Síntesis de la Eucaristía: 1. Los sacrificios de la Antigua Alianza
Religiosidad natural del sacrificio
José María Iraburu
-Religiosidad natural del sacrificio.
-Religiosidad judía del sacrificio.
-Abraham y el sacrificio de su hijo Isaac.
-Sacrificio del cordero
pascual, al salir de Egipto.
-Moisés, en el sacrificio del Sinaí, sella
la Antigua Alianza.
-Elías, en el sacrificio del Carmelo, restaura la
Alianza violada.
-Isaías y el cordero sacrificado para salvación de
todos.
-Los múltiples sacrificios de Israel.
-Los profetas y el culto de
Israel.
1
Los sacrificios de la Antigua Alianza
Religiosidad natural del sacrificio
Casi todas las religiones naturales, en unas u otras formas, han practicado
sacrificios cultuales, y los han ofrecido mediante sacerdotes, hombres
especialmente destinados a ese ministerio. En efecto, partiendo de que es
connatural al hombre expresar su espíritu interior por medio de signos
sensibles, Santo Tomás deduce que es natural que «el hombre use de ciertas
cosas sensibles, que él ofrece a Dios como signo de la sujeción y del honor
que le debe». Ahora bien, «siendo esto precisamente lo que se expresa en la
idea de sacrificio, se sigue que la oblación de sacrificios pertenece al
derecho natural» (STh II-II,85,1).
El sacrificio exterior-litúrgico es, pues, signo del sacrificio
interior-espiritual, por el cual el hombre, él mismo, se entrega devotamente
a su Creador, y sólo a Él, en alabanza y acción de gracias, en súplica de
perdón y de favor (+85,2; III,82,4). Y suele implicar algún modo de
alteración del bien ofrecido a Dios: perfume derramado, incienso quemado,
animal sacrificado.
Pues bien, el sacrificio redentor de Jesucristo lleva a su plenitud, en la
eucaristía de la Iglesia, una larga, muy larga, historia religiosa de la
humanidad. Y en esto, como en otro lugar hemos escrito, conviene recordar
que
«hay una continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que
pasa por la transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la
gracia viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla, elevarla,
no viene a destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a
consumar las religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay,
pues, continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema
epifanía de Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo
culto tribal hasta la adoración cristiana "en espíritu y en verdad" (Jn
4,24)» (Rivera-Iraburu, Síntesis 92).
Religiosidad judía del sacrificio
La vida religiosa de Israel es organizada minuciosamente por el mismo Dios,
Creador del cielo y de la tierra. Sabemos por la Escritura que Yavé
instituye sacrificios cultuales y expiatorios, para fomentar por ellos en su
Pueblo el espíritu de alabanza y de reparación por el pecado.
«El Señor habló a Moisés:... Éstas son las festividades del Señor en las que
os reuniréis en asamblea litúrgica y ofreceréis al Señor oblaciones,
holocaustos y ofrendas, sacrificios de comunión y libaciones, según
corresponda a cada día. Además de los sábados del Señor, además de vuestros
dones y cuantos sacrificios ofrezcáis al Señor, sea en cumplimiento de un
voto o voluntariamente» (Lev 23,33.37-38).
Y en el Nuevo Testamento, la carta a los Hebreos nos enseña que todos estos
múltiples sacrificios de la Antigua Alianza no eran sino una figura
anticipadora del único sacrificio de Cristo, ofrecido en la Cruz.
Recordemos, pues, ahora, aquellos antiguos sacrificios judíos, al menos los
más significativos, para entender mejor el sacrificio único de la Nueva
Alianza.
Abraham y el sacrificio de su hijo Isaac (Gén 22)
Hacia el año 1850 (a.C.), es decir, en los mismos comienzos de la historia
de la salvación, «quiso Dios probar a Abraham», y le mandó ir a un monte,
para que le ofreciera allí en holocausto a su unigénito amado, Isaac.
Sin dudarlo un momento, Abraham va con su hijo a un monte de Moriah indicado
por Dios. Por el camino le dice Isaac: «Padre mío... Aquí llevamos fuego y
leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». Respondió Abraham:
«Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». Y cuando ya alzaba
el cuchillo para sacrificar a su propio hijo, el ángel del Señor detuvo su
mano.
Vemos, pues, ya, al comienzo mismo de la historia sagrada, cómo vincula Dios
misteriosamente la salvación de los hombres al sacrificio de un «hijo
unigénito», sustituido finalmente por un «cordero»...
Pero sigue la historia, y los hijos de Abraham, Isaac y Jacob, hacia 1700
(a.C.), se ven obligados por el hambre a abandonar Palestina, para emigrar
como esclavos a Egipto, donde permanecerán durante varios siglos.
Sacrificio del cordero pascual, al salir de Egipto (Éx 12)
Hacia 1250 (a.C.), por fin, el fuerte brazo de Yavé va a intervenir en favor
de su pueblo, dándole libertad y autonomía nacional, un culto y leyes
propias, como conviene a la nación que está llamada en este mundo a ser el
Pueblo de Dios.
Yavé da entonces a Moisés las órdenes necesarias. Cada grupo familiar debe
tomar una res lanar, cordero o cabrito, «sin mácula, macho, de un año». Y el
catorce del mes de Nisan, lo degollará en el crepúsculo vespertino. Su
sangre marcará las puertas de los israelitas, para que así el ángel que va a
exterminar a todos los primogénitos de Egipto pase de largo. Su carne, asada
al fuego, será comida de prisa, ceñida la cintura, con el bastón en la mano,
listos todos para salir de Egipto: «¡Es la Pascua de Yavé!». «Este día será
para vosotros memorable, y lo festejaréis como fiesta en honor de Yavé; lo
habéis de festejar en vuestras sucesivas generaciones como institución
perpetua».
Moisés cumple estas órdenes, y manda a su pueblo: «¡Inmolad la Pascua!...
Habéis de observar esta ordenanza como institución perpetua para ti y tus
hijos. Y cuando hayáis llegado al país que Yavé os va a dar, conforme su
promesa, y observéis este rito, si vuestros hijos os preguntán: "¿Qué
significa tal rito para vosotros?", responderéis: "Es el sacrificio de la
Pascua en honor de Yavé"».
Después de cuatrocientos treinta años de esclavitud y exilio, el sacrificio
del Cordero pascual, seguido inmediatamente del paso del Mar Rojo (Éx 14),
significa, pues, para Israel su propio nacimiento como Pueblo de Dios, y
será celebrado cada año en las familias judías como memorial permanente de
aquella liberación primera.
Moisés, en el sacrificio del Sinaí, sella la Antigua Alianza (Éx 24)
Poco después, al sur de la península arábiga, Yavé, por medio de Moisés, en
el marco formidable del monte Sinaí, va a establecer solemnemente la Alianza
con su pueblo elegido:
«Escribió Moisés todas las palabras de Yavé y, levantándose temprano por la
mañana, construyó al pie de la montaña un altar con doce piedras, por las
doce tribus de Israel». Sobre él se «inmolaron toros en holocausto, víctimas
pacíficas a Yavé». Moisés, entonces, «tomó el libro de la alianza, y se lo
leyó al pueblo, que respondió: "Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y
obedeceremos". Tomó después la sangre y la esparció sobre el pueblo,
diciendo: "Ésta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé sobre
todos estos preceptos"».
Así pues, en esta gran ceremonia litúrgica, una vez celebrada la liturgia de
la palabra, se realiza la liturgia del sacrificio, y en la sangre derramada
viene a sellarse la Alianza Antigua de amor mutuo que une a Yavé con su
Pueblo.
Posteriormente, ya en la tierra de Canán, vivirá Israel bajo la autoridad de
Jueces (1220 a.C.) y de Reyes (1030 a.C.). Después de Saúl, reinará el gran
David (1010 a.C.), cuyo hijo Salomón construirá el Templo, un lugar estable
y grandioso, en lo alto del monte Sión, destinado al culto de Yavé... Así
van pasando los siglos, y mientras el Señor, en su bondad misericordiosa,
permanece siempre fiel a la Alianza, son muchas las veces en que Israel, su
pueblo, su esposa, la quebranta miserablemente.
Elías, en el sacrificio del Carmelo, restaura la Alianza violada (1Re 16-18)
Una de las más horribles infidelidades de Israel se produce hacia el año 850
(a.C.), cuando, después de Basá y de sus malvados sucesores, reina sobre
Israel el rey Ajab: «Él hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos
cuantos le habían precedido». Después de casarse con Jezabel, hija del rey
de Sidón, comienza a dar culto a Baal, y alza en su honor altares
idolátricos, fomentando en Israel su culto. Jezabel, por su parte, hace
cuanto puede para eliminar a todos los profetas de Yavé... El principal de
ellos, Elías, ha de huir y esconderse, hasta el día que el Señor quiera.
En efecto, llega el día en que el profeta Elías consigue que Ajab reuna al
pueblo de Israel en el monte Carmelo, que, a la altura de Nazaret, se alza
sobre el Mediterráneo. Él es el único profeta de Yavé, y a la asamblea
decisiva acuden cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Ha llegado el
momento de plantear claramente al pueblo: «¿Hasta cuándo habéis de estar
vosotros claudicando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y
si lo es Baal, id tras él». Sin embargo, a tan clara pregunta, «el pueblo no
respondió nada».
Acude entonces Elías a una espectacular prueba de Dios. Preparen los
profetas de Baal el sacrificio de un buey, y Elías preparará otro. Invoquen
unos y otro el fuego divino para el holocausto. «El Dios que respondiere con
el fuego, ése sea Dios». Esto sí convence al pueblo, que aprueba: «Eso está
muy bien».
Los profetas de Baal, de la mañana al mediodía, se desgañitan llamando a su
Dios, saltando según sus ritos, sangrándose con lancetas. Todo inútil. Elías
ironiza: «Gritad más fuerte; es dios, pero quizá esté entretenido
conversando, o tiene algún negocio, o quizá esté de viaje»...
«Entonces Elías dijo a todo el pueblo: Acercáos». Y tomando «doce piedras,
según el número de las tribus de los hijos de Jacob, alzó con ellas un altar
al nombre de Yavé». Hizo cavar en torno al altar una gran zanja, que mandó
llenar de agua. Y después clamó: «"Yavé, Dios de Abraham, de Isaac y de
Israel... Respóndeme, para que todo este pueblo conozca que tú, oh Yavé,
eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón". Bajó entonces
fuego de Yavé, que consumió el holocausto y la leña,las piedras y el polvo,
y aún las aguas que había en la zanja. Viendo esto el pueblo, cayeron todos
sobre sus rostros y dijeron: "¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!"».
Así fue como el gran profeta Elías, en la sangre de aquel sacrificio del
monte Carmelo, restauró entre Yavé y su Pueblo la Alianza quebrantada.
Isaías y el cordero sacrificado para salvación de todos
Entre los años 746 y 701 (a.C.) suscita Dios la altísima misión profética de
Isaías. La segunda parte de su libro (40-55), contiene los Cantos del Siervo
de Yavé, al parecer compuestos por los años 550-538 (a.C.). Pues bien, en
esta profecía grandiosa, que se cumplirá en Jesucristo, se anuncia que Dios,
en la plenitud de los tiempos mesiánicos, dispondrá el sacrificio de un
cordero redentor.
«He aquí a mi siervo, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace
mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará la Ley a las naciones...
Yo te he formado y te he puesto por Alianza para mi pueblo, y para luz de
las gentes»... (42,1.6). «Tú eres mi siervo, en ti seré glorificado» (49,3).
«He aquí que mi Siervo prosperará, será engrandecido y ensalzado, puesto muy
alto... Se admirarán de él las gentes, y los reyes cerrarán ante él su boca,
al ver lo que jamás vieron, al entender lo que jamás habían oído»
(52,13-15).
«No hay en él apariencia ni hermosura que atraiga las miradas, no hay en él
belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores,
conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro,
menospreciado, estimado en nada.
«Pero fue él, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedades, y
cargó con nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por
Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por
nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos
sido curados. Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada
uno su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros.
«Maltratado y afligido, no abrió la boca como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio
inicuo, sin que nadie defendiera su causa, cuando era arrancado de la tierra
de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo...
«Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá
largos días, y en sus manos prosperará la obra de Yavé... El Justo, mi
siervo, justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos. Por
eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por
botín: por haberse entregado a la muerte, y haber sido contado entre los
pecadores, cuando llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los
pecadores» (53,2-12).
Los múltiples sacrificios de Israel
Hemos evocado hasta aquí aquellas principales figuras de la Antigua Alianza,
que anuncian y anticipan el sacrificio único y definitivo de la Alianza
Nueva. Añadiremos todavía algunos datos más sobre los ritos sacrificiales de
Israel.
En Israel, como en otros pueblos, el sacrificio es una acción ritual por la
que se ofrece a Dios algún bien creado, privándose de él en todo o en parte,
para expiar por el pecado (Miq 6,6-7), para eliminar la culpa y la impureza
(Lev 14,4-7.52; 16,21-25; Dt 21,1-9), para expresar devoción y adoración, y
para ganarse, en fin, el favor y la protección de Dios. En efecto, no
conviene que las criaturas se acerquen a su Creador si no es en actitud de
perfecta sumisión y agradecimiento. Es el mismo Dios quien así lo manda: «No
te presentarás ante mí con las manos vacías» (Ex 23,15; 34,20).
Antes de seguir adelante, es importante advertir aquí que los israelitas -a
diferencia de babilonios, egipcios y otros pueblos antiguos-, protegidos por
la Palabra divina, nunca creyeron que la Divinidad necesitase ser alimentada
con los sacrificios y libaciones rituales. Yavé, en efecto, dice a su
pueblo: «Las fieras de la selva son mías, tengo a mano cuanto se agita en
los campos. Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo
llena es mío» (Sal 50,8-13). No es Dios quien «necesita» los sacrificios
rituales; es el hombre el que está necesitado de hacerlos, para, ofreciendo
al Señor parte de los dones de Él recibidos, afirmar así su propio corazón
en la sumisión y en el amor, y expiar por tantos abusos cometidos en las
criaturas, con desprecio de su Creador. La misma verdad inculcará San Pablo
a los atenienses, tan apegados a la veneración de sus templos: «siendo Señor
del cielo y de la tierra, él no habita en templos hechos por mano del
hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo
Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hch
17,24-25).
El pueblo de Israel ofrece, pues, al Señor de sus propios bienes, de sus
medios de sustento, y hace sobre todo víctimas animales de sus propios
ganados. Ofrece también pan, vino, aceite u otros alimentos, o incluso oro y
plata (Núm 7,31-50). Hace oblación de las primicias de los frutos del campo
o de los ganados. Y según la condición nómada o sedentaria del pueblo,
cambian, lógicamente, las ofrendas presentadas al Señor.
En estos sacrificios la víctima puede ser ofrecida totalmente, como en el
caso del holocausto o sacrificio total. Pero otras veces se ofrece sólo una
parte de la víctima, la grasa, los riñones, y sobre todo la sangre, es
decir, lo que es tenido como fundamento de la vida (Lev 3; 17,10-14), y el
resto es consumido en un banquete sacrificial (Dt 12,23-27). También en
ocasiones se hace aspersión de la sangre victimal sobre el altar y el pueblo
(Ex 24,3-8)
Los profetas y el culto de Israel
La legislación sacerdotal y las prescripciones rabínicas configuran al paso
de los siglos, particularmente acerca del culto ofrecido en el Templo, un
mundo ritual sumamente minucioso, en cuyos detalles no entraremos. Se
multiplican más y más los sacrificios de purificación o de expiación, de
acción de gracias o de reparación, matutinos o vespertinos, etc. Y el pueblo
judío, perdido a veces entre las exterioridades rabínicas, no pocas veces no
tiene escrúpulos de conciencia para unir a esas prácticas rituales externas
una vida moral indigna, desleal, injusta, como si la salvación viniera de la
eficacia mágica de ciertas prácticas rituales reiteradas, y no estuviera más
bien reservada para -como suele decirse en la Biblia- «los que aman al Señor
y cumplen sus mandatos» (+Sir 2,15-16; Dan 9,4; Sal 118; +Jn 14,15; 15,10).
El sacrificio exterior, entonces, es algo completamente vacío, pues no va
unido al sacrificio interior, es decir, a la ofrenda personal.
Contra esa ignominia claman una y otra vez los profetas de Israel.
En efecto, el mismo Yavé que ha suscitado esos ritos cultuales, suscita
también profetas y autores sapienciales que con su enseñanza purifican al
pueblo de esos errores gravísimos, como también purifican los ritos judíos
de toda adherencia idolátrica bastarda (Is 1,10-16; 29,13; Jer 7, 4-23; Ez
16,16-19; Os 4,8-18; 8,4-6.11-13; Am 5,21-27; Miq 6,6-8).
((Es falso, sin embargo, afirmar que los profetas de Israel condenasen el
culto y los sacrificios. Los profetas, lo mismo que los salmistas (Sal
39,7-11; 68,31-32), reverencian el culto del Templo (Is 30,29), y se duelen
de que los desterrados se vean privados de él (Os 9,4-6).))
Así pues, cuando Jesucristo condena toda exterioridad religiosa que esté
vacía de verdad interior, hace suya, esta tradición profética: «Este pueblo
me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,79 = Is
29,13). «Prefiero la misericordia al sacrificio, y el conocimiento de Dios
al holocausto» (Mt 9,13 = Os 6,6). «Mi casa será llamada casa de oración,
pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones» (Mt 21,13 = Jer
7,7-11).