LA EUCARISTÍA,
PRESENCIA REAL DE CRISTO
Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general 2000
1. Según las orientaciones delineadas en la «Tertio millennio adveniente»,
este año jubilar, celebración solemne de la Encarnación, tiene que ser un
año «intensamente eucarístico» (TMA, 55). Por este motivo, después de haber
detenido la mirada en la gloria de la Trinidad, que resplandece en el camino
del hombre, comenzamos una catequesis sobre esa celebración grande y al
mismo tiempo humilde de la de la gloria divina: la Eucaristía.
Grandeza y pequeñez de la Eucaristía
Grande, pues es la expresión principal de la presencia de Cristo entre
nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20); humilde,
pues se entrega con los signos sencillos y cotidianos del pan y del vino, la
comida y la bebida ordinarias en la tierra de Jesús y en muchas otras
regiones. En ese carácter cotidiano de los alimentos, la Eucaristía
introduce no sólo la promesa, sino también la «prenda» de la gloria futura:
«futurae gloriae nobis pignus datur» (Santo Tomás de Aquino, «Officium de
festo corporis Christi»). Para comprender la grandeza del misterio
eucarístico, hoy queremos considerar el tema de la gloria divina y de la
acción de Dios en el mundo, ya sea que se manifieste en los grandes
acontecimientos de salvación, ya sea que se esconda bajo los humildes signos
que sólo puede percibir el ojo de la fe.
La gloria divina en el Antiguo Testamento
2. En el Antiguo Testamento, con la palabra hebrea «kabôd» se indica la
manifestación de la gloria divina y de la presencia de Dios en la historia y
en la creación. La gloria del Señor refulge en la cumbre del Sinaí, lugar de
revelación de la Palabra divina (cf. Éxodo 24, 16). Está presente en la
tienda santa y en la liturgia del pueblo de Dios, peregrino en el desierto
(cf. Levítico 9, 23). Domina en el templo, la morada --como dice el
salmista-- «en donde habita tu gloria» (Salmo 26, 8). Envuelve, como un
manto de luz (cf. Isaías 60, 1), a todo el pueblo elegido: el mismo Pablo es
consciente de que «los israelitas poseen la adopción de hijos, la gloria,
las alianzas...» (Romanos 9, 4).
3. Esta gloria divina, que se manifiesta de manera especial en Israel, está
presente en todo el universo, como lo escuchó proclamar el profeta Isaías a
los serafines en el momento de su vocación: «¡Santo, santo, es el Señor de
los ejércitos! La tierra está llena de su gloria» (Isaías 6, 3). Es más, el
Señor revela a todos los pueblos su gloria, como se lee en el Salterio:
«Todos los pueblos contemplan su gloria» (Salmo 97, 6). La luz de la gloria,
por tanto, es universal, de modo que toda la humanidad puede descubrir la
presencia divina en el cosmos.
La plenitud de la gloria: Cristo
En Cristo, sobre todo, se cumple esta manifestación, pues él es el
«resplandor de la gloria» divina (Hebreos, 1, 3). Y lo es también a través
de sus obras, como testimonia el evangelista Juan ante el signo de Caná:
Cristo «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Juan 2, 11).
Él irradia también la gloria divina a través de su palabra, que es Palabra
divina: «Yo les he dado tu Palabra», dice Jesús al Padre; «yo les he dado la
gloria que tú me diste» (Juan 17, 14. 22). Cristo manifiesta la gloria
divina más radicalmente a través de su humanidad, asumida en la encarnación:
«Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de
gracia y de verdad» (Juan 1, 14).
Presencia de Cristo
4. La revelación terrena de la gloria divina alcanza su cumbre en la Pascua
que, especialmente en los escritos de san Juan y de san Pablo es descrita
como una glorificación de Cristo a la derecha del Padre (cf. Juan 12, 23;
13, 31; 17, 1; Filipenses 2, 6-11; Colosenses 3, 1; 1 Timoteo 3, 16). Ahora,
el misterio pascual, expresión de la «perfecta glorificación de Dios»
(«Sacrosanctum Concilium», 7), se perpetua en el sacrificio eucarístico,
memorial de la muerte y resurrección confiado por Cristo a la Iglesia, su
amada esposa, (cf. «Sacrosanctum Concilium», 47). Con el mandamiento «Haced
esto en conmemoración mía» (Lucas 22, 19), Jesús asegura la presencia de la
gloria pascual a través de todas las celebraciones eucarísticas que
salpicarán el fluir de la historia humana. «A través de la santa Eucaristía
el acontecimiento de la Pascua de Cristo se expande a toda la Iglesia [...].
Con la comunión en el cuerpo y en la sangre de Cristo, los fieles crecen en
la misteriosa divinización que, gracias al Espíritu Santo, les hace habitar
en el Hijo como hijos del Padre» (Juan Pablo II y Moran Mar Ignatius Zakka I
Iwas, Declaración Común 23-6-1984, n. 6: EV 9, 842).
La respuesta del hombre
5. No cabe duda de que la celebración más elevada de la gloria divina tiene
lugar hoy en la liturgia. «Dado que la muerte de Cristo en la cruz y la
resurrección constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia y
la prenda de su Pascua eterna, la liturgia tiene como primera tarea
volvernos a llevar por el camino pascual abierto por Cristo, en el que se
acepta morir para entrar en la vida» (Carta apostólica «Vicesimus quintus
annus», 6). Esta tarea se ejerce sobre todo por medio de la celebración de
la Eucaristía, que hace presente la Pascua de Cristo y comunica su dinamismo
a los fieles. Así, el culto cristiano se convierte en la expresión más viva
del encuentro entre la gloria divina y la glorificación que sale de los
labios y del corazón del hombre. A la «gloria del Señor que llena la morada»
del templo con su presencia luminosa (cf. Éxodo 40, 34) le tiene que
corresponder nuestra «glorificación del señor con espíritu generoso»
(Sirácida 35, 7).
La existencia del hombre: glorificación de Dios
6. Como nos recuerda san Pablo, tenemos que glorificar también a Dios en nuestro cuerpo, es decir, con toda la existencia, pues nuestro cuerpo es templo del Espíritu que está en nosotros (cf. 1 Corintios 6, 19. 20). Desde esta perspectiva, se puede hablar también de una celebración cósmica de la gloria divina. El mundo creado, «tan a menudo desfigurado por el egoísmo y la avidez», tiene en sí «la potencialidad eucarística»: «está destinado a ser asumido en la Eucaristía del Señor, en su Pascua presente en el sacrificio del altar» («Orientale Lumen» 11). A ese aleteo de la gloria del Señor, que está «por encima de los cielos» (Salmo 113, 4) y se irradia en el universo, le corresponde, como contrapunto de armonía, la alabanza de toda la creación de modo que «Dios sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1 Pedro 4, 11).