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Una Sanación Eucarística

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Michael Forrest

Sanado por la Eucaristía


Michael Forrest es un apologista católico que trabaja con Priests for Life. (Sacerdotes para la Vida) También es músico y compositor y toca con su hermano Sean Forrest en una banda cristiana contemporánea. (Para información sobre esta banda, acuda a seanforrest.com)

Lo que sigue es mi relato personal sobre un día que recordaré por el resto de mi vida. Ocurrió al final de la primavera del 1996. He procurado ser todo lo sencillo y objetivo posible pero también transmitiendo mis reacciones subjetivas del momento y en retrospectiva. Si bien nadie está obligado a creer lo que narro, sólo pido que se tenga la mente abierta.


Durante mi conversión del protestantismo bautista al catolicismo, afronté muchos desafíos, la mayoría de los cuales acogí positivamente. No obstante, una dificultad que tuve que afrontar fue particularmente problemática. En el proceso de mi catequesis inicial, no fui lo suficientemente instruido en los sacramentos. Como resultado, sufrí innecesariamente tratando de comprender estos profundos misterios.

Como bautista, fui enseñado que la cena del Señor (lo que los católicos denominan sagrada comunión) era estrictamente simbólica. Se la refería a las palabras de Cristo: “Hagan esto en recuerdo mío”. (Lc. 22,19) Se me aseguró que este pasaje de las Escrituras era una prueba de que el propósito de la cena del Señor era sólo para recordar lo que Cristo ha hecho por nosotros en el Calvario. Tal fue mi creencia por casi treinta años. Y tiene ciertamente sentido para una mentalidad de tipo analítico/racional. ¿Por qué podría alguien pensar en forma diferente? La primera vez que escuché que los católicos creen que la eucaristía es el cuerpo de Cristo – sangre, alma y divinidad – pensé que eso era absolutamente burdo e idolátrico.

Todos debemos admitir francamente que esto es muy raro y difícil de aceptar. Una breve referencia a Juan 6 probará que la verdad de la eucaristía ha sido difícil de aceptar desde el comienzo. Cristo dijo: “En verdad, en verdad, os digo, si no coméis la carne del hijo del hombre y bebéis la sangre del mismo, no tenéis vida en vosotros. El que de mi come la carne y de mi bebe la sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré el último día. Porque la carne mía verdaderamente es comida y la sangre mía verdaderamente es bebida”. (Jn. 6,53-56) Y a continuación, toda la gente aplaudió y dijo: “¡Sí, por supuesto! ¡Brillante! ¡Creemos, creemos!” ¿De acuerdo?

Incorrecto. Lo que ocurrió fue que “Después de haberlo oído, muchos de sus discípulos dijeron: ‘Dura es esta doctrina: ¿Quién puede escucharla?’” A lo que respondió Jesús: “¿Esto os escandaliza? ¿Y si viereis al hijo del hombre subir adonde estaba antes?” En esencia, creo que él estaba tratando de llevarlos a aceptar su difícil enseñanza sobre la eucaristía diciéndoles que presenciarían otras cosas asombrosas y milagrosas que jamás podrían explicar ni negar (y, en efecto, Jesús realizó milagros). De ese modo, les estaba pidiendo que abandonaran su descreimiento intelectual, en el humilde reconocimiento que el hombre no es siempre capaz de explicar todo lo que Dios hace o le pide.

Entonces ¿que es lo que nos dice la Escritura acerca de lo que hicieron muchos de estos discípulos? Recordemos que no eran gente que odiaba a Jesús. Eran discípulos que creían y lo seguían. “Desde aquél momento muchos de sus discípulos volvieron atrás y dejaron de andar con él”. (Jn., 6,66)

Ahora, nos tranquilizaremos pensando, finalmente los doce apóstoles entendieron lo que dijo Jesús y estuvieron perfectamente de acuerdo con ello. O quizás debamos imaginar que Jesús los llevó aparte y les dijo: “Oigan, ¡esta gente no entiende que estoy hablándoles en parábolas! Relájense, ¿OK?” Y en realidad, este último punto es exactamente lo que las Escrituras nos dicen que deberíamos esperar que él haga si estuviera hablando en parábolas y los doce no comprendieran. San Marcos dice que “Con numerosas parábolas como éstas, les presentaba su doctrina, según eran capaces de entender,… pero en particular, se los explicaba todo a los discípulos que eran suyos”. (Marcos 4, 23-24) Entonces ¿estaba Jesús en Juan 6 pronunciando una parábola?

Bueno, afortunadamente, San Juan registró esa conversación privada que Jesús tuvo con los doce después de hablar sobre comer su cuerpo y beber su sangre. Y ¿qué es lo que Él dijo? ¿Encontramos una respuesta que nos conforma o una explicación de la parábola? No. Él simplemente dijo: “¿Queréis iros también vosotros?” A lo que San Pedro respondió: “Señor, ¿a quién iríamos? Tu tienes palabras de vida eterna”. No exactamente una afirmación robusta. En esencia, Pedro parece decir: “Bueno, no puedo decirte que esto tiene un sentido completo para mí, pero nosotros lo creemos porque confiamos en ti. Hemos apostado todo a Ti y no tenemos mejor lugar a donde ir”.

Podría avanzar mucho más con este pasaje, explicando por qué yo creo que él fundamenta muy claramente la teología católica sobre la eucaristía, pero no es ésta mi intención acá. Sólo quiero ilustrar que esa creencia en la eucaristía no es realmente natural. Es sobrenatural. De hecho, en Juan 6, Cristo dice también que “Ninguno puede venir a mi, si el Padre que me envió, no lo atrae”. (Jn. 6,44) Incluso la fe es un don del Señor (Efesios, 2,8) y eso naturalmente incluye la fe en la eucaristía. La iglesia nos ha dado explicaciones nobles, útiles y libres de errores sobre la dinámica entre el libre albedrío y la providencia divina y la realidad de la eucaristía. No obstante, ninguna explicación humana, aunque sea libre de error, puede aproximarse a la totalidad de tales realidades, pues ellas constituyen misterios divinos e infinitos.

Una explicación únicamente racional nunca podría arrojar luz a la realidad de la eucaristía o de la providencia divina, tanto como nunca podría aproximarse a la realidad del amor entre un esposo y su mujer o al amor de los padres por sus hijos. Es un misterio y debemos desengañarnos de la idea que podemos comprender todo como si fuera un problema de matemática. Debe también hacernos humildes, haciéndonos agradecidos por el regalo de la fe que nos ha sido dado.

De modo que con ese telón de fondo, permítaseme retornar a la narración.

Aunque había ingresado oficialmente a la iglesia a través de la confirmación, no estaba seguro respecto de la eucaristía. Más aún, me “forcé” a mi mismo a creer porque había hecho suficientes estudios para saber que la iglesia católica era la única que razonablemente podía proclamar que había sido establecida por Cristo.

En una palabra, después de hacer algunos estudios por mí propia cuenta sobre los primeros tiempos de la iglesia, me di cuenta que ella era verdaderamente católica desde el inicio de su doctrina y prácticas. La iglesia primitiva claramente creía que la eucaristía no era un mero símbolo sino, más bien, que era la presencia real de Cristo en medio de ella. Yo no podía razonablemente aceptar que los apóstoles eran maestros incompetentes o que el Espíritu Santo había fracasado de tal forma en su tarea con la primera o segunda generación después de Jesús. (Mt. 16,18; Jn. 14,16) Adicionalmente, todas las iglesias protestantes fueron creadas por autoproclamados líderes humanos, entre mediados del 1500 y la actualidad. Hasta entonces, la iglesia católica era esencialmente la cristiandad. A menos que pretendiera que nadie estuvo de verdad en lo correcto hasta después de la Reforma, era necesario admitir que la postura católica era la única razonable. Los católicos pueden hacer remontar cada papa, obispo y sacerdote hasta la imposición de manos (sagradas órdenes) de los apóstoles y Cristo.

Sin embargo, admito que todavía estaba dubitativo. Treinta años de firmes creencias no son fáciles de echar por la borda. En mis “entrañas” aún luchaba. En mi juventud se me había dicho que la interpretación católica era peligrosa. Mi corazón y mi cabeza estaban en guerra entre sí. De modo que rogué que Dios quisiera solucionar y curar mi conflicto interior. Mi mujer lo supo y también rezaba por mi (ella es una católica de nacimiento).

Un domingo estábamos preparándonos para la misa. Mi mujer estaba en el asiento de atrás de nuestro Dodge Caravan, poniéndole el cinturón a nuestro hijo menor y yo hacía lo mismo con nuestro hijo mayor en el asiento delantero. Me estaba tomando del parante central del Caravan a fin de sostenerme mientras me inclinaba para asegurar el cinturón. Desafortunadamente, mi mujer no vio mi mano. Sospecho que Uds. ya están amilanándose. Sí, han adivinado. Desde dentro, ella cerró la pesada puerta sobre mis dedos. ¡Y lo hizo tan fuerte que la cerró completamente!

Inmediatamente caí de rodillas y comencé a gritar. Puedo recordar como “escuchándome a mi mismo”, pensando: “¿quién grita así?” Entonces me di cuenta que era yo.

Mi mujer estaba tan consternada que fue incapaz de abrir la puerta desde dentro, de modo que me vi forzado a levantarme y hacerlo con mi otra mano. La punta de mi meñique había sido golpeado, y también mi anular como en la mitad de los dos tercios y el último cuarto de mi dedo del medio había sido muy lastimado. El anular era el que parecía haber recibido el daño mayor.

La sangre fluía a través de la piel y caía sobre la palma desde el dedo anular y el cordial. Los tres dedos habían sido “aplastados” desde donde habían sido atrapados hasta el extremo, y mi anular y el mayor tenían como el doble de su anchura normal. Adicionalmente, había un profundo pliegue en la parte anterior producido por el filo de la puerta y, en particular, mi dedo anular había sido evidentemente curvado, tomando la forma del marco de la puerta.

Si hubiera sido una personal de temperamento científico/racional, rápidamente hubiera evaluado el daño (entre gemidos de dolor) y le hubiera pedido a mi mujer que llamara a mi hermano y a mi cuñado para que bajaran a nuestros hijos antes de dirigirnos a la sala de emergencia. Estaba convencido que al menos mi dedo anular estaba quebrado y posiblemente también el mayor.

Después de haber envuelto mi mano con una toalla de papel y con otra de cara esterilizada con el fin de detener el flujo de la sangre, una “paz" y claridad súbitas se apoderaron de mí. Aunque estaba con un gran dolor, pude de alguna manera pensar claramente. Inmediatamente sentí lo que puedo describir como una “compulsión” de rezar. Esto no sería inusual para los que rezan fácilmente. Pero yo les aseguro que a esta altura de mi vida, no era para mí el rezar una típica respuesta ante una emergencia. Y sentí que necesitaba pedirle a mi mujer que también viniera a rezar conmigo.

Cuando le pedí que rezara, ella miró con descreimiento y dijo: “¿Qué?” Repetí el pedido y amablemente sostenido en su brazo y me arrodillé para rezar en nuestra sala.

Primero rogué que Dios hiciera desaparecer la angustia que sintió mi mujer por haber causado mi herida. No obstante el dolor que sentía, pude ver que ella sufría tremendamente. Luego rogué que Dios pudiera curar mi mano y que yo pudiera seguir tocando el piano. (Soy pianista y tecladista profesional.)

Casi tan rápido como estuve de pie, me descolgué con un “De cualquier modo, vamos a misa”. Puedo recordar aún pensar: “¿Vamos a ir realmente a misa? OK, bien”. En este punto, recuerdo la cara de asombro de mi mujer. Su expresión transmitía que pensaba que había transmitido directo a mi cabeza un coagulo de sangre de mi dedo. Dijo: “Michael ¿estás loco? Tenemos que llevarte el hospital. Tus dedos están fracturados”.

Le dije que yo tampoco sabía si estaba loco pero que a pesar de todo estaba convencido que debíamos ir a misa. Luego de una suave protesta, regresamos a la camioneta y bajamos los niños en la casa de mi hermano y mi cuñada. (Debe decir que ellos se quedaron mudos cuando les dijimos que íbamos a misa, no al hospital. No tuvimos tiempo de explicarles, en parte porque yo no me entendía a mí mismo. No estoy seguro que en su lugar yo hubiera estado tan comprensivo. ¡Seguro, dejen los chicos con nosotros así Uds. pueden ir a misa!)

Fuimos los últimos en llegar a misa. Nos sentamos atrás. Sosteniendo una suave presión sobre las heridas para parar la perdida de sangre, me di cuenta que el pastor estaba hablando con mucho énfasis y elocuencia de la presencia real de Cristo en la eucaristía. De hecho, recuerdo haber pensado que sonaba bastante “bautista” en su pasión ese día, lo que era muy inusual en él. Mientras me sentaba con dolor, mi esposa se inclinó hacia mi y me dijo: “Michael ¿no has estado rezando justamente sobre esto?

Súbitamente, comprendí por qué necesitaba estar en esta misa. De alguna manera, comprendí que Dios intentaba que yo entendiera ese oportuno y apasionado sermón en orden a que disipara cualquier persistente y molesta duda. Recuerdo haber estado agradecido, diciéndole a Dios que ahora creía completamente. También le pedí perdón por mi pertinaz duda.

Cuando llegó el momento, mi mujer Paula y yo estuvimos en la fila para la comunión. Fui la última persona con la mano todavía envuelta y dolorida. En tanto avanzaba, experimenté algo que nunca antes o desde entonces había experimentado. Escuché como si la palabra estuviera fuera implantada en mi conciencia: “arrodíllate”. Recuerdo haber pensado: “¿He pensado justamente eso?” En ese momento, más fuerte se repitió: “arrodíllate”. Se me puso la piel de gallina.

No era una visión beatífica, pero no puedo explicar la experiencia como autoinducida. De hecho, recuerdo que inicialmente no la comprendía. Pensé: “¿Se supone que debo arrodillarme aquí?” Finalmente, de alguna manera, comprendí que debía arrodillarme al recibir la comunión. Recuerdo continuar en el pasillo nerviosamente, pensando: “Espero que nadie piense que estoy tratando de ser piadoso o santo o algo así.”

Cuando finalmente llegué frente al pastor, el miró con preocupación y curiosidad al vendaje rojo y blanco de mi mano, como diciendo: “¿Qué le pasó a Vd.?” Avergonzado le pregunté: “¿Está bien que me arrodille, padre?”. Me contestó: “Seguro”.

Me arrodillé y recibí la comunión. Cuando me puse de pie, tuve una leve sensación de calor, como si hubiera bebido la sangre preciosa. Pero yo sólo había recibido la sagrada hostia. En mi retorno al banco, mantuve la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Les aseguro que no era de devoción, sino más bien a causa de una cierta vergüenza, no queriendo cruzar la mirada con alguien a quien estuviera llamando la atención.

Cuando llegué a nuestro banco, me dejé caer y le pedí a mi mujer algunos pañuelos descartables para mis heridas. Cuando estaba sacando la toalla de tela y la de papel, me incliné hacia ella, susurrándole cuán extraño fue haber sido dicho “arrodíllate” y como parecía casi irreal.

Cuando terminé de hablar, me di cuenta que la boca de Paula se abría y sus ojos se agrandaban. Exclamó en un suspiro: “¡Ay por Dios, mira tu mano!” Miré y para mi asombro, mis dedos habían recuperado perfectamente sus formas. Cuando la miré nuevamente, dijo: “Mira la sangre ¡está desapareciendo!” Nuevamente, miré y vi que la sangre acumulada sobre mi piel parecía retirarse dentro de mis dedos ante nuestros ojos, al punto que era apenas visible.

Pensé: “¡Esto es un milagro! Si mis dedos están realmente curados, debería moverlos sin dolor”. Dudé brevemente y luego los flexioné. No había dolor. Sólo sentí algo de una extraña sensación, como si algo hubiera ocurrido, pero nada que pudiera ser describirse como “dolor”. Haciendo memoria, no puedo determinar exactamente cuando cesó el dolor.

Después que casi todos dejaron el templo, el pastor vino a la parte trasera y Paula y yo fuimos hacia él. Después que le expliqué lo que había ocurrido, dijo: “¿Sabe que? Antes de la misa, tuve un fuerte sentimiento de que esta homilía iba a ser muy importante, y no sabía exactamente por qué”.

Poco después, dos mujeres de la parroquia vinieron hacia nosotros tres y una me dio un abrazo. Dijeron: “Eso fue muy hermoso”. Yo estaba, sin embargo, seguro que ellas no habían oído lo que le había dicho al pastor, de modo que les pregunté: “¿Qué fue hermoso?” Una respondió: “Cuando se arrodilló, eso tocó nuestros corazones”.

Les dije que no había hecho eso como una actuación o cosa que se parezca, a lo que la otra respondió: “¡Ay no, nos dimos cuenta que estabas muy nervioso! Pero pensamos que era un gesto maravilloso.”

Habiéndose alejado las dos señoras, vi al pastor parado de forma rara, mirándome como si estuviera elucubrando algo. Yo dije: “¿Qué pasa?” a lo que él respondió: “¿No ve lo que ha ocurrido aquí?” Yo dije: “Sé que mi mano ha sido curada, padre”.

Entonces el pastor me preguntó si sabía qué día era. Admití que sólo sabía que era domingo. “Es la fiesta el Corpus Christi, Michael. ¡Totalmente dedicada a la presencia real de Cristo en la eucaristía!”. Y continuó: “¿Cuáles son las probabilidades que te hubiera ocurrió esto justo antes de la misa, que hubieras sido el último en la fila de modo que todos te hubieran visto arrodillándote para comulgar con esa toalla alrededor de tu mano? ¿Y cuáles son las posibilidades que todo esto ocurriera en Corpus Christi? De eso, no es todo para ti, Michael, es para la iglesia”.

Todos nos abrazamos y entonces Paula y yo fuimos a recoger a nuestros hijos. Como se imaginan, algo teníamos que explicarles a mi hermano y a mi cuñada.

Como una observación final, quisiera hacer unos pocos comentarios. Primero, no estoy proclamando ser un santo ni nada así. Yo peco cotidianamente de una u otra manera, (mi esposa Paula puede verificarlo fácilmente). No obstante yo trato sinceramente de mejorar con la gracia de Dios (la mayoría del tiempo), ni por un segundo me engaño a mí mismo creyendo que Dios me concedió esa gracia porque soy un gran tipo. Creo que Él vio a su criatura luchando francamente, necesitado de alguna “ayuda espiritual curativa”.

Además, por algún tiempo, no hablé a nadie de lo ocurrido excepto a mi pastor y a mi familia. No quise dar la impresión que me consideraba “especial” ni nada así. No obstante, con el tiempo, otros me convencieron que estaba procediendo con falsa humildad. Tratando de ser “modesto”, había ocultado un maravilloso trabajo hecho por Dios. El hecho es que realmente no soy yo quien merece la atención. Lo sé. Y quizás, Dios supo que una vez que me sacara de encima la falsa humildad, sería lo suficientemente valiente para permitir que la gente se enterara de lo hecho por Él.

Por último, no afirmo que todos deben arrodillarse para recibir la comunión. La iglesia permite en la actualidad otra elección, y por otra parte no tengo autoridad para decir lo contrario. Sin embargo, estoy convencido que Dios ha determinado para mi que me arrodille al comulgar. Es más: la iglesia siempre enseñó que las posturas físicas son muy importantes, tanto por lo que transmiten por lo que predisponen a los individuos. Arrodillarse (tradicionalmente tanto en las dos rodillas como en la derecha) transmite devoción y adoración y predispone la mente y el alma al agradecimiento humilde, en tanto estar de píe transmite honor y respeto. Debemos honrar y respetar muchas cosas, pero sólo a Uno se debe culto y adoración. Las Escrituras nos dicen: “Vivo Yo, dice el Señor, que ante mi se doblará toda rodilla”. (Rom. 14, 11; Isa. 45, 23)

En estos días especialmente, cuando la creencia en la presencia real de Cristo – cuerpo, sangre, alma y divinidad – es dudosa para muchos católicos, creo que todos debemos atenta y devotamente considerar nuestro acercamiento a la eucaristía, siempre reflexionando sobre Su infinita generosidad hacia nosotros. Es mi ferviente deseo que nos acerquemos a los sacramentos con espíritu de reverencia y agradecimiento. Si este relate contribuye a lograr ese objetivo, será una buena fuente de alegría para mi.



2003 New Oxford Review.. Septiembre 2003, Volume LXX, Number 9.


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