
Debemos preguntarnos por el motivo de este hecho: ¿por qué las mujeres
resistieron al escándalo de la cruz? ¿Por qué se le quedaron cerca cuando
todo parecía acabado e incluso sus discípulos más íntimos le habían
abandonado y estaban organizando el regreso a casa?
La respuesta la dio anticipadamente Jesús, cuando contestando a Simón, dijo
acerca de la pecadora que le había lavado y besado los pies: «¡Ha amado
mucho!» (Lc 7, 47). Las mujeres habían seguido a Jesús por Él mismo, por
gratitud del bien de Él recibido, no por la esperanza de hacer carrera
después. A ellas no se les habían prometido «doce tronos», ni ellas habían
pedido sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino. Le seguían, está
escrito, «para servirle» (Lc 8, 3; Mt 27, 55); eran las únicas, después de
María, su Madre, en haber asimilado el espíritu del Evangelio. Habían
seguido las razones del corazón y éstas no les habían engañado.
* * *
En sí, su presencia junto al Crucificado y el Resucitado contiene una
enseñanza vital para nosotros hoy. Nuestra civilización, dominada por la
técnica, tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda sobrevivir
en ella, sin deshumanizarse del todo. Debemos dar más espacio a las «razones
del corazón» si queremos evitar que la humanidad vuelva a caer en una era
glacial.
En esto, a diferencia de muchos otros campos, la técnica es de bien poca
ayuda. Se trabaja desde hace tiempo en un tipo de ordenador que «piensa» y
muchos están convencidos de que se logrará. Pero nadie hasta ahora ha
proyectado la posibilidad de un ordenador que «ame», que se conmueva, que
salga al encuentro del hombre en el plano afectivo, facilitándole amar, como
le facilita calcular las distancias entre las estrellas, el movimiento de
los átomos y memorizar datos...
A la potenciación de la inteligencia y de las posibilidades cognoscitivas
del hombre no le sigue con el mismo ritmo, lamentablemente, la potenciación
de su capacidad de amor. Esta última, más bien, parece que no cuenta nada,
aunque sabemos muy bien que la felicidad o la infelicidad en la tierra no
dependen tanto de conocer o no conocer, sino de amar o no amar, de ser amado
o no ser amado. No es difícil entender por qué estamos tan ansiosos de
incrementar nuestros conocimientos y tan poco de aumentar nuestra capacidad
de amar: el conocimiento se traduce automáticamente en poder, el amor en
servicio.
Una de las idolatrías modernas es la del «IQ», el «coeficiente intelectual».
Existen varios métodos para medirlo. ¿Pero quién se preocupa de tener en
cuenta también el «coeficientes del corazón»? Sin embargo sólo el amor
redime y salva, mientras que la ciencia y la sed de conocimiento, solas,
pueden llevar a la condenación. Es la conclusión delFausto de
Goethe y es también el grito que lanza el cineasta que hace clavar
simbólicamente al suelo los preciosos volúmenes de una biblioteca y hace
exclamar al protagonista que «todos los libros del mundo no valen lo que una
caricia» [2]. Antes que ellos, San Pablo había escrito: «La ciencia hincha,
el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Después de tantas eras que han tomado nombre del hombre - homo
erectus, homo faber, hasta el homo
sapiens-sapiens , o sea, el
sapientísimo de hoy-, es deseable que se abra por fin, para la humanidad,
una era de la mujer: una era del corazón, de la compasión, y que esta tierra
deje ya de ser «la pequeña tierra que nos hace tan feroces» [3].
* * *
De todo lugar brota la exigencia de dar más espacio a la mujer. Nosotros no
creemos que «el eterno femenino nos salvará» [4]. La experiencia diaria
demuestra que la mujer puede «elevarnos», pero que también puede hacernos
caer. También ella tiene necesidad de ser salvada por Cristo. Pero es cierto
que, una vez redimida por Él y «liberada», en el plano humano, de antiguas
discriminaciones, ella puede contribuir a salvar nuestra sociedad de algunos
males arraigados que se ciernen amenazantes: violencia, voluntad de poder,
aridez espiritual, desprecio de la vida...
Sólo hay que evitar repetir el antiguo error gnóstico según el cual la
mujer, para salvarse, debe dejar de ser mujer y transformarse en hombre [5].
El prejuicio está tan enraizado en la cultura que las propias mujeres han
acabado, a veces, por sucumbir a él. Para afirmar su dignidad, han creído
necesario asumir actitudes masculinas, o bien minimizar la diferencia de
sexos, reduciéndola a un producto de la cultura. «Mujer no se nace, sino que
se hace», dijo una de sus ilustres representantes [6].
¡Qué agradecidos tenemos que estar a las «piadosas mujeres»! A lo largo del
camino al Calvario, sus sollozos fueron el único sonido amigo que llegó a
oídos del Salvador; sobre la cruz, sus «miradas» fueron las únicas que se
posaron con amor y compasión en Él.
La liturgia bizantina ha honrado a las piadosas mujeres dedicándoles un
domingo del año litúrgico, el segundo después de Pascua, que toma el nombre
de «domingo de las Miróforas», esto es, de las portadoras de aromas. Jesús
está contento de que se honren en la Iglesia a las mujeres que le amaron y
creyeron en Él en vida. Sobre una de ellas –la mujer que vertió en su cabeza
un frasco de ungüento perfumado- hizo esta extraordinaria profecía,
puntualmente cumplida en los siglos: «Dondequiera que se proclame este
Evangelio, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho
para memoria suya» (Mt 26,13).
* * *
Las piadosas mujeres, no están sólo, en cambio, para admirar y honrar, sino
también para imitar. San León Magno dice que «la pasión de Cristo se
prolonga hasta el final de los siglos» [7] y Pascal ha escrito que «Cristo
estará en agonía hasta el fin del mundo» [8]. La Pasión se prolonga en los
miembros del cuerpo de Cristo. Son herederas de las «piadosas mujeres» las
muchas mujeres, religiosas y laicas, que permanecen hoy al lado de los
pobres, de los enfermos de Sida, de los encarcelados, de los rechazados de
cualquier tipo por parte de la sociedad. A ellas –creyentes o no creyentes-
Cristo repite: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
No sólo por el papel desempeñado en la pasión, sino también por el de la
resurrección, las piadosas mujeres son ejemplo para las mujeres cristianas
de hoy. En la Biblia se encuentran, de un extremo a otro, los «¡ve!» o los
«¡id!», esto es, los envíos por parte de Dios. Es la palabra dirigida a
Abrahán, a Moisés («Ve, Moisés, a la tierra de Egipto»), a los profetas, a
los apóstoles: «Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda
criatura».
Todos son «¡id!» dirigidos a los hombres. Existe un solo «¡id!» dirigido a
las mujeres, el que se dijo a las miróforas la mañana de Pascua: «Entonces
les dijo Jesús: "Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán"» (Mt 28, 10). Con estas palabras las constituía en primeros testigos
de la resurrección, «maestras de maestros», como las llama un antiguo autor
[9].
Es una pena que, a causa de la equivocada identificación con la mujer
pecadora que lava los pies de Jesús (Lc 7, 37), María Magdalena haya acabado
por alimentar infinitas leyendas antiguas y modernas y haya entrado en el
culto y en el arte casi sólo en calidad de «penitente», más que como primer
testigo de la resurrección, «apóstol de los apóstoles», como la define Santo
Tomás de Aquino [10].
* * *
«Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y
corrieron a dar la noticia a sus discípulos» (Mt 28, 8). Mujeres cristianas,
seguid llevando a los sucesores de los apóstoles y a nosotros, sacerdotes y
colaboradores suyos, el gozoso anuncio: «¡El Maestro está vivo! ¡Ha
resucitado! Os precede en Galilea, o sea, ¡dondequiera que vayáis!».
Continuad el antiguo cántico que la liturgia pone en boca de María
Magdalena: Mors et vita duello
conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus :
«Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida
estaba muerto, pero ahora está vivo y reina». La vida ha triunfado, en
Cristo, sobre la muerte, y así sucederá un día también en nosotros. Junto a
todas las mujeres de buena voluntad, vosotras sois la esperanza de un mundo
más humano.
A la primera de las «piadosas mujeres» e incomparable modelo de éstas, la
Madre de Jesús, repetimos una antigua oración de la Iglesia: «Santa María,
socorre a los pobres, sostén a los frágiles, conforta a los débiles: ruega
por el pueblo, intervén por el clero, intercede por el devoto sexo
femenino»: Ora pro populo,
interveni pro clero, intercede pro devoto femineo sexu [11].
[Traducción del original italiano
realizada por Zenit]
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[1] Romano il Melode, Inni ,
45, 6 (ed. a cura di G. Gharib, Edizioni Paoline 1981, p. 406)
[2] En la pelicula "Cento chiodi" de Ermanno Olmi.
[3] Dante Alighieri, Paradiso ,
22, v.151.
[4] W. Goethe, Faust ,
final parte II: "Das Ewig-Weibliche zieht uns hinan".
[5] Cf. Vangelo copto di
Tommaso , 114; Estratti
di Teodoto , 21, 3.
[6] Simone de Beauvoir, Le
Deuxième Sexe (1949).
[7] S. Leone Magno, Sermo 70,
5 (PL 54, 383).
[8] B. Pascal, Pensieri ,
n. 553 Br.
[9] Gregorio Antiocheno, Omelia
sulle donne mirofore , 11 (PG
88, 1864 B).
[10] S. Tommaso d'Aquino, Commento
al vangelo di Giovanni , XX,
2519.
[11] Antifona al Magnificat, Comune delle feste della Vergine.