Conferencias de Romano Guardini
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Temas tratados
El servicio al prójimo en peligro
Der
Dienst am
Naechsten in
Gefahr.
La esencia de la concepción católica del mundo
La cultura como obra y riesgo *
La imagen del mundo de la Edad Moderna se desintegra y surge otra nueva
El contraste: Planteamiento del problema - Ensayo de una filosofía de lo
viviente concreto
Acerca del significado de la melancolía 1
El concepto teológico del poder
Las etapas de la vida y la filosofía
Una interpretación de los tres primeros capítulos del "Génesis"
1. La pregunta por el principio
3. El primer relato de la creación y el día del Señor
4. El segundo relato de la creación y la ordenación del matrimonio
6. El árbol del conocimiento del bien y del mal
8. La rendición de cuentas y la pérdida del paraíso
11. El trastorno en la relación mutua entre los sexos
El servicio al prójimo en peligro
Der
Dienst am
Naechsten in
Gefahr.
Romano Guardini *
En esta conferencia pronunciada el 24 de mayo de 1965 en la reunión anual de
la Verband deutscher Mutterhäuser von Roten Kreuz, en Munich, Alemania,
Romano Guardini explora el tema del servicio al prójimo y sus motivaciones.
En la época moderna, y aún en nuestros días, es mentalidad común decir que
el servicio al prójimo es algo "natural" al hombre, como algo que le viene
"espontáneamente": de ahí surge la legitimación para constituir una ética
laica que prescinda de cualquier raíz religiosa. Sin embargo, en el análisis
que emprende Guardini, las cosas son muy distintas: ese servicio al prójimo
que la mentalidad dominante concibe como "natural", es en realidad producto
de la Gracia, o dicho de otro modo, es producto de la Revelación de Dios en
Cristo. De ahí que, cualquier intento de voluntariado o ayuda al prójimo, si
no parte de la mirada de Cristo, resulta, a la larga, infructuoso, o dicho
en términos más precisos, insuficiente. Un artículo que debe leer todo aquel
que, desde una perspectiva cristiana, quiere globalizar la solidaridad y la
caridad. Para que sea consciente de los peligros del humanitarismo, es decir,
de la caridad sin Cristo.
El imperativo de la ayuda y la naturaleza humana
Si se buscara una frase que expresara breve y claramente en qué se basan
todas las formas de ayuda, individuales o de índole organizada, se llegaría
a ésta: "Ahí hay una persona en apuro; por tanto, debo ayudarla".
Simplemente así: por tanto; sin ulterior fundamentación ni demostración;
como exigencia que surge del apuro mismo.
Quizá se preguntarán ustedes por qué hace falta decir esto en especial;
puesto que es obvio. Pero ¿lo es realmente?
El día de hoy los llama a ustedes a una consideración: queremos intentarla
dejándonos guiar por la máxima recién expuesta. Queremos preguntar si es
realmente obvia; y con ello percibiremos toda una historia. Una historia de
la Humanidad, que se ha realizado en lo más vivo de ella, o sea, en su
corazón, y se sigue realizando, y afecta a todos los que se sientan llamados
por la necesidad humana.
Entonces, ¿es obvia la frase que acabamos de hallar? Muchos dicen que así:
opinan que forma parte de la naturaleza del hombre responder a la dificultad
de otro con una ayuda activa. Esta opinión es muy noble y parece expresar la
esencia del hombre del modo más bello. Pero yo creo que se engaña.
Preguntemos con frialdad: el hombre natural de que se habla ahí, ¿cómo se
comporta en realidad?
En realidad, la sensibilidad originaria, cuando percibe la privación, los
dolores y el riesgo de otro no lo nota en absoluto de tal modo que sin más
surja de ello el impulso de acudir a él, de asistirlo, de ayudarlo a salir
adelante, sino que se echa atrás con miedo. Percibe el apuro ajeno como
alteración del bienestar propio; como requerimiento al bolsillo propio, como
exigencia de tener que esforzarse. Una mirada decidida a nuestro mismo
interior nos lo muestra así. Y aun el mayor idealista debe verlo así en
cuanto se encuentra en la situación de tener que pedir a otro su
colaboración o su sacrificio pecuniario en un determinado apuro. El gesto y
las palabras de la persona requerida le enseñan una amarguísima verdad.
Pero las raíces de esa actitud se encuentran aún más hondas. Si miramos a
culturas primitivas, vemos entonces que el apuro de otro se percibe
principalmente como algo que es enemigo del propio bienestar. Nos acordamos
de la conducta de los animales que viven en comunidad: tan pronto como en
una colmena o un hormiguero se pone enfermo uno de sus miembros, no lo curan
en absoluto, sino que lo matan. Esa tendencia que con tal confianza se llama
sentimiento natural, en el hombre responde en principio de modo muy
semejante al apuro de otro; pero es preciso decirlo, aún peor, porque en el
hombre toda emoción toma un carácter especial. El ser que está en peligro
debe ser eliminado, para que no ponga también en peligro a los demás.
Pero la cuestión del cómo y por qué lleva todavía más hondo. En épocas
primitivas, todo acontecer estaba atravesado de sentimientos religiosos. Con
eso no aludimos a nada cristiano; a nada que tenga que ver con el mensaje
divino de la Biblia; sino más bien a un sentimiento inmediato del misterio
en todo lo que existe. En todo acontecer se perciben poderes, beneficiosos y
destructores. El dolor, la infelicidad, la enfermedad y la muerte se
presentan a la conciencia precisamente de este modo. Por tanto, el que está
al lado del afectado también se siente amenazado por todo ello. Ve en el
apuro ajeno el dominio de poderes encolerizados y perversos, y su
sensibilidad le dice: ¡Mantente lejos: podría envolverte a ti también!
Así es en realidad la fisonomía de los sentimientos naturales. Y sólo
tenemos que volver la vista a nuestro pasado inmediato para comprobar con
qué carácter elemental han vuelto a irrumpir en el más moderno presente.
Pero sobre eso diremos enseguida algo más.
¿Cuándo responde realmente al apuro ajeno un impulso involuntario de
auxiliar? Cuando ese apuro afecta a alguien que pertenece a uno mismo. Los
padres lo perciben así cuando su hijo se pone enfermo; los esposos, uno por
el otro; el amigo por el amigo; el señor por sus servidores...
Pero ¿qué es lo que ocurre ahí en realidad? La otra persona no es entonces
el prójimo, ante el cual despertara la solidaridad natural de la humanidad
común, sino que domina la ligazón inmediata de la sangre, de los intereses,
de la simpatía, de las diversas relaciones de fidelidad, tal como atan a los
hombres. El sentimiento de la vida y la prosperidad propias se extienden al
otro y lo atraen dentro del dominio propio. En la medida en que esa
incorporación inmediata no tenga lugar, impera su forma contraria, a saber,
la relación de la extrañeza. Y el extraño es el desconocido para el sentir
inmediato; pero en cuanto tal, es el peligroso.
Aquí cabría objetar que así podría ser en grados primitivos de cultura; pero
que el hombre evoluciona y progresa. En efecto: el progreso constituye el
concepto central del sentido de la vida en los tiempos modernos. Tal
concepto afirma que cuanto más se desarrollan la ciencia, la cultura común,
la vida económica y social, más se ennoblece el hombre mismo. Asciende a una
concepción de la existencia cada vez más alta, a una relación cada vez más
llena de sentido entre hombre y hombre, y también cada vez tiene
sentimientos más refinados respecto al apuro de otro, surgiendo poco a poco
ese sentimiento básico que hemos expresado en la frase: "Hay una persona en
apuro; por lo tanto, debo ayudarla". ¿Es esto cierto? No lo creo. Es una
ideología. El hombre moderno a quien se le escapan cada vez más los valores
absolutos, trata de sustituirlos por la ilusión de un futuro perfecto, al
que se aproximaría constantemente. Ello se hace evidente en una
consideración sobria y realista de los hechos. Solamente, tenemos bastante
ejemplos de que algunos pueblos que culturalmente están muy elevados, y
tienen ya detrás de sí una larga historia de pensamiento y evolución social,
no confirman en absoluto esa afirmación; pero ahora no hay tiempo de entrar
en ello. En todo caso, entre nosotros, en Occidente, no ha ocurrido así.
Entre nosotros, el empujón decisivo no ha llegado desde tendencias
interiores a la evolución, sino de otros puntos.
¿Qué debe haber entonces para que esa frase sea reconocida como verdadera?
La admonición interior que expresa debe ser percibida ante toda persona. Es
decir, no sólo ante la persona estrechamente ligada a nosotros, simpática,
sino también ante aquel que no logra serlo; no sólo ante la persona dotada y
hermosa, sino también ante el mediocre, y aun el retrasado; no sólo ante el
rico y el cultivado, sino también ante el pobre y el mísero. Si esa frase ha
de ser cierta, la admonición debe atravesar por en medio de toda distinción,
y dirigirse a algo que determine al hombre como tal, sea como sea por lo
demás. Y si, no obstante, han de notarse distinciones, entonces, que sea
según este principio: "Cuanto más pobre y pequeño el hombre, más apremiante
es la obligación de ayudarlo".
Pero el sentimiento natural no lo dice así en absoluto. Para que hable tal
imperativo, debe tener lugar algo que haga evidente en el prójimo un aspecto
situado más allá de todos los elementos inmediatos de parentesco de sangre,
de interese comunes, de valores de personalidad y cultura; un elemento
incondicionado que ya no está bajo las perspectivas de lo útil, de lo
simpático, de lo digno de admiración: a saber, la persona en cuanto tal.
Pero ésta no se hace evidente por la evolución meramente cultural. Dejemos
en paz la cuestión de cómo ocurre en otros ámbitos culturales, por ejemplo
en el asiático, o en el africano: en esta conferencia no podemos plantearlo.
En todo caso, entre nosotros, en Occidente, no ha tenido lugar esta
evidenciación.
El mensaje cristiano
¿Cómo ha ocurrido, pues? La respuesta no es dudosa para quien esté informado
de la marcha de nuestra historia: por el influjo del mensaje de Jesús.
Ustedes conocen la escena del Evangelio en que un doctor de la Ley quiere
poner en dificultades al Señor, y le pregunta cuál es "el mandamiento mayor"
en la Ley (Mt 22, 37, sig.). Él contesta con las frases del Antiguo
Testamento: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma
y toda tu mente" (Dt 6, 5), y añade: "Éste es el mayor y el primer
mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo" (Lv. 19, 18).
El prójimo era para el Antiguo Testamento, alguno de los miembros del pueblo
propio; y aun entre éstos la casuística de los doctores de la Ley seguía
distinguiendo; entre hombres libres y esclavos, entre conocedores de la Ley
e ignorantes, etc. Así vemos cómo el fariseo quiere mostrarse superior y
sigue preguntando: "Mi prójimo, ¿quién es?" Pero Jesús responde con la
parábola del samaritano compasivo. Así rompe todas las fronteras de pueblo y
grupo social, riqueza y cultura, y muestra cómo tiene lugar la relación del
prójimo entre el herido, que es judío, y el viajero, que es samaritano; es
decir, dos grupos nacionales que se odiaban y despreciaban mutuamente. Pero
eso significa: entre aquel cuyo corazón se abre a la llamada de la
necesidad, y aquel que necesita la ayuda. La respuesta de Jesús a la
pregunta del doctor en la Ley significa, pues: Tu prójimo es aquel que
necesita tu ayuda. Pero como ese mandato se disolvería en una vaguedad sin
orillas, el concepto de prójimo debe determinarse aún más exactamente, es
decir, prácticamente, según el acontecer concreto, y entonces implica: El
prójimo es aquel que te presenta en la situación dada. Y por lo que toca a
esa situación misma, su sentido está estrechamente ligado con el mensaje de
Jesús sobre la Providencia: El Padre en el Cielo es el que te presenta a ese
hombre en el camino de la vida, para que lo ayudes.
Ahora alcanza su expresión evidente aquel imperativo incondicionado de que
hablábamos. Caen las distinciones y permanecen sólo lo esencial: el hombre
que necesita ayuda; el que puede ayudar; la situación en que aquél es
presentado a éste, y en qué se expresa la providencia de Aquel que guía el
destino de cada hombre. Detrás de todo está el hecho de que los hombres no
son ejemplares de una especie animal, sino personas, creadas por Dios en su
llamada, y puestas por Él en la relación tú-yo, que prolonga en la relación
entre persona y persona. Pero esa llamada que percibe el que tiene buena
disposición de corazón (tu prójimo está en peligro; ayúdalo, pues)
constituye la expresión de esa relación. En ella habla Aquel que la ha
fundado.
Pero todavía no se ha alcanzado la última profundidad de Jesús. En el
Evangelio de san Mateo, dice: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos
más pequeños, a mí me lo hicisteis" (25, 40). Esta palabras tiene una
importancia inconmensurable. Dejan a un lado todas las distinciones que
pudiera hacer el sentimiento natural. Ante todo, porque se presenta a
nuestros ojos como destinatario de la conducta exigida "el más pequeño", es
decir, el que no puede poner en vigencia para sí ninguna de las diversas
razones naturales para mover el interés de ayudar: ni admiración, ni
simpatía, ni utilidad. Sino porque allí donde está, aparece el mismo Jesús.
La esencia del hombre es muy problemática. En su manera concreta de darse
hay una dura desproporción, a menudo insoportable, respecto a la exigencia
planteada por el imperativo de la ayuda, provocando todas las formas de la
incomprensión y del rechazo. Esa desproporción queda abolida al parecer en
la persona del mismo Cristo menesteroso. Por su mensaje somos hermanos entre
nosotros, porque nos ha hecho hermanos y hermanas suyos, hijos e hijas de su
Padre. Así se adelanta a cada uno de nosotros dándole a su persona humana el
carácter de lo incondicionado. Se hace Él mismo la motivación última de
todas las exigencias que surgen de un hombre hacia otro. Por Él, el
imperativo de ayuda se hace categórico.
El recién citado capítulo 25 del Evangelio de san Mateo contiene la
predicción de Jesús sobre el juicio al fin del tiempo. En ese juicio del
hombre será juzgado según como tenga participación en Dios. En ese juicio
recibe su última definición de la existencia humana –la del individuo, como
también la de la comunidad, esto es, la historia. Pues la historia no se
define a sí misma. Si lo hiciera, ella sería su propio juicio, y entonces,
debería ir de otro modo que como va. El juicio le llega de más allá de ella
misma.
Pero, según las palabras de Jesús, ese juicio se decidirá según haya
cumplido el hombre el hombre el mandato de la nueva hermandad. Dice:
"Entonces dirá el Rey a los de su derecha: "venid, benditos de mi Padre,
recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del
mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de beber; era forastero, y me
acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en
la cárcel y vinisteis a verme". Entonces los justos le responderán: "Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sedientos, y te dimos de
beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?" Y entonces el
Rey les dirá: En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis." (Mt. 25, 34-40).
No podría expresarse con mayor grandeza el carácter absoluto del imperativo
de la ayuda.
Cristo aporta la claridad a la historia de la menesterosidad y la ayuda.
Desde Él cae la luz sobre la confusión que atraviesa todas las relaciones
humanas. Rompe todas las pequeñas prudencias del egoísmo y los engaños de la
sabiduría autónoma. San Juan dice también con toda claridad que el
mandamiento del amor es un mandamiento nuevo (2, 8). Y nuevo no sólo en el
sentido que nunca se hubiera conocido antes, pero después se hubiera hecho
familiar con él gracias a lo cual habría podido entrar en la obviedad de una
visión de la vida, sino nuevo por esencia, en todas partes y para siempre.
Ese mandamiento queda de través respecto a todo lo que pudiera surgir de las
conexiones naturales de las relaciones humanas, de índole biológica,
psicológica, sociológica y cultural. Siempre sale al encuentro del hombre
como algo que no puede ser deducido de ninguna presuposición natural, ni
puede ser trasladado a obviedades culturales. Viene de la interioridad
sapiente de Jesús; requiere fe, exige obediencia y debe ser realizado
superando lo meramente natural.
La secularización del mensaje de Cristo
Pero luego ocurre algo peculiar; y ahora les ruego presten toda su atención
a lo que voy a decir, pues aquí se hará evidente algo que nos afecta del
modo más inmediato.
La fe en Cristo, en la hermandad de los redimidos en Él y en la
responsabilidad de los unos por los otros, según brota de esa comunidad, fue
una propiedad común hasta el fin de la Edad Media. Naturalmente, conocida
con mayor o menor claridad, mediata con mayor o menor consecuencia, seguida
con mayor o menor fidelidad y generosidad; pero formaba el modo de ver que
daba la medida de Occidente.
Al comienzo de la época que llamamos Edad Moderna se dividen los espíritus.
Amplios círculos llegan a tener la opinión de que se podría vivir también
sin la fe cristiana. Por ejemplo, según modos de entender la vida aprendidos
en el estudio de la Antigüedad pagana; según la experiencia inmediata en el
trato humano; o según los resultados de las ciencias, poderosamente
reforzadas. Más aún: esto no sólo era posible, sino que solamente así se
desarrollaría una auténtica vida: y con ella también una ética auténtica de
las relaciones humanas.
Entonces, ello parece también cumplirse. Se elabora el concepto de los
Derechos del Hombre, y de él se sacan las consecuencias en el aspecto
jurídico, social y económico. Surge una ética de la atención inmediata a los
demás y de la responsabilidad para con ellos. La generalidad de los hombres
se siente obligada a evitar con su ayuda las necesidades, en sus diversas
formas. Se crean entidades y organizaciones de toda especie que se dedican a
los pobres, a los enfermos, a los desvalidos. La lucha contra la estrechez
humana se convierte en una obligación obvia de las entidades comunitarias,
que por su parte ponen en obra los medios de ayuda de la ciencia, de la
ordenación social, de la técnica organizadora. Aquella máxima de que
hablábamos al principio, parece realmente convertirse en un elemento básico
para la conducta de los hombres.
Pero en esa situación de aparente seguridad de moral natural, aparece como
un relámpago la doctrina que se proclama en los doce años del dominio nazi,
y que se realiza mediante la práctica correspondiente: no todo hombre, en
cuanto tal, tiene derecho a la ayuda y mejora, sino sólo aquel que
represente un valor para la nación y el Estado. Se establece la cruel medida
del hombre digno de vivir y del indigno de vivir. Esta medida proclama que
sólo tiene derecho a vivir quien puede juzgar cómo ocurre esto en cada cual.
Con ello se arroga el derecho de decidir si una persona enferma es todavía
digna de vivir; si puede seguir viviendo o no. Se tiene la terrible osadía
de matar enfermos y tarados mentales, incurables, incapaces para el trabajo,
ancianos. Más aún, se llega a decidir sobre el derecho a la vida de pueblos
enteros, declarando indignos de vivir a algunos de ellos y aniquilándolos,
con una frialdad de sentimientos y una exactitud de técnica que no tiene
modelos previos en la Historia, ciertamente escasa de espantos.
Pero todo ello en nombre del bienestar del pueblo, del provecho de la
comunidad, del ascenso del hombre hacia una perfección corporal, espiritual
y cultural cada vez más alta.
Se ha dicho que esto ha sido la barbarie de unos pocos en quienes ha habido
una peligrosa alianza de criminalidad y fantasía. El que así opine, no ha
comprendido nada de lo que ha ocurrido. Por lo pronto, no fueron simplemente
unos pocos los que pensaron y obraron así, sino que se crearon grandes
organizaciones en que muchos hombres estuvieron muy activos. Pero además –y
esto nos afecta aquí-, en esos sucesos se ha desarrollado hasta sus
consecuencias algo que se había preparado desde hacía mucho tiempo y que se
llama la secularización del cristianismo.
La doctrina cristiana de la dignidad dada por Dios a cada hombre, de su
valor eterno y, por tanto, de la obligación de ayudarlo, se había convertido
en un bien común, según hemos visto. Pero así se había desprendido cada vez
más de ese fundamento que le había dado Jesús, a saber, de la fe en la unión
que se ha establecido el Hijo de Dios al llevar a los hombres en fiabilidad
a su Padre. La conciencia de esto había palidecido cada vez más, y por fin
había desaparecido del todo. Había quedado una ética universal, que era muy
pura, muy hermosa, y parecía el supremo desarrollo de la conducta humana. La
interpretación corriente de la Historia dice también que la doctrina
cristiana influyó en esa ética con su incitación y estímulo, pero nada más:
que la misma naturaleza humana se habría desarrollado y ennoblecido,
produciendo por sí sola una moralidad, que a partir de ese momento formaría
parte de la propiedad definitiva de la Humanidad. De hecho, pasa algo
totalmente diverso.
La ética de la obligación para con el hombre, en efecto, estaba sustentada
por la Revelación. La frase: "Hay un hombre en apuro; ¡ayúdalo, pues!"
recibió su fuerza convincente por el sentido de la vida que dio Cristo, y
permaneció viva mientras se percibió ese sentido. En la medida en que
palidecía, también se hizo más débil la consideración de la ética social que
se descansaba en él; hasta que por fin, como un relámpago, se hizo evidente
que era posible arrojar a un lado, no sólo la Revelación, sino toda esa
ética social; que era posible establecer y aplicar el principio de que no
todos deben ser ayudados, sino sólo aquellos que sean dignos. Pero es digno
aquel que es declarado digno por el instinto de raza, por las exigencias del
trabajo, por las finalidades del Estado. Y los jueces de esto serían
aquellos a quienes nombrase el Estado. El terrible lema: "Es justo lo que es
útil para la nación", recibió otra forma igualmente terrible: "Puede vivir
quien sirve a la nación". Pero la nación, el pueblo –pronúnciese el Estado,
y los que tienen el poder en el Estado- tiene derecho de decidir a quién no
hace falta ayudar, más aún, quién debe ser eliminado. Pero esta manera de
ver las cosas humanas no es siquiera, como suele decirse en disculpa, una
ruptura con lo anterior, hecha por hombres que representan una recaída en
niveles primitivos de rudeza, sino que está comportada por todo lo
precedente. El positivismo, el liberalismo, todos los esfuerzos de elaborar
una cultura sin Cristo, e incluso sin auténtica idea de Dios, han cooperado
en su preparación. No podemos olvidar –para citar por su nombre a uno solo-,
cómo Friedrich Nietzsche, crecido en la escuela clásica, había proclamado
que había que desprenderse de la compasión cristiana por los oprimidos, y
crear una cultura de la energía sin ruptura y la hermosa Naturaleza, y "lo
que quiera caer, golpearlo aún", para quitarlo de en medio del camino.
Señales de peligro
Son deducciones que hacen meditar. Nuestras tareas de ayuda –tomando la
palabra en su sentido más amplio- están en una situación que querría
ilustrar con una pequeña anécdota:
Hace unos decenios ocurrió en la catedral de Maguncia lo siguiente: El
sacristán mayor iba, sin sospechar nada, bajo la alta bóveda, cuando de
repente cayó un bloque de piedra y por poco no lo aplastó. Con terror se
comenzaron a buscar las causas. Se ahondó en los cimientos y se vio que el
edificio estaba sobre un enrejado de fuertes vigas de encina, pero que estas
vigas estaban podridas en su mayor parte. Mientras las había rodeado el agua
subterránea, habían estado duras como piedra, pero a consecuencia de la
canalización del Rhin, el agua se había retirado y las vigas se habían
quedado en seco, estropeándose. La catedral seguía en pie, pero los
cimientos habían desaparecido en parte, y costó mucho y largo trabajo
sujetarlos por todas partes, sustituyendo la madera podrida por el
cemento... Esto puede ser un símbolo de los trabajos por la necesidad de los
demás. Se hacen cosas inconmensurables. Amplias organizaciones, diversamente
especializadas, se dedican a todos los casos posibles de necesidad. Se
aplican grandes medios para su obra. Pero las personas de sensibilidad más
despierta notan que toda esa ensambladura ya no está segura. Dudan de que
sus cimientos sigan sosteniendo bien. Los motivos amenazan perder fuerza. Se
debilita la conciencia de la obligación de persona a persona.
Pero eso en dos sentidos. El modo como se plantea la instancia de la ayuda
se hace a la vez más exigente e irreflexivo. Se hace dominante el
sentimiento de que el Estado debe ayudar: en lugar de Estado se puede decir
también: los seguros sociales, las Cajas de enfermedad, los hospitales, las
Hermanas enfermeras... Todo lo dicho hasta ahora muestra de sobra hasta qué
punto estamos de acuerdo con el derecho a la ayuda; pero notamos que aquí
hay algo que se está falseando. La ayuda no puede fundarse del mismo modo
que una regulación económica. Lo que en ella acontece, ese esfuerzo
interminablemente variado, dirigido a personas vivas, y conformándose a
situaciones siempre nuevas, no puede tener lugar meramente por utilidad y
prescripción, ni tampoco meramente por razón y obligación: lo mismo que
tampoco se puede exigir sólo por derecho y pago. Algo diverso debe actuar
ahí: una llamada a la libertad, una apertura del corazón. Pero se siente el
peligro de que en lugar de esto pueda todo convertirse en una exigencia
mecánica. Y el arte de buscar y explotar las diversas posibilidades de ayuda
del Estado puede desarrollarse hasta hacerse una parte constitutiva de la
técnica de la vida.
Pero la manera cómo se solicita la ayuda corresponde a la larga a la manera
cómo se presta. También a la ayuda la amenaza el peligro de que todo se
transforme en una burocracia universal, un asunto de oficina, de
organización, de prestación profesional regulada, de funcionarios. Tan
pronto como la ayuda es solicitada de un modo tan obviamente exigente y
rutinario, no puede sino transformarse ella misma en una rutina objetiva.
Claro que debe ser objetiva. Corresponde totalmente a nuestra sensibilidad
el decir: "Deja a un lado los sentimientos y preocúpate de que la
terapéutica se aplique bien..." O: "Las tareas son tan grandes que sólo una
organización adecuada está a la altura de ellas: ahí estás en tu sitio, de
modo que no hables de sentimentalismos, sino cumple tu servicio..." Lo mismo
que es absolutamente correcto decir: "Todo trabajo es digno de su paga; por
tanto, tengo derecho a exigir la remuneración correspondiente..." Y: "Todo
trabajo tiene derecho a hacerse en condiciones adecuadas; por tanto, exijo
relaciones racionales de trabajo..." Eso es obvio y debe ser así. Pero
también es cierto esto otro: Que aquello de que se trata no puede hacerse
solamente por experiencia objetiva, por método científico, por exactitud del
servicio, sino en definitiva, solamente por una apertura interior del
corazón, por una magnanimidad de la mente, por un altruismo y una
disposición al sacrificio que tienen que proceder de otro sitio.
Cuando dejan de obrar, queda perdida la esencia de lo que se llama ayuda,
pues ésta descansa sobre la relación de persona a persona, en la libertad de
la apelación y respuesta, y tiene su sentido último en esa comunidad en que
la menesterosidad de la existencia reúne a los hombres por parte de Dios.
Una objeción sociológica
Pero contra lo dicho se presentan objeciones que deben ser tenidas en
cuenta. Y, ciertamente, proceden de la transformación en la estructura
sociológica de los tiempos modernos. Ante todo, el extraordinario aumento de
población: el hecho de las masas, que influye en todas las cuestiones
referentes a los hombres.
La cifra de los que requieren ayuda crece constantemente. Podría admitirse
que las condiciones generales de vida están mejorando; con ello debería
disminuir la necesidad de ayuda. Pero los trastornos de los últimos decenios
son tan grandes y variados, que ya por ellos hubo de tener lugar una
equiparación hacia lo peor. Y también, prescindiendo de esto, tiene
importancia el hecho de que el hombre se hace cada vez más consciente de su
exigencia a la vida, y, por su sentimiento democrático, cada vez está más
seguro de su derecho a la ayuda, en ese mismo sentido. Por eso muchas
situaciones de necesidad que en épocas anteriores eran sencillamente
aceptadas, ahora hacen que se hable de ellas y exigen auxilio.
Las instituciones de ayuda se encuentran así ante una exigencia
constantemente creciente. Pero esto significa que los actos de socorro cada
vez son más numerosos, y con eso el propio proceso de la ayuda aumenta su
carácter masivo. La medida del tiempo disponible para los individuos se hace
cada vez más escasa, y más escasa la capacidad del que ayuda para compartir
la necesidad al remediarla; de modo que no queda sino proceder según un
esquema, y considerar en él que lo necesario es que este esquema corresponda
lo más posible a la situación de conjunto. Así desaparece cada vez más el
enfrentamiento de persona a persona, y todo ello se convierte cada vez con
más evidencia en caso.
Pero en tal estado de cosas no hay que ver una mera inconveniencia, pues en
él se expresa una auténtica transformación de estructuras. Por lo pronto, el
gran número es ya un hecho, y es también un hecho todo lo que resulta de él,
tanto en la psicología social como en la individual. Por eso, el acto de
ayuda ya no puede tener ese carácter de contacto personal, que sólo es
posible para pequeñas cifras. Prescindimos de que esta situación también
influye en casos en que sería posible una relación personal; en todo caso,
siempre que cobra efectividad el elemento de la masa, una conducta realista
no puede ser sino objetiva.
La tragedia de los que prestan ayuda social, en efecto, consiste en buena
parte en que no valoran adecuadamente ese elemento de lo masivo, y, por
tanto, empiezan por lanzarse al trabajo con una entrega personal que, en
rigor, no viene al caso, y acaba por llevarlos luego a volverse amargados y
cínicos. Una visión realista debe asumir de antemano el hecho de la masa en
la disposición de la ayuda. Y considerar y adaptar los puntos de vista antes
expuestos en sentido de que de lo personal se aporte solamente lo que se
pueda dar de modo auténtico; por lo demás, que el trato con los muchos esté
animado por la conciencia de que no se trata de una masa de casos, sino de
un gran número de personas. Con eso surge una actitud que se basa tanto en
la distancia interior cuando en la atención auténtica; que tiene lugar en
tranquila objetividad, pero también de modo verdaderamente amistoso. El que
busca ayuda probablemente empezará por decepcionarse porque él, siendo el
individuo, no es recibido como tal. Pero pronto se encontrará bien en el
trato objetivo, porque éste es precisamente el apropiado. Naturalmente, con
todo eso no se ha de menospreciar ninguno de los esfuerzos que quieren
dividir en partes la multitud, quitándole así el carácter de masa. Van
unidos a los intentos de construir las ciudades de modo más adecuado, de
crear relaciones de vecindad; de hacer que los centros de trabajo sean
también los de prestación de ayuda, etc. Todo ello no sólo es bueno, sino
necesario. Pero no suprimirá el elemento masivo en el conjunto; por tanto,
lo que hemos dicho sigue siendo cierto siempre que se hace presente tal
talento.
Más hondo alcance tiene otro cambio en la situación sociológica y cultural
en general. Se expresa en el sentimiento de que la relación entre necesidad
y ayuda, tal como hasta ahora se ha dado, debe desaparecer en general.
Requerir ayuda, sería algo vergonzoso, y ayudar, en el sentido antiguo,
sería una arrogancia, y las situaciones de necesidad deberían ser superadas
de modo puramente objetivo. Así se manifiesta una sensibilidad que –a pesar
de todas sus brusquedades en el individuo- es absolutamente honrosa.
Diversas son sus raíces; por un lado, tiene que ver con la exigencia del
sentir democrático en cuanto a la atención a la propia persona; por otro
lado, también con la conciencia de la debilidad en la posición personal del
hombre actual.
El que presta ayuda deberá tener en cuenta esta sensibilidad. Su actitud
respecto al que está en un apuro podría expresarse, por ejemplo, en estas
palabras: "Estás en un caso de necesidad. A mí tampoco me gusta la
situación, pero tengo la misión de socorrerte, de modo que vamos a ponernos
de acuerdo para resolver la cuestión del modo más decente posible, esto es,
del modo más objetivo posible". El peligro de que el pudor ante lo
excesivamente personal se convierta en desatención, y la objetividad en
mecanismo, puede evitarse captando el sentido de la relación con más segura
medida, tanto más cuanto más claramente conozcan las personas en cuestión la
dignidad de la persona, merced al Cristianismo.
Pero aún cala más hondo lo siguiente: La creciente naturalización de la
existencia, el sentido humano de dominio de sí mismo, y, además, la idea del
progreso, llevan a concebir la necesidad como algo que debe sencillamente
desaparecer.
El cristiano ve en la necesidad un elemento de la existencia, tal como es
ahora. Naturalmente, se preocupa por superarla, y logra disminuirla
constantemente; pero sabe que nunca desaparecerá del todo, porque forma
parte del trastorno de la existencia, en definitiva incurable. "Pobres
tendréis siempre con vosotros", ha dicho el Señor (Mt. 26, 11). Pero la
necesidad ha recibido un sentido positivo por la intención redentora y el
destino de Cristo; el sentido de ser expiación de la culpa de la Humanidad.
Por tanto, el creyente tiene el deber de entrar en la solidaridad de esa
culpa y expiación, y establecer por ella la comunidad en la necesidad y la
ayuda.
El cristiano ve en el que sufre una imagen de la dignidad honrosa. Ahí se
manifiesta una profundidad última, que penetra en la sensibilidad de todo
corazón bien nacido, como una admonición, tan pronto como se lo proponen la
salud, el bienestar y la dicha como medidas auténticas de la existencia
digna de vivirse. Siente que un modo tal de humanidad no sólo debe ser
superficial, sino peligroso, y aun inhumano. El sufrimiento es expresión de
la verdad última de la existencia, que se retrotrae hasta la hondura de lo
divino. De ello es testimonio el destino de Cristo.
Todo esto contradice esa manera de ver que produce de la incredulidad y que
dice que la necesidad no sólo debe ser socorrida, sino que no debe existir
en absoluto; que de ella no puede provenir en definitiva ningún valor
auténtico: que es indigno del hombre encontrarse en necesidad, pedir ayuda y
darla. Pero también, que es preciso que no exista porque procede de una mala
ordenación de las cosas sociales, de unas falsas ideas de la saludo y la
enfermedad, y de una injusta distribución de la propiedad. Así la tarea sólo
puede consistir únicamente en eliminar la necesidad: toda ayuda debe ser
considerada sólo como algo provisional. Por eso tampoco puede tener un
carácter voluntario o generoso, sino que debe convertirse en función del
Estado, que ha de tener lugar del modo posiblemente más eficaz y con el
menor empleo de participación personal.
No hay que negar que también en estas ideas hay elementos verdaderos.
Realmente, la petición y concesión de ayuda pueden convertirse en una cosa
nada buena, y así ocurre más a menudo de lo que se pensaría: una alianza,
por un lado, de pereza y cobardía, y, por otro lado, de complacencia en sí
mismo y de afán de señorío. Con eso, muchas necesidades se quedan
consolidadas en una situación que podría eliminarse si surgiera una
iniciativa enérgica. Pero no se puede olvidar aquí que la opinión antes
expuesta se hace ilusiones absolutas sobre la realidad de nuestra
existencia, y no se ve la profundidad del enredo que hay en las cosas
humanas; destruyendo valores esenciales de las relaciones humanas, y
empobreciendo la existencia de modo irreparable. Por otra parte, en fin, la
experiencia de los últimos decenios nos hace darnos cuenta de la facilidad
con que la voluntad de eliminar el sufrimiento se transforma en la voluntad
de eliminar a los hombres que sufren, y cuyo sufrimiento ya no puede
vencerse, o sólo puede superarse con auténtico altruismo. F.W. Foerster ha
llamado la atención sobre el hecho de que el que sufre tiene una tarea
importante dentro del conjunto de la existencia: defender a los que no
sufren –a los sanos, enérgicos, bien acomodados- de los peligros del
egoísmo, de la despreocupación, de la dureza, y aun de la crueldad; peligros
presentes en su situación. No se entiende la esencia del hombre si no se
entiende qué problemática es la salud; en todas sus formas, individuales y
sociales; y hasta qué punto necesita un constante correctivo.
Todo ello está dicho para hacer visibles las complicaciones contenidas en el
trayecto de reflexiones que aquí nos ocupa propiamente. Por paradójico que
suene: Sólo se pueden superar la necesidad, el apuro, el sufrimiento, en
todas sus formas, si se empieza por reconocer el derecho de la necesidad a
existir. La ayuda no puede consistir en querer suprimir de un plumazo el
fenómeno de la necesidad, pues entonces se crea una situación que no es otra
cosa sino egoísmo disfrazado –ceguera ante lo real, dureza frente al hombre
que está en necesidad- y cuyas consecuencias han de ser peores que la
necesidad.
La responsabilidad
En esta breve hora, hemos atravesado un largo acontecer: la historia de la
humanidad occidental en su relación con la necesidad.
Nos hemos dado cuenta de lo que pasa con el supuesto sentimiento natural de
la disposición a la ayuda, en sí... Hemos visto que hizo falta la Revelación
para abrir los ojos a los hombres y despertar su conciencia... Hemos
considerado cómo de la fe en la Revelación surgió una actitud de amor humano
que estaba fundada en la relación con Cristo; toda una moralidad de
obligación recíproca a cada individuo... Y cómo luego empezaron a secarse
sus raíces. Las tendencias que despertaron mediante la Revelación, siguieron
influyendo, ciertamente, y produjeron sistemas bien elaborados y muy
eficaces para la acción práctica; todo lo cual dio la impresión de formar
una propiedad indestructible del hombre culto y progresado... Y cómo de
repente, igual que un disparo, la tan celebrada naturaleza humana se rompió
y mostró de qué sigue siendo capaz, ahora como antes...
Esta marcha de las cosas nos ha abierto los ojos para algo que ocurre en
todas partes –si bien no de este modo violento, sino de modo silencioso, y,
por tanto, aún más inquietante-: la corrosión de los auténticos motivos,
actitudes y convicciones que pueden sustentar solamente la ayuda; el
enfriamiento del corazón y el apagamiento de la generosidad. Irrumpe el
espíritu de cálculo: ¿Qué puedo exigir cuando haya pagado? ¿Cómo puedo
explotar del mejor modo las instituciones sociales de ayuda? ¿A qué tengo
derecho si estoy formado de manera adecuada? ¿Cómo puedo reducir mis
pretensiones y elevar mi remuneración? Y así sucesivamente, en todas esas
consideraciones y medidas, que, en cada ocasión, pueden ser disculpables,
ventajosas, e incluso muy razonables, pero con las cuales se oscurece cada
vez más el axioma básico en que todo descansa: "Hay una persona en apuro;
por tanto, debo ayudarla".
Tal ha sido la Historia que hemos atravesado juntos. Y déjenmelo decir con
todo énfasis; que no vale sólo para los que hemos dejado atrás esos doce
años oscuros, sino para todos.
Lo que ha ocurrido en Alemania desde 1933 a 1945, revela algo que ha tenido
lugar en todo el mundo dominando por Occidente, y que sigue teniendo lugar,
y ejerce su influencia. Dejen pasar una cuantas generaciones que todavía
hayan percibido de algún modo la exigencia cristiana de conciencia ante la
necesidad del prójimo; dejen que se forme del todo el hombre enteramente
terrenal, asentado sólo en su propia naturaleza y en su fuerza, ese hombre
en cuya formación se trabaja por todas partes; y ya verán que lo que ha
ocurrido en Alemania en estos años puede ocurrir en todas partes de alguna
manera. De manera indirecta, no directa; de forma cauta, no brutal; con
fundamentación científica, y no fantástica; pero con igual sentido, más aún,
quizá de modo más destructivo, por estar disfrazado de razonabilidad y
humanidad.
La consideración histórica va en dos direcciones. En una de ellas mira atrás
y pregunta: ¿Qué ha ocurrido? En la otra, mira adelante y pregunta: ¿Qué
ocurrirá?
He de dejarlos a ustedes que lancen la mirada hacia el porvenir después de
ponderar honradamente lo pasado. Pero tengan la seguridad de que la
concatenación de lo que hace el hombre a partir de su modo de pensar es tan
inexorable como el funcionamiento de esas cosas naturales. Tan pronto como
el corazón de los hombres olvida la máxima: Cuando hicisteis a uno de mis
hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis; tan pronto como busca el motivo
de la ayuda sólo en motivos de razón o del humanitarismo natural, se
desarrollará todo eso, con la misma consecución que la destrucción de un
órgano corporal contra cuya enfermedad no se hace nada.
Observaciones posteriores
Algunas conversaciones con oyentes de esta conferencia me han hecho darme
cuenta, de modo más evidente de lo que yo mismo lo había notado en su
desarrollo, que se quedan sin observar ciertos aspectos importantes de la
cuestión. Ello era inevitable, pues una conferencia – o más exactamente: una
charla que se deja a la responsabilidad de los oyentes- es cosa muy diversa
de un tratado, que desarrolla todos los elementos que entran en la
consideración, y que concluye en su resultado equilibrado. Mi atención quedó
totalmente dirigida a una línea determinada que se dibuja en la historia de
la necesidad humana.
Pero la lealtad al problema exige una alusión a elementos que pueden ser
fecundos para su análisis completo.
Ante todo: Esta conferencia, ¿ha hecho plena justicia a las posibilidades
positivas del hombre? Las fuerzas naturales del altruismo, de la simpatía,
de la disposición a la ayuda, ¿no son más fuertes de cómo se ven en él? ¿No
hay en el hombre un humanitarismo esencial, que se desarrolla poco a poco
por sí mismo; o bien, una vez despierto por un gran ejemplo religioso,
permanece en vela y desarrollándose a pesar de todo cambio de opiniones?
El lector puede continuar estas preguntas de modo más exacto. Pero no debe
perder de vista una fuente de error; a saber, la inclinación a adscribir
simplemente al dominio de lo naturalmente humano aquellas actitudes anímicas
y motivaciones morales que en realidad están condicionadas por la fe
cristiana. Y también, que hay que desconfiar de la retórica que habla
constantemente de este humanitarismo, en ocasión cotidiana o festiva, y con
ello nutre ilusiones peligrosas sobre la realidad del hombre.
Además: el número de los que ya no están en la convicción cristiana aumenta
constantemente. Y asimismo: aumenta el número de aquellos en quienes es ése
el caso desde hace generaciones, de tal modo que los elementos cristianos ya
no están operantes en la vida de su espíritu y de su corazón, ni siquiera en
forma de oposición.
Ahora bien, los que así piensan, viven en la misma comunidad que los que
están más o menos convencidos del Cristianismo. Por tanto, hay que encontrar
una base en que se pueda abordar en común los problemas de la necesidad.
¿Dónde está esa base? ¿Qué motivos pueden tener eficacia del mismo modo para
quienes piensan de modo tan diverso? ¿No estamos obligados también en este
sentido a remitirnos a algo humano en general; a una razonabilidad y bondad
que residirían en los cimientos de la naturaleza humana, y que habría que
fomentar con una pedagogía apropiada, tanto del individuo como de la
comunidad?
Esta es una cuestión decisiva para nosotros, pues desemboca en otra más
amplia: si por parte de la razón, en general, puede existir una ordenación
en que el hombre exista con honor y libertad. ¿O todo debe disolverse en un
tejido de causalidades psicológicas, sociológicas, técnicas y políticas, que
ya no atienda a la persona y a sus exigencias? Y, entonces, nuestra
existencia en el Estado, aunque sea paso a paso, ¿ha de caer en el
totalitarismo, bien sea directo, como en el nazismo o el bolchevismo, o
indirecto, según surge con todos los mecanismos de influencia y orientación
que operan aún en países de liberalidad aparentemente indudable?
Aquí es difícil dar respuesta. Más difícil por depender en definitiva de la
toma interior de posición de cada individuo: de sus experiencias, de su
temperamento, de su actitud ante las posibilidades de la existencia; en
definitiva, de que vea en el Cristianismo sólo una forma de religión entre
otras, o la forma absolutamente decisiva.
En fin: se podría ir más lejos aún en la referencia a lo natural y decir que
la simple razón del hombre llegará por si misma al resultado de que va en el
interés de todos eliminar la necesidad mediante la ayuda: que el hombre verá
cada vez con mayor evidencia que la necesidad no sólo perjudica al afectado
inmediatamente por ella, sino que también hace entrar en ella a todos los
hombres: que ya aprenderá el hombre que la actitud amistosa hacia los demás
no es sólo la actitud simpática, sino la que produce la mayor medida posible
de bienestar para todos. De ahí surgirá una tendencia inmediata, operante en
todo; semejante a aquella que da al hombre bien educado la ocasión de
comportarse bien en el trato o echar una mano en los accidentes. Sobre todo,
el estudio de la vida americana podría confirmar tal opinión.
También aquí se hace presente otra consideración: Apenas cabe dudar de que
la vida de los sentimientos pierde universalmente en intensidad. Este
proceso va unido al aumento de las cifras, como ocurre en todas partes, a
consecuencia del crecimiento de la población y de la democratización de la
vida. Cuanto más frecuentemente aparecen unas situaciones, menor impresión
hacen; cuanto más frecuentemente se realizan acciones, se manejan cosas, se
ponen en marcha organizaciones, más esquemático se hace todo esto. Dicho en
general: Cuanto más aumentan las cifras en que se realiza la vida humana,
más escasa se hacen la participación interior y la intensidad y el calado de
la realización. Eso podría llevar a la interpretación de que el sufrimiento,
la necesidad, la miseria, por un lado, y por el otro, el egoísmo, la dureza,
la crueldad, requerirían para sí estratos excesivamente profundos de la
vida, de modo que habría que hacerlo todo en forma más sencilla y económica,
en lo cual entra el ayudarse mutuamente. A semejantes tendencias alude un
artículo del 8 de junio de 1956 en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, sobre
la vida americana, bajo el título "Air-conditioned Wonderland" (El país de
las maravillas con aire acondicionado). Una forma de vida y de cultura, en
que la temperatura esté en todas partes compensada, evita conflictos, ahorra
fuerzas, aumenta los resultados. Y la reflexión prosigue preguntando si por
el influjo de la muchedumbre y de su expresión instrumental, es decir, por
la técnica, no se ajustará en todas partes la emocionalidad a un nivel
medio, en que la disposición universal a la ayuda deberá aparecer por sí
misma como la mejor forma posible de la convivencia.
Este punto de vista sería también significativo para nuestro problema. Pero
frente a él habría que contar con algo importante. Ante todo, con que esa
misma frialdad se sentimientos puede también tener influjos negativos. La
persona con tal sensibilidad podría, con igual tranquilidad, destruir una
gran ciudad llena de fugitivos, o eliminar con radiaciones y bacterias a la
población de un país entero, si el juicio de los especialistas competentes
lo consideran necesario. Con la misma objetividad podría llegar al resultado
de que la salud de todos exige que se determine qué personas son inadecuadas
para la procreación, y, por tanto, esterilizadas; qué enfermos son una carga
excesiva para la sociedades, y, por tanto han de ser eliminados en forma
suave; y así sucesivamente, por ese camino temible que amenaza ser el camino
de la Humanidad. ¿Y por qué no, si a favor de ello hablan razones tan
absolutamente humanitarias; si la emocionalidad compensada es tan receptiva
a todo lo racional y tan poco receptiva a esos avisos que proceden de las
profundidades de la vida, y sólo son percibidas por gente impresionable; tan
poco receptiva para la interpretación de la vida, según la da Cristo?
Dicho de otro modo: Ese humanitarismo sería ambivalente, como todas las
posiciones que no están determinadas por lo absoluto, y podría desarrollarse
tanto positiva cuando negativamente.
En todo caso, habría de quedar claro que tal actitud no sería lo que implica
la relación humana auténtica entre quien sufre la necesidad y quien presta
la ayuda.
El lector que penetre en la discusión de estas cuestiones, hará bien en no
perder de vista las posibilidades indicadas, y no olvidar, con el uso
frecuente de las palabras necesidad y ayuda, cuál es su sentido auténtico.
_________________
* Nació en Verona (Italia) en 1885. Su familia se trasladó al año siguiente
a Maguncia (Alemania). Tras comenzar sus estudios de química en Tubinga y de
economía política en Munich, se traslada a Friburgo de Brisgovia y empieza
la carrera de teología. En 1908 ingresa en el Seminario de Maguncia,
ordenándose sacerdote el 28 de mayo de 1910. En 1915 presenta su tesis
doctoral en Friburgo. Allí conoce a Joseph Frings, quien llegará a ser
cardenal de Colonia y a Martin Heiddeger, de quien será condiscípulo.
Asimismo fue profesor de destacados pensadores, entre ellos Hans Urs von
Balthasar. Ocupó varias cátedras de filosofía y teología, en 1923 la
Universidad de Berlín crea expresamente para él la cátedra de Filosofía de
la Religión y Visión Católica del Mundo, suprimida por los nazis en 1939.
Murió en Munich el 1 de octubre de 1968. Entre su amplísima obra destacan El
Ocaso de la Edad Moderna, Religión y Revelación, El mesianismo en el mito,
la revelación y la política, Mundo y Persona, El Señor, Jesús el Cristo en
el Nuevo Testamento, Pascal o el drama de la existencia cristiana, La muerte
de Sócrates, entre otras.
Fuente: Romano Guardini, El servicio al prójimo en peligro, Lumen,
Argentina, 1989.
La esencia de la concepción católica del mundo
Romano Guardini *
El término "concepción del mundo" es de uso general, y cada uno le atribuye
un sentido. Este, con todo, debe ser muy indeterminado, como quiera que no
es fácil obtener una respuesta inequívoca a la pregunta de qué es una
concepción del mundo. Para mí se tornó la pregunta imperiosa al encargárseme
en la Universidad de Berlín profesar una cátedra sobre este preciso objeto.
Ahora pues hay que ver y decir claramente en qué consiste una concepción del
mundo, y concretamente la concepción católica. Y sobre ello hay que decir
aún cómo pueda ella ser una ciencia, es decir algo que no es meramente una
representación de conjunto, de género más bien literario o apologético. Y
con mayor rigor aún, ciencia genuina, y no una mezcla informe de filosofía y
teología. [1]
I Son cuestiones por cierto muy
complicadas. Si queremos alcanzar una meta segura, hemos de proceder paso a
paso, deslindando lo que tenemos en mente de lo que le está emparentado o le
es semejante.
Trátase aquí, ante todo, no de una teoría de la concepción del mundo en
general, sino de la teoría de la visión católica del mundo. La primera
constituye una parte de la historia de la cultura, hasta donde ésta ha
podido describir hasta ahora intuiciones vivientes. Constituye también una
parte de la filosofía, o con mayor precisión un conjunto de reflexiones que
van más allá del mero filosofar, en cuanto se plantean la cuestión de qué
sea en general una concepción del mundo; en qué relación están sus puntos de
vista con las ciencias particulares y con la filosofía; cuáles puedan ser
sus presupuestos, y así por este orden. El problema que aquí nos solicita
reconoce sin duda aquellos otros, y aun en parte se los plantea, o por lo
menos valoriza sus datos. Nuestro fin específico es, con todo, distinto. No
nos preguntamos sobre lo que sea en general una concepción del mundo, sino
que hemos de dar cuenta de una bien determinada. No se circunscribe nuestro
tema a la explicación histórica o sistemática de tales o cuales imágenes del
mundo que han surgido en el pasado o que tienen vigencia actual, sino que ha
de explicitarse aquella que el sustentante sostiene como verdad.
¿Qué es en general una concepción del mundo? ¿En qué se distingue de las
ciencias de la naturaleza o del espíritu? Y de otra parte: ¿en qué se
distingue del hacer y del obrar vitales?
¿Qué queremos dar a entender cuando hablamos de una concepción del mundo?
Por ella entendemos una intencionalidad cognoscitiva que de manera muy
determinada se dirige a la totalidad de las cosas; a lo que con el mundo
tiene que ver en lo que nos es dado. En segundo lugar, dirígese a un mundo
dado concretamente de una vez por todas; ella implica, en efecto, un
detenerse final con respecto a la realidad circundante. Por último, el acto
de la concepción del mundo significa juntamente un valorar, medir y estimar;
significa tomar posición con respecto a una obra que este mundo precisamente
le plantea a quien lo tiene delante. En esto se distingue la concepción del
mundo de aquellos actos cuyos correlatos son objeto de las ciencias en
particular y la filosofía. De otra parte, empero, y por más que en el acto
de la concepción del mundo entren en juego actitudes extrateoréticas, su
dirección de sentido apunta sin embargo a la verdad. En última instancia es
un comportamiento contemplativo, no productivo. En él se trata de un
conocer, no de un hacer. En esto se distingue el acto de la concepción del
mundo de la vida práctica.
El acto de la concepción del mundo se dirige de manera peculiar a la
totalidad como a su objeto. Cada ciencia en particular es aprehensión
teorética de un acto cognoscitivo subordinado a una determinada esfera de
objetos. La ciencia natural, por ejemplo, lo está con relación al mundo de
las cosas empíricas, en la medida que son accesibles a la observación
metódicamente ordenada. El campo de estas ciencias se articula en diferentes
sectores, determinados respectivamente por la idiosincrasia del objeto y los
métodos típicos de investigación; así la física, la astronomía, la biología,
etcétera.
El progreso de estas ciencias particulares se manifiesta en una
diferenciación recíproca cada vez más aguda. La concepción del mundo, por el
contrario, apunta a la totalidad del ser y del valer. Las ciencias
singulares se afanan también, es cierto, por alcanzar una unidad última; ni
movimiento desarticulador se opone el impulso hacia una concepción unitaria.
No obstante, esta estructura unitaria aprehende ante todo, bien que en
conjunto, lo que está dividido. En ellas es la unidad lo segundo, y lo
primero la distinción. El camino hacia la unidad avanza a través de un
paulatino enlace de las particularidades. La concepción del mundo, por el
contrario, no busca la unidad mediante la síntesis de particularidades. Por
este camino no llegaría nunca a su término, pues es camino sin fin, y el
progreso de las ciencias particulares no concluye jamás. Pero aun
prescindiendo de esto, es esencialmente otra la aprehensión de la totalidad
que es propia de la concepción del mundo. El todo del mundo a que ella
apunta, no significa que todas sus parcelas hayan sido de hecho aprehendidas
y ordenadas en su conjunto; no consiste en una integración plenaria de los
contenidos objetivos, sino en un orden, dirección y significación de las
cosas, aprehendido todo ello desde el primer momento y en cada parcela de la
realidad.
La concepción del mundo ve cada cosa desde el principio impregnada de
totalidad. La ve como totalidad en sí misma y como incrustada en una
totalidad. Esta totalidad, este "mundo", no es, una vez más, ningún producto
final que se nos haga patente después de haber percibido todas sus partes,
sino que desde el principio está allí. El "mundo" se sumerge en cada cosa en
particular, pues cada una es totalidad en sí y en conexión además con el
resto del conjunto. No es ninguna realidad mutilada e informe, sino una
estructura óntica cerrada en sí misma; ninguna energía caprichosa, sino una
composición ordenada de fuerzas. Y cada cosa es no sólo parte cuantitativa y
ponderable del mundo, sino órgano del mundo; un "órgano", empero, que
comprende en sí el todo, en cuanto está ordenado hacia él.
Si ahondamos más en lo que "cosa" quiere decir aquí, comprobaremos lo
siguiente. La realidad "cosa singular" está esencialmente en relación con la
realidad "conjunto". Lo orgánico colectivo y lo orgánico individual están
recíprocamente dados. Tan pronto como percibimos la mano en su vitalidad
orgánica de acuerdo con su estructura y actividad, la vemos como mano de un
cuerpo; como miembro que constructiva y funcionalmente realiza en sí ya la
totalidad corpórea, por más que dirigida a una finalidad especial, que es la
del dicho órgano. El todo corporal está ya presente en la mano, en su
estructura y leyes funcionales. El cuerpo como conjunto, a la inversa,
comprende la mano. La peculiaridad orgánica de la mano se despliega ante
todo sobre el fundamento de la totalidad corpórea; pero ésta es desde el
principio de tal naturaleza que consiste en sus órganos, y precisamente en
éstos. La concepción del mundo percibe las cosas como órganos, es decir como
totalidades provisionales en sí mismas, en relación con conjuntos
concluyentes y de validez final.
No ha de entenderse lo anterior como si aquí estuviésemos hablando de la
llamada concepción orgánica del mundo, en contraste con la concepción
mecánica. El término "orgánico" es aquí tan sólo un expediente, no de otro
modo que lo fue la imagen de la mano; una imagen que me ha venido a la mente
para denotar la relación esencial y última de la cosa singular con el orden
total. En esto consiste lo que está presente en una concepción del mundo:
aquella unidad última en la cual la totalidad de lo singular y la del
conjunto están en conexión recíproca y dadas una con la otra. En esto
estriba el carácter de "mundo" con que nos es dado el ser. Las ciencias
particulares consideran la totalidad como un fin último que resulta de la
conexión estructural de singularidades. Su progreso hacia este fin es, no
obstante, sin término; es un fin que no habrá de alcanzarse jamás. La
concepción del mundo, por el contrario, se apodera de esta totalidad ya en
el primer acto. En ella hay también progreso, pero no hacia el todo en su
configuración exterior, sino dentro de él hacia una profundidad, plenitud y
claridad siempre mayores en el interior de una totalidad comprendida, o por
lo menos percibida intencionalmente, de manera inmediata.
Ahora bien, la metafísica aspira también a comprender el todo, y asimismo de
manera no gradual, mediante una disposición progresiva de singularidades en
un conjunto, sino de una vez. Persigue directamente la esencia de las cosas,
sucesos y conexiones; el núcleo último y absolutamente esencial de cosas
como el hombre, el Estado, el deber, el dolor, etcétera. Y estas esencias
las aprehende directamente no mediante una articulación de conjunto de
singularidades psicológicas, sociológicas, históricas, sino por la intuición
inmediata que le es propia, y que recae sobre el todo esencial del objeto.
En la misma línea estarían, por ende, metafísica y concepción del mundo.
Entre una y otra hay, no obstante, una profunda diferencia. La metafísica
trata de aprehender la esencia en su pura universalidad, prescindiendo de si
está o no realizada en una cosa concreta. La concepción del mundo, por el
contrario, enfoca precisamente la esencia como realizada. La metafísica se
ocupa también por supuesto del problema de la realidad, pero de una realidad
en general, no de la de ésta cosa real; se ocupa del problema de la
concreticidad, pero de una concreticidad en general, no de la de esta cosa
en concreto. Pregúntase también por el mundo como una totalidad, pero
solamente por la esencia en sí del mundo, prescindiendo de si es o no real;
y justo en esta prescindencia de la realidad existente estriba su peculiar
fuerza liberadora, la consolatio philosophiae. Para ella es siempre una cosa
o acontecimiento real apenas punto de partida, apenas un "caso". Aun
aquellas realidades que se dan una sola vez, son para ella, estrictamente
tomadas, tan sólo "casos". Admitir una segunda consistencia de este mundo,
sería pura arbitrariedad; pero aun siendo posible esta admisión, ella no
sería para la metafísica sino un caso que daría ocasión al conocimiento de
la esencia plenamente significativa. De otro modo la concepción del mundo.
Su mirada imprime un acento de valor en este mundo, en su entera y plástica
unicidad. A esta visión está adherida ciertamente una esencia del mundo,
pero no se trata del mundo en general, sino de este mundo en su peculiaridad
e historia típica. Quizá debiéramos aún decir que en la concepción del mundo
vemos el mundo corno es hoy; un hoy, por supuesto, de tal naturaleza que en
él se cumple el ayer y se prepara el mañana. De esta suerte es la concepción
del mundo una posición del que contempla el mundo tal como éste le hace
frente.
Mas por ventura está a punto la siguiente objeción. ¿Es que la ciencia
histórica no va en busca también de un todo esencial, y concretamente en su
peculiar apariencia?
¿No es ella una investigación que procura justo aprehender el acontecer
concreto y la persona singular?
Hemos de distinguir dos maneras de plantear el problema de la historia. La
primera reduce lo singular a no ser sino un "caso" comprendido bajo leyes
más generales, en cuanto que, después de haber comprobado el hecho por el
examen de las fuentes, pretende explicar el acontecimiento en función de
conexiones psicológicas, sociológicas o económicas. Pero hay otra manera de
proceder, y consiste en enfocar la forma viviente, la estructura operante,
el todo con sentido de una personalidad o acontecimiento. Ahora bien, esta
posición del problema paréceme que tiene lugar, si no en el ámbito propio de
la concepción del mundo, ciertamente por lo menos en sus dominios
fronterizos. El que a uno se le presente la persona y el suceso real en su
totalidad esencial y peculiar plasticidad, paréceme presuponerlo la
concepción del mundo antes que el procedimiento tan extendido de la primera
manera de plantear el problema histórico; por lo menos debe darse algo
semejante como condición preparatoria de una efectiva concepción del mundo.
Y esto sólo es posible en la actitud devota. De aquí que las
representaciones de este tipo sean tenidas por problemáticas por parte de
los adictos a un método más "exacto" de investigación histórica.
Conexo con el anterior está un segundo rasgo de la concepción del mundo: el
de tomar su objeto como afán. Con esto no queremos significar tan sólo
conocimiento de valores o deberes. La teoría filosófica de los valores se
ocupa de éstos también, pero se mantiene con respecto a ellos en el plano de
lo esencial y lo universal. A la concepción del mundo, por el contrario, no
le concierne el sistema general de valores y requerimientos, sino el afán
concreto que en este mundo se plantea al hombre, y la obra que en este mundo
se demanda del hombre.
Con esto hemos descrito en uno de sus aspectos la concepción del mundo al
decir que significa la mirada a la totalidad del ser, a un ser, además,
concretamente determinado. Este ser, empero, no es percibido imparcialmente,
sino como afán, como invitación a la obra y la conducta en consonancia.
Para estas intuiciones tienen naturalmente gran valor las conclusiones de la
filosofía y las ciencias experimentales. La concepción del mundo las asume,
las amplía, y se clarifica con ayuda de ellas. Más aún, hay amplias
extensiones en que todos esos territorios apenas pueden deslindarse en
general, pues los dominios del espíritu se compenetran de ordinario en su
crecimiento. Unos y otros son, con todo, distintos, desde el punto de vista
de su originaria y respectiva actitud cognoscitiva.
II
Como más viviente, como más cercana a la vida se nos presenta la concepción
del mundo, en comparación con la ciencia en particular y la filosofía.
Debemos, sin embargo, operar un deslinde análogo entre aquélla y la vida
misma, o sea con respecto a los actos del hacer y del obrar.
Visión y contemplación, no obra ni acción, es el cometido propio de la
concepción del mundo. Por más que signifique ciertamente una intuición del
mundo como afán, como llamamiento a una obra, ella misma, empero, es aun
intuición y no obra; fundamento de la acción, pero no acción en sí misma.
Concepción del mundo es encuentro entre hombre y mundo; una mutua oposición
cara a cara, pero cabalmente oposición en que los rostros quedan viéndose
uno frente al otro. Es mirada y conocimiento, por más que este conocimiento
pueda estar saturado de contenidos de gravidez e inmediatez vital mucho
mayores que en la visión propia de la ciencia y la filosofía.
El ethos más típico de la visión del mundo consiste justo en la limpidez de
esta mirada. Puede por cierto, y aun debe esta mirada estar animada de todo
el ardor que se quiera, pero será un ardor de la visión y no de la acción.
El primero es el ardor; que torna la mirada amplia y profunda, pues sólo el
amor es vidente; el segundo, en cambio, no haría sino empañarla. La
concepción del mundo no obra, sino ve. En ella actúa seguramente una energía
formativa, una profunda fuerza creadora, pero es una energía procedente de
la visión. En ella ve í el hombre las cosas como son en sí, pero no las
acomoda a su querer, por más que éste fuese un querer "trascendental". Lo
que ve la concepción del mundo, está ahí ya. Es sin duda un comportamiento
que llega a su punto extremo en el ver, en el conocimiento. Su actividad
asciende hasta la mayor fuerza e intimidad, pero queda siendo siempre
actividad vidente y no operativa.
Una vez que hemos distinguido el enfoque propio de la concepción del mundo
del que corresponde a otros dominios del conocimiento, debemos aun ubicar
aquélla en la conexión estructural a que pertenece. Y en primer lugar: hemos
llamado concisamente "mundo" a lo que constituye su objeto. Con esto quiere
designarse inmediatamente aquella totalidad que tiene valor de mundo para
quien la contempla. ¿Pero en qué consiste esta totalidad? Pues consiste en
primer término en cada cosa singular, cuando es vista precisamente como
perteneciente a un mundo; y consiste también, en segundo lugar, en la
totalidad del conjunto. Ahora bien, hay tres totalidades de este género, por
poco que en lo demás puedan estar en la misma línea, a saber: primero, la
totalidad del mundo como suma y compendio de las cosas del mundo exterior, y
a ella pertenece también el hombre en su ser físico. Segundo, el hombre, en
cuanto constituye una unidad cerrada en sí misma, y en cuanto que como yo
individual y social se opone al mundo. Por último, el fundamento absoluto y
origen primero del mundo y del hombre: Dios.
A estas tres totalidades elévase la concepción del mundo, mirando asimismo a
las realidades singulares en cuanto subordinadas a aquellas totalidades; a
cada una de ellas en sí misma y en su relación con las demás. De cada una
hay una ciencia experimental [2] y una metafísica; de cada una hay también
una concepción del mundo. Hacia todas esas totalidades se orienta la visión;
hacia la totalidad originaria, concreta, dada de una vez en el primer caso,
y dada como personal en los otros dos; y en todos ellos como requerimiento a
determinado obrar y a una conducta adecuada. A decir verdad, estas unidades
y su respectiva visión se implican mutuamente en una relación determinada.
Así, el mundo del hombre está en parte ercu bebido en el mundo de las cosas;
pero a la vez descansa en sí mismo y se opone al segundo, aprehendiéndolo,
al enfrentarse a él, en actos de conocimiento, amor y valoración. Y ambos
mundos por su parte vienen de Dios como de su arquetipo y causa creadora.
Oficio del hombre es ir hacia Dios y llevar el mundo de las cosas hasta él.
Este es el orden dado objetivamente, y a él debe acomodarse el sujeto
cognoscente. El acto que llamamos "concepción", "visión" o "contemplación"
desplázase dentro de una amplia conexión anímica. A cada objeto del mundo
responde por parte del yo una manera de enfrentarse al mundo. A aquella
totalidad hace frente el hombre viviente contemplando, queriendo y obrando.
Este encontrarse recíproco tiene como acto el mismo rasgo fundamental de la
totalidad, no de otro modo que su objeto como tal. De ahí la diferencia
entre este acto y otras actitudes adaptadas a determinados fines y
direcciones inquisitivas, como por ejemplo la investigación científica o la
manipulación de objetos con fines técnicos, etcétera. En la concepción del
mundo, por el contrario, tenemos la relación viviente entre el yo y el tú.
En el comportamiento integral del oponerse al mundo, es la concepción del
mundo el elemento contemplativo.
III
He hablado hasta aquí de la concepción del mundo sin ulterior calificación,
y la he contrastado con el puro afán cognoscitivo, propio, por ejemplo, de
la ciencia en particular y de la metafísica. Más con esto quedaría imprecisa
nuestra descripción por más de un concepto. Ahora, pues, es preciso aclarar
la siguiente cuestión: ¿En qué relación está la concepción del mundo con la
ciencia en el estricto sentido del término?
El acto por el que percibimos lo dado en el mundo en la manera típica y
constitutiva de la concepción del mundo, no es ciencia, sino vida. Este acto
es la mirada del hombre por entero en su momento contemplativo. El hombre
todo está implicado en él, en una actitud típica, que es la actitud
contemplativa. Esta mirada no es ciencia, pero de ella puede originarse la
ciencia. La ciencia tiene principio tan pronto como el entendimiento elabora
un conjunto de datos de manera ordenada, en operaciones de comprobación,
comparación, análisis y síntesis que se traducen en conceptos, juicios y
secuencias judicativas. El dato es siempre, y según sea su contenido, un
percibir, registrar, contemplar, etcétera, es decir actos y contenidos del
hombre viviente; así, verbigracia, en la percepción de la naturaleza o en la
evocación de figuras históricas, y en todo esto no hay ciencia aún. La
ciencia surge sólo cuando el acto contemplativo o constitutivo cobra
conciencia de su contenido y lo comprende de manera ordenada.
En nuestro caso el dato es la mirada que contempla el mundo y lo que ella
ve. Mas la teoría de la concepción del mundo como ciencia es el tratamiento
metódico y ordenado de esta visión contempladora del mundo, de su estructura
especial, de los presupuestos y normas críticas de sus contenidos, y de su
relación con las demás ramas del conocimiento.
IV
Con todo, no hemos llegado todavía al fin. La concepción del mundo pertenece
a las esenciales actitudes cognoscitivas del hombre. No obstante, no puede
sin más llevarse a cabo. Para efectuar aquella mirada sobre la totalidad de
las cosas, precísase de cierta distancia. (Esto vale no sólo del mundo en su
conjunto, sino de cada cosa singular en su configuración afectada de mundo.)
Debe ser una distancia suficientemente amplia para que la totalidad pueda
aparecérsenos. Lo particular debe además hacérsenos patente, el tono propio
del objeto oírse en clara resonancia, y cobrarse conciencia del vínculo que
mantiene la figura y situación viviente y única. Por último, es menester
estar aparejado para la tarea que nos propone el mundo.
Exígese también una recia afirmación del mundo, un amor abierto a la
totalidad del ser. Pero al mismo tiempo, una libertad frente al mundo, que
haga posible valorarlo y contemplarlo en posición dominante. Para que pueda
ciarse la visión del mundo, menester es que el vidente abarque el mundo, lo
penetre, pero al mismo tiempo que se mantenga libre con respecto a él. La
concepción del mundo presupone la superación del mundo. Ahora bien, esto
sólo es posible desde una posición que esté sobre el mundo, sobre todo lo
que de algún modo es dado naturalmente. A ella no podríamos llegar
alejándonos del objeto espacial o temporalmente, con lo cual quedaríamos
siempre dentro del mundo. Mas tampoco con una lejanía lógica que nos
distancie del objeto en planos cada vez más abstractos y universales; con
ello estaríamos también siempre dentro del mundo. Una posición fuera del
mundo sólo puede darse allí donde se alza algo simplemente supramundano en
el interior del ámbito de lo que nos es dado. Esto, empero, tendría que ser
algo heterogéneo con respecto al mundo, y en ello radicaría su significación
sublimadora y libertadora. Y esta heterogeneidad no sería sólo por su masa,
magnitud, fuerza o plenitud vital, sino cualitativa y esencialmente. Sólo un
heterogéneo así constituido puede hacernos libres de lo otro tan homogéneo.
Y sólo, además, cuando lo primero entra de tal modo en el ámbito de mi ser,
que pueda yo instalarme en ello y hacérmelo origen de mi pensar, de mi
valorar y de mi obrar. Sólo entonces será posible una actitud que tenga su
punto espiritual de apoyo "fuera" del mundo, y pueda desde él dirigirse al
mundo. De este modo se habrá roto el conjuro de lo homogéneo; descansando en
lo otro heterogéneo, podré yo ver la "redondez" del mundo, tener un criterio
de apreciación y una distancia para la visión dominadora.
Pero al mismo tiempo, una absoluta heterogeneidad no podría ser la única
característica de aquello supramundano en relación con el mundo. De otra
manera, no podría yo, que pertenezco al mundo, alcanzar ninguna relación con
lo que le sería totalmente extraño. Lo totalmente extraño no podría hacerme
visible el mundo de lo dado naturalmente, pues sería frente a éste algo
solamente negativo. Lo supramundano debe ciertamente ser "otro" con respecto
al mundo; pero no solamente otro. Ha de tener también una relación positiva
con el mundo; una relación, más aún, plenamente positiva, de impleción y
consumación. En su consistencia entitativa debe comprender "supereminenter",
como dicen los escolásticos, en la más alta plenitud y pureza, los
contenidos positivos, de ser y valor, que están en el mundo. Este es el
punto de apoyo que hará libre a quien descanse en él, para un verdadero
encuentro con el mundo» para un verdadero diálogo entre "tú" y "yo". Lo hará
libre para una visión rotunda y dominadora, para una valoración
incorruptible.
Este es el punto en que interviene el hecho de la Revelación en el
conocimiento del mundo. Lo dicho antes no expresa sino la exigencia
teorética del hecho realmente dado de la revelación. [3] Hablo, bien
entendido, de la revelación histórica, sobrenatural; no de la
automanifestación natural de Dios que está en todas las criaturas, sino de
la palabra positiva que Dios profiere en la historia; palabra preparada en
sus profetas y cumplida en su Hijo hecho hombre. El portador de la palabra
de Dios, de manera plena y esencial, Jesucristo, está con respecto al mundo
en una libertad que radica en su propia intimidad. En cada una de sus
palabras, en cada uno de sus hechos y en toda su actitud, entrevemos a
Cristo como dotado de propia soberanía. En él habla al mundo el Dios libre
del mundo. En el encuentro con él devélase la verdadera esencia del mundo;
ante él revélanse el bien y el mal; en su presencia deducen los hombres las
consecuencias de sus pensamientos y "se abren los corazones". Cristo es
heterogéneo al mundo; viene "de arriba". Por esto somete el mundo a juicio y
lo obliga a su vez a revelarse. Es la gran instancia ante la cual muestra el
mundo su verdadero rostro; la norma no coartada por la que el mundo será
medido. Cristo es esencialmente juez y tribunal del mundo; pero al mismo
tiempo lo ama con un amor de absoluta penetración y fuerza creadora, y que
es por completo distinto de nuestro amor. Viene este amor de una fuente
insondable, de una perspectiva que está por encima de toda contingencia, y
puede así apreciar su objeto desde la altura en que le place estar; libre de
todo egoísmo y sentimiento interesado, aprehende este objeto en su núcleo
tan esencial, que nos deja la vivencia de que tal amor viene de lo hondo de
la conciencia del Creador y Señor. En Cristo sentimos la manera cómo él ve
el mundo en su totalidad y rectamente; cómo habla a la persona con
seguridad, con deferencia, y a la vez con independencia. Sentimos cómo
responde totalmente a demandas del momento histórico —que es al mismo tiempo
la "plenitud de los tiempos"—, con la conciencia de una misión dirigida a
este fin precisamente.; Cristo posee plenamente la mirada ínsita en la
concepción del mundo. La mirada que contempla el mundo es la mirada de
Cristo.
El creyente por su parte va hacia Cristo. Creer es ir hacia Cristo, y sobre
el punto de apoyo en que él mismo está; ver por sus ojos y medir con su
medida. El creyente está, justo en la fe y por ella, fuera del mundo. Está
en una actitud que es al propio tiempo de distancia y compromiso, de
negación y afirmación, como corresponde a la tensión de su mirada sobre el
mundo. El hombre creyente ve ante todo el mundo en general, y lo ve como en
realidad es, en su redondez y totalidad. Pero en realidad de verdad es esta
mirada independiente en amplia medida de la medida impuesta por la
experiencia natural y su elaboración cultural, de modo tal, que se le
aparece todo plenamente valioso. El verdadero creyente tiene la visión del
mundo por la fuerza de su fe, y por humilde que pueda ser en lo demás su
condición espiritual. En el creyente renuévase, bien que en medida muy
exigua, la posición de Cristo. Todo verdadero creyente es una instancia
viviente del mundo, que se devela también ante él. El creyente tiene también
aquella peculiar posición extramundana, aquel ser heterogéneo, sin el cual
no alcanzaría jamás la visión dominadora. Posee el amor libre, y al mismo
tiempo por completo fiel, que es el único que puede intuir en lo esencial.
Guarda una posición de seguridad frente a toda situación y destino concreto.
Todo esto, por supuesto, en la medida en que verdaderamente cree.
Con lo anterior hemos hecho dependiente la actuación de esta concepción del
mundo, su pureza y su fuerza, de la fuerza y pureza de la actitud religiosa;
lo que, por lo demás, sólo podría sorprender a quien tuviera una concepción
mecanicista del conocimiento. Todo conocimiento, en efecto, depende de que
nos coloquemos frente a su objeto en la actitud peculiar que hace posible
dicho conocimiento.
Este modo de ver las cosas nos lleva naturalrnente a una crítica profunda de
nuestra facultad para alcanzar esta concepción del mundo. Por ahora sólo
puedo rozar pasajeramente esta cuestión: ¿Es que tenemos verdaderamente fe?
Creer, tener fe, es no sólo contar con posibilidades sobrenaturales; no sólo
sentir, tras de lo que aprehendemos firmemente como el más allá, un
fundamento indeterminado; no sólo apoyarnos en aquel trasfondo en momentos
en que desfallece nuestra realidad temporal. Sólo cree verdaderamente quien
con todo el peso vital de su personalidad está en la perspectiva
sobrenatural en que está Cristo, y vuelve a ella una y otra vez cuando
quiera que de ella resbala. El creyente puede sin duda percibir las
incontables dificultades que se alzan contra su fe, y puede incluso tener
repetidamente la experiencia de que, naturalmente hablando, está él en la
incertidumbre. Pero en esta inseguridad tiene aquella otra típica seguridad,
con frecuencia sutil y evanescente, que viene de Dios y da fuerzas para ir
adelante sobre una arista a menudo tan estrecha. Aquí está ya por lo menos
el principio de la fe, cuando uno puede tal vez estar del todo perplejo,
pero lealmente busca y, espera con voluntad dispuesta y corazón abierto. El
mismo vacío interior puede ante Dios ser fe, soledad clamorosa. [4]
¿Tenemos tal fe? ¿Nos las habernos seriamente con ella? ¿Osaremos oponerla,
con su certeza entretejida de problemas, con su segundad amenazada, con sus
cánones visiblemente extraños al mundo, osaremos oponerla a las robustas
seguridades de la vida, de la ciencia, de la filosofía, como igualmente real
y válida, más aun, como dotado de realidad absoluta y validez final?
Pongamos que nos resolvemos a ello, y que vemos el mundo desde una fe
genuina. ¿Qué llegaremos a ver? ¿No se nos dará entonces una ordenación
armónica de todas las cosas, una inserción de todas ellas en una conexión
querida por Dios, e investidas por ello de una nueva finalidad? ¿No sucederá
para nosotros una mudanza en todas las relaciones, una relativización de lo
que nos aparecía como grande, una trasmutación de los valores? Y desde el
punto de vista de la experiencia y la razón natural ¿no aparecerá esta
imagen del mundo altamente problemática, toda vez que en ella hay mucho que
nos es dado como seguro y valioso, y que no lo es en el orden natural; y
como cuestionables, a la inversa, cosas que nos aparecen como ciertas y
apetecibles? Si vemos las cosas desde el ángulo de la revelación divina
—tratemos por una vez de pensar cómo ha visto Jesús el mundo, cómo lo vio
Pablo, cómo lo vio Juan— ¿que pasa entonces con el mundo?
¿Y qué será si vemos el mundo desde la cruz? ¿Podremos sostener esta mirada
y J mantener, como la única justa, la imagen que de ahí resulta? ¿Podremos
confesarla aun cuando se interponga la visión del hombre natural con sus
obvias e imperiosas representaciones? ¿O bien la negaremos como escándalo y
locura? O por último, y sin darnos cuenta, ¿la deformaremos en
representaciones estéticas, prácticas, razonables? De esta gran decisión
depende el que pueda uno alcanzar o no esta concepción del mundo, mantenerla
o abandonarla. Aquí está el problema práctico-religioso de toda la cuestión;
problema con el que debe contar la teoría de la concepción del mundo al'
tratar de explicar su formación.
V
He tomado hasta ahora la palabra "fe" sin ulterior calificación como
sinónima de fe cristiana, y "concepción del mundo" sin más por concepción
cristiana del mundo. Mas ahora debo responder a la pregunta de si no habrá
también, por ejemplo, una concepción del mundo helénico-politeísta, o
budista o mahometana. En un sentido provisional, es éste un caso evidente,
pues sin duda alguna descúbrese en estas actitudes religiosas una imagen del
mundo; pero en un sentido definitivo acaso no sea así. En conexión con esto,
podríamos discutir el problema de en qué relación está la fe cristiana con
respecto a las religiones naturales. ¿Hasta dónde van una y otras por el
mismo camino, o éstas son para aquélla una preparación, trasmitiéndole
positivamente ciertos contenidos; o hasta dónde, en cambio, se contradicen,
a tal punto que la primera deba rechazar aquellas otras concepciones del
mundo como deformaciones del mundo? En todo esto no puedo entrar aquí, por
ser asunto de la ciencia de la religión comparada y de la infraestructura
natural de la fe cristiana (teología fundamental). Aquí tan sólo puedo
declarar que para mí la fe cristiana es la verdadera y umversalmente válida,
y que aquella equiparación, por tanto, la he llevado a cabo con plena
conciencia.
Por la misma razón, a nadie sorprenderá el que, sin el menor espíritu
polémico, y simplemente por convicción y deber, establezca yo una relación
de absoluta igualdad entre la fe cristiana y la concepción del mundo oriunda
de ella, en toda su plenitud y consecuencias, y la fe y concepción católica
por otra parte. No por esto, empero, se me oculta de ningún modo cuánta
verdad y fuerza hay en las confesiones no católicas; y tampoco desconozco
cuan limitada y deficiente es a menudo la representación del catolicismo, y
a cuánta distancia queda de su ser esencial. Mas cuando hablo de su ser
esencial, nótese bien, no me refiero a su idea, sino a su esencia real y
viviente en la historia.
Así pues, la concepción católica del mundo es la visión de las cosas que
resulta de la fe cristiano-católica.
Queda todavía una última cuestión. Las investigaciones más recientes nos han
habituado a la idea de que en todas las manifestaciones de la vida:
economía, arte, vida política, moral y religiosa, y asimismo en la
concepción del mundo, se dan diferencias de puntos de vista, comportamiento
y objetivaciones, que finalmente pueden reducirse a un determinado número de
tipos fundamentales. Estos son, en primer lugar, los que dependen de
factores climatológicos, geográficos, económicos, etcétera; y no son, por lo
mismo, tipos definitivos. Como tales se nos revelan solamente los que, con
preferencia a todo lo demás, determinan la manera como las cosas son y como
aparecen, es decir formas fundamentales del ser y del conocer, y en
conexión, por tanto, con datos primarios de orden psicológico, lógico y aun
metafísico.
Más si esto es así ¿qué valor tiene la constitución de estos tipos dentro de
la visión católica del mundo? ¿Hay en general una concepción católica
universal del mundo, y en este caso será ella única y hermética?
Si abrimos los ojos a la realidad, veremos luego cómo cierta tipicidad tiene
aquí lugar verdaderamente. La visión del mundo de Tertuliano, por ejemplo,
es distinta de la. de J. M. Sailer, para no hablar sino de dos moralistas
tan distantes entre sí. La imagen del mundo de San Agustín es profundamente
diversa de la de San Ignacio de Loyola. Tomás de Aquino ve el mundo de otro
modo que el Cardenal Newman. Todos son; incuestionablemente católicos, pero
incuestionablemente también difieren en la manera como encaran el mundo.
Sentimos inmediatamente cuan flaco servicio haríamos >. a estas
personalidades y a su obra si quisiéramos poner a todas en una línea. No
sólo faltaríamos a la verdad, sino que habríamos destruido lo insustituible
y empobrecido el rico mundo católico.
¿En qué consiste pues lo típico de estas visiones? En algo de lo siguiente:
en que unos objetos son penetrados con especial profundidad mientras otros
son aprehendidos superficialmente; en el modo de engarzar los datos
singulares y acentuar éstos antes que los otros; en si el carácter
fundamental de la visión es de orden racional, estético o práctico, y así
sucesivamente. Cada personalidad se forja, por decirlo así, su mundo
espiritual circundante, y efectúa una. discriminación merced a la cual, y de
acuerdo con su peculiar constitución, acaba por encontrarse como en su
propio hogar dentro del mundo en general.
Esta radicación se asienta en lo típico. Cada expresión vital es fuerte y
castiza en la medida en que pueda encarnar clara y vigorosamente, y de
acuerdo con su propio ser, una estructura esencial. No de otro modo ocurre
con la concepción del mundo. Esta debe también arraigar en lo típico; y
mientras más vigorosamente y con más claros perfiles exprese una estructura
esencial, mayor será su fuerza intuitiva y formativa. Por lo demás, aquellos
tipos son apenas conceptualmente puros, pues en la realidad se compenetran
entre sí. El fenómeno de lo concreto, como puede fácilmente mostrarse, sólo
es posible aprehenderlo en general como una determinada articulación de
contrariedades típicas. Todo lo que es viviente lleva en sí todas las
distintas posibilidades vitales típicas, así no sea sino como tonalidades
secundarias en el conjunto. Todo lo viviente es totalidad posible. El tono
dominante sobresale siempre, con todo, en un determinado tipo, y es lo que
define, en su modo y en su alcance, la fuerza de visión. El individuo puede
sin duda realizar en sí las diferentes posibilidades típicas de intuición y
acción, pero no más allá de determinados límites. Si tiene mayores atisbos
en la universalidad, no será sin mengua de la claridad y fuerza de tensión
interior; la estructura esencial, la energía íntima del ser, empiezan para
él a diluirse. El dicho de San Pablo, cuando nos exhorta a no querer saber
más de lo que conviene saber, a no querer saber sino en medida justa,
enuncia una norma de humildad y al propio tiempo de autofundamentación.
Hay, no obstante, una determinada actitud teorética y práctica constituida
por una interpenetración de los diferentes tipos, y orientada precisamente a
la totalidad. Si esta actitud es genuina, si no se limita a ser una
curiosidad dispersa y sin originalidad, encarna a su vez un tipo claramente
definido, con estructuras propias de pensamiento y acción, y con
significación específica en la economía total de la vida, es a saber el tipo
sintético. No quiere esto decir que presuponga los otros tipos, toda vez que
su perspectiva más amplia y su nativa universalidad tienen como rescate una
merma de la aprehensión segura y fuerza de penetración que se dan sólo en
los tipos orientados a lo concreto.
Ahora bien, si la concepción del mundo hubiera de implicar aquel, hermetismo
de la actitud espiritual, aquella peculiar rigidez de visión, aquella
determinada coloración anímica que resultan del predominio de un tipo
especial —como se habla, por ejemplo, de una visión del mundo estética o
trágica—, es claro entonces que no podría darse ninguna visión propiamente
católica del mundo. Lo católico no es ningún tipo al lado de otros. Una
cuidadosa investigación podría comprobarlo así incluso con respecto al
catolicismo de hoy, por mucho que, a partir del siglo XVI, pueda haberse
empobrecido en sus manifestaciones y en su actitud anímica, y por más que,
de otra parte, pueda haber asumido ciertas características típicas que
podríamos llamar secundarias, y que han sido condicionadas considerablemente
por su oposición a otros grupos religiosos. Es indudable que el catolicismo
se realiza siempre en determinados tipos, los cuales son dados cabalmente en
función de la peculiaridad psicológica, étnica, de la persona individual,
del pueblo y del tiempo. Pero el catolicismo, en lo que tiene de esencial,
no es ningún tipo; y esto hay que recalcarlo insistentemente contra todos
los intentos más recientes de tipificación, y por ello mismo de
relativización. [5] Ser católico significa tomar con absoluta gravedad la
revelación sobrenatural en todo su contenido y en todos los dominios y
complejidades de la vida práctica. [6] El catolicismo comprende en sí todas
las posibilidades típicas, como la vida misma; todas ellas pueden tener
cabida dentro de su ámbito. Una genuina contraprueba de esta aseveración
sería el hacer ver cómo las objeciones de sus adversarios pueden ordenarse
concéntricamente de tal modo que cada una sea vista como la negación de las
demás. La universalidad propia del catolicismo no le viene de ningún
sincretismo histórico —¡cómo podría nada que sea viviente reconocer
semejante origen!— ni de ninguna técnica de organización, sino que surge de
una totalidad esencial y originaria. Si en medio de la oposición actual
entre los diferentes grupos hay alguna misión para el católico, ésta
consistirá en recobrar su propia y esencial actitud, la que se nutre en la
universalidad de su esencia específica y no tiene otro adversario fuera de
la negación.
El catolicismo comprende fundamentalmente todas las posibilidades típicas.
Propia de él es apenas la actitud católica, la cual, en nuestro caso,
consiste en permitir confiadamente el desarrollo de cada una de aquellas
posibilidades; en que cada tipo de visión del mundo se realice, de acuerdo
con su esencia constitutiva, dentro del ámbito espiritual católico y en
relación con el todo. Esto podrá llevarse a cabo tanto más cumplidamente
cuanto más entera sea la vida católica; y por el contrarío, el predominio
excesivo de determinados tipos será siempre una señal de perturbación
interior, Trátase, por lo demás, no de una nivelación que diera como
resultado un promedio sin carácter, sino de una articulación orgánica; de
entregarse, juntamente con los otros tipos y con conciencia de los propios
límites, a la verdad sin límites. Consciente cada uno de su propia
singularidad, sentir con todo una misión hacia la obra total. Dicho en
términos más formales, la actitud católica consiste en el hecho de que la
actitud peculiar, determinada en cada caso por tipicidades de orden
psicológico, etnológico, cultural, sea asumida en una última actitud total.
De este modo cada personalidad, así como sus expresiones vitales, alcanzan
finalmente, y de manera orgánica, su dilatación, equilibrio e influjo
recíproco.
Y con todo, hay una unidad viviente de todas las singularidades típicas,
pero que no está ya en el individuo, sino en la comunidad. No en aquella,
por cierto, que resulta de la voluntad de los individuos y es fruto de
especiales afinidades electivas y fines comunes, sino en la comunidad
objetiva que no puede derivarse del querer individual, es decir en la
Iglesia. Es ésta la unidad común originaria, la que no proviene de un
agrupamiento sincretístico de las particularidades, sino que frente a toda
particularidad se levanta tan originaria y creadoramente como la totalidad
de la vida personal con respecto a los actos, órganos y gestos singulares
por los cuales se expresa. La concepción católica del mundo con su sentido
cabal, es decir la visión del todo que resulta de una vida a su vez total y
originaria, y que se destaca soberanamente de todas las singularidades
típicas, esta visión es ante todo propia de la Iglesia. La Iglesia es la
depositaría histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo. [7]
La actitud católica del individuo, que hemos descrito más arriba, depende de
la vida que reciba él de la Iglesia. Con la inclinación a menudo
incontrastable hacia la unilateralidad, y que resulta de la predisposición
típica, concurre la actitud católica ubicando al individuo en la comunidad
de la Iglesia, en forma de que en esta totalidad encuentre aquel la fuente
de su pensamiento, de su vida y de su acción. En otro trabajo espero mostrar
cómo opera esta subordinación espiritual, y en especial lo que significan el
dogma, la liturgia y la constitución de la Iglesia en la sociología del
conocimiento, acción y ser del católico. El individuo vive de la Iglesia,
mas no por ello pierde su originalidad, sino que incluso la Iglesia vive de
ésta, y lo mismo dígase de cada pueblo y de cada época. La mano vive del
cuerpo, pero como mano. En esta mutua implicación realízase la última unidad
del comportamiento vital: el individuo llega a ser él mismo precisamente en
tanto que miembro del todo, y en éste encuentra su comunidad con los demás
órganos. La plenitud vital de las restantes zonas típicas y épocas
históricas penetra en su interior, sin que por ello sea empañada la pureza
de la representación vital que es a todas común (comunidad de los santos).
Lo católico es por tanto no un determinado tipo óntico o vital, como tampoco
una síntesis imposible de tipos, sino una determinada actitud que cualquier
tipo puede asumir. Es una determinada subordinación e inserción en el todo
de la estructura específica, del hecho o situación histórica, y estribando
todo ello en la comunidad de la Iglesia. Y para no dar ocasión a un nuevo
relativismo, me permitiré añadir que no son a su vez posibilidades típicas
indiferentes las de que el tipo individual afirme esta subordinación, o que
por el contrario la rechace y se constituya en todo sobre sí mismo. Menos
aún es admisible que este repudio como actitud "autónoma" pueda considerarse
superior a la actitud católica como actitud "heterónoma". La supuesta
autonomía sería más bien la autoamputación de la vida fuera del orden
establecido por Dios, y tal como si la mano quisiera sustraerse a estar en
el cuerpo. El respeto y estimación por las convicciones ajenas no debe
impedir decir la verdad. De cualquier problemática que puede suscitar el
criterio católico, es el católico profundamente consciente.
He aquí pues la última respuesta a la pregunta de qué sea una concepción
católica del mundo. Es la visión que del mundo tiene la Iglesia en la fe,
desde lo profundo del Cristo viviente y en la plenitud de una totalidad que
se cierne sobre todos los tipos. Y para cada individuo es la visión del
mundo que le viene de su fe, y que si bien se conforma a su peculiar
estructura, alcanza a una totalidad en cuanto que este hombre típicamente
determinado está inserto en la Iglesia, cobra de ella su visión y toma de
este modo parte en su mirada.
En cuanto a la teoría de la concepción católica del mundo, consiste en la
elaboración científica de esta mirada y de lo que ella ve. [8]
____________________
À Traducción de Antonio Gómez Robledo.
Notas
[1] Lo que sigue es, en sustancia, la lección inaugural dada por el autor
como profesor huésped de la Universidad de Berlín, en la cátedra de
Filosofía de la religión y concepción católica del mundo, durante el curso
de verano de 1923.
[2] La mística y los místicos, por ejemplo, han tratado de elaborar
científicamente la experiencia que han tenido de Dios. Véanse, entre otros,
los trabajos del P. Álvarez de Paz o del P. Augusto Poulain.
[3] Con esto no decimos naturalmente que la revelación pueda hacerse derivar
de las exigencias de la naturaleza, sino únicamente que lo natural —en este
caso la visión del mundo— no alcanza su perfección a menos que intervenga lo
sobrenatural. Más el que lo sobrenatural se revele, es cosa de pura gracia.
"La naturaleza es llevada a su perfección por la gracia", dice la
escolástica: Gratia perficit naturam. Sin la gracia no alcanza la naturaleza
la perfección de que es capaz; pero que Dios quiera dar la gracia, es asunto
de él.
[4] Tampoco debe olvidarse que la certeza de la fe tiene en los distintos
hombres, si podemos decirlo así, distintas tonalidades; en cada uno
precisamente la tonalidad de su vida interior. Sobre la psicología
individual de la fe, así como sobre el sentido de las crisis de la fe, mucho
habría que decir. Todo esto suele tratarse y describirse tan
esquemáticamente, que a menudo es difícil reconocer en esos análisis al
individuo viviente.
[5] Se ha intentado definir el "hombre católico" al lado del hombre
protestante, budista, antiguo, capitalista, etcétera. Esta yuxtaposición, y
cualesquiera otras operaciones similares, son del todo falsas. El "hombre
católico" no es ningún tipo.
[6] Esto no quiere decir naturalmente ni que todos los contenidos estén
dados expresa y conscientemente en ordenada serie, ni que uno sea perfecto
cristiano por su disposición y situación personal.
[7] Esta universalidad tiene un doble aspecto: uno extensivo, otro
intensivo. En virtud del primero la Iglesia dilata su visión para abarcar
todos los tiempos y la sucesión de formas y matices humanos. Por él se
extiende la Iglesia siempre más e incorpora continuamente nuevos valores; es
la parábola evangélica del grano de mostaza. En virtud del segundo puede la
Iglesia asumir sin reservas la actitud, obra o peculiar decisión que Dios
demanda de ella a través de los tiempos; pero lo hace siempre con la
suficiente elasticidad como para poder conservar su ser total y salir al
encuentro de nuevas y sucesivas empresas.
[8] La teoría de la concepción católica del mundo puede adoptar diversos
métodos. Uno, el deductivo, consiste en partir de las verdades de la fe para
preguntarse lo que desde ellas se puede avizorar del "mundo". Otro, el
inductivo, será el tomar cualquier territorio de la realidad y plantearse la
cuestión de dónde podrá estar, dentro de la fe, el punto que brinde acceso a
él, y cómo desde allí pueda alcanzarse una perspectiva sobre esos problemas.
Por último, puede la observación aplicarse a aquellos datos en que de manera
típica está complicado lo universal con lo particular, es a saber en las
personalidades históricas. Igualmente son posibles técnicas muy variadas.
Puede, por ejemplo, estudiarse en todas sus conexiones la imagen católica
del mundo o una de sus parcelas, con lo que resultará una más o menos
comprensiva representación de conjunto. Si sale bien, habrá sido un gran
éxito. Pero aun prescindiendo de que puedan aunarse las energías que tal
empresa supone: clara visión, agudo análisis, imaginación y juntamente
destreza conceptual en la síntesis, aun dado todo esto habrá siempre el
peligro de que todo este esfuerzo no vaya más allá de lo general y le escape
la plenitud de las peculiaridades concretas. Mas es en éstas donde está a
menudo lo más precioso de la visión viviente. Así pues, se nos ofrece aún
otro camino, que será enfocar cualquier situación concreta, histórica o
psicológica, y procurar paso a paso lograr de ella una visión original a la
luz de la fe. La concepción del mundo será en este caso, hablando en
términos metodológicos, un resultado adjetivo.
Fuente: Romano Guardini, La esencia de la concepción católica del mundo,
Prólogo y traducción de Antonio Gómez Robledo, México, 1957, Facultad de
Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México.
Romano Guardini
"Todos tenemos una forma de pensar, de vivir y de creer. ¿Hasta dónde llegan
los límites? Quien quiera ver toda la perentoriedad del problema de la
tolerancia deberá primero tomarse en serio el concepto de verdad. Debe tener
claro que existe una verdad. Digamos más exactamente que las cosas -tomada
esta palabra en su más amplia acepción: las cosas naturales y los
acontecimientos, el ser humano y su vida, el Estado y la historia-, que las
cosas tienen una identidad de esencia, que es como es y no de otro modo. Que
esta identidad de esencia puede ser conocida, es decir, convertida en
verdad. Y que, sin embargo, el ser humano no puede proceder caprichosamente
en dicho conocer, sino que está en relación de obediencia respecto a la
identidad de esencia." (Romano Guardini)
Superar la subjetividad
Conocer es, por tanto, obedecer. Si yo digo que esto es de tal y cual modo"
no lo digo por capricho, tampoco porque congenie con mi estructura anímica,
o porque subvenga a mis necesidades, sino porque eso es así. La voluntad de
conocer es una voluntad de superar la subjetividad. ( ... )
Despréndese de lo dicho que, si una declaración es verdadera, su
contradictoria no puede serlo. Y que entonces rechazar su contradictoria no
es sólo mi derecho, sino también mi deber.
Por otra parte, el conocimiento de la verdad presupone la libertad. Esta
libertad no es un capricho, sino un hecho, que surge de que la razón es
llamada por el contenido de verdad y movida por el deber, pero de ninguna
manera violentada por dicho contenido de verdad: la libertad ha de abrirse a
él por intrínseca disponibilidad. ( ... )
Las condiciones del diálogo
Es aquí donde surge el problema de la tolerancia. Respecto del conocimiento
del otro, yo estoy obligado a tener respeto. Dicto más genéricamente: puesto
que alguien, llevado de su libertad espiritual, ha encontrado la verdad o
cree haberla encontrado, debo comportarme respetuosamente. Aun cuando
considere falsa su convicción, no podría afrontarla ni con violencia
exterior, ni con coacción psicológica, sino únicamente salir al encuentro de
ella en el terreno mismo en el que surge la convicción: en el de la
confrontación con el ser, que es donde se prueba si algo es de tal manera o
de tal otra. ( ... )
Este deber de respeto frente al comportamiento veritativo del otro se
extiende más, incluso. El deber de respetar la convicción ganada por el otro
no significa sólo que si somos de distinta opinión yo deba evitar la
violencia psicofísica, sino que debo con mi comportamiento dar al otro ser
humano espacio para que él pueda llegar a la verdad en la forma correcta.
Cuando él esté junto a mí y hable conmigo deberá percibir claramente que yo
soy de tal o cual opinión, pero sin que nunca se vea molestado en su propia
configuración de la verdad, sino llevado a continuar buscando desde ella. (
... )
Esta actitud alcanza su más plena expresión en el diálogo auténtico, que
consiste en la confrontación de dos personas, las cuales se hallan en la
disposición adecuada para la verdad, pues o bien han encontrado ya su
veredicto, o se esfuerzan por encontrarlo. De este modo se produce entre
ellos una concordia en la afirmación de la verdad, en el reconocimiento de
la propia limitación y de la posibilidad de errar, y en el deseo de alcanzar
con el otro un conocimiento más pleno del que cada uno de ellos podría
obtener por separado. ( ... )
No traicionar la verdad
Esta concordia, esta conciencia de la propia limitación, así como también
este respeto de la libertad del otro, no debería sin embargo llevar a decir:
"Desde luego, he sabido que esto y esto es verdadero, y tu declaración
contradice esta sabiduría; a pesar de ello, te concedo que también lo que tú
dices es verdadero". Tal sería una traición a la verdad, pero además también
una desconsideración de la persona, tanto de la propia como de la ajena,
toda vez que cuando actúo de ese modo desvalorizo toda la relación. Pues,
por mucho que el otro pudiera desear estar de acuerdo conmigo, cuando él
tiene lo que se llama conciencia moral de la verdad y carácter de la verdad,
entonces no quiere ninguna concesión, sino que reconozca y acepte mi opinión
como errónea. Así pues, tan pronto como él advierte que yo "hablo conmigo
mismo", o que "también al otro le doy la razón", aunque pueda de alguna
manera resultarle agradable, pierde sin embargo básicamente interés ante mí.
En el ámbito de la ciencia exacta todo es como es, está ahí y no se discute.
( ... ) Básicamente parecido, pero prácticamente más difícil, es cuando se
trata de ciencias del espíritu, pues aquí el estado de cosas es mucho más
complicado, los factores subjetivos más numerosos, y las posibilidades de
equivocarse mayores. ( ... ) También aquí se ve por doquier la tendencia a
valorar, por ejemplo, un conocimiento histórico no como una auténtica
verdad, sino como una representación del pasado subjetivamente determinada,
como una simple "intuición" que busca encontrar en el pasado una
justificación para la propia existencia actual y su actividad creadora de
futuro.
Sospecha contra las convicciones
Esta inclinación se fortalece aún más, y de forma definitiva, allí donde se
trata de cuestiones de interpretación del mundo y de orden vital, por tanto
de convicción metafísico-religiosa. Aquí el mundo contemporáneo deja caer
más o menos el concepto de verdad en sentido objetivo y considera la toma de
posición en estas cuestiones como una mera opinión subjetiva.
En su forma de escepticismo radical se dice que en tales cuestiones no
existe en general ningún conocimiento adecuado, sino solamente un mero
caminar ( ... ). No hay que olvidar el modo de pensar inmanentista del
pensamiento moderno, que considera carentes de importancia a las cuestiones
metafísicas y religiosas en general, y sólo les concede atención en la
medida en que son necesarias para crear un cierto trasfondo para la propia
existencia.
( ... ) Según eso, nunca se puede decir "esto es así", sino únicamente "es
así en relación con esto otro, en este tiempo a diferencia de otros, en este
grupo social o en esta estructura económica, desde estos supuestos
psicológicos, en esta situación, etc.". El liberal tiene la sensación de que
únicamente de este modo podría vivirse la vida con perspectiva de progreso.
Tan pronto como aparece una posición absoluta le parece que trae consigo
conflictos y que amenaza con la violencia. ( ... )
De este modo se ha perdido lo que constituye el núcleo de la existencia: la
dignidad del sentido de la verdad, la decisión característica de la
convicción. ( ... )
Desavenencias sin sentido
La mayor parte de las desavenencias carecen de sentido, pues en ellas
únicamente chocan opiniones fijas contra opiniones fijas, cuyos portadores
no intentan en absoluto entender al otro. Esto resulta hoy especialmente
grave, pues las palabras parecen haber perdido en gran medida su significado
exacto, por lo cual primero debe aclararse fatigosamente la terminología, y
a ello contribuyen todas las esclerotizaciones acuñadas en consignas y
programas. Por eso hay que restablecer los necesarios eslabones intermedios
a través de los cuales pueda hacerse visible en general la propia opinión al
otro. Por añadidura, esto no suele hacerse en absoluto nunca (carencia de
tiempo, cansancio ... ).
Pero aceptemos que un auténtico diálogo comience a producirse; puede ser que
en última instancia queden frente a frente convicción contra convicción.
Entonces el uno deberá decir al otro: "Valoro tu seriedad para con la
verdad, pero tengo que comunicarte que lo que tú dices es falso".
Quizás éste busque luego, pese a todo, alcanzar un compromiso: "Lo que tú
dices es también verdadero". Si así cede, entonces tenemos la tolerancia en
el sentido actual. Pero, si es serio con la verdad, entonces perderá en
última instancia el respeto ante semejante tolerancia, y con razón.
Cuando el acuerdo es imposible
La verdadera tolerancia es, por tanto, algo muy complejo. Comporta en primer
lugar la importante idea de que la relación con la verdad descansa en la
libertad. De que, por lo tanto, la toma de postura del otro no puede ser
influida por la fuerza ni por la sugestión. De que, incluso cuando esto
ocurre, todo queda echado a perder, porque la verdad únicamente puede
realizarse desde la libertad.
Si un ser humano con una convicción personal verdadera se encuentra con otro
que tiene otra ( ... ) de contenido contradictorio, puede darse el caso más
favorable de que uno convenza al otro de que se ha equivocado. Pero, si esto
no ocurre, entonces surge una situación que básicamente ya no tiene
solución. ( ... )
Cualquier intento de liberar al otro de un error debe pasar por ese punto de
su interioridad en que su persona se enfrenta en libertad a la cuestión.
Esto a menudo resulta muy arduo y se ve dificultado por los imponderables
fácticos. Por eso fácilmente se produce un cortocircuito, y ya no se busca
el camino por los medios personales, sino a través de la inteligencia
abstracta, la sugestión psicológica, la ironía, la chanza y el ridículo,
etc. De este modo termina ocurriendo lo malsano, pues ya no se busca la
verdad, sino el tener razón a cualquier precio. ( ... )
En el nombre de la verdad se ha perpetrado mucha violencia en la historia.
La intención de traer a la verdad al equivocado, únicamente puede llevarse a
término desde el respeto y la piedad, pero demasiado frecuentemente se ha
pervertido en la voluntad de tener razón. Sin embargo, para gozar de una
perspectiva clara, basta con remitirse a la persona que en estas cuestiones
es también la norma por excelencia, la persona de Cristo. Entonces se ve con
cuánta calma y plenitud ha renunciado él a querer imponer la razón, a querer
vencer, a reducir al otro al silencio. Y cuán fructuoso camino recorrió
cuando, como dice San Juan, vino "a guiar el mundo".
Secuelas del escepticismo
El escepticismo contemporáneo, la pérdida de la verdadera relación con la
verdad religiosa, fue ampliamente la sencilla respuesta a la falsa
representación de la verdad por aquellos que estaban convencidos de estar
seguros de ella.
Este escepticismo ha producido sin embargo por su lado consecuencias
ominosas, pues los seres humanos no pueden a la larga permanecer en el vacío
interior y en la inconsistencia que trae consigo la pérdida de auténtica
verdad, y de este modo se ha producido un vacío en el que ha entrado la
violencia. Allí donde antaño reinara la excelencia de la verdad se ha hecho
presente en la práctica el Estado. Allí donde imperaba la fuerza de sentido
de la evidencia se ha comenzado a ejercer la violencia. La obediencia
espiritual a la exigencia de verdad ha sido reemplazada por la física
sumisión a las autoridades y a la policía; la convicción debida a la
palabra, por la arenga militar.
La nueva intolerancia
En ( ... ) Occidente, especialmente Norteamérica, tan supuestamente
consolidada en la libertad plena que permite tomar posiciones, habría que
preguntar en qué medida todo eso no es una violencia difusa, una técnica por
doquier operante de configuración de opinión en que aparentemente cada cual
dice lo que piensa, mientras que en realidad se cuida mucho que cada uno
sólo piense aquello que "se" tiene que pensar, de forma que también aquí
sería mucho más rara de lo que parece una convicción adecuada.
En todos los casos se descubre aquí un fenómeno monstruoso ( ... ). Como
herencia de la más decidida exigencia de formación de juicio autónomo,
representada por un ethos de la tolerancia continuamente defendido, surge
una intolerancia que deja pequeño todo lo que la tan supuestamente esclava
Edad Media hubiera podido llevar a cabo alguna vez en punto a constricción.
Esta intolerancia no es, sin embargo, algo así como -según acostumbra a
decirse- una recaída en la atávica esclavitud, una vuelta a la oscurantista
medievalidad, sino una consecuencia exacta del supuesto progreso
contemporáneo hacia la libertad, que cree por su parte haber alcanzado su
máximo triunfo con la superación de toda autoridad procedente de la
Revelación y de la voz divina.
Romano Guardini. Ética. Lecciones en la Universidad de Múnich. BAC. Madrid
(1999). XLVI+937 págs. 6.800 ptas.
T.o.: Ethík. Vorlesungen an der Universitdt Miinchen. Matthias
Grünewald-Ferdinand Schóning.
Mainz-Paderbom (1993). Traducción: Daniel Romero y Carlos Díaz.
Fuente: Portal católico web Encuentra.com
Romano Guardini
Al iniciar estas reflexiones quisiera plantear una cuestión, que
probablemente a ustedes les sorprenda, y que a mí siempre me preocupa, a
saber, si existe una «imagen» global del hombre que no sea sólo el reflejo
de una época histórica, o de un grupo social, o de una determinada
profesión, sino del hombre mismo en cuanto tal.
Y parece que una tal imagen no se da, pues la definición decisiva del
hombre—sobre la que volveremos después—es que es "imagen de Dios". Sin
embargo, de Dios no hay ninguna imagen. Lo que acontece entre los hombres,
sucede entre los polos de la cercanía y de la lejanía: encontrar y perder,
plenitud y carencia, amor y fidelidad. Por eso la revelación ha convertido
estos dos polos de la vida en una imagen que expresa lo que acontece entre
Dios y el hombre.
El hombre a la luz de la Revelación
Me he comprometido a decir algo sobre la imagen del hombre que nos transmite
la revelación.
Al iniciar estas reflexiones quisiera plantear una cuestión, que
probablemente a ustedes les sorprenda, y que a mí siempre me preocupa, a
saber, si existe una «imagen» global del hombre que no sea sólo el reflejo
de una época histórica, o de un grupo social, o de una determinada
profesión, sino del hombre mismo en cuanto tal.
Y parece que una tal imagen no se da, pues la definición decisiva del
hombre—sobre la que volveremos después—es que es "imagen de Dios". Sin
embargo, de Dios no hay ninguna imagen.
Se habla una y otra vez de imagen de Dios, y ciertamente con justicia; pero
solamente es válido si con ello se alude a unas especiales circunstancias
bajo las cuales Él es comprendido o pensado. Es lo que sucede cuando
hablamos de la idea de Dios de la primitiva comunidad cristiana frente a la
del alto Medioevo o de la de éste en comparación con la del siglo XVIII.
Pero de Dios no hay ninguna imagen, pues trasciende toda posibilidad de que
haya alguna. Y no estaría mal recordar también aquí el primer mandamiento,
que prohíbe hacerse de Él una «imagen tallada». Pues no solamente una imagen
artística, sino también una imagen conceptual puede disminuir su soberana
grandeza, o ponerla al servicio de una intención intelectual, artística o
política.
Cuando oímos ahora que el hombre es «imagen de Dios», es muy posible que con
ello se pretenda dar también una idea de la enorme trascendencia de Dios
frente a las imágenes y conceptos. Dentro de los límites que le impone su
finitud, también el hombre es universal. Así pues, el concepto de la imagen
del hombre sólo es válido hasta ciertos límites no demasiado amplios.
A pesar de todo, le otorgamos validez y lo utilizamos como medio para
responder a la cuestión de cómo ve al hombre la revelación.
Para abordar de forma inmediata toda la gravedad de la cuestión,
examinaremos algunas imágenes características que del hombre ha acuñado la
Edad Moderna.
Entre ellas, la imagen del hombre del materialismo, que surge durante la
Revolución Francesa, que se desarrolla a lo largo del siglo XIX, y que hoy
caracteriza al pensamiento totalitario. Según él, lo único que existe es la
materia, o sea, la energía, que existe desde siempre. En razón de sus leyes
esenciales se puso en movimiento, dando origen, a partir de la materia
orgánica, a la vida orgánica; a partir de la vida orgánica, a la vida
psíquica; y a partir de ésta, a la vida espiritual. Si fuera posible ir
hasta el final, se llegaría a derivar todo de las propiedades de la materia
igual que el químico establece una relación entre sus elementos y las
condiciones de la experimentación. Para el materialismo el hombre no es sino
una materia extremadamente complicada.
Frente a este modo de ver las cosas está la concepción idealista, tal como
se ha desarrollado a partir de los grandes sistemas de los siglos XVIII y
XIX. Para esta concepción, lo primero y auténtico es el espíritu, el
espíritu absoluto, el espíritu del mundo, que al principio está quieto y
silencioso, pero que quiere ser dueño de sí mismo, y por ello engendra la
materia. En contraposición con ella forma el mundo, para finalmente llegar
por el hombre a la conciencia de sí mismo. El espíritu eterno que lo
impregna, constituye el ser del hombre y en él halla su sentido.
Del conocimiento de las relaciones sociales surgió la imagen sociológica,
llevada por el comunismo hasta sus últimas consecuencias. Pues dice: el
individuo no es nada por sí solo; únicamente es algo a partir del todo. Una
idea, un descubrimiento, una obra, que si siempre puede darse en las
relaciones y en la producción, consigue por primera vez su sentido cuando se
entiende a partir de la estructura social. Lo real es la sociedad; y tanto
el hombre individual como su obra proceden de ella. Por consiguiente, el
hombre es producto y órgano de la vida social y nada más.
Esta concepción se opone a la del individualismo. Según ésta, hombre
realmente es sólo el individuo; en la multitud desaparece lo peculiar. Sólo
en cuanto individuo tiene el hombre conciencia y fuerza creadora; solamente
así posee responsabilidad y dignidad. En cuanto son muchos, surge la masa,
que sólo puede ser objeto, material para la planificación y acción del
individuo.
El determinismo afirma que todo sucede según una necesidad inalterable. En
cada sitio suceden las cosas como tienen que suceder. En cada acontecimiento
individual se refleja el curso global del mundo. La libertad es una ilusión,
sólo un modo especial de cómo resaltan en los hombres las soberanas leyes
universales. Así pues, también el mismo hombre es un producto que surge de
la necesidad, y su vida es un acontecimiento que se consuma en la necesidad
de las leyes universales.
El existencialismo, por el contrario, ve al hombre completamente libre. Para
él no hay ordenamiento alguno que determine la vida del hombre, y,
justamente por ello, tampoco ninguno en el que pueda apoyarse. Sin
necesidad, pero también sin descanso, como un átomo de posibilidad, se halla
arrojado en el vacío. En virtud de una libertad soberana, más exactamente,
de una inquietante libertad, decide cada instante lo que ha de hacer. El es
quien se da sentido a sí mismo. Sí, es él quien define su propio sentido. Y
en la medida en que se atreve a ello, se convierte en hombre.
Con esto hemos esbozado,
aunque muy resumidamente, seis concepciones. La primera dice: incluso en su
núcleo, el hombre no es más que materia; la segunda: es una manifestación
del espíritu absoluto; la tercera: el hombre es sólo un momento en la
totalidad social; la cuarta: solamente es hombre en cuanto como personalidad
se apoya sobre sí mismo; la quinta: el hombre se mueve por completo en la
necesidad de las leyes universales; y, finalmente, la sexta: el hombre es
completamente libre y señor de sí mismo...
Sin embargo, estas concepciones que acabamos de esbozar constituyen sólo una
porción de las que han aparecido a lo largo de la historia de la
autocomprensión del hombre; en realidad hay muchas más. Pero estas seis son
suficientes para plantear la cuestión que ante esa historia surge en
nosotros: ¿Cómo es posible que cada una de estas imágenes se oponga siempre
a otra? El hombre no es ciertamente nada que se proyecte en la inalcanzable
lejanía del espacio interplanetario o del tiempo universal. Está ciertamente
ahí, sin más. ¡Es lo sencillamente cercano, a saber, nosotros mismos! ¿Cómo
es posible, pues, que al hablar de él aparezca esa enormidad de
contradicciones, y no precisamente entre personas ignorantes y carentes de
formación, sino entre los espíritus más poderosos; no entre incautos
soñadores, sino entre quienes intercambian sus conocimientos y pueden
ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad?
Si es posible, es porque cada uno de nosotros somos lo que por propia
experiencia sabemos de nosotros mismos; porque lo es también nuestro padre,
nuestra madre, nuestra esposa, nuestros niños, nuestro amigo, nuestro
compañero de trabajo; si es posible ver esto de ese modo, entonces tiene que
tratarse de un caso especial.
El biólogo Alexis Carrel ha escrito un libro titulado El hombre, ese ser
desconocido. Es cierto que el título es algo sensacionalista, pero expresa
algo que posiblemente se ha pensado más de una vez. Parece que lo que
realmente sucede es que no sabemos quién es el hombre, lo que significaría
que tampoco sabemos quiénes somos nosotros. ¿Cómo es posible? La razón no
puede radicar simplemente en la dificultad de los problemas. Estos son
ciertamente difíciles, y a veces se tiene la impresión de que es imposible
encontrarles una solución. Pero esto sólo provocaría una investigación
incansable, un gradual paso hacia adelante; pensemos en el camino que la
física ha recorrido en la investigación de la materia. Primero estaba la
vieja doctrina de los elementos; luego vino el descubrimiento del átomo como
elemento material carente de cualidad y de estructura; de ahí se pasó al
concepto moderno de átomo, que representa todo un mundo de relaciones y
fenómenos, y quién sabe hasta dónde se llegará. Estamos ante un ensayo y una
nueva desestimación; ante una multitud de hipótesis y teorías, pero todas
ellas penetradas por una única línea. No hace mucho que uno de nuestros
físicos, C. Fr. von Weizsäcker, insistió en que es falso decir que la f����sica
atómica más reciente eche por tierra los resultados de la física clásica
anterior; lo que sucede más bien es que los incorpora en un contexto más
amplio. Si consideramos desde esta perspectiva las respuestas a la pregunta
por el ser del hombre, vemos en ellas algo muy distinto: no la superación de
una teoría deficiente por otra mejor, sino contradicciones insuperables;
ninguna línea que surja de los distintos niveles de la investigación, sino
un increíble desconcierto.
Todavía más: lo que aquí está en contradicción no son puntos de vista
diferentes, sino mentalidades totalmente distintas. La discrepancia teórica
es en verdad una lucha; y vemos cómo se ha desarrollado esta lucha: a vida o
muerte, y en frentes de todo el mundo. Todo ello debiera abrirnos los ojos.
¿O es que, quizás, lo que pasa es que el correcto conocimiento del hombre
depende de especiales circunstancias? Claro que en todas partes es cierto
que el conocimiento de un objeto tiene sus condicionamientos. Pensemos, si
no, en cosas tan obvias como que, si no hay luz, no puedo ver nada... o que
no veo algo que tengo delante porque no le presto atención... o que busco
algo, pero no lo encuentro porque hay en mi inconsciente algún motivo para
que eso no tenga que estar ahí; en una palabra, lo que llamamos presupuestos
concretos del conocimiento... ¿No podría ser que sólo sea posible el
conocimiento del hombre si se cumplen determinadas condiciones? Pero, si
esto es así, ¿de qué condiciones se trata?
El pensamiento de la Edad Moderna entiende al hombre como un ser que se
desarrolla a partir de su propia naturaleza, que entra en relación con el
mundo, que lleva a cabo en él su obra; y quizás después, tras la mundaneidad
inmediata, admite un trasfondo metafísico. Pero no puede ser definitivo. Si
esto sucede, y en qué medida suceda, es un asunto subjetivo, un tema de
vivencia y necesidad. En el caso de que suceda, influye en la actitud y en
la vida de la persona correspondiente, pero no de forma distinta a la del
modo, por ejemplo, con que ella controla parcialmente su destino o como el
amor configura a un hombre. Su ser, en cuanto tal, queda completamente al
margen.
¿Y si esto fuera verdad? ¿Y si la relación con Dios no tuviera un carácter
singular, diferente de cualquier otra relación? ¿Y si, quizás, su auténtica
realización constituyera justamente esa precondición por la que preguntamos
y de la que depende hasta dónde el hombre se comprende a sí mismo porque
está hondamente arraigada en su ser? ¿Y si no hay que buscar aquí la razón
del chocante hecho de que el hombre de la Edad Moderna, con un inmenso
despliegue de métodos y aparatos, de descubrimientos, teorías y
experimentos, se pregunte qué es lo que tiene ante sus ojos, es decir, qué
es él mismo, y el resultado no sea sino un amasijo de contradicciones?
En el primer libro de la Sagrada Escritura, en el Génesis, están estas
palabras: «Entonces dijo Dios: Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según
nuestra semejanza, para que dominen sobre los peces del mar, las aves del
cielo, los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra. Y creó
a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los
creó» (Gen 1, 26-27).
Según estas palabras, el hombre es imagen de Dios. Esto expresa sobre todo
algo que nunca se había dicho sobre el hombre. Es la definición fundamental
de la doctrina de la Escritura sobre el hombre y está contenida en cada
expresión que se hace sobre él. ¿Qué quiere decir esto? ¿Puede un hombre
finito asemejarse a Dios?
Es claro que estamos ante algo misterioso, pues precisamente aquí se sitúa
después la tentación, que hace que la voluntad del hombre de ser imagen de
Dios, se transforme en la voluntad de ser igual a Él. ¿Qué significa, pues,
esta semejanza con Dios?
Una cosa puede ser reproducción de otra. Como cuando alguien dice al
carpintero que le haga una mesa como la que le está enseñando. Se trataría,
en este caso, de un simple parecido, de una copia. Pero hay otras formas más
expresivas. Alguien puede decir, por ejemplo, que un niño es el vivo retrato
de sus padres. En este caso, tiene unas cualidades que también ellos poseen;
pero en él adquieren personalidad propia... ¿Qué pasa, pues, con la
semejanza con Dios?
Dios es ciertamente absoluto, puro Ser, esencia, vida, verdad, felicidad. Su
modo de ser trasciende todo pensamiento y expresión. ¿Cómo es posible, pues,
que el hombre, un ser creado y, por tanto, finito, sea imagen de este ser
inmenso? Y, sin embargo, así es, pues Dios lo dice. Y dice, además, que
precisamente en esta similitud radica el ser del hombre.
No es el caso de hablar aquí de una reproducción, pues de Dios no hay
ninguna copia. Nos acercaremos un poco si partimos de las relaciones entre
los padres y el hijo. No es una copia, sino una traducción. Los rasgos del
ser de los padres se traducen en el ser del hijo, hasta el punto de que
éstos se apropian de aquel en cuya personalidad han vuelto a nacer.
Puede que demos un paso adelante con la siguiente reflexión: si observamos
el rostro de un hombre, vemos reflejado en él lo que pasa en su alma:
respeto, simpatía, odio, angustia. El alma, en sí misma, no puede verse
porque es espíritu. Pero se traduce en el cuerpo, se hace visible en él. El
cuerpo humano—forma, rostro, gestos, ademanes—es la expresión de la realidad
del alma; y eso quiere decir que, a pesar de todas las diferencias, cuerpo y
alma se parecen.
Podríamos seguir en esta dirección, pero estamos muy cerca de aquello a que
nos referimos, de lo Incomprensible, que constituye nuestro ser, a lo que
debemos acercarnos con temor, pero también con confianza: a saber, que Dios,
si así se puede hablar, traduce la infinita plenitud y la perfecta
simplicidad de la imagen de su ser en la finitud y fragilidad de su
criatura. Si esto es así, quiere decir también que esta semejanza penetra la
totalidad del ser del hombre; que es algo tan cierto como misterioso: la
forma primitiva en que se asienta lo humano, el único concepto básico a
partir del cual puede entenderse.
Al comienzo de sus Confesiones, Agustín da con la expresión más atinada a
este respecto cuando dice: «¡oh Dios! Nos has creado para ti». No ha de
entenderse de forma entusiasta o edificante, sino correctamente. Dios ha
establecido con el hombre una relación, sin la que éste no puede ni existir
ni ser entendido. El hombre tiene sentido, pero este sentido no radica en él
sino que está por encima de él: en Dios. Se puede entender al hombre no como
algo cerrado que vive y se apoya en sí mismo, sino como alguien cuya
existencia consiste en una relación: de Dios, hacia Dios. Esta relación no
es algo secundario sobreañadido a su ser, de forma que también sin ella
pueda seguir existiendo, sino que en ella se apoya su ser.
Mediante numerosas relaciones puede el hombre salir al encuentro de otro
hombre: por el conocimiento, la amistad, la ayuda, el daño, y muchas otras.
Estas relaciones despliegan su ser, pero no se reduce a ellas. El hombre
sigue siendo hombre aunque no conozca a éste o ése, aunque no les ayude. La
relación de la que estamos hablando es, por el contrario, de otro orden. Un
puente es un arco que el arquitecto construye de una a otra orilla de un
río. Y yo no puedo decir: El puente puede pasar o no a la otra orilla sin
dejar de ser puente. Esto sería un sin sentido, puesto que el «puente» sólo
es puente si parte de una orilla y llega hasta la otra. Algo así sucede con
el tema que nos ocupa. El hombre es hombre sólo en su relación a Dios. El
«de-Dios» y el «a-Dios» son el fundamento de su ser.
Se verá más claro aún, si consideramos lo que distingue al hombre de las
restantes criaturas del mundo: su personalidad. Que el hombre es una persona
quiere decir que es dueño de sí mismo, que puede actuar por propia
iniciativa, que puede disponer de sí mismo y de las cosas. Si se le
pregunta: ¿Quién ha hecho esto?, puede y debe contestar: Yo, y asumir la
responsabilidad correspondiente. Así lo ha creado Dios. Pero no ha sucedido
como si Dios hubiera formado al hombre y lo hubiera fundado en sí mismo,
sino algo absoluta y totalmente distinto, a saber, que Dios ha hecho del
hombre su tú y le ha concedido, por su parte, tener en Dios su tú, su propio
tú. En esta relación yo-tú consiste su ser. Y sólo porque Dios lo ha fundado
en la relación yo-tú con Él, puede el hombre entablar una relación personal
con otros hombres. Decir a otro: Te veo..., te respeto, sólo es posible
porque Dios le ha concedido poder decirle a Él, el Señor: «Tú eres mi
creador..., yo te adoro».
En la revelación del monte Horeb (Ex 3), decisiva para toda la historia
posterior, Dios se aparece a Moisés en la zarza ardiente. Al preguntarle
éste por su nombre, Dios le responde: «Yo soy el que soy», una frase de
profundidad inagotable. Pues dice: «Yo soy el que está aquí y el que actúa
en poder». Todavía más hondo: «Yo soy el que no admite nombre alguno
mundano, sino el que sólo puede ser nombrado a partir de sí mismo». Y
todavía más: «Yo soy el único que, por mi ser, tengo derecho y autoridad
para decir Yo». En sentido auténtico sólo Dios es «yo», Él-mismo. Cuando
nosotros decimos «él», podemos referirnos a cualquier hombre; pero si lo
decimos sencillamente, desde la profundidad del Espíritu, entonces nos
referimos a Dios. Cuando decimos «tú», podemos dirigirnos a un hombre; pero
si lo decimos sencillamente, con todo nuestro ser, sin rodeos, entonces
llamamos a Dios... Este es el Dios que llama al hombre. Y no en el sentido
de que el hombre ya existiera y Él le dirigiera su palabra para que supiera
o hiciera algo, sino que, precisamente porque Dios lo llama, sienta Él las
bases de su ser, y por eso mismo se constituye en persona. El hombre
consiste en ser-llamado por Dios, y sólo en eso. Fuera de ahí no le queda
nada. Si se pudiera desligar el hombre de este ser-llamado, se convertiría
en un fantasma, más aún, en nada. Tratar de pensar en él, a pesar de todo,
sería un contrasentido y una rebelión.
Por consiguiente, sólo a partir de aquí puede el hombre ser entendido, y si
se le quiere entender desde otra parte, se comete un grave error con él. En
ese caso, puede que se siga utilizando la palabra «hombre», pero su realidad
ya no está ahí.
En la Edad Moderna aflora algo peculiar, que tiene que causar asombro en
todo el que sea capaz de ver lo esencial. El hombre—o, más exactamente,
muchos hombres; esos hombres de gran talla y tono espiritual—se desligan de
Dios declarándose autónomos, es decir, capaces y autorizados para fijar la
ley de su propia vida, lo que conlleva al mismo tiempo la pretensión de
poder entenderse a partir de sí mismos. Esta postura conduce cada vez más
decididamente a convertir al hombre en algo absoluto. Un especialista actual
en ética ha dicho que el hombre es tan grande, que puede asumir los
atributos que hasta ahora, por inmadurez, ha depositado en Dios.
omnisciencia, omnipotencia, providencia y conducción del destino deberían
ser ahora atributos humanos. Está maduro y capacitado para decidir qué es lo
bueno y qué es lo malo, qué se puede querer y qué no se puede querer.
Pero junto a esta corriente discurre otra distinta, que dice que el hombre
es un ser viviente como cualquier otro. Su espiritualidad procede de la
biología, y ésta de la materia. En definitiva, el hombre no es más que un
animal, aunque más evolucionado; y el animal, no más que un objeto material,
sólo que con una estructura más complicada. Así pues, el hombre se reduce a
la muda materialidad.
¿No es todo esto muy revelador? ¿No es significativo que estas dos
respuestas, que mutuamente se excluyen, hayan surgido en la misma época y
brotado de las mismas raíces? Ambas corrientes muestran hasta qué punto el
hombre se equivoca respecto a sí mismo cuando olvida su referencia a Dios,
fundamento de su ser. Vean a continuación, una tras otra, las siguientes
contradicciones:
El hombre experimenta la plenitud de poder y de sentido del conocimiento y
de la acción. Se pregunta cómo puede explicarse, y su respuesta es: Mi
espíritu es el Espíritu absoluto. En el fondo, soy igual a Dios. En efecto,
yo soy justamente eso que en la debilidad de mi minoría de edad he llamado
«Dios»... Pero ese mismo hombre dice también: El Espíritu no existe en
absoluto. Lo que llamamos Espíritu es un producto del cerebro; y éste, una
parte importante de eso que es ya materia muerta.
Todavía más. El hombre es consciente de la fuerza de su iniciativa, de su
capacidad de creación, a saber, de que no es solamente una condensación de
las cadenas de montaje que discurren por el mundo, sino de que es capaz de
comenzar en sí mismo esas cadenas. Y, al preguntarse qué significa esto, se
responde: libertad absoluta, creadora, que produce las ideas y las normas, y
también el mundo... Pero el mismo hombre sabe también lo siguiente: no tiene
sentido hablar de libertad. En realidad, lo que hay sólo son necesidades,
que en la esfera material se llaman «ley natural», en la psíquica
«instinto», y en la moral «motivo», tres nombres distintos para expresar lo
mismo.
Y seguimos. El hombre tiene la gratificante conciencia de no ser sólo un
ejemplar del género, sino de radicar en sí como único, como sí mismo. Y se
pregunta: ¿Qué es esto? Y su respuesta es: persona, totalmente radicado en
sí mismo, sin órdenes que lo dirijan, sin normas que le obliguen; arrojado
en cualquier sitio, a merced del tan poderoso como temible destino, teniendo
que decidir en cada instante su propio hacer, su propio ser... Pero la otra
respuesta afirma: La opinión de que el hombre es persona, es un fraude. La
verdad es que es sólo un elemento del universo, una cosa entre las cosas,
una célula en el Estado. No tiene ningún sentido por sí mismo. Radicarse en
sí mismo es un delito, peor aún, un sabotaje. Tiene que diluirse en el todo,
y convenir en inmolarse.
Podríamos decir muchas más cosas, pero vemos ya con suficiente claridad cómo
se consuma aquí lo igual a través de modificaciones siempre nuevas: en un
error sin fin se malentiende el hombre a sí mismo. Pero ¿cómo puede ser así?
Al abandonar a Dios, se vuelve incomprensible para sí mismo. Sus
innumerables intentos de autointerpretarse terminan siempre en estos dos
extremos: en absolutizarse o en inmolarse, esto es, en reclamar la exigencia
absoluta de dignidad y responsabilidad, o en entregarse a una ignominia tan
profunda como nunca más volverá a experimentar.
Tanto más sabe el hombre de sí mismo cuanto más se entiende a partir de
Dios. Pero para ello debe saber quién es Dios, y esto sólo puede hacerlo si
acepta lo que Él dice de sí mismo.
Si se rebela contra Dios, si piensa mal de Él, entonces pierde el
conocimiento sobre su propio ser. Esta es la ley fundamental de todo
conocimiento humano. La primera rebelión tuvo lugar con el pecado original,
que sucedió al principio y que todavía resulta incomprensible cómo pudo
suceder. Pero, desde entonces, toda la historia humana sufre las
consecuencias. Esta doctrina puso a la revelación en una frontal oposición
con cualquier naturalismo y optimismo. Ella nos dice que el auténtico
hombre, tanto su historia como su obra, nada tiene que ver con las
concepciones modernas, según las cuales camina, mediante un progreso seguro,
hacia un autodesarrollo cada vez más pleno. Sin embargo, este hombre no
existe.
El pecado original consistió en que el hombre se negó a seguir siendo
retrato, en que quiso ser original, sabio y poderoso como Dios. En
consecuencia, perdió la relación con Él. El puente cayó al vacío. La figura
se precipitó sobre sí misma y surgió el hombre perdido.
Nada sabemos del largo tramo de su vida en la oscuridad de la perdición.
Puede que algún día logremos escuchar lo que sobre ello dice el arte de los
tiempos más primitivos; es posible que alguna vez aprendamos a interrogar
sobre estas cosas a los hallazgos paleontológicos. Hasta el presente no se
ha logrado; la pregunta y la respuesta se encuentran de antemano con el
anatema de la idea de evolución, para la cual todo peldaño inferior está en
camino hacia el peldaño superior. La verdad es que esta oscuridad no fue la
fase anterior a la salida hacia una nueva luz, sino el bronco aturdimiento
que siguió a la caída.
En esta situación el hombre ya no sabía quién era ni dónde estaba el sentido
de su vida. En el norte hay una fábula de gentes a quienes la tristeza ha
herido de muerte el corazón, y entonces ya no saben quiénes son. Es una
imagen de lo que queremos decir: los hombres ya no supieron nunca más
quiénes eran, ni de dónde venían, ni adónde iban.
Y esto duró mucho tiempo, a pesar de toda la grandeza de las realizaciones y
de toda la magnificencia de las obras que llenan la historia. Si se repasan
las respuestas que el hombre da a la pregunta sobre el sentido de su vida—no
solamente algunas, sino todas; no sólo las valientes, sino las desesperadas;
no sólo las nobles, sino también las villanas—hay que concluir que el hombre
no sabe quién es. Sólo que se ha acostumbrado tanto a este no-saber, que lo
encuentra correcto, que lo confunde con la problemática de la naturaleza, a
la que paso a paso supera la ciencia, y que hasta se siente orgulloso de
ello.
Esta es la segunda definición que el hombre conoce por la revelación. La
primera era: el hombre es imagen de Dios. La segunda: se ha rebelado contra
la relación con su original, pero sin poder invalidarlo. Por tanto es una
imagen distorsionada. Y esta distorsión confirma completamente cómo se
comprende a sí mismo, qué hace, quién es.
Luego vino la revelación y la redención, que se llevó a cabo en la estrecha
línea de la historia veterotestamentaria y se consumó en Cristo. A través de
ella se comunicó al hombre quién es, y también quién es Dios. Conocimiento
de Dios y conocimiento del hombre volvieron a formar un todo, y la imagen
recobró de nuevo su sentido.
En Cristo alcanzó una grandeza incomprensible, pues en Él la imagen del
hombre fue el medio para la epifanía del Hijo eterno de Dios en el mundo:
«El que me ve a mí, ve también al Padre» (Jn 14, 9). Pero por la fe y el
bautismo participa el hombre en este misterio. Nacerá el hombre nuevo
«destinado, desde el principio, a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8,
29).
Romano Guardini
1. Una palabra que en las consideraciones sean teórico-culturales, sean
práctico-políticas de nuestro tiempo, regresa con bastante frecuencia es
aquella del poder. [1] Y no sin fundamento, porque esta realidad ha retomado
una medida tal de caracterizar en modo particular nuestra situación
histórica. Por ello es ciertamente útil delinear con agudeza el significado
del término.
Y ello tanto más en cuanto viene adoptado con múltiples sentidos. Se habla
de la potencia de una gran montaña, del león como de un animal potente, del
poder de un hábito. Nosotros, en cambio buscaremos, por lo tanto, determinar
el fenómeno, expresado en el término, partiendo de su significado más
general para llegar a aquel específico. En los varios momentos de esta
determinación, señalaremos también a los problemas presentes en este
fenómeno.
En sentido general poder significa la posibilidad de un ente de llevar a
cabo una acción. Su fenómeno pertenece por lo tanto no al ámbito del ser
substancial, sino a aquel de la energía y del acto. Eso radica naturalmente
en el ser. Viene determinado [el poder] cada vez desde las propiedades y
desde las estructuras del mismo [el ser], pero no es idéntico a él. En este
sentido muy general el poder tiene todo lo que es, porque cada ente es
operativo. No se da un puro existir. El ser está así estrechamente
relacionado al poder que, como nos dice la física, las últimas partículas
del átomo pueden ser vistas tanto bajo la prospectiva del ser estático,
cuanto bajo aquella de la energía. Por ello siempre, según este punto de
vista, aparecen tanto como masa (corpúsculo), cuanto como unidad energética
(onda) y forman las últimas determinaciones de la realidad entre sus
opuestos dialécticamente. Hablando concretamente: una piedra es activa, por
ejemplo, bajo forma de presión que, por influjo de la gravedad, ejerce sobre
cuanto le está debajo. Una corriente eléctrica produce efectos a veces de
enorme alcance.
Esto no es aún lo que entendemos cuando queremos definir bien el fenómeno
del poder. A la acción que procede de la cosa inanimada y de la energía de
los no vivientes falta aquél carácter de interioridad que nosotros pensamos
a priori vinculado con el concepto de poder. Aquella acción pertenece a
aquel complejo de transformaciones de la energía, que penetra toda la
naturaleza inanimada y forma la unidad dinámica.
Cuando nosotros hablamos de poder, entendemos una actividad que deriva del
espacio íntimo de un ente. Esto es: ello está en encuentro con la vida.
Solamente un viviente puede tener poder, porque solamente en él existe
iniciativa.
Con ello intentamos decir que la actuación de la energía no tiene, como
adviene en un proceso químico o en un evento físico, el carácter de una
cadena causal que implica al ente considerado, pero que el acto operativo
resulta de una esfera interna del ente en cuestión. En sentido aproximativo
podemos decir que en la planta existe un tipo de poder, precisamente aquél
de crecer, de penetrar en el suelo, de absorber los elementos nutritivos, de
emitir olores, de atraer los insectos con su perfume, de producir semillas,
etcétera.
Pero todo eso revela, sea en su nacer, sea en su desenvolverse, un carácter
de necesidad. Así el elemento de iniciativa se realiza de modo imperfecto.
Se trata de pura causalidad física: sólo que no se cumple, como en las
realidades inanimadas, en una realidad «externa» directamente dada, sino de
lo interno hacia lo externo.
En el animal el momento de la iniciativa se realiza a un nivel más perfecto.
Él se mueve de un lugar a otro; persigue, atrapa a la presa, la consume;
construye habitaciones, como cavernas o nidos; elabora instrumentos que le
sirven a determinados propósitos, como la telaraña de la araña, etcétera.
El impulso a hablar de poder es aquí mucho más vivo que en el caso de la
planta. La iniciativa brota de un nivel interno «más profundo», orientado
por determinados instintos y órganos perceptivos. Sea por la cualidad, sea
por la gradación, dicha iniciativa tiene posibilidades incomparablemente
mayores, las cuales son tan grandes que el observador está siempre tentado a
hablar de inteligencia y de finalidad consciente. Todavía no podemos aún
hablar propiamente de verdadero poder, porque esta iniciativa del animal, en
su primer surgir, como en todo su arco operativo, está dominada por las
necesidades de la propia disposición natural y del propio ambiente. Apenas
uno habla de poder en un animal, estamos ya en el mundo de las fábulas.
Esopo y La Fontaine hablan del animal como si tuviera poder, para explicar
con ello ciertos procesos éticos del hombre.
Podemos hablar de poder en sentido propio solamente donde el momento de la
iniciativa alcanza su pleno significado, precisamente en la libertad, esto
es, en el hombre. Determinan la libertad dos momentos, que se condicionan
recíprocamente. El primero consiste en que el portador del acto, el sujeto,
en el acto sea íntimo a sí mismo, que posea la propia particular energía y
en su actualización a sí mismo. El segundo en esto, que el sujeto en acto se
trascienda a sí mismo y por ello esté en grado de disponer de la propia
energía. Las dos cosas juntas se llaman libertad. Podemos hablar de poder en
sentido estricto solamente allí donde la energía viene actuada en la
libertad. Pero solamente el hombre posee la libertad. Igualmente, la
interioridad, de la cual brota la iniciativa, alcanza su pleno significado
sólo en el hombre. Y precisamente aún a través de dos momentos. El primero
es la conciencia: el hombre conoce la propia energía; dicho más exactamente,
él es consciente de sí mismo en la actuación de la energía. El segundo
momento es la finalidad: el ejercicio de la energía se dirige hacia un
propósito y se vale de un medio adaptado para alcanzarlo.
La realidad que porta y permite todo (esto) es el espíritu. Dicho con mayor
precisión, el espíritu, que se posee a sí mismo, es la persona. El poder es
un fenómeno humano. Nosotros aquí prescindimos ya de la cuestión de si son
seres sobrehumanos que ejercen poder, como los ángeles y los demonios, ya de
aquella otra como es la naturaleza del poder del Ser absoluto, es decir, de
Dios. Poder, por tanto, significa la posibilidad existente en la naturaleza
del hombre de pensar, elegir y de realizar acciones que brotan de la propia
iniciativa.
Con esto viene también dicho que para un verdadero ejercicio del poder es
necesario poseer la naturaleza normal y formada del hombre.
Un niño a través del estímulo de su inconsciente, la inmediatez y la
ingenuidad de su deseo, puede producir acciones de gran importancia; pero no
ejercita propiamente poder, sino solamente lo irradia de la propia
interioridad. Alude al futuro del propio poder, pero por ahora lo contiene
solamente como en germen. Un menor puede, con una extraordinaria
concentración, querer y realizar alguna cosa, pero aún no hay verdadero y
propio poder, porque donde obra la constricción psicopatológica no hay
libertad y, por tanto, no hay tampoco verdadera iniciativa. Su hacer es un
fenómeno ambiguo: de cualquier manera cae en el modo de operar del animal,
sin que el sujeto sea realmente un animal. De aquí lo inquietante y al mismo
tiempo trágica impresión de su existencia.
Al fenómeno del poder, y por tanto de la libertad, pertenece la capacidad,
aún la inevitabilidad, de tener que responder de sí y de la propia
iniciativa. Aquí la iniciativa operante no tiene solamente el carácter de
causa, sino de autora. Lo que ocurre, ocurre solamente porque el sujeto lo
quiere. Así al verdadero concepto de poder se vincula directamente el de
responsabilidad.
La verdadera realidad del poder es ya radicalmente un relevante fenómeno
ético. Nietzsche ha erigido la «inocencia del hacer» como supremo valor: el
completo hacer humano alcanza un carácter de necesidad que está, más allá
del bien y del mal, desvinculada de toda valoración ética. Tal pensamiento
es altamente contradictorio porque busca llevar el estado de la persona a la
pura necesidad del ser natural. Es el malentendido del non posse peccare [no
poder pecar] del hombre perfecto, el cual nace de la completa unión de la
voluntad con la gracia de la vida eterna: de la naturaleza del santo. O
bien, del carácter de plena espontaneidad que a la ocasión se nota en el
modo de hacer de un hombre felizmente dotado.
2. El análisis llevado hasta aquí ha respondido a la pregunta de a cuál
sujeto es exacta la acción que amerita el nombre de poder.
La respuesta fue dada: es el hombre. Solamente el hombre, no precisamente el
concepto de hombre se toma en su pleno significado, puede tener y ejercitar
poder. Ahora debemos de buscar de qué género sea la energía que está a
disposición del hombre.
Las energías del mundo inanimado son radicalmente y unívocamente
determinadas. Se trata siempre de energías de naturaleza: gravitacional,
eléctrica, etcétera. Esas operan juntas y juntas producen aquel todo, aquel
efecto total, que se llama «mundo».El individuo animal es ya un entramado de
diversos tipos de energía. Desde la naturaleza específica del animal en
cuestión están determinadas sus necesidades, su ambiente. Cada especie
animal tiene relación con una determinada parte de la totalidad del mundo,
emerge de ella y opera en ella.
A la esencia del hombre pertenece la totalidad del encuentro con el mundo.
Naturalmente el hombre singular, y así, también, en grado cada vez mayor, un
grupo social, la población de un país, son el hombre –o la población- de una
bien definida época histórica. Pero ello solamente hasta un cierto punto,
porque el hombre tiene la posibilidad de trascender los propios límites
primariamente dados. O personalmente, a través de la experiencia, el
estudio, el ejercicio, etcétera, o bien a través del prolongarse de una
generación en la otra, de una fase histórica en otra. De aquí que la
historia, sea individual, sea general, puede ser definida como la ampliación
continua de relaciones que el hombre tiene con el mundo. El hombre es, en su
forma (Gestalt) individual, la analogía potencial de la totalidad del mundo
(microcosmos).
Las diversas energías del mundo se repiten en el hombre. Pero asumen en él
un nuevo carácter, porque entran en el espacio de la libertad. Con lo cual
pierden aquellos vínculos a través de los cuales son incorporadas en el
mundo no-humano, adquieren una nueva movilidad; pueden crecer hasta una
intensidad y una extensión del campo operativo no calculables a priori. Por
otro lado, pierden aquella seguridad, que es propia de los vínculos
naturales de las leyes.
En el espacio de la libertad humana, la energía deviene en poder. Pero
precisamente por esto llega a ser también hasta un cierto grado arbitraria.
Como poder, la energía se vuelve posibilidad de poseer, de dominar, de
plasmar, de crecer, pero también posibilidad de errar, de excederse, de
destruir. La historia está caracterizada por esta realidad de hecho. Ella es
el conjunto orgánico de los acontecimientos que el hombre cumple con las
energías del mundo, transformadas libres en él.
3. Para aclarar mejor esta realidad de hecho en su totalidad, caractericemos
con mayor precisión sus elementos.
En el mundo humano aparecen sobre todo las energías químico-físicas. Éstas
están constituidas por su masa, por la estructura de su sistema óseo y de su
músculos, por sus posibilidades motoras, por sus órganos sensitivos,
etcétera. Aquello que ocurre en los no-vivientes, en la planta, en el
animal, se repite en el hombre.
La medida y la extensión de tales energías están en primera instancia
limitadas. En comparación a ciertos fenómenos naturales, como temporales,
tempestades, procesos volcánicos, energías de ríos y del mar, etcétera, el
hombre es débil, expuesto al peligro de la destrucción. Del mismo modo,
respecto de muchos animales, él es indefenso. Pero puede reforzar sus
fuerzas inmediatas, haciéndose de los instrumentos en base al conocimiento
de las leyes físico-químicas.
Mientras el instrumento permanece inscrito en el contexto directo de los
movimientos del cuerpo y de las capacidades operativas, la máquina, por el
contrario, se desvincula de ese contexto. Aquélla se enseñorea de una
energía natural y dirige la acción hacia determinados fines. Produce así, a
través de un ciclo de funciones autónomas, aquello que el hombre con la
fuerza de su solo cuerpo no quiere o no puede producir.
Diversas máquinas con propósitos tal vez especializados vienen a operar en
un complejo orgánico en el cual una prepara o continúa la acción de la otra.
Así, resultan los grandes y complicados organismos que llamamos fábrica,
sistemas de fábricas o, tomadas en su sentido complejo, industria de un
país.
Finalmente en la automatización la cadena de acciones está a tal punto
calculada que el hombre tiene solamente la tarea del control: el trabajo se
desarrolla por sí solo.
Estos mecanismos técnicos pueden objetivarse cada vez más y constituir un
complejo siempre más amplio. Pero en su esencia todo esto permanece inscrito
en la existencia del hombre. Con ello las energías químico-físicas de la
naturaleza vienen inscritas en su poder y determinadas por su libertad.
Otro tipo de poder es el social. Los individuos humanos están vinculados
entre ellos por diversos tipos de dependencia: nacimiento, educación,
defensa, división del trabajo, mutua asistencia, etcétera. Cada una
condiciona una parte del poder de quien depende un determinado resultado. En
el conjunto del todo social se forman así campos cada vez más vastos de
ejercicio de poder, con relativos centros, como empresas, direcciones de
varios géneros, hasta culminar, en última instancia, en las diversas formas
de dominio político.
Algo análogo ocurre en las relaciones económicas. Quien tiene bienes de
quien otro tiene necesidad, ejerce con ello un poder sobre él. Este poder se
articula en las innumerables formas de producción y distribución de bienes,
los cuales se concentran igualmente en puntos de absorción, de extensión y
de importancia creciente.
El hombre posee poder psicológico. El cual está presente en la acción que un
afecto, una pasión, un deseo ejerce directamente sobre otro hombre. Alegría,
luto, entusiasmo, desaliento, cólera, resolución, operan por sí mismos sobre
otros hombres, provocando los mismos sentimientos o sus contrarios.
Una acción particularmente fuerte viene ejercida por el instinto sexual,
desde el deseo físico hasta el Eros más sublime. Ello solicita en el otro la
respuesta: consentir o resistir.
Un nuevo carácter asume la energía psíquica en las diversas formas de la
sugestión. Aquí el agente, con la concentración de su voluntad, con la
elección y la formación de los motivos y de las representaciones útiles al
propósito, incrementa, disminuye, guía la iniciativa del hombre sobre el
cual se dirige, subordinándola a su voluntad. La energía de esta influencia
puede asumir grados y formas muy diversas, como lo muestra, entre otras
cosas, la propaganda, la publicidad, la incidencia de la opinión pública,
etcétera. En el caso de la sugestión perfecta, esto es, en la hipnosis, el
hombre sometido viene completamente inscrito en el ámbito sentimental y
volitivo del agente y reducido a un órgano de su voluntad.
El hombre posee lo que llamamos el poder de la personalidad. Un fenómeno muy
complejo, que abarca diversos elementos: por un lado, características
corporales, como fisonomía vigorosa, determinadas formas de comportamiento y
del movimiento del cuerpo, etcétera; por otro lado, elementos psicológicos:
como fuertes sentimientos, energía y decisión de voluntad, claridad de
concepción de la vida, etcétera.
Debemos decir la misma cosa de lo que podríamos denominar intensidad del
ser. El término «ser» es un verbo; indica el acto fundamental por el cual el
hombre realmente es, se afirma como realidad y se impone a la conciencia del
otro. También él ejerce actividad, hace que el otro, también si inferior, se
someta, apruebe la particular dirección de la voluntad, deje caer los
impulsos opuestos, etcétera.
El hombre opera a través de momentos espirituales. A través de la verdad
reconocida y expresada en la palabra: tanto más fuerte, cuanto más clara es
la conciencia, cuanto más justa y convincente (es) la palabra. Esto opera
con la fuerza motriz de las ideas tanto más intensamente, cuanto más
puntualmente éstas muestran la situación espiritual o psicológica de quien
escucha; cuanto más están «a tiempo» llamadas por las condiciones de
emergencia; cuanto mejor se inscriben en la corriente de la historia.
Él (el hombre) obra con ejemplaridad, en cuanto realiza en sí mismo aquello
que es útil, bueno, noble, lo que ennoblece la vida, etcétera. Los ejemplos
del obrar honesto y de comportamiento noble, rectamente cultivados y
correspondientes a las instancias del tiempo; pero también viceversa,
aquellos del hacer disolvente y destructor ejercen un poder inmenso. La
influencia educativa se basa en gran parte sobre este poder; así inmenso es
el poder ejercido por los ejemplos negativos, por las seducciones.
Puede existir un poder «mágico», oscuro en su substancia, pero real. Como
existe necesidad de realidad misteriosa y suprasensible, así existe la
capacidad de mostrar esta necesidad y de satisfacerla o disfrutarla de modo
verdadero o falso. A esta esfera pertenecen también las capacidades
parapsíquicas: clarividencia, telepatía. Surge espontánea la pregunta sobre
hasta qué punto estos fenómenos son verdaderos. Ahora, cuanto más atrás
vamos en la historia, tanto más grande llega a ser la acción de estas
capacidades o fuerzas, o sea, el vínculo que ellas contraen con funciones
objetivas de carácter político, cultural, técnico. La racionalización y
mecanización de la existencia parece atenuarlas o reprimirlas. Por otra
parte la extraordinaria difusión de la superstición muestra que en lugar de
los verdaderos fenómenos parapsíquicos entran fenómenos falsos, como, por
ejemplo, en el ámbito de la astrología.
Existe, en fin, el poder religioso. El cual radica en la intensidad de la
experiencia religiosa experimentada; en la capacidad de expresar en palabras
la esfera numinosa, de representarla en símbolos o de hacer resaltar
sociológicamente estos símbolos. Además, se funda sobre la ejemplaridad de
quien siente la religión en profundidad; sobre la autenticidad y pureza, con
la cual él (el hombre) actúa la propia convicción.
Hace falta, por otra parte, hacer notar también cuánto ha sido envenenada
una religiosidad desviada, falsa e impura; especialmente si se considera la
interferencia o la convertibilidad de los impulsos religiosos con muy
diversos estímulos de carácter social, cultural, patológico, etcétera.
Crisis religiosas, sectas, formas de superstición, muestran la vastedad de
tales poderes, así como los revela el abuso que es posible hacer de una
religiosidad en sí auténtica al servicio de propósitos políticos,
económicos, sociológicos.
El poder religioso alcanza su culmen en el fenómeno de la misión religiosa:
del mensaje, del signo, del milagro.
4. En el ámbito sea natural sea cultural, habría que recordar alguna otra
forma de poder. Siempre se verificaría el hecho fundamental por el cual una
determinada forma de energía entra en el contexto viviente del hombre, y por
tanto bajo la forma determinada de la libertad.
Similarmente haría falta mostrar en qué modo las diversas formas de poder se
vinculan, se transforman la una en la otra, se incrementan, se impiden, y
cómo después nace aquel múltiple e inmenso complejo que llamamos vida
humana, cuya objetivación es la cultura y cuyo movimiento es la historia.
La aspiración al poder forma un impulso fundamental de la naturaleza humana
y es dado con la personalidad. El ejercicio del poder es la realización de
la persona en sentido propio.
A cada hacer humano, de cualquier género que sea, está conectada una
adquisición de poder. Esta adquisición de poder es tan variado cuanto son
variadas las posibilidades en el hombre de llegar a operarlo. El poder opera
como impulso en cada hacer.
Si se impide al hombre la efectuación de la necesidad de poder, la
posibilidad de la autorrealización y de la autoconciencia en la experiencia
tomada del poder, todo ello constituye una causa de decaimiento psíquico.
Así, por ejemplo, la escuela de Adler elaboró toda una teoría de la
psicopatología y psicoterapia sobre la necesidad de poder frustrado al cual
se debe buscar una nueva (forma de) actuación. Por otra parte, la voluntad
de poder puede hipertrofiarse en megalomanía, en violencia, como también
puede unirse a otros impulsos y pervertirlos.
5. El fenómeno del poder encuentra un particular complemento en aquello de
la impotencia. Analizado punto por punto se revelaría tan rico cuanto
aquello del poder mismo. Aquí podemos dar solamente algunas indicaciones.
Sobre todo hace falta prestar atención a la impotencia puramente negativa,
esto es, a la simple ausencia de todo lo que más arriba fue indicado como
forma de poder. Dicha ausencia se verifica en aquellos a quienes falta salud
o fuerza física, inteligencia, habilidad, bienes de fortuna, posición
social, etcétera. Ella constituye en primer lugar un estímulo para la
voluntad de poder del fuerte, y para los fenómenos derivados de la
violencia, de la astucia.
Esta deficiencia puede también llegar a ser, en quien la sufre, un impulso a
compensarla con el ejercicio, con la agudeza, con la profundidad y la
maduración ética. De ello nace secundariamente una nueva forma de poder: la
del hombre que ha estructurado su vida en una dimensión ético-personal.
El fenómeno se presenta diverso allí donde la impotencia del débil, del que
sufre, del indigente, puede apelar a los sentimientos altruistas, presentes
en el fuerte, en el sano, en el rico. Ello produce en el hombre sensible un
inmediato sentido de obligación, que podemos llamar el «imperativo
altruista» y que puede conducir a grandes muestras de generosidad
desinteresada. Así, las debilidades y las deficiencias humanas, cuanto más
grandes son, se transforman en energías indirectas tanto más decididamente
operantes.
En el encuentro de las generaciones entre sí, la debilidad del niño llega a
ser un reclamo que opera directamente sobre los padres, los educadores,
sobre los adultos en general, supuesto naturalmente que éstos sean sensibles
al sentimiento de responsabilidad. Algo análogo ocurre para las personas
ancianas. También aquí la impotencia se transforma en los otros, cuando son
sensibles a ella, en una nueva forma de poder.
Una particular forma de «potente impotencia» nace en orden a los valores
elevados de la persona y de la obra. El hombre, a quien el desinterés, la
nobleza, la elevación de sentimiento impiden ejercer un poder de carácter
inmediato, opera todavía mediante una especie de vínculo moral
(verpflichtend) sobre quien es sensible a aquellos valores. Nace un
engagement, y por tanto un poder secundario, que puede conducir a
expresiones elevadas.
Aquí se funda todo lo que podemos llamar «caballería», un inmediato
sentimiento de obligación en el hombre de sentimientos elevados de cara a
ciertos valores que por sí mismos no salen consiguen imponerse. Por ejemplo,
él socorrerá a un hombre noble que está por sucumbir en la lucha de cada
día, o bien, luchará por conservar una bella obra artística o cultural
amenazada por intereses materiales.
En tal contexto vuelve a entrar toda aquella eficacia particular ejercitada
por la ausencia de violencia en la lucha política. Gandhi ha desarmado la
potencia colonial inglesa con el unir al reclamo de libertad de su pueblo la
perfecta renuncia al ejercicio de la fuerza y devuelve todo lo digno de fe
con su personal desinterés, con la renuncia a toda astucia, con su lealtad y
con la fe en el buen derecho de su causa. Con ello él puso a su adversario
en un verdadero y propio estado de constricción, obligándolo a escoger entre
la brutalidad y la dignidad. Pero evidentemente todo esto presupone, al
margen de toda la dureza de los intereses políticos y económicos, el ethos
de la cultura occidental. Este llamado no hubiese tenido efecto, por
ejemplo, sobre el cínico realismo de la política marxista.
De modo similar opera la actitud del mártir religioso que no se defiende,
pero permanece fiel a su fe. También él mete en un largo andar a su
adversario en la situación dilemática entre el ser espiritual y éticamente
inferior y la necesidad de conceder la libertad reclamada. Del mismo modo
influye la pobreza voluntaria que renuncia al poder económico o el perdón
que sabe renunciar a la venganza.
La impotencia, representando los valores que son evidentes en sí mismos y
fundándolos con las elevadas cualidades morales de su defensor, llega a ser
una potencia sobre el otro. Ella lo pone en la situación de comportarse como
un bárbaro, o bien, reconociendo los valores de que andamos hablando, de
comportarse como generoso y ponerse por tanto éticamente sobre el mismo
nivel del impotente.
Haría falta mostrar en particular los presupuestos de carácter psicológico,
ético, histórico-cultural necesarios, a fin que el llamado a la impotencia
sea percibido y seguido. Pero, por otro lado, indicar también cuándo dicho
llamado pierde su fuerza, cuando llega a ser inauténtico, irreal, en el
falso sentido idealista o desfigurado en técnica y astucia.
_________________
* Tomado de la traducción italiana de A. Babolin.
Notas
[1] Cf. El ensayo del autor, Il
Potere, Morcelliana, Brescia 1954.
Fuente: Atti del XVII Convegno del Centro di Studi Filosofici tra professori
universitari, Gallarate, 1962, en Potere e responsabilità, Brescia,
Morcelliana, 1963, pp. 475-482.
[Traducción del italiano, Fidencio Aguilar, febrero 2004]. Disponible en el
sitio "Mundo y persona", http://www.geocities.com/fidens
La cultura como obra y riesgo *
Die kultur als werk und gefaehrdung
Romano Guardini
Señoras y señores:
Observación previa.
Ante todo, nos pondremos brevemente de acuerdo sobre los conceptos que han
de usarse en estas consideraciones.
La palabra «cultura», que se repetirá constantemente en ellas, debe indicar
todo lo que el hombre hace, conforma y crea. A su vez, «naturaleza»
significa lo que existe sin que el hombre intervenga en ello.
Pero está claro, inmediatamente, que esta naturaleza ya contiene un elemento
de lo cultural. Pues es aquello que el hombre encuentra y comprueba: en cuya
imagen él introduce el requisito previo de su visión y su comprensión. Y si
el hombre mismo puede ser entendido como «naturaleza» en su primera
existencia, en su ser anímico-corporal, tal como resulta de su nacimiento y
herencia, esa «naturaleza» contiene por adelantado el elemento del espíritu
y de su libertad, que no es «naturaleza», sino «historia». Recíprocamente,
también todo fenómeno cultural contiene a su vez un elemento de naturaleza,
en cuanto que el hombre capta y estructura en él un elemento de la
naturaleza, que existe sin el hombre. Por tanto, tenemos que habérnoslas con
conceptos aproximativos, que tienen un significado diversamente
proporcionado según la conexión en que se usen.
La entera existencia humana está atravesada por un movimiento desde la
naturaleza hacia la cultura. Pero este movimiento se percibe de una manera
cargada de contradicciones. Por un lado, todo lo que resulta de él, lleva
acentos positivos de valor. Es la obra del hombre, por cuya decisión y
riqueza valoramos cada época de la historia. Por otro lado, el hombre
experimenta ante ella una intranquilidad que se hace mayor cuanto más alto
llega esta obra. Eso se manifiesta en figuras míticas, como la de un
Prometeo, que aparece, sin más, como el que aporta la cultura, pero sufre un
destino que, no sólo es trágico, sino que tiene carácter de culpabilidad. No
habría de ser tampoco original el concepto de lo prometeico, tan lleno de
significado para el hombre de la época moderna: para los griegos,
ciertamente, el que robó el fuego era un desalmado.
La conciencia de que la cultura es ambivalente va aparejada con su propio
ser: parece ser más débil allí donde el hombre, con su trabajo, debe salir
de los peligros naturales que le amenazan. Crece con la seguridad de su
posición. Tan pronto como la cultura llega a ser rica, esa conciencia se
condensa en un ataque contra ella, llamando a «la vuelta a la Naturaleza»
—una exigencia que, naturalmente, no se puede cumplir, porque en la historia
no hay marcha atrás.
Hoy ocurre que el hombre toma entre sus manos fuerzas naturales de
inconmensurable grandeza, y las aplica a obras que aún hace poco tiempo sólo
podían imaginarse como utopías. Pero precisamente este hombre también siente
una preocupación y una opresión de conciencia como apenas han existido
nunca.
El proceso de creación de la cultura
El núcleo del proceso de que surge la cultura consiste en dos momentos que
no pueden remitirse uno a otro, pero que se condicionan recíprocamente.
El primero es aquel acto en que el hombre se sale del conjunto de la
naturaleza y toma distancia respecto a lo dado naturalmente. Con eso implica
algo diferente que cuando el ave de rapiña se eleva para ver desde lo alto
el campo en que se mueve el animal que es su víctima. Esta distancia sigue
estando dentro del conjunto de la naturaleza; aquélla, en cambio, de que
hablamos, verifica el hecho de que el hombre no se agota en la naturaleza,
sino que está en ella y fuera de ella a la vez. Su lugar ontológico es la
frontera de la naturaleza. Esta situación limítrofe la verifica el hombre en
el acto cultural, y en éste adquiere libertad para una conducta que no le es
posible al animal. Su requisito previo para ello se llama «espíritu». Este
da al que está en la frontera, el punto de apoyo que le hace posible el
enfrentamiento.
El segundo momento es ese acto en que el hombre va hacia la naturaleza y la
capta. No anula esa separación de que se hablaba, sino que sólo es posible a
partir de ella. Pues también al dirigirse a la naturaleza, de este modo,
ocurre algo diferente que cuando el águila agarra su presa o reúne el
material para su nido. Este agarrar y captar tiene lugar en la conexión
inmediata del comportamiento natural. Lo que hace el hombre, presupone aquel
distanciamiento que sólo es posible por el espíritu.
En este acto, el hombre considera su objeto, lo comprende, lo valora, le da
forma. El animal no entiende ni valora ni de forma, sino que se orienta,
siente lo beneficioso o perjudicial, y lo toma o lo elude. Tal acción tiene
pleno sentido, pero su sentido no está puesto por el animal, sino que se
desarrolla anónimamente en él, como sentido de la naturaleza. En el hombre,
la realización del sentido procede de iniciativa personal, del conocimiento
y la decisión; cosas posibles solamente porque existe una instancia que crea
un distanciamiento: el espíritu.
La distinción se muestra precisamente en aquello en que la acción del hombre
queda por detrás de la del animal, esto es, en la posibilidad de
equivocarse. El animal no se equivoca, prescindiendo de breves períodos en
que es joven y su función todavía no es segura. Si su acto realmente falla,
no hay una equivocación, sino que eso significa que su órgano tenía un
defecto; es una señal de defectuoso dominio de la vida, que lleva en
definitiva a la ruina. Sólo el hombre puede equivocarse, porque, de manera
decisiva, vive desde un centro que no se agota en su conexión con la
naturaleza: el espíritu. Así, pues, el equivocarse está condicionado
espiritualmente, lo mismo que la conducta recta.
Sobre la base de esta distancia descrita es como se hace posible también la
auténtica proximidad al objeto. El animal está en una relación que nunca le
suelta de sí. Así, no hay en el ni auténtica distancia ni auténtica
proximidad. El hombre se pone ante la cosa en la libertad de la distancia; a
partir de ahí puede, con análoga libertad, adquirir respecto a ella una
proximidad de asentimiento, cíe simpatía y de responsabilidad, que no es
posible en el animal.
La realización de estos dos actos puede tener los más diversos grados de
claridad e intensidad. Puede hundirse aparentemente en el proceder natural,
como es el caso en las acciones del afecto o de la costumbre; pero también
puede experimentar esas poderosas elevaciones que vemos en los procesos
cimeros de la cultura.
Siempre forma el núcleo del proceder humano. Existe en cuanto se puede
hablar de un hombre, en sentido estricto. La teoría según la cual hay una
línea de evolución que va atravesando desde el animal más simple hasta el
hombre, es una mera hipótesis; y por cierto, una hipótesis desorientadora,
porque suprime lo decisivo de todos los conceptos que interpretan la
existencia. Cómo hay que suponer realmente el origen del hombre, ya es una
cuestión aparte. No parece poder plantearse desde un punto de vista ni
científico-natural, ni filosófico, sino solo teológicamente.
El carácter existencial de la obra de cultura.
Por lo dicho queda determinado el carácter existencial del acto de cultura y
la obra de cultura. Estos descansan en la libertad en que el hombre observa,
entiende y enjuicia, sitúa sus objetivos y elige los medios para su
realización. Ya la figura más sencilla que traza el hombre primitivo en la
pared de su cueva, parte de una intuición espiritual, que presupone por su
parte la mencionada distancia. Un transcurso continuo lleva desde la pintura
rupestre hasta las más altas creaciones del arte; por el contrario, no hay
tránsito desde las formas más diferenciadas en el reino de los cristales o
de las flores hasta el más sencillo dibujo cavernario- Entre lo uno y lo
otro hay un salto cualitativo que sólo lo da el espíritu.
Pero precisamente por esta peculiaridad, también queda en riesgo en seguida
la obra de cultura. La acción del animal está asegurada a la vez por la
necesidad natural que la liga. Las exigencias de su crecimiento y de su
conservación propia se expresan en instintos que dan orientación a su
proceder y le trazan límites. La libertad, por el contrario, en que el
hombre sale de la conexión de la naturaleza, le pone en peligro. Cierto es
que tiene instintos, y más poderosos cuanto más cercano está a la
naturaleza: impulsos de orientación, de aviso, de moderación, etc. Pero en
todo caso están en el campo de su libertad, constantemente influidos y
equivocados por ella. Cuanto más poderosamente se despliega la libertad, en
el transcurso de la historia, más inseguro se hace el instinto.
Más aún: en el hombre pueden entrar varios instintos en oposición entre sí,
y eso ocurre más cuanto más progresa la evolución cultural; pensemos, por
ejemplo, en la tendencia ai placer que se impone, aun a pesar de las
admoniciones de la tendencia a la conservación propia. De aquí surge un
desorden que tiene un carácter diferente al de esa inseguridad que indica
que un animal degenera. Sólo se puede comprender porque la vida del hombre
se realiza desde un centro de libertad, de tal modo que él puede sobrellevar
un desorden que al animal le aniquilaría.
La posibilidad de equivocarse, pues, es esencial al hombre porque éste es
libre. Se le puede definir, incluso, como aquel ser que se puede equivocar,
porque también en libertad puede elegir lo justo.
La esencia de la cultura lleva aparejada la posibilidad de malentender la
conexión de causa y efecto; de dar falsas formas al material; de fallar en
las ordenaciones. De aquí resultan todos esos fenómenos de obra cultural
inadecuada, de que está llena la historia. Pero estos retroactúan sobre la
existencia del hombre y le ponen en peligro a él mismo: con modos de vida
falsos, con los efectos en lo necesario, con desorden social, etc.
Por tanto, el peligro de la cultura proviene del mismo centro de que surge
la posibilidad de la cultura.
Las épocas de la historia
Si lanzamos desde aquí una mirada hada la historia, creo que podemos
delimitar tres épocas de carácter diverso y longitud muy desigual.
En el comienzo está la cultura primitiva. Esto es, aquella que la ciencia
deduce de los vestigios que se han conservado, pero que también se puede
encontrar en esos pueblos que llamamos primitivos.
También aquí está presente y operante el elemento de la libertad. Aun el
artilugio más sencillo y el ornamento más escueto lo contienen. Pero en ese
grado actúan también numerosos y poderosos elementos conservadores: el
individuo se encuentra en estrechas estructuras de conjuntos sociológicos;
las tradiciones tienen gran poder; la vida está encauzada por todas partes
en lo religioso-mágico; los mismos procesos vitales se desarrollan en formas
rítmico-simbólicas; elementos todos ellos que aseguran el fluir de la vida y
dan ocasión al observador de usar la designación de «pueblos naturales».
Esta designación, ciertamente, es falsa en su misma base, pues entonces los
grupos humanos considerados quedarían en el mismo orden que una colonia
animal. Pero tiene razón en cuanto que el acto de salir de la naturaleza
sólo llega hasta un límite cercano, y en cambio, la conexión con la
naturaleza es muy estrecha y operante. Eso da a la vida del hombre primitivo
su carácter de «naturalidad» y cobijo, que muchas veces parece tan
envidiable a los hombres posteriores.
La segunda época la vamos a designar, de modo provisional, como humana,
reservándonos todavía la crítica de esta palabra. La cuestión de cuándo
empieza, no la podemos examinar aquí. En todo caso, alcanza desde el
comienzo de una conciencia histórica propiamente dicha, hasta esa irrupción
de la ciencia natural y la técnica que se prepara en el curso de la Edad
Moderna, y se cumple en el comienzo del siglo XIX.
El intervalo, pues, es muy largo. Se subdivide de los más diversos modos:
según pueblos y países, niveles históricos, caracteres de estilo, etc. Pero
a pesar de toda distinción, le domina un carácter penetrante: el que nos da
la sensación de que el hombre entonces es más, él mismo que en nuestra
época. Todavía, en las formas más diferenciadas de la satisfacción de las
necesidades, de la ordenación social, del conocimiento y del arte, es más
armónico y más próximo a la naturaleza de cuanto lo somos nosotros, y nos
vamos haciendo más cada vez.
Este carácter parece proceder de una determinada proporción que se mantiene
entre, por un lado, la distancia a la naturaleza, con la libertad de acción
de ella emanada, y, por otro lado, la proximidad a esa misma naturaleza, con
la seguridad por ella producida. El hombre, aquí, se aleja de la Naturaleza
sólo en cuanto siente aún por todas partes sus ordenaciones; su acción está
constantemente delimitada por las sensaciones de lo peligroso y lo que hay
que rehuir.
Pero por lo que toca a sus mismas actividades de cultura, están asumidas
esencialmente por la acción inmediata de los sentidos, así como por la mano
y el instrumento.
Luego se pierde esta proporción, y empieza una tercera época: ésta en que
estamos. La ciencia y la técnica permiten un modo de disponer de la
naturaleza, que no parece, por su fundamento, tener límite ninguno. Las
indicaciones y avisos de la sensación inmediata se debilitan. La libertad
pasa a ser antojo.
Se han distinguido diversas etapas en este proceso. Ante todo, la liberación
y dominio del vapor y la electricidad, con que quedaron disponibles energías
en una medida antes desconocida. Luego, el descubrimiento de los materiales
artificiales, que ha independizado el planteamiento de los objetivos
técnicos respecto a las disponibilidades de la naturaleza, enseñando a
ajustar en cada ocasión el material a su objetivo. Luego, la automación, que
transforma el estado y proceso de la producción en una máquina cerrada que
se mueve por sí sola. La física y la ingeniería de la energía atómica, por
fin, ensanchan hasta perderse de vista el campo de la libre determinación de
objetivos y de su realización.
No se puede decir si esta época puede ser sucedida por otra, y cómo. Ha de
considerarse la posibilidad de que sus elementos negativos, de que se va a
hablar en seguida, lleven a un fin degenerativo o catastrófico, o bien que
se logre ver algo más que una utopía en la idea de una situación de
perfección.
La separación de la base natural
El tema de estas consideraciones nos presenta ante todo la cuestión de en
qué forma el hombre queda separado de su base natural por esta evolución.
Como respuesta, enumeraré algunos fenómenos. Pero su sucesión no va a ser
completa ni tampoco a formar un conjunto desarrollado lógicamente.
El hombre de las épocas precedentes estaba condicionado por los datos
inmediatos de la naturaleza, de sus materias, de sus formas y sucesos. Según
se los encontraba y captaba, ellos le concedían el material para su obra;
determinaban la dirección en que tenía que moverse y trazaban las fronteras
de su alcance. El fenómeno fundamental de la acción cultural era el
instrumento, su formación y manejo. Los sentidos y la mano eran lo que lo
movían. Luego, la ciencia de carácter matemático penetró cada vez con más
decisión, a través de lo inmediatamente dado, hacia lo elemental. La técnica
empezó a construir a partir de esto los esquemas de sus objetivos. Apareció
la máquina y se desarrolló con creciente perfección.
Entonces pierden importancia los sentidos y la mano. El hombre pasa más allá
de los datos inmediatos de la naturaleza, entrando en relación con lo
elemental. Crea un mundo de formas intermedias; de signos, de cálculo, de
aparatos, y cada vez vive más sumergido en él. Ese mundo no es natural, sino
artificial. No subsiste por sí, no se mueve por tendencias naturales, sino
que debe ser constantemente producido y mantenido en marcha por el hombre.
Por tanto, el hombre no se puede confiar a ese mundo, sino que
constantemente debe preocuparse por él, y cada vez es más fuertemente
requerido por él.
Se forma una situación de creciente arbitrio —y también ciertamente, de
creciente esfuerzo—. Una sensación que antes pertenecía a la utopía, ahora
determina cada vez con más fuerza al hombre que vive con realismo: puede
plantear sus objetivos a su gusto, y está en condiciones de preparar en cada
ocasión los medios necesarios para su realización. Pero con ello pierde el
reposo que daba la marcha de la naturaleza al hombre inserto en ella. Los
datos inmediatos de esta naturaleza pierden su significación de límite, pero
también de seguridad; el hombre cada vez está más esforzado y en riesgo.
De todo eso surge la pregunta: ¿qué se hace de él mismo, de este modo?
¿Mantiene su acción propia? El mundo de los mecanismos ¿no le obliga a una
existencia que a la larga no puede realizar?, ¿crecerá él también, conforme
a su ser, a la altura de su obra, que se despliega cada vez más rápida, o se
hundirá bajo ella?
Otro fenómeno: Si se compara la disposición básica de nuestra época con la
de las anteriores, parece que en ésta el sentimiento se hace más débil. Con
ello no se alude a ninguna distinción como, por ejemplo, la que se establece
entre la época del Sturm und Drang y la de la Ilustración; sino más bien a
un enfriamiento de la vida del sentimiento y del corazón, que se extiende
por todas partes y cada vez en mayor medida: en la relación con la
naturaleza, con las demás personas, con el destino, con los valores
espirituales, etc. Resulta obvio que este proceso va unido a la estructura
técnico-racional de la época, como también con la multiplicidad de las
personas y acontecimientos.
Se puede caracterizar con optimismo a esta época, y entonces se dice que el
hombre moderno es objetivo. Los impulsos y obstáculos del sentimiento no
harían más que estorbar en la situación actual; por tanto, hay que hacer que
se replieguen. Pero si se piensa qué papel desempeñan en la economía
interior la movilidad espiritual, el sentirse arrebatado y el experimentar
las cosas; cómo forman la manera en que el hombre participa inmediatamente
de la existencia; el lastre existencial que mantiene en su curso su
movimiento vital... entonces uno se siente preocupado. En la misma medida en
que se hace más capaz de movimiento y eficacia, por el intelecto y los
mecanismos, se superficializa el proceso vital. Sus raíces se aflojan. Se
convierte en un ser que se pone en juego a capricho... Se piensa en el mito
de Anteo, el hijo de la Tierra, que no podía ser vencido mientras tocara a
su madre. Entonces Hércules le elevó y le ahogó en el aire.
En relación con esto se encuentra la creciente pérdida de contacto entre
persona y persona. Los educadores y los médicos observan que el hombre
moderno está cada vez más aislado. Ello representa algo completamente
diverso que el individualismo de principios del siglo XIX. Para éste, el
despliegue de su índole propia era algo absolutamente positivo; el
individuo, aun tan acentuado, encontraba fácilmente su enlace con otras
personas; véase su evolucionada cultura del trato social, de la amistad, del
eras, de las relaciones de autoridad, etc. El aislamiento de que hablamos es
algo diverso. Forma el reverso de la masa, en que los individuos,
innumerables individuos, están solitarios. Pues lo que da comunidad, no es
la adición de muchos individuos, sino la conexión viviente del esquema
orgánico de la totalidad. La «masa» es la gran cifra de individuos pobres en
contactos; y que, par su misma pobreza debelación, se dejan reunir
fácilmente y a capricho. La misa es, así, lo que posibilita la organización,
mejor dicho, lo que la requiere. Y también, recíprocamente: las diversas
formas de organización de índole profesional, social y política, están
interesadas en que los contactos naturales no tengan ninguna gran fuerza
enlazadora y constructiva, porque ahí echa raíz el individuo y se hace capaz
de resistencia. La tendencia totalitaria —que, queramos reconocerlo o no,
atraviesa nuestro mundo entero— presupone el individuo sin contactos, la
«pólvora humana». Como causa y efecto a la vez encontramos aquí la
disolución de la familia, la debilitación del matrimonio, el aflojamiento de
la relación entre padres e hijos.
El hecho de que la esfera de lo privado quede cada vez más destruida,
prolonga el fenómeno. Cada vez se percibe menos que tanto los individuos
como las familias deben tener la posibilidad de vivir en sí y para sí. Una
publicidad universal de la vida se encuentra en vías de realización. La
prensa, la radio, la televisión, el espíritu y la técnica de la información;
todo ello forma aquí también efecto y causa a la vez.
No se puede abarcar con la mirada qué es lo que se arruina con esto. Por
todas partes s e mete la publicidad en el dominio privado; por todas partes
se saca fuera lo que debería permanecer resguardado. Con ello no aludimos a
nada sentimental: la preocupación se refiere a la permanencia en salud de la
raíz vital. Una publicidad que vaya más allá de cierta medida no puede ser
provechosa para la existencia humana, tal como es. La existencia se
transforma en publicidad, y el problema es qué clase de persona surge de
esto. En todo caso, se puede decir que se estandardiza y que cada vez será
menos capaz de oponer resistencia a las tendencias totalitarias.
Ello significa nada fundamentalmente nuevo. Aumenta algo que está dado desde
el principio. Pero ese aumento se realiza en una medida y con una acuidad
que hace entrar en una fase crítica eso que se llama cultura.
Cultura «humana» y no-humana
El carácter de la cultura que resulta de las presuposiciones expuestas,
produce una fuerte impresión a los que tengan las raíces de su formación aun
antes de la segunda guerra mundial, y sobre todo, de la primera; tan fuerte,
que se sienten inclinados a designar la época anterior como «humana». Así se
ha hecho ya también al comenzar nuestras consideraciones. Pero ahora debemos
examinar con más exactitud el uso de esa palabra.
«Humano», «humanista», es «del hombre»; alude aquí, por tanto, amanera
auténtica de ser hombre, en contraposición a una manera artificial y
adquirida. Con eso, la expresión también contiene el juicio de que la fase
cultural actual, de que hablamos, ya no sea realmente adecuada a la esencia
del hombre.
Quien siente que con esta época se hunden valores y ordenaciones con que ha
crecido, tiene, naturalmente, el derecho personal de reaccionar. Pero en
cuanto se trata de obtener un punto de vista desde el cual sea posible un
juicio válido, tanto histórico como filosófico, ese derecho se transforma en
injusticia. Pues entonces el concepto de hombre se equipara a determinadas
fases y maneras del proceder humano —y en parte, por influjo de la educación
humanística. Pero eso es falso, porque «lo del hombre» no coincide en
absoluto con «lo humano» en sentido de «humanista». Aun quien se sale más
allá de las proporciones anteriores, hacia el ámbito de lo arbitrario, es
también hombre. Quizá deberíamos decir incluso que realiza lo humano de un
modo valiente y grande —aunque, ciertamente, también muy peligroso.
No se puede colocar lo humano en una fase histórica; así como tampoco en un
pueblo o país determinados. Más aún, ni siquiera se puede fijar el enlace
con la tierra, pues el hombre está referido al conjunto del mundo, a
diferencia del animal, que en cada ocasión está referido a un determinado
mundo circundante. Bien es verdad que él también tiene su mundo circundante
en cada ocasión, y que está muy ligado por él, bajo ciertas circunstancias;
pero estos enlaces son sólo relativos. Pueden romperse por los individuos,
así como por grupos sociales o movimientos históricos. De ello es un síntoma
el peculiar interés por las relaciones en el ámbito mundial, que hoy se
manifiesta.
En la época que tenemos por delante, y que no sabemos en qué destino
desembocará, el hombre realiza una nueva forma de su humanidad. Tanto más
claramente debe darse cuenta de que para eso no basta tomar a su servicio
nuevas energías, o, en la dimensión de la distancia, meterse en nuevos
ámbitos de la tierra o del universo: también tiene que desarrollar para ello
una nueva ética que lo sostenga. Pero no hemos de hacernos ilusiones: de
semejante ética no se puede hablar por ahora. Observando con más aguda
atención, ciertamente, se descubren conatos; pero en el más ancho campo
histórico, todavía no está operando. Lo que se encuentra hasta ahora, en
casos propicios, es un hombre que está como es debido en las estructuras
antiguas y que experimenta constantemente el conflicto de no arreglárselas
éticamente con las nuevas medidas, tareas y riesgos; en casos desfavorables,
un hombre en quien se desmorona la antigua actitud, pero sin que haya otra
nueva, estando su acción meramente animada por la tendencia hacia el
conocimiento, el gusto de la experimentación, y el afán de ventaja y
poderío. La expresión más aguda de esta situación la constituye esa radical
falta de conciencia que se ha mostrado abiertamente en los acontecimientos
políticos de los últimos decenios.
Ocasión y riesgo de nuestra época
El sentido de una época cultural no reside en definitiva en que en ella el
hombre logre un bienestar cada vez más alto y un dominio de la naturaleza
cada vez mayor, sino en producir la forma de la existencia y de la actitud
ética humana que exige la historia en cada ocasión.
El mundo existe dos veces. Ante todo, como dado sencillamente, como
naturaleza; pero además como encomendado, esto es, como síntesis de Io que
surge de encuentro del hombre con la naturaleza; es decir, de que el hombre
la vea, la comprenda, la perciba en su valor, domine; sus problemas éticos y
la conforme en una totalidad en que se haga patente una determinada
posibilidad humana. El requisito para esta conformación del mundo que ahora
tiende a realizarse, es la enorme libertad que hoy le está dada al hombre.
Pero esa libertad va insolublemente unida a un peligro igualmente enorme. Es
un símbolo el que los logros y descubrimientos más fecundos de la nueva
época se hayan desarrollado y sigan desarrollándose, en gran parte, en
conexión con la guerra. Sin esta conexión, hubieran tomado otro camino la
física y la técnica nucleares. Las ocasiones de la más osada edificación y
de la destrucción hasta el cimiento, nunca habían estado tan estrechamente
unidas en la conciencia común como hoy.
La cultura no es una imagen objetivista, que permanezca en sí, atenida a las
cosas, sino que, a la vez y en todo lugar, es una imagen existencial, esto
es, el mundo donde existe el hombre que la produce y que vive en ella. Así
pues, la medida con que se mide no es sólo la cuestión de qué consigue, sino
también qué se hace del hombre en ella. Esto no sólo vale para la ordenación
económica y la institución del bienestar, sino también para el Estado, el
arte, e incluso la ciencia. Lo olvidamos fácilmente. La idea, propia de la
Edad Moderna, de la autonomía de los dominios de la cultura, nos ha cegado
para importantes relaciones.
La cuestión es tanto más apremiante, cuanto el devenir de las formas de la
cultura se realiza más rápidamente. Aquí, la imagen acostumbrada de un
movimiento que aumenta de valor, tal como se expresa en el concepto de
evolución, queda atravesada por otra imagen: la de un desvío hacia un camino
que se hunde. A la primera imagen pertenecen los optimismos, las doctrinas
del progreso y el futuro glorioso; a la segunda, la sensación de que las
cosas no van de acuerdo y todo tiende a una catástrofe. Y es bueno detenerse
a observar actualmente que no son los espíritus más profundos los que se
declaran por la imagen optimista.
Mediante el trabajo de la cultura, el hombre se defiende de los peligros de
la naturaleza y se apodera de esta para sus finalidades. Eso significa que
cada vez adquiere mayor poder. Pero el poder no es en sí un valor. Su valor
sólo se define por la pregunta: ¿Poder para qué? Pero el que observe con
profundidad tiene la impresión de que la cuestión no se contesta claramente:
más aún, ni siquiera se plantea de veras. Se adquiere así la incómoda
sensación de que ese poder, en el fondo, ya no está regido por el hombre,
sino que cada vez asume más claramente el papel de un mero productor o
transformador de energía: de que el hombre ya no es su sujeto real, sino
tránsito para una corriente anónima de opiniones, inventos, construcciones.
Más aún, no se puede dejar de pensar que el hombre actual, en el fondo, está
de acuerdo con ese papel: incluso, que se encuentra a gusto en él, porque le
descarga de responsabilidad... Ello se muestra en dos conceptos que
adquieren importancia de medida. El primero es el de «proceso». Con él, el
hombre se ve, a sí mismo y su acción, bajo la imagen de un acontecer, en que
cada fase surge por necesidad de la anterior... El segundo concepto, en
cambio, es el de «progreso», que trata de dar sentido al concepto de
«proceso», al decir que éste tiende con seguridad a lo mejor. Es decir, que
cuanto más intensa y prolongadamente esté en marcha, más rica, más libre y
digna del hombre se hará la existencia...
Esta entera concepción puede asumir diversos caracteres. Por ejemplo, el
individualismo liberal es de la opinión de que el elemento eficaz es la
espontaneidad del individuo. Cuanto más confiadamente se desarrolle éste,
más fecundo será para todos el resultado. Por el contrario, el totalitarismo
afirma que el autentico motor es una necesidad que actúa en el conjunto de
la historia, expresándose canónicamente en el Estado. Cuanto más plenamente
tenga éste la iniciativa, con mayor seguridad se dirigirá la historia hacia
el bien común. En buena parte, estas ideas son secularización de la doctrina
cristiana de la Providencia: Han tomado en gran medida el carácter de
motivaciones indemostradas, mejor dicho, inconscientes; con lo cual su
fuerza es mayor. Pero oí no me equivoco, empieza a abrirse paso la
comprensión de que esas ideas son falsas. Ante todo, desde el punto de vista
de la propia obra objetiva de cultura. Cuando se desprende de ella una línea
única —por ejemplo, la de un determinado problema técnico, o de un método
terapéutico— se hace evidente un claro tránsito hacia lo mejor. Pero si se
toma la cultura en su conjunto; si se observa cómo cada uno de sus momentos
pasa a influir en cada uno de los demás, se ve que la ganancia en un aspecto
se paga con la pérdida en otro. Queda así sin respuesta la pregunta de si
esa totalidad se mueve hacia lo mejor o lo peor.
Aún más problemática se hace la cuestión en cuanto se pregunta qué se hace
del hombre con esto. Entonces, por ejemplo, se ve que la especialización que
todo lo invade sofoca la personalidad; pero cuando se alcanza una cierta
universalidad, no aparece una auténtica integridad, sino un diletantismo; y
que el perfeccionamiento de los mecanismos y montajes objetivos debilita el
organismo vivo; pero que los movimientos de retorno a la naturaleza hacen un
efecto extraño. Más aún, se ve cómo, en contraposición a la preocupación por
el hombre, se presenta la teoría del «cortocircuito», de que la ciencia no
tiene que preocuparse en absoluto de valores, sino sólo investigar,
indiferente a lo que salga de ello; que el arte existe meramente para sí, y
no le importa su influjo en los hombres; que las estructuras de la técnica
son obras del super-hombre, y viven por derecho propio; que la política
realiza el poder del Estado y no tiene que inquietarse por la dignidad ni
por la felicidad vital del hombre, etcétera.
Las ideas antes expuestas son, en el fondo, intentos de justificar la
profunda anarquía que reina en la labor cultural. Esta —por lo visto— puede
tener lugar mientras haya todavía terreno neutral y reservas sin utilizar.
Pero nuestra situación se ha hecho tan apretada, y las energías puestas en
juego han crecido de tal modo, que el individualismo, patentemente, toca a
su fin; pero el totalitarismo, a pesar de su momentánea coyuntura favorable,
llega igualmente a su fondo.
Qué debe acontecer
Todo ello significa: Ya no se trata de inventar algo mejor en esta o aquella
relación, o en organizar adecuadamente el entretejimiento de los procesos.
El conjunto de la existencia, la vida y la obra del hombre, debe ser visto,
de nuevo, situándose bajo las medidas adecuadas y ordenándose con arreglo a
su esencia.
Ahora, ustedes apenas esperarán que la conclusión de una conferencia les
aporte, "en este sentido, algo digno de tomarse en serio. Sólo puedo dar
indicaciones, por experiencias personales, y, eso significa que limitadas.
Pero estas —permítanme hablar con toda claridad— indican que el hombre
actual no está en condiciones de semejante modo nuevo de ver, de valorar y
de ordenar. No es capaz de volver a tomar en su poder las potencias
culturales que se quedan sin dueño.
Para que se hiciera capaz de ello, habría que crear condiciones previas que
quedan al margen de la especialización. El centro de la conciencia cultural
debe colocarse más profundamente en el interior, para que puedan cumplirse
de modo nuevo esos ac: >s elementales del proceder cultural, de que se
hablaba. El hombre responsable debe hacerse capaz de ver cuanto acontece
desde tas medidas que le independizan de las costumbres mentales recibidas;
y partiendo de este modo de ver, salir del caos cultural en que vivimos,
para entrar en esa libertad que ha crecido para él.
Querría expresar lo indicado con dos conceptos que causan escándalo; o así
lo espero, pues todo lo que realmente mueve, hace saltar la costumbre y
provocar por lo pronto una actitud defensiva.
Por un lado: Nuestra vida cultural requiere un elemento contemplativo o
meditativo; que se ha perdido en el transcurso del último siglo, por
evolución cada vez más rápida de los pueblos occidentales hacia lo
racionalista y activista. Por eso han quedado inermes ante la lógica propia
de los problemas científicos y técnicos.
La palabra «contemplativo» no tiene aquí nada que ver con el misticismo,
sino que es tan realista como práctica. Quiere decir que en la vida del
hombre actual —especialmente de aquel que tiene la responsabilidad y ejerce
la decisión— debe insertarse algo que puede ser descrito del siguiente modo:
en el debe formarse una auténtica interioridad, que pueda oponerse a las
tendencias superficializadoras y dispersoras de la época. El núcleo personal
debe experimentar una consolidación que, partiendo en cada caso de la
conciencia de verdad, le haga capaz de establecer una posición, que sea más
fuerte que las consignas y la propaganda. Así, el acto de salir —no sólo de
la naturaleza, sino también del mundo circundante; de la situación de la
época y de la sociedad; de convenciones y tradiciones de toda especie—
adquirirá la capacidad de resistir realmente y prevalecer. Aquí hay que
recordar que las convenciones del modo de enjuiciar pueden ser más tenaces
en las cosas del espíritu que en las cosas de la sociedad. Se pondrá en
situación de ver como por primera vez lo que ocurre, de enjuiciarlo
correctamente y de penetrar con la mirada las pseudo-obviedades que por
todas partes se consolidan como congeladas.
No se trata, pues, de una actitud específicamente religiosa, sino que algo
que pertenece a la vida conjunta del hombre; si quieren ustedes, se trata de
«meditación cultural». Las opiniones y acciones culturales, para la mayoría,
discurren sólo en aquel terreno de objetos de que se trate: la ciencia, la
técnica, la economía, la política, etcétera. Están determinadas por el
principio de la economía de fuerzas y por tanto se mantienen lo más posible
en las acostumbradas vías de sentido; del mismo modo que sólo son algunas
potencias objetivamente determinadas, entre el conjunto anímico, las que
entran en acción: intelecto, pensamiento finalista, construcción técnica y
organización económica. Los dominios más profundos, la convivencia humana en
los problemas, la seriedad de la persona y su responsabilidad, quedan en lo
posible puestos entre paréntesis, lo cual se suele justificar cerno
«objetividad». Por la meditación entraría el hombre entero en la
consideración, así como se pondría ante su mirada todo el conjunto de
sentido de lo considerado.
Por ejemplo, así podría meditar si es cierto, entonces, que los procesos
científicos, técnicos y políticos forman un proceso que discurre con
necesidad, y que por tanto deben ir cerno van. Y en esto cabría darse cuenta
de que aquí se ha deslizado, en toda clase de enmascaramientos, el elemento
pseudo-religioso del fatum, del hado, ejerciendo su influjo sin discusión.
Podría el hombre preguntar en una auténtica entrada en sí: ¿Es cierto eso,
entonces? ¿Existe ese «proceso», cuya idea domina abiertamente el
pensamiento marxista, y ocultamente el pensamiento no-marxista? Y podría
ocurrir que, al principio algunos individuos, y luego cada vez más hombres,
reconocieran: ¡en efecto, no es verdad! Si, por ejemplo, el hombre
considerara desde ahí la relación en que han ido a quedar los trabajos de la
física nuclear respecto a los motivos y métodos de la guerra, entonces vería
que no subsiste en absoluto esa «obligación» ominosa; que estaban abiertas
auténticas posibilidades de otra especie; que desde diversos lados, incluido
el del científico, se ha caído en una auténtica culpa, de amplias
consecuencias, que luego se recubrió con el dogma de la necesidad
político-militar.
O bien: podría plantearse la cuestión de si realmente el «bienestar» es el
valor superior en la construcción interna de la entidad del Estado. El
hombre de la época moderna asiente a esa opinión; pero ¿e cierta? ¿Cierta,
incluso cuando se muestra que el bienestar ascendente sólo puede ser
alcanzado mediante un mecanismo de leyes y autoridades, de controles y
obligaciones, que debilitan la autonomía y sepultan la seriedad de su
responsabilidad vital? Podría presentarse la cuestión aparentemente
antisocial de si no sería mejor menos bienestar y más responsabilidad
propia, en vez de un nivel de vida en elevación y una constante pérdida de
responsabilidad propia. Una auténtica reflexión que evite el hechizo de lo
habitual y penetre hasta la esencia de las cosas, podría también abrir los
ojos sobre esto. Una persona convencida de este sentido podría oponerse a la
rastrera totalitarización de la vida, que se cumple por todas partes
mediante el aparato estatal; en el individuo siempre está justificado por
puntos de vista excelentes, pero a la larga cambia el carácter de la res
publica, que, en efecto, debe ser una ordenación de personas bajo las
medidas de la libertad y responsabilidad.
Sería una cuestión aparte considerar de qué modo podría aprenderse y
ejercerse semejante meditación de las cosas culturales, sin que se
convirtiera en misterios esotéricos o en artificiosidades reformistas.
Ocuparse de esto sería una tarea muy seria de la educación de las personas
mayores. Ante todo, ocuparse de que no volviera a surgir en ese territorio
nuevo una ocupación: ciclos de conferencias, «semanas» de discusión, libros,
folletos y artículos, en que al nuevo hallazgo se le daría la vuelta
convirtiéndolo en sensacionalismo; sino que se meditara en serio la cuestión
de cómo se llega a la comprensión; auténtica, que no sólo produzca cosas
intelectualmente correctas, sino que entre a lo esencial y cree una seriedad
que sea más que mera objetividad.
El segundo concepto está estrechamente unido con lo expuesto: el de la
ascética. Esta se ha vuelto un horror para el hombre de cultura de nuestro
tiempo: expresión de una enemistad a la vida que viene de lo metafísico o
incluso de lo hierático. En realidad aquí también se ha perdido algo, y el
hombre moderno se ha debilitado con eso. El hombre de hoy y de mañana tiene
que habérselas con energías de dimensiones enormes. Está expuesto a riesgos
que llegan hasta el fondo. Pero su situación no se puede dominar con una
actitud relativista de espíritu. Esta produce una índole humana que sólo es
dura en los planteamientos de problemas científicos y técnicos, pero que es
blanda en su actitud personal. En ella resulta variable la distinción entre
razón y sinrazón; la relación entre lo útil y el respeto al hombre; la
ordenación de rango de lo esencial y de lo casual; y así sucesivamente. El
hombre queda inerme ante las tendencias del acontecer cultural, y oculta su
debilidad tras la idea de la inevitabilidad de los procesos.
El hombre debe volver a establecer posiciones absolutas; hacerse otra vez
capaz de formar un auténtico juicio en las cosas de la vida cultural, y
mantenerlo en pie; de adoptar una actitud y hacerla prevalecer luchando.
Esto no ocurre por sí sólo, sino que los actos que lo produzcan deben ser
desarrollados; pero aquello que lo consigue es precisamente la ascesis; una
disciplina de sí mismo, que limite la desmesura de las exigencias de la
vida, y que ponga medida al desenfreno del consumo y el placer, rompiendo la
dictadura de la ambición y el afán de ganancia; y todo ello, no por
enemistad a la vida, sino por deseo de una vida más libre y valiosa.
Sin exponernos a la sospecha del engrandecimiento de nosotros mismos, hemos
de decir que en nuestra época hay posibilidades totalmente nuevas de
grandeza en la actuación y en el ser. Pero «grandeza» no es nada
cuantitativo, sino asunto de valor interior; asunto de la libertad y del
estilo. Pero la grandeza nunca ha surgido de la transigencia a la
inclinación.
Pero luego la idea del ascetismo penetra más hondo, y se despiertan
preguntas que probablemente al oyente moderno le sonarán a muy
reaccionarias. Por ejemplo: ¿todo conocimiento adquirido debe hacerse
igualmente accesible a todos? Una regla de la actividad científica moderna
lo dice así, pero ¿tiene razón? ¿No se enmascara en ella el optimismo
racionalista, según el cual la verdad científica es siempre para bien? Un
físico de nuestro tiempo ha dicho que empezamos a sospechar que la línea del
conocimiento científico no tiene por fuerza que coincidir con la de la
prosperidad humana: ¿no surgen de aquí problemas de la sabiduría? Dándose
cuenta de que todo conocimiento tiene consecuencias, ¿no se debe dar tiempo
a los hombres para ponerse a la altura del conocimiento obtenido hasta cada
instante?, ¿y no es muy diferente que un pensamiento sea pensado por un
espíritu entrenado en la ciencia, o por el contrario, que se lance tal
pensamiento a la publicidad, produciendo consecuencias de muy diversa
índole? Todo eso, sin embargo, presupone la capacidad de callar; y esto
quiere decir, llegado el caso, de renunciar a la prioridad, al prestigio, a
la ganancia.
La opinión común entiende que la sucesión precipitada de los descubrimientos
e invenciones técnicas es simplemente una ganancia. ¿No podría una reflexión
más profunda penetrar la falta de verdad de esta opinión? Las novedades
técnicas deben ser re e-laboradas en términos humanos; pero para eso hace
falta tiempo. ¿No es, pues, frívolo —para evitar otra calificación más
dura—, realizar una novedad tras otra? ¿No hay, al lado de la economía de lo
material, también otra de lo humano? ¿No hemos capitulado simplemente ante
las coerciones técnicas de los problemas, dejando que corean sueltas la
invención y la construcción? En referencia a la construcción de las armas
atómicas, se ha hablado de la «tentación de lo técnico»: una expresión feliz
para la fuerza que parte de la posibilidad de hacer que algo funcione. El
libro de Robert Jungk sobre la vida de los investigadores atómicos habla en
forma muy intranquilizadora de cómo la conciencia ha cedido ante esta
tentación, cubriéndose luego su rendición con las palabras «progreso»,
«necesidad militar», «valor futuro para la utilización pacífica», etcétera.
Ese libro es un primer ensayo: habría de continuarse del modo más intenso.
Tales cuestiones señalan los auténticos problemas éticos de nuestro tiempo.
Son más importantes, y, por estar ocultas, más operantes que muchas
cuestiones de índole social o económica que ya han encontrado sus palabras y
sus terrenos de discusión. Pero su solución no depende, en lo más profundo,
de consideraciones intelectuales, sino de actitudes de carácter, que
evidentemente no existen todavía: de la capacidad de penetrar y abarcar con
la mirada, de juzgar y ordenar, de tener prudencia y moderación, todo lo
cual puede ser obtenido solamente por una renuncia interior que se llama
precisamente «ascesis».
Sé lo que se puede replicar. Es un juego de niños dejar en ridículo lo
dicho; yo diría: más fácil, cuanto más superficial sea uno. En realidad,
estas consideraciones son realistas en el más alto sentido, pues parten de
la preocupación por esa realidad que en definitiva lo sustenta todo: el
hombre y su integridad personal. ¿De qué sirve toda la técnica, si el hombre
se hace cada vez más pobre en sustancia humana, y cada vez más débil en su
libertad?
Aquí también se sitúan las decisiones históricas últimas. Ninguna resolución
de la OTAN, ningún control internacional será eficaz, ni pasará más allá del
estadio de las astucias diplomáticas, si no se crean aquí los presupuestos
para una eficiencia auténtica.
Empezamos a mirar a la India con esperanza vacilante. ¿Nos preguntarnos si
no entra ahí quizá un nuevo factor en la política mundial que podría
representar algo más que simplemente un nuevo centro de intereses y otra
técnica de acción? ¿No se ha formado allí una actitud que empezó con Gandhi,
ridiculizado como loco, pero que en realidad cimentó la libertad de la
India? Lo nuevo consistiría en que los hombres tomaran posesión de toda la
ciencia y la técnica, pero pensaran y actuaran con una humanidad más
completa de lo que es la humanidad de este superficializado y azuzado mundo
occidental —y del oriental, en cuanto que reúne ideas occidentales con un
desprecio asiático por el hombre.
Así, habría mucho que decir todavía. Pero yo debo concluir, dejándoles lo
que ustedes quieran sacar de estas ideas.
______________
* Traducción de José María Valverde.
Fuente: Romano Guardini, La Cultura como obra y riesgo, Ediciones
Guadarrama, Madrid, 1960.
Extraído de Mundo y Persona (Welt und Person) *
Romano Guardini
I. Naturaleza, sujeto y cultura
¿Cómo percibe el hombre el ser del mundo en que vive? ¿De qué manera existe?
¿Con qué conceptos se expresa esta manera de existir del mundo?
Ya a finales de la Edad Media, pero, sobre todo, en el Renacimiento surge
una palabra que va a ir adquiriendo cada vez mayor significación: la
naturaleza. Con ella se designa la totalidad de las cosas, todo lo que es.
O, expresado más exactamente, todo lo que es antes de que el hombre ponga la
mano en ello. Es decir, los cuerpos celestes, la tierra, el paisaje con sus
plantas y sus animales, pero también el hombre mismo, siempre que se
entienda como realidad anímico-orgánica. Este todo se experimenta como algo
profundo, poderoso y magnífico, como una plenitud de vivencia a nuestra
disposición y a la vez, también, como cometido para el conocimiento, la
aprehensión y la conformación. La intensidad en el valor de la palabra
muestra qué profundos desplazamientos del sentido vital y de la relación
cósmica se expresan en ella.
El concepto de naturaleza es un concepto objetivo que significa aquello que
se ofrece al pensar y al obrar; a la vez, empero, es también un concepto
axiológico y significa una norma válida para este pensar y este obrar: lo
sano y exacto, lo sabio y perfecto, en suma, «lo natural». Frente a ello
tenemos lo no-natural, lo artificioso, desviado, enfermizo, pervertido. De
este criterio axiológico se derivan modelos de la existencia natural; el
hombre tal como debe ser, la sociedad y la forma política natural, la
educación fecunda, el arte noble, y tantos otros, modelos que se significan,
por ejemplo, con el concepto del «honnête homme» de los siglos XVI y XVII,
del hombre «natural», de Rousseau, de la vida racional de la Ilustración y
de lo naturalmente bello en la Ilustración y en el clasicismo.
El concepto de «naturaleza» expresa algo último. Detrás de él no puede
apelarse a nada. Tan pronto como se deduce algo de él, este algo se ha
entendido definitivamente; tan pronto como se ha fundamentado algo como
natural, este algo está justificado; tan pronto como se tiene conciencia de
que algo es conforme a la naturaleza, desaparece el problema. Con ello no
quiere decirse que la naturaleza pueda entenderse en su totalidad y en i su
último sentido. Al contrario, la naturaleza es sentida como, algo tan rico y
profundo, que el pensamiento no llega con ella a ningún último término. La
naturaleza es creadora y no puede apresarse en ningún sistema; es misteriosa
y «no se deja despojar de su velo». Y es misteriosa, no en el sentido de que
sus problemas sean harto complicados, sino por principio: la naturaleza
lleva en sí el carácter misterioso del comienzo y del fin, del sustrato
primario, de lo esencialmente impenetrable. Justamente por ello representa
también lo último sobre lo que puede preguntarse. En tanto que da una
respuesta, esta respuesta es definitiva, porque es «natural», es decir,
evidente, y porque, proveniente de la naturaleza, constituye una respuesta
desde los fundamentos primarios.
En la vivencia de la naturaleza desemboca otra vivencia, la de la Antigüedad
clásica. Para el sentir del Renacimiento, que, desde este momento, va a
penetrar toda la Edad Moderna, la Antigüedad clásica no es una época entre
otras y, por tanto, condicionada como todas las demás, sino que reviste
carácter normativo. La Antigüedad clásica representa la expresión del hombre
tal como éste debe ser. La humanidad y el sentimiento existencial, el idioma
y el arte, la forma política y social del mundo clásico griego y romano se
sienten como interpretación válida de la existencia verdaderamente natural.
El concepto de lo clásico significa en último término lo mismo que el de lo
natural; sólo que entendido como conformación histórica. La cultura clásica
es la cultura «natural», y la vivencia de la naturaleza se justifica por una
vivencia cultural de rango máximo.
Desde aquí el problema religioso se plantea de nueva manera. Muy pronto ya
se muestran dos posibilidades de respuesta. La primera encuentra en la
naturaleza misma una profundidad numinosa, y surge así la idea de la
naturaleza misteriosa, creadora del todo, sagrada: de la naturaleza-Dios.
Así en Giordano Bruno, Spinoza, Goethe, Hölderlin, Schelling. La naturaleza
se entiende ella misma como el hecho primario religioso y la relación con
ella como la raíz de la religiosidad. Lo natural es, a la vez, lo sagrado y
religioso, lo no-natural o antinatural, lo impío sin más [1] ... O bien el
sentimiento religioso experimenta una especie de inversión y se convierte en
una intolerancia religiosa y oculta, que considera lo inmediatamente dado de
las cosas como lo único esencial, y el sentido para los hechos y la
fidelidad a la realidad como lo único exacto; así, sobre todo, en la
corriente positivista que va a correr a todo lo largo de la Edad Moderna.
En tanto que el hombre es una realidad anímico-corporal, pertenece él mismo
a la naturaleza; en tanto, empero, que la considera, la investiga, la
aprehende, la conforma, se sitúa frente a ella. Que se trata de un verdadero
enfrentamiento se ve claramente en el concepto admonitorio de lo no-natural.
Lo no-natural sólo puede darse porque el hombre no se inserta en la conexión
natural inmediata. En lo no-natural el hombre se desprende de esta conexión,
la precipita en una crisis, y tiene como cometido el reconstruirla por el
conocimiento, la acción y la creación. De la experiencia de este
enfrentamiento surge una segunda forma fundamental de interpretación de la
existencia: la del sujeto.
El concepto no se encuentra en la Edad Media como no se encuentra tampoco en
ella el de la naturaleza. Es verdad que se sabe de la naturaleza como
realidad y también como norma. También el hombre medieval ve las cosas, el
orden de su estructura, la regularidad de su comportamiento, y llega así a
la idea de una última unidad. Además, al pensamiento medieval se incorpora
el concepto griego, especialmente el aristotélico, de naturaleza y lo
elabora en todas sus direcciones. Este concepto no tiene, empero, el
carácter que antes hemos descrito, sino que se convierte, más bien, en un
medio para interpretar la creación de las cosas por Dios. De igual manera,
también el pensamiento medieval sabe del sujeto como la unidad del existir
individual, como el soporte de los actos espirituales y como el punto de
imputación de la responsabilidad. Este concepto, no obstante, tiene algo de
desinteresado, de serena objetividad, que se manifiesta ya en la manera con
que el individuo retrocede detrás de las conexiones de la existencia. Este
carácter se modifica en el ocaso de la Edad Media y, sobre todo, en el
Renacimiento. En esta época va a imponerse una vivencia del sujeto que
determinará toda la época subsiguiente. El hombre se siente, de una nueva
manera, como algo importante e interesante. El hombre extraordinario,
genial, sobre todo, gana una importancia no sentida nunca en la Edad Media.
El hecho de que el Renacimiento abunde en personalidades originales y de
grandes dimensiones no es suficiente para justificar la impresión que causa
su tipo humano. También la Edad Media fue sustentada por hombres
extraordinarios, combatientes, soberanos, creadores y personalidades
religiosas; pero sólo después de aquel giro histórico logra el hombre
excepcional aquel acento que va a prestarle un carácter tan singular. Sólo
ahora va a convertirse en algo importante para sí y para toda la época. Lo
personal va a convertirse en un nuevo criterio y, contemplado claramente en
las grandes personalidades, va a determinar el ámbito total de la vida.
Surge así un nuevo sentimiento de lo humano, un interés por su variedad, un
juicio acerca de su autenticidad y originariedad. De igual manera que la
naturaleza aparece como lo primero, detrás de lo cual no podía retrocederse,
así también la personalidad. La gran personalidad, sobre todo, lleva en sí
la ley de su existencia, quiere ser entendida desde sí misma y justifica su
obrar con su propia fuerza creadora. Lo que de ella surge auténticamente
reviste carácter de validez. Descubierto en hombres excepcionales, el mismo
criterio se aplica al hombre en absoluto, el cual se convierte así en un
principio tan válido como la naturaleza. La existencia adecuada consiste en
que el hombre viva y actúe desde el fundamento primario de su personalidad.
Frente al ethos de lo bueno objetivamente y de la verdad, aparece el de la
autenticidad y veracidad.
Lo determinado hasta ahora partiendo de la originariedad del ser vivo,
recibe su expresión formal en el concepto de «sujeto». El sujeto es el
soporte de los actos revestidos de validez y la unidad de las categorías que
determinan esta validez. Su definición más clara se encontrará en la
filosofía de Kant. Como sujeto lógico, ético, estético, esta filosofía
piensa un dato último, soporte del mundo del espíritu. Detrás de él no puede
retrocederse, porque todo intento de retroceso sólo puede realizarse con las
categorías de esta misma subjetividad. El «sujeto» constituye la expresión
lógica de la «personalidad», y ambas representan diversas formas de la
naturaleza-hombre enfrentada con la naturaleza-cosa. Con una pasión que
apunta ya a una trasposición en el sentido existencial, se confiere al
sujeto lógico, ético y estético el carácter de la autonomía. «Autonomía»
significa el «descansar' sobre sí mismo», el carácter de comienzo y la
validez primaria del sujeto; la misma pretensión, por tanto, que, aplicada
al ámbito vital-creador, es expresada por el concepto de personalidad, y,
aplicada al ámbito objetivo de las cosas, es expresada por el concepto de
naturaleza.
Tan pronto como algo puede ser deducido de la personalidad o del sujeto,
este algo ha sido entendido definitivamente. Quien ha superado, de una
manera u otra, la Edad Moderna y se entrega a la lectura, por ejemplo, de
las obras de Immanuel Kant, hace una experiencia singular. ¿En virtud de
qué, el hecho de que el sistema hunda sus raíces en la subjetividad, aunque
sea «trascendental», es garantía suficiente de la posibilidad del
conocimiento, del juicio moral, etc.? En el sentimiento, empero, de que esto
es así radica precisamente lo «nuevo», algo que el lector imaginado no puede
aceptar sin más, una vez que ha traspuesto la línea decisiva. Para el
pensamiento de la Edad Moderna, un acto de conocimiento o un juicio moral se
convierten en realmente válidos por el hecho de descansar en la autonomía
del sujeto; un fenómeno que se corresponde con lo que más arriba dijimos
sobre el conocimiento desde la naturaleza y sobre el criterio axiológico de
la naturalidad. Con ello no se afirma que el sujeto mismo fuera plenamente
cognoscible; el mismo Kant, por ejemplo, sitúa en la ley moral interior toda
la profundidad del misterio, un misterio que, característicamente, es
relacionado por él con la impresión numinosa del cielo estrellado, es decir,
con la naturaleza. La personalidad y el sujeto son, en principio, tan poco
comprensibles como la naturaleza, pero lo que se comprende desde la
personalidad y desde el sujeto está comprendido válidamente. Un retroceso al
ámbito metafísico es tan imposible partiendo de la personalidad y del
sujeto, como partiendo de la naturaleza. También la personalidad se prolonga
en el campo religioso, y el genio es sentido como algo numinoso. El poeta,
el artista, el hombre de acción, aparecen como algo misterioso, y existe la
tendencia a ponerlos en relación con la idea de los dioses. El nuevo
concepto de la fama expresa la irradiación suprahumana que, procedente de
las grandes personalidades, sigue iluminando la historia. La subjetividad se
pone en relación con el espíritu universal a través del «sujeto en general»,
y se convierte en su expresión directa. El pensamiento recibe desde aquí un
carácter religioso, y éste se vierte en la idea de la «ciencia», prestándole
una significación hasta entonces desconocida.
Naturaleza y sujeto —designando también con esta palabra la personalidad— se
enfrentan la una al otro como hechos últimos. La existencia está dada como
naturaleza y como sujeto, detrás de los cuales no se puede retroceder. Entre
ambos surge el mundo de las acciones y de las obras humanas. Este mundo
descansa sobre aquellos dos polos, encuentra en ellos su presuposición, es
caracterizado por ellos, pero, de otro lado, posee frente a ellos una
independencia singular. Es un mundo que se determina por un tercer concepto,
peculiar también de la Edad Moderna: el concepto de «cultura».
La Edad Media poseyó una cultura del más alto valor. Tendió al conocimiento
y construyó en sus «Sumas» un alto universo de evidencias. Creó obras
grandiosas, realizó acciones arrojadas y conformó órdenes de la convivencia
humana de última validez. Todo ello se realizó, empero, en una actitud que,
si hubiera tenido conciencia de sí, se hubiera entendido a sí misma como una
contribución al acabamiento de la obra universal divina. El hombre se
esforzaba en realizar la obra, pero no en reflexionar sobre esta obra, y
ello porque lo que le interesaba era lo que había que crear, y no él mismo
como creador. También aquí cambian las cosas con la Edad Moderna. La obra
humana recibe una nueva significación, y una nueva significación también el
hombre como su productor. La obra humana se incorpora el sentido que antes
había alentado en la obra divina del mundo. El mundo pierde su carácter de
creación y se convierte en «naturaleza»; la obra humana pierde la actitud de
servicio determinado por la obediencia a Dios y se convierte en «creación»;
el hombre mismo, que había sido antes adorador y servidor, se convierte en
«creador». Todo ello se expresa en la palabra «cultura». También en ella
anida una pretensión de autonomía. El hombre pone mano en la existencia para
conformarla de acuerdo con su propia voluntad. Al ver al mundo como
naturaleza, se lo quita a Dios de las manos y lo hace descansar sobre sí
mismo. Al entenderse como personalidad y sujeto, se emancipa del poder de
Dios y se convierte en señor de su propia existencia. En su voluntad de
cultura se dispone a construir el mundo, no en obediencia frente a Dios,
sino como obra propia. Y, efectivamente, la constitución del concepto de
cultura coincide con la fundamentación de la ciencia moderna, de la que, a
su vez, va a salir la técnica. Esta última, empero, constituye la suma de
todos aquellos medios y procedimientos por los cuales el hombre se libera de
las barreras de las conexiones orgánicas, en cuya virtud se hace capaz de
proponerse fines a su arbitrio y de conformar de nuevo lo dado. Lo que en
esta voluntad alienta se pone de manifiesto en la doctrina de la autonomía
de la cultura, la cual va liberando progresivamente la ciencia, la política,
la economía, el arte, la pedagogía, de las vinculaciones de la fe, y no sólo
de la fe, sino también de toda ética obligante, y haciéndolas reposar sobre
sí mismas. También esta cultura adquiere carácter religioso. En ella se
revela el secreto creador de la existencia, sea que se le conciba como
fundamento primario de la naturaleza o como potencia de la personalidad o
como espíritu universal. También la cultura aparece como algo último, que
garantiza al hombre el sentido de la existencia: «Quien tiene arte y
ciencia, tiene también religión».
La estructura psicológica o la situación en la historia del espíritu
determinan cómo se relacionan recíprocamente los hechos primarios de la
naturaleza, del sujeto y, entre ambos, de la cultura. Puede situarse el
centro de gravedad en la naturaleza y entenderse al sujeto como su órgano;
así, por ejemplo, en la filosofía de la naturaleza del Renacimiento y del
romanticismo. En este caso la cultura aparece también como emanación de la
naturaleza, como su autoconstrucción, trascendente a ella misma y hecha
posible por el eslabón intermedio del sujeto reflexivo. O bien el centro de
gravedad se desplaza al yo, y la naturaleza aparece como una masa caótica de
posibilidades, de las que el sujeto, conformando autónomamente, hace surgir
el mundo de la cultura, tal como ocurre en la filosofía de Kant. O bien,
finalmente, pueden considerarse la naturaleza y el sujeto como pilares
equivalentes de la relación, sobre los cuales, como sucede en Hegel, tiene
lugar el acontecimiento supranatural y suprapersonal del devenir de la
cultura.
También el campo de la religión experimenta una interpretación diversa. Lo
divino se inserta en la naturaleza y se equipara con su profundidad
creadora; o se sitúa en el interior de la personalidad, en el ánimo, en la
genialidad y aparece como su fuente misteriosa; o se ve en él el principio
espiritual y creador de la existencia que se despliega en el proceso de la
creación cultural... La relación puede también construirse, sin embargo,
sobre la base de la separación, tal como lo hacen el deísmo y el
racionalismo. En este caso, «Dios» queda situado a tal distancia del mundo,
que no puede afectar ni a la naturaleza o al sujeto en su autonomía, ni a la
obra de la creación cultural en su desarrollo propio... Una última
posibilidad consiste, finalmente, en tener al ámbito de lo religioso por
peligroso para la libertad y pureza del mundo, eliminándolo totalmente. Es
lo que tratan de hacer el positivismo y el materialismo en sus diversas
formas.
A la pregunta formulada al principio, de en qué forma es él existente, la
conciencia de la Edad Moderna contesta diciendo: como naturaleza, como
sujeto y como cultura. La estructura de estos momentos significa un algo
último, tras el cual no puede retrocederse; un algo autónomo que no necesita
ninguna fundamentación y que no consiente tampoco ninguna norma sobre sí.
Esta respuesta proviene de la época, entendida como una totalidad, y no
depende, por ello del individuo. Expresa una actitud total en la que nace
inserto el individuo y con la que éste tiene que enfrentarse polémicamente.
Como forma perceptiva preliminar y como patrimonio común, esta actitud
actúa, de una u otra forma, en la conciencia de cada individuo, incluso
cuando éste la contradice.
Bajo su influjo se encuentra también la manera en que son experimentados,
recibidos y convertidos en contenidos del obrar la realidad religiosa, Dios
y su reino. Este influjo puede destruir toda relación positiva con la
revelación, pero actúa también allí donde se mantiene la fe. Este influjo
actúa en el pensar y en el sentir del creyente, y produce las específicas
dificultades religiosas de la Edad Moderna, que pueden condensarse en la
siguiente pregunta; si el mundo es realmente tal como lo hemos expuesto,
¿pueden ser la Iglesia, la Encarnación divina, la revelación y, finalmente,
puede ser el Dios sacrosanto personal, que es presuposición de todo ello?
II. El ser creado del mundo
No es fácil adoptar una actitud adecuada respecto a esta situación y a estas
concepciones, ya que no sólo se trata de algo muy complicado, sino, además,
de algo determinado por puntos de vista que se limitan y se oponen
recíprocamente.
Ante todo, habría que preguntarse qué hay de exacto en las ideas de
naturaleza, sujeto y cultura que acabamos de exponer. La forma directa con
que la Edad Media vio la realidad absoluta de Dios y la vida eterna
prometida, como lo propiamente verdadero, amenazó —en principio, e
independientemente de la intensísima plenitud de vida y de creación— con
desvalorizar lo finito y temporal. Lo finito aparecía sólo como el reflejo
inapropiado de lo absoluto y el tiempo como el preludio inesencial de la
eternidad. Se sentía tan intensamente el carácter simbólico de la creación,
que no se atribuyó a ésta suficiente realidad. A partir de finales de la
Edad Media la fuerza de lo religioso se hizo cada vez más débil. El ímpetu
hacia la trascendencia, que se había impuesto antes en todos los puntos de
la existencia, cede ahora. La atmósfera religiosa que antes había abarcado
todo, la corriente religiosa inmediatamente sentida, que había abarcado
todo, la corriente religiosa inmediatamente sentida, que había penetrado
todo, se volatiliza ahora. Para emplear una expresión ya acuñada, el mundo
«se desencanta». La realidad finita se destaca de una nueva manera: en su
dureza y su urgencia, en su plenitud de sentido y su carácter valioso. Lo
finito como tal penetra en la conciencia y con él la significación de lo
creado. Esta significación puede, en efecto, disolverse de diversas maneras;
de un lado, ocultando el hecho de su carácter creado y haciendo del mundo un
algo absoluto; de otro lado, empero, también, viendo tan inmediatamente en
lo religioso-absoluto lo propiamente verdadero, que lo finito pierde su
plenitud de realidad y de sentido. Justamente esta plenitud es la que ahora
se impone al sentimiento, formula sus preguntas y señala sus cometidos.
Todo ello se expresa en los conceptos de que hemos hablado, y en este
sentido éstos tienen su justificación. La verdad sigue siendo siempre la
verdad, sea cual sea el precio que haya que pagar por ella. Ahora bien, lo
que la conciencia de la Edad Moderna percibió frente a la Edad Media era
realmente verdad; la realidad auténtica, plena de sentido, sugeridora de
obras, del ser finito. Pese a toda la admiración por la grandeza, unidad e
intimidad de la visión medieval del mundo, no hay que olvidar que llevaba en
sí por doquiera una especie de corto-circuito religioso. Se sentía tan
intensamente lo absoluto, que lo finito no se destacaba en su significación
propia. Las preguntas por la esencia del mundo no estaban más que
parcialmente bien formuladas, y las respuestas no eran dadas realmente más
que en parte. La estructura audaz y piadosa de la existencia medieval sólo
pudo surgir y pervivir, porque la vista estaba, a menudo, cegada para la
realidad de las cosas, porque el corazón se hallaba protegido frente a las
posibilidades del mundo, y porque las decisiones se desplazaban al ámbito de
la vida ético-religiosa. El hombre medieval rezaba a Dios y obedecía a la
autoridad que el Señor del mundo había colocado aquí. Con ello rendía
pleitesía a la última verdad, pero ignoraba, a menudo, la penúltima; también
ésta, empero, es verdad y no debe quedar aplastada por la fuerza de la otra.
Las respuestas del hombre medieval a las preguntas por la esencia del mundo
eran, por eso, a menudo, todavía precríticas y representaban una
estilización mítica, legendaria y artística de ese mismo mundo. Como el
mundo, de otra parte, no aparecía a la mirada del hombre medieval como lo
que en realidad es, la fe de éste no llegó a sufrir la verdadera prueba.
En los conceptos de naturaleza, sujeto y cultura se expresa aquel deber que
la Edad Moderna ha descubierto y hecho suyo; el deber de sinceridad y el de
hacer justicia a las cosas. La Edad Moderna se decidió a tomar al mundo como
realidad y a no restarle nada de ella por el tránsito directo a lo absoluto.
Se percató de que este mundo le está dado al hombre de una manera a la vez
grandiosa y terrible, y se dispuso a entender como cometido religioso el
sentido de esta responsabilidad, en lugar de paliarla por un retroceso al
ámbito de lo religioso. La ciencia moderna con su carácter implacable, la
técnica con su precisión y audacia, el espíritu tan específicamente moderno
de conquista del mundo, de planificación y conformación, todo ello
representan auténticos progresos. No en el sentido superficial, de que la
época caracterizada por estos rasgos sea, sin más, mejor que la
antecedente.-Hablar aquí de «mejor» o «peor» es algo muy problemático,
aparte de que toda ganancia en un punto se paga con pérdida en otro, y de
que hoy, en que la Edad Moderna se acerca a su fin, vemos cada vez con mayor
agudeza cuánto ha costado el tránsito a ella. Lo que justifica una época
histórica respecto a las demás no es que sea mejor, sino que está a la
altura del tiempo. En tanto que reviste este carácter es buena y representa
un progreso. Los conceptos de que estamos tratando expresan ese algo nuevo a
la altura de su tiempo. Quizá hay que decir incluso, que también lo que hay
de falso en ellos se halla en conexión, de una u otra manera, con las
realizaciones vitales y creadoras de la Edad Moderna. Para producir una obra
semejante de conocimiento, de dominio y de conformación, tal como
efectivamente la ha llevado a cabo la Edad Moderna, quizá fuera necesario,
en alguna manera, un giro tan apasionado hacia el mundo.
Y, sin embargo, toda la estructura de los conceptos naturaleza, sujeto y
cultura, tal como nos la brinda la conciencia de la Edad Moderna, se halla
en profunda contradicción con el cristianismo. Y no sólo porque los nuevos
cometidos que hemos descrito se han perseguido con una exclusividad que
tenía que destruir la totalidad de la existencia, sino porque lo verdadero
en aquellos conceptos estaba dominado por una reflexión sobre la existencia
que estaba dirigida contra el sentido de la revelación.
Sobre todo, contra aquella proposición que sustenta toda la Sagrada
Escritura; que el mundo ha sido creado.
Para que esta proposición reciba, sin embargo, su plena significación, es
preciso, primero, dar al concepto de creación divina su puro sentido. La
expresión, en efecto, ha experimentado un cambio de significación, pero
contiene todavía restos de sentido y movimientos emocionales que ocultan
este cambio. Cuando en el siglo XIX habla de «creación», resuena en la
palabra la significación bíblica; a lo que, sin embargo, se alude con ella,
en realidad, es al proceso creador de la naturaleza, la cual, a su vez, no
es creada, sino que descansa eternamente en sí misma y se desenvuelve por sí
misma; o bien se alude al proceso creador de las grandes personalidades, que
llevan en sí su forma y su ley, y que producen su obra por una fuerza propia
primaria. A este cambio de significación conducen una serie de estadios
intermedios que podrían ponerse de manifiesto por una investigación
detallada del idioma filosófico, literario y religioso. Incluso cuando el
creyente en la Biblia habla de la creación, es muy problemático el sentido
en que piensa este proceso creador. De ordinario no tendrá conciencia
precisa de él, sino que lo hará retroceder como algo misterioso a un
comienzo infinitamente lejano. Siempre, empero, que tenga que pensarlo
realmente —al leer, por ejemplo, el Génesis o al hacerse presente el primero
de los Artículos de la Fe— se representará probablemente el proceso creador
divino como la actuación de una causa inconmensurable, de una especie más o
menos semejante al modelo de las causas naturales; es decir, como una
prolongación hasta lo absoluto de los fenómenos de la naturaleza. Su
concepto de Dios está influido por el concepto de naturaleza, y tiende a
pensar a Dios como aquella instancia que hace que la naturaleza sea lo que
es; como a una «naturaleza absoluta», por así decirlo. El concepto de
naturaleza actúa como una categoría que da forma a todos los pensamientos;
el sentimiento de la naturaleza, como una actitud inconsciente pero decisiva
que imprime una dirección determinada a la comprensión del Génesis, de los
Salmos, de las palabras sobre el gobierno divino del mundo, etc.
La conciencia creyente tiene que realizar aquí una diferenciación radical:
el mundo no es «natural», sino creación, y creación en el puro sentido de la
obra producida por una acción libre. El mundo no es nada «natural»,
evidente, nada que se justifique por sí mismo, sino que necesita de la
fundamentación; y esta fundamentación tiene lugar desde la instancia que lo
ha creado en su esencia y realidad. Que el mundo haya sido creado no depende
de la actuación de una causa pensable según el esquema de la energía
natural, sino de un acto que —tomada la palabra en su más amplio sentido—
reviste el carácter de la «gracia»... Dicho de otra manera: el mundo no
tiene que ser, sino que es, y ello porque ha sido creado. El acto por el
cual fue creado no fue, a su vez, un acto que tuvo que acontecer, sino que
aconteció porque fue querido. «Hubiera podido también no ser querido», pero
fue querido, porque fue querido. Es decir, el mundo no es una necesidad,
sino un hecho querido.
Aquí se encuentra lo decisivo en la conciencia bíblica de la existencia: el
mundo está fundamentado por un acto. Este acto no es una prolongación de las
causalidades universales más allá del comienzo del mundo, sino que surge de
una libertad que dispone plenamente de sí misma. Una libertad que no se hace
realidad como los efectos físicos o biológicos, tan pronto como se ha dado
su causa, sino como la acción de un hombre, después de que éste se ha
decidido en libertad.
Se ha dicho que, en el fondo de esta representación de un creador personal
del mundo, alienta la mentalidad semítica, para la cual Dios no mantiene
ninguna relación viva con el mundo, sino que es sólo el arquitecto y
soberano que se acerca a él. Podemos dejar aquí de lado, hasta qué punto
puede pensarse una deidad indiferente frente al mundo, sólo constructor y
dominador de él; en todo caso, esta idea no tiene nada que ver con el
Génesis. Una divinidad sólo trascendente sería la exacta contrapartida de
una divinidad meramente inmanente que no trascendiera al mundo, sino que
representara tan sólo su interioridad. Ambas ideas se condicionarían
recíprocamente y serían ajenas en igual medida a la idea de la revelación.
La idea del auténtico creador atraviesa transversalmente las que se
encuentran en todas las otras religiones. La creación no es «trascendente»
ni «inmanente»; no puede incluso se aprehendida en absoluto con estos
conceptos, sino que es la manera de actuar reservada sólo a Dios, al Dios
que es verdaderamente Dios y no sólo «una divinidad».
El motivo del acto de creación —así se deduce de toda la Escritura— es el
amor. Este amor, a su vez, no debe, sin embargo, determinarse por la
categoría de lo natural. Esto se ha hecho una vez con típica consecuencia, a
saber, por el neoplatonismo. Según el neoplatonismo, Dios creó el mundo
impulsado por la superabundancia de su amor; pero este amor era pensado
neoplatónicamente como comportamiento natural, como consecuencia física,
como expansión psicológica, como la irresistibilidad de un impulso
espiritual. Porque el Ser Supremo es rico, tiene que amar, y porque ama,
tiene que crear, de igual manera que la fuente tiene que manar, porque es
fuente. Este «amor» no tiene nada que ver con el amor del que habla la
revelación. Lo que éste significa es la actitud íntima del Dios libre,
sustraída a todo «por qué» proveniente del mundo. Sustraída incluso a aquel
«por qué» que el espíritu reflexivo pudiera extraer de Dios mismo basándose
en un esquema de la perfección. Como creador es Dios «soberano»; y lo es
frente a toda ley, no sólo de la realidad finita, sino también de su propia
realidad absoluta. [2]
Con ello quedan superados los conceptos de naturaleza, sujeto y cultura, en
el sentido en que fueron expuestos más arriba. No su contenido objetivo. En
pie queda lo que hay en ellos antes de la mala o buena interpretación por la
voluntad del hombre, y que expresa el conocimiento correspondiente a un
estadio histórico determinado. En tanto que significa la realidad de lo dado
y el rigor de sus determinaciones objetivas, el concepto de naturaleza
mantiene todo su derecho; lo que queda superado tan sólo es su supuesto
«carácter natural». En tanto que significan las posibilidades y límites del
hombre, también los conceptos de «personalidad» y de «sujeto» continúan
siendo indispensables; lo único que se supera es la pretensión de autonomía
de la voluntad. En tanto que nos dice que el mundo ha sido confiado al
hombre de una manera terrible, el concepto de «cultura» cuenta entre los
elementos fundamentales de nuestra conciencia; lo que queda superado es el
espejismo de una obra humana autónoma. Es decir, los conceptos mencionados
siguen en vigor en tanto que nos dicen que el hombre occidental ha dado, al
comienzo de la Edad Moderna, un paso irreversible hacia una nueva
responsabilidad frente al mundo, basada en una situación psicológica e
histórica, y en tanto que nos dicen que el hombre tiene que inclinarse ante
esta responsabilidad; lo que queda superado es una idea del canon, del
derecho y del deber de esta responsabilidad, que depone a Dios de su
soberanía.
El mundo descansa en el acto libre de Dios. Es posible que el lector piense
que aquí se subraya algo que se encuentra en cada página de la Biblia y que
nos es dicho desde la escuela. Desde luego, allí se encuentra, y se dice y
el lector lo sabe; ¿pero lo sabe en lo que realmente significa? En verdad
hay que decir que, si se quiere comprender lo que significa la proposición
de que el mundo no es autónomo, sino que procede de la acción de Dios, que
no es algo necesario, sino que está sustentado por un acto que sobrepasa
toda libertad conocida, es precisa una transmutación en sus raíces, del
sentimiento de sí y del sentimiento del mundo. El mundo no tiene el carácter
de naturaleza, sino el de una historia realizada por Dios. El hombre no
tiene el carácter de sujeto, en el sentido arriba expuesto, sino que es él
mismo porque Dios le llama y le mantiene en su llamada. La existencia como
totalidad, cosas, hombre y obras proceden de la gracia divina. La distinción
entre naturaleza e historia con la que articulamos nuestra interpretación de
la existencia, discurre sólo dentro de aquella historia omnicomprensiva,
libre en su primer comienzo, que Dios realiza. La distinción entre
naturaleza y gracia, con la que trabaja nuestro pensamiento religioso, tiene
sólo su lugar dentro de una decisión omnicomprensiva de la gracia, de la que
surge toda la existencia y a la que le ha placido que exista en absoluto el
mundo. La actividad creadora del hombre no es cultura con un sentido en sí
misma, sino servicio bajo el cometido divino, a fin de llevar al mundo allí
donde sólo puede llegar por el encuentro con el hombre libre.
En conexión con este hecho se hallan también las reacciones elementales con
las que nuestro sentir responde a la existencia: el agradecimiento y la
protesta. Un mundo que existiera en forma de naturaleza no podría causar
aquella impresión que provoca el agradecimiento: agradecimiento por el hecho
de que exista. Aquí no debemos permitir que la lírica confunda las
categorías. Sólo puedo agradecer aquello que recibo como donación. Sería un
absurdo que la existencia fuera una donación, si la «naturaleza» fuera es lo
último. Cuando respondo, por ello, a la existencia con agradecimiento, ello
prueba que siento que ésta ha surgido y es «dada» por la acción y la
libertad. Este carácter puede declinar a lo «natural» y adoptar una
determinada forma lírica o dionisíaca, tan pronto, empero, como es
purificado críticamente, habla con claridad... Lo mismo puede decirse de la
protesta. También la protesta se da de modo esencial. En forma clara, contra
el desorden de la existencia, contra el dolor y la confusión; en forma
oculta, contra el hecho de que la existencia sea como es. Tampoco esto sería
posible en una existencia «natural». En una «naturaleza» se puede sufrir, se
puede incluso ser aniquilado, pero no se puede alzar la voz contra ella. [3]
El hecho de rechazar las estructuras conceptuales anteriormente expuestas y
de fundamentar la existencia en la libertad del acto divino, no equivale a
negar la rigurosa importancia que se expresa en aquellos conceptos. Ésta
constituye el sentido auténtico de la falsa evidencia, de que ya hemos
hablado. [4] La naturaleza es lo dado en sí, en torno a nosotros y en
nosotros mismos, y el hombre debe ver cómo es. La fe en la creación no debe
revestir caracteres de fábula, sino que, en manos de la libertad divina, el
mundo debe mantener todo el rigor que le es propio. Ello sólo es posible,
empero, partiendo de una comprensión penetrante del mismo concepto de
creación. El crear de Dios es un crear real. Las cosas no son sólo meros
contenidos de la conciencia divina. El mundo no existe como juego de las
representaciones Maya, juego irreal de la fantasía divina, es una idea
superficial. Es una idea que priva al mundo justamente de aquel carácter del
cual proviene su profundidad específica, a saber, el rigor de su realidad.
Lo que Dios crea, lo crea en realidad y en todos los aspectos, abandonando
lo creado a su propia esencia, persistencia y acción. La forma que crea el
artista terreno existe en su espíritu. Tan pronto como talla la piedra, lo
que él allí traza no es la forma misma, sino un sistema de signos con los
cuales se comunica con el espectador, a fin de que la forma surja también en
el espíritu de éste. La forma sólo es dada como algo pensado en el espíritu
del que crea y en el del que contempla con comprensión. Lo real que se halla
entre ambos, el bloque de piedra, establece sólo la relación. Es por eso
erróneo comparar el crear de Dios con el del artista, pues éste es
justamente incapaz de lo último y decisivo: de hacer realmente lo intuido.
Esto precisamente es lo que hace Dios. Dios sitúa a lo pensado por él en su
propia existencia y acción. Aquí radica lo magistral de la creación, y de
aquí viene su fuerza y su irresistibilidad. Esto es también, precisamente,
lo que se desconoce y de lo que se abusa en el concepto de autonomía... La
obra de la creación posee igualmente aquel pleno rigor de la validez,
aquella inescapabilidad de hecho y de ley que determinan la vivencia y el
ethos de la ciencia moderna; porque la creación está creada por Aquel que no
sólo sabe la verdad, sino que la fundamenta. La opinión general dice que la
visión del mundo propia de la ciencia, sustentada por la conciencia de la
naturaleza autónoma, es, en sentido propio, lo riguroso y lo adulto,
mientras que la visión del mundo propia de la fe representa algo infantil,
edificante, legendario. Incluso el creyente se ha inclinado ante este
juicio, si no en manifestaciones expresas, sí en un sentimiento involuntario
y en una actitud inconsciente. Todo lo que da de sí la fe del creyente
consiste, a menudo, en creer pese a todo y en mantenerse en las
contradicciones que de aquí derivan. Lo que la ciencia ha vivido y ha
elaborado es, empero, en verdad, una propiedad de la obra de Dios, y tiene
que ser traído a sí por la fe. En tanto que tal, la fe tiene que
incorporarse aquel rigor, y, al hacerlo así, llegar a su mayoría de edad.
Sólo porque el crear divino es un crear real, puede ser entendido el ente
como «naturaleza», es decir, como dotado de existencia y de inteligibilidad
propias. Con el rigor, la sinceridad y el carácter magistral de la creación
la voluntad del hombre fabrica el engaño. Cuando un jardín ha sido dispuesto
por un mal jardinero, se echa de ver en cada lugar la mano torpe, y hace
falta un gran técnico en jardinería para darle aquella armonía evidente que
impresiona como una naturaleza superior. Si el mundo fuese la obra de un ser
imperfecto, por doquiera causaría la impresión de lo no logrado, y, por
consiguiente también, de lo artificioso. En ningún caso poseería aquel rasgo
convincente y sereno, aquella validez y magnificencia que pueden ser
interpretadas equivocadamente como autonomía de lo natural. Sólo porque el
hombre surge de la llamada de Dios y consiste en esta llamada, sólo porque
es el «tú» llamado por Aquel que se llama así mismo el «Yo soy», sólo por
eso posee la posibilidad de entenderse como yo autónomo. Sólo porque el Dios
creador ha puesto realmente la fábrica del mundo en la mano del hombre,
puede éste caer en la idea de que tiene que crear una cultura autónoma...
Una ley fundamental de toda auténtica axiología dice: cuanto más alto el
valor, tanto mayor el peligro. El don de la existencia está saturado del
valor del puro ser-creado; este valor, empero, lleva consigo la tremenda
posibilidad de invertir el puro ser-creado en la autosuficiencia de la
autonomía.
Lo que antes hemos descrito como sustancia positiva en la evolución de la
Edad Moderna, recibe su sentido propio dentro de este sistema de relaciones
de la creación. El mundo es creado, es en absoluto obra de Dios. Como tal el
mundo es, empero, real, pleno de realidad y de sentido en su finitud creada.
Está dado en la mano del hombre, el cual es igualmente finito, pero real y
poderoso. La responsabilidad que el hombre tiene por el mundo es mucho mayor
de lo que la Edad Media podía ver; mucho mayor porque el hombre puede
conocer el mundo y tomarle en sus manos en una medida completamente distinta
de lo que la Edad Media podía ver. En la relación del hombre con el mundo ha
surgido algo que sólo podemos designar como mayoría de edad. La expresión no
significa algo ético, sino, más bien, algo que es dado con el hecho del
tiempo en progreso, de la edad avanzada. El hombre es mayor de edad respecto
al adolescente. Ello no significa que sea mejor moralmente, sino que ve el
mundo más agudamente, que percibe más ásperamente su realidad, que posee una
visión más precisa de las posibilidades y límites de sus fuerzas y una
conciencia más distinta de su responsabilidad. Esta mayoría de edad
estructural se convierte, desde luego, también en cometido ético, ante el
cual el hombre puede triunfar o puede fracasar. La estructura, empero, está
siempre ahí, porque está dada con el mero hecho de la madurez en el tiempo.
Algo semejante ocurre también con el problema que examinamos. El hombre
moderno es mayor de edad frente al hombre medieval. La comparación puede
serle desfavorable tanto humanamente como en sus obras, tanto moral como
religiosamente; pero, pese a ello, subsiste el hecho de que, desde un
principio e insoslayablemente, ve el mundo de manera distinta a como antes
lo veía.
Justamente con ello se plantea un cometido cristiano, el de la
responsabilidad que el hombre tiene del mundo ante Dios. En relación con
este problema se encuentra el fenómeno igualmente moderno del laico. La
esencia de éste no puede determinarse —como se hace a menudo— de una manera
negativa, diciendo que es aquel que no tiene ordo. En verdad, el laico es la
forma primera y fundamental del creyente. Mientras que el sacerdote sirve
directamente a la revelación, el laico se encuentra, de manera especial, en
relación con el mundo, con este mundo que es creación de Dios. La
responsabilidad por el mundo es su cometido cristiano. Como cristiano no
sólo tiene que protegerse de los peligros del mundo y así «salvar su alma»,
sino que la salvación del alma tiene lugar cuidando el cristiano de que el
mundo se justifique ante Dios. Para ello, el cristiano tiene que ver cómo es
el mundo y resistir a sus posibilidades. La voluntad de Dios no flota sobre
el mundo, sino que se encuentra en él y consiste en que el mundo sea como
es.
III. Dios y «el otro»
Esta situación coloca al hombre ante una decisión: la decisión de tomarse a
sí mismo desde el acto soberano de Dios y conducir su propia vida en el
espacio de este acto.
El problema surge en muchos puntos, e incluso habría que decir que en todos
los puntos de la existencia. Vamos a tratar de entenderlo valiéndonos de la
vivencia expresada en el Salmo 138. [5] En él se relata cómo un hombre queda
totalmente abrumado por el conocimiento de que Dios lo ve. Dios ve todo en
él, el cuerpo, las acciones, los pensamientos. Lo ve en todo instante,
ahora, antes, en los primeros comienzos de su vida y hasta el final de ella.
Dios ve lo manifiesto, los gestos y las acciones, pero también lo oculto,
los planes, las intenciones, las convicciones. Dios conoce incluso lo que
todavía no es, sino que aún tiene que llegar a ser, es decir, el futuro.
Cuando el hombre está formándose en el seno materno, ya Dios conocía toda su
vida, de la cual no había el hombre vivido ni un solo día. Todo intento de
ocultarse de Dios es intento inútil, porque Dios está en todas partes y
penetra con su mirada todo. Es así que surge del Salmo el tremendo problema
de este absoluto «ser visto».
¿Es esto soportable? No se trata del miedo a que se ponga de manifiesto una
mala acción o pensamiento vergonzoso; ni tampoco de la resistencia a que se
pongan al descubierto zonas delicadas, profundamente propias. Se trata, más
bien, del problema mucho más esencial, de si es posible en absoluto la
existencia bajo una mirada que la ve totalmente y de modo constante. Tomarse
a sí mismo de la mano de la creación significa también saberse bajo la
mirada del Creador. Ahora bien, para poder vivir, el hombre hará como si no
existiera el ser que le mira, tratará de escapar de él, se entregará a lo
externo, al aturdimiento. O bien se rebelará, negará a Dios, tratará de
conferir a su yo aquel carácter absoluto que elimina por sí mismo al
espectador; el carácter absoluto de que hablábamos en páginas anteriores al
tratar de la naturaleza y del sujeto. En este caso tiene lugar la apostasía,
y tiene lugar como siempre tienen lugar tales procesos, apoyada en
semi-verdades y semi-derechos. Esta apostasía no puede liquidarse, sin más,
diciendo que el hombre es desobediente; con ello el problema queda sin
elaboración y sólo silenciado. Aquí sólo puede avanzarse, si uno se
representa al hombre de la vivencia, no como el hombre meramente soberbio y
desobediente, sino como el hombre también de buena intención, como el hombre
que sufre, el preso en los lazos de la existencia normal.
¿Contra qué se revela este hombre, cuando no quiere ser visto por Dios?
Contra «el otro», contra el heteros. El hombre no quiere ser heterónomo, y a
ello tiene tanto derecho como no tiene ninguno a querer ser autónomo. En
relación con Dios la heteronomía es exactamente tan errónea como la
autonomía. Mi yo no puede encontrarse bajo el poder del «otro», ni siquiera
cuando este «otro» es Dios; menos aún cuando se trata de Dios. Y ello no
porque mi persona sea completa y no soporte, por tanto, a nadie sobre sí,
sino precisamente por lo contrario. Justamente porque mi yo no descansa real
y seguramente en sí, es para él un peligro la fuerza de presencia del
«otro». Esta actitud puede manifestarse como inseguridad, angustia,
proscripción, pero también en sentido opuesto, es decir, como rebeldía.
Entonces aparece el sentimiento de «él o yo». De nada serviría contra este
sentimiento decir al rebelde: «Nada puedes contra Dios. Dios es omnipotente
y tienes que inclinarte ante él». Al contrario, si se hablara así, la
situación se haría aún peor. Se provocarían momentos análogos a los que
describen Los demonios de Dostoiewski en el miedo de Dios del ingeniero
Kiriloff. El miedo de éste no proviene de un motivo determinado, de su
conciencia de culpa, por ejemplo. Lo que en Kiriloff se expresa es la
angustia de la existencia frágil, finita, pero sedienta de plenitud de vida,
de libertad y dignidad, ante la prepotencia del «otro»; el sentimiento de
ser lanzado de la dignidad, del pudor, del propio ser vivo. Y no porque Dios
haga algo contra la existencia o le sea hostil, sino sólo porque es, y es
como ser omnipotente y omnipresente, anterior y superior a la existencia.
Esta angustia es tanto más atormentadora en Kiriloff, cuanto que él mismo es
un hombre religioso que, en el fondo, ama a Dios. Pero le ama como amaría a
otro hombre, y lo hace de forma tan directa, con tal violencia, y él mismo
es tan sensible, y, a la vez, tan inexorable en su sentido del honor, que
todo lleva a la alternativa: «Él o yo»... El mismo problema nos aparece en
Nietzsche, cuya situación ponen al descubierto, en muchos aspectos, Los
demonios. También para el sentimiento de Nietzsche Dios priva al hombre del
espacio de la existencia, de la plenitud de su humanidad, del honor de la
existencia. De aquí deriva el «ateísmo postulatorio»: «Si yo he de ser, Él
no puede ser. Ahora bien, yo tengo que ser, luego Él no debe ser». Cuan
elemental y vulnerable es el problema de que aquí se trata, lo muestra el
mensaje de Nietzsche: «Dios ha muerto». Es decir, no es que no haya Dios,
sino que Dios ha muerto. Detrás, al acecho, se encuentra la proposición más
profunda: «Yo le he matado. Yo he salido triunfante en la lucha con el gran
'otro'». Tampoco en Kiriloff se trata de la simple negación de Dios, sino de
un hecho que lo elimina. Dios es Aquel que angustia al hombre. Dios es Él
mismo la angustia del hombre. La angustia se elimina, si el hombre «prueba
su valor» en el lugar decisivo. Ahora bien, este lugar decisivo es la vida.
Si el hombre se atreve a matarse, desaparece la angustia. No sólo porque
entonces no existe nadie que pueda angustiarse, sino en el sentido más
profundo, de que entonces «se ha conquistado la libertad perfecta, y con
ello se ha superado la angustia misma». Es entonces cuando «muere» Dios.
Primero, los pensamientos de un demente, pero el caso patológico límite
descubre un sentido de la sensibilidad normal: aquel sentido que sustenta la
filosofía de Nietzsche y el trágico finitismo de la posmodernidad... [6] De
esta dificultad no nos sacaría ni siquiera la afirmación de que Dios es
amor. Incluso como ser amoroso, es insoportable la presencia constante del
«otro». Más aún, para el hombre orgulloso —y el hombre noble es, la mayoría
de las veces, orgulloso— el «otro» es todavía menos soportable como ser
amoroso. El hecho del amor daría, en efecto, a sus existencias la proximidad
más viva; el hecho, empero, de que el que ama es el «otro», convertiría al
amor en algo degradante.
En este estrato de la situación el hombre tiene razón. El hombre no puede
vivir bajo la mirada de un «otro» siempre presente. Desde este punto de
vista, la rebeldía es defensa legítima. Bajo ella, sin embargo, se oculta
algo más profundo. El pensamiento, la sensación que ve en Dios a un «otro»
prepotente, significa un error del pensamiento y una equivocación del
sentimiento; de esta manera, sin embargo, se ha disfrazado la rebeldía real
contra Dios, a fin de poder aparecer así como defensa legítima. La rebeldía
ha tenido lugar justamente, porque el hombre ha situado a Dios en el papel
del «otro».
Y es que Dios no es el «otro», sino Dios. De reconocer esto depende el
conocimiento de la creación y el entendimiento de sí mismo por parte del
hombre. Dios es el único ser del que no puedo decir que yo soy él, que es lo
que implica, en último término, toda voluntad de autonomía, pero también
aquél del que no puedo decir que es el «otro» frente a mí, que es en lo que
consiste, en final de cuentas, toda heteronomía. Para todo otro ser tiene
validez la proposición: él no es yo, es decir, el «otro». Respecto a Dios
esta proposición no tiene validez, y precisamente el hecho de que la
proposición no tiene validez es lo que expresa el ser de Dios. En la
relación de que anteriormente hablábamos, Dios es convertido en «otro», el
mayor de todos, el «otro» en absoluto. Si ello fuera exacto, el hombre
tendría que empeñarse en una lucha trágica por su liberación, y Nietzsche
tendría razón. Dios, empero, no es el «otro», porque es Dios. Como Dios que
es, se encuentra frente a la criatura en una relación a la que no puede
aplicarse ni la categoría del «ser-otro», ni la categoría del «ser el
mismo». Cuando Dios crea un ser finito, no sitúa junto a sí un «otro», como
ocurre, por ejemplo, con la parturienta, la cual sitúa en la existencia al
nuevo ser humano, de tal suerte, que, a partir de aquel momento, éste existe
junto a ella. Esto último sólo es posible porque el fundamento del existir
no se halla en la madre ni para ella misma ni para el hijo, sino que ambos
pertenecen, más bien, a una existencia que los abarca, y lo mismo que ésta,
surgen también de un primer origen idéntico. La madre no crea al hijo, sino
que está al servicio de los órdenes de la vida y de la voluntad divina que
impera en ellos. Dios, en cambio, crea al hombre. La energía creadora de su
acto me hace a mí, mí mismo. Al volver a mí la potencia vocativa de su amor,
me hago yo Yo y me encuentro en mí. Mi singularidad se encuentra en Dios, no
en mí mismo. Cuando Dios me ve no es como cuando un hombre mira a otro
hombre, es decir, un ser concluso a un ser concluso, sino que el ver de Dios
me crea a mí. Aquí, por ello, no tiene sentido alguno el concepto del
«otro». Mentalmente, es verdad, no podemos prescindir de él. Si no queremos
identificar al hombre con Dios, tenemos que pensar su relación con él con el
concepto del «otro». Ello constituye la garantía de que no vamos a caer en
el torpe absurdo de la identidad. A la vez, empero, tenemos que ser
conscientes de que el concepto del «otro» tiene, en realidad, que ser
eliminado. El concepto de la actividad creadora, en la que se expresa la
relación de Dios con el hombre, nos dice dos cosas: de un lado, que el
hombre está situado verdaderamente en su propio ser, de otro lado, empero, y
a la vez, que Dios no es un «otro» junto al hombre, sino la fuente, sin más,
de su ser, siéndole más próximo que él a sí mismo.
Vislumbres de ello se encuentran también en toda auténtica experiencia
religiosa'. Lo que aquí se quiere significar podría expresarse lógicamente
de la siguiente manera: el principio de contradicción, según el cual A, en
tanto que A, no puede ser B, es un principio sin más entre Dios y el hombre.
Es verdad que o puede prescindirse del principio en las proposiciones sobre
esta relación, ya que es el principio de contradicción, el que nos preserva
del monismo; pero la relación, sin embargo, posee otra estructura. Este algo
diferente, singular y no expresable lógicamente, es lo que significa el
concepto del ser-creado; una relación en la que el principio de
contradicción sigue en pie, pero sólo como salvaguardia, mientras que, a la
vez, ha sido superado de una manera inexpresable. Con ello recibe un
profundo sentido la proposición de las páginas anteriores, de que la
creación tiene carácter de gracia. «Crear» significa que Dios sitúa al
hombre en aquella relación consigo mismo, ante la cual el pensamiento dice,
«Dios no es yo», pero para añadir, «Dios no es, sin embargo, tampoco
'otro'»; con cuya aparente contradicción se apunta a algo indecible que
escapa a la aprehensión conceptual. Este algo indecible le es, sin embargo,
directamente evidente a la conciencia religiosa; más aún, podría pensarse
que esta evidencia es la que constituye la esencia de la conciencia
religiosa. En el concepto de la gracia en sentido propio encuentra, después,
la relación su última claridad y plenitud.
De lo dicho se sigue también una consecuencia para el amor de Dios. Dios ama
al hombre, en tanto que le da todo, ser y esencia; Dios le convierte en lo
único que, en último término, puede ser amado, a saber, en persona. Dios, el
ser personal en absoluto hace del hombre su «tú». Y lo hace no
aparentemente, no aproximadamente, sino con absoluto rigor. El hombre es
realmente persona. Como consecuencia, el amor que Dios le profesa tiene que
ser tal y como corresponde a la persona. O dicho más exactamente: el hombre
es persona sólo porque el amor divino por él es tal como es. Ello significa
que Dios respeta al hombre. Más arriba decíamos que Dios no es para el
hombre su «otro», sino que, al crearlo, se convierte a sí mismo en
presuposición y garantía del ser-mismo del hombre. Pues bien, esta idea
puede también expresarse de la siguiente manera: por su llamada amorosa,
Dios convierte al hombre en persona, pero con respeto. Dios no crea al
hombre como crea los cuerpos celestes, los árboles o los animales, por medio
de un simple mandato, sino por la llamada. En el Génesis se expresa esto
claramente. Del cielo y de la tierra se dice simplemente «Dios creó». De las
informaciones dentro del mundo, del nacimiento de las plantas y de los
animales, leemos que Dios dijo: «que se hagan». Del hombre, empero, que Dios
le formó de barro de la tierra y que le insufló un alma; y más adelante, que
Dios «nombró» a este hombre. Ahora bien, el nombrar es la llamada de la
persona. Y a fin de que no haya dudas, se sigue diciendo que Dios presentó
los animales al hombre, y se muestra que el hombre es distinto de todos
ellos en esencia... Dios no es, por tanto, frente al hombre, «otro», ya que
el hombre vive de la fuerza y del aliento de Dios. Dios, empero, mantiene
respecto al hombre la actitud del que constituye una persona y le confiere
el espacio axiológico correspondiente, es decir, la actitud del respeto. La
proposición, Dios respeta al hombre, expresa una distancia; la proposición,
Dios no es «otro», elimina la distancia. [7] Los dos momentos del crear
divino, de que ya hemos hablado, se combinan y apuntan a la esencia del amor
de Dios, el cual se diferencia del amor humano en la misma medida en que el
crear de Dios se diferencia del crear del hombre.
______________
* Traducción de Felipe González
Vicen
Notas
[1] Sobre ello, Guardini, Romano, Hölderlin, Weltbild und Frömmigkeit, 1955,
pp. 36l y ss.
[2] Parece que el concepto del señorío de Dios constituye la expresión
bíblica para su libertad. Como -soberanía", la libertad de Dios es distinta
de la del hombre, la cual, en su última esencia, significa obediencia. Sólo
en la obediencia del hombre respecto a Dios está justificada su soberanía
sobre el mundo y, definitivamente, hecha posible.
[3] Hay, podría decirse, no sólo una idea, sino una empresa que trata de
superar esta situación, a saber, la exigencia del «amor fati» por Nietzsche
y la aceptación sin más de la existencia tal como es. Desde el punto de
vista mencionado, se trata de acostumbrar al sentimiento más íntimo a la
idea de que no hay nada más que el mundo, y éste sólo como finito; del
ejercitarse el hombre en una existencia que es sólo mundo. La teoría del
eterno retorno de lo mismo agudiza esta predicación y esta exigencia hasta
el extremo, más aún, hasta el horror; piénsese en los aullidos del perro en
Zarathustra. Es un intento de reconformar el más íntimo sentimiento
existencial; de criar el hombre sólo del mundo, el hombre que no quiere más
que la finitud, y que, por eso, no eleva ninguna protesta contra ella.
[4] También la seriedad puede, desde luego, degenerar. Hay una manera de
«tomar en serio» al mundo que no es cristiana y que sólo es posible porque
se elude lo verdaderamente importante. La manera con que el hombre moderno
toma en serio la naturaleza, se toma a sí mismo y a la cultura, tiene algo
de grotesco para la mirada hecha sobria por la fe, ya que lo que tan
terriblemente importante parece, no existe en realidad; y el que se abarque
con tal seriedad la nada, es la befa de Satanás. El cristiano no toma como
importante de esta manera ni al mundo, ni a la naturaleza, ni a sí mismo.
Frente a todo ello el cristiano tiene el humor del redimido. Sólo, empero,
en el espacio donado por Dios del «no tomar tan en serio», florece el mundo.
Sólo en la libertad santa del ser creado se despliega el mundo. Del mundo no
quiere ser un ídolo, sino que demanda aquella dulce ligereza, que encuentra
su última expresión en la «libertad de los hijos de Dios». La «autonomía- es
una convulsión en la que se ahoga el mundo.
[5] Sobre ello, mi interpretación del Salmo en Glaubiges Daseiri, Wurzburgo,
Werkbund Verlag, 2a ed., 1955, pp. 65 y ss. (Trad. esp., Existencia
cristiana, Guadarrama, 1963).
[6] Para el problema en su totalidad, cf. mi libro Religiöse Gestalten in
Dostojewskijs Kerk, 4a ed., Munich 1951, cap. «Ateísmo-, pp. 241 y ss.
[7] La fe plantea así a la creación un cometido de ejercicio religioso:
aprender la adecuada actitud frente a Dios. Aprender que Dios, soberano e
independiente del mundo, es su creador y señor. Pero no el otro, sino Aquel
cuya existencia hace que yo pueda ser; que es de tal naturaleza que, cuanto
más intensamente se hace válido en mi vida, tanto más puramente soy yo, yo
mismo.
Toda la concepción moderna de la autonomía del mundo y del hombre, toda la
lucha contra la heteronomía en sus diversas formas, el concepto de la
naturaleza, del sujeto y de la cultura en el sentido expuesto en el texto,
parecen descansar en último término en el hecho de que se ha convertido a
Dios en «el otro». Con ello Dios fue desplazado de la peculiaridad de su
esencia al concepto extraño a él del ser igual o superior. Este hecho
significó en lo más íntimo rebeldía del hombre. Sin embargo, no veremos el
proceso enteramente, y, sobre todo, no lo veremos adecuadamente, si sólo lo
vemos así. El hombre que se rebeló había también sufrido mucho. Es una gran
miseria sentir a Dios como el otro, y miseria sigue siendo, aun cuando
seamos culpables de ella. Además hay culpabilidades que no pueden saldarse
sin más, y miserias que no desaparecen simplemente por el hecho de que el
hombre emprenda el buen camino. Para ver verdaderamente que el padecer por
razón de Dios como «el otro» tiene la culpa como origen, es precisa la ayuda
de la educación espiritual y del orden vital justo; ambos, empero faltaban a
menudo. No por casualidad y no por mala voluntad surgen figuras como la de
Nietzsche. Estas figuras constituyen una respuesta a grandes omisiones. Si
ha de ser viva la fe en Dios, creador y redentor, es preciso que los hombres
lo vean en su esencia y su misterio, que se entiendan y se perciban a sí en
su verdadera relación con él, que posean desde él libertad y dignidad. Esto
no tiene lugar, empero, por una simple afirmación... En qué rigurosa
dependencia se encuentran estas cosas tan profundas con otras completamente
prácticas, lo muestra la manera en que se piensan y realizan autoridad y
obediencia. La relación de la autoridad religiosa con el individuo, en el
fondo, como la relación de Dios con el mundo. En la relación de autoridad
alcanza, como es natural, más clara expresión el enfrentamiento. Justo es no
lo que el individuo quiere, sino lo que la autoridad manda. Sin embargo,
implica una última decisión, si esta relación es sentida y realizada como si
-el otro- estuviera al otro lado, o si se percibe en ella de alguna manera
el misterio de la auténtica relación de Dios con el mundo. Si no tiene esto
lugar, si se da simplemente el mandato, la ley, la autoridad, entonces algo
ha sido destruido en la raíz misma. La relación pierde su sentido más
profundo, y de aquí se sigue, con necesidad psicológica, la rebelión. Esto
tiene aplicación, sobre todo, a la conciencia. La pedagogía cristiana de la
conciencia, la representación del pecado, la práctica de la formación de la
conciencia, en una palabra, toda la actitud frente al mandato, tienen hartas
razones para examinar los errores y omisiones cometidos en este terreno.
La imagen del mundo de la Edad Moderna se desintegra y surge otra nueva
Extraído de El Ocaso de la Edad Moderna
(Das Ende Der Neuzeit) *
Según varios estudiosos de la obra de Guardini, el proceso de secularización
que se efectuó a lo largo del siglo XX hizo al pie de la letra lo que estas
páginas que seleccionamos de Das Ende Der Neuzeit conjeturaron. Por si fuera
poco, Guardini vislumbró que la última mitad del siglo XX, y al parecer,
parte del XXI, estará signado bajo un nuevo paganismo. Para que eso
acontezca, nos dice Guardini, «Es preciso que el incrédulo salga de la
niebla de la secularización, que renuncie al beneficio abusivo de negar la
Revelación apropiándose, sin embargo, los valores y energías desarrollados
por ella; que ponga en práctica sinceramente la existencia sin Cristo y sin
el Dios revelado por Él, y tenga experiencia de lo que eso significa. Ya
Friedrich Nietzsche advirtió que el hombre no cristiano de la Edad Moderna
no sabe lo que significa en realidad no ser cristiano. Las décadas pasadas
han proporcionado un esbozo de ello, y sólo constituyeron el comienzo.»
I
La imagen del mundo propia de la Edad Moderna es, a muy grandes rasgos, tal
como la acabamos de exponer. Nuestra visión de la misma tiene posibilidades
de ser más precisa, ya que, como la Edad Moderna toca a su fin, nosotros
divisamos sus fronteras.
Los tres elementos que hemos destacado en esa imagen fueron considerados
hasta hace poco como indelebles. La exposición ordinaria de la historia del
espíritu europeo ha considerado la naturaleza subsistente en sí misma, el
sujeto-personalidad autónomo y la cultura que crea a partir de sus propias
normas, como ideas cuyo descubrimiento y realización cada vez más plena
constituye la finalidad de la historia. Pero esto fue un error; y hay muchas
señales de que estas ideas empiezan a perder su valor.
Esta sospecha nada tiene que ver con sentimentalismos baratos de qué todo se
hunde y el mundo se acaba. Tampoco pensamos en renunciar al fruto legítimo
de la experiencia y del trabajo de la Edad Moderna en nombre de una Edad
Media románticamente transfigurada, ni de un futuro ensalzado utópicamente.
Ese fruto es de una importancia incalculable tanto por el conocimiento del
mundo como para su dominio. Y, por muy funestas que puedan ser las atrofias,
incluso los estragos, que ha sufrido el ser humano en la Edad Moderna, nadie
negará que en ella ha alcanzado una madurez de consecuencias muy fecundas.
Por consiguiente, aquí no tratamos de condenar nada ni de hacer panegíricos,
sino de saber qué señales revelan el ocaso de la Edad Moderna y de descubrir
lo que empieza a gestarse de la época futura, no designada aún por la
ciencia histórica con título alguno.
II
A la pregunta de quién ha llevado a su plenitud y claridad clásicas la
imagen de la naturaleza propia de la Edad Moderna, respondemos
espontáneamente con el nombre de Goethe. Conocemos ya el texto en el que
dicha imagen alcanza una expresión vigorosísima. Pero el hombre actual, o,
dicho con mayor exactitud, aquél cuya vida y formación tienen sus raíces más
acá de la primera guerra mundial, ¿consideraría ese texto como expresión de
sus propias relaciones con la naturaleza? Con esto no hago referencia a si
es capaz o no de sentir la naturaleza con el fervor y la grandeza de Goethe,
sino más bien pregunto si la calidad de su sentimiento sería semejante a la
expresada por el sentimiento de Goethe; si reconocería en las palabras del
Tiefurter Journal la forma extraordinaria de aquello que él mismo vive en
forma más pequeña y vulgar. Yo creo que no.
El hecho de que nuestras relaciones con la naturaleza —así como también con
la personalidad y la cultura— se muevan en un ámbito distinto que las de
Goethe constituye ciertamente el mi tivo más importante de la crisis que se
ha manifestado recientemente respecto a su obra [N. del T. Guardini se
refiere al segundo centenario del nacimiento de Goethe (1949).]. Está claro
que la obra de éste no puede significar para el futuro —ni siquiera ya para
un buen sector de la actualidad— lo que ha significado para la época
anterior a la primera guerra mundial. El Goethe que hasta entonces se había
tomado en consideración estaba estrechamente vinculado a los elementos
citados de las relaciones con el mundo, tal como las había entendido la Edad
Moderna, y pertenece al pasado, lo mismo que esa vinculación. Ahora bien, el
Goethe que llegará a ser algo importante para la época venidera no ha sido,
por supuesto, descubierto todavía con claridad. Toda obra grande pasa por
una crisis de este tipo. Las primeras relaciones con una obra son las
relaciones inmediatas, que tienen su fundamento en la comunidad de supuestos
históricos. Luego éstos se desvanecen y las relaciones se interrumpen.
Sobreviene un período de distanciamiento, incluso de repudio —tanto más
enconados cuanto más dogmática haya sido la primera afirmación—, hasta que
una época posterior, partiendo de sus nuevos supuestos, descubre nuevas
relaciones con el hombre y su obra. Ahora bien, el que se produzca esta
revalorización, la frecuencia con que acontece y la extensión de los
períodos históricos en que dura su vigencia en cada caso, determinan el
caudal de valor humano que la obra posee.
Si no me engaño, desde hace algún tiempo —quizá desde los años treinta— se
acusa una modificación de las relaciones del hombre con la naturaleza. El
hombre no siente ya a ésta como la riqueza maravillosa, el contorno
armónico, el orden sabio, la donante bondadosa a la que puede entregarse
confiadamente. Ya no hablaría de una "madre naturaleza"; antes bien, ésta se
le presenta como algo extraño y peligroso.
El hombre de nuestro tiempo tampoco adopta frente a la naturaleza aquellos
sentimientos religiosos que hacen su aparición clara y tranquilamente en
Goethe, con apasionamiento en los románticos, y en términos ditirámbicos en
Hölderlin. Ha sufrido una desilusión. Esto tal vez tenga relación con la
pérdida del sentimiento de "ilimitación" propio de la Edad Moderna. Verdad
es que la ciencia se abre paso hacia horizontes cada vez más amplios, tanto
en el macrocosmos como en el microcosmos; pero estos horizontes nunca dejan
de ser decididamente limitados, y de esta forma se les juzga. El motivo de
esa pérdida radica en que la "ilimitación" de que hablaban Giordano Bruno o
el idealismo alemán no era únicamente un concepto cuantitativo, sino
también, y ante todo, cualitativo. Hacía alusión al ser primero, inagotable
y triunfante, al carácter divino del mundo. La vivencia de esta ilimitación
se está haciendo cada vez más rara. Lo que, por el contrario, determina la
nueva experiencia parece ser precisamente la limitación del mundo; ahora
bien, no es posible que ésta provoque la entrega más arriba analizada. Esto
no quiere decir que no existan ya sentimientos religiosos respecto del
mundo. Tampoco el carácter finito a que apunta la experiencia actual se
refiere únicamente a la limitación de ¡medida, sino que implica algo
relativo al contenido: lo existente, que es tan sólo finito, corre riesgos,
se encuentra en peligro, pero es por esto mismo precioso y magnífico. De
este modo nace, respecto de lo existente, un sentimiento de preocupación, de
responsabilidad, incluso de interés afectivo, que está igualmente penetrado
de misterio: como si esto, que no es sino limitado, nos hiciese un
llamamiento; como si en ello se preparase algo inefable que tuviera
necesidad de nosotros.
Es difícil descubrir una línea unitaria en los movimientos religiosos de
nuestra época, los cuales, por otra parte, todavía hoy son frecuentemente
contradictorios. Es difícil entender, por ejemplo, adonde va el sentimiento
religioso del Rilke de última hora y cómo se relaciona con el riesgo de la
existencia en la filosofía existencial; qué tendencias internas se dejan ver
en la revalorización moderna del mito y en la revelación de los últimos
estratos anímicos; qué se percibe a través de la desapasionada grandiosidad
de las teorías físicas e igualmente a través del titanismo técnico-político
de nuestros días, tan lleno de posibilidades como de peligros, etc.
Sea lo que fuere lo cierto es que el hombre no considera ya el mundo como su
lugar de refugio. Este mundo se ha convertido en algo diferente, y alcanza
significación religiosa precisamente en cuanto que es diferente.
Más aun, la actitud que va haciendo su aparición —-mejor dicho, alguno de
los elementos de ella-— parece no conceder a la naturaleza ni siquiera lo
que Goethe puso en el centro de las relaciones para con ella, es decir, la
veneración o, mejor dicho, aquella forma de veneración que él experimentó.
Se deja ver esto en el conjunto de conocimientos y conceptos formales,
aptitudes y procedimientos que designamos con la palabra "técnica", la cual
se desarrolló lentamente en el transcurso del siglo XIX, pero durante mucho
tiempo fue patrimonio de un tipo de hombres no técnicos. Parece como si el
hombre adecuado a ella hubiese surgido en las últimas décadas, y en su forma
definitiva, en la pasada guerra. Este hombre no siente la naturaleza como
norma válida y menos aun como refugio viviente.
La ve sin prejuicios, objetivamente, como Jugar y objeto de una tarea en la
que se arroja todo, siéndole indiferente lo que de ello resulte; de una
tarea de carácter prometeico, en la que están en juego el ser y el no ser.
La Edad Moderna gustaba de cimentar las medidas de la técnica en su utilidad
para el bienestar del nombre. Así encubría los estragos que ocasionaba la
falta de escrúpulos de la misma. Yo creo que el futuro hablará de otro modo.
El hombre que posee la técnica sabe que, en el fondo, ésta no se dirige ni a
la utilidad ni al bienestar, sino al dominio, al dominio en el sentido más
extremo de la palabra, el cual está hallando su expresión en una nueva
estructura del mundo. El hombre intenta controlar tanto los elementos de la
naturaleza como los de la existencia humana. Ello supone posibilidades
incalculables de acción positiva, pero también de destrucción, sobre todo en
aquellos aspectos en que entra en juego el ser humano, que se encuentra
mucho menos firme y seguro de sí de lo que generalmente se piensa. El
peligro aumenta de un modo desenfrenado desde el momento eu que es el
anónimo "Estado" el que ejecuta la operación dominadora. Esto supuesto, las
relaciones con la naturaleza revisten el carácter de una opción suprema: o
consigue el hombre llevar a cabo con acierto su obra de dominación,
resultando ésta grandiosa, o todo toca a su fin.
También aquí parece vislumbrarse un elemento de tipo religioso, pero nada
tiene que ver ya con la devoción a la naturaleza propia de Giordano Bruno o
de Goethe. La religiosidad actual está en relación con la magnitud de la
obra y de su peligro para el hombre y para la tierra. Su carácter peculiar
proviene de un sentimiento de profunda soledad del hombre en medio de todo
aquello que llamamos "mundo"; brota de la conciencia de haber llegado ante
las últimas alternativas; de la responsabilidad, la seriedad y el valor.
III
Al parecer, en las relaciones con la personalidad y el sujeto se ha
producido una transformación semejante.
Antes la esencia de esas relaciones consistía en que el individuo se sentía
libre de las trabas medievales y señor de sí mismo, en una actitud de
autonomía. Esta actitud halló su expresión filosófica en la teoría que hace
del sujeto el fundamento de toda inteligibilidad; su expresión política, en
la idea de las libertades cívicas, su expresión vital, en la concepción de
que el individuo humano lleva en sí una estructura interna la cual tiene
capacidad y obligación de desarrollarse desde dentro y dar realidad a una
existencia exclusivamente propia.
Ahora bien, esta idea está vinculada, al parecer, a una estructura
sociológica determinada: la estructura burguesa, entendiendo el concepto de
"burgués" en su más amplio sentido, que abarca tanto al hombre orientado
hacia la claridad racional, deseoso de certeza, como a su polo opuesto, el
romántico y bohemio; tanto al hombre medio como al excepcional, al genio. En
conexión con la técnica hace ahora su aparición una estructura de tipo
diferente, para la cual la idea de la personalidad creadora que se hace a a
sí misma, o sea, el sujeto autónomo, ya no constituye evidentemente un
criterio normativo.
Esto se ve claramente en la forma más extremadamente opuesta a esa idea de
la personalidad creadora, es decir, en el hombre-masa. Esta palabra no
indica aquí algo desprovisto de valor, sino que designa una estructura
humana vinculada a la técnica y a la planificación. Como aún carece de toda
tradición, e incluso se ve obligada a abrirse camino en contra de la
tradición vigente hasta el presente, hace su aparición, desde luego, con el
más claro carácter negativo; pero en su esencia constituye una posibilidad
histórica lo mismo que otras. No dará la solución al problema de la
existencia, ni tampoco convertirá la tierra en un paraíso; pero entraña en
sí el futuro próximo, que durará hasta que otro período le suceda.
Ciertamente también antes han existido en gran número los que, en cuanto
muchedumbre amorfa, se distinguían del individuo altamente desarrollado;
pero la existencia de aquéllos ponía de 'manifiesto que, allí donde éste
constituía la norma de valores, habían de existir, como fondo y terreno en
que el individuo hincaba sus raíces, los seres ordinarios atados a la
cotidianeidad. Sin embargo, también éstos intentaban convertirse en
individuos y crearse su vida propia. La masa, en el sentido actual, es otra
cosa. No constituye una pluralidad de individuos no desarrollados, pero
capaces de hacerlo, sino que su estructura es diferente desde el principio:
está sometida a la ley de la normalización, sujeta a su vez a la forma
funcional de la máquina. Esta característica se da también en sus individuos
grandemente desarrollados. Es más, estos últimos tienen conciencia expresa
de ello, configuran su ethos y lo convierten en propio estilo. Pero, por
otra parte, tampoco la masa, en el sentido indicado, es un fenómeno negativo
y decadente, como, por ejemplo, la plebe de la antigua Roma, sino una
estructura histórica y humana fundamental que puede alcanzar un desarrollo
perfecto tanto en su ser como en sus obras, supuesto, evidentemente, que no
se ponga como base de este desarrollo la norma de la Edad Moderna, sino la
adecuada a su propia naturaleza.
Con respecto a este tipo de hombre no puede hablarse ya de personalidad y
subjetividad en el sentido expuesto anteriormente. Carece en absoluto de la
voluntad de poseer una forma peculiar y de ser original en su conducta, así
como de crearse un medio ambiente que sea totalmente adecuado a él y en lo
posible sólo a él. Antes bien, acepta los objetos de uso y las formas de
vida tal como le son impuestos por la planificación racional y por los
productos fabricados en serie, y, en conjunto, actúa así con el sentimiento
de que eso es lo racional y lo acertado. Del mismo modo, carece en absoluto
del deseo de vivir según su iniciativa propia. Al parecer, no tiene el
sentimiento espontáneo de que la libertad de movimientos externos e internos
es un valor. Antes bien, lo evidente para él es la inserción en la
organización, que es la forma de la masa, así como la obediencia a un
programa, que constituye el modo de orientación del "hombre sin
personalidad". Es más, la tendencia natural de esta estructura humana no es
a sobresalir como individuo, sino precisamente a permanecer í en el anónimo,
casi como si el ser original constituyese la forma fundamental de toda
injusticia y el principio de todo peligro.
Se podría objetar que la personalidad aparece en los dirigentes —nueva raza
de dominadores y formadores de hombres— que dan a luz este tipo humano. Pero
esto —hemos aludido ya a ello— no sucede así, pues, al parecer, lo
característico del dirigente —ordenado, como está, a la masa— consiste
precisamente en que no tiene personalidad creadora en el sentido antiguo, ni
una forma individual que se desarrolle bajo condiciones excepcionales, sino
que es el complemento de la multitud; con funciones distintas de las de
ésta, pero idénticas en esencia.
Con lo que hemos dicho está relacionada otra cosa, y es que el sentimiento
de que el hombre posee un ser y una esfera propios, antes fundamento de toda
relación social, se desvanece cada día más. Los hombres son tratados como
objetos cada vez con mayor naturalidad, eri una gama que va desde las
innumerables formas de "comprensión" estadístico- administra- : uva hasta
las opresiones inconcebibles del individuo, de grupos, e incluso de pueblos
enteres. Y esto no sólo en situaciones excepcionales y en el paroxismo de la
guerra, sino como forma normal de gobierno y administración.
Sin embargo, parece que no se aprecia justamente este fenómeno si lo
consideramos tan sólo desde el punto de vista de la falta de respeto por el
hombre, o bien de la falta de escrúpulos en el empleo de la violencia. Sin
duda esto es verdad; pero estos defectos éticos no se darían en la misma
medida, ni serían tolerados tan fácilmente por los interesados, si todo el
proceso no hubiese tenido su base en una modificación estructural de la
vivencia del propio yo, así como de su relación con el yo del otro.
Todo esto puede significar una de estas dos cosas: o el individuo es
absorbido por las colectividades y se convierte en una mero encargado de
funciones, peligro que por todas partes se alza amenazador a juzgar por los
acontecimientos; o bien se adapta, sí, a las grandes estructuras de vida y
de trabajo y renuncia a una libertad de movimientos y de formación
individuales —libertad que ya no resulta posible—, pero todo para
concentrarse sobre sus raíces y salvar en primer lugar lo esencial.
No carece de importancia el hecho de que la palabra "personalidad" vaya
desapareciendo notablemente del uso ordinario y sea substituida por la
palabra "persona". Esta última tiene un carácter casi estoico. No apunta al
despliegue, sino a la definición; no a algo abundante, e incluso
extraordinario, sino a algo escaso y seco, pero que puede ser conservado y
desarrollado en todo individuo humano; señala a aquella unicidad que no
proviene de las condiciones especiales y del carácter favorable de la
situación, sino del llamamiento divino, y cuya afirmación y realización no
significan capricho o privilegio, sino fidelidad al deber humano
fundamental. En la persona se protege el hombre contra el peligro que le
amenaza tanto del lado de la masa como del de las colectividades para salvar
ante todo aquel mínimo sin el cual no puede seguir siendo hombre en modo
alguno. De ahí tendrá que proceder la nueva conquista de la existencia,
conquista que ha de ser realizada por el hombre y en favor de lo humano, y
que constituye la tarea del futuro.
Pero no se puede hablar sobre la masa sin preguntar también por su sentido
positivo. Está claro todo lo que tiene que perecer para siempre, si la
fórmula determinante de lo humano no es ya el individuo de formación
elevada, sino los miembros uniformes de la multitud. Decir qué posibilidades
humanas se abren como consecuencia de este hecho es, en cambio, muchísimo
más difícil. En este punto el individuo ha de tener presente que no puede
partir de su sentimiento espontáneo, cuyos criterios están todavía
frecuentemente anclados en el pasado; antes bien, tiene que superarse con
decidido esfuerzo y abrirse a aquello que tal vez le amenaza a él mismo en
su esencia formada por la historia.
Ante todo, ¿en qué consiste el hecho humano esencial? En ser persona: en
haber sido llamado por Dios, y ser, por ello, capaz de responder de sí mismo
y de intervenir en la realidad movido por un principio interno de energía.
Esto hace que cada hombre sea único, no en el sentido de que sus propias
cualidades sean solamente suyas, sino en el sentido claro y absoluto de que
cada uno, en cuanto subsiste en sí mismo, es inalienable, irremplazable e
insustituible. Ahora bien, si esto es así, conviene que esa unicidad se dé
con frecuencia; conviene que haya muchos hombres y que en cada uno de ellos
se abran estas posibilidades de la cualidad de persona. Los reparos que se
ofrecen a esto son evidentes. Está claro sin necesidad de explicaciones el
sentido en que puede decirse que cien nombres son menos que uno, y que los
grandes valores están siempre vinculados a las minorías. Sin embargo, en
esto se encierra un peligro: el de dejar a un lado lo que pertenece a la
persona en sentido estricto para deslizarse al campo de la originalidad y
del talento, de lo bello y de lo que culturalmente es de primera calidad.
Sobre este punto la frase "¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo si
pierde su alma?" tiene algo importante que decir. El "ganar el mundo"
encierra todos los valores culturales humanos existentes: plenitud vital,
riqueza de la personalidad, "arte y ciencia" en todas sus formas. Frente a
esto se pone la perdición o salvación del "alma", y con ello se hace
referencia a la decisión personal, a la manera de responder el hombre al
llamamiento divino que le convierte en persona. Ante esto se desvanece "todo
el mundo".
Por consiguiente, ¿podemos, en justicia, deducir de la limitación que el
crecimiento de la masa va a imponer a todos los valores de la personalidad y
de la cultura, un argumento decisivo en contra de la misma? ¿Acaso tenemos
derecho a decir que no deberían nacer mil seres humanos, sino solamente
diez, por el hecho de que el nivel cultura de mil haya de ser inferior al de
diez? La ventaja de ser persona, ¿no es algo absoluto frente a io cual deben
desestimarse otras consideraciones? He aquí una coyuntura que apremia al
hombre individualista de la Edad Moderna a preguntarse en qué medida ha
otorgado un valor absoluto a sus condiciones personales de existencia, a
cuya defensa tiene, por supuesto, derecho.
Por lo tanto, en vez de protestar en nombre de una cultura sustentada por
personalidades contra la masa que va haciendo su aparición, sería mejor
preguntarse dónde radican los problemas humanos de esta masa. Pues bien,
radican en la disyuntiva de si la uniformidad que se impone con la mayoría
conduce solamente a la pérdida de la personalidad, o también a la de la
persona. Lo primero es tolerable; nunca lo segundo.
Esto supuesto, a la pregunta de cuál es el modo de que las posibilidades de
la personalidad permanezcan abiertas en la masa, y de cómo la personalidad
puede incluso llegar a ser algo especialísimamente apremiante en ella, no se
puede responder con los criterios de la antigua cultura de la personalidad,
sino que se ha de responder con los de la misma masa. Y entonces ciertamente
se puede admitir que, al renunciar al caudal, rico y libre, de la cultura de
la personalidad, se pondrá de relieve, con una firmeza espiritual que antes
no podía darse, lo que verdaderamente constituye la "persona": el estar
frente a Dios, la dignidad inalienable, la responsabilidad insustituible.
Por muy extraño que pueda parecer, la misma masa que encierra en sí el
peligro de ser dominada y usada de forma absoluta entraña también la
posibilidad de que la persona alcance su mayoría de edad. Todo esto impone,
sin duda, tareas destinadas a conseguir una liberación interna, un
robustecimiento contra las fuerzas impersonales que crecen en forma cada vez
más gigantesca, tareas que todavía apenas estamos capacitados siquiera para
sospechar.
A esto hay que añadir otra consideración. Si no queremos contemplar los
acontecimientos de los últimos siglos únicamente como pasos hacia la
decadencia, tenemos que descubrir en ellos un sentido positivo. Este sentido
consiste en la tarea que ineludiblemente nos ha sido encomendada de dominar
el mundo. Las exigencias de esta tarea van a ser tan enormes, que no hay
forma de satisfacerlas con las posibilidades de la iniciativa individual y
de la unión de particulares formados en el individualismo. Se requerirán una
reunión de fuerzas y una unidad de dirección que solamente pueden surgir de
una actitud diferente. Ahora bien, ésta es precisamente la actitud que se
deja ver en la naturalidad con que el hombre de la época naciente renuncia a
singularidades y acepta una forma de ser común, así como también en la
naturalidad con que abandona la iniciativa individual y se subordina al
orden. Este proceso se realiza hoy con tal degradación y opresión del
hombre, que corremos peligro de no ver su sentido positivo. Sin embargo, ese
sentido existe, y se encuentra en la grandeza de la tarea misma; a ella
corresponde cierta grandeza de la actitud humana, es decir, una solidaridad
perfecta tanto respecto de la tarea como respecto del compañero de trabajo.
En un coloquio en corno al problema de que es lo que la formación ética del
joven actual .podía dar por supuesto como realidad inmediata, se obtuvo por
resultado una única respuesta: la camaradería. Esta pudiera ser entendida
corno el residuo formal que se salva cuando todos los valores de contenido
están en quiebra; pero también puede ser entendida —y a mi juicio, debe
serlo— como síntoma de lo que se está incubando. Se trata de una camaradería
en el orden de la existencia: en la tarea y en el riesgo humanos del futuro.
Si se llega a concebir esa camaradería poniendo en su base la persona,
constituirá el gran elemento humano-positivo de la masa. Con esta
camaradería por base, y siempre bajo las nuevas condiciones que crea la
masa, pueden ser reconquistados los valores humanos de la bondad, el saber y
la justicia.
También desde este ángulo, por supuesto, se han de revisar los tan
discutidos valores democráticos. Todo el mundo tiene experiencia de la
profunda crisis que les afecta. La crisis se deriva de que esos valores han
recibido su cuño histórico en la atmósfera de la cultura de la personalidad
y expresan la pretensión que tiene la mayoría de que cada uno de sus
miembros ha de poder llegar a alcanzar esa personalidad. Pero precisamente
por ello presuponen la existencia de una población relativamente pequeña.
Por consiguiente, se ve también que un espíritu auténticamente democrático
en este sentido sólo es posible en países pequeños; y, si lo es en grandes
países, solamente en aquéllos que tengan aún muchísimo campo libre. Ahora
bien, la solución al porvenir de los valores democráticos está en saber si
serán repensados y vividos tomando como punto de partida el carácter
estricto y riguroso de la existencia de la persona que forma parte de la
masa.
En caso de que no se realice esto, tendrá lugar la segunda y terrible
alternativa: el hombre sucumbirá ante las fuerzas anónimas.
Aún hemos de considerar otra cosa. A partir de una fecha remota de la Edad
Moderna los conceptos rectores de la existencia humana se han apoyado en la
imagen del "hombre humano" (human). Tengamos presente que este término no
contiene un juicio moral, sino que hace referencia a una estructura
susceptible de determinación tanto positiva como negativa. En el curso de la
evolución historien esta estructura se presenta con diferentes
configuraciones, a saber: como hombre de la Antigüedad, de la Edad Media, de
la Edad Moderna. Este último está en vigor hasta un momento posterior al
final de siglo, momento que no es fácil precisar. Dichas configuraciones se
distinguen entre sí profundamente; sin embargo, tienen algo de común:
precisamente lo que indica el concepto de lo "humane" (das Humane).
Tal vez pueda definirse esto como el hecho de que la esfera de actividad de
dicho tipo de hombre coincidía con la esfera de sus vivencias. En realidad
lo que él captaba eran, en lo esencial, las cosas de la naturaleza, tal y
como él podía verlas, oírlas, tocarlas con sus sentidos. Las cosas que
realizó fueron fundamentalmente las producidas por sus órganos, ampliadas y
robustecidas mediante aquellos elementos auxiliares que llamamos
instrumentos, cuyo efecto de amplificación fue a veces muy grande. Ya la
Antigüedad y la Edad Media conocieron principios mecánicos, y la Edad
Moderna comenzó en el acto a desarrollarlos científica y técnicamente. A
pesar de ello, hasta muy avanzada la Edad Moderna este efecto de
amplificación no fue un fenómeno esencial que llegara a motivar un cambio
total de actitud más allá de la esfera de lo que el hombre podía abarcar con
sus facultades sensitivas, representarse con su imaginación y experimentar
con su sentimiento. Así su querer y su poder estaban en consonancia con su
estructura psicofísica. Otro tanto ocurría con la naturaleza que él veía y
palpaba, puesto que lo que hizo fue explotar sus energías, utilizar sus
elementos y desarrollar sus formas, pero dejando intacto en lo esencial lo
relativo a su contenido. El hombre dominaba la naturaleza en la medida en
que se insertaba en ella.
Esta correspondencia, muy elástica naturalmente, esta consonancia de lo
querido y podido con el dato inmediato, esta posibilidad no sólo de saber y
de obtener resultados, sino incluso de vivir plenamente lo conocido y lo
alcanzado, constituye la cualidad a que aquí hacemos referencia con la
palabra "humano".
Más tarde esta relación se modifica. El campo del conocer, del querer y del
obrar humanos supera el dominio de su estructura inmediata, primero en casos
aislados, luego cada vez con más frecuencia y, por fin, de un modo
constante. Ahora el hombre conoce en forma científica e intelectual mucho
más de lo que puede ver sensorialmente, e incluso de lo que únicamente puede
imaginar. Pensemos en el orden de magnitudes de la astronomía. Es capaz de
planear y llevar a la práctica actividades que ya no puede ni siquiera
sentir. Recordemos las posibilidades técnicas abiertas por la física.
A consecuencia de esto, sus relaciones con la naturaleza se modifican.
Pierden su carácter inmediato; se hacen indirectas, mediatizadas por el
cálculo y el aparato. Pierden su carácter concreto; se tornan abstractas y
formales. Pierden la posibilidad de ser algo vivencial; se hacen positivas y
técnicas.
Pero también sufren una transformación, a consecuencia de lo dicho, las
'relaciones del hombre con su obra. Esta, igualmente, e hace en amplia
medida indirecta, abstracta y objetiva. El hombre no puede ya, en gran
parte, vivirla, sino sólo someterla a cálculo y control. De aquí brotan
graves problemas. En erecto, el hombre es, desde luego, lo que él vive; pero
¿qué es el hombre si el contenido de su obra no puede convertirse en
vivencia suya? La responsabilidad supone, ciertamente, cargar con las
consecuencias de lo que se hace; constituye el tránsito de la objetividad de
cada acontecimiento a su apropiación ética; pero ¿en qué consiste la
responsabilidad si el acontecimiento no tiene ya forma alguna concreta, sino
que se presenta a través de fórmulas y aparatos?
Al hombre que vive de este modo le denominamos "no humano". Del mismo modo
que el término "humano" no implica un juicio moral, tampoco está última
expresión lo implica, sino que hace referencia a una estructura aparecida en
la historia y que cada vez se acentúa con mayor fuerza: la estructura en la
cual la esfera de las vivencias del hombre será rebasada radicalmente por su
esfera de conocimiento y acción
Ahora bien, con todo esto se modifica también —y recurrimos una vez más a lo
ya analizado— la imagen de la naturaleza misma. También la posibilidad de
acceso a ella, de imaginarla y de vivirla, es cada vez menor.
Giordano Bruno y Montaigne, Rousseau y Spinoza, Goethe y Hölderlin, incluso
los materialistas de finales del siglo XIX entendieron con la palabra
"naturaleza" el conjunto de cosas y acontecimientos que el hombre encontraba
alrededor de sí y que, a partir de él, se dilataban en conexiones cada vez
más amplias; la estructura de sus formas y procesos inmediatamente dados,
que se hallaban respecto de él en una relación de medida armónica. Esas
cosas y acontecimientos, formas y procesos estaban allí, accesibles y con
posibilidad de originar una experiencia vital; ahora todo huye a la zona de
lo inasequible. Por supuesto que la naturaleza en el sentido anterior era
también "misteriosa" incluso en "pleno día"; sin embargo, su misterio era en
tal medida continuación del misterio humano, que se la podía calificar de
"madre naturaleza". Era un misterio en el que se podía vivir, aun cuando el
hombre no solamente encontrara en él nacimiento y desarrollo, sino también
dolor y muerte. Ahora la naturaleza se ha convertido en algo decididamente
extraño y no concede ya posibilidad para la menor relación inmediata. Por
otra parte, no puede ser ya pensada de modo intuitivo, sino solamente en
forma abstracta. Se convierte cada vez más en una compleja estructura de
relaciones y funciones que sólo puede captarse por medio de símbolos
matemáticos, y que se apoya en algo cuya designación unívoca no es ya
posible.
Del mismo modo, esta naturaleza no puede ser ya sentida en gran parte sino
con sentimientos muy remotos, con sentimientos, por así decirlo, límites;
como algo absolutamente extraño a nuestras experiencias e invocaciones. Con
todo, quizá aquí es preciso ser prudente. Probablemente se encierran también
en ello posibilidades y tareas cuyo significado pudiera ser el
descubrimiento de que el umbral de la experiencia vivencial se ha dilatado y
de que, por ello, llegan a ser objeto de esa experiencia ciertas magnitudes
de las cosas y realizaciones que antes le eran inasequibles. Pero pudieran
significar además el desarrollo de una forma de sentimiento indirecto que
introduce en la vida propia lo que hasta ahora sólo podía pensarse en forma
abstracta. Ahora bien, frente a esta naturaleza habrá de adoptarse en todo
caso una actitud de vigilancia v de seria responsabilidad, que están en
conexión con los problemas de la personalidad a que antes hemos aludido y
sobre los cuales debemos hablar aún.
Esta naturaleza no es ya —por seguir utilizando la calificación elegida para
el hombre— la "naturaleza natural" (de la cual trae su origen el concepto de
lo "natural" entendido como lo inmediatamente evidente, lo que se comprende
de por sí), sino la "naturaleza no natural", tomando también esta
denominación no como expresión de un juicio, sino como recurso descriptivo.
Evidentemente, la flor colocada sobre la mesa continúa siendo belleza fresca
y perfumada, como lo era antes; el jardín es siempre el ámbito de la
espontaneidad educada situado en las proximidades del hombre; la montaña, el
mar y el firmamento estrellado salen también ahora al encuentro de la
sensibilidad > con la grandiosidad liberadora de sus respectivas imágenes.
Con todo, también en este punto han de tenerse presentes las realizaciones
de la "técnica", tomando esta palabra en su sentido más amplio, en cuanto
abarca la explotación de las aguas, las comunicaciones, el turismo y la
industria recreativa, y alcanza a todo aquello que hace desaparecer por
doquier a la naturaleza en su sentido originario.
Evidentemente los esfuerzos por volver a alcanzar la "conformidad con la
naturaleza" en la forma de vivir, así como en la terapéutica, en la
educación y en !a formación, conservan todo su sentido. Del mismo modo el
hombre, en virtud de su derecho de legítima defensa, tiene que aspirar a
reconquistar el carácter originario de su ser corpóreo y espiritual, a
recuperar en el mundo perdido de los símbolos la carta de naturaleza, y a
todo aquello que en los esfuerzos de las últimas décadas se ha evidenciado
como exigencia ineludible.
Pero todo aquél que se preocupa de estos problemas se encuentra ante la
alternativa siguiente: o bien los aborda románticamente, como retorno a unas
relaciones con la naturaleza ya inexistentes, o bien les hace frente con
realismo, contemplándolos en relación con el futuro, y esto de tal forma que
el carácter de naturalidad no sólo se salve, como sucede precisamente en las
diferentes "reformas de vida" constituidas por aislamientos estériles, sino
que triunfe en la misma situación nueva y se desarrolle partiendo de ella.
Son tareas éstas que están en relación estrecha con las que hacen referencia
a la personalidad, y que hemos descubierto al hablar de ella.
Estos dos fenómenos —el del hombre no humano y el de la naturaleza no
natural— constituyen un punto de referencia fundamental, sobre el que basará
sus construcciones la futura forma de existencia, es decir, aquella forma de
existencia en la cual el hombre tendrá capacidad para llevar hasta sus
últimas consecuencias su dominio sobre el mundo, proponiéndose sus objetivos
sin prejuicios, resolviendo el problema de la realidad inmediata de las
cosas y utilizando los elementos de esa realidad inmediata para llevar a
cabo sus fines. Todo ello sin tener en cuenta nada que pudiera considerarse
intangible según la imagen del hombre y de la naturaleza propia de la época
precedente.
IV
No resultaba ya fácil hablar de la transformación operada en las relaciones
con la naturaleza y la subjetividad tal como las entendió la Edad Moderna,
puesto que nos hallamos en medio de ese proceso; sin embargo, aún resultará
más difícil expresar lo que ocurre con la imagen de la cultura.
También en este terreno se produce una transformación; ésta no consiste sólo
en el descubrimiento de objetos y métodos nuevos, en el desarrollo de
posibilidades y tareas, sino que, al parecer, modifica totalmente el
carácter de lo que llamamos "cultura".
A nosotros, hombres actuales, nos resulta difícil volver a sentir lo que
significó la actividad cultural para los albores de la Edad Moderna.
Constituyó el estallido de una primavera existencial pictórica e
inconteniblemente segura de su porvenir. La matemática y las ciencias
naturales hicieron rápidos progresos. Se descubrió la Antigüedad, y la
ciencia histórica inició su interminable tarea. Se despertó el interés por
el hombre, lo cual hizo que se observase la variedad de sus manifestaciones,
y que, debido al esfuerzo por analizarle y comprenderlo, se crearan las
ciencia» denominadas antropología y psicología, La ciencia del Estado
consideró la comunidad humana como un gran ser vivo, investigó su
desarrollo, la variedad de sus formas y las condiciones de su existencia. La
filosofía rompió su vinculación con el estado eclesiástico y se convirtió en
una interrogación hecha directamente por el hombre a los fenómenos del
mundo. El arte en todas sus manifestaciones — arquitectura, escultura,
pintura, poesía, drama — tomó asimismo el carácter de una esfera autónoma de
actividad y dio a luz un número inmenso de creaciones. Se configuraron los
Estados nacionales con su vehemente sentimiento de poder. Con audacia
arrebatadora se tomó posesión de la tierra. Se descubrieron mares y
territorios, y se organizó el sistema colonial. Finalmente se realizaron
todos los descubrimientos y construcciones, inconcebibles para cualquier
época anterior, a los que nosotros llamamos técnica y con los cuales el
hombre domina la naturaleza; ellos están indisolublemente vinculados a la
economía de la Edad Moderna, caracterizada por un ansia de lucro sin límite,
que da origen al sistema capitalista, de compleja articulación. Todo esto
era algo así como la irrupción de energías desconocidas, procedentes de
profundidades hasta entonces cerradas. El hombre tuvo una vivencia
totalmente diferente del mundo, y, a través de éste, de sí mismo. Le embargó
la confianza incontenible de que se iniciaba entonces una era esencial
respecto de la cual todo lo anterior no había sido sino preparación u
obstáculo.
El hombre de la Edad Moderna está convencido de que, por fin, se encuentra
frente a la realidad. Ahora se le abrirán las fuentes de la existencia. Las
energías de la naturaleza descubierta se unirán a las de su propio ser, y la
vida se realizará en toda su plenitud. Las distintas esferas del conocer,
actuar y crear se estructurarán cada una según sus leyes; cada una se
completará con las demás; surgirá un conjunto dotado de plenitud y de unidad
grandiosas, "la cultura" precisamente, y en él alcanzará el hombre su
plenitud.
Expresión de este modo de pensar es la fe de la Edad Moderna en el progreso
que el carácter lógico de la naturaleza humana y de sus obras ha de
engendrar con toda segundad. Las leyes de la naturaleza, la estructura
psicológica y lógica de la vida humana, las relaciones mutuas de les
individuos así como las formas de proceder de las colectividades
sociológicas, todo es de tal naturaleza que tiende con necesidad interna
hacia un futuro mejor.
Nuestra actitud ya no es ésta. Por el contrario, nos damos cuenta, cada vez
con mayor claridad, de que la Edad Moderna se ha engañado.
No queremos decir que nosotros tratemos de criticar sus creaciones
culturales; esto se realizó ya con anterioridad. En el momento en que su
evolución conoce un éxito triunfal, todas las formas de la crítica, desde la
educativa y esperanzada hasta la pesimista y escéptica, se ejercen sobre
ella. En el momento culminante de la evolución europea, conseguido con el
Renacimiento y el Barroco, afirma Rousseau que la cultura, a parar de un
límite muy cercano y tangible, es en términos generales perjudicial, y
aconseja la vuelta a la naturaleza, que es lo único auténtico e inocente.
Pero escás actitudes sólo pretenden moderar y orientar la totalidad del
proceso, sobre el que no existe duda en momento alguno. Solamente la crítica
cristiana penetra con mayor hondura: conoce por la Revelación el peligro que
corre el hombre de perderse en medio del mundo y del trabajo; sabe qué es lo
"único necesario", y por ello está capacitada para descubrir el interior de
ese optimismo progresista, entusiasta en un principio y después convertido
en dogma. Conoce la falsedad de la idea de autonomía y sabe que una cultura
que deja a un lado a Dios no puede tener éxito, por la sencilla razón de que
Dios existe. Sin embargo, esta duda y esta crítica proceden de la
Revelación, es decir, de algo externo a la misma cultura; por ello, si bien
están en lo cierto, no tienen eficacia desde el punto de vista histórico.
Hoy la duda y la crítica proceden de la cultura misma. Ya no tenemos
confianza en ella. No podemos aceptarla, cual lo hizo la Edad Moderna, como
marco esencial de la vida y como estructura fiel y auténtica de ésta. Para
nosotros no constituye en modo alguno, en cuanto "espíritu objetivo",
expresión de la verdad existencial. Por el contrario, nos embarga el
sentimiento de no estar de acuerdo con ella. Nos vemos obligados a
colocarnos en actitud de prevención frente a la cultura, y no sólo porque
encierre errores o haya sido superada en, el orden histórico, sino porque su
voluntad fundamental y su ideal sen falsos; porque, en definitiva, no se
puede confiar en la obra del hombre con la confianza que puso en ella la
Edad Moderna. Otro tanto debemos decir con respecto a la naturaleza.
Sin duda una crítica de este tipo ha de tener conciencia siempre viva de las
fuentes de sus posibles errores. Pudiera suceder, en efecto, que por su boca
hablase el pesimismo de un pueblo que da valor absoluto a su hundimiento; o
bien la voz sombría de Occidente, que se siente envejecido y cae en ¡a
cuenta de que la dirección ha pasado a pueblos más jóvenes. A pesar de ello,
el diagnóstico parece acertado.
Según la concepción de la Edad Moderna la cultura es algo "natural". No en
el sentido obvio, puesto que se funda precisamente en la aptitud del
espíritu para independizarse de su conexión con la naturaleza y situarse
frente a ella; sino en el sentido de la Edad Moderna, según el cual
naturaleza y espíritu constituyen un todo, el Todo simplemente, el universo,
que es necesario y verdadero porque en él todo transcurre según las leyes
del espíritu. Esta convicción es el soporte del optimismo cultural de la
Edad Moderna.
Pero el curso de la historia ha demostrado que esta suposición era errónea.
El espíritu humano es libre lo mismo para obrar bien que para obrar mal;
para edificar como para destruir. Y este aspecto negativo no constituye un
elemento antitético necesario dentro del proceso total, sino que es negativo
en el exacto sentido de la palabra: se lleva a cabo aunque no sea necesario
hacerlo, aun cuando se pudiese realizar algo bueno. Ahora bien, esto es lo
que se ha realizado de la manera más amplia y en puntos fundamentales.
Las cosas han seguido un camino falso, como lo demuestra la situación
presente. Nuestra época lo siente, y experimenta inquietud en sus estratos
más profundos. Sin embargo, en ello se encierra también su gran posibilidad
de escapar al optimismo de la Edad Moderna y poder ver la verdad.
Esto se advierte en muchos aspectos de la situación actual; indicaremos
algunos de ellos.
Ahí está, en primera línea, el hecho, cada vez más destacado, de que la
cultura de la Edad Moderna —ciencia, filosofía, pedagogía, sociología,
literatura— ha tenido una visión falsa del hombre; no sólo en cuanto a
detalles, sino en su apreciación fundamental y, por consiguiente, en su
totalidad.
El hombre no es tal como lo pintan el positivismo y el materialismo. Para
éstos el hombre "evoluciona" a partir de la vida animal, que, a su vez,
procede de cualesquiera diferenciaciones en la materia. Pero el hombre, a
pesar de todos sus vínculos comunes con el resto de las cosas, es algo
esencialmente distinto, porque está definido por el espíritu; éste, por su
parte, no puede tener origen en materia alguna, y otorga a la totalidad del
ser humano un sello especial que lo distingue de todos los demás vivientes.
El hombre no es tampoco tal como lo ve el idealismo. Por supuesto, éste
admite el espíritu, pero lo identifica con el Espíritu Absoluto y aplica a
este último la categoría de la evolución. El proceso del Espíritu Absoluto
constituye el curso del mundo, y el hombre forma parte de ese curso; por
consiguiente, no puede existir para él libertad alguna en el recto sentido
de la palabra, ni una auténtica decisión que tenga en él su punto de
partida. De aquí que tampoco pueda darse la historia en el verdadero sentido
del término, y que el hombre quede despojado del ámbito existencial propio
de su ser. Pero el hombre no es así. Es un ser finito, pero auténtica
persona; su individualidad no le puede ser arrebatada, su dignidad es
inalienable, su responsabilidad, irreemplazable. Además, la historia no
fluye de acuerdo con lo que le señala de antemano la lógica de una esencia
del mundo, sino tal y como la determina el hombre con su libertad.
Pero el hombre tampoco es tal como lo ve el existencialismo. Según éste,
carece de todo presupuesto, de toda esencia y de toda norma. Es
absolutamente libre y se determina a sí mismo, no sólo respecto de su
actividad, sino también en cuanto al ser. Arrojado a una existencia carente
de lugar y de orden, nada tiene fuera del propio yo, y su vida es
radicalmente propio destino. Tampoco es verdad esto. El hombre tiene una
esencia que le da la posibilidad de decir: Soy esto y lo otro. Existe un
orden que le permite decir: Existo ahora y aquí, y me encuentro en esta
determinada conexión con las cosas. Hay un mundo circundante —universo
visible y ambiente— que, si bien constituye una amenaza, también actúa como
punto de apoyo.
Así podíamos seguir citando otros muchos ejemplos.
Nadie que tenga conciencia de su condición de hombre dirá hoy que se
encuentra a sí mismo en la imagen del hombre que le ofrece la antropología
de la Edad Moderna, sea dicha antropología de tipo biológico, psicológico,
sociológico o de cualquier otro orden. Lo único que encuentra siempre es
alguno de sus aspectos en forma aislada: cualidades, relaciones,
estructuras; jamás se encuentra a sí mismo en forma absoluta. Se habla del
hombre, pero, en realidad, no se le ve. Hay un movimiento hacia el, pero no
llega a alcanzarlo. Se opera con él, pero él no se pone al alcance de la
mano. Se le somete a estadísticas, se le inserta en organizaciones, se le
emplea para diversas finalidades, pero siempre se produce el espectáculo
extraño y atrozmente grotesco de que todo esto se realiza con un fantasma.
Aun cuando el hombre sufra la violencia, aunque se abuse de él, se le mutile
y destroce, aquello contra lo que la violencia asesta sus golpes no es el
hombre.
El hombre tal y como lo ve la Edad Moderna no existe. Esta intenta
constantemente encuadrarlo en categorías a las que él no pertenece:
categorías mecánicas, biológicas, psicológicas, sociológicas, variantes
todas ellas de la voluntad fundamental de convertirlo en una sustancia del
orden de la "naturaleza", aun cuando sea del de la naturaleza espiritual.
Sólo hay una cosa que la Edad Moderna no ve y que, sin embargo, constituye
al hombre ante todo y en absoluto: la persona finita, que existe como tal
aunque no lo quiera, aunque niegue su propio ser; que es llamada por Dios y
está en contacto con las cosas y con las demás personas; que tiene la
libertad soberana y terrible de poder conservar y destruir el mundo, más
aún, de poder afirmarse a sí misma y alcanzar su pleno desarrollo, o
abandonarse y destruirse. Y esto último no como un elemento necesario dentro
de un proceso suprapersonal, sino como algo realmente negativo, evitable y
en el fondo absurdo. Si la cultura fuese en realidad tal como la ha
concebido la Edad Moderna, nunca hubiese podido errar de tal forma respecto
del hombre, nunca hubiese podido perderlo de vista ni borrarlo de los
distintos órdenes como lo ha hecho.
La misma conclusión se deduce del peligro, cada vez mayor y más inminente,
que procede de la cultura misma, y que amenaza tanto a ella como al hombre
que la sustenta.
Este peligro procede de distintas fuentes, pero sobre todo de aquello que
constituye el fundamento de toda creación cultural, es decir, del poder
sobre lo existente. El hombre de la Edad Moderna opina que todo incremento
del poder constituye sin más un "progreso", un aumento de seguridad, de
utilidad, de bienestar, de energía vital, de plenitud de los valores. A
decir verdad, el poder es algo totalmente ambiguo; puede operar el bien como
el mal, lo mismo puede construir que destruir. Lo que de hecho resulte
depende de la intención del que lo maneja y de la meta a cuya consecución se
aplique. Ahora bien, un análisis riguroso pone de manifiesto que en el
transcurso de la Edad Moderna el poder sobre lo existente —tanto sobre las
cosas como sobre los hombres— crece ciertamente en proporciones cada vez más
gigantescas, en tanto que el sentimiento de responsabilidad, la claridad de
conciencia, la fortaleza de carácter no van en absoluto al compás de ese
incremento; este análisis revela que el hombre moderno no está preparado
para utilizar el poder con acierto; más aún, que en gran medida incluso
falta la conciencia del problema, o bien se limita a ciertos peligros
externos, como los que han hecho su aparición en la guerra y son discutidos
por la prensa.
Esto supone que la posibilidad de que el hombre utilice mal el poder crece
constantemente. Come aún no existe una ética auténtica y eficaz del uso del
poder, la tendencia a considerar este uso como un proceso natural, no
sometido a norma alguna reguladora de la libertad, sino únicamente a los
supuestos imperativos de la utilidad y de la seguridad, es cada vez mayor.
Aún más: el desarrollo de los acontecimientos produce la impresión de que el
poder se está objetivando; de que, en el fondo, no es ya poseído y utilizado
por el hombre, sino que continúa desarrollándose y determinándose a la
acción autónomamente, según el proceso lógico de los problemas cien tíficos,
de las cuestiones técnicas, de las tensiones políticas.
Esto significa, incluso, que el poder se hace demoníaco. Este término está
desvirtuado por el uso oral y escrito, como todas las palabras importantes
relativas a la existencia humana; por ello es preciso recordar su verdadero
sentido antes de utilizarlo. Nada existe sin dueño. Si lo existente es
naturaleza —entendiendo esta palabra en el sentido de la creación no
personal—, pertenece a Dios, cuya voluntad se expresa en las leyes según las
cuales subsiste dicha naturaleza. Si hace su aparición dentro del campo de
la libertad humana, tiene que pertenecer a un hombre y éste ha de responder
de ello. En caso de que el hombre en cuestión no cargue con esa
responsabilidad, no se convierte de nuevo en "naturaleza", hipótesis
imprudente con la cual se consuela más o menos conscientemente la Edad
Moderna; no continúa siendo algo totalmente disponible, en reserva, por así
decirlo, sino que toma posesión de ello un elemento anónimo. Digámoslo en
términos psicológicos: Será manejado por el inconsciente, que es algo
caótico y cuyas posibilidades destructivas son tan poderosas por lo menos
como las salvadoras y constructivas. Pero esto no es todo. Cuando la
conciencia humana no asume la responsabilidad del poder del hombre, los
demonios lo cogen por su cuenta. Y con este término —demonios— no
pretendemos utilizar un recurso periodístico, sino que nos referimos
precisamente a lo que se refiere la Revelación: a seres de naturaleza
espiritual que, siendo buenos cuando Dios los creó,- se apartaron luego de
Él, se decidieron por el mal, y ahora están decididos a corromper la
Creación. Estos demonios son los que manejan el poder del hombre mediante
sus instintos, al parecer tan naturales, pero en realidad tan absurdos; por
medio de su lógica humana, tan consecuente en apariencia, pero en verdad tan
fácilmente sugestionable; mediante el egoísmo humano, que se abandona tan
fácilmente a toda clase de violencias. La forma de desarrollo del proceso
histórico de los últimos años, contemplado sin prejuicios racionalistas y
naturalistas, y las tendencias y actitudes espirituales y psíquicas que en
ellos hicieron su aparición hablan con suficiente claridad.
La Edad Moderna ha olvidado todo esto, porque la ha cegado su fe rebelde en
el autonomismo. Ha creído que el hombre podía sin más tener poder y, al
emplearlo, conservar la segundad, a causa de la naturaleza lógica de las
cosas, en virtud de la cual estás habían de conducirse dentro de la esfera
de la libertad humana con la misma previsibilidad que en la de la
naturaleza. Pero esto no sucede así. Tan pronto como una fuerza, un
elemento, una estructura o cualquier otra cosa penetra en el ámbito del
hombre, recibe allí un carácter nuevo. Ya no es mera naturaleza, sino que se
convierte en un elemento de la circunstancia humana. Participa de la
libertad del hombre, pero está también sometido a su debilidad, y, por ello,
se hace equívoco, se convierte en receptáculo de posibilidades tanto
positivas como negativas.
Una misma sustancia química es diferente en un organismo que en un mineral,
porque el organismo la inserta en una estructura y en un esquema funcional
nuevos. Si alguien dijese que el oxígeno es oxígeno no enunciaría un
pensamiento científico, sino vulgar. Eso es en sentido abstracto, pero no en
sentido concreto, pues a la definición del oxígeno en concreto pertenece la
estructura en que se encuentre. Un órgano en el cuerpo del animal es
diferente que en el cuerpo del hombre, porque aquí penetra en las formas
vitales del espíritu, con sus afectos, sus vivencias racionales y éticas, y,
por consiguiente, adquiere posibilidades nuevas tanto de creación como de
destrucción; no tenemos que hacer, para ver esto, sino comparar lo que se
atribuye al "corazón" de un hombre con lo que se le atribuye al de un
animal. No percatarse de todo esto sería propio de un primitivismo
materialista; éste se reproduce en el optimismo de la Edad Moderna, según el
cual la "cultura" es algo seguro de por sí. A decir verdad, "cultura"
significa que las realidades de la naturaleza penetran en la esfera de la
libertad y reciben allí una potencialidad de nuevo cuño. En ellas quedan
libres así posibilidades de acción totalmente nuevas, pero esto precisamente
hace que esas realidades corran un riesgo y sean causa de ruma si el hombre
no las coloca dentro del orden que ahora reclaman, es decir, dentro del
orden ético de la persona. Si no fuera esto verdad, ¿hubieran podido suceder
en el núcleo mismo de la cultura europea cosas como las que han sucedido en
los últimos años? En efecto, no todas las atrocidades han caído del cielo, o
mejor dicho, han subido desde el infierno. Todos estos sistemas de infamia y
destrucción inconcebibles no han sido imaginados después de un período en
que todo estaba en orden. Monstruosidades tan conscientemente realizadas no
se producen únicamente por obra de un individuo desnaturalizado o de grupos
pequeños, sino que proceden de trastornos y perversiones cuyo influjo se ha
iniciado mucho tiempo antes. Lo que designamos con los términos de norma
moral, responsabilidad, dignidad, conciencia despierta, no desaparece en tal
grado de una colectividad viviente si no perdió ya su valor con mucha
anterioridad. Ahora bien, si la cultura fuese lo que vio en ella la Edad
Moderna, esto no hubiera podido suceder.
La Edad Moderna supuso que la materia del mundo seguía estando tan segura al
penetrar en la esfera de la libertad como lo estaba en la de la naturaleza;
que se originaba una segunda naturaleza en la que, si bien de un modo más
complejo e inestable, se podía confiar como en la primera. A consecuencia de
ello surge una despreocupación, incluso una inconsciencia, en la utilización
de lo existente, tanto más inconcebible para el que la observa cuanto mayor
sea la exactitud con que investigue el curso del proceso cultural. Y de aquí
procede un peligro cada vez mayor tanto de orden material como de orden
espiritual; lo mismo para el hombre que para su obra; igualmente para el
individuo que para la colectividad.
La conciencia de todo esto se abre paso paulatinamente. Cuestión aparte es
si lo hace con suficiente rapidez como para detener una catástrofe de
carácter mundial, mucho mayor de la que supone una guerra. De todos modos,
la supersticiosa fe de la burguesía en la segundad intrínseca del progreso
se ha resquebrajado. Muchos sospechan que "cultura" es algo distinto de lo
que por tal ha entendido la Edad Moderna, que no se trata de una bella
seguridad, sino de un riesgo a vida o muerte, del que nadie sabe qué va a
resultar.
Hemos hablado de un "hombre no humano" y de una "naturaleza no humana";
ahora tendríamos que hallar un término que expresara el carácter de la
imagen de la obra humana del futuro. Confieso que no he podido encontrarlo.
Las otras dos denominaciones son ya equívocas. En el concepto de lo "humano"
está incluido el de lo relativo al hombre, y por ello la denominación
elegida —"hombre no humano"—- significa literalmente la negación de lo
relativo al hombre. Y, sin embargo, se trata en ella del hombre. Tal vez
pudiera incluso decirse que se trata de una manifestación extrema de eso que
llamamos "hombre"; de una última opción en la que se define su ser, ese ser
que ha de recibir en cada caso sus determinaciones definitivas no por medio
de la "naturaleza", sino a través de decisiones. Asimismo, lo que la ciencia
descubre como esencia de las cosas es también precisamente la naturaleza, de
forma que también respecto de ella la designación elegida —"naturaleza no
natural"— parece sufrir una contradicción en sí misma.
Por consiguiente, sólo me queda esperar que el lector comprenda ambos
términos tal como aquí se entienden, esto es, en sentido histórico. Que
entienda por lo "humano" aquella forma de ser hombre que constituyó la norma
desde la Antigüedad hasta muy a la Edad Moderna y lo "natural" como aquella
imagen de la realidad externa que este hombre contemplaba en torno a sí y
con la que estaba en relación.
A la cultura del futuro no sé en realidad qué denominación asignarle, pues
si bien sería correcto hablar de cultura no cultural en el sentido que se da
aquí a estas expresiones, no podemos utilizar esta terminología, porque
resultaría muy imprecisa.
De todas formas, el hombre no humano, la naturaleza no natural y la forma
que aquí vislumbramos de la obra humana del futuro constituyen una unidad.
Esta imagen de la obra humana es profundamente distinta de la que le ha
precedido. Le falta precisamente lo que constituye la "cultura" en sentido
antiguo: la fecundidad tranquila, la prosperidad, el carácter bienhechor. Es
incomparablemente más dura y más tensa. Carece de carácter orgánico tanto en
el sentido de desarrollo como en el de proporción. Supone un acto de
voluntad y se realiza mediante el esfuerzo. De ella no se deriva un ámbito
de asentamiento seguro y de prosperidad; antes bien, se presentan aquí al
espíritu conceptos tales como los de campo de trabajo y campamento de
guerra.
La obra humana del futuro —aún tendremos que volver sobre ello— .presentará
ante todo este rasgo esencial: el del riesgo. La necesidad y el sentido de
la cultura tienen su fundamento más sencillo en que la cultura es fuente de
seguridad. En ella se expresa principalmente la vivencia del hombre
primitivo que se veía rodeado por una naturaleza no comprendida ni dominada.
Para él cultura significaba todo aquello que pusiera freno a estas fuerzas
sofocantes e hiciera posible la vida. Poco a poco fue aumentando la
seguridad. La naturaleza dejó de ser algo extraño y peligroso y se convirtió
en aquella fuente de bienes inagotables, de energías renovadoras siempre
activas y de datos siempre inmediatos que vio en ella la Edad Moderna. Pero
luego las relaciones con la naturaleza sufrieron una nueva modificación: con
el transcurso de la historia el hombre entró de nuevo en un ambiente de
riesgo; ahora bien, este riesgo tenía su origen en aquellos esfuerzos y
creaciones que habían servido para vencer el primer riesgo, es decir, en la
cultura misma.
El peligro no procede de dificultades aisladas para cuya solución no
estuviesen aún preparadas la ciencia y la técnica, sino que se deriva de
algo que constituye un elemento fundamental de toda actividad humana
—incluso de la más espiritual—, es decir, del poder. Tener poder quiere
decir ser señor de la realidad dada; dejar sin eficacia los efectos directos
de lo existente que se enfrenten con nuestra vida; mejor dicho, someterlos a
las exigencias de dicha vida. Esto se ha realizado de una forma eminente; el
hombre domina en gran medida los efectos inmediatos de la naturaleza. Sin
embargo, no domina sus efectos indirectos, el "dominar" mismo. Tiene poder
sobre las cosas, pero no lo tiene, o, para hablar con más prudencia, no lo
tiene todavía sobre su poder.
El hombre es libre y puede usar de su poder como le plazca. Pero ahí
precisamente radica la posibilidad de que lo emplee falsamente, entendiendo
por ello el que lo use tanto para el mal como para la destrucción. ¿Qué
garantía hay de que se use rectamente ese poder? Ninguna. No existe garantía
alguna de que la libertad adopte una decisión recta. Lo más que puede darse
es una probabilidad, y ésta reside en que la buena voluntad se convierta en
una convicción, en una actitud, en un hábito. Ahora bien, un análisis libre
de prejuicios tiene que comprobar —como ya lo hicimos notar— que carecemos
de una formación del carácter que haga probable el recto empleo del poder.
El hombre de la Edad Moderna no está preparado para el enorme incremento de
su poder. Todavía no existe una ética del uso del poder bien elaborada y
dotada de eficacia; menos aún una educación orientada a esto mismo, ni en
las minorías, ni en las masas.
Todo esto ha hecho que el riesgo esencial que lleva en sí la libertad haya
adquirido caracteres de urgencia. Ciencia y técnica han puesto a nuestra
disposición tanto las energías de la naturaleza como las del hombre, y ello
en tal forma que pueden sobrevenir catástrofes de dimensiones inconcebibles,
así desde el punto de vista de su intensidad como, del de su duración. Con
todo derecho se puede decir que a partir del momento actual comienza un
nuevo período de la historia. A partir de ahora, y para siempre, el hombre
va a vivir al borde de un riesgo que afecta a la totalidad de su existencia
y cuya intensidad irá en aumento constante. Si a lo dicho añadimos todavía
la idea adormecedora, antes descrita, de una cultura segura de sí misma y
que engendra seguridad, veremos que la humanidad actual está muy mal
preparada para administrar el patrimonio que representa el poder adquirido
hasta el presente. La situación puede siempre desbordarla, y no solamente en
sus elementos débiles, sino también, y sobre todo, en sus elementos activos,
en sus conquistadores, organizadores y dirigentes. El primer ejemplo
espantoso de esto lo hemos vivido en las dos décadas últimas. Sin embargo,
las cosas no parecen indicar que esto haya sido realmente comprendido por
una mayoría suficiente. Cada vez más tiene uno la impresión de que el
instrumento empleado para resolver los problemas que crecen como una nada
es, en último término, la fuerza. Ahora bien, esto significa que el uso
equivocado del poder se ha convertido en norma.
El problema central en torno al cual va a girar la larca cultural del futuro
y de cuya solución dependerá todo, no solamente el bienestar o la miseria,
sino la vida o la muerte, es el problema del poder. No el de su aumento, que
se opera por sí solo sino el de su sujeción, el de su recto uso.
Las fuerzas caóticas primitivas están vencidas: la naturaleza inmediata
obedece. Pero esas mismas fuerzas penetran de nuevo dentro de la misma
cultura, y su elemento es precisamente lo que proporcionó el triunfo sobre
ellas en su primera forma: el poder mismo.
En este segundo desencadenamiento de fuerzas caóticas se han vuelto a abrir
todos los abismos de los tiempos primitivos. La prolífica y sofocante
vegetación de los bosques vuelve a ganar terreno: Nuevamente hacen su
aparición toda la angustia de los desiertos, todo el horror de las
tinieblas. El hombre se encuentra de nuevo ante el caos; y esto es tanto más
espantoso cuanto que la mayor parte no lo ve en absoluto, pues por doquier
hablan personas científicamente preparadas, hay máquinas en marcha y
funcionan oficinas.
Tal vez con lo dicho se haya visto más claramente por qué nos preguntamos si
acaso no deberíamos utilizar la denominación de "cultura no cultural". En
efecto, si lo que hizo el hombre de siglos pasados y que constituyó su
asentamiento fue cultura, esto que ahora nos ocupa es realmente algo
diferente; el ámbito existencial en que se asienta es otro; su carácter es
distinto, y distinto es lo que de ello depende.
La virtud básica será ante todo la seriedad en el deseo de verdad. Tal vez
se pueda ver un paso hacia ella en la objetividad que puede apreciarse en
muchas cosas. Esta seriedad quiere saber qué se persigue con todas las
habladurías sobre el progreso y la explotación de la naturaleza, y carga con
la responsabilidad que la nueva situación impone.
La segunda virtud será la fortaleza; una fortaleza sin aspavientos,
espiritual y personal, que se enfrenta con el caos amenazante. Ha de ser más
pura c intensa que la que se necesita para enfrentarse con las bombas
atómicas y con los instrumentos inventados para sembrar bacterias, ya que ha
de resistir al enemigo universal, al caos que hace progresos dentro de la,
misma obra del hombre, y además tiene contra sí, como toda fortaleza heroica
de verdad, a la mayoría, a la opinión pública, y a la mentira concretada en
consignas y organizaciones.
Todavía se ha de añadir un tercer elemento: el ascetismo.
El ascetismo era algo que repugnaba radicalmente al sentimiento de la Edad
Moderna; constituía la síntesis de todo lo que ella quería eludir. Pero,
precisamente por esto, la Edad Moderna se durmió internamente y se entregó a
sí misma. El hombre tiene que aprender a ser dueño de sí mediante el
vencimiento y la abnegación, y con ello a ser dueño de su propio poder. La
libertad que da este dominio orientará aquella seriedad hacia las opciones
reales, en tanto que hoy vemos cómo se emplea en ridiculeces una gravedad
casi metafísica; hará que el mero valor se convierta en fortaleza, y
desenmascarará los pseudoheroísmos en nombre de los cuales se deja inmolar
el hombre, fascinado por pseudoabsolutos.
De todo esto tiene que surgir, por último, un arte espiritual de gobernar,
en el cual se someta al poder con el poder; que distinga entre lo justo y lo
injusto, entre el fin y ¡os medios; que sea moderado y cree un espacio
libre, dentro de los esfuerzos del trabajo y de la lucha, para que el hombre
pueda vivir con dignidad y alegría. Solamente esto constituirá el verdadero
poder.
Tal vez he conseguido poner en claro que aquí no se predica ningún
pesimismo; mejor dicho, ningún pesimismo fabo, pues existe también uno
verdadero sin el cual nada grande puede llevarse a cabo. Este último
constituye la fuerza amarga que hace capaces de trabajar sin desfallecer al
corazón fuerte y al espíritu con dotes creadoras.
La verdad es que dicho pesimismo dota ser fomentado y orientado hacia la
única opción verdadera, la cual está situada por encima de las numerosas
opciones particulares que se imponen por doquier. Las posibilidades que
ofrece dicha opción son las siguientes: o el hundimiento en una destrucción
tanto interna como externa, o bien un mundo nuevo donde viva una humanidad
consciente de su sentido y con capacidad para el futuro.
No vamos a detenernos aquí en lo relativo a la esencia y carácter de esa
forma nueva de mundo. Tendríamos mucho que decir si relacionásemos entre sí
los múltiples brotes que de ello se observan; si estudiásemos las
características de las formas y estructuras en gestación, y tratásemos de
comprender los motivos y aptitudes operantes en ese proceso. Pero rebasarían
el marco de este estudio, por lo cual tenemos que dejarlo para otra ocasión.
V
Lo expuesto nos ofrece la posibilidad de decir algo sobre la religiosidad
del futuro, con todas las reservas que la situación impone desde luego a
manifestaciones de este tipo.
Volvamos de nuevo la vista hacia el pasado.
En la Edad Media todos los estratos y ramificaciones de la vida estaban
informados por lo religioso. La fe cristiana constituía la verdad
universalmente aceptada. La legislación, la organización social, la ética
tanto pública como privada, el pensamiento filosófico, el trabajo artístico,
las ideas que movían la historia, todo ostentaba de alguna manera el sello
común de ser cristiano y estar sometido a la Iglesia. Con esto nada queremos
decir sobre el valor humano y cultural de tal o cual personalidad, ni de una
obra determinada; no obstante, hasta la forma de producirse una injusticia
estaba sometida a los principios cristianos. La Iglesia estaba estrechamente
unida con el Estado, e incluso en aquellos casos en que el Emperador y el
Papa, el Príncipe y el Obispo mantenían relaciones tirantes, acusándose y
difamándose mutuamente, no fue puesta en tela de juicio la Iglesia en cuanto
tal.
De esto hay que distinguir otra cosa. La fe cristiana significa una
vinculación personal con el Dios que se manifiesta a Sí mismo, y la
categoría de la fe práctica se mide por la pureza y fidelidad de esa
vinculación. Ahora bien, el problema de saber en qué medida el hombre
medieval es capaz de tener en términos generales experiencia de la realidad
religiosa; de saber hasta qué punto tiene vivencia de la relación con lo
divino, y hasta que punto actúa esa relación en su vida de un modo
inmediato, es cuestión distinta. En la Edad Media la capacidad para todas
estas cosas fue muy grande. Se desarrolló la experiencia religiosa con
solidez, profundidad y delicadeza. Todas las cosas y relaciones de la vida
estaban saturadas de signo religioso. Poesía y arte, formas políticas,
sociales y económicas, costumbres, tradiciones y leyendas muestran, incluso
con independencia de sus respectivos contenidos, que toda la existencia
ostentaba un carácter religioso. En este punto la Edad Media se hallaba en
relación de continuidad rigurosa con la Antigüedad, e incluso con los
comienzos de la historia, pues operaba en ella la vitalidad de los jóvenes
pueblos nórdicos, que afluyó a raudales con la invasión de los bárbaros.
Ahora bien, esta capacidad religiosa es en principio cosa distinta de la
piedad cristiana; de igual manera, lo que esa capacidad permite ver en las
cosas y acontecimientos nada tiene que ver con el contenido de la
Revelación. Sin embargo, existe alguna relación entre ambas esferas de
experiencia: la religiosidad natural queda purificada por la Revelación e
incorporada por ella al conjunto de sus significaciones. Esa religiosidad,
por su parte, aporta a la fe cristiana energías primitivas y elementos
cósmicos y vitales mediante los cuales el contenido de k Revelación queda
referido a la realidad terrena.
En el transcurso de la Edad Moderna esta situación experimenta una profunda
modificación.
Se duda cada vez más hondamente de la verdad de la Revelación cristiana; su
valor para la ordenación y dirección de la vida es impugnado con firmeza
creciente. Para colmo, la orientación de la cultura se pone en contradicción
cada vez más aguda con la Iglesia. La nueva pretensión de que las distintas
esferas de la vida y de la actividad —política, economía, organización
social, ciencia, arte, filosofía, pedagogía, etc.— debían ser desarrolladas
partiendo sólo de sus principios inmanentes, aparece como algo cada vez más
evidente. De este modo se configura una forma de vida no cristiana y, en
múltiples aspectos, anticristiana. Dicha forma se impone de un modo tan
lógico, que aparece como lo normal, y el postulado de que la vida tiene que
ser dirigida por la Revelación recibe el carácter de una usurpación de la
Iglesia. Hasta el creyente acepta en gran medida esta situación, pues piensa
que las cosas religiosas constituyen una esfera propia, así como las cosas
del mundo constituyen la suya; que cada esfera debe configurarse según su
propia naturaleza, y que debe quedar reservado al individuo el determinar la
medida en que desea vivir dentro de cada una de ellas.
Consecuencia de ello es que, de un lado, surge una existencia profana
autónoma, libre de influencias cristianas directas, y, de otro, un
cristianismo que imita de un modo extraño esa "autonomía". Así como surge
una ciencia puramente científica, una economía puramente económica, una
política puramente política, nace también una religiosidad puramente
religiosa. Dicha religiosidad pierde cada vez más la relación inmediata con
la vida concreta, su contenido profano es cada vez menor, se limita con
creciente exclusividad a la enseñanza y práctica "puramente religiosas", y
para muchos tiene ya el único sentido de dar consagración religiosa a
ciertos momentos culminantes de la existencia, como el nacimiento, el
matrimonio y la muerte.
Por regla general, cuando se habla de la situación religiosa de la Edad
Moderna se piensa en este estado de cosas. Pero también se puede hacer
referencia a algo más, es decir, a la disminución de aquella receptividad
religiosa espontánea de la que hemos hablado.
Se estudia la naturaleza cada vez más por vías experimentales y racionales;
la política es considerada como un mero juego de fuerzas e intereses; la
economía, elaborada a base de la lógica de la utilidad y de la prosperidad;
la técnica, manejada como un gran sistema de instrumentos al servicio de
cualquier finalidad; el arte, considerado como una creación basada en puntos
de vista estéticos, y la pedagogía, como formación de aquel hombre que es
capaz de sustentar este Estado y esta cultura. En la medida en que esto
acontece se va desvaneciendo la receptividad religiosa. Advertimos una vez
más que con esta denominación no entendemos la fe en la Revelación
cristiana, ni una conducta de vida definida por esa fe, sino la aptitud
natural para aprehender el contenido religioso de las cosas; el sentirse
impresionado ante el misterioso fluir del universo tal como se da este
fenómeno en todos los pueblos y en todas las épocas.
Pero esto significa que el hombre de la Edad Moderna no sólo pierde en gran
medida la fe en la Revelación cristiana, sino que experimenta un
debilitamiento en su capacidad religiosa natural, de tal forma que considera
el mundo cada vez en mayor medida como realidad profana. Las consecuencias
de esto son amplísimas.
Así, por ejemplo, el enlace de los acontecimientos que constituyen la vida
no se le presenta ya como aquella Providencia de la que habló Jesús, ni
siquiera como aquel misterioso destino sentido por la Antigüedad, sino como
uní mera sucesión de causas y efectos empíricos, cuyas leyes pueden ser
conocidas y dirigidas. Este hecho tiene múltiples manifestaciones; pero hay
una, el sistema moderno de seguros, que tal vez encierre las características
de todas las demás. Si se le considera en esa última fase de
perfeccionamiento que ha experimentado ya en muchos países, aparece
claramente como remoción de todo fondo religioso.- Todas las eventualidades
de la vida son "previstas", calculadas según su frecuencia e importancia, y
neutralizadas.
Los acontecimientos decisivos de la vida humana: concepción, nacimiento,
enfermedad y muerte, pierden su carácter misterioso. Sé convierten en
procesos biológico-sociales de los que se ocupan una ciencia y una técnica
médicas, que cada vez adquieren más seguridad. Pero en la medida en que
dichos acontecimientos representan hechos que no pueden ser dominados,
quedan "anestesiados", convertidos en algo sin importancia. A este efecto,
aparece ya al margen —y no sólo al margen del campo cultural— la técnica
complementaria destinada al triunfo racional sobre la enfermedad y sobre la
muerte, es decir, a suprimir aquella otra vida que se presenta a la vida
misma como cosa carente de valor o que al Estado le parece ser algo que no
interesa a sus fines.
El acento religioso que antes se ponía en el Estado, y su soberanía, basada
en una consagración divina, de cualquier forma que esa consagración fuese
entendida, se desvanecen. El Estado moderno deriva todo poder del pueblo.
Durante breve tiempo se intenta dar ese carácter soberano al pueblo mismo
—véanse, por ejemplo, las concepciones del romanticismo, del nacionalismo y
de la democracia en sus comienzos—, pero la idea pierde pronto su contenido
y hoy significa únicamente que el "pueblo", es decir, la mayoría de un
Estado, cualquiera que sea la forma de exteriorizarse su voluntad,
constituye la última instancia para el desarrollo de las medidas de ese
Estado, en tanto no haya un grupo determinado que, teniendo el poder en sus
manos, sea el que realmente gobierne.
Otras muchas cosas por este tenor pudieran aún decirse. Por todas partes se
constituyen formas de existencia cuyo único fundamento es la realidad
empírica.
Ahora bien, de aquí surge el problema de si es posible, a la larga, una vida
constituida de ese modo: ¿Posee esta vida el sentido que ha de tener para
poder seguir siendo vida humana? ¿Puede, además, alcanzar ella sola los
fines que han de alcanzarse en cada caso?
¿No pierden su fuerza las instituciones si únicamente se considera su
contenido empírico? El Estado, por ejemplo, necesita del juramento, que
constituye la fórmula de máxima obligatoriedad que tiene el hombre para
hacer una declaración o para comprometerse a una empresa. Ahora bien, el
juramento tiene esa fuerza en la medida en que quien lo presta pone a Dios,
expresa y solemnemente, por testigo de su declaración. Pero, ¿y si, llegando
al extremo a que apunta la tendencia de la Edad Moderna, el juramento no
pone ya como término suyo a Dios? Entonces la declaración del que presta
juramento significa sólo que éste queda informado de que irá a la cárcel en
caso de no decir la verdad; fórmula cuyo sentido es insignificante y cuya
eficacia es, sin duda, nula.
Todo lo existente trasciende su propio ser. Todo acontecimiento significa
más que su realización escueta. Todo hace referencia a algo que está por
encima o más allá de ello mismo. Solamente desde ese algo recibe su
plenitud. Si ese algo se desvanece, tanto las cosas como las estructuras
quedan vacías; pierden su razón de ser, no engendran ya convicción. La ley
del Estado es algo más que un mero conglomerado de normas que regulan la
conducta autorizada públicamente; tras ella está algo intangible que, cuando
la ley es infringida, se impone a la conciencia. El orden social es algo más
que una mera garantía de una vida en común sin fricciones; tras él hay algo
que convierte en profanación cualquier lesión del mismo. Este elemento
religioso hace que las distintas formas de conducta obligatorias para el ser
humano se realicen también "por sí mismas'', sin presión externa; que los
distintos elementos del hombre se mantengan en relación recíproca y
constituyan una unidad. El mundo meramente profano no existe; ahora bien,
cuando una voluntad obstinada consigue elaborar algo hasta acto punto
semejante a este tipo de mundo, esa construcción no funciona. Es un
artefacto carente de sentido. No convence a la razón viva, latente bajo la
capa de la razón racionalista. El corazón no tiene ya el sentimiento de que
tal mundo "vale la pena".
Sin el elemento religioso la vida se convierte en algo parecido a un motor
sin lubrificante: se calienta. A cada instante se quema algo. Por todas
partes se desencajan piezas que debían engranar con toda precisión. Se
descentra, y las ensambladuras se sueltan.
La existencia se desorganiza, y entonces hace su aparición aquel
cortocircuito que se está produciendo desde hace treinta años en
proporciones siempre crecientes: se emplea la violencia. A 'través de ella
busca la desorientación una salida. Si los hombres dejan de sentirse
vinculados desde dentro, recibirán una organización externa; y para que la
organización funcione, el Estado la sustenta con su coacción. Pero ¿se puede
vivir, a la larga, movidos solamente por la coacción?
Hemos visto que desde comienzos de la Edad Moderna se trabaja por elaborar
una cultura no cristiana. Durante mucho tiempo esta negación apunta
únicamente al contenido mismo de la Revelación, no a los valores éticos,
sean individuales o sociales, que se han desarrollado bajo la influencia de
aquélla. Por el contrario, la cultura de la Edad Moderna afirma que se basa
precisamente en estos valores. Según este punto de vista —aceptado en gran
medida por los estudios históricos—, los valores, por ejemplo, de la
persona, la libertad, la responsabilidad y la dignidad individuales, del
respeto mutuo y de la mutua ayuda, constituyen posibilidades innatas en el
hombre, descubiertas y desarrolladas por la Edad Moderna. Afirma esta tesis
que es cierto que la formación humana de los primeros tiempos del
cristianismo cuidó de desarrollar esos gérmenes, al igual que la Edad Media
fomentó la vida interior y la práctica de la caridad. No obstante, la
autonomía de la persona hizo posteriormente su aparición en la conciencia,
tratándose aquí de una conquista de orden natural, independiente del
cristianismo. Este modo de ver las cosas se manifiesta en múltiples
expresiones; una de ellas, especialmente representativa, la hallamos en los
Derechos del Hombre proclamados por la Revolución francesa.
En realidad estos valores y actitudes están vinculados a la Revelación, que
está en una relación específica con lo que es directamente humano. Procede
de la liberalidad de Dios, pero asume lo humano dentro de su armonía,
naciendo así la estructura cristiana de la vida. Como consecuencia, quedan
libres en el hombre energías que en sí son "naturales", pero que no se
hubieran desarrollado fuera de esa estructura. Aparecen en el campo de la
conciencia valores que, si bien son evidentes en sí mismos, sólo pueden ser
descubiertos bajo esa luz. Por tanto, la tesis de que estos valores y
actitudes corresponden simplemente al desarrollo de la naturaleza humana
ignora el sentido real de los iremos; más aún, desemboca —digámoslo sin
rodeos— en un fraude que pertenece también, para quien, vea las cosas como
son, al cuadro de la Edad Moderna.
La personalidad pertenece a la esencia del hombre; pero solamente se hace
visible y puede ser afirmada por la voluntad moral si mediante la Revelación
se abre paso la relación con el Dios Personal Vivo en los dogmas de la
Filiación Divina y de la Divina Providencia. Si esto no ocurre, tendremos
conciencia del individuo bien dotado, distinguido, genial, pero no de la
persona auténtica, que constituye una determinación radical de todo hombre
por encima de todas sus cualidades psicológicas o culturales. Así, pues, el
saber acerca de la persona queda ligado a la fe cristiana. La afirmación y
el cultivo de la primera sobreviven ciertamente durante algún tiempo a la
extinción de esa fe, pero luego van desapareciendo paulatinamente.
Lo mismo puede decirse de aquellos valores en que se desarrolla la
conciencia de ser persona. Así, por ejemplo, aquel profundo respeto, no a la
inteligencia extraordinaria o a la posición social, sino a la realidad de la
persona en cuanto tal: a su unicidad cualitativa y a su carácter
irreemplazable e inalienable en todo hombre, aun cuando en lo restante tenga
éste la índole y capacidad que sea. O aquella libertad que no significa la
posibilidad de desarrollarse y de gozar de la vida, reservada por ello a los
privilegiados de la naturaleza o de la sociedad, sino la aptitud de todo
hombre para decidirse y para ser dueño, por esta decisión, de sus actos, y,
en sus actos, de sí misino. O bien aquel amor hacia el otro, que no supone
simpatía, ayuda mutua, deber social o algo por el estilo, sino la capacidad
de afirmar el "tú" en él y de constituirse en "yo" mediante esa afirmación.
Todo esto se mantiene despierto sólo en tanto que el saber acerca de la
persona conserva su vitalidad. Pero a medida que ese saber va degenerando a
la Dar que la fe en las relaciones con Dios que enseña el cristianismo, se
desvanecen también aquellos valores y actitudes.
El hecho de que no se reconociera la relación de la Revelación con lo
humano, de que la Edad Moderna se adjudicara la paternidad de la
personalidad y de la esfera de los valores personales, pero rechazara la
Revelación, que constituía la garantía de estas cosas, ha dado origen al
fraude intrínseco de que antes hablábamos. Todo este complejo se ha ido
desvelando poco a poco. El clasicismo alemán se apoya en valores y actitudes
que flotan en el aire. Su concepción del hombre es noble y bella, pero sin
la suprema raíz de la Verdad, pues rechaza la Revelación, aunque se nutra
absolutamente de sus resultados. Por esto su actitud humana empezó a
difuminarse ya en la generación siguiente. Y no porque el nivel de ésta
fuese más bajo, sino porque la cultura personal, arrancada de sus
fundamentos, demostró ser impotente frente al naciente positivismo.
Este proceso ha seguido su camino hacia adelante, y cuando más tarde brotó
de improviso el sistema de valores de las dos últimas décadas, tan
rotundamente opuesto a toda la tradición cultural de la Edad Moderna, tanto
ese carácter repentino del fenómeno como esa contradicción fueron meramente
aparentes; lo que en realidad sucedió es que se hizo patente un vacío
existente ya con mucha anterioridad: juntamente con la repulsa de la
Revelación había desaparecido la conciencia de lo que es auténticamente la
personalidad y de su mundo de valores y actitudes.
Los tiempos venideros arrojarán una claridad espantosa, pero salvadora,
sobre estas cosas. Ningún cristiano puede alegrarse de que aparezca una
ausencia radical de cristianismo, pues la Revelación no es ciertamente una
vivencia subjetiva, sino la Verdad absoluta, manifestada por Aquél que
también creó el mundo; y todo momento histórico que hace imposible el
influjo de esa Verdad está amenazado en lo más intime. Sin embargo, es
conveniente que se descubra el fraude de que hablamos. Se verá entonces a
qué cosas se llega si el hombre se desliga de la Revelación y cesa el
usufructo que de ella venía teniendo.
Pero aún no hemos dado respuesta a la pregunta siguiente: ¿De qué naturaleza
será la religiosidad del futuro? No hacemos referencia a su contenido
revelado, que es eterno, sino a la manera de realizarse éste en la historia,
a la estructura humana de ese contenido. Sobre esto habría que decir muchas
cosas y se podrían hacer muchas conjeturas; sin embargo, tenemos que ser
breves.
Ante todo, tendrá gran importancia lo que hemos indicado últimamente: la
manifestación violenta de la existencia no cristiana. Cuanto mayor sea la
decisión con que el incrédulo niegue la Revelación, y cuanto más consecuente
sea en la práctica de esa negación, tanto mayor será la claridad con que se
verá qué es lo cristiano. Es preciso que el incrédulo salga de la niebla de
la secularización, que renuncie al beneficio abusivo de negar la Revelación
apropiándose, sin embargo, los valores y energías desarrollados por ella;
que ponga en práctica sinceramente la existencia sin Cristo y sin el Dios
revelado por Él, y tenga experiencia de lo que eso significa. Ya Friedrich
Nietzsche advirtió que el hombre no cristiano de la Edad Moderna no sabe lo
que significa en realidad no ser cristiano. Las décadas pasadas han
proporcionado un esbozo de ello, y sólo constituyeron el comienzo.
Se va a desarrollar un nuevo paganismo, pero de naturaleza distinta que el
primero. También aquí encontramos un equívoco, que afecta entre otras cosas
a nuestras relaciones con la Antigüedad. El hombre no cristiano actual tiene
con frecuencia la opinión de que puede suprimir el cristianismo y buscar un
nuevo camino religioso partiendo de la Antigüedad. Pero en esto yerra. La
historia no puede ser desandada. La Antigüedad como forma de existir pasó
definitivamente. Si el hombre actual se hace pagano, lo será en un sentido
totalmente diferente al del hombre del tiempo anterior a Cristo. La actitud
religiosa de este hombre, pese a toda la grandeza tanto de su vida como de
su obra, tuvo algo de ingenuidad juvenil. Vivió en un tiempo en que aún no
había aparecido la opción que supone la venida de Cristo. Mediante ella, sea
cual fuere, entra el hombre en un nuevo plano existencial; Sören Kierkegaard
puso en claro esto de una vez para siempre.
La existencia del hombre cobra, a partir de esa opción, una seriedad que la
Antigüedad no conoció, porque no podía conocerla. Dicha seriedad no tiene su
origen en una madurez meramente humana, sino en el llamamiento de Dios, que
la persona oye a través de Cristo. Abre ésta los ojos, y queda, quiéralo o
no, despierta. Esta seriedad se origina en la participación a lo largo de
los siglos de la existencia de Cristo; en la experiencia de aquella tremenda
claridad con la que Él "ha sabido lo que hay en el hombre", y de aquel valor
sobrehumano con que abordó la existencia. De ahí el extraño efecto que nos
producen los anticristianos que creen en la Antigüedad de no haber alcanzado
la madurez.
Dígase lo mismo de la renovación de la mitología nórdica. A no ser que sirva
únicamente para encubrir fines de poder, como en el Nacionalsocialismo, es
tan vana como la del mito antiguo. El paganismo nórdico fue igualmente
anterior a aquella opción que le obligó a abandonar el vivir al abrigo y, a
la vez, prisionero de una existencia natural, con sus ritmos e imágenes,
para penetrar en la seriedad de la persona, fuera cual fuese la opción que
adoptase.
Con mayor razón ha de decirse lo mismo de todas las tentativas de crear un
nuevo mito mediante la secularización de pensamientos y actitudes
cristianos, como sucede, por ejemplo, en la poesía del Rainer Maria Rilke de
última hora. Lo que esta poesía tiene de original, es decir, la voluntad de
quitar a la Revelación su carácter trascendente y fundamentar la existencia
únicamente en la tierra, muestra ya su impotencia por su incapacidad para
influir sobre el nuevo ambiente que va surgiendo. Los intentos de los
Sonette an Orpheus en este sentido adolecen de una indigencia que da
lástima, y que en la pretensión expresada en las Elegien llega a producir
extrañeza.
Por lo que hace, finalmente, a concepciones como la del existencialismo
francés, que niegan de forma tan brutal el sentido de la existencia, uno se
pregunta si no constituirán una especie de romanticismo desesperado, que ha
sido posible por las conmociones de las últimas décadas.
Una tentativa no sólo de colocar la existencia en contradicción con la
Revelación cristiana, sino de basarla en fundamentos independientes de la
misma y totalmente mundanos, habría de .caracterizarse por un realismo
completamente distinto. Tendremos que esperar para ver en qué medida logra
el Este convertir esa tentativa en realidad, y qué ocurrirá entonces con el
hombre.
Ahora bien, la fe cristiana tendrá que adquirir un carácter de decisión
totalmente nuevo. También ella ha de escapar a las secularizaciones,
semejanzas, imperfecciones y confusionismos. Y aquí sí que podemos
permitirnos, a mi parecer, una firme confianza.
Al cristiano siempre le ha resultado singularmente difícil entenderse con la
Edad Moderna. Esto plantea un problema que requeriría un análisis más
preciso. No queremos decir que la Edad Media, en cuanto época histórica,
haya sido en absoluto cristiana, y, por el contrario, la Edad Moderna no
cristiana Esto sería caer en aquel romanticismo que ha dado origen a tantas
desorientaciones. La Edad Media tuvo su base en una estructura del
pensamiento, del sentimiento y de la actividad que, en principio y como tal
estructura, fue neutral —si así podemos hablar— respecto de la decisión ante
la fe. Lo mismo vale para la Edad Moderna. En ella el hombre de Occidente
adoptó la actitud de autonomía individual, lo cual no significa todavía dar
juicio alguno sobre el uso religioso y moral que hizo de esa autonomía. El
ser cristiano se basa en una actitud ante la Revelación que puede adoptarse
en cualquier período de la historia. Partiendo de esto, lo mismo se puede
decir que la Revelación es algo próximo a una época cualquiera, que decir
que es remota a ella. Así, pues, también en la Edad Media se dio la
incredulidad en todos los grados de decisión, del mismo modo que en la Edad
Moderna se ha dado una fe cristiana auténtica. Sin embargo, esta última fue
de otra naturaleza que la de la Edad Media. Al cristiano de la Edad Moderna
le correspondió llevar a la práctica su fe partiendo de los presupuestos
históricos de la autonomía individual, y lo hizo a menudo en forma
absolutamente igual a aquélla en que la Edad Media cumplió su tarea en este
aspecto. Pero, por otra parte, este cristiano encontró obstáculos que le
hicieron difícil asimilar su época tan sencillamente como lo había podido
hacer el cristiano del período precedente. El recuerdo de la sublevación de
la Edad Moderna contra Dios era demasiado vivo; su forma de poner todas las
esferas de la actividad cultural en contradicción con la fe y a ésta misma
en una situación de inferioridad, era excesivamente ambigua. Además, se
produjo aquello que hemos llamado el fraude de la Edad Moderna, aquel doble
juego que consistió en negar de una parte la doctrina y el orden cristianos
de la vida, mientras reivindicaba de la otra para sí la paternidad de los
resultados humano-culturales de esa doctrina y de ese orden. Esto hizo que
el cristiano se sintiera inseguro en sus relaciones con la Edad Moderna: por
todas partes encontraba en ella ideas y valores cuyo abolengo cristiano era
manifiesto, y que, sin embargo, eran presentados como pertenecientes al
patrimonio común. En todas partes tropezaba con elementos del patrimonio
cristiano que, sin embargo, se volvían contra él. En tal situación, ¿cómo
iba a tener confianza? Estas oscuridades se desvanecerán. La época futura
tomará en serio aquellos aspectos en que se opone al cristianismo. Hará ver
que los valores cristianos secularizados no son sino sentimentalismos, y el
ambiente se hará transparente: lleno de hostilidad y peligro, pero puro y
claro.
En el mismo sentido actuará también la disminución de la energía religiosa
directa, al igual que de la capacidad de experiencia y de creación
religiosas de que hemos hablado. La omnipresencia de la religión ayuda a
creer; pero también puede oscurecer y secularizar el contenido de la fe. Si
esa omnipresencia disminuye, la fe se hará más rara, pero en cambio más pura
y vigorosa. Adquiere una mayor capacidad para percibir lo que existe
realmente, y su centro de gravedad se aloja más hondamente en la esfera de
lo personal: en la opción, en la sinceridad y en la abnegación.
Lo que hemos dicho antes sobre la situación de riesgo vale también aquí
respecto de la actitud cristiana, que habrá de tener un sello especial de
confianza y fortaleza.
Con frecuencia se ha hecho al cristianismo el reproche de que en él el
hombre encuentra un abrigo contra el peligro de la situación moderna. En
esto hay mucho de verdad, y no sólo porque el Dogma con su objetividad crea
un sólido sistema de pensamiento y de vida, sino también porque en la
Iglesia vive aún un acervo de tradiciones culturales que fuera de ella han
muerto. En el futuro el reproche tendrá cada vez menos fundamento.
El patrimonio cultural de la Iglesia no podrá sustraerse a la ruina general
de lo tradicional, y en aquellos aspectos en que todavía perdura se verá
agitado por muchos problemas. Por lo que hace al Dogma, pertenece
ciertamente a su esencia el sobrevivir a todos los cambios temporales, ya
que se funda en lo supratemporal; no obstante, puede presumirse que el modo
de vida se dejará sentir en él con especial claridad. Cuanto mayor sea el
rigor con que el cristianismo se reafirme como lo no evidente, cuanto más
hondamente haya de distinguirse de una concepción dominante no cristiana,
tanto más firmemente hará su aparición en el Dogma el elemento existencial y
práctico, al lado del teórico. Desde luego, no es necesario advertir que, al
hablar así, no me refiero a "modernización" alguna, a ninguna clase de
debilitación, ni de su contenido ni de su valor. Por el contrario, se
acentuarán con mayor agudeza su carácter absoluto, la incondicionalidad
tanto de sus afirmaciones como de sus exigencias. Pero, en ese carácter
absoluto, la definición de la existencia y la orientación del comportamiento
se harán sentir, creo yo, de un modo especial.
De este modo la fe podrá subsistir en medio del riesgo. En las relaciones
para con Dios resaltará fuertemente el elemento de la obediencia. Obediencia
absoluta, con conciencia de que está en juego aquel interés supremo que sólo
puede hacerse realidad mediante ella. Obediencia, no porque el hombre sea
"heterónomo", sino porque Dios es la santidad absoluta. Se trata, por
consiguiente, de una actitud totalmente opuesta a la liberal, de una actitud
orientada sin condiciones hacia lo incondicionado, pero, y aquí aparece su
diferencia respecto de todas las formas de fuerza, libremente. Esta
incondicionalidad no significa abandono de ninguna clase al poder físico o
psíquico de un mandato, sino que mediante ella el hombre da cabida en sus
actos a la cualidad de la exigencia divina. Ahora bien, esto presupone
madurez de juicio y libertad de opción.
También existe una confianza que es posible solamente en esta esfera de la
actitud cristiana; no una confianza en un orden racional del universo o en
un principio optimista de buena intención, sino en Dios, que existe
realmente y es un ser activo; más aún, que obra y actúa. El Antiguo
Testamento cobra así, si no me engaño, una importancia especial: muestra al
Dios Vivo, que lo mismo derriba el hechizo cósmico ¿el mito que los poderes
políticos temporales de carácter pagano, y muestra al hombre creyente que,
de conformidad con la Alianza, entra en relación con esa actividad de Dios.
Esto va a tener importancia. Cuanto mayor sea el ritmo con que crezcan las
fuerzas anónimas, tanto más categóricamente se afirmará la "dominación del
mundo" por la fe en la realización de la libertad; en la conformidad de la
libertad regalada al hombre con la libertad creadora de Dios, y en la
confianza en lo que Dios hace; no sólo realiza, sino hace. Aunque parezca
extraño, lo cierto es que en pleno incremento del poder del mundo brota un
indicio de santas posibilidades.
Esta relación entre lo absoluto y la personalidad, entre la necesidad y la
libertad, permitirá al creyente mantenerse firme en el vacío y en el
desamparo, y así orientarse; le permitirá entrar en relación directa con
Dios en medio de todas las situaciones de opresión y de peligro, y conservar
su carácter de persona viviente en medio de la creciente soledad del mundo
futuro, soledad precisamente en medio de las masas y dentro de las
organizaciones.
* * *
Si comprendemos bien los textos escatológicos de la Sagrada Escritura,
veremos que la confianza y la fortaleza constituyen en sustancia las
características del fin de los tiempos. El ambiente de cultura cristiana y
la tradición que la confirma perderán vigor. Y esto va a formar parte de
aquel peligro de escándalo del que se ha dicho que en él "caerían, si fuera
posible, hasta los escogidos" (Mateo, 24, 24).
La soledad en la fe será espantosa. El amor desaparecerá del comportamiento
general del mundo (Mateo, 24, 12). Ni será comprendido, ni practicable. Se
hará tanto más precioso cuanto que pondrá en contacto a un solitario con
otro solitario. Será fortaleza del corazón procedente de la relación directa
con el Amor de Dios tal como se manifestó en Cristo. Quizá se sienta este
Amor de una forma totalmente nueva, con la soberanía de su carácter
originario, su independencia respecto del mundo, el misterio de su último
por qué. Tal vez alcance el amor un profundo sentimiento de conformidad que
todavía no ha existido nunca. Tal vez suceda algo de aquello que se encierra
en las palabras que nos dan la clave para comprender el mensaje de Jesús
sobre la Providencia, esto es, que para el hombre que hace de la voluntad de
Dios sobre su reino su primera preocupación, las cosas cambian de aspecto
(Mateo, 6, 33).
La actitud religiosa del futuro presentará, a mi modo de ver, estos
caracteres escatológicos. Con ello no tratamos de hacer un pronóstico barato
sobre el fin del mundo: nadie puede decir que se acerca el fin, cuando
Cristo mismo hizo saber que las cosas del fin sólo las conoce el Padre
(Mateo, 24, 36). Por consiguiente, si hemos hablado aquí de una proximidad
del fin, esto no ha de entenderse en sentido cronológico, sino en sentido
esencial: significa que nuestra existencia está entrando en las fronteras de
la opción absoluta y de sus consecuencias; de que se aproxima a una zona
tanto de las máximas posibilidades como de los riesgos supremos.
* Traducción de José Gabriel Mariscal.
El contraste: Planteamiento del problema - Ensayo de una filosofía de lo
viviente concreto
Extraído de El Contraste. Ensayo de una filosofía de lo viviente concreto
(Der Gegensatz. Versuche zu einer Philosophie des Lebending-Konkreten) *
1. Lo concreto-viviente, y como puede ser captado mediante el conocimiento
Si nos estudiamos a nosotros mismos, si nos vemos internamente, encontramos
una forma (Gestalt) corpórea, miembros y órganos, estructuras y órdenes
psíquicos; encontramos procesos de tipo interno o externo, impulsos, actos,
cambios de estado. Todo lo que ahí hay o sucede lo vemos como una unidad. Y
no sólo nos aparece a nosotros como tal, sino que lo es. Deberíamos
desconfiar de toda percepción si quisiésemos dudar de que somos
verdaderamente una unidad psico-somática. Lo somos; y no podemos sino
integrar en esta unidad todo lo particular que somos, lo que sucede en
nosotros y a través de nosotros, bien en calidad de elemento estructural que
contribuye a configurar dicha unidad, o bien de operación que procede de la
misma.
Esta unidad no consiste en el hecho de estar ordenado el organismo en una
dirección única, como sucede, por ejemplo, con la máquina. En ésta, las
partes se hallan correlacionadas mutuamente de modo exclusivamente mecánico.
Pero aquí, en mí, yo me veo obligado a añadir a todas las otras relaciones
—de yuxtaposición, subordinación y superioridad— la relación de profundidad.
Aquí encuentro un «dentro» y un «fuera». Esto se revela en la forma como se
relacionan las partes u órganos anatómico-internos con los externos; en los
fenómenos de la sensibilidad y del movimiento; en el modo de vincularse los
procesos de la conciencia con los corporales, o las actividades internas
psíquicas con las más superficiales. Es un tipo de relación al que sólo
puedo hacer justicia si veo una realidad interna en relación con una
externa. Algo externo se adentra en algo interno hasta un punto máximo de
profundidad; y algo interno pasa al exterior hasta un límite extremo. En la
máquina no encuentro esta forma de relación. Aquí, todas las partes se
hallan meramente yuxtapuestas, o superpuestas, o infrapuestas. La unidad de
lo viviente también implica esta ordenación propia de la máquina; pero no se
agota con ella. No está meramente compuesta de partes, sino que posee,
además, una dirección en profundidad. Basta una observación superficial para
advertir que el conjunto viviente se provee de fuera adentro —se alimenta de
materia y savia— y se estructura de dentro afuera: crece.
Esta unidad es fruto de un acto de constitución. Y de nuevo una observación
inmediata nos muestra que tal unidad está configurada conforme a un plan.
Pero no en el sentido de que materiales diferentes se yuxtapongan siguiendo
un orden casual, o que fuerzas e influjos externos se crucen, aunque todo
esto sucede también. Esencialmente, se trata aquí de un acontecimiento
ordenado y dirigido por un plan integrador, por una forma (Gestalt)
internamente presente y operante.
Todo lo particular aparece integrado en una unidad: el todo es constituido
de dentro afuera sobre la base de un plan ordenador. Pero yo encuentro
todavía algo más en mí. Me experimento no sólo como el centro de procesos
que pasan a través de mí, sino, también y ante todo, como un origen. En mí
—este «en» tiene diversas significaciones, pero tomémoslo, de momento, en
toda su sencillez— surgen impulsos. En mí se originan ciertos actos. Me
hallo estáticamente en mí como una construcción cerrada; pero también me veo
como una unidad dinámica de acción autónoma.
Muchas cosas podrían decirse acerca de esto, a saber: que yo no me siento
como un ser fragmentado, sino como un todo estructurado de dentro afuera; no
como un acontecer falto de sentido propio, sino como una línea de devenir
específica; no como un manojo casual de propiedades, sino como una forma
(Gestalt) dotada de esencia propia. Pero todo esto significa que me siento
como algo concreto. Y esta realidad concreta está en sí; de fuera adentro,
de dentro afuera; se constituye a sí misma y actúa a partir de un centro
originario propio. Esto significa que es viviente.
Con lo dicho es suficiente para plantearse la cuestión que aquí nos ocupa:
¿Pueden ser captadas cognoscitivamente estas realidades vivientes-concretas?
Esta pregunta fue respondida de muy diversas maneras.
El pensamiento medieval consideró al individuo como científicamente no
captable y a lo viviente como no expresable, lo que en nuestro caso
significa lo mismo. Este punto de vista fue llevado a su grado extremo de
unilateralidad por el pensamiento racionalista-mecánico. Para éste, el
conocer real se identificaba con el conocer científico. Pero científico es
sólo el conocer que se realiza mediante conceptos. (Como modelo originario
de todo conocimiento conceptual se tomó el conocimiento matemático. Así se
llegó a identificar el conocer en general con el conocer matemático.) Al
entender el conocimiento de este modo, lo viviente-concreto quedó
forzosamente fuera de su ámbito. Pues lo viviente-concreto no puede ser
captado mediante conceptos. El concepto se dirige esencialmente a lo
puramente general, lo abstracto y formal. Naturalmente, es un medio de
captación de realidades concretas, pero opera a través de lo universal, que
es común a las mismas. Lo individual, por el contrario, está relacionado con
lo universal, pero significa algo más que este mero universal; es algo más
que un «caso» del mismo. De ahí que frente a lo viviente-concreto se sienta
necesariamente inseguro el pensamiento meramente conceptual, formalista. Lo
viviente-concreto no puede ser para éste sino punto de partida para su
acceso a lo abstracto, material del que extraer las formalidades de los
conceptos. Lo viviente mismo, como tal, le resulta inaccesible.
Puede suceder, sin embargo, que un pensamiento así conformado intente captar
realmente lo viviente-concreto. En ese caso, debe éste adaptarse al único
medio de conocimiento reconocido por esta forma de pensar: el concepto
abstracto-formal. Así surge la Psicología analítica, la ciencia analítica
del hombre y de la historia. En ella se disuelve lo viviente-concreto. La
cerrada unidad psicofísica es diluida en un manojo de procesos fisiológicos
o psicológicos. Un resto de unidad debe ser, no obstante, conservado; hay
que pensar de algún modo un plano que esté bajo las cosas particulares y los
procesos, y les sirva de plataforma en que realizarse; se necesita admitir
un punto impreciso de confluencia que agrupe los múltiples hechos y sucesos
físicos, químicos y biológicos. Pero esto no es sino una concesión metódica,
un concepto auxiliar o un resto todavía no eliminado de la concepción
metafísica desechada. De modo semejante, las figuras (Gestalten) históricas
son reducidas a entramados de fuerzas interrelacionadas. Una concepción
evolutiva de la historia convierte a ésta en una onda fugitiva en el
torrente de la historia de la raza, en un momento pasajero del proceso
cambiante de la especie. Las teorías basadas en la fuerza configuradora del
entorno o «milieu» reducen las figuras (Gestalten) existentes, su obrar y
todo el conjunto de aconteceres que se dan en su torno a un tejido de
fuerzas climáticas, biológicas, económicas y sociológicas.
Tal unilateralidad provoca necesariamente la opuesta. Lo viviente-concreto
es sustraído a este procedimiento científico racionalista y reductor para
ser encomendado a un órgano de conocimiento especial: el conocimiento
irracional. Bajo esta denominación se entiende, más o menos claramente, una
forma de conocimiento que está más próximo a la vida que el entendimiento
que opera conceptualmente. No sólo le está más cercano, sino que es igual,
en su esencia, a la misma. El trabajo intelectual de la Ciencia es
considerado como algo muerto o mortal. En contraposición a él, se ve en toda
otra forma de conocimiento algo cercano a la vida, incluso vivo en sí mismo.
Y hay que notar que, en una u otra medida, los autores a que aquí aludo
toman muy en serio esta voluntad de acercamiento a lo vital. La concepción
más extremada intenta distanciar por completo esta forma de conocimiento de
la intelectual, y la denomina «sentimiento», «instinto». Está aquí operante
la idea de que se trata de una vinculación inmediata con el objeto, de una
especie de contacto, tacto o captación. De esta concepción, alejada como
ninguna de lo racional, se deriva la actitud irracionalista, que va
precisando poco a poco sus características. Lo que era un tocar y un asir se
convierte en un «ver» (Schauen). El objeto no es captado a través de
conceptos, juicios y raciocinios; respecto a esto, la orientación
fundamental sigue siendo la misma. Pero tampoco se lo capta a través de un
sentir vital, sino mediante un acto imaginativo (bildhaft); una intuición
(Anschauung) que no se alumbra a base de razones, sino merced a una íntima
autenticidad y claridad. Este acto, cuya descripción se desplaza desde el
punto límite de la mera experiencia inmediata vital hasta la «intuición
espiritual», es, según los irracionalistas, el medio de captación propio de
lo viviente-concreto.
En todo ello hay mucho de verdadero. Es evidente que se da de hecho el
proceso cognoscitivo que aquí es designado como «sentimiento». (El vocablo,
naturalmente, conduce a error, pues sentir es un estado de concentración y
expansión, de tensión y distensión; el conocer, en cambio, es un acto.) Pero
lo que se quiere significar con ello está concebido de modo totalmente
impreciso; presenta diversas formas y sentidos. Obviamente, se da asimismo
el proceso de conocimiento que fue designado como un «ver» (Schauen). Pero
debería decirse en qué consiste la esencia de tal visión, en qué se
distingue de la intuición sensible y, además, del concepto, por una parte, y
del «sentimiento», por otra. Pero en tanto que estos actos de conocimiento
son enfrentados al conocimiento racional —concepto, juicio y raciocinio—; en
tanto que son dejados al ir y venir incontrolable del flujo vital o bien a
la inspiración interna —con lo cual son rechazados como algo esencialmente
ajeno los procesos de conocimiento conscientes, las pruebas racionales y las
correlaciones lógicas—, tales procesos cognoscitivos no tienen para la
Ciencia sino una significación de fenómenos psicológicos o históricos. Pero
como fuentes de conocimiento, como «actos productivos», no tienen valor
alguno.
Nos preguntamos ahora: ¿Queda abierto algún otro camino?
El carácter supra-racional de lo viviente-concreto debe ser salvaguardado.
Por lo tanto, el acto específico de conocimiento que capta lo concreto en
cuanto tal no puede ser una mera conceptualización abstractiva. Debe poseer
una viva concreción, plenitud, rotundidad. No debe ser meramente formal o
estar orientado a lo formal, como el pensamiento conceptual; antes debe ser
viviente-concreto en su estructura misma y orientarse esencialmente a esta
concreción. Debe hallarse patentemente en relación con lo que se ha
expresado antes con los vocablos «sentir» o «ver». Pero, por otra parte, a
la Ciencia sólo le pertenece lo que opera con conceptos. Ciencia es
captación conceptual de objetos en juicios y raciocinios. En esto radica su
verdadero carácter: que todo quede perfectamente claro, que toda actividad
intelectual y cada uno de sus momentos sea realizado de modo consciente y
libre, que en todo tiempo se pueda dar razón de lo afirmado y suscitar el
asentimiento de los demás. La Ciencia es trabajo intelectual.
Esto parece ponernos en la difícil situación de tener que exigir cualidades
contradictorias a un mismo acto.
¿O es, más bien, que las condiciones dichas no se oponen mutuamente? ¿Será,
acaso, que el conocimiento intuitivo y el racional, bien vistos, no se
excluyen entre sí, sino que incluso se implican y presuponen?
Ante todo debemos aclarar el concepto de lo racional. No es tan unívoco como
pudiera parecer.
Tendemos a considerar como contradictorias la intuición —cercana a la vida—
y la conceptualización abstractiva; nos inclinamos a pensar que el
conocimiento conceptual destruye necesariamente la intuición viviente y que
ésta, a su vez, por fuerza, falsifica el pensar. Pero no sucede así. ¿Cuál
es la posición al respecto del pensamiento griego? Este afirmó el concepto y
llevó la abstracción hasta lo último. Y, no obstante, ¡qué fuertes estaban
entre los antiguos las fuerzas de la vivencia mística y de la intuición
simbólica! De los cultos órficos a las religiones mistéricas helenísticas
corre una misma línea; las fiestas de Eleusis culminaban abiertamente en una
forma de conocimiento simbólico, impulsado por una transformación religiosa.
Pero estos «misterios» no fueron considerados como una superstición
contraria a la seriedad científica; se hallaban, más bien, insertos en la
trama de los elementos que constituían una personalidad completa. Y este
mismo pueblo griego no se sintió entorpecido por el entendimiento en su
capacidad de creación plástica. A ojos vistas, la conceptualización
abstractiva y la capacidad de configuración, de visión y de vivencia no se
causaron el menor daño mutuo. El intelectualismo más decidido, el trabajo
del entendimiento formal, la elaboración de conceptos bien precisos se
hallan en esta misma relación de equilibrio con el arte creador y la
intuición de lo irracional.
En la Edad Media no sucedió otra cosa. Su estilo de pensar confiado, no
debilitado por forma alguna de cansancio conceptual, no amenguó la fuerza de
la visión mística. Hubo, ciertamente, personas hostiles al trabajo
científico, por ejemplo, en los círculos de los moralistas de orientación
practicista o entre los hombres consagrados a la perfección religiosa.
Piénsese en San Bernardo de Claraval y en sus ataques a los «dialécticos»; o
en la Imitación de Cristo, que tan insistentemente subraya cuánto mejor es
tener un vivo arrepentimiento que saber su definición. Pero estos casos no
deben ser tomados aparte. Eran medidas reguladoras en medio del conjunto de
la vida espiritual. [1] Por lo demás, vemos que el trabajo conceptual de los
escolásticos está unido con la visión de los religiosos y los místicos, y,
en no menor grado, con la fuerza plástica del artista y la penetración
simbólica del hombre que vive litúrgicamente. Los grandes místicos eran
también escolásticos. Eckhart asumió a Tomás de Aquino y sólo puede ser
entendido a partir del pensamiento de éste; e igualmente Taulero, Susón y
Johannes Ruysbroeck. Y así como los mismos que se entregaban gustosamente a
la actividad intelectual vivían, no obstante, en el mundo de signos e
imágenes de la liturgia, del arte religioso y la leyenda, así también el
trabajo intelectual de la Edad Media se tejía sobre un fondo de visión
religiosa e incluso mística. El entramado conceptual de un Santo Tomás de
Aquino, para no hablar de San Buenaventura o los Victorinos, sólo adquiere
su auténtica plenitud de sentido y su tensa energía cuando es visto como la
expresión formal de una vivencia metafísica o religiosa.
Después tuvo lugar un cambio. A mi entender, el pensamiento científico y su
instrumento, el concepto, se separaron de la vida y de cuanto significa
configuración, y recibieron con ello una orientación especial. No puedo
entrar aquí en pormenores, pero lo cierto es que en la Antigüedad y en la
Edad Media el pensamiento científico estaba integrado en la trama vital del
hombre cognoscente de modo manifiesto y decidido. Con lo cual el concepto,
sin perder el carácter de medio de captación de lo abstracto-universal,
poseía a las claras una profunda vecindad con lo vital. En estas
condiciones, se comprende que hubiese múltiples correlaciones entre el
concepto y la imagen, el pensar y el ver. Por otra parte, la visión, la
imagen y el símbolo deben de haber estado más cercanos al concepto, más
saturados de pensamiento. Pero también aquí se realizó necesariamente el
cambio. Como en todos los ámbitos de la vida, se escindieron entre sí las
diferentes actividades espirituales y sus correspondientes actos
específicos; se afirmaron en su propio ser y llevaron esta autoafirmación
hasta el extremo. Así surgió el moderno y específico «concepto conceptual»,
que tiene su modelo más acabado en la fórmula matemática. Se diferencia del
anterior «concepto viviente» en una medida semejante a como se distingue la
moderna y específica «intuición intuitiva» de la intuición anterior, próxima
al pensamiento y esclarecida por él. [2]
Esto debe ser debidamente sopesado. El Racionalismo y su polo opuesto, el
Intuicionismo, son, al parecer, actitudes específicamente modernas. Surgen a
impulsos del acontecimiento nuclear de la Edad Moderna: la separación y
auto-fundamentación de los diferentes ámbitos vitales. La Antigüedad y la
Edad Media no vivieron tal experiencia. Los desconocen totalmente. Se llega
necesariamente a muy erróneos juicios sobre la Antigüedad y la Edad Media si
se olvida esta circunstancia; en nuestro caso, si se identifica el concepto
antiguo y medieval con el actual. Aquella forma de pensar era intelectual,
pero no racionalista. Valoraba los pensamientos y el concepto, pero con ello
se sentía vinculado a la vida y a la capacidad intuitiva y plástica. Así
como valoró la imagen y la visión sin abocar a una aversión intuicionista
del concepto, tal visión estaba, más bien, abierta a la claridad conceptual.
Podría, pues, muy bien ser que, vistos esencialmente, concepto e intuición
estuviesen en una profunda relación mutua, de modo que el dilema «o lo uno o
lo otro», del que surge la aporía fundamental del problema del conocimiento
de lo concreto, no resulte insuperable. Tal aporía vendría a significar
meramente que en el proceso de la crisis de la cultura moderna —de modo
semejante a como pasó en los demás ámbitos— las actividades humanas
fundamentales y decisivas se desgajaron de la primitiva unidad precrítica,
se hicieron conscientes de su modo especial de ser y de sus tareas
específicas y se constituyeron a sí mismas conforme a un criterio de «pureza
crítica». Con lo cual se perdió la unidad del sujeto viviente de la cultura,
así como la del orden de los valores que se hallan en una relación de
fundamentación mutua. De una autonomía equilibrada y respetuosa con el modo
de ser de cada realidad y con el conjunto se pasó a una autonomía absoluta:
he aquí el autonomismo. La orientación de nuestra ruta espiritual apunta,
sin embargo, hacia una nueva forma de unidad. En ésta, si las posibilidades
fundamentales del hombre, los ámbitos de la cultura y los valores están
ordenados conforme a su ser esencial, se darán sin duda entre ellos
relaciones de tensión, pero no de contradicción.
¿Será posible, acaso, adjudicar la tarea de hacerse cargo de lo
viviente-concreto a una forma de «visión», no en el sentido de que quede
ésta —como sucede en la mera intuición vitalista o en el arte— abandonada a
su fluir autónomo, sino que sea apresada con medios científico-conceptuales
y puesta así al servicio de la Ciencia? Dicho de otra manera: ¿Será posible,
tal vez, dejar inalterado el acto de intuición en su esencia, al tiempo que
se le prescribe el camino a seguir mediante conceptos unívocos y
científicamente precisos, de modo que concepto e intuición vengan a quedar
vinculados en su marcha hacia un grado supremo de autenticidad?
Demos esto por posible y preguntemos: ¿Qué conceptos pueden realizar esta
tarea?
Habrá de ser un entramado conceptual de una clase singular.
2. El hecho del contraste en general
De hecho, parece existir una determinada trama conceptual que se presta a
ello: el contraste conceptual, o más exactamente: los conceptos que se
hallan en relación de contraste. Intentemos aclarar de modo provisional esta
noción de «contraste».
Es ya conocida, naturalmente, desde hace tiempo. Que hay contrastes ya fue
dicho antiguamente, y la idea del contraste fue aplicada especulativamente e
incluso utilizada empíricamente. Así, por ejemplo, la Filosofía y Teoría de
la Religión neoplatónicas tuvieron noticia de ello, y lo mismo el mundo del
pensamiento gnóstico dependiente de ella. La idea del contraste o la
polaridad [3] parece pertenecer a las bases del pensamiento de orientación
platónica. Se pueden señalar los problemas a propósito de los cuales surge
la idea del contraste en esta corriente filosófica cuando se mueve
libremente. De ahí que tal idea florezca a lo largo de la Historia de modo
especial cuando prospera el estilo de pensar platónico. En el período
romántico, por ejemplo, dicho florecimiento tuvo lugar con tal riqueza de
observaciones y fuerza intuitiva que se consideró la idea del contraste —muy
injustamente, por otra parte— como el pensamiento romántico por excelencia.
[4] En la Filosofía y Teoría de la Ciencia de Goethe adquiere la idea de
contraste gran significación. Y en el pensamiento de los últimos veinte años
vuelve a surgir con más fuerza, pues se halla indudablemente en una relación
singular con la situación espiritual de nuestro tiempo.
No se trata, pues, de algo nuevo. Creo, sin embargo, advertir que este
pensamiento suele aparecer de ordinario bien en forma de brillantes ideas y
observaciones, bien en el seno de una especulación de tipo misterioso o
fantástico, a veces de una calidad muy cuestionable. En casos, son
calificadas de «contrastes» ciertas realidades que no caen en absoluto bajo
este concepto, como el espíritu y la materia. Finalmente y sobre todo,
observo que estas especulaciones fracasan a menudo en el punto decisivo y
confunden «contraste» y «contradicción». Con lo cual se precipitan en una
falta de claridad que encierra consecuencias no sólo intelectuales, sino
profundamente antropológicas.
Lo decisivo es aquí, ante todo, destacar lo más claramente posible el hecho
del contraste y el entramado conceptual que lo capta; en segundo lugar,
mostrar lo que este último aporta al problema filosófico de lo
viviente-concreto. Finalmente, hay que preguntarse qué es lo que significa
la idea del contraste en orden a una relación viva con el mundo.
¿Qué significa el vocablo «contraste»? Examinemos de cerca el contenido de
lo experimentable. ¿Qué es lo que encontramos en la experiencia? Colores,
contornos accesibles al tacto, gustos, olores. En definitiva, cualidades,
algo totalmente irreductible. Hallamos cuantidades: medidas de extensión,
fuerza, peso, movimiento. Encontramos formas, figuras (Gestalten). Pero, con
ello, la realidad experimentable no está todavía bien vista y expresada: no
captamos «colores», sino cosas coloreadas; más exactamente: percibimos esta
hoja, con su determinado color verde; no captamos formas de sabor, sino este
fruto, con su característico y aromático sabor de fruta del Sur.
Ahora surge la siguiente pregunta: Cuando captamos, por ejemplo, la forma
(Gestalt) de un cuerpo, ¿se nos ofrece tan sólo el hecho de esta forma
determinada o hay algo más que no está dado sin más a una con él pero
aparece inseparablemente unido al mismo tan pronto como no nos contentamos
con la determinación conceptual abstracta de la forma, sino que pensamos en
su forma concreta? Esto nos llevaría a establecer la siguiente pregunta:
Cuando un cuerpo es redondo, ¿de qué modo lo es?
Sigamos con nuestro ejercicio de autoexperimentación. Todas estas
consideraciones deben llevarnos, en definitiva, a un conocimiento más
inmediato del fenómeno de lo humano-viviente. Pensemos en la forma redonda
de un miembro, de la punta de un dedo. ¿De qué modo es esta singular
redondez una forma redonda? ¿Es esta superficie un entramado, de suerte que
se da ininterrumpidamente, de un trazo, y la forma (Gestalt) se realiza de
modo continuo? Manifiestamente, éste es el caso. Yo lo veo, y no me dejaré
engañar en cuanto a este dato de mi percepción por ninguna forma de
atomismo. Tengo derecho a rechazar el juicio de que este entramado es una
mera ilusión y que la intuición del mismo se reduce a un procedimiento
expeditivo para captar una serie de múltiples superficies pequeñas
separadas. El entramado de la superficie está sencillamente ahí. Lo veo. Lo
experimento. Siento cómo mi forma (Gestalt) se constituye mediante los mil
elementos que la integran. Pero también lo siguiente es verdad: Si miro de
cerca mi mano, veo que las diferentes superficies parciales integradas están
articuladas en formas distintas, y en elevaciones y concavidades, en
pliegues más grandes y más finos. La correlación primera es debilitada,
amenazada incluso por esta visión más cercana. Aparecen los pequeños órganos
de la piel; más tarde, los grupos celulares; después, las células mismas.
Estas, por su parte, están constituidas por partículas elementales; etc.
Cada uno de estos niveles de articulación significa una amenaza, una
disminución de la correlación mutua de las partes que forman el entramado.
Si apuramos la investigación, llegamos al ámbito de las últimas partículas
que constituyen la materia. Sin entrar de lleno en la cuestión, debemos, sin
embargo, tomar de la Física la idea de que la materia está, en definitiva,
constituida por unidades que no tienen entre sí la menor vinculación
inmediata. Con ello desaparecería definitivamente el nexo entre la línea, la
superficie y el cuerpo.
Otro ejemplo: Nosotros reconocemos un acto —digamos, la emisión de un
sonido— como un entramado de diversos factores. Un impulso unitario lo
impele; el movimiento sincronizado de los pulmones, la tensión constante de
los músculos de la garganta y las cuerdas vocales. A lo cual hay que agregar
la representación constante del tono a emitir. Se trata, por tanto, de una
continuidad dinámica, así como la superficie de la mano lo era estática.
Pero también aquí advertimos la existencia de articulaciones distintas. El
proceso constante del respirar se divide en inspiración y espiración del
aire, hasta tal punto que puede ser interrumpido voluntariamente. El
movimiento de las cuerdas vocales se divide en oscilaciones, de modo
semejante a como todo movimiento vivo que perdura tiende a configurarse en
ritmos...
Un tercer ejemplo: Nosotros sentimos nuestro ser como activo. Los actos se
suceden constantemente unos a otros. Tan pronto como algo en nuestro ámbito
vital se torna rígido, lo sentimos como muerto, como un cuerpo extraño en la
vida anímica y en la corpórea. Incluso el rígido esqueleto óseo se halla
inserto en el movimiento general del cuerpo, aparte de que posee, además del
dinamismo biológico, el físico y el químico. La teoría dinámica de la
constitución de la materia explica el átomo como un sistema de unidades
circulares de energía. Prescindiendo de la veracidad de esta representación
desde el punto de vista físico y filosófico, estos fenómenos nos llevan en
última instancia a diluir lo estático en movimiento y lo rígido en fuerza.
Sin embargo, nosotros nos experimentamos a nosotros mismos como un sistema
estático, desde la estructura exterior del cuerpo hasta el átomo. Pues
resulta obvio que este último no consiste sin más en «energía». Construir lo
existente a base de meras unidades de energía puede ser útil para la
especulación física; pero si se pretende con ello expresar los hechos de
modo integral, se incurre en falsedad. Demasiado claramente se alteran en la
Historia la concepción dinámica y la estática; y resulta imposible concebir
unidades circulares de energía; la misma expresión intenta desplazar algo
estático hacia una representación que se cree puramente dinámica.
Pero ¿cómo puede una cosa, un proceso, un hecho, ser a la par continuo y
discreto, río indómito e interrupción de este río? ¿Cómo puede algo ser, a
la vez, acto (Akt) y estructura (Bau)? Aquí tropezamos, evidentemente, con
una forma singular de relación. En cuanto la cosa aludida es lo uno, no
puede ser lo otro, bajo riesgo de anular la ley de identidad. Lo uno —por
ejemplo, la estructura— significa, en virtud de su peculiar sentido, la
anulación de lo otro —en este caso, del acto—. Pero no una anulación
semejante a la que subyace en la expresión «está claro» frente a su
contraria «está oscuro», o en la expresión «esto es bueno» frente a su
contraria «esto es malo». Aquí se trata de oposiciones que se niegan
mutuamente y no pueden darse, por tanto, a la vez. Las significaciones, en
cambio, que laten en los conceptos ser-acto, ser-estructura,
continuidad-articulación se relacionan entre sí de modo distinto. También
aquí se anulan ambas significaciones en un primer momento. En cuanto se las
toma en sentido peculiar, la una no tolera a la otra. En el sentido en que
algo es acto, no puede ser estructura. Pero esta mutua exclusión no es
radical; no es absoluta, sino relativa. Y ello en cuanto tomamos ambas
significaciones en toda la amplitud que corresponde a su verdadero ser, es
decir, en cuanto las pensamos no de modo abstracto, sino realizadas en la
cosa concreta. Pues la «cosa» es, manifiestamente, lo uno y lo otro a la
par, acto y estructura. No por mezcla de ambas significaciones específicas
ni por un compromiso entre ambas o por la síntesis de las mismas en una
tercera realidad superior. La unidad que aquí late es, evidentemente, de
género singular.
Esta relación especial, en la que dos elementos se excluyen el uno al otro y
permanecen, sin embargo, vinculados e, incluso —como veremos más tarde—, se
presuponen mutuamente; esta relación que se da entre los diferentes tipos de
determinaciones —cuantitativas, cualitativas y formales (gestaltmässigen)—
la llamo contraste (Gegensatz).
3. Esbozo de un sistema de los contrastes
Todo el ámbito de la vida humana parece estar dominado por el hecho del
contraste. En todos sus contenidos puede ser esto, al parecer, mostrado.
Probablemente, no sólo aquí; probablemente subyace este hecho en todo lo
viviente, tal vez en todo lo concreto en general. Pero me limito
expresamente al ámbito de lo humano, de aquello que se me ofrece cuando
dirijo la mirada hacia mí mismo.
En este ámbito encontraríamos innumerables procesos, estados, actos y
relaciones que ostentan un modo de ser contrastado. Las Ciencias de lo
psíquico, lo social y lo moral y otras ofrecen constantemente nuevas pruebas
al respecto. Esto nos lleva a plantear la siguiente pregunta: ¿Pueden
reducirse estos múltiples tipos de contraste a unos cuantos modos
fundamentales y precisos de «contrasteidad»?
A lo largo de muchos años de reflexión y experimentación pormenorizada se me
han ido aclarando un cierto número de contrastes últimos. Creo que éstos son
los que aquí se buscan. Muchas pruebas realizadas a posteriori en diversos
ámbitos de la autoexperimentación humana parecen demostrar que se trata aquí
de contrastes fundamentales de lo humano-viviente. Esta serie de contrastes
tiene incluso la pretensión de que fuera de ella no existen otras formas de
contraste últimas. Todos los otros contrastes que pueden aducirse deben ser,
según esto, contrastes particulares, que pueden ser reducidos a aquéllos
como formas universales que son. Si es posible precisar de hecho las formas
últimas de contraste, sigue siendo un problema. A mí, sin embargo, múltiples
observaciones y reflexiones me han proporcionado tan numerosas
confirmaciones que no me parece injustificada tal pretensión.
Ahora bien, estos contrastes no constituyen un montón informe, antes se
agrupan en órdenes y grupos determinados, que se hallan, por su parte, en
una relación precisa. De modo que está permitido, en un sentido que todavía
hemos de aclarar más de cerca, hablar de un sistema de los contrastes.
En él distingo un primer grupo, y los contrastes que implica los denomino
intraempíricos. Estos se dan en el ámbito de lo humano, en cuanto es
experimentado o puede serlo. A ellos pertenecen lo corpóreo y lo psíquico,
ámbitos accesibles a la percepción externa y a la interna, respectivamente.
Puedo preguntar aquí por las propiedades y los actos corpóreos o psíquicos
del hombre; de esta pregunta surgirían las diferentes ciencias que estudian
al hombre. Pero puedo también preguntar: ¿Cómo se presentan estas
propiedades, procesos y relaciones desde el punto de vista de la
contrasteidad? ¿Hay contrastes últimos, contrastes que dominan a los demás y
no pueden ser reducidos a otros más simples? De tal pregunta brota el grupo
de los contrastes intraempíricos.
El ámbito de lo humano-experimentable ofrece, sin embargo, una estructura
tal que me obliga a ponerlo en relación con el ámbito profundo no
experimentable. Se manifiesta como algo «exterior» al que corresponde algo
«interior». Lo que este algo interno sea en su esencia metafísica no es aquí
objeto de estudio; esto es cosa de la Metafísica. Sólo se trata de saber en
qué medida, desde el punto de vista de la contrasteidad, apunta lo exterior
a ese algo interior y está en relación con él. De esta pregunta brota el
segundo grupo de contrastes. Pueden ser llamados transempíricos.
Con ello se agota la serie de contrastes que representan el grado más
general de la contrasteidad particular. Su significación es para mí
semejante a la que la Escolástica, con Aristóteles, concedió a las
«categorías» lógicas. Por éstas se entienden conceptos que delimitan los
ámbitos de ser más generales que se pueden pensar y que son mutuamente
irreductibles por mediar entre ellos diferencias esenciales; ni son
reductibles a conceptos más generales porque su distinción específica
abocaría con ello a un vacío esencial. Al número de las categorías
pertenecen conceptos como «sustancia» y «relación». Estos no pueden ser
reducidos a algo común superior, porque en tal caso se anularía su contenido
peculiar. No hay un concepto específico que abarque la «sustancia» y la
«relación». Pero es posible otra cosa. Cabe decir que todos estos conceptos
significan un ser, entendiendo el ser del modo más general como un «algo
determinado». Este concepto no puede ser reducido a otro; es lo último que
se puede pensar, lo más alto y totalmente simple. Pero se lo puede
considerar desde distintos puntos de vista. Y entonces surgen los aspectos
ontológicos de la unidad, verdad, bondad, belleza. Estos conceptos son
denominados por la Escolástica determinaciones trascendentales del ser. En
definitiva, son diversas respuestas a la pregunta acerca de la
autovalidación del ser, modulaciones del concepto de la autenticidad del ser
bajo distintos puntos de vista axiológicos. De un modo semejante puede
tratarse el hecho de la «contrasteidad». Los contrastes intraempíricos y
transempíricos son «categorías» en el sentido indicado. (Este concepto no
tiene nada que ver con el problema que surge en la Lógica kantiana a
propósito del vocablo «categoría», es decir, el problema del a priori.) Se
llamarán contrastes categoriales por representar los últimos grados
generales de la contrasteidad, en los cuales se conserva todavía un
contenido determinado —un tipo determinado de contraste—; se trata de los
modos de contrasteidad más altos, no reducibles a otros. Pero hay una
pregunta que nos lleva más allá: Una vez que se han terminado de precisar,
mediante las categorías, los diversos grados de universalidad específica, se
puede todavía desarrollar o, más exactamente, flexionar el concepto de ser
mediante la determinación de sus propiedades trascendentales. ¿Puede
someterse a un tratamiento semejante el concepto de contraste? ¿Es ello
posible desde puntos de vista anclados en su misma esencia, es decir,
inspirados en la pregunta acerca de cuándo un contraste es «auténtico»? Esto
es posible de hecho y nos facilita un tercer grupo de contrastes, situado en
un nivel distinto. A diferencia de los contrastes categoriales, deben ser
denominados «trascendentales», concepto que no tiene nada que ver, en
cualquier caso, con lo que entiende por este vocablo la Lógica más reciente.
________________
* Traducción de Alfonso López Quintás
Notas
[1] En rigor, no se debe leer a Tomás de Kempis sin contar con Tomás de
Aquino.
[2] Este carácter holista puede advertirse también en los restantes ámbitos
espirituales y en las diversas formas de actividad. El arte medieval, por
ejemplo, estaba más profundamente enraizado en la vida cultural que el arte
específicamente estético de la actualidad; lo mismo, la actividad política y
económica, etc. Cierto que esta unidad era precrítica y a menudo degeneró en
acrítica. Muchos fenómenos —hoy día chocantes— de la vida política,
científica y religiosa de aquel tiempo se explican por esta despreocupada
conciencia de unidad. La separación tenía que venir. Pero la distinción
degeneró en escisión: la autonomía moderna de los distintos ámbitos
espirituales. Nuestra tarea actual consiste en lograr una nueva forma de
unidad, acreditada con rigor crítico.
[3] Bien vistos, los conceptos de contraste y polaridad se identifican. Yo
prefiero el primero por estar menos gastado.
[4] Demasiado injustamente, pues la interpretación romántica del concepto de
contraste destruye precisamente la más profunda esencia del mismo. Véanse
acerca de esto las explicaciones de las páginas 90, 94, 127, 174.
Extraído de Libertad, gracia y destino (Freiheit, Gnade, Schicksal) *
Romano Guardini
La experiencia paulina de la gracia
Hasta ahora hemos tratado de la libertad tal como se presenta en la
experiencia inmediata humana. Ahora tenemos que preguntar cómo habla de ella
la Revelación.
¿Existe una libertad que sólo pueda salir de Dios y que tenga que ser
llamada cristiana en sentido estricto?
En el Nuevo Testamento nos es presentada una personalidad que aparece
precisamente como anunciadora de la nueva libertad. Es Pablo. Según lo que
nos dicen los Hechos de los Apóstoles y sus propias Cartas, nos vemos
obligados a representárnoslo como un hombre de fuertes vivencias y de
poderosa fuerza de voluntad, pero cuyo interior se halla atormentado por mil
contradicciones y presa a la vez de mil lazos. Anhelaba con pasión la
justicia; quería el bien y liberarse en el bien y, por eso, luchó una lucha
en la cual se sometió a los más altos vencimientos.
Pero es necesario adelantar que no llegó a la libertad y a la luz, sino que
cada vez se enredaba más profundamente y se encontraba más sin camino.
En su esfuerzo moral actuaba el amor propio, engendrando esa desviación que
nosotros llamamos fariseísmo. El, seguramente, no vio que el mal no sólo
tiene que ser combatido, sino disuelto con sabiduría y paciencia. En lugar
de eso, no hizo más que oponer violencia a la vida de los instintos, de
manera que llegó a envenenarse a sí mismo.
De todo esto no habla él expresamente, pero, así que aparece en escena,
entra en la crisis más aguda, y la manera cómo esta crisis se desarrolla y
cómo él, más tarde, mirando hacia atrás, habla de sí mismo, hace presumir
que las cosas tuvieron que acontecer así.
Los Hechos de los Apóstoles relatan cómo dio con la joven comunidad
cristiana. Vio la vida de los creyentes sustentada por una fuerza espiritual
misteriosa; vio su amor mutuo, su libertad y su gozo (7, 58 ss). Presenció
el proceso del Diácono Esteban y vio en él aquel resplandor espiritual, del
cual dice el texto: «Fijando los ojos en él, todos los que estaban sentados
en el Sanedrín vieron su rostro como el rostro de un ángel» (6, 15).
Todo esto le reveló una existencia totalmente enderezada a Dios; pero nada
de aquella fatiga por el cumplimiento de la ley, de aquella lucha
atormentadora por hacer el bien por las propias fuerzas, de aquella vacuidad
y falta de horizontes que él había experimentado. Estas cosas despertaron en
el hombre desesperado un odio ardiente. Ayudó a la lapidación de Esteban y a
la destrucción de la naciente Comunidad de Jerusalén. Luego se hizo dar
todos los poderes para hacer lo mismo en otras partes, y salió hacia
Damasco... Pero en el camino le acaeció la gran vivencia de su vida. Los
Hechos de los Apóstoles dicen: «Saulo, respirando amenazas de muerte contra
los discípulos del Señor, se llegó al Sumo Sacerdote, pidiéndole cartas de
recomendación a las sinagogas de Damasco a fin de, si allí encontraba
quienes siguiesen este camino, fueran hombre o mujeres, llevárselos atados a
Jerusalén. Estando ya cerca de Damasco, de repente se vio rodeado de una luz
del cielo; y, cayendo a tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por
qué me persigues? —Contestó él: « ¿Quién eres, Señor?»
—Y el Señor: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la
ciudad y se te dirá lo que has de hacer». —Los hombres que le acompañaban
quedaron atónitos oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Saulo se levantó de
la tierra, y con los ojos abiertos nada veía. Lleváronle de la mano y le
introdujeron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver, y sin probar bocado
ni bebida. »Había en Damasco un discípulo de nombre Ana-nías, a quien dijo
el Señor en una visión: «¡Ananías!»
—El contestó: «Heme aquí, Señor». —Y el Señor a él: «Levántate y vete a la
calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a Saulo de Tarso, que está
orando». —Y vio Saulo en visión a un hombre llamado Ananías, que entraba y
le imponía las manos para que recobrase la vista...
»Fue Ananías y entró en la casa e, imponiéndole las manos, le dijo: «Hermano
Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino que traías, me ha
enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo.»
—Al punto se le cayeron de los ojos unas escamas, y recobró la vista, y
levantándose fue bautizado, tomó alimento y se repuso.
»Pasó algunos días con los discípulos de Damasco, y luego se dio a predicar
en las sinagogas, que Jesús es el Hijo de Dios». (9, 1-12-17-20).
¿Qué sucedió aquí? Pablo experimenta la realidad de Cristo, a saber: Que
Aquél a quien los detentores del poder tenían por muerto y vencido, vivía de
una manera misteriosa; que había sido confirmado por Dios y tenía poder y
gloria.
Pablo se abre a esta revelación y cree. En todo ello se le presenta algo
subversivo: ahora experimenta la posibilidad de un hacerse bueno, justo y
santo; de un sentido último y de una libertad definitiva que no pueden
provenir de la tierra ni de las propias fuerzas. Y esto no como si se le
abriera un nuevo ideal ético o se le aclarase un camino de religiosa
autoformación hasta entonces desconocido, sino que siente en Cristo al Dios
vivo, que le penetra y lo toma por su cuenta.
Pablo se encuentra ahora en una relación del todo nueva con la vida; aquella
que él mismo expresará más tarde por aquellas palabras, constantemente
repetidas: «Yo en Cristo; Cristo en mí».
Esto no significa que él cesara de afanarse; sus cartas demuestran lo
contrario. Toda la fuerza de su poderosa voluntad y experiencia actúa ahora
con la misma energía de antes, sólo que de otra manera.
Todo es «obra de la fe»; de tal manera, que se entrega al Dios que se nos da
en Cristo, le hace lugar en el alma, se deja conformar por Él.
Quiere esto decir, ante todo, que Dios mismo se torna libre. La palabra
suena a locura, pero es exacta. En la experiencia religiosa común Dios no es
libre. El que mire sinceramente a sí mismo, a los hombres que le rodean y a
la historia, percibirá que el amor propio del hombre, sus fuerzas interiores
perturbadoras y deprimentes, su falsedad y su violencia, nunca son tan
funestas como en ese complejo que vulgarmente se llama «experiencia
religiosa» y «vida religiosa».
Cierto que todo esto se dirige a Dios en última instancia; pero su imagen y
sus exigencias son puestas por el hombre al servicio de su amor propio. Lo
que parece divulgación de lo divino, es con frecuencia —en el fondo— sólo
una manera de afirmarse el hombre a sí mismo, y lo que pretende ser una
forma divina, muchas veces no es más que la traslación del propio ser a lo
Absoluto.
Esto parece imposible, puesto que Dios es omnipotente; pero no es más que
una consecuencia de su voluntad de que el hombre tenga propias iniciativas.
Por tanto, cuando Dios quiere manifestarse realmente, tiene que adelantarse
como un objeto y estar ahí, y hablar con tal claridad que la profunda
deslealtad del hombre no pueda ponerlo en duda.
Es lo que sucedió en Cristo. En el ámbito de su personalidad y de su vida se
reveló Dios de tal manera que puede decirse que quien lo ve, ve «la gloria
del Unigénito del Padre» y «al Padre mismo». (Jn. I, 14; 14, 9). Cristo es
la epifanía corporal de Dios; en El se abre a la historia el Dios oculto
(29). Lo ocurrido a Pablo se realiza constantemente tan pronto como uno
cree. Esto significa que el Dios vivo —no acallado, al menos radicalmente,
por el egoísmo e infidelidad de la naturaleza humana— brilla en el ámbito
del ser del hombre insobornable...
Acto y contenido de la libertad cristiana
Con esto, para el hombre que cree, ha sido fundada una libertad de modalidad
nueva y definitiva. Como demostramos antes, procedente del contenido de la
acción, consiste en que el nombre entra en la relación verdadera con el ser,
experimenta la veracidad de su forma esencial, justifica el sentido de su
valor, le da cabida en la propia vida.
Ahora el hombre, por medio de la revelación, consigue, sobre la plenitud del
ser y de los valores, la verdad y santidad de Dios. Esta no puede alcanzarla
el hombre por sus propias fuerzas; pero se le da en la Revelación como
contenido de la vida. Es aceptada por los actos primordiales del cristiano
que Pablo reúne en el c. 13 de la primera carta a los Corintos: «la fe, la
esperanza y la caridad». De ella hablan todos los textos que se refieren a
la participación de la vida divina: el mensaje del reino de Dios, del hombre
y del mundo nuevo de la vida eterna, del banquete celestial y del himno
eterno, del amor que no acaba, etc... Éste mensaje anuncia la superación de
todo lo «viejo» en un «nuevo» infinito; la ruina y el renacimiento, el
abrirse y capacitarse para la plenitud santa de Dios. Así se realiza también
la liberación absoluta; la entrada en una amplitud que no se da en ninguno
de los ámbitos del ser arriba descritos, sino que tiene que ser abierta por
el mismo Dios. Esto no obstante, sólo allí es saciada esa insatisfacción que
—como dice Agustín— ha enterrado el Creador en lo profundo del hombre: «nos
has hecho para Ti, oh Dios, e inquieto está nuestro corazón hasta que en Ti
descanse». (Conf. I, I, I).
Pablo, en la carta a los Efesios, habla con fuertes palabras de esta
libertad, al tratar del decreto de la salvación, que ha sido cumplido en
Cristo, y de la «franca seguridad», del «acceso a la confianza» que nosotros
tenemos «por la fe en El». Después continúa:
«Por esto doblo yo mis rodillas ante el Padre... para que, según los ricos
tesoros de su gloria, os conceda ser poderosamente fortalecidos en el hombre
interior por su Espíritu, que habite Cristo por la fe en vuestros corazones,
y arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos
los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y
conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos
de toda plenitud de Dios.» (Efes. 3, 14, 16-19).
No sólo los pensamientos expresados en el texto, sino también la amplitud de
cada una de las frases y el «soplo del Espíritu» que las penetra, permiten
percibir la gran espaciosidad y la plenitud de la libertad santa, que
sobrepasa toda medida finita.
La revelación de esto, propio y definitivo, descubre el estado en que se
encuentran el hombre y el mundo: el pecado. El pecado significa la oposición
al Dios santo y, por lo mismo, la propia clausura en la última falsedad y en
la última injusticia. Aunque toda verdad intramundana y todo valor
terreno-humano permanecen, sin embargo, han sido arrojados por el pecado a
un desorden definitivo que aprisiona al ser en sí mismo junto con todas las
posibilidades de liberación —de que ya hablamos—, sometiéndolo todo a una
esclavitud irremediable.
De esta esclavitud, sólo la revelación de la verdad y del amor de Dios en
Cristo redime, y sólo en esta liberación propia consiguen las otras
liberaciones penúltimas su auténtico sentido.
Cuando Agustín habla del «descanso» en la frase citada, alude a la plenitud
y ultimidad de nuestro sentido, a la paz de la libertad en Dios. Descanso
que también puede ser experimentado en forma de desbordamiento y júbilo
infinito. El pasaje antes citado de la carta a los Efesios —un himno nacido
del Pneuma— da testimonio de ello.
Tan amplio es el segundo aspecto de la libertad cristiana, determinado por
el contenido de la vida; pero, ¿cómo se ha con el acto libre? Ante todo por
la Revelación y su aceptación en la fe sucedió una cosa: fue destruida la
ofuscación en que vivía el hombre, persuadido de que su capacidad natural de
origen se había desarrollado hasta el sobrenatural; de que podía decidirse
ante él por sí misma, arribar a él y conquistarlo. En tanto que el creyente
reconoce a Cristo, reconoce también su propia impotencia. Con esto se
soluciona la falaz pretensión de poder bastarse para las exigencias divinas
por sus propias fuerzas y esa actitud convulsiva y tensa de la voluntad, que
se lanza de hecho a realizarlas. Mas esto es ya libertad. Cuando Pablo lo
reconoció y aceptó, debió correrle por todo su ser como un aliento infinito.
Pero, ¿no importa esta absoluta desesperación? Así sería si el contenido
vital divino no fuera más que un dejarse ver y un exigir. Mas no hay tal.
Tan pronto como ese contenido se muestra, nos da poder para apropiárnoslo;
si exige, da fuerza para cumplir su exigencia. Dios, al revelarse, da
también el ojo que ha de ver su verdad; el valor que se atreva con El; el
amor que a El se lance.
San Pablo experimentó esto de tal manera que le ha hecho el profeta de este
misterio. El notó que algo actuaba allí, que hada cognoscible a Cristo; que
lo arrastraba hacia el alma; que unía con El —por su raíz más honda— la
voluntad del hombre. El poder que realiza esto es el Espíritu Santo. Su
acción es la gracia. El Espíritu Santo hace que Cristo halle al creyente, y
«1 creyente a Cristo; pero que se hallen, no sólo en sentido gnoseológico o
volitivo, sino vital y óntico.
El mensaje del «en» cristiano es un eterno ritornello en Pablo. Su última
fórmula para designar la existencia redimida. Quizá la carta a los Gálatas
contenga la expresión más acabada. En ella dice: «vivo yo, mas ya no yo;
sino Cristo en mí» (2, 20).
Esto no significa que en la existencia cristiana sea anulado el «yo» humano
y entre en su lugar Cristo; sino que, precisamente por vivir Cristo en mí —y
sólo por eso— me hago yo realmente yo-mismo —aquel yo-mismo que Dios pensó
al crearme—; que con ello se despierta en mí la capacidad de poder ser
verdadero principio, de decidirme por mí mismo y realizarme.
La misteriosa relación de todo esto se aclara todavía más en San Juan,
cuando dice Cristo: «el agua que yo le daré (al creyente), se convertirá en
él en fuente de agua que brote hasta la vida eterna» (4, 14).
La acción del Espíritu no es tal que lance sobre el hombre el raudal divino,
haciendo perecer en él su «yo»; sino que, por el suave desarrollarse del
Espíritu, se abre en el hombre mismo una fuente que es totalmente dada,
totalmente fuente de la vida de Dios; pero que brota en el hombre y le
pertenece.
Es el misterio de la capacidad santa de origen, que sí, es don de Dios; pero
que, precisamente por ello, constituye lo más propio del hombre.
Así, el fenómeno de la libertad se interna en el de la gracia, pues gracia
es justamente aquello que Dios da; pero lo dado se hace propio del que lo
recibe más profundamente que todo cuanto le pertenece por su naturaleza
primordial.
¿Cómo se han, pues, en la existencia cristiana la iniciativa humana y la
divina?
La pregunta aflora constantemente en la historia del pensamiento cristiano,
recibiendo respuestas muy discutidas. Así la pelagiana, que ve el centro de
gravedad de la relación totalmente en la iniciativa humana. La gracia sólo
tiene la función de liberar a ésta, esclarecerla y fortalecerla.
Esta respuesta está en aguda oposición con la de los reformadores, según la
cual la iniciativa humana se halla sustancialmente corrompida por el pecado
y no guarda ya relación alguna con lo santo, de manera que todo depende de
la iniciativa divina; la humana no puede hacer más, que saberse entregada a
Dios por la fe.
Éste contraste se da —si bien en forma más moderada, pues mantiene firme la
dependencia vital mutua de ambos extremos— en las eternas disputas entre
Tomismo y Molinismo. Ambas escuelas sostienen que tanto en el origen, como
en la consistencia y desarrollo de la gracia, lo hace todo la iniciativa de
Dios. Pero que también el hombre —y como tal— actúa, en cuanto que se
aproxima a la fe, se decide ante ella, en ella vive, persevera y obra. Pero
dentro de esta unidad, ambas corrientes determinan el modo y la medida de la
operación en común de distinta manera; el Molinismo afirma más la actividad
propia, el Tomismo la operación exclusiva de la gracia.
Estas discusiones han dado mucha luz sobre puntos muy importantes. Ahora
bien, en el tema central, respecto a cuanto pertenece a una y a otra
iniciativa en el campo de la acción y la eficiencia, se consideran ambas
iniciativas como momentos demasiado disgregados entre sí.
Si se piensa en el conjunto de la doctrina de Jesús, en la manera cómo llama
a los hombres, los hace responsables, los advierte de su nada y luego los
alienta, entonces no cabe duda, de que todo lo que pertenece a la salud, es
gracia, don y acción del Dios Salvador. Pero tampoco no cabe duda de que el
hombre se halla en esa relación al Dios que todo lo hace, con toda la
libertad y capacidad de acción de su propio ser.
Aquí no se puede separar ni medir; lo característico de la relación está más
bien —como se demostrará detalladamente— en que el hombre, en virtud de la
acción > de Dios, llega a sí y se hace libre; en que, a la inversa, la
acción de Dios presupone la preparación del hombre, la cual acción se amplía
a medida que éste se abre y colabora.
Jesús dice a sus oyentes que Dios llama a quien quiere, remunera como quiere
(Mt. 20, 1-16); con la misma evidencia, empero, hace depender la salvación
del hombre de su propia decisión (Me. 16, 16); a ellos dirige las terribles
exigencias del Sermón de la Montaña (Mt. 5, 7), y.en la descripción del
juicio decide la sentencia del Juez sobre la suerte eterna del hombre esto:
el haber ejercido o no ese hombre la misericordia (Mt. 25, 31-46). Tiene,
pues, pleno sentido aquello de que «no pudo» hacer ningún milagro «por causa
de su infidelidad» (Mt. 13, 58; Me. 6, 5).
Ambas cosas son verdaderas y prueban la indisoluble unidad de la relación,
en la que la iniciativa de Dios lo es todo; pero por ella la del hombre se
torna completamente libre y poderosa.
Al hombre se le exige que se decida ante el mensaje de la salvación. Que
siga ese mensaje, que lo oiga y que haya «ido tocado por él, es gracia; y
gracia es también cuando se abre y cree; pero esta decisión constituye a la
vez su acto y responsabilidad más propios, de manera que pueda Jesús decir:
«¡Jerusalén, Jerusalén... cuántas veces quise congregar a tus hijos en torno
mío, como la gallina a sus pollitos bajo sus alas, y no quisiste!» (Mt. 23,
37). Y ambas cosas están, no una junto a otra, como una cooperación desde
fuera; sino dentro una de la otra, en la unidad indisoluble de un único
proceso existencia! Lo mismo se le exige al hombre vivir en la fe, realizar
en el seguimiento de Cristo la metanoia del sentir y del pensar, que la
transformación de toda la manera de vivir y de ser.
Todo esto sólo puede darse en virtud de la Redención, como dice Jesús
expresamente: «sin mí, nada podéis hacer» (Jn. 15, 5); pero, a la vez, es
también desafiada toda la fuerza del hombre; todo él debe encumbrarse
incesantemente por el ejercicio, el vencimiento y desprendimiento a una
mayor y más pura realización de las exigencias cristianas.
Esta realización contiene también el crecimiento en la libertad de espíritu
y de corazón. Esto apunta San Pablo en una mirada retrospectiva cuando
advierte: «Les digo, pues, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que
los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si
no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran,
como si no poseyesen» (I Cor. 7, 29-30). Es el estado en que el creyente,
por la gracia de Dios, pero también por la generosidad, la disciplina y el
sacrificio, libre de todo lo creado se halla completamente abierto a la
verdad y plenitud de Dios y es señor de toda su capacidad originante. [2]
Carácter escatológico de la libertad cristiana
Libertad cristiana significa, por tanto, que el hombre consigue ver a disto,
reconociendo en El al Dios vivo, hasta entonces oculto; que percibe el
llamamiento y, creyendo penetra en el ámbito de Cristo y en él se hace
partícipe de la verdad y vida de Dios; que todo esto lo hace por la gracia
del Espíritu Santo, liberándose de sus vanas pretensiones, pero que, a la
vez, se hace totalmente él mismo. Por lo demás, la vida terrena continúa con
todo cuanto le pertenece.
Libertad cristiana no significa magia o algo lejano que se encuentre en las
estrellas; sino que es algo totalmente real. Permanecen todos los hechos de
la realidad natural, solo que en ellos actúa un nuevo principio, y se abre
una posibilidad también nueva, y abierta permanece. Todo lo terreno puede
servir de apoyo para saltar al otro lado, tanto que «a los que aman a Dios,
todo les sirve para su mayor bien» (Rom. 8, 28). Todo esto es muy fuerte; no
pasa por alto nada de las insuficiencias, estrecheces y extravíos de la
existencia, pero confía en la plenitud y tiene paciencia para esperar
impávidamente.
Así es como está orientado todo hacia el futuro; un futuro que no nace de la
misma historia, sino que viene .de Cristo, que ha traído la Revelación. En
la última instancia, la libertad —como toda la existencia cristiana— se
orienta hacia lo escatológico. La libertad cristiana no es algo acabado,
sino en camino. Ya respecto a la libertad natural fue necesario acentuar que
no se trata de ningún aparato ultimado, sino de algo vivo y que, por tanto,
debe ser realizado en acción constante de formación y superación. Lo mismo
vale, y de una manera nueva, de la cristiana. A esto se refiere lo que San
Pablo dice del hombre nuevo, que crece en superación ininterrumpida del
viejo; en una continua realización del renacimiento, iniciado por la fe y el
bautismo.
La libertad nueva es constantemente encubierta, negada; impedida y
perturbada por la existencia antigua: el pecado, la mentira y la confusión.
Mas esto no significa, en absoluto, como quiere el escatologismo extremado,
que todo, en la tierra y en el cielo, continúa bajo el eón antiguo, y que lo
nuevo sólo puede ser esperado por una fe paradójica, en un estado último
totalmente distinto del actual. La nueva libertad está ya aquí; fue
despertada en el bautismo y crece en la vida cristiana de cada día. Sólo que
se halla incompleta y débil. En torno a ella está la envoltura de la
contradicción y plenitud definitivas. Esto sucederá por Cristo. Cuando Él
retorne a poner fin a la historia y a juzgarla, se realizará la auténtica
liberación: la liberación del hombre y, por el hombre, la de las cosas.
Entonces se hará patente la libertad ahora encubierta y negada, y todo el
mundo será introducido en ella. Sobre este particular habría mucho que
decir, sobre todo a través de la interpretación del Apocalipsis. Pero
tenemos que seguir con Pablo, cerrando con unas palabras de la carta a los
Romanos, que —como tantos otros pasajes paulinos— contienen ya en germen, lo
que después es dado en Juan a plena luz. [3]
«Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en
comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros; porque el
continuo anhelar de las criaturas ansia la manifestación de los hijos de
Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por
razón de quien las sujeta. (Esta fue la maldición, que siguió al pecado;
pero esta maldición estaba unida a una esperanza; y cierto, las criaturas
vivían) con la esperanza de que también ellas tienen que ser libertadas de
la servidumbre de la corrupción para participar en la (futura) libertad de
la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera, hasta
ahora, gime (con nosotros) y siente (con nosotros) dolores de parto hasta
que llegue la hora. Y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las
primicias del Espíritu (no estamos terminados, sino que) gemimos dentro de
nosotros mismos, suspirando (por la entrada) en nuestra adopción, por la
redención de nuestro cuerpo. Porque primeramente en esperanza estamos
salvos; pero esperanza (de algo cuyo cumplimiento) puede ser visto, ya no es
esperanza. Porque lo que uno (ya) ve, ¿cómo esperarlo (todavía)? Pero si
esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos» (Rom. 8, 18-25).
Relaciones entre la libertad cristiana y la natural
En conexión con lo dicho habría que preguntar ahora qué influjo ejerce la
libertad cristiana sobre la natural; cuál es su importancia en el despliegue
de la personalidad y en el fomento de la actividad del hombre. No podemos
desarrollar ampliamente estos puntos, porque nos harían sobrepasar los
límites que para este trabajo nos hemos marcado. Por tanto nos ceñiremos a
hacer no más que unas sencillas reflexiones e indicaciones. [4] No cabe duda
de que la vida cristiana, llevada con seriedad y convicción, desarrollará el
afán y la fuerza de la libertad. El contacto con el Dios vivo da a la
existencia un firme y efectivo punto de apoyo para lanzarse más allá de sí
misma. Ese contacto pone fin al confinamiento de la existencia elemental: de
la naturaleza con sus poderes, de la sociedad humana con sus violencias, de
la vida cultural con la tiranía de sus apreciaciones. Los obstáculos de la
vida íntima de cada uno ceden, las cosas aparecen en su verdadero ser y
valor, y crece la fuerza de superación.
Lo que la libertad en último término significa, a saber; pertenecerse a sí
mismo por el dominio sobre la propia acción, absolutamente es realizado sólo
en función de Dios, delante de Dios, ya que el hombre es finito, y ser
finito significa ser delante de Dios. Desde el momento en que el hombre no
se halla dispuesto a existir delante de Dios, cae en la seducción de la
naturaleza y renuncia a su personalidad, para vivir desde el género,
dependiente de la totalidad mundana —como ha hecho el naturalismo con todas
sus formas, o bien afirma, sí, su libertad, pero elevándola hasta lo
Absoluto; haciéndose igual a Dios, como ha ocurrido repetidamente en el
panteísmo de la Edad Media y en la Filosofía moderna, sobre todo en el
Idealismo.
Huelga decir que con esto se destruye la genuina libertad, ya que ésta
significa, por una parte, el arrojo suficiente para el verdadero ser libre,
con todo lo que ello importa de deber y de peligro y, por otra, la
conformidad con la propia finitud, posible puramente sólo bajo Dios y
delante de Dios.
La ética moderna sostiene que el hombre, obedeciendo al mandato de Dios, se
torna heterónomo, se sujeta a un extraño; y que la esencia de la libertad,
por el contrario, reside en la autonomía, en la pura .posesión de sí mismo.
Esta concepción considera la libertad como libertad absoluta; coloca la
libertad humana a la misma altura que la divina. De ser esto así, la
obediencia a Dios anularía ciertamente la libertad del hombre. Mas en
realidad únicamente Dios es Dios y el hombre, por el contrario, su criatura.
La libertad del hombre es creada; y como tal se realiza fundamentalmente
delante de Dios y en la obediencia a El; tanto más cuanto que no es sólo el
Creador del ser, sino también el fundamento de la verdad y la raíz del bien;
de manera que obedecerle no significa sumisión a un poder superior, sino el
simple ejercicio de un derecho.
La afirmación de la supuesta heteronomía a que antes aludíamos, se basa en
un profundo error acerca de Dios, sólo posible cuando el hombre ha
abandonado el trato con Él. Y el error consiste precisamente en pensar que
Dios es un erepos, «un otro». Respecto a un ser cualquiera sucede esto, que,
al no ser yo, es otro; de manera que obedeciéndole, obedezco a otro. Pero en
Dios —y únicamente en Dios— no es así; y este hecho precisamente determina
su esencia. Es absolutamente cierto que Dios no es yo; afirmar lo contrario
es monismo. Mas lo que lleva a este error es la mala inteligencia de una
verdad, a saber: que El no es «un otro», sino aquel en quien se fundamenta
mi existencia, de quien procede mi verdad y en quien está el sentido de mi
ser. Si yo me llego a El conociendo, amando y operando en general, en El me
encuentro a mí mismo.
Así, obedecer a Dios significa, en primer termino, el reconocimiento de que
yo no soy, en un sentido absoluto, señor de mí mismo, sino más bien, que la
última instancia de mi acción está en El; pero significa también la
superación de mi impropiedad, porque obedeciendo, obro conforme a mi
esencia, y por consiguiente, bien entendido, obedeciendo a Dios, me sitúo en
mí mismo realmente. [5]
Se dijo arriba que la libertad se desarrolla en perfecta relación con la
realidad, en la realización de la verdad y del bien. ¿Pues qué valor tienen
a este respecto la Revelación y la Fe? ¿Ayudan al hombre a penetrar la
esencia de las cosas? ¿Le confieren fuerza y seguridad para ejecutar aquel
dominio que, al mismo tiempo, le ha sido otorgado e impuesto?
Habría que recordar ante todo un hecho histórico, con frecuencia pasado por
alto, cuando se discute la importancia cultural del Cristianismo; a saber,
que ha sido sobre todo el Cristianismo, el que ha hecho posible el avance
gigantesco del hombre occidental hacia el dominio del mundo.
La afirmación suena, seguramente, a algo insólito, pues ha llegado a
imponerse casi como un dogma que el hombre se halla en disposición de
alcanzar la libertad, de conocer y obrar sólo en la medida en que rompa las
amarras del Cristianismo.
En ciertas etapas del curso histórico nos encontramos efectivamente con que
ese avance es en su mayor parte opuesto a la tradición
cristiano-eclesiástica o, al menos, se ha realizado aparte de ella. Pero
también es cierto que precisamente ese avance ha presupuesto esta tradición.
El mensaje y la obra de Cristo habían situado al creyente en una posición
tal, que, por una parte, no se encontrase aprisionado por el mundo y, por
otra, ejerciese sobre él una eficaz influencia, dándole con ello una
libertad que antes no había podido tener. Esta fue, principalmente, de tipo
religioso, aunque también actuó en toda la vida psíquico-espiritual. Por
ella consiguió el hombre aquella independencia de la naturaleza, aquella
capacidad de arrojo y empresa, de la que surgiría la cultura científica,
artística y técnica de la Edad Moderna.
El hombre que había perdido la fe, permanecía al socaire todavía de las
fuerzas y posiciones conseguidas dentro del cristianismo. Sin embargo, es
difícil pronosticar qué será de toda la Edad Moderna y la actual, aún sin
nombre, si se sigue perdiendo a este ritmo una actitud creyente y la
protección de un orden de vida cristiano. El hombre moderno piensa en las
cosas de la vida frecuentemente de una manera terriblemente primitiva.
La verdadera libertad es algo muy complejo; resultado de iniciativa y
obligación, de momento y tradición, de autoafirmación y renuncia. Requiere
orden exterior y, sobre todo, interior, existencial; pero, ¿se halla en tal
coyuntura el hombre moderno? Como hasta aquí había vivido siempre conforme a
los moldes antiguos, a medida que éstos desaparecían, él avanzaba hacia el
caos, consistente no sólo en falta de organización, sino en un trastorno de
los elementos fundamentales de la existencia.
El hombre primitivo —tanto antiguo como medieval— se hallaba inserto en el
orden inmediato de las cosas. Su poderío sobre la naturaleza no iba
necesariamente más allá de las posibilidades elementales de sus órganos
corpóreo-espirituales. Las estructuras de la naturaleza no habían sido
alteradas por él esencialmente, y esto es lo que dio a la cultura antigua su
típico carácter «natural» y «humano».
Esta conformidad entre la naturaleza y el hombre llegó a perderse cuando
éste aprendió a descomponer, partiendo de un conocimiento y método
rigurosos, las construcciones naturales, y a utilizar a su antojo su materia
y energía.
Es la era de un nuevo aspecto del ser del hombre, el «hombre inhumano», que
se enfrenta con la naturaleza, no respetuoso y obediente, sino
despiadadamente dominador, derrumbando así el mundo antiguo. [6]
Con esto dejo a un lado lo que hasta entonces había sido base de la
existencia y se arriesgó a sus veleidades y a un mundo totalmente
indefenso... Descompone, une, emplea las cosas, construye... guiado
exclusivamente por el afán de ser absoluto señor de sí mismo y del mundo, y
de realizar una obra que no sea, como la del hombre antiguo, continuación o
transformación de las estructuraciones originarias de la Naturaleza, sino
una autónoma formación de su espíritu. Es el hombre desligado de la
Revelación. La norma de su vida ya no es para él la verdad de la Revelación.
Si, desde hace algún tiempo, al reclamo de una piedad de culturas pre o
extracristiana, ha comenzado a hablar otra vez de «dioses» y a buscar una
religión existencial puramente terrena, es porque olvidó que todos los
dioses que conocemos presuponen la vieja naturaleza y la correspondiente
relación en ella; naturaleza, a la que ni la ciencia ni la técnica han
logrado destrozar. Pero, ¿hay otros dioses? Yo pienso que una vez que el
hombre —dotado de la libertad de la redención— ha llegado al pleno dominio
de la naturaleza, ya no son posibles los dioses. [7] Lo único que queda es
elegir entre el Dios vivo de la Revelación y la autodivinización del hombre,
solitario consigo mismo y con el mundo —dado caso que esto no sea tan sólo
un estadio intermedio y que en realidad no se reduzca te do a un descarado
empirismo—. [8] Pero si realmente hay un Creador y Señor del mundo, y sus
criaturas sólo obedecen al imperio del hombre, ¿en qué reconoce este a su
Señor? ¿Qué, si todo lo que parece libertad y dominio no es en el fondo más
que veleidad y tiranía? ¿No debería alzarse la naturaleza de las cosas,
igual que su propia naturaleza, y vengarse del hombre de un modo terrible,
convirtiéndolo, mientras él se cree su señor, en esclavo o quizá en juguete
de su escarnio?
Preguntas son éstas que podrán ser sofocadas por el dogma del humano
egoísmo; pero nuestro interior las siente, y los abogados de la vida,
educadores y médicos, comienzan a advertir que si esto no es así en verdad,
no se puede ordenar la existencia.
El hombre ha llegado al pleno señorío del mundo, sólo porque la libertad
cristiana le ha capacitado para ello. Que se hiciera esto, está bien, ello
correspondía a la misión encomendada a la nueva época. Pero el hombre sólo
puede cumplir con rectitud esa misión, si mantiene aquella libertad, la
seguridad de su posición y la verdad entrañable de su ser.
La realización de los valores, la conquista de la realidad, la creación de
la obra, no acaecen simplistamente; como si el hombre, igual que un aparato
perfecto y listo para el uso, fuese aplicado al objeto y obrase sin más; no,
el hombre vive esos pensamientos, conquistas y creaciones con ímpetu y
valor, espíritu y consciencia; procede de conclusión en conclusión,
«existe», en una palabra. Pero esto significa que aquellos pensamientos,
conquistas y creaciones son pilotadas por las ocultas tendencias de ese
existir en una medida que ni sospechar podía el primitivo progresismo. Mas
¿de qué especie son esas tendencias? ¿Cómo es sentido lo más íntimo del
hombre?
El presupuesto insustituible de toda vida, que se sitúa en el plano del
espíritu, es la obediencia a la verdad, la voluntad de justicia. Sólo desde
aquí se contempla rectamente, está ordenada la acción y la obra es ejecutada
como se debe.
Si falla este presupuesto, todo marcha desquiciado.
Pero hay algo en el hombre que quiere, no la obediencia, sino el poderío; y
no precisamente aquél que se sitúa en el ámbito de la obediencia al Señor de
la creación, sino el poderío absoluto sobre el mundo, la dictadura. Este
afán se extiende a todo; así puede suceder que se acumule una ingente
cantidad de conocimientos, poder y rendimiento, una obra de espantosas
proporciones, y que el todo, no obstante, en su intimidad más entrañable,
esté corrompido.
Y así es en efecto. El hombre moderno siente —conscientemente el despierto
y, en forma de una profunda inquietud, el irreflexivo— que está sufriendo
descalabros en todo, en el cuerpo, en el alma, en el corazón, en el
espíritu... Siente que falta un sentido justificante de la acción, que las
relaciones de hombre a hombre son inseguras, que se vuelven vacías las
palabras, que el trabajo no bonifica. Siente una creciente desesperación.
Esto no es pesimismo cultural ni romanticismo, sino pura verdad; y sería
demasiada locura obrar, como si tuviera que ser así. El hombre no puede ya
continuar trabajando sin preguntar por los presupuestos de una vida justa.
La situación mundial, desde la primera gran guerra, se caracteriza por
haberse cerrado el campo de la existencia humana. Su horizonte se rinde a
una mirada inmediata; por todas partes se exige un plan. Pero «plan» no
significa tan sólo que sean bien fijadas y aplicadas las posibilidades
políticas, económicas y sociales, sino que se inquiera por los presupuestos
de toda rectitud. El primero de los cuales consiste —es cierto— en la verdad
primordial de que el hombre, como imagen de Dios, es capaz de dominar sobre
el mundo (Gen. I, 26), pero bajo la obediencia al Señor de todo lo creado.
El autonomismo de la Edad Moderna, por el contrario, dice: lo que hasta
ahora ha sido respetado como prerrogativa del ser supremo —el dominio sobre
el mundo, la providencia, el juzgar sobre el bien y el mal, la
fundamentación de los valores—, todo eso pasa al nombre, al mundo, a la
tierra, «Dios» era necesario en otro tiempo, porque el hombre no estaba
maduro. El era la forma en que el hombre, aún niño, contemplaba su propia
energía, porque de otro modo no la hubiera podido soportar. Ahora el hombre
ha llegado a la mayoría de edad, y «Dios» es ya para él sencillamente
obstáculo en el camino hacia la plenitud de sí. Pero, ¿cómo, si esto es
falsedad e hybris? ¿Si Dios permanece Dios, y el hombre, hombre?
En todo esto se trata, no de una metafísica cualquiera, que nada tenga que
ver con lo real, sino precisamente de las condiciones últimas de la
existencia concreta del hombre; condiciones que influyen en todo, hasta en
el simple modo de ordenar nuestra vida ordinaria. De aquí se desprende la
decisión sobre la rectitud o no rectitud de todo, sobre la salud o la
perdición en el más amplio sentido de la palabra. Pero con ello se da, una
vez más, respuesta a las preguntas hechas anteriormente. La Revelación es
aquel proceso en que Dios se manifiesta a sí mismo y, a la vez, la situación
del mundo. La Revelación es juicio y, al mismo tiempo, gracia, y un comenzar
de nuevo. De este modo la actitud, que se adopta frente a ella, constituye
le decisión simplemente y también la decisión sobre la posibilidad de
libertad auténtica. Esta libertad se convierte en esclavitud desde el
momento en que el dominio sobre el mundo se sale de sus propios límites.
El objeto de la vida puede formularse diciendo que consiste en la
realización de los valores. No tomamos aquí esta palabra en sentido
idealista, sino como expresión del contenido y sentido de la existencia.
«Valor» es aquello que hace a un ser digno de existir y a una operación
digna de ser realizada. El valor descansa en el ser mismo, como contenido de
su esencia y su sentido; pero también está sobre él, como norma que le mide.
Finalmente «valor» significa el pensamiento creador de Dios que fundamenta
la esencia y el sentido del ser. Hablar e los valores constituye una forma
abreviada de hablar, de las propiedades del ser.
Cada valor auténtico lleva en sí su sentido. «Fuerza» es justamente fuerza,
y como fenómeno primario, no se deriva de ninguna otra cosa. Así el hombre,
sólo desde ella misma puede realizarla, actuando con fuerza y
fortaleciéndose. Pero al mismo tiempo tenemos el hecho de que el hombre, en
sentido absoluto, sólo es fuerte cuando a la vez es justo. Justicia es algo
distinto de fortaleza; tiene su propio centro, sólo partiendo de él, puede
realizarse. Pero en cuanto el hombre quiere fortaleza sin justicia, aquélla
se altera. Se convierte en violencia y brutalidad; dentro de ella se abre un
abismo de flaqueza. Al revés, igual; la auténtica justicia sólo conserva su
propia esencia cuando su sujeto es un espíritu recio; de lo contrario se
convierte en vacilación y abulia.
Utilidad es precisamente utilidad; y significa que una acción está ordenada
a un fin racional, fundamentado en el complejo de la existencia humana. Pero
se vuelve infecunda, enojosa y, en último término, antirracional cuando no
se halla en armonía con el desinteresado funcionamiento de la vida, con el
florecimiento y la alegría del ser. Y al revés, estos valores acaban en
ligereza, frivolidad y despilfarro, si no conservan la unión con el
ordenamiento racional de los fines.
Un cuidadoso análisis llegaría a demostrar que la sabiduría precisa decir
relación a lo irracional, a la «locura» —dicho en términos extremos—, porque
de otro modo se convierte en pedantería y algo ilusorio; que la hermosura se
hace ruin y destructora, cuando no se acoge al rigor de la moral; que la
justicia, sin el libre concurso de la misericordia, se convierte en
injusticia, etc. La libertad brota de la perfecta entrega al valor; pero si
éste no permanece en relación con sus complementos, se encierra en sí mismo
y se transforma en cárcel.
Cada valor, como fenómeno primario, tiene, en sí, su fundamento. Pero, al
mismo tiempo, dice relación a otros valores, y esta relación salvaguarda su
esencia. Por su parte, esos otros valores tienen también una ulterior
ordenación, formándose así una contextura, válida en toda acción. Lo justo,
como expresión de aquello que debe ser querido y hecho, es siempre algo
complejo y fluctuante. Es un equilibrio que, por su parte, ha de compensarse
constantemente con la vitalidad del infringimiento, si no se ha de paralizar
el todo.
Lo mismo cabe decir de los diferentes rangos y órdenes de valores dentro del
todo. El estrato de los valores vitales, por ejemplo, prespone el de lo
inanimado; así el hombre, como ser vivo, se basa en lo anormánico. Las
últimas consecuencias de lo inanimado son sacadas en la esfera de lo vital;
la mecánica alcanza sus últimas posibilidades en el mundo orgánico, que en
sí mismo es algo distinto superior. Análogamente se articula lo espiritual
con lo vital; por eso la conducta moral presupone, ante todo, las
posibilidades biológicas. E inversamente, la salud corporal del hombre —que
es absolutamente distinta de la animal— tiene en lo moral su última
garantía, en la responsabilidad de la propia existencia.
De estos análisis surge la visión de un todo, de un campo de valores, como
esencia del contenido y sentido del mundo, del cual recibe su verdad cada
valor particular. Pero ¿puede esta totalidad de valores constituir por sí
misma su unidad?
El mundo, del que el hombre es un resumen, está referido a Dios. Uno de los
grandes penetradores de la realidad ha dicho que el «hombre eleva al hombre
al infinito». [9] Esto quiere decir que el hombre se levanta sobre sí y se
realiza primariamente en el contacto con Aquél, hacia el cual está
proyectado por su misma esencia, con Dios.
En cierto sentido también podemos decir esto del mundo. El mundo del moderno
autonomismo, que se basta a sí mismo, no existe. Tal mundo es un postulado
de la insurrección. Lo que existe es el mundo ordenado a Dios por medio del
hombre. Por eso el hombre es, como definió para siempre San Agustín, una
inquietud esencialmente buscadora, y en el hombre busca también
inquietadoramente el mundo.
Sólo aquella realización de los valores, que conoce y reconoce esto, conduce
a la libertad. Pero esa búsqueda no encuentra el fin por sí misma, porque se
halla —el cómo aún habrá que explicarlo— en la confusión, juntamente o
conocí ser del hombre. De ahí la necesidad de la Revelación y la Redención,
y de ahí que encuentre el camino solamente en la fe. La Revelación, que
proviene de la libertad de Dios, muestra hacia dónde están en definitiva
orientados todos los valores, dando con ello a la libertad del hombre su
última garantía.
APÉNDICE: Problemática lógica del acto libre.
Dé todo lo dicho acerca de la operación libre surgen difíciles problemas
lógicos. No podemos discutirlos aquí en particular; sin embargo, debemos, al
menos, apuntar el núcleo del asunto y tocar la cuestión de cómo se ha la
libertad que afirmamos con el principio de causalidad.
El principio de causalidad dice: «Todo cuanto ocurre tiene causa
proporcionada que lo hace ser y ser así.» Por otra parte, la experiencia
anteriormente descrita nos dice que la acción libre se realiza porque la
interior capacidad de origen activa una determinada potencialidad subyacente
en cada situación, y que el acto mismo de la actuación no requiere otra
causa exterior que lo ponga en movimiento, sino que es, por si mismo,
auténtico principio. ¿No queda, pues, anulado con esto el principio de
causalidad y se afirma un suceso sin causa proporcionada?
Respuesta: Esto sólo se da en el caso de partir de una determinada
interpretación del axioma, a saber: la causa de un proceso siempre tiene que
estar fuera del centro de energías causadoras de ese proceso; esto es, que
todo suceso importa un proceso universal que avanza de un ser a otro. Esto
podría ocurrir, a lo sumo, en las cosas, de modo que las primeras fueran la
causa de todos los cambios experimentados en el proceso universal. Pero lo
que en realidad experimentamos es que el acto libre no pasa por mí
simplemente, sino que nace en mí. La autodeterminación del espíritu, la
voluntad que elige, son su verdadera causa.
Nueva objeción: la experiencia descrita no interpreta bien las
circunstancias. También aquellas iniciativas, que el sujeto cree hallar en
sí, tienen sus causas, las cuales se hallan fuera de él. Esto es: toda
acción tiene su motivo; sucede por algo. Este algo es precisamente su causa.
Lo que la experiencia llama «libertad» no es más que el resultado de esta
circunstancia: que el acto de las supuestas iniciativas no es puesto en
marcha por impulsos mecánicos o biológicos, sino por motivos
psico-espirituales
Respuesta: La objeción echa mano otra vez de una interpretación infundada
del principio de causalidad. Cierto que la elección libre tiene su causa;
que esa causalidad se apoya también en un motivo. Pero la objeción ha
suplantado inadvertidamente el concepto de «causa» por el de «causa
necesaria» y ha hecho provenir esa necesidad del motivo.
Si fuera así, la operación tendría que producirse necesariamente y podría
ser deducida de los motivos. Pero esto se opone abiertamente a la
experiencia. La experiencia afirma: cierto que toda acción libre tiene sus
motivos; sucede por esta o aquella razón. El hecho de la motivación es lo
que hace que se trate de libertad y no de arbitrariedad. Es el fundamento de
la «racionalidad» de la acción; del sentido que guía aquel desistir y
elegir, de que arriba hablamos. Pero el motivo no fuerza el acto inicial,
sino sólo lo fundamenta, le da sentido. El acto, en cuanto tal, brota de sí
mismo.
A la pregunta ¿por qué sigo yo este camino en lugar de aquél?, se responde:
porque es más corto y quiero llegar con rapidez. El motivo es economizar
tiempo. A una ulterior pregunta ¿por qué quiero yo llegar con rapidez?, se
responde así: porque cuando llegue tengo que hacer una cosa urgente. De
nuevo encontramos un motivo, que es precisamente el fin que se pretende
conseguir; y, así, sucesivamente. En este sentido siempre se puede seguir
adelante, ya que la existencia forma un todo en el que cada elemento se
enlaza con el inmediato. Pero existe aún otra pregunta que no sigue esta
dirección: ¿por qué dejo que llegue a ser decisivo ese querer-llegar-pronto,
ese querer-ir-hacia-allí? ¿Por qué lo realizo? La respuesta dice: porque
quiero. Es decir, que soy puro principio.
Naturalmente, aún se podrían interpolar otros motivos, como: quiero esto,
porque quiero cumplir mi deber, o porque quiero obrar con sentido, o,
sencillamente, porque quiero obrar. Mas todo esto no es más que aplazar
aquel «porque quiero» en que se expresa el hecho de la iniciativa. Tiene que
llegar un momento en que éste aparezca. En realidad, ya desde el principio,
caminaba junto a cada posible motivo. Así, pues, no significa más que la
manera cómo el motivo, sea el que sea, parte de la capacidad de iniciativa
hacia la realización; y la señal infalible de este modo de realización es la
conciencia de la responsabilidad.
En lo descrito se ha puesto de relieve la esencia de la forma de acción
llamada «libre». Se da en las ordenaciones del ser y de los valores de la
existencia; es decir, esta forma «tiene un sentido», que se expresa en los
motivos y razones: en la respuesta a la pregunta: ¿porqué haces esto? Mas
ella no realiza ese sentido en forma de un proceso que se dé sencillamente a
través de nosotros, o en forma de necesidad interna producida por los
motivos, sino en forma de un principio espontáneo.
Carece de objeto preguntar si es posible una forma tal de causalidad, pues
se da en la realidad, y todo planteamiento del problema presupone ya el
reconocimiento del hecho. De éste se sigue que la causalidad tiene dos
formas de realizarse: una, necesaria; otra, libre. En ambas hay causalidad;
en ambas se da un proceso suficientemente fundamentado; en ambas puede darse
una respuesta a la pregunta de por qué ocurre lo que ocurre. [10] Pero el
modo cómo se realiza la causalidad es distinto. Puede ser cierto el de la
necesidad, que consiste simplemente en pasar a través; pero también el de
origen de un principio interno, que tendrá motivos, pero que no puede ni ser
forzado ni derivado de ellos. Antes bien, tiene que ser aceptado.
Aquí, en esta aceptación del resultado de la iniciativa de la libertad,
radica la actitud de respeto ante la persona. La necesidad es controlable;
se puede predecir lo que procederá de ella, calcularlo y provocarlo por la
coordinación de los distintos factores. En el caso de la libertad, por el
contrario, no cabe más que respetar, confiar y aceptar.
Pero el mundo es de tal manera, que en él se alían perfectamente ambas
formas. Puede que resulte incómodo reconocer esto y, de hecho, el hombre
siempre hace lo que pueda para esquivar la incomodidad: teóricamente negando
la libertad; prácticamente, impidiéndose su ejercicio y forzándose corporal
y psicológicamente. Mas no por esto es desterrado del mundo el fenómeno,
sino que, de cuando en cuando, se condensa en crisis individuales y
colectivas preñadas de desdicha.
Pero la libertad, ¿no pone en peligro la trabazón del mundo? Aquí aflora un
motivo decisivo para negar la libertad. Se funda en el instinto de
conservación que sólo se sabe seguro cuando todo marcha delante de nosotros
de una manera necesaria y calculada. En lo más íntimo es angustia, afán de
poderío, estrechamente unido con ella, mejor aún, de despotismo.
El resultado es la estructuración mecánica del mundo. En la cual la acción
libre es imposible y sin sentido.
Pero el mundo no es ningún mecanismo. Ningún sistema fijo de procesos que se
suceden, sino que, por todas partes, comporta esos centros de iniciativa que
constituyen la libertad, cuyo acto se actúa a sí mismo, sin trastornar por
ello el orden universal, ya que este orden incorpora inmediatamente el
efecto del acto libre. Este orden incluso se halla referido a esta forma de
actos, y en ellos se consuma. Dicho de otro modo: el mundo, como naturaleza,
está ordenado al mundo como historia.
Con esto hemos puesto de relieve unos hechos que el idealismo trata de
esquivar. No niega la libertad, pero quiere estructurarla de manera que no
entre en el campo de lo necesario; aplicación del principio más general,
según el cual el espíritu, lo ético, lo religioso, etc., tienen que ser
estructurados sin contacto alguno con la realidad material-empírica.
En consecuencia, el idealismo pone dos mundos: el de la naturaleza y del
conocimiento lógico, en que reina la necesidad; y el del espíritu, en que se
da la libertad. Estos mundos se entrecruzan en un punto ideal, en la
pretendida unidad del Yo, o sea del Absoluto.
Pero no es así. Si en el curso de la historia consideramos atentamente la
cosa, veremos los daños que han provenido de que el espíritu se encierre en
un mundo propio —sea el de la interioridad o el del puro idealismo— y quede
la realidad abandonada a sí misma, lo que en la práctica equivale a
abandonarla a la violencia.
Sólo hay un mundo. En él se dan diversos campos de acción, es cierto;
diversas combinaciones de sus principios básicos; pero todo en un mundo
único.
También es cierto que ha de ser pensado de manera que pueda ser abarcada la
realidad entera. Perianto, no desde un principio parcial, por ejemplo,
mecánicamente, desde lo inanimado o, biológicamente, desde lo vital, sino
totalitariamente. Y sólo cuando no exista otro principio más universal al
que acudir, todo está en orden. Evidentemente, lo que significa «mundo»,
totalidad de la existencia, tiene que ser demasiado grande para un principio
particular.
Ya se dijo que el mundo no es de ningún modo alterado ni trastornado por la
acción libre; sino que tiene capacidad para asimilársela. Quizá ahora pueda
decirse más todavía: que el mundo se halla en espera de la libertad, que en
él se encuentran como bosquejos de ella. Pues sobre algunos de esos puntos
de espera y sobre esos proyectos de libertad vamos a hacer ahora algunas
indicaciones en forma de preguntas.
Dos de estos fenómenos se encuentran en el ámbito de la Naturaleza:
¿Es derivable el aparecer de los modos biológicos de una sucesión
descendente? ¿Brota o se da un nuevo modo tal, que para él se encuentren
causas necesarias en la naturaleza precedente y circundante? ¿Qué significa
para la lógica la mutación, esto es, la aparición súbita, no de-terminable
necesariamente, de un nuevo modo procedente de la espontaneidad de la vida?
Si mal no lo entiendo, no se puede señalar ninguna razón fundamental para el
movimiento de un átomo en el espacio. Se puede decir en forma de ley
absoluta cómo se mueve un conjunto de átomos, pero no cómo se mueve uno
solo. De aquí la tesis de que el modo de ser de un átomo es perceptible
estáticamente, no «casualmente». Pero, ¿significa esto quizá la afirmación,
aún no bien pensada lógicamente, de que aquí empieza el fenómeno de la
causalidad, no transformadora sino causadora radicalmente?
Otros dos fenómenos pertenecen al campo de la filosofía natural: ¿puede la
individualidad del concreto biológico —no sólo la estructura típica o las
propiedades adquiridas, sino el carácter individual en cuanto tal— ser
deducida de los padres, de los precedentes y circunstancias, etc.? ¿La
figura, el modo de ser, el movimiento, la circunstancia que hace, p. ej.,
que un pastor, entre cientos de ovejas iguales, conozca inconfundiblemente a
cada una en particular? En suma, eso que se llama «cualidad» ¿hay que
deducirlo de causas que se hallan fuera de ella? Tomemos el fenómeno «rojo»
en toda su expresión: la vibración de la luz con su fórmula, el valor
sensorial en el ojo, el contenido psíquico en la vivencia, la significación
espiritual para la razón; ¿puede todo esto ser deducido, o bien representa
un dato original, que tiene que ser aceptado?... ¿No vale lo mismo para toda
forma: «cristal de roca», «encina», etc.?
Por fin, una reflexión fundamentalísima: ¿puede el ser infinito en cuanto
tal, el mundo en su inmensa pero finita grandeza, en su modalidad
inapreciablemente rica, pero perfectamente definida, ser concebido como
necesario? Evidentemente, no. Necesario, significa, que no podría no ser, y
entonces habría sólo un mundo infinito, absoluto. Pero ese mundo no existe.
Lo que existe es el mundo finito, de esas y estas dimensiones, cualificado,
construido, movido así y así. De él no puede precisarse que tenía que ser,
sino simplemente experimentar que es. Ha sido dado en forma de hecho, no de
necesidad. No puede ser deducido, sino que debe ser aceptado. ¿No descansará
aquí el primer proyecto, el primer motivo para esperar la libertad en
sentido propio?
¿No se relacionan entre sí los hechos enumerados? ¿No caen bajo una forma de
causalidad distinta de la necesaria?
___________________
* Traducción de Rvdo. P. Guillermo Termenon Solis, C.M.F.
Notas
[1] También la Revelación de Dios en Cristo puede ser Hada o alterada por la
obstinación del nombre y, por ende, necesita El de un orden que mantenga
firme su forma, a saber: la Iglesia; pero esta es una cuestión que, de
discutirla aquí nos llevaría demasiado lejos. Ver Guardini, Die Offendarung,
1940, página 118 ss.
[2] También los maestros espirituales hablan de esta libertad con palabras
sorprendentes. En lugar de los más conocido», vamos a citar aquí un párrafo
de un escritor olvidado. Se trata del C. VIII de los Soliloquios de Gerlach
Petri, escritor ascético neerlandés, traducido por N. Casseder, Frankfurt a.
M., 1824, páginas 23-34.
I. « ¿Ignoráis, por ventura —dice la Esposa deiforme en el Espíritu de
verdad—, que por la gracia he sido devuelta yo a mi misma, ya que, despojada
de toda imagen y representación, podía estar con puro y desnudo ánimo en la
presencia de la verdad eterna e inmutable, del ser que siempre es igual a si
mismo, que siempre es lo que es, el único que verdaderamente se derrama en
todo y, sin embargo, permanece siempre eternamente en sí mismo?
II. Y no solo esto puede el alma deiforme; se levanta además sobre todas las
formas de las cosas y las traspasa, puesto que ve en cada cosa creada lo que
hay de divino y sobrenatural; no es impedida por la forma temporal de las
cosas creadas, permanece siempre pura y desembarazada de todo; no mira en
las cojas perecederas lo perecedero, su nada, sino que ve y encuentra en
todas a Dios, en las pequeñas y en las grandes; y así nada puede fácilmente
causar daño en su interior o convertirse en detrimento suyo...
III. Y ésta es la santa y verdadera libertad del ánimo, primeramente porque
el alma nada ama en este mundo, nada busca: ni honra, ni estimación, ni
propio provecho, ni ganancia, sean temporales o eternos, porque lo que ella
hace y debe hacer, por deber o necesidad, no es su propia vida, pues no se
aficiona indebidamente a cosa alguna, ni la desea y, al no desearla, ni la
procura, puesto que se privaría sin dolor de todo aquello que al presente en
apariencia posee; la verdad no necesita de ninguna cosa, y nada debilita o
entenebrece su luz. En segundo lugar, porque nada le es difícil, no sabe
nada de incomodidades ni las teme; no se acobarda ante el trabajo y el
dolor.
Y si estas cosas no están realmente presentes, o son ya pasadas, no piensa
más en ellas, ni teme tampoco las que puedan venir, ni mucho menos se
desvela por ellas; si es reprendida, injuriada, menospreciada; no se turba
por eso, no sabe nada de estéril vergüenza innecesaria; de todos estos
contratiempos toma solamente para sí lo que la verdad le ordena o
manifiesta, y nada mas».
[3] Lo que va entre paréntesis es interpretación del autor.
[4] Según un desarrollo sistemático, de aquí tendría que arrancar la segunda
parte de aquella investigación, cuya primera parte suele titularse «Teología
natural». Esta última trata de los distintos momentos que, en la naturaleza
del mundo y del hombre, indican qué es lo que hay sobre el hombre y sobre el
mundo, a saber: Dios y la posibilidad de su operación. La indicada segunda
parte debería partir de la Revelación comprendida en la fe, y preguntar qué
significa ésta para la existencia inmediata del mundo y del hombre para su
comprensión y esclarecimiento.
[5] Para esto ver Guardini, Welt und Person, 1940 p. 20 ss
[6] Esto convierte toda destrucción de una vieja obra de la cultura en una
pérdida esencial. Dicha obra es expresión y ambiente vital del hombre
«humano» y no puede ser producida por los posteriores. Pero el hombre
«humano» pertenece al todo humano, y si éste no quiere ser destruido debe
ser realentado. En él descansan las fuerzas sustentadoras y salvadoras de la
esencia del hombre; con él se relaciona el ansia de lo perdido y la
esperanza de la restauración. Este hombre necesita las viejas obras y
formas. Ellas le traen el recuerdo de si mismo. Ellas le ayudan a llegarse a
sí mismo. Si ellas se vienen abajo, eso no significa sólo una pérdida
estética o de antigüedad, sino una pérdida existencial. Muy profunda y
exactamente ha hablado de estos Rilke en la novena elegía Duineser.
(Véase también Guardini, Zu Rainer Maria Rilkes Deutung, des Daseins, 1941,
p. 131 ss.)
[7] Sólo los fenómenos originarios de la existencia pueden sugerir la
numinosidad del mundo. Hay una divinidad del sol, pero no de la bombilla
eléctrica; del fruto, pero no del alimento; del río, pero no de la
combinación química H2O. La racionalización y tecnificación no soportan
«dioses»; sólo puede admitir —y esto hay que decirlo con veneración— al Dios
Vivo, qué es dueño y director de la razón y de la técnica... ¿O es que se
puede afirmar que en el mundo tecnificado, en la ciencia autónoma, en las
máquinas y en los proyectos, cabe sí un numen, pero el del demonismo
absoluto? Mientras los númenes del mundo antiguo estaban en adviento y
tenían la posibilidad de servir a la causa de la revelación del Dios Vivo,
¿no significaría semejante numen una sublevación contra el Señor del mundo,
que se cierra a toda reducción?
[8] El peligro del empirismo no está sólo en que supone una falta de
orientación y orden de vida religiosa, sino que también en que las fuerzas
religiosas pertenecientes a lo esencial del hombre y la valencia religiosa
del mundo, que es única, no tienen ya lugar. La dictadura del hombre sobre
el mundo significaría entonces que junto a una racionalidad y una técnica
perfectamente desarrolladas, se mueve haciendo de las suyas un numen ilocal
cuyos efectos no se alcanzan a simple vista.
[9]
Pascal, Pensées, Ausgabe Bruschwicg (1912, fragm.
434, p. 531).
[10] Se ha de hacer resaltar esto en contra de un peculiar modo de hablar,
que se encuentra en cualquier punto, y del cual no se sabe si significa sólo
imprecisión del lenguaje o algo peor, a saber, una depravación del
pensamiento: que el principio de causalidad ya no es válido sin excepciones,
no «vale» en absoluto y sobreviene el caos. Pero el principio de causalidad
vale necesariamente y siempre. Es inquietante el que a un determinismo
cerrado, que deja a un lado los hechos de la libertad tan visibles, siga
inmediatamente el abandonar el principio mismo de causalidad.
Acerca del significado de la melancolía 1
Romano Guardini 2
Se trata aquí de la vigorosa vastedad del fenómeno existencial de la
melancolía. La plenitud interior de su potencia, que según el autor va más
allá de una cuestión psicológica o psiquiátrica, se manifiesta
particularmente en la obra, vida y personalidad de un hombre: Sören
Kierkegaard. El significado más profundo de la melancolía es de carácter
espiritual y el "lugar" donde se vuelve absolutamente claro el punto crítico
de nuestra situación humana.
I
La melancolía es algo demasiado doloroso y que penetra con demasiada
profundidad en las raíces de nuestra existencia humana como para que podamos
abandonarla sólo en manos de los psiquiatras. Sí nos interrogamos aquí
entonces, acerca de su sentido, no queremos decir con esto que se trate para
nosotros de una cuestión psicológica o psiquiátrica sino de orden
espiritual. Creemos que se trata de algo relacionado con las profundidades
de nuestra naturaleza humana.
Para que se pueda experimentar lo que aquí se considera, citaremos ante todo
algunas frases extraídas de notas y escritos de un hombre que ha
permanecido, él mismo, en una profunda melancolía, la cual no era sólo una
potencia que operaba en el interior de sus pensamientos y actos, una
tonalidad interior que vibraba de un extremo al otro de su ser, sino que por
sobre todas estas cosas este hombre la ha asumido concientemente asumido
como punto de partida para su tarea moral, como escenario para su combate
religioso. Me refiero a Sören Kierkegaard. Las frases que siguen tienen que
permitir delinear claramente los límites y las dimensiones interiores dentro
de las cuales se mueve este fenómeno, quizás el más doloroso de la
existencia humana.
"Lo terrible es que la conciencia de un hombre haya soportado desde la niñez
una opresión que ninguna elasticidad del alma, ninguna energía de la
libertad haya podido suprimir. Por supuesto que una aflicción en la vida
puede oprimir la conciencia, pero si esta aflicción tiene lugar recién en la
edad madura, no tiene tiempo de adoptar esta conformación natural, sino que
se vuelve un momento histórico y no algo que se sitúa, por así decirlo, más
allá de la conciencia misma. Quién tiene tal presión desde la niñez es igual
a un niño que ha sido retirado con forceps del cuerpo materno y
constantemente guarda el recuerdo de los dolores de la madre..."(1)
"Es así como he ingresado a la vida, favorecido desde todo punto de vista
por dones espirituales y condiciones exteriores. Todo fue y sería hecho a
fin de desarrollar mi espíritu tan copiosamente como fuera posible. Así
ingresé a la vida: lleno de confianza (en un cierto sentido, pues tenía al
mismo tiempo una decidida simpatía y predilección por el sufrimiento y todo
aquello en algún modo opresivo y doloroso), sí, con una actitud arrogante,
casi estúpida. En ningún momento de mi vida había perdido la siguiente
convicción: que uno puede lo que quiere, salvo una sola cosa, todo lo demás
sin excepción, pero una sola cosa no, esto es, eliminar la melancolía, en
cuyo hechizo me encontraba. Jamás (algunos podrán tomar esto como jactancia,
sin embargo era verdad para mí, tan verdadero como lo que sigue, que
nuevamente pueden tomar como una arrogancia) -jamás me vino el pensamiento
que hubiera vivido o nacido en mi tiempo alguien que me fuera superior- y en
mi interior más profundo era para mí el más miserable de todos. Jamás me
asaltó el sentimiento de que no llegase a triunfar, incluso al emprender las
cosas más estúpidas, salvo en una sola cosa, a excepción de ésa en todas,
pero en ésa no: llegar a dominar esta melancolía, de cuya opresión no me he
visto totalmente libre ni siquiera un día. De todos modos, hay que entender
que desde temprano estaba iniciado en el pensamiento de que vencer en el
sentido de la infinitud (el único vencer real) suponía llegar a sufrir en el
sentido de la finitud. Así esto, estaba de acuerdo con mi pensamiento
melancólico más profundo, esto es, que yo en realidad no sirvo para nada,
para nada en el sentido de la finitud"(2).
"Me parece como si yo fuera un esclavo de las galeras encadenado con la
muerte; cada vez que la vida se agita, rechina la cadena y la muerte hace
que todo se marchite - y esto ocurre a cada minuto(3).
"Es terrible la total incapacidad espiritual que padezco en este tiempo,
precisamente porque está asociada con un anhelo destructor, con un
apasionamiento espiritual - y sin embargo tan carente de contornos que una
vez más no sé qué es lo que echo de menos"(4).
"12 de Mayo. La existencia entera me angustia, desde el mosquito más pequeño
hasta los misterios de la Encarnación; todo me es inexplicable, y mucho más
yo mismo; la existencia entera está infectada por mí, y en mayor grado yo
mismo. Grande es mi sufrimiento, carente de límites; nadie lo conoce, salvo
Dios en el cielo y El no me quiere consolar; nadie me puede consolar, salvo
Dios en el cielo y El no se quiere compadecer"(5).
"Vengo precisamente de una sociedad en la cual yo era el alma; el ingenio
fluía de mi boca, todos reían, me admiraban, pero yo me fui, si el guión
debe ser tan largo como los radios de la órbita terrestre.... me retiré y
quería pegarme un tiro".
"Muerte e infierno, puedo hacer abstracción de todo, pero no de mí mismo; no
puedo incluso olvidarme una vez de mí mismo ni cuando duermo"(6).
"Lo que me reconciliaba con mi destino y mi sufrimiento, a mí, el prisionero
tan desdichado, tan atormentado, era la libertad ilimitada de poder
disimular: yo tenía y he recibido el permiso de estar absolutamente solo con
mi dolor.
"Libremente, se entiende, de no poder hacer otra cosa que volver poco
agradable para mí el resto de lo que podía hacer por mí mismo. Dadas ambas
condiciones (semejante dolor y semejante simulación) es asunto de la
peculiaridad individual en qué aspecto del hombre se pone atención: si este
tormento interior, solitario (demoníaco) encuentra su más satisfactoria
expresión en el odio a los hombres y en la blasfemia a Dios o precisamente
en lo contrario. Mi caso fue este último. Tan lejos como retrocedía en mi
recuerdo, estaba en claro para mí una cosa: que no era para mí el buscar
consuelo y ayuda en otros. Satisfecho de lo mucho que se me había concedido,
a la espera de la muerte en tanto que hombre, deseando la más extensa vida
en tanto espíritu, tenía el pensamiento en un amor melancólico por los
hombres, de serles de ayuda, de encontrar para ellos un consuelo, sobre todo
la claridad del pensamiento y en particular la claridad respecto al
cristianismo.
"Muy atrás se remonta en mi recuerdo el pensamiento de que en cada
generación son dos o tres quienes llegan a ofrecerse por los otros para
descubrir mediante terribles sufrimientos lo que beneficia a otros. De este
modo me comprendía melancólicamente a mí mismo: como que para esto estaba
destinado"(7).
"...nunca fui hombre: desde mi nacimiento esto formaba parte de mi desdicha;
y sería tanta más desdicha a causa de mi educación. Pero cuando se es niño
-y los otros niños juegan, hacen bromas, o lo que hacen de ordinario-;
bueno, y cuando se es un muchacho- y los otros jóvenes aman, bailan, o lo
que hacen todos los jóvenes- entonces ser espíritu, ya sea niño o joven, es
una angustia terrible! ¡Angustia más terrible aún cuando, con la ayuda de la
fantasía, se conoce la muestra de habilidad que significa presentarse como
si uno fuera el más joven de todos! Esta desdicha es, sin embargo, más
moderada a los cuarenta años y deja de existir en la eternidad. No he
conocido la espontaneidad y por esta razón yo no he vivido, hablando desde
un punto de vista simplemente humano; con reflexión he comenzado, no la he
adquirido recién más tarde, propiamente soy reflexión desde el principio al
final. En ambos períodos de la espontaneidad, como niño y como joven, tuve
que ayudarme de una juventud falsa pues la reflexión no aporta jamás
solución alguna, y como no estaba aún en claro de los dones concedidos a mí,
he soportado el dolor de no ser como los otros"(8).
"Es notable la forma severa en que, en cierto sentido, he sido educado. De
tiempo en tiempo me siento colocado en el tugurio más lúgubre, me arrastro
de rodillas en la pena y el dolor, sin ver nada, sin ninguna salida.
Entonces rápidamente se despierta en mi alma un pensamiento, tan vivo como
nunca antes lo tuve, aún cuando tampoco me sea desconocido, pero antes
estuve casado con él, por así decirlo, solo con la mano izquierda, ahora lo
estoy con la derecha. Si este pensamiento que ahora se ha fijado en mí, lo
tomo sobre mis hombros, yo, el que estaba contraído como una langosta,
vuelvo a la vida nuevamente, sano, fuerte, alegre, de sangre caliente suave
como un recién nacido. En consecuencia debo, en cierto sentido, dar mi
palabra de querer proseguir este pensamiento hasta sus últimas
consecuencias, pongo para eso mi vida como garantía y me encuentro ahora
atado al arnés. No puedo detenerme, y mis fuerzas resisten. Entonces llego
al fin, y todo comienza otra vez"(9).
"Cuantas veces me ha ocurrido lo que acaba de ocurrirme. Así me hundo en el
sufrimiento de la más profunda melancolía, a la cual se liga uno u otro
pensamiento de una forma tal para mí, que no puedo desligarlo y como dicho
pensamiento está en relación con mi existencia, sufro indescriptiblemente.
Transcurrido cierto tiempo, estalla, por así decirlo, el absceso y por
debajo aparece la más agradable y copiosa productividad, justamente la
productividad de que tengo necesidad en ese momento.
"Pero en tanto el sufrimiento perdura, es a menudo atrozmente penoso. Sin
embargo, poco a poco, se aprende con la ayuda de Dios a permanecer en la fe
junto a Dios, incluso en los momentos de sufrimientos, o a acercarse a Dios
tan rápido como es posible cuando se tiene la impresión que nos ha
abandonado por un momento mientras uno sufría. Así tiene que ser, pues si
uno tuviera presente del todo a Dios ante sí, entonces no sufriría de ningún
modo"(10).
"Una mañana, cuando me levanté de la cama, me encontraba inusitadamente
bien. Este bienestar creció después más allá de toda comparación. A la una
del mediodía había alcanzado el punto más alto y ya presentía el vertiginoso
máximo, que ningún termómetro del bienestar, incluso el poético, haya jamás
indicado. El cuerpo había perdido su pesantez terrestre; sí, era como si no
tuviera más ningún cuerpo. Cada función gozaba de su plena satisfacción;
cada nervio estaba en acuerdo consigo mismo y en armonía con la totalidad
del sistema; cada pulsación atestiguaba la robusta vitalidad que agitaba el
organismo. Yo caminaba como si estuviera suspendido en el aire, pero no como
lo hace el vuelo del pájaro, que corta en dos el aire para alejarse de la
tierra, sino como las ondas de la simiente impulsada por el viento, como el
balanceo del mar borracho de nostalgia, como el ensoñador deslizarse de las
nubes. Mi ser era la diafanidad pura -como la meditación profunda del mar,
como el silencio de la noche satisfecho de sí, como el silencio monológico
del mediodía.
"Cada sentimiento retumbaba en mi alma como una resonancia melódica. Cada
pensamiento se ofrecía en sí mismo y cada pensamiento se recogía en mi alma
con un regocijo solemne, tanto la idea más disparatada como la más rica.
Cada sensación era presentida antes que ocurriese, de tal modo que para mí
era tan sólo la realización esperada de una posibilidad yacente en mí. Toda
existencia estaba como enamorada de sí y se estremecía en una relación de
embarazoso destino con mi ser. Todo en mí era presagio y todo se
transfiguraba misteriosamente en mi microcósmica felicidad, que
transfiguraba todo en sí, incluso lo desagradable, la observación más
fastidiosa, la mirada más antipática, incluso la pelea más fatal. Como
decía, a la una en punto, estaba en lo más alto, allí donde presentía lo más
supremo de todo. Entonces, rápidamente, algo comenzó a hormiguear en mi ojo
izquierdo, qué cosa era eso, si un pelo de la pestaña, o una fibrilla, o una
partícula de polvo, no lo sé; pero lo que si sé es que en ese mismo instante
me precipité en un abismo de desesperación"(11).
"19 de Mayo. A la mañana. 10.30 hs. Hay una alegría indescriptible que nos
abraza totalmente, de forma inexplicable como acontece el arrebato del
Apóstol3 cuando exclama sin motivo: "Alegraos, les vuelvo a decir,
alegraos". No es una alegría provocada por esto o aquello, sino una ardiente
exclamación del alma "con la lengua, la boca y lo profundo del corazón".
"Me alegro de mi alegría, a causa de, junto a, por y con mi alegría. Un
estribillo celestial que como un rayo, se diría, interrumpe el resto de
nuestro canto; una alegría que refresca y reanima como lo hace una brisa,
una corriente de vientos alisios que sopla desde el bosque Wamré hasta las
moradas eternas"(12).
"Del ‘poeta’ se dice que invoca a las musas para recibir los pensamientos.
Éste no ha sido nunca mi caso. Mi individualidad se niega incluso a
comprenderlo así; por el contrario, yo necesitaba cada día de Dios para
librarme de la abundancia de pensamientos. En realidad, si le damos a un
hombre tal vigor de productividad y al mismo tiempo una salud igual de
débil, ya aprenderá a rezar. Podr��a sentarme e ininterrumpidamente escribir
día y noche, e inclusive seguir escribiendo un día y una noche más, pues mi
fertilidad es suficiente. Esta muestra de habilidad la pude hacer a cada
momento, y aún ahora podría. Si lo hiciera, me hará añicos. Basta el más
pequeño descuido en el régimen y estoy en peligro de muerte. Pero si aprendo
a obedecer, si realizo el trabajo como una tarea rigurosa, tomo
convenientemente mi pluma y escribo cuidadosamente cada letra; entonces lo
puedo hacer. Y así, muy a menudo tuve más alegrías a causa de mi conducta
obediente hacia Dios que a causa de los pensamientos que yo
producía..."(13).
"Pero, visto desde otro ángulo, durante mi actividad literaria he necesitado
también día tras día en el curso de los años de la ayuda de Dios; pues El
fue mi único confidente. Gracias a la confianza en el conocimiento que Dios
tenía de mí he podido atreverme a lo que me atreví y he podido soportar lo
que soporté, así como encontrar la felicidad en estar literalmente solo en
este vasto mundo. Pues donde yo estuviera, ya sea ante la vista de todos o a
solas con los más íntimos, siempre estaba disfrazado de engaño y por tanto
solo; ni en la soledad de la noche podía estar más solo. Estaba solo no en
las selvas de América con sus horrores y peligros, sino en la compañía de
las más horribles posibilidades, que comparadas con la realidad más
terrible, esta es algo agradable y suave.
"Estaba solo, casi enemistado con el lenguaje humano; solo en los tormentos
que me enseñaron más de un comentario a aquel texto de la espina en la
carne4; sólo en las decisiones, aquéllas en las que hubiera podido necesitar
el apoyo de amigos y de ser posible, de todo el género humano; solo en toda
clase de tensiones dialécticas, que llevarían a todo hombre con mi fantasía
(sin Dios) hasta la locura; solo en las angustias de muerte; solo en la
absurdidad de la existencia, sin poder (aunque lo quisiera), hacerme
comprender por una sola persona -exactamente, digo "una sola persona", pues
hubo épocas donde no era eso lo que me faltaba (de modo que no se pudiera
decir "no faltaba más que esto"), épocas en las cuales no me podía hacer
comprensible incluso para mí mismo.
"Cuando pienso que transcurrieron años de esta manera, me estremezco; si veo
en forma equivocada por un solo instante, me derrumbo. Pero si veo
correctamente, de modo que mediante la fe encuentro el reposo en la
confianza del conocimiento de Dios acerca de mí, entonces la felicidad se
hace presente otra vez..."(14).
"¿Tiene un hombre el derecho a querer su propia ruina? ¡No! ¿Por qué no?
Porque la causa es ó una aversión a la vida, y él debe tener la firme
decisión en combatirla, ó porque quiere ser más que un hombre. En verdad hay
suficientes casos, que incluso la razón humana puede reconocerlos: un
sacrificio produciría aquí un efecto enorme, daría lugar a un espacio
adecuado. Sin embargo, querer su ruina es algo demasiado elevado para un
hombre.
"Pretender su ruina es algo tan elevado que solamente lo divino puede tener
esta voluntad con una perfecta pureza. En todo hombre que quisiera algo
semejante habría siempre un dejo de melancolía. Aquí yace por lo tanto el
defecto. Quizás es un deseo reprimido o algo parecido, por el cual el
hombre, librado a sí mismo, desespera (pues para Dios todo es posible) y su
pasión lo lanza sobre esta suerte de heroísmo.
"Pero esto no es lícito. Un hombre debe consentir a sus deseos de cara a
Dios, tratar humanamente de alcanzarlos, rogar a Dios que así quiera hacerlo
y luego dejar a cargo de Dios si debe acaso marchar hacia su ruina
precisamente por ese camino. Brevemente, un hombre debe ser un hombre"(15).
"Desde niño estuve bajo el hechizo de una inmensa melancolía, cuya
profundidad encuentra su real expresión verdadera en que me ha concedido la
habilidad, en el mismo grado inmensa, de ocultarla bajo una aparente lozanía
y alegría de vivir. Desde siempre, tanto como recuerdo, he encontrado mi
única alegría en que nadie podía descubrir lo desdichado que me sentía. Esta
exacta proporción entre melancolía y el arte de ocultarla mostraba que yo
dependía de mí mismo y de la relación con Dios.
"De niño fui educado severa y rigurosamente en el cristianismo, y desde un
punto de vista humano, digamos que fui educado de una forma insensata. En mi
más temprana juventud ya había cargado con impresiones bajo las cuales el
melancólico viejo5, que las ponía sobre mí, había sucumbido. ¡Era un niño
que de un modo insensato tenía que sentir, pensar y vivir como un anciano
melancólico! ¡Algo terrible! No hay que asombrarse entonces que a ratos el
cristianismo me parecía la atrocidad más inhumana, aunque nunca (incluso
cuando más alejado estuve de él) perdí mi respeto por el cristianismo y
estaba firmemente decidido (especialmente en el caso que no me decidiera a
favor del cristianismo) a no poner a nadie al corriente de las dificultades
que yo conocía pero de las cuales no había leído ni escuchado nada. Pero
nunca había roto con el cristianismo o renunciado a él; nunca me vino a la
mente atacarlo -sino más bien estaba firmemente decidido, apenas pudiera
hacer uso de mis fuerzas, a hacer todo lo posible en su defensa o al menos
por presentarlo en su forma verdadera...
"En cierto modo amaba al cristianismo; me era digno de veneración; por
cierto que me ha hecho sumamente desgraciado, humanamente hablando. Todo
esto estaba ligado con la relación que tenía con mi padre, el hombre que más
he amado. ¿Y qué quiere decir esto? Significa precisamente que este hombre
es quien me hizo desgraciado, a causa del amor. Su defecto no era que
careciera de amor sino que confundía a un niño con un anciano. Amar a quien
me ha hecho feliz es para el hombre que reflexiona una forma deficiente de
amor; amar a quien con mala intención me hizo desgraciado, es virtud; pero
amar a quien por amor me hizo desgraciado, y por lo tanto a causa de una
equivocación, es la forma normal del amor, no descripta hasta ahora, del
hombre que reflexion."(16).
"Es maravillosa la forma en que me subyuga el amor de Dios. Al fin y al cabo
no conozco ninguna oración más verdadera que aquella que rezo una y otra
vez: que Dios quiera concederme que no se enoje conmigo porque continuamente
le agradezco que haya hecho y haga, sí, que haga mucho más por mí de lo que
jamás hubiera esperado. Rodeado de escarnio, atormentado día tras día por la
estrechez de miras de los hombres, incluso de aquellos más cercanos a mí; no
sé hacer otra cosa, en casa o en mi más profundo interior, que agradecer a
Dios; pues comprendo que es indescriptible lo que ha hecho por mí. Un
hombre, con lo que es un hombre para Dios: una nada, menos que una nada; y
un pobre hombre que desde niño ha caído en la melancolía más miserable, un
hombre que es un objeto de angustia para sí mismo.
"¡Y vemos que Dios me ayuda de ese modo y me concede lo que me ha
concedido!"
"Una vida que era una carga para mí mismo, por más que a veces fuera
conciente de todas mis disposiciones favorables; pero como todo me irritaba
a causa de ese punto negro, echaba a perder todo... Una vida de tal
naturaleza toma Dios sobre sí. El me permite llorar en su presencia en una
silenciosa soledad, llorar continuamente de dolor, consolado
bienaventuradamente por saber que me protege y al mismo tiempo que da a esta
vida de dolor una significación que casi me subyuga, me da dicha y fuerza y
sabiduría para todas mis prestaciones, con el objeto de hacer de la
totalidad de mi existencia una expresión pura de las ideas, o sea con el
objeto de que El la haga tal expresión.
"Es así que ahora comprendo tan claramente (otra vez una nueva alegría a
propósito de Dios, nueva ocasión para agradecerle) que mi vida está cuidada.
Mi vida ha comenzado sin espontaneidad, con una melancolía terrible,
perturbada en su base mas profunda desde mi niñez más temprana. Una
melancolía que me precipitó durante cierto tiempo en el pecado y en el
libertinaje, y sin embargo, hablando humanamente, fui casi más insensato que
culpable. Es así como, efectivamente, la muerte de mi padre se ha adherido a
mí. Yo no podía creer que esta indigencia fundamental de mi ser pudiera
llegar a desaparecer. De tal modo que me aferré a lo eterno,
bienaventuradamente, convencido de que Dios es amor, aún cuando debiera
sufrir así toda mi vida. Sí, yo tenía de esto la certeza bienaventurada. Es
así como yo concebía mi vida"(17).
Percibimos en los textos precedentes la importancia de lo que aquí tratamos.
La vigorosa vastedad de este fenómeno. La plenitud interior de su potencia.
En contacto con el mundo del pensamiento de este hombre –pero aún más allá,
partiendo del fenómeno mismo- queremos intentar comprender la significación,
un poco de la significación que tiene dicho fenómeno para el hombre para el
devenir de la obra y de la personalidad. Nada entonces desde el punto de
vista de la medicina psicológica sino una interpretación espiritual. Y en
realidad creo que debemos –anticipando algo de las conclusiones- considerar
la melancolía como algo en donde se vuelve absolutamente claro el punto
crítico de nuestra situación humana.
II
Queremos proseguir con cautela. Queremos avanzar desde el exterior al
interior sin pretender, por otra parte, agotar todo lo que abarca y contiene
el objeto de estudio.
Su nombre dice: "Schwer-Mut". Pesadez de ánimo. Sobre el hombre se encuentra
una carga que lo oprime, que lo hunde en sí mismo; una carga que relaja la
tensión de sus miembros y de sus órganos; que paraliza los sentidos, los
impulsos, las representaciones, los pensamientos; que afloja la voluntad y
debilita el afán y las ganas de trabajar y luchar.
Una atadura interior, que viene del alma, se posa sobre todo lo que
ordinariamente surge, se agita y actúa libremente. La espontaneidad de la
decisión, la capacidad de trazar clara y vigorosamente los límites de las
cosas, la destreza en dar forma a la realidad, todo eso se vuelve fatigoso e
indiferente. El hombre ya no tiene más autoridad sobre la vida. Ya no puede
participar en la apremiante marcha que exige la realidad. Los
acontecimientos se entreveran a su alrededor y no puede penetrarlos con su
mirada. Se vuelve incapaz de hacerse cargo de un suceso cualquiera. Las
tareas se yerguen frente a él como una montaña infranqueable.
A partir de tal estado de ánimo es que Friedrich Nietzsche ha caracterizado
este espíritu de la pesadez de la melancolía como el demonio en sí mismo. De
aquí ha nacido la imagen nostálgica del hombre "que sabe danzar", el
sentimiento de erigir como valor supremo a la agilidad, la capacidad de
volar y de trepar.
Una vida de estas características es profundamente vulnerable. Esta
vulnerabilidad no proviene en esencia por deficiencias de estructuras o por
una fuerza interior insuficiente –elementos que bien pueden agregarse- sino
a causa de una sensibilidad del ser provocada por una multiplicidad de
disposiciones. Los hombres simples, me parece, no se vuelven melancólicos.
Pero "simplicidad" no significa aquí falta de formación o condiciones
sociales modestas. Un hombre puede ser extremadamente instruído, tener
grandes pretensiones, múltiples relaciones sociales y desplegar una rica
actividad y sin embargo, en este sentido, ser un hombre "simple". Cuando
hablamos de "multiplicidad de disposiciones" queremos designar una oposición
interior y las tendencias vitales presentes; una tensión entre los motivos,
un antagonismo recíproco entre los impulsos, una contra- dicción en la
actitud respecto a los hombres y las cosas, en las exigencias para con el
mundo y la propia vida; en las normas según las cuales se mide todo...
Esta sensibilidad convierte al hombre vulnerable, en razón del carácter
despiadado que tiene la existencia humana y es en verdad lo que tiene la
existencia de inevitable lo que hiere: el sufrimiento presente en todas
partes, el sufrimiento de los seres débiles e indefensos, el sufrimiento de
los animales, de los seres silenciosos... En última instancia no se puede
modificar nada. Es algo inevitable. Es así y permanece así. Pero esto es
precisamente lo gravoso y pesado. Ser lastimado por la mezquindad de la
existencia, que a menudo es tan espantosa, tan chata...
El vacío de la existencia. Uno podría decir el vacío metafísico. Este es el
punto donde la melancolía se relaciona con el hastío. Y en realidad, una
determinada clase de hastío semejante a la que experimentan ciertas
naturalezas. Esto no significa que hablemos de alguien que no haga nada
importante, que permanezca ocioso. El tedio puede traspasar una vida
sumamente ocupada. Este tedio significa que se busca apasionadamente, por
todas partes, algo en las cosas que ellas no tienen. Con una dolorosa
sensibilidad e incapacidad se busca lo que podríamos llamar, en el mejor
sentido, "lo burgués": el compromiso con lo posible y el sentimiento del
bienestar. Es esto lo que se busca. Y se procura tomar las cosas como uno
quisiera, de encontrar en ellas ese peso, esa seriedad, ese fervor y esa
capacidad de realización que tanto se anhela, y sin embargo es imposible.
Las cosas son finitas. Pero toda finitud es deficiencia. Y para el corazón,
que reclama lo absoluto, esta deficiencia es un desencanto. Este desencanto
se ensancha y se convierte en sentimiento de un gran vacío... No hay nada
que sea digno de existir. Y no existe nada por lo cual valga la pena
ocuparse...
Uno es herido también por las carencias morales de los otros. Ante todo, por
la falta de delicadeza, de nobleza de sentimientos. Y de un modo
particularmente profundo hiere lo vulgar, lo ordinario. Hemos utilizado la
palabra "vulnerabilidad", y efectivamente, debemos poner en ella el acento.
Esta palabra expresa el matiz particular del sufrimiento melancólico, que no
es solamente desgano, fastidio o dolor. Estos sentimientos pueden ser
atormentadores, violentos, excitar a una resistencia apasionada, pero
siempre puede encontrarse en ellos algo de claridad que estimule el vigor
para mantener una resistencia decidida. En la melancolía, por el contrario,
encontramos otra cosa, un elemento particular que lleva aquello que aflige
hasta su punto mas sensible. El sufrimiento melancólico tiene un carácter
particular de interioridad; una profundidad especial, algo de desamparado
que queda al descubierto. Falta aquí una determinada fuerza de resistencia,
y esto hace que el elemento doloroso se una con otro elemento del interior
de la persona. Esta cercanía del sufrimiento y, a su vez la falta de
proporción evidente entre el dolor normal que ocasiona cierta causa y la
profundidad de su efecto en la persona melancólica, muestra que se trata
aquí de algo congénito. El punto crucial, lo determinante, no se encuentra
entonces en la circunstancias exteriores, en los estímulos externos, sino en
el interior mismo, en una afinidad electiva con todo aquello que de alguna
manera puede herir, lastimar.
A tanto puede llegar esto que el melancólico experimenta cada cosa y cada
acontecimiento, sea lo que fuere, como algo doloroso. La existencia misma,
como tal se le convierte en dolor. Y no sólo su existencia es dolor sino,
fundamentalmente, el hecho mismo que algo exista.
Un hombre de tales características no tiene confianza en sí mismo. El está
convencido que es menos que los demás, que no representa nada, que no sabe
nada. Y esto no ocurre porque fuera simplemente alguien no suficientemente
dotado o que haya experimentado algún fracaso sino porque ya hay, más bien,
un convencimiento "a priori", que no puede ser refutado incluso por los
aciertos y que se ve confirmado por cada nuevo fracaso, más allá de su
verdadera significación. Más aún: esta falta de confianza en sí mismo es la
que provoca precisamente los fracasos, vuelve a la persona interiormente
insegura, estorba y obstruye su voluntad y su obrar, la hace vulnerable a
las dificultades exteriores.
Esta falta de confianza en sí mismo es particularmente característica en la
relación con los otros hombres: en la conversación, en el trato social, en
el comportamiento en público.
Quizás hay que relacionar esto con una necesidad de ser valorada,
particularmente sensible, que pueda estar herida.
Todo esto, por supuesto, no impide que esta persona sea vanidosa u
orgullosa, que exija ser apreciada, tomada en cuenta. Quizás su pensamiento
y su fantasía esté llena de sueños, en los cuales se vea honrado por los
demás, poderoso, llevando a cabo empresas que llaman la atención... Del
mismo modo que esa vulnerabilidad que hemos descripto antes no excluye que
la persona que caiga con ella sea profundamente sensible a las
significaciones, a los múltiples valores y las bellezas del mundo.
El hecho de que el melancólico soporte esta opresión, que tan fácilmente sea
herido por la existencia, que su facultad de apreciarse y afirmarse sea tan
mínima, todo esto, se vuelve de algún modo activo y se torna hostil contra
él mismo. La psicología moderna considera que lo que nosotros llamamos
‘vida’ no tiene una significación única, simple. Más bien estaría dominada
por dos instintos básicos enfrentados entre sí. Uno, el instinto de existir,
de afirmarse, de desarrollarse, de ascender. El otro, el instinto de dejar
de ser, de anonadarse. Así es en realidad. Parece entonces que sólo a partir
de este punto de vista puede comprenderse el modo enigmático en que se
comporta nuestra naturaleza viviente. Si le sale al paso algo que la
amenaza, se defiende. Pero no sólo se defiende, sino que algo en ella
responde al peligro. Lo amenazante no sólo aterroriza sino que también
seduce. Ante el peligro y ante la muerte nuestra naturaleza viviente se pone
a la defensiva. Pero al mismo tiempo se siente extrañamente atraída, porque
algo en su interior se despierta.
Aquí se abre una perspectiva para considerar las relaciones metafísicas
últimas. Aquí está el lugar de inicio de un fenómeno de orden espiritual: el
"soberano desprecio" de sí mismo, la voluntad de anonadarse para que surja
algo superior.
Todos estos elementos existen y deben conformar la tensión viviente. Pero en
la melancolía amenazan con degenerar en algo destructivo. El impulso a
destruirse amenaza con llegar a predominar. El dolor y la muerte adquieren
una peligrosa fuerza de atracción. Surge una profunda tentación a dejarse
desaparecer.
Efectivamente, esta voluntad se hace activa y se dirige precisamente contra
la propia vida. El impulso a torturarse a sí mismo pertenece a la figura del
alma melancólica.
En esa afinidad con las fuerzas hirientes que la rodean descubrimos ya un
querer inconciente.
Este querer tiene sugestivas consecuencias: el hombre se ve enfermo y
produce así la enfermedad.
Produce por sí mismo una aflicción psíquica.
Todo se transforma en instrumento de esta voluntad taciturna; todo, incluso
lo más elevado, lo que por naturaleza debería hacer más grande y más pleno
al hombre.
Rozamos aquí lo más desconcertante de nuestra existencia humana: incluso los
valores pueden llegar a ser instrumento de sufrimiento. "Valor" significa
que algo es digno de que sea; que se justifica su existencia; que es
costoso, noble, alto. "Valor" es entonces expresión de algo que es positivo,
con fuerza para plenificar. Designa aquello que eleva, que es rico de
sentido. Tan pronto como consideramos un valor en sí mismo, como el "bien",
lo "justo", lo "bello"... se muestra inmediatamente bueno, beneficioso. Pero
a partir del momento en que este valor se sitúa en la vida real,
experimentado por hombres reales, puesto en obra, su efecto puede adquirir
múltiples significaciones: elevar, hacer más pleno al hombre y al mismo
tiempo amenazarlo, perturbarlo. Haciendo abstracción de Dios, que es lo
bueno, el valor en sí mismo e inmediatamente, el sentido correcto del efecto
de las cosas se verifica sólo con seguridad en el dominio de la idea pura,
del puro pensamiento, y por otra parte, en el dominio de la mera naturaleza,
con su despliegue mediante leyes. Pero si un valor es situado en la vida de
un hombre, sostenido por la multiplicidad de sus fuerzas interiores,
sometido a su voluntad libre, entonces el efecto de lo que en sí tiene un
sólo sentido puede llegar a ser múltiple. Cuanto más alto es el valor, tanto
más diversas las posibilidades de su efecto. Cuánto más alto es el valor,
mayor es la posibilidad de que actúe en forma destructora. Pero es erróneo
deducir la falsedad interior de una pretensión de valor a raíz de que tiene
efectos peligrosos. Justamente los valores más altos son los más peligrosos.
Nunca los valores más elevados son adquiridos mediante la simple evolución
de la vida. Siempre deben ser pagados con profundas perturbaciones y
amenazas.
Es en el dominio de la melancolía donde encontramos los más fuertes sentidos
opuestos de los efectos. La naturaleza melancólica es particularmente
sensible a los valores. Pero la tendencia autodestructiva que hay en ella se
sirve justamente del valor como arma de mayor peligro contra sí mismo.
Recuerdo, por ejemplo, esa insatisfacción de tantos artistas cuando
consideran su propia obra, y que no está justificada por motivos reales. El
valor de la perfección de la obra, algo de suyo muy elevado, se convierte en
este caso en una potencia destructora. O fijémonos en la imposibilidad
interior de la exigencia de justicia de tantos tipos sociales. El valor
social es de antemano de tal índole que no tiene ninguna perspectiva de
realización y en consecuencia se ahoga. Recuerdo el terrible efecto
destructor que puede provenir de los dos valores que determinan el destino
interior de la persona, el valor ético y el religioso. No es fácil encontrar
una imagen de perturbación más profunda que la perteneciente a la conciencia
melancólica, en donde el deber se transforma en yugo; la voluntad de pureza
y perfección alcanza una forma imposible fuera de su relación con las
fuerzas y condiciones reales. Esta conciencia ve la falta donde para otra
conciencia no hay tal cosa; exige responsabilidad donde faltan para ello
todas las condiciones previas. Aplica normas éticas donde todo se desarrolla
solamente por un proceso natural. Tal vez mayor hondura alcanza el peligro
que proviene de los valores religiosos. El abandonarse en lo sagrado, el
deseo de acoger lo divino en la propia vida, el esforzarse por realizar el
reino de Dios son todas claras motivaciones que se supone van a permitir
liberar y elevar a la personalidad. Y, sin embargo, pueden conducir en el
melancólico a distintos modos de angustia y desesperación. Hasta llegar a
formas supremas de fanatismo, de ilusiones de abandono o de rebelión contra
lo sagrado. Es como si una oculta voluntad de destrucción dirigiera estos
valores, los más altos de todos, contra la propia vida, eliminara sus
significaciones positivas e hiciera resaltar lo que perturba, lo
amenazante(18).
Es aquí particularmente donde se verifica el carácter enigmático de la
melancolía: en la forma en que la vida se alza contra sí misma; la forma en
que los impulsos de autoconservación, de autoestima, de favorecerse a sí
mismo pueden ser perturbados, llegar a ser inseguros, arrancados de raíz,
por el impulso de la autodestrucción. Se podría decir que en la naturaleza
esencial de la melancolía el anonadamiento se presenta como un valor
positivo, como algo ansiado, querido. Una tendencia se manifiesta en
arrebatar a la propia vida del individuo la posibilidad de existir, en
sacudir los puntos de apoyo que le sustentan, en cuestionar los valores que
justifican la propia vida, de tal modo de alcanzar así en ese estado de
ánimo que ya no ve justificación alguna a la propia existencia, se siente
suspendido en el vacío y en el absurdo; es decir, llegar a la desesperación.
El psicoanálisis ha intentado atribuir a estos procesos raíces sexuales. Sin
entrar en sus generalizaciones y exageraciones absurdas -que producen una
imagen de la realidad no sólo desagradable sino también vulgar- en ciertos
casos tiene razón.
El carácter profundamente instintivo, diríamos, el carácter orgánico del
fenómeno lo permite pensar. Pero mediante la explicación psicoanalítica
abarcamos sólo cierto aspecto del problema. Las verdaderas raíces se
encuentran en lo espiritual.
Hablemos ahora sobre esto. En ciertos momentos, esta actitud respecto a sí
mismo toma una forma de la que es difícil apartar el pensamiento de lo
demoníaco: es cuando el melancólico se odia él mismo, literalmente y con
toda la violencia de sus afectos...
Por más que se puedan ver y comprender los mecanismos psicológicos, hay
momentos en que se impone formalmente esta pregunta: ¿qué es lo que hace que
la vida se tome así contra sí misma?
Todo esto enfrenta al hombre con el temor, lo empuja al ocultamiento, al
aislamiento.
La interioridad herida se esfuerza por apartarse de aquello que la lastima.
Lo hace por sí misma, pero también -y esto es importante en la psicología
del melancólico, a menudo profundamente inclinado al altruísmo- para no
apenar a los demás.
Todo el dolor que aflige al melancólico se presenta entonces con redoblada
violencia.
Quien no tiene confianza en sí mismo rehuye por tanto ser visto,
interpelado; teme que los otros puedan contemplar su propia miseria. Pero el
impulso viene de más lejos, del deseo de sumergirse en las profundidades.
Esta ansia de ocultamiento se manifiesta al no querer acercarse a los
hombres. El melancólico recién se siente bien cuando está solo. Nadie
necesita tanto del silencio como él. El silencio es para él como una
criatura, una atmósfera espiritual que le permite respirar, lo alivia y lo
cobija. Al comienzo de sus Etapas en el camino de la vida, Kierkegaard ha
hablado acerca del silencio y la soledad. Es parte de sus páginas más
bellas.
"En el bosque llamado Gribs hay un lugar llamado "el rincón de los ocho
caminos". Ningún mapa los señala y sólo lo encuentra quien es digno de
encontrarlo. "El rincón de los ocho caminos", una designación bastante
contradictoria. Pues ¿cómo es posible que lo que hace alusión a concurrencia
y tránsito indique a la vez soledad y aislamiento? ¿Acaso lo que evita el
solitario, la trivialidad, no toma su nombre del encuentro de tres caminos?
Y acá encontramos no tres sino ocho caminos. ¿No es esto trivialidad elevado
a la potencia? Y sin embargo es así: este lugar se encuentra totalmente
solitario, aislado del mundo, escondido, y la contradicción que tiene su
nombre lo hace aún más solitario, así como la contracción siempre hace más
solitario todo. Los ocho caminos con su tránsito son sólo una posibilidad
para el pensamiento, pues nadie recorre estos caminos, salvo algún insecto
que sobrevuela rápidamente muy de vez en cuando, "lente festinans". Nadie
recorre estos caminos. Sólo de vez en cuando pasa fugazmente uno de aquellos
huidizos viajeros que miran presurosos en torno suyo, no para encontrar a
alguien, sino para no ser encontrados; no de aquellos fugitivos que ni
siquiera en su seguro escondrijo anhelan recibir un mensaje del exterior,
los que sólo se permiten salir al encuentro de la muerte como el ciervo sale
al encuentro de la bala -esa bala que explica por qué está ahora tan
silencioso el ciervo pero que no explica por qué estaba tan inquieto.
"Nadie recorre estos caminos, sólo el viento que sopla y que no se sabe de
dónde viene y adónde va. Y quien se abandona a la seductora insinuación de
la soledad y sigue el estrecho sendero para ocultarse en lo sombrío del
bosque, no está tan solo como en el rincón de los ocho caminos. ¡Ocho
caminos y nadie que los recorra! ¿No es como si el mundo se hubiera
extinguido y el sobreviviente estuviera ante la perplejidad de quién debe
enterrarlo? ¿No es como si la humanidad hubiera emigrado por estos ocho
caminos y hubieran olvidado a uno de allí?".
"Bene vixit, qui bene latuit", dice el poeta.
Si esto es verdad, yo he vivido bien, pues elegí bien mi refugio. Y es
cierto también que el mundo y todo lo que hay en él tiene mejor aspecto
cuando se lo mira furtivamente desde un lugar apartado. Y también es seguro
que todo lo que se escucha y es digno de ser escuchado en el mundo, en
ninguna parte resuena tan agradablemente, tan cautivamente como en un lugar
apartado. ¡Cuantas veces he buscado mi rincón apartado! Lo conocía hace
tiempo ya, pero recién ahora descubro que es tan tranquilo durante el día
como lo es cualquier lugar durante la noche. Siempre hay aquí silencio,
belleza. Pero lo más bello es cuando el sol de otoño se detiene al fin de la
jornada; cuando el cielo resplandece en un azul lleno de anhelos; cuando la
naturaleza toma un respiro luego del calor del día; cuando los árboles, las
flores y las plantas se estremecen deliciosamente al compás del aire
refrescante que las acaricia; cuando el sol disminuye su fulgor para
sumergirse desnudo en el mar; cuando la tierra se dispone a reposar y elevar
su acción de gracias al cielo y el sol benigna y dulcemente la abraza con su
beso de despedida".
"¡A ti, espíritu amistoso que habitas estos parajes, te agradezco que rodees
en todo momento mi silencio; te agradezco por cada hora que he pasado aquí
siguiendo el hilo de mis recuerdos; te doy gracias por esta guarida que
llamo mía!".
"Allí crece el silencio como crecen las sombras al atardecer; allí la calma
se hace cada vez más profunda, como bajo el conjuro de una fórmula mágica.
¿Hay algo tan embriagador como el silencio? Por rápido que el bebedor se
lleva la copa a los labios, el vino no lo embriaga tan rápidamente como a mí
el silencio, que crece segundo a segundo. ¿Y esta copa de vino, no es acaso
una gota en comparación con el infinito mar de silencio del que bebo? Y por
el contrario, ¿hay algo tan fugaz como esta dulce embriaguez? Sólo una
palabra y te quedas estupefacto. Tienes un despertar peor que el despertar
del borracho, una vez que se ha desembriagado. Estás totalmente abismado y
has olvidado el hablar; entonces alguien hace trizas el encanto y te quedas
ahí, avergonzado de los sonidos, sonidos que tú produces..."(19).
Sólo es posible escribir estas cosas a partir del anhelo de silencio que
experimenta la persona melancólica.
Su constante búsqueda de lugares ocultos se expresa incluso en toda la
estructura de su existencia. El melancólico es un ser lleno de pliegos y
máscaras. Continuamente vemos que lo esencial se oculta detrás de lo no
esencial. Maneras sociales educadas, una negligencia elegante, ingenio,
objetividad, todo esto es una fachada que oculta a alguien totalmente
distinto, a menudo alguien de una sombría desesperación.
Aquí se hace difícil comunicar directamente o decir sencillamente lo que se
piensa, lo que sucede en uno, difícil llamar simplemente a las cosas
interiores por su nombre. Ellas están muy cargadas de elementos
extraordinarios. Se presentan de tal modo que a uno le cuesta admitir que
otro pueda comprenderlos. Se aparecen como monstruosas, inauditas, extrañas,
terribles, incluso desagradables, no entonando con lo que pertenece a la
vida cotidiana de los hombres. Se plantea aquí el problema de la expresión,
de la falta de armonía entre el mundo interior y las cosas exteriores. Para
la naturaleza melancólica, la interioridad y los medios de expresión no
tienen punto en común de medida. El espíritu y el cuerpo, la intención y la
acción, la disposición de espíritu y los resultados alcanzados, el comienzo
de un proceso y su culminación... y en general lo más elevado y lo más
profundo, lo esencial y lo no esencial, lo importante y lo accesorio, todas
son dualidades separadas por un muro para el melancólico. Es trágica esta
actitud en lo que hace a la expresión, pues el medio que se utiliza para
expresar lo que verdaderamente se piensa sirve más para ocultar que para
revelar.
Este carácter trágico puede acrecentarse hasta alcanzar proporciones
terribles. Kierkegaard ha dicho sobre este aspecto de la melancolía cosas
quizás definitivas, ha expresado juicios que tal vez sólo pueden ser
comparados con ciertas figuras de Fiodor Dostoyevski. Sobre todo en su libro
El concepto de la angustia, donde examina lo demoníaco. Lo demoníaco es
definido por Kierkegaard como la angustia ante la presencia del bien,
angustia que nace entonces cuando el hombre se encuentra aferrado al mal. Si
este hombre es melancólico, esa angustia se transforma en un encerrarse en
sí mismo. El hombre se asusta ante cualquier coincidencia de sí mismo, ante
toda mirada examinadora que otro pudiera dirigirle. Y esto no ocurre sólo
porque tema las consecuencias de este develamiento -esto sería simplemente
tener mala consciencia- sino porque le teme al bien, retrocede espantado
ante el bien como tal. Pero el comienzo de todo bien es la "revelación", por
la cual el hombre se coloca en plena luz; es el llegar a manifestarse en el
dar testimonio de algo. La melancolía se transforma entonces en ese terrible
mutismo en el cual se encierra el hombre al rechazar el bien. No es bueno
hablar tanto de estas cosas, especialmente hoy en día donde encontramos la
falta de pudor de la charlatanería pública junto al profundo sufrimiento
individual. Nuestros escritores hablan mucho y con agrado de lo demoníaco.
Es parte de lo que está de moda. Pero quien habla así, no sabe nada de lo
realmente demoníaco. Aparte de que tal escritor destruye el verdadero
significado de las palabras, el peligro estriba en que lo que él dice
penetra en el alma de alguien que es mejor que él, un hombre que se toma en
serio la vida y sufre. Este hombre no habla de estas cosas, sino que las
soporta.
III
Hemos hablado del aspecto penoso, negativo, doloroso y destructivo presente
en la melancolía.
Pero al mismo tiempo, y por sobre todas las cosas, nos hemos sentido tocados
por algo grande, hemos entrevisto que algo precioso y visible surge desde
esta indigencia.
Esa pesantez de espíritu de la que hemos hablado -punto de partida para
internarnos en el centro del fenómeno más profundamente- da a toda actividad
una densidad propia, una particular hondura. Uno percibe en seguida, en
presencia de una persona, si las raíces de su ser arraigan en la melancolía.
La diáfana despreocupación por la vida que posee determinada persona es
objeto de una sana alegría. Pero quien conoce aquel otro dominio, puede
vivir en última instancia sólo con hombres y pensamientos que están en
contacto con esa profundidad. La grandeza, la verdadera y absoluta grandeza
no es posible sin ese "peso" que es lo único que confiere a todas las cosas
su densidad plena y conduce las energías a una adecuada tensión; sin esa
tristeza en cierto modo congénita, que Dante llama "la grande tristeza", que
no surge de una circunstancia particular sino de la existencia misma.
Pero esa pesantez, esa sombría tristeza, encierra a veces un punto
infinitamente precioso: que la presión se relaje, que el encierro interior
desaparezca y que, entonces, se libere la existencia de ataduras, y sea
posible ese sentirse elevado, flotando en el aire, de la totalidad del
hombre; que el hombre experimente esa transparencia de las cosas y de la
existencia, esa claridad de visión y certeza en dar forma a la obra, tal
como Kierkegaard lo ha descrito.
Hemos hablado de ese impulso a vivir oculto y en silencio. Esto no indica
solamente el temor al encuentro con la hiriente realidad, sino que, en
última instancia, da cuenta de la gravitación interior del alma hacia el
gran centro; expresa el empuje hacia la interioridad y la profundidad, hacia
esa región en donde la vida se aparta de la confusión de lo contingente para
penetrar allí donde, a salvo de la multiplicidad de las manifestaciones
particulares, permanece ocupado en la simplicidad de lo fundamental. Es el
deseo íntimo de recogerse en lo esencial, fuera de la disipación, fuera del
abandono en la existencia exterior, para acceder al recato y custodia de lo
sagrado. Es huir de lo superficial para refugiarse en el misterio de las
profundidades originales. Es la aspiración de los grandes melancólicos por
la noche y las "Madres".6
La melancolía está en relación con los fundamentos oscuros del ser, y el
término "oscuro" no tiene en este caso ningún sentido peyorativo. No marca
una oposición con la luminosidad buena y bella. "Oscuro" no significa acá
"tinieblas" sino el contra valor viviente correspondiente a la luz. Las
"tinieblas" son algo malo, representan algo negativo. Pero la oscuridad
pertenece al ámbito de la luz y las dos juntas conforman el misterio de lo
esencial.
A esta oscuridad aspira el melancólico, sabiendo que de ella emergen las
formas que se actualizan en claridad.
Y, en extraña "oposición", encontramos la afinidad con el espacio infinito,
con las extensiones vacías: el mar, la estepa, las crestas desnudas de los
montes, el otoño que hace caer las hojas y amplía los espacios, el mito con
sus siglos que se remontan hasta el infinito en el pasado.
El espacio sin límites en el exterior y la vida interior oculta se comunican
entre sí. Tanto una como otra son símbolos y lugares de experiencias
profundas.
Precisamente esta melancolía, que desvaloriza las cosas, vacía de contenido
a formas y realidades, vuelve insustancial todo y arrastra al vacío y al
tedio, que quiebra los valores que sostienen la propia existencia y tiende
así a la carencia de sentido propio de la desesperación; justamente esta
melancolía es el seno de donde brota el extremo dionisíaco. Sin duda, la
persona melancólica tiene la relación más profunda con la plenitud de la
existencia. Los colores del mundo resplandecen en forma más clara, la
dulzura de los acordes interiores resuena más íntimamente. Percibe en su
totalidad la potencia de las configuraciones de todo lo que vive. Del
melancólico surge la sobreabundancia de vida y es quien puede experimentar
el carácter indomable de todo lo existente.
Pero siempre, creo yo, en unión con la bondad, con el deseo que la vida
tenga por meta la bondad, la benevolencia, el bienestar de los otros.
No creo que el verdadero melancólico sea duro por naturaleza. Está demasiado
hermanado íntimamente con el sufrimiento. Es cierto que hombres melancólicos
fueron duros, inhumanos. Pero se volvieron de esa manera a causa de una
indigencia interior, a causa de la angustia, la desesperación. No pudieron
ponerse de acuerdo consigo mismo.
Nada es tan cruel como la desesperación, al no encontrar ya ninguna salida.
Por eso, entonces, cuando el melancólico renuncia a la bondad –y
precisamente porque está tan ligado a la vida- algo particularmente malo
penetra en él. Algo que es malo por su proximidad, su contacto, con la
fibras que componen el tramado de la vida. De este modo, es capaz de causar
a otros, el dolor que la vida le ha causado a él. Kierkegaard ha descrito
también este aspecto de la melancolía bajo la figura de Nero en La
Alternativa.7
Pero esto nos permite aproximarnos al valor central de la melancolía: en su
esencia última, la melancolía es anhelo de amor. De amor en todas sus formas
y en todos sus grados, desde la sensualidad más elemental hasta el amor
supremo del espíritu. Lo que impulsa el corazón del melancólico es el Eros,
la aspiración de amor y belleza.
Esta profunda aspiración y el hecho que no nace sólo de un dominio parcial
del ser sino de su centro mismo, que no se limita sólo a relaciones y
momentos especiales sino que penetra el todo; el hecho que el melancólico
esté empapado en su totalidad del Eros, y que la belleza, que de por sí es
algo profundamente amenazado y que donde aparece revela una crisis del poder
vivir -todo esto es el fundamento de la vulnerabilidad de la cual hablábamos
antes. Pues la naturaleza que ama está abierta, dispuesta a ir más allá de
sí, a acoger, dar y recibir. Es confianza. No tiene ninguna defensa.
Experimenta el dolor que produce la fugacidad de las cosas: el objeto amado
le es arrebatado, la belleza viviente es sólo efímera, lo bello tiene por
encima a la muerte.
Pero como defensa extrema presenta, entonces, el anhelo de lo eterno, de lo
infinito, de lo absoluto. La melancolía exige lo absolutamente perfecto,
inaccesible, a cubierto de todo riesgo, completamente profundo e interior.
Exige y reclama que no se olvide esta distinción, noble y preciosa.
Es la aspiración hacia aquello que Platón llama el fin verdadero del Eros,
el Bien Supremo, que es al mismo tiempo lo real propiamente dicho, y la
belleza misma, imperecedera y sin límites.
La aspiración de alcanzar esta única realidad que puede satisfacer, de darle
cabida en uno, de llegar a estar unido a ella, es ese algo particular que se
puede rastrear a través de toda la historia de la investigación y del
pensamiento humano: la insatisfacción particularmente apasionada producida
por lo finito. La voluntad de apoderarse de este absoluto de una manera
especial e intensa. No es suficiente conocerlo, asumirlo en sus acciones
mediante el querer ético. Dicha voluntad aspira a la unión, al contacto
entre dos seres a un zambullirse en el absoluto, beber allí y ser saciado.
Es la aspiración a una unidad que sea realidad plena.
A esto apuntan en forma apremiante esos dos impulsos fundamentales de la
vida, que en el melancólico alcanzan un matiz particular y están entre sí en
una dolorosa contradicción: el impulso a la plenitud y el impulso al
anonadamiento. Anonadamiento de esta forma de existencia miserable, que sólo
es humana y terrestre, a fin de que aquella unidad sea todo en todos. A fin,
precisamente, de que se realice con eso el supremo cumplimiento de la vida.
Palabras como las de San Pablo, "Yo vivo, pero no vivo yo sino que es Cristo
quien vive en mí", expresan, en el plano superior del cristianismo, el más
íntimo anhelo por esa forma de espíritu, cuyo precio se paga en la
melancolía.
Es la aspiración por lo absoluto, pero de un absoluto que es el bien, lo
noble, es decir, por naturaleza el específico y propio objeto del amor. El
melancólico aspira al encuentro con lo absoluto, bajo la forma del amor y la
belleza.
IV
Pero, por otra parte -y aquí el círculo se cierra- esta aspiración por lo
absoluto está unida en el melancólico a la certeza profunda de que es una
aspiración estéril.
La predisposición del melancólico es sensible a los valores y aspira a lo
valioso por esencia, al bien supremo. Pero es como si, justamente, esta
exigencia de lo valioso se volviera contra sí misma. Pues a la par está
presente el sentimiento de que es algo imposible de cumplimentar. Esto puede
relacionarse con determinadas vivencias: haber fracasado en algo, haber sido
negligente en un deber, haber utilizado mal el tiempo, haber desperdiciado
la oportunidad que ya no vuelve a repetirse. Pero no son más que lugares de
costura de algo más profundo, dado por un sentimiento de imposibilidad
añadido en cierto modo de antemano a aquel anhelo del cual hablamos antes.
La imposibilidad radica ya en el modo cómo es querido lo absoluto: con una
impaciencia que quiere ser satisfecha demasiado rápido, con una exigencia de
inmediatez que no ve las instancias intermedias y se introduce así por un
camino extravagante... Sea como fuere, la aspiración por la plenitud de los
valores y de la vida, por la belleza infinita, unida en lo más hondo con ese
sentimiento de fugacidad de las cosas, de negligencia ante el deber, de
pérdida irreparable, con la insaciable tristeza, aflicción e intranquilidad
que eso trae consigo, todo esto, es la melancolía.
La melancolía es como una atmósfera que todo lo inunda, como un fluído que
todo lo penetra, como una sustancia amarga y dulce al mismo tiempo, que se
mezcla con todo.
V
Esto nos conduce a preguntarnos acerca del sentido de este fenómeno y qué
tarea nos plantea. Creo, más allá de cualquier consideración médica y
pedagógica, que tiene el siguiente sentido: es un signo de que el Absoluto
existe. Lo infinito se manifiesta en el corazón. La melancolía nos indica
que nosotros somos seres limitados, que vivimos codo a codo con –y
abandonemos la palabra demasiado cauta y abstracta que hemos utilizado hasta
ahora, "el absoluto", y reemplacémosla por la que corresponde en realidad-
que vivimos codo a codo con Dios. Indica que estamos llamados por Dios e
invitados a acogerlo en nuestra existencia.
La melancolía es la penuria del alumbramiento de lo eterno en el hombre.
Quizás debemos decir, en determinados hombres, destinados a experimentar más
profundamente esta proximidad, la penuria causada por este alumbramiento.
Hay seres que viven fundamentalmente de una forma humano-natural: permanecen
atados a contornos precisos, en una tarea claramente delineada, en una vida
con sus correspondientes alegrías y penas.
Tienen clara su situación terrestre. Y si no sucumben al peligro de esta
claridad, al sentimiento de bienestar y a la estrechez de miras de la vida
burguesa, si ellos comprenden que su plano finito es lugar de decisiones
infinitas, entonces la existencia que llevan es bella y noble.
Y hay quienes están, por así decirlo, totalmente "más allá de", viviendo de
forma no terrestre, sintiéndose extraños aquí abajo, a la espera de lo
esencial. Incluso para ellos la vida es clara también. El peligro reside en
perder el contacto con la realidad, no tener un lugar fijo, manejarse con
poca seriedad. Si logran superar este peligro, si aprenden a permanecer con
fidelidad en el lugar que les corresponda, si consiguen estar alertas en su
espera, sin desatender el deber de todos los días, por insignificante que
les parezca, entonces su existencia también se vuelve clara y bella.
Pero existen también aquellos seres que experimentan profundamente el
misterio de lo fronterizo, hombres de la "frontera". Toda su naturaleza les
exige que no permanezcan de un solo lado, ni aquí abajo ni del otro lado.
Vivir en el dominio de la frontera. Experimentar la inquietud de una de las
esferas como efecto de la acción de la otra, así como son dichas esferas las
que sostienen los polos de la totalidad de lo humano y con ello también la
posibilidad de la escisión interior.
Los médicos y psicólogos saben hablar muy acertadamente sobre las causas y
la estructura interior de la melancolía. Pero a menudo resulta tan banal lo
que dicen, que ya no se puede conciliar sus consideraciones con la
profundidad y potencia vital que reside, en realidad, en dicha experiencia.
Logran enunciar la teoría de ciertos estratos en la infraestructura de la
persona y nada más. El sentido verdadero de la melancolía se revela a partir
solamente de lo espiritual. Y en última instancia, reside en esto: la
melancolía es la inquietud, el desasosiego del hombre causado por la
proximidad de lo eterno. Y esto produce dicha y a la vez, constituye una
amenaza.
Sin embargo, debe hacerse una distinción. Es Kierkegaard mismo quien llama
la atención sobre lo siguiente: hay una buena melancolía y una mala
melancolía.
Buena es aquella que precede al alumbramiento de lo eterno. Es el conflicto
interior producido por la cercanía de lo eterno, que apremia por hacerse
realidad. Es la exigencia constante y efectiva -aún cuando no sea sentida
concientemente- a dar cabida en la propia vida al contenido infinito, a
expresarlo en el modo de pensar y de obrar. La exigencia se vuelve
particularmente apremiante cuando el tiempo se ha cumplido, cuando la hora
se aproxima, cuando es necesario tomar una decisión, llevar a cabo una
tarea, cuando debe hacerse efectiva una nueva fase en el devenir viviente
del hombre y se produce una ruptura de la forma espiritual interior.
Tal creación y tal devenir surgen a partir de un conflicto interior, que es
al mismo tiempo la indigencia de plenitud que está comprimida. Significa la
angustia de la vida ante el esfuerzo producido por el alumbramiento de
aquello que quiere alcanzar una forma en ella. La vida siente que debe
resignarse, debe abandonar la seguridad anterior. Algo debe perecer para que
lo nuevo pueda nacer.
Esta creación, este devenir, son ascensiones, puntos culminantes mediante
los cuales la vida toca sus extremos. Logran ser alcanzados evidentemente
cuando previamente se ha pasado por los puntos más profundos. El hombre que
crea, que produce vida es diferente del hombre que conquista, sostiene,
domina y forma. Aquel da a luz y con ello alcanza una altura que este otro
ignora. Pero tiene en sí, al mismo tiempo, una incertidumbre, pues sabe que
es instrumento de potencias. Lleva consigo el sentimiento de ser en cierto
modo indigno, incluso despreciable. Todo creador tiene en sí algo de lo que
se avergüenza, que la percibe en presencia de hombres no creadores, y que
precisamente por esa razón se sienten tan seguras y firmes en lo que hacen.
Lo más amargo de esta incertidumbre, propia del creador, se experimenta en
la melancolía.
Es necesario saber soportar, llevar sobre sí esta buena melancolía. De ella
surge la obra, el devenir y todo es transformado. Si no es soportada, el
hombre no encuentra la fuerza para concentrarse en la obra y recogerse en el
devenir. Si no tiene la grandeza de espíritu para sacrificarse, la audacia
de la renuncia, si no tiene la fuerza necesaria para abrirse camino, si no
logra producir lo que quiere o desarrolla sólo en parte, entonces surge la
segunda forma de melancolía, la mala. Consiste en el sentimiento de que lo
eterno no ha alcanzado la figura que debía, en la consciencia de haber
fallado, de haber jugado y perdido. En ella se traduce el sentimiento de
peligro de estar perdido, porque no se hizo lo que se imponía como tarea, y
esto significa salvación eterna o condenación eterna. Debería ser llevado a
cabo en el tiempo que se escurre y no puede ser recuperado. Esta melancolía
tiene un carácter distinto. Es mala . Puede conducir a la pérdida de la
esperanza, a la desesperación, en la cual el hombre se da por vencido y
considera perdida definitivamente la potencia.
Pero, incluso, en lo que hace a esta melancolía subsiste una tarea, lo que
ha sucedido no puede ser anulado. Lo que se ha perdido directamente no puede
ser recuperado. Pero hay algo más elevado: el llamado de lo religioso. Lo
que es simplemente ético dice: "lo hecho, hecho está y tú eres el
responsable. Lo que se ha perdido, perdido está y tu eres responsable por
ello". Pero esto dicho en abstracto. ¿Qué ocurre cuando no es un sujeto
abstracto el que actúa sino un sujeto viviente, en esa conexión viviente de
la existencia, en donde un día supone el día precedente y un acto descansa
sobre otro acto? Entonces esta formula "hazlo bien la próxima vez" no va.
Pues no se puede admitir lo que se ha hecho como algo que simplemente
ocurrió y pasar a otra cosa. El hombre es un todo y actúa siempre como un
todo. Así, debe, de algún modo, dominar el pasado a fin que la vida en su
totalidad quede a disposición de la vida nueva. Pero esto no puede ocurrir
mediante un mero acto ético, sino sólo a través de un acto religioso, y este
acto es el arrepentimiento. El arrepentimiento es una renovación delante de
Dios. Y arrepentimiento verdadero solo hay delante de lo Absoluto. Pero no
ante lo absoluto-abstracto, un simple imperativo o una ley moral, sino
frente a un absoluto viviente, ante Dios. El arrepentimiento significa que
me pongo del lado de Dios contra mí mismo. Significa que no me apoyo en mi
propia justicia, sino que me resigno a ser culpable, colocándome ante Dios y
junto a El. Aquí se verifica lo viviente. En este "ante Dios y junto a El"
surge algo nuevo que no puede ser analizado. Encontramos otra vez un
alumbramiento, un devenir. Por eso lo hecho mal no puede ser considerado
como algo que no ocurrió, sino ser superado. Lo hecho negligentemente no
puede ser mecánicamente recuperado, sino que es reconquistado a un nivel
superior.
Todo lo dicho afecta de alguna manera los puntos críticos de la vida
melancólica, los lugares decisivos. Y es más importante, porque es más
fundamental, alcanzar el nivel que permite dominar, por lo general, los
problemas de toda la existencia. Es el nivel de las relaciones con la
realidad.
Es claramente en dos situaciones en donde se constata la deficiencia de las
relaciones de la melancolía con la realidad. Es una doble tentación que
experimenta el hombre en general, pero especialmente la persona melancólica:
perderse en la inmediatez de la naturaleza y los sentidos y perderse en la
inmediatez de lo religioso.
La primera tentación muestra la falsa relación con las cosas y consigo
mismo. Todo es aprehendido inmediatamente y el propio yo es considerado un
pedazo de naturaleza en la cual se quiere desplegar las fuerzas vitales.
Como si hubiera una inmensa continuidad, una corriente única, una gran
transformación de figura en figura, sin límites claramente delineados en
ninguna parte. Todo es uno: un ser, una sola vida, un nacer y esforzarse, un
único sentimiento y un único sufrimiento... Toda la multiplicidad de las
cosas no es más que expresión de lo uno. Lo uno se va manifestando en miles
de formas. Esta es la gran tentación de desplomarse, de dejarse estar, y de
acuerdo al estado de ánimo, de gozar sin límites, experimentar todo, agotar
las fuerzas vitales... o caer en una fatigosa entrega de sí mismo... o en la
resignación ante las grandes potencias frente a la propia pequeñez de uno...
La tentación de agotar la vitalidad en la creación inmediata, en la
genialidad de la producción que fluye constantemente, donde el hombre se
siente un apéndice de la naturaleza, o el punto de irrupción de potencias
desconocidas o el instrumento de un espíritu que fluye sin lugar fijo... Más
aún, sin relación aparente con la naturaleza, pero en realidad sólo
proyectándose como su polo constructivo, encontramos un titanismo del
espíritu, que busca sin descanso, que cuestiona todo para destruirlo, que
duda con el afán de socavar...
La otra tentación va en el sentido de una falsa relación con lo absoluto.
Incluso este absoluto se convierte en algo aprehendido inmediatamente,
carente de límites, posible de alcanzar sin dificultades. Como una plenitud
que se puede absorber directamente, un misterio en el cual se penetra
continuamente mediante el pensamiento, la contemplación, el sentimiento, el
deseo. Como una lejanía a la cual se accede por un camino recto... y como
sea que se exprese un absoluto que puede ser atrapado y con el cual el
hombre se encuentra en relación directa. Sin que para esto haya mayores
dificultades, ya sea mediante la piedad o la impiedad; a través de la
rebelión o el don de sí.
En ambos casos se ha renunciado a lo decisivo: la existencia del límite, lo
propiamente humano. No se es mundo, sino más que el mundo. No se es trozo de
naturaleza, sino algo, por esencia, distinto de ella. No se es una ola en el
torrente, un átomo en el torbellino, un apéndice de una totalidad conexa
entre sí, sino que se es espíritu, una persona que tiene poder sobre sí
misma, responsable de sí misma, imagen de Dios que permanece sometida a su
llamado que ha recibido de El la libertad en este mundo. Pero, por otra
parte, no se es Dios. No se es un trozo de Dios, una concretización de su
infinita plenitud de sentido; no se es un apéndice que fluye de su espíritu
–o como quiera que se pretenda borrar la diferencia esencial y absoluta
entre Dios y el hombre- , sino algo "absolutamente menor" que El: su
criatura.
El hombre es criatura de Dios. Por lo tanto es imposible derramarse en El
sin más ni más y no está permitido intentarlo. Todo camino hacia Dios pasa
por la conciencia de la distancia infinita, por el profundo respeto, por el
"temor y temblor" de la criatura.
Pero el hombre es imagen de Dios, espíritu y persona. Por eso es imposible
que sea un trozo de naturaleza y no es lícito intentarlo ser. Más bien, lo
mas íntimo del hombre está fuera del mundo, permanece ante Dios, preparado y
destinado a percibir su llamado y responderle.
Pero todo esto significa que el sentido del hombre está en ser un límite
viviente, de asumir esta vida situada en el límite y soportarla en toda su
extensión. De tal modo el hombre permanece en la realidad, está libre de
falsos encantamientos, ya sea de una unidad inmediata con Dios como de una
identidad inmediata con la naturaleza. De ambos lados hay un abismo, una
grieta. El camino hacia la naturaleza está quebrado por hallarse el hombre
bajo la responsabilidad divina. Por eso toda su relación con la naturaleza
está sometida a la mirada del espíritu, al deber de la dignidad que encierra
dicha responsabilidad. Su camino hacia Dios está quebrado porque el hombre
es sólo criatura, por tanto debe, por esencia, dirigirse a Dios en ese acto
que es a la vez separación y unión: en la adoración y obediencia. Toda
afirmación sobre Dios que no culmine en un acto de adoración es falsa, y
falsa es igualmente toda actitud respecto a Dios que no tome la forma de
obediencia.
Es en esta disposición de espíritu donde se perfila la actitud propia del
hombre. La actitud del "límite", que es la actitud de la realidad.
Es veracidad, valentía y paciencia. Paciencia ante todo. La verdadera
solución llega, por cierto, en primer lugar, de la fe, del amor de Dios.
Sólo el misterio de Gethsemani -y por detrás el sombrío misterio del pecado
con todas sus consecuencias- da la verdadera respuesta: que el Señor "estuvo
triste hasta la muerte" y que llevó la pesada carga hasta lo último,
conforme a la voluntad del Padre. Sólo en la cruz de Cristo se encuentra la
solución para la indigencia de la melancolía. Más allá de esto no habría
nada por decir, salvo que ahora, al concluir, tengo plena conciencia de lo
imperfecto y fragmentario de lo dicho. Pero es preferible dejarlo como está,
porque no sabría decirlo mejor y porque creo que es beneficioso hablar de
estas cosas, de alguna manera por lo menos.
Tampoco he podido decir nada acerca de la profundidad del planteo de la
melancolía en las cartas de San Pablo y las respuestas cristianas que se dan
en ellas. Aparece en frases cortas, en exclamaciones, en entrelíneas en
medio del discurso, en el matiz y la tonalidad empleados. Se encuentra aquí
una rica teología de la melancolía, comprensible sólo a quien "la ha
experimentado".
Aparece incluso la respuesta a todo aquello de la melancolía que no obtiene
"solución" aquí en la tierra.
Notas
1. Diarios. Selección y traducción del danés al alemán por Theodor Haecker,
Innsbruck 1923, I, 180.
2. Punto de vista de mi actividad como escritor. Edición y traducción de la
obra póstuma de 1859 por Chr. Schrempf, Jena, pág. 55 y s.
3. Diarios I, 83.
4. Diarios I, 153.
5. Diarios I 131.
6. Diarios I 49.
7. Punto de vista… 56.
8. Punto de vista… 57 y s.
9. Diarios I, 188 y s.
10. Diarios I, 406 y s.
11. La repetición, Ed.
De Chr. Schrempf, Jena, 161 y s.
12. Diarios I, 104.
13. Punto de vista…48 y s.
14. Punto de vista…50.
15. Diarios II, 220.
16. Punto de vista…54 y s.
17. Diarios I, 376; 378.
18. Todo esto no quiere decir que el valor mismo, en tanto que tal,
destruya, perjudique o dañe, sino que el desorden interior del hombre caído
tiende a dar al valor y lo valioso efectos ambiguos.
19. Etapas…pp. 15; 17.
Notas al pie:
1 Vom Sinn der Schwermut. Im Verlag der Arche–Zürich, 1949.
Traducción directa del original alemán por Miguel Angel Nesprías (Prof.
Filosofía, UBA).
2 Romano Guardini: nació en Verona (Italia) en 1885. Vivió su vida entera en
Alemania. Estudió Ciencias Naturales, Derecho, Economía Política, Filosofía
y Teología. Desde 1923 hasta su ancianidad ocupará una cátedra creada
especialmente para él –interrumpida por el nazismo-, que ejercerá en Bonn,
Berlín, Tubinga y en su mayor período en Munich. Su extensa obra, ajena a
escuelas o doctrinas tradicionales, es fruto, de la "palabra hablada": en
clase, en la predicación, en la dirección espiritual y grupal. Sus Lecciones
reunían centenares de estudiantes que colmaban toda Aula Magna. Pero también
contó con oyentes como Karl Jaspers o Martin Heidegger, entre tantos otros
pensadores, artistas, científicos. Así, de su obra se puede mencionar: La
aceptación de sí mismo, El Poder, El Señor, sus estudios sobre Dostoyevsky,
Dante, Pascal, Rilke, Platón, Hölderlin, San Agustín, Hopkins, así como
amplias configuraciones hermenéuticas sobre la técnica, el fin de la
modernidad, Europa, persona y mundo, espiritualidad y Sagrada Escritura,
etc. En 1961 recibió en Bruselas el Premio Erasmo de la Paz, sin contar
otros. Alemania lo honra con el título de "Praeceptor Germaniae". Falleció
en Munich en 1968.
3 Se refiere a San Pablo (nota del traductor).
4 Se refiere a un texto de San Pablo (nota del traductor).
5 Se refiere a su padre (nota del traductor).
6 Este dominio de las "Madres" es la región misteriosa en que penetra Fausto
para evocar la imagen de la Helena antigua (Faust, II, Acto I), (nota del
traductor).
7 Origen Danés: Enten-Eller o Aut-Aut; alemán: Entweder-Oder; castellano: O
lo uno o lo otro. Pero el título escogido es mejor (nota del traductor).
Fuente: Alcmeón. Revista Argentina de Clínica Neuropsiquiatrica, Año XII,
vol 10, N°3, diciembre de 2001
Capítulo II de El mesianismo en el Mito, la Revelación y la Política (Der
Heilbringer in Mythos, Offenbarung und Politik) *
Romano Guardini
Aquellos seres [los dioses] y poderes religiosos son experimentados en
vivencias de dos clases diversas: como algo que se vuelve amistosamente al
hombre y le dispensa bienes—o, por el contrario, como algo que se enfrenta
hostilmente con él y le causa daños—. Aquello constituye la experiencia de
la salvación; esto, la de la perdición.
Y por cierto, en sentido religioso. En primer lugar, dicha experiencia tiene
por objeto el bien y el dolor naturales. La tempestad con su huracán y sus
rayos es un poder capaz de destruir la cosecha, incendiar la casa, matar al
hombre. Pero en esta destrucción terrena se deja sentir otra. Y éste es ya
un lenguaje propio del hombre moderno; para el hombre de sentimientos
primitivos, la destrucción de la cosecha tiene de antemano más dimensiones
que la de aquellos daños contra los cuales se protege el hombre posterior
por medio de un seguro contra el granizo. Afecta a sus sembrados y a su
subsistencia física—pero, al mismo tiempo, le afecta a él como individuo
religioso—. En ella se revela un poder irritado, la cólera divina, el
castigo de culpas cometidas... Lo mismo sucede con la salvación. Para el
hombre moderno la naturaleza no es ya un poder avasallador. No sólo se ha
protegido contra sus peligros o asegurado contra su inestabilidad, sino que
ha llegado a independizarse internamente de ella. El alma del hombre moderno
ya no está bajo su jurisdicción. Se ha emancipado de ella y se ha hecho
libre—sí bien con ello ha caído en lo artificial o inconsistente—. El hombre
primitivo, por el contrario, vive todavía en íntima dependencia de la
naturaleza: externamente, porque no es capaz de resistir sus fuerzas;
espiritualmente, porque aún no ha penetrado en ella con la razón;
religiosamente, porque se encuentra sometido a su poder numinoso. La
naturaleza presenta como la gran realidad en torno a él y dentro de él, en
su conciencia, en su sentimiento, en su ánimo y en sus nervios.
Cuando este hombre ve por la mañana que sale el sol, esto significa para él
más que el mero hecho de comenzar un nuevo día. La noche es tinieblas, frío,
estar a merced de los poderes malos; cuando sale el sol, éstos son
ahuyentados —y para la conciencia del hombre primitivo no es totalmente
seguro que esta vez, hoy, el sol haya de triunfar nuevamente—. También puede
suceder que sucumba frente a las tinieblas, o que renuncie a la lucha. La
luz y el calor reaniman al organismo. El ánimo se afianza. Los caminos se
iluminan y las cosas se tornan familiares. Esto significa «salvación» para
todo el hombre, y en ello se experimenta el favor de un poder numinoso...
Esta vivencia se hace todavía más viva tan pronto como el sol se siente
amenazado no sólo por la noche ordinaria, sino por una potencia de la
oscuridad más fuerte, en el invierno, cuando su fuerza decrece, su órbita
desciende a su punto más bajo y parece inminente el peligro de que sea
devorado. Pero tan pronto Como llega el solsticio, el sol se robustece de
nuevo y otra vez se acrecienta la posibilidad de vida; en esto consiste el
gran acontecimiento salvador del solsticio de invierno.
Otra experiencia de salvación es la de la primavera. En el otoño se duermen
los árboles. El espacio va quedando vacío. Las corrientes de agua se
paralizan. El invierno es tiempo de muerte para el reino de la naturaleza y
época de miseria para los hombres. Luego llega la primavera. El espacio se
abre. Todo se pone en movimiento y muda su condición. Una vitalidad
torrencial llena la naturaleza. La proximidad de la propagación se percibe
de manera estimulante, y el hombre siente en su propio ser la ola de
vitalidad que lo inunda. Esto es también «salvación» de la vida que torna,
de la primavera. Y tampoco esto significa sólo presencia del calor,
posibilidad del movimiento y abundancia de alimentos, sino más cosas y de
naturaleza diversa: plenitud de dicha, promesa misteriosamente
impresionante, proximidad y revelación de lo inefable.
O bien el hombre ha llegado a su edad madura y ha ganado su puesto en la
existencia. Sabe cuál es su situación en su tribu y en su país, en sus
posesiones y en su poder; sabe lo que puede y es, tiene conciencia y dominio
de si mismo. Esto lleva consigo seguridad y prestigio, pero también
limitación; al afirmarse su personalidad se anuncia simultáneamente su fin.
Entonces le nace el hijo, en el cual se perpetúa la estirpe; el hijo varón,
que para la conciencia primitiva es el hijo propiamente tal y un día llevará
el nombre del padre, seguirá sus luchas, defenderá sus posesiones y ejercerá
el poder. Esta vida joven, nacida de la de padre; esta vida que con su
posibilidad ilimitada va creciendo junto a la del padre, circunscrita y ya
encaminada al fin, es «salvación». Y lo es, no sólo como orgullo del poder
de la estirpe, como seguridad de futura subsistencia junto a otras estirpes
y frente al enemigo, como perspectiva de ayuda en el trabajo y de apoyo en
la vejez, sino como esperanza sencillamente, como divina promesa de vida.
Cuando el hombre primitivo enciende fuego no ejecuta sólo un proceso
técnico, sino algo que engendra en él conciencia de lo maravilloso: ese algo
es el hecho de que pueda ser evocado este poder, la llama, tan impresionante
en su movilidad y forma, llama que devora y al mismo tiempo reparte bienes,
es peligrosa y a la vez benéfica, ilumina la oscuridad y aleja las fieras,
calienta el cuerpo y prepara las comidas, etc. Todo esto es más que
meramente útil o hermoso; es un misterio. Uno de los dioses bajó una vez y
trajo consigo el fuego, o bien un hombre de asombrosa osadía lo robó del
cielo: este hecho constituyó salvación. Los ritos que en templos y casas
mantienen vivo el fuego expresan no sólo la preocupación por el
imprescindible elemento, sino también el miedo de que pueda volver a ser
arrebatado, de que una desgracia pueda sofocarlo, de que un día pueda
extinguirse definitivamente... Así, para los albores de la época histórica,
toda técnica importante implica «salvación». El que los hombres hallaran la
técnica de la construcción de barcos; que aprendieran a cultivar el campo y
obtuvieran el grano y la vid; que descubrieran remedios contra heridas,
epidemias y peligros del parto, ello está saturado de significación
sotérica. Lo mismo puede decirse de la escritura, cuyos signos representan
el sentido y confieren poder sobre los hombres; del adorno, cuyas formas
tienen en su origen carácter mágico; de la organización de la vida comunal,
de las leyes, normas educativas y tradiciones de las relaciones sociales. La
cultura entera, en cuanto que es saber y capacidad, representa salvación,
afianzamiento y elevación de la existencia, y únicamente es posible porque
hay poderes superiores que la protegen y fomentan — si bien hay otros que la
amenazan — . Porque a la conciencia de la salvación va unida la del peligro.
La salvación no es cosa espontánea; por el contrario, se ve amenazada por
poderes malos, e incluso envidiada por los buenos. Por eso en los mitos de
todas las culturas aparece siempre, bajo la figura de la salvación, el
peligro de la perdición.
Esta salvación se encarna en la figura del salvador: Osiris, Apolo,
Dionisos, Baldur. [1] Frente a ellos se alzan las figuras de la perdición:
la serpiente, el dragón, el lobo de Fenris, los dioses de la muerte, de la
maldición, etcétera.
La imagen del salvador tiene sus rasgos fundamentales bien determinados. Su
aparición es conmovedora. Tan pronto como se manifiesta, se siente y se sabe
que es el Poderoso, el que conmueve al ser, el Dispensador de dicha, el que
inunda de salvación. Lo maravilloso de su ser se revela ya en el maravilloso
carácter de su nacimiento. Con frecuencia es hijo de una madre mortal y de
un padre divino. A veces nace directamente de un elemento, por ejemplo, del
mar o de la roca. Viene de lo desconocido e inaccesible. Aunque establece
contacto con lo más íntimo del hombre, le es «ajeno». Siempre sale del
misterio a lo presente. Su vida culmina en la acción salvadora. Con
frecuencia es un luchador; su adversario es el Pernicioso, el Malo, intuido
preferentemente en la figura de la serpiente o del dragón. Entonces la
acción salvadora consiste en una victoria. Pero esta victoria se paga
frecuentemente con la muerte; entonces la acción salvadora es al mismo
tiempo destrucción.
Aquí se revela la conciencia de que la culminación de la vida está próxima a
la muerte, más aún, de que la vida y la muerte proceden la una de la otra y
tornan la una a la otra. Así, la vida más alta brota de un acto que remueve
lo más profundo; la salvación nace de la muerte del salvador. Pero éste
volverá «algún día», en el futuro «escatológico». Este día final
indeterminado está dentro del conjunto del mundo y, por consiguiente,
equivale a una «repetición perpetua» en el ritmo de la vida: en la primavera
próxima, en el próximo solsticio, en el hijo próximo, en la próxima
conjuración de un peligro, extinción de una peste, consecución de una
victoria, etc.
Tal es el mito del salvador, cuya figura y destino constituyen la
encarnación de la vivencia sotérica, de su carácter y de su desarrollo
dichoso y, al mismo tiempo, trágico. Quien entiende el mito, entiende la
salvación. Quien en él vive, penetra en el conjunto de la empresa salvadora.
_________________
* Traducción de Valentín García Yebra.
Nota [1] Para lo siguiente cf. G. v. D. LEEUW : Phaenomenologie der
Religion, 1933, p. 87 ss.
Capítulo III de El mesianismo en el Mito, la Revelación y la Política (Der
Heilbringer in Mythos, Offenbarung und Politik) *
Romano Guardini
De estas consideraciones nace la siguiente pregunta: ¿Qué relación guarda
con las figuras de salvadores descritas Aquel a quien llamamos el Salvador
por excelencia, Cristo?
La respuesta relativista dice que no es esencialmente diverso de los
salvadores de la historia de la religión, sino uno más de la serie. En esta
declaración concurren dos intenciones. Según la primera, Cristo es,
sencillamente, uno de tales salvadores. Lo que fueron para otras épocas
Osiris o Dionisos o Baldur, eso fue, para las postrimerías de la antigüedad,
la Edad Media y parte de la Época Moderna, Cristo. Inderivable, como son los
fenómenos de tal categoría, pero preparada por determinadas modificaciones
de la estructura anímica y llamada por una apremiante expectación, surgió
una personalidad que con sus ideas, su ethos, su sustancia religiosa, su
obra y su destine, conmovió a los hombres de tal suerte que atrajo sobre sí
y unió en sí las representaciones del salvador que vislumbraban todas las
mentes. Así se convirtió en Cristo el rabino Jesús de Nazareth. Era un genio
religioso de la más alta categoría. Manifestábase en él la profundidad
numinosa de la existencia; emanaban de su persona realidad y poder
sotéricos, y pasó a incrementar la serie de los salvadores. Lo que la
conciencia cristiana ve en él, el Hijo consustancial del Dios vivo, es una
mera expresión de la ideología dogmática de esta «religión» especial; el que
considera científicamente a Cristo reconoce en él un fenómeno
sustancialmente idéntico al de los otros salvadores. Naturalmente, hay
también diferencias. El elemento en que se manifiesta el carácter sotérico
no es en Cristo el mismo que en Osiris o Dionisos. En éstos era lo natural,
y en Cristo es lo psicológico, lo ético, lo personal. Pero de lo que se
trata siempre, en el fondo, es de los fenómenos de la renovación y la
salvación, que se repiten siempre. El culto del Cristianismo, su dogmática y
su mística, su simbolismo, sus leyendas y su arte, muestran que las
representaciones universales del Redentor del Mundo, del Hijo, del
Vivificador, del Triunfador por la muerte y resurrección, del Señor del Sol,
Héroe de la Luz y Vencedor del Dragón, se aplican también a Cristo.
Con esta intención se cruza otra. Según ella. Cristo es un salvador
fracasado. En su vida y en su figura hay demasiada «historia», demasiada
realidad e intimidad humanas, exceso de alma y de inquietud personal por la
salvación. Falta lo «grande», el «mundo», la sustancia mítica. Es un pobre
hombre, nacido en una región pequeña y en época de estrechez histórica, en
las cuales trataban de imponerse categorías míticas que no consiguieron
transformar la realidad concreta. Por eso no pudo reproducirse bien, ni en
su figura ni en el conjunto de su vida, el ritmo primitivo de la vida y de
la muerte. Falta lo mítico-cósmico, la grandeza divina. Todo queda reducido
a la pequeñez humana, a lo directamente ético, a la inquietud por una
salvación individual en el más allá. Por eso es hora de volver los ojos a
los salvadores auténticos, Dionisos o Baldur. Estos son formas puras. A
ellas ha de conformarse Cristo. El «cristiano» puro tiene que labrarse en
esta cantera, o en la del «hermano de Heracles»—que dice Hölderling—, el
último de los «hijos del Padre altísimo». Si también esto fracasa, habrá que
darle de mano y pensar que es la hora de otro—tanto más urgente si se piensa
en qué estrecha dependencia está la idea natural de la salvación y del
salvador con aquella forma de la «naturaleza» que constituye algo así como
la transición a lo histórico, es decir, con el pueblo. De aquí se deduce
fácilmente la conclusión de que el verdadero salvador tiene que estar
totalmente unido con el pueblo y con la tierra patria, y que la salvación
es, en último término, el desarrollo de la fecundidad y fuerza de éstos, la
realización de su misión histórica, la estructuración del mundo según su
espíritu y mentalidad. Llevar esto a cabo, implantar el «Reich» como última
expresión de la existencia del pueblo, basada no sólo en su proceso
histórico, sino también en su índole religiosa—: he aquí la empresa
auténticamente salvadora.
¿Qué hay de todo esto?
Si el salvador es lo que se ha descrito en las líneas que anteceden,
entonces Cristo no lo es. La índole de su vitalidad, el carácter de su ser,
la intención de lo que hace y le ocurre, son de naturaleza totalmente
diversa. Se apartan de este concepto del salvador, más aún, se oponen
directamente a él.
En primer término, una afirmación decisiva: Jesucristo es historia. Cierto
es que, por su origen pretemporal, por su ida al Padre y por su futuro
readvenimiento, se encuentra en la esfera de la eternidad. Pero, al mismo
tiempo, se encuentra en la historia, y, por cierto, esencialmente.
Toda trasposición a lo mítico destruye su naturaleza. Esto lo supo muy bien
aquel que tan vigorosamente destacó el fondo eterno de la Persona de Jesús,
el apóstol Juan. Este, al desarrollar la filiación del Logos, acentúa con la
mayor energía que «el Verbo se hizo carne». Tal expresión se vuelve
directamente contra aquellos que querían diluir en lo mítico la historicidad
de Cristo, contra los gnósticos.
Todos los salvadores pertenecen a épocas primitivas. De todos ellos se dice
que vinieron, vivieron y murieren. Pero el «antiguamente» en que sucede todo
esto no pertenece a la historia, [1] sino que se asemeja al punto en que se
corta» el «cielo» y la «tierra», al horizonte, que nunca se encuentra
«aquí», sino mucho «más allá». Es el tiempo y lugar de lo mítico. Lo que
cuenta el mito sucedió «en otro tiempo»; pero en un tiempo que se encuentra
más atrás de toda fecha—en aquel tiempo, cuya expresión más amable consiste
en el «era una vez» de la fábula. Es, por decirlo así, un acontecer
ininterrumpido—de igual suerte que en el mito proyectado hacia delante, en
la escatología universal, la venida es un futuro sin interrupción.
Cristo, por el contrario, es pura y totalmente histórico. Ninguno de los
pueblos que entonces vivían tiene una conciencia histórica tan amplia y tan
clara como el judío. No es sólo un mero recuerdo que abarca largos períodos
de tiempo, sino conciencia de una cohesión jerárquica, de una sucesión de
pruebas, actuación y consecuencia. Aquí se encuentra Jesús de Nazareth; en
el momento en que la historia de este pueblo desemboca en la conciencia
general de Occidente. Quien sienta, por poco que sea, lo que significan
estas cosas, tiene que darse por vencido ante la realidad de que este
Redentor no se encuentra en el tiempo mítico, sino bajo la más clara y
radiante luz de la historia.
En el umbral de la época que empezó hace casi dos milenios. Como realidad
histórica, y al mismo tiempo divina, ha sido recogido en una conciencia cada
vez más clara, cada vez más purificada por la crítica, y siempre ha sido
considerado como Salvador. Cierto es que para grandes grupos ha perdido el
carácter sotérico: mirado de la parte de Dios, esto quiere decir: se han
perdido ellos, han renegado de El. Pero la posibilidad de esto es esencial
para Cristo, y así lo confirma expresamente el Evangelio, pues El es
«resurrección y ruina para muchos» y «signo» frente al cual se manifiestan
la afirmación y la contradicción. (Luc. 2, 34.)
Y ahora tenemos que ir al grano: ¿Qué es en definitiva, lo que se expresa en
los mitos sotéricos?
Por un lado, que nuestra vida se desarrolla en ritmos. Arranca del
nacimiento y desemboca en la muerte; pero a la muerte sigue un nuevo
nacimiento. Este gran ritmo se repite dentro de la vida del individuo en
formas debilitadas. Por la mañana despierta el hombre, duérmese por la
noche, para volver a despertar por la mañana. En primavera aumenta la
vitalidad, comienza a disminuir en el otoño, y en la primavera siguiente
vuelve a cobrar pujanza. Iniciase un sentimiento, crece, culmina, va
desvaneciéndose, y otro nuevo comienza. Surge una actividad, se desarrolla,
alcanza su plenitud, se adormece, y, después de una pausa, comienza otra
nueva. Siempre, como puede verse, procesos de ascenso y descenso, que se
repiten; un turno incesante de concreción y disolución, de retirada y de
nuevo comienzo. Estas fases no están aisladas en sí, sino que se desarrollan
dentro de un todo, dentro de «la vida». La continuación de esta vida es lo
que se lleva a cabo en los ritmos de ascenso y descenso, en la profundidad
de la muerte y en la altura de la culminación. Esta vida se desarrolla
también a través del ser individual. El nacimiento y la muerte parecen en
cada caso absolutos; en realidad, son absolutamente relativos. Lo que
propiamente nace y muere, cobra forma individual y vuelve a perderla, no es
el individuo, sino la vida en general. Tanto el nacimiento como la muerte,
el estar vivo como el estar muerto, no son más que fases suyas; la forma
particular es mero tránsito. Lo que en realidad subsiste es la vida de la
especie; el individuo es sólo una onda. Esta realidad se experimenta de una
manera concentrada en la vivencia dionisíaca, cuando, en el momento de la
más alta culminación de la vida, se presenta la posibilidad de la muerte.
Entonces, cuando la vida, al margen de toda prevención y seguridad del
alcance, organización y razón individuales, se lanza a lo ilimitado, es
cuando se experimenta esto más poderosamente.
Hemos dicho «la vida»; pero el concepto definitivo es «la naturaleza». Ella
es el todo que se realiza en aquellos grandes ritmos. Ella es la que nace,
muere, se corrompe, vuelve a nacer y vive de nuevo; el ser individual está
incluido en ella. No es el individuo el que vive, sino la naturaleza en él.
El individuo vive con la naturaleza el descenso de ésta, su angustia, la
sumersión en el abismo; el nuevo arranque de vida que se realiza en ella, el
renacimiento, el resurgir a la luz, el florecimiento y la fructificación.
Esto se aplica también al hombre. El sujeto de la experiencia del ritmo
vital no es el hombre como persona, sino el ser natural, que no se limita a
lo físico, sino que se estructura y realiza a través de todos los grados y
esferas de lo cultural.
Sobre este ritmo se apoya el drama de la salvación; pero este drama abarca
todavía más. Aquello de que la salvación libera, no son sólo las calamidades
y destrucciones de la existencia natural, sino algo numinoso que el hombre
próximo a la naturaleza siente en la noche, en el invierno, en la proximidad
de la muerte. Una pavorosa fuerza divina le amenaza con arrastrarlo a una
muerte numinosa, a la perdición. Pero en el retorno del sol y de la
primavera, en la nueva donación de la salud y en el nacimiento del hijo, en
las artes y en los remedios de la vida cultural, llega la liberación divina,
la salvación de carácter religioso. Sólo el Conjunto de ambos procesos
constituye la unión cósmica de la existencia, la cual es realidad inmediata
y, al mismo tiempo, fondo numinoso.
Pues bien: los salvadores y sus mitos son formas de expresión de este ritmo
que se ejecuta dentro de la existencia cósmica; dentro de este proceso,
continuamente renovado, de una sola vida, de una sola naturaleza, a través
del nacimiento y de la muerte, de la floración, fructificación y
marchitamiento, peligro y liberación, privación y riqueza; pero en cuanto
que este ritmo significa, al mismo tiempo, plenitud de salvación o peligro
de perdición, de índole numinosa. Son redentores, pero dentro de aquel
inmediato ritmo cósmico; y así, precisamente, lo corroboran. Por eso son, en
definitiva, figuras fascinadoras.
Esto se manifiesta en aquel estado de ánimo que a todos los envuelve: la
melancolía. En ellos se dan culminaciones de la vida, pero siempre
acompañadas de la angustia del descenso, del horror al aniquilamiento, a
verse sumergidos en la muerte. En ellos triunfa la naturaleza y, con ésta,
aquella última sinrazón que siente todo hombre, cuando la persona abre en él
los ojos. La piedad de estos salvadores consiste en una entrega de sí al
ritmo de la naturaleza; mas precisamente contra esto protesta la persona.
Así protesta también, en nombre de su dignidad inalienable, contra todos sus
salvadores, por muy profundamente que la plenitud de su vida y la belleza de
sus figuras le lleguen al corazón. Ningún romanticismo cósmico, ninguna
mística de la tierra y de la sangre puede acallar esta voz.
¿Quién es, entonces, Cristo? Aquel que redime precisamente de lo que se
expresa en los otros salvadores.
Redime al hombre del inevitable turno de vida y muerte, luz y tinieblas,
auge y decadencia. Rompe la fascinadora monotonía de la naturaleza,
aparentemente impregnada de todo el sentido de la existencia, pero que, en
realidad, destruye toda dignidad personal. En lo más profundo de aquello que
expresan los salvadores se encuentra la melancolía, la saciedad, la
desesperación. Los libros que tratan de Dionisos se leen con gran deleite.
Todo el esplendor de la vida parece venir de él. Quien a él se opone,
adquiere el repugnante aspecto de la hipocresía; sobre todo si es la
juventud la que se encuentra al lado de Dionisos y siente su propio impulso
vital como prueba de la verdad de aquél. Es preciso haber alcanzado cierta
edad y haber vivido una serie de aquellos ritmos; entonces pierden su
fascinación y se siente su monotonía desesperante. No sólo lo terrible, lo
tremendo, lo pavoroso—éstos serían aún acentos de gran valor—, sino también
la insipidez, el desencanto, el hastío. Esto es lo que encierra el fondo. De
esto libera Cristo; de esto y de lo «religioso» que le sirve de base.
La acción redentora de Cristo tiene un carácter fundamentalmente diverso de
la de Dionisos y Baldur. Cristo no trae aquella liberación que trae la
primavera frente al invierno y la luz frente a las tinieblas, sino qué rompe
el hechizo de aquel todo en que, tanto el invierno como la primavera, las
tinieblas como la luz, la vejez como la juventud, la enfermedad como la
salud, la privación como la riqueza, se hallan envueltos y fascinados: el
hechizo de la naturaleza. Los otros salvadores son la expresión de los
elementos redentores de aquella misma naturaleza que contiene asimismo los
elementos que encadenan: el momento de auge, alternando con el otro,
igualmente esencial, de descenso. Cristo, por el contrario, redime del
hechizo total de la naturaleza, de sus ataduras tanto como de sus
liberaciones, de sus descensos como de sus auges, y otorga una libertad que
no proviene de la naturaleza, sino de la soberanía de Dios.
En la esfera de los mitos sotéricos no hay espacio alguno para la persona;
más aún, la piedad que halla expresión en ellos significa precisamente el
renunciamiento de la persona a su apetencia de unicidad, y el conformarse
con no ser más que el árbol en el bosque o el venado en los montes: una onda
en el gran río de la vida, figura pasajera en la transformación universal.
Y, por cierto, esto se aplica a todos los grados de esta piedad redentora,
incluso cuando se eleva desde lo instintivo a la más alta culminación de la
cultura. En este conjunto no subsisten ni la persona con su singularidad y
dignidad inalienables ni lo espiritual-absoluto a que aquélla se ordena,
sino que todo es relativo y se funde en el ritmo de la vida universal, del
todo de la naturaleza. No hay en él ni bien ni mal en sentido
estricto—categorías que están separadas por la alternativa da la decisión
moral y determinan el sentido de la persona—, sino que ambas cosas se
complementan como el día y la noche, y la vida consta de la unión de ambas.
No hay ninguna hora irreparable con su importancia eterna, sino que todo
fluye hacia el todo. Más aún, todo se repite. Cuando llega una primavera, se
encuentra detrás de ella la cadena infinita de las primaveras pasadas, y
ante ella la de las futuras. Suponiendo que no sea preciso decir, mirando a
lo riguroso de la existencia personal, que lo pasado se olvida y que se
prescinde de lo venidero. Porque el estadio esencial de esta esfera es,
ciertamente, la inmediata disolución es el momento presente, no como rigor
de concentración sobre una decisión apremiante, sino como constreñimiento
actual de la existencia de la naturaleza. El mundo del mito no tiene más
memoria que la memoria de la naturaleza, en cuyo conjunto nada se pierde,
sino que todo subsiste y sigue operando; la memoria auténtica, por el
contrario, supone la unicidad de la hora y la plenitud de sentido del acto
libre. De igual suerte, el mundo del mito tiene sólo el presentimiento de
los ritmos vitales, que siempre se repiten y se anuncian en la disposición
del momento; la previsión auténtica, por el contrario, supone la
responsabilidad por las acciones propias y la conciencia de su plenitud de
sentido. Pero una y otra se basan en la persona y en su relación, no al
perpetuo más allá del curso de la naturaleza, sino a la absoluta permanencia
de lo eterno. De este mundo que todo lo incluye en la esfera del fenecer y
repetirse, del olvido y falta de previsión, porque ningún ser es realmente
él mismo, sino que todos son meras ondas en el gran río; de este mundo
libera Cristo, en cuanto que llama a la persona y la sitúa en su
responsabilidad eterna. Establece las diferencias absolutas. Pone de
manifiesto la trascendencia—que no continúa operando indefinidamente, sino
que es eternamente definitiva—de la decisión personal. Si el hombre le
escucha, queda libre de la fascinación de la naturaleza con sus figuras de
perdición, y también, incluso de manera muy especial, con sus salvadores.
Con esto no quiere decirse que Cristo libere al hombre del instinto para
entregarlo al espíritu; esto equivaldría a independizarse de Dionisos para
caer bajo el dominio de Apolo. Pero ya los griegos sabían que Dionisos y
Apolo eran hermanos; más aún, considerados en su más íntima esencia, ni
siquiera podían distinguirse. Y el espíritu, que se incorpora en Apolo o en
Atenea, se encuentra, desde el punto de vista cristiano, en la misma esfera
que la naturaleza física, en la cual reinan Dionisos y Demeter. Este
«espíritu» y esta «naturaleza» son dos aspectos de la misma realidad total:
dos aspectos del mundo y de la existencia del hombre en el mundo. Cristo
libera de su servidumbre, y otorga una libertad que procede del Espíritu
Santo y está llamada a enjuiciar a todo espíritu mundano.
¿Y cómo redime Cristo?
Ante todo, por el hecho de venir «de arriba» (Joh. 8, 23). Los otros
salvadores vienen del seno del mundo y de la naturaleza;
Cristo, del Dios Uno y Trino, que no está en manera alguna comprendido en la
ley del turno de vida y muerte, de luz y tinieblas, como tampoco está sujeto
a la ley espiritual del desarrollo de la conciencia propia, de la
purificación de lo ético, de la elevación de la personalidad, etc. Viene de
la libertad de Dios, libertad independiente, señora de sí misma. Ya por esto
libera Cristo de la ley del mando. Revela que existe «lo otro», lo verdadera
y absolutamente otro, que no es una dimensión más del mundo. El mismo es
esto otro, y lo es de tal suerte que se puede llegar a El. Es el Dios Santo,
vuelto a nosotros por amor y por amor hecho hombre.
Cristo está libre de la fascinación del mundo; totalmente arraigado en la
santa voluntad del Padre. Desde esta libertad presencia el estado del mundo,
el pecado. En ella expía la culpa del mundo y orienta a los descarriados
nuevamente hacia Dios. Así los redime. Y por ser El de tal manera que el
creyente puede coparticipar en la relación de Cristo con Dios, por eso mismo
es capaz el individuo de tener parte en la redención.
Cristo revela quién es verdaderamente Dios: no la infinita corriente
numinosa; no el fondo del cosmos; no el misterio de la vida; no la suprema
idea, sino el Creador y Señor del mundo, subsistente en sí mismo. Aquél a
quien nosotros, apoyándonos en el mundo, aun cuando en él se expresa, sólo
llegamos a conocer confusamente, porque nuestros ojos están ciegos, y
nuestro corazón, empedernido. Dios se revela en cuanto que se traduce a
nuestro ser humano. A la pregunta de quién es el Padre, corresponde la
respuesta: Aquél a quien Jesús se refiere cuando dice «mi Padre». A la
pregunta de qué sentimientos animan al Dios Vivo, corresponde la respuesta:
Los que se han manifestado en las palabras, en la conducta, en la vida y en
la muerte de Jesús.
Cristo ha descubierto también al hombre. A la pregunta de qué es el hombre,
pueden darse dos respuestas. Una dice: es aquel ser a cuya existencia pudo
Dios traducirse, el idioma en que Dios pudo decirse a sí mismo. El hombre es
de tal naturaleza que el Dios Vivo puede expresarse en Jesús niño, socorro
de los enfermos, maestro de los desorientados, silencioso ante Pila tos,
agonizante en la cruz. Pero también es aquel ser que dio muerte al Hijo
Eterno cuando estuvo en el mundo como Verbo de Dios y resplandeció como luz
eterna en un semblante humano.
Si el hombre acepta lo que Cristo le ofrece, ábrensele los ojos para ver
quién es Dios y quién es él mismo; qué es él mismo y qué es el mundo. Esta
es la Verdad, y por medio de ella se libera el hombre.
Veamos ahora qué relación guardan con Cristo los otros salvadores de quienes
hemos hablado. ¿No son más que modos de encadenar el mundo al hombre en su
seno? Son eso; pero son también modos de añoranza del auténtico Salvador. De
aquí su semejanza con éste, tan grande en ocasiones que induce a la
comparación. No son sólo reclamos que invitan a sumergirse en el conjunto
cósmico; mientras el que en ellos cree se encuentra esperando, presiente en
esos salvadores la auténtica redención. Las liberaciones que se producen en
el seno del cosmos, en las cuales la vida queda libre de las ataduras de la
muerte, aluden a la liberación de la existencia de la caducidad en
general... Luego, cuando llega Cristo en la auténtica epifanía, la alusión
se trueca en evidencia. Entonces se di«e al hombre: Lo que has anhelado lo
tienes ahora, superando todas las posibilidades del anhelo. Tanto, que tu
mismo anhelo será rescatado para la claridad de aquello que propiamente
anhelaba. Porque anhelaba y no sabía qué.
Pero cuando la voluntad adventista se extingue; cuando el hombre, después de
la venida del Redentor, incluso reniega de El y vuelve a sujetarse a
aquellas liberaciones que se realizan dentro del cosmos, entonces los
salvadores se convierten en negaciones de Cristo. Entonces entran en un
nuevo y terrible adviento: se convierten en anticipos del Anticristo.
Mientras esto no sucede; mientras se conserva, primero, la esperanza en la
venida de Cristo, y luego la fe en su epifanía redentora, los otros
salvadores son imágenes intramundanas de la trascendencia supramundana de
Cristo, hasta el punto que es posible a la Iglesia encuadrar en lo cristiano
los símbolos de aquéllos. Así, la figura de Mitra ha tenido influencia sobre
la representación de Cristo como Sol espiritual, y el simbolismo del
solsticio de invierno ha sido muy importante para las fiestas de Navidad; la
figura de Heracles halla eco en la de San Jorge, que, a su vez, es un
reflejo de Cristo, auténtico Vencedor del Dragón; y todavía podrían aducirse
más ejemplos de esta índole. Lo que Cristo ha redimido no es sólo el
espíritu o el alma, sino el hombre y el mundo. Pero Cristo no los ha
liberado de su propio ser, sino de su caducidad y alejamiento de Dios. Los
ha recuperado para el naciente reino del Padre. Por el renacimiento que
continuamente se opera en la fe y en el bautismo, en la contrición de
corazón y en el sacramento de la penitencia, ei hombre y el mundo llegan a
ser nueva creación. Al traer Cristo «la verdadera vida», atrajo al interior
de ésta la otra vida caduca con todas sus experiencias de redención. Al
convertirse en «el sol de nuestra salvación)), el sol natural, con todos sus
ritmos y fenómenos, se convirtió en imagen suya. Así encuadra la liturgia
las experiencias de salvación y los símbolos naturales en su representación
de la auténtica redención, de la vida y de la obra de Cristo. Puede, en
cierto modo, decirse que la realidad, la forma de experimentación, la
rítmica y el simbolismo de las redenciones naturales se han convertido en
base y forma de desarrollo para la redención auténtica.
____________________________
* Traducción de Valentín García Yebra.
Nota [1] Probablemente es Buda el único a quien no se aplica esto—de igual
suerte que el problema budista en general es peculiar y tiene desde el punto
de vista cristiano una categoría totalmente diversa de la de los restantes
problemas planteados por la historia de las religiones.
El santo en nuestro mundo
Der Heilige in unserer
Welt *
Romano Guardini
Los fundamentos
La mayor parte de los días del calendario llevan nombres de personalidades
de la historia cristiana, a los que acompaña un carácter especial de
dignidad, de amonestación y promesa: los Santos. Sus figuras se nos aparecen
en el arte cristiano, se nos presentan en leyenda y poesía, y nosotros
mismos llevamos sus nombres. ¿Qué ocurre con ellos? ¿Qué es un santo?
En cuanto se adquiere intimidad con su naturaleza, no se hace difícil la
respuesta: Ya en el Antiguo Testamento está «el mandamiento primero y
mayor», que luego Cristo confirmó de nuevo: «Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Dt 6. 5; Mt 22,37).
Un santo es una persona a quien Dios ha concedido tomar este mandato con
total seriedad, comprenderlo en sus profundidades y ponerlo todo en su
cumplimiento. Algo grande, pues; incluso, algo terrible; porque ¿qué ocurre
a la persona que se entrega a ello? Por eso se comprende la timidez
respetuosa, pero al mismo tiempo la atracción misteriosa que experimenta el
creyente ante esias figuras poderosas y entrañables. La respuesta que hemos
hallado aquí, vale para todos los Santos, de todos los pueblos y todas las
épocas. Pero también se puede plantear la pregunta de otro modo, a saber:
¿cómo aparece su imagen en la conciencia de los creyentes?
A esto no se puede dar respuesta tan fácilmente. Su esencia permanece
idéntica, pues ¿en qué podría consistir eso tan poderoso y misterioso que el
creyente venera en el Santo, sino en un fortalecimiento del amor? Si
embargo, en el transcurso de la Historia cambia el modo de concebirse tal
fortalecimiento.
El santo en el nuevo testamento
Si preguntamos sobre esto al gran testigo de la vida cristiana primitiva, al
apóstol san Pablo, recibimos una respuesta peculiar. Por ejemplo, en la
Segunda Epístola a los Corintios, dice la salutación: «Pablo, apóstol de
Jesucristo por la voluntad de Dios, y Timoteo, el hermano, a la Iglesia de
Dios que está en Corinto, con todos los santos que están en toda Acaya». Y
en la conclusión dice: «Todos los santos os saludan...», y se completa: el
país desde donde escribe el Apóstol, esto es, de Macedonia.
¿Quiénes son esos santos? Por lo visto, los cristianos, simplemente:
aquellos que han recibido la Buena Noticia, que han aceptado la fe y que han
renacido a nueva vida por el Bautismo. Es decir, una idea diferente que la
que nos es familiar. Cuando pronunciamos la palabra santo, pensamos
engrandes individualidades de la Cristiandad, cuyas solemnes imágenes están
en nuestras iglesias; aquí son personas que viven su vida en Corinto y
Tesalónica y Efeso, y otros sitios; creen y esperan, se atormentan con su
fragilidad, y no tienen para exhibir gran cosa de extraordinario en lo
religioso.
¿Dónde está aquí, pues, esa cosa especial que implica patentemente el
concepto de santo?
Ante todo, tenemos que darnos cuenta claramente de que en la época
primitiva, hacerse cristiano y vivir como cristiano, ya era por sí solo algo
extraordinario. Quien se decidía a ello, se desprendía del contexto de su
existencia anterior. Se hacía extraño a su circunstancia. Si su familia no
daba el paso con él, también se enajenaba de ella; a veces tan
profundamente, que equivalía a una separación.
Toda la vida de la Antigüedad estaba penetrada de usos de la religión
pagana, y el lenguaje cotidiano estaba lleno de alusiones a los dioses y los
mitos de los dioses; por tanto, la manera de vivir y hablar del cristiano
tenía que apartarse de la habitual. Esto no sólo era trabajoso, sino que
daba lugar a malentendidos, dificultades y apuros sin número. Las brillantes
fiestas religiosas le quedaban prohibidas; tenía que mantenerse alejado de
las solemnidades públicas de la ciudad y el Estado, pues todas estaban en
relación con los dioses del país, o por lo menos tenía que tomarlas con un
distanciamiento que era difícil y requería tanta renuncia como prudencia. Y
por lo que tocaba al Estado romano -y se trataba de él sobre todo—, éste se
concebía a sí mismo como algo divino, y su cabeza, el César, era venerado
expresamente como una divinidad. Por eso el cristiano, no pudiendo
participar en conciencia en todo esto, tenía que encontrarse en los más
duros conflictos con la ley y el poder del Estado.
Quien se hacía cristiano daba, por el amor de Dios, un paso lleno de
consecuencias. Entraba en una vida intranquilizada por la desconfianza del
ambiente y cargada de dificultades de toda especie; una vida que exigía
renuncia tras renuncia, y a menudo llevaba a la opresión y la muerte. Así
comprendemos muy bien que san Pablo hable de los cristianos como de los
santos.
Pero hay también otra cosa, que es lo esencial. Aquellos hombres sabían lo
que significaba ser pagano. Habían experimentado qué profundamente atada a
la Naturaleza estaba su existencia, a pesar de toda cultura; qué poco
servían a la auténtica menesterosidad del corazón aun sus más evolucionadas
formas espirituales y artísticas; qué poco podían saciar sus mitos y cultos
el ansia de verdad y libertad, aun con toda su profundidad.
Por eso aquellos hombres conocían también la grandeza divina de la Buena
Noticia. Habían percibido el «amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento» (Ef 3, 19), y volvían a percibir siempre lo que significa
crecer entrando en la nueva vida del Reino de Dios. Lo que vivían era,
simplemente, una existencia nueva, regida por el Santo Dios; así tenía mucha
razón el Apóstol para llamarlos los santos.
El Santo de lo extraordinario
Pero luego se cambian las cosas. Los cristianos se hacen más numerosos, y
cuando aumenta el número, por lo regular disminuyen la seriedad y el valor.
Además, entre los que entran en la fe, cada vez hay más niños; pues cuando
el padre y la madre se hacen cristianos, o lo son ya, introducen sin más a
sus hijos en la comunidad de la Iglesia. Pero éstos ya no se dan cuenta de
lo enorme del paso. Crecen en el reino de la fe, y lo que en sí es tan
extraordinario, se vuelve obvio.
Incluso, después de la conversión del emperador Constantino, la fe cristiana
se hace religión de Estado. Entonces quien quiera presentarse como buen
ciudadano y avanzar en el servicio del Estado, tiene que ser cristiano, al
menos de nombre y en conducta pública; y ya podemos imaginar cuánto se
superficializó con esto la vida cristiana en general, y cómo quedó oculto lo
peculiar de ella. Ya no hubiera sido posible entonces hablar de los
cristianos sencillamente como de los santos en Corinto, Efeso o Roma.
Entonces tuvo que formarse un nuevo concepto de santo, y se empezó a
entender como la persona que realizaba de un modo extraordinario el
mandamiento mayor.
Sobretodo, era el mártir, que daba su vida por la fe. Un san Esteban, un san
Ignacio, una santa Perpetua, una santa Inés, tenían en torno el fulgor del
heroísmo cristiano, haciéndolos dignos de especial veneración... Pero
también se puede expresar de otro modo el amor sin reservas a Dios. Por
ejemplo, alguno experimentaba tan profundamente lo terrible del pecado, que
no le bastaba arrepentirse y procurar mejorarse. Lo arrojaba todo, se iba a
la soledad y llevaba allí una vida de penitencia, cuya dureza espanta:
pensemos en los ermitaños del desierto de la Tebaida… O a alguno se le hacia
tan apremiante la llamada de la comunidad con Dios, tan poderosa su
abundancia de valor, que por ella se hacía pobre, como lo hicieron san
Francisco y santa Clara... O alguien era arrebatado por el mandamiento del
amor al prójimo, y se entregaba entero al servicio de los pobres y los
enfermos; pensemos en santa Isabel de Turingia o san Vicente de Paul...
Otros, por su parte, sintieron la grandeza de la verdad de Dios y vivieron
sólo investigándola, como un san Anselmo de Canterbury, o un santo Tomás de
Aquino... Pero otros percibieron en su corazón las palabras: «Id, pues, y
haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19); fueron arrebatados por el
ardor del apóstol, y llevaron el mensaje al mundo, quizá para sellar su
palabra con su sangre: san Patricio en Irlanda, san Bonifacio en Alemania,
san Francisco Javier en la India... Y así sucesivamente, en la inagotable
multiplicidad de las gracias y las vocaciones.
La vida de estos hombres tiene el más diverso contenido, pero siempre
ostenta el carácter de lo extraordinario. Proceden de todos los estratos de
la sociedad; son reyes o labradores, caballeros o artesanos, mujeres,
hombres, jóvenes, niños; pero tienen una cosa en común: la exigencia del
amor de Dios los saca de lo cotidiano y los impulsa a realizar algo
extraordinario.
Con ello son testigos de la grandeza eternamente nueva de lo que se ha hecho
posible por Cristo. En cierto modo, difractan la divina simplicidad de Su
luz en las más diversas formas de realización; acuñan modelos, muestran
objetivos y caminos, liberan fuerzas que continúan su influjo a través de
los siglos.
Esta es la idea del Santo que ha influido en la conciencia cristiana hasta
nuestra época. También seguirá siendo siempre válida, pues es verdadera; y
nuestra vida cotidiana necesita grandes figuras en que se haga patente el
poder de la gracia de Dios, que supera todo lo terrenal. Imágenes como santa
Cecilia y san Sebastián, san Benito y santo Domingo, san Agustín y san
Ignacio, san Luis Rey y santa Cunegunda Emperatriz, la criada santa Notburga
y el labrador san Nicolás von der Flüe, siempre serán manifestaciones
resplandecientes de lo que puede el amor cuando supera toda limitación:
imágenes del heroísmo cristiano, que se expresa en una vida de riesgo,
paciencia y cumplimiento sin reservas.
El santo de lo invisible
Pero ahora parece que en el transcurso de la época actual se cumpliera otra
vez un cambio: esto es, como si la idea de lo extraordinario ya no estuviera
en el centro de la importancia, como antes. No hemos de adentrarnos aquí en
el modo como esto ocurre en el transcurso de la Historia: tomemos sólo un
único testimonio, fácilmente accesible. En el siglo XVIII Jean de Caussade
escribió sus ideas, tan sencillas como poderosas, que si bien estaban
destinadas en principio para la vida monástica, luego tienen también que
decir algo de la mayor importancia para el que vive en el mundo, con el
conveniente traslado de términos. El libro se titula: Entrega a la
Providencia de Dios, y responde a la pregunta de cómo debe vivir el
cristiano que quiera hacerse santo, diciendo que no debe plantear nada
extraordinario, sino solamente ir haciendo siempre lo que en cada ocasión le
exija la hora. Dios mismo traza el plan mediante su orientación providente;
por tanto, el camino hacia la santidad no pasa por un sistema preparado de
acciones y ejercicios, sino por el conjunto de la vida misma; y el progreso
hacia lo más alto no consiste tanto en grados de realización cuanto en la
pureza cada vez mayor del amor, con el cual se ha de hacer lo que requiera
la situación a cáela vez. Pero lo que ésta requiera realmente, no lo que
querría algún motivo egoísta: predilección personal, o comodidad, o ventaja,
o gusto. Es decir, como si la situación misma hablara, diciendo: «Esto es
necesario: que ayudes a éste, que hagas este trabajo, que ejercites la
paciencia en este sufrimiento...» Hacerlo, limpia y correctamente, sin
enderezarlo según deseos personales, o debilitarlo, o falsearlo; esto es lo
que lleva a la santidad.
Así se da también respuesta a la pregunta de cómo puede uno amar a Dios.
Pues, en efecto, algunas veces ocurre que alguien es tocado por su santa
realidad; entonces el amor se convierte en entrañable obviedad. Pero por
regla general no es así. La mayor parte de los hombres tienen siempre mudo
el corazón, y lo cotidiano lo tapa todo con su estrépito. ¿Qué es entonces
el amor? Esto exactamente: hacer lo que ahora es justo, porque ello cumple
la voluntad de Dios. Y hacerlo, como quiere ser cumplido el amor, con pureza
y de buena gana.
De ese amor se ha dicho que debe cumplirse «con todo tu corazón, con toda tu
alma, y con toda tu mente»; pero ¿quién puede decir jamás que lo hace así?
¿Realmente está en ello todo su corazón, toda su alma y toda su mente? Para
comprender con claridad sólo tenemos que darnos cuenta de que aquí hay un
avance en el que no cabe exceso. Un camino, que lleva cada vez más lejos,
más allá de lo que alcanza la vista; del cual se deben apartar continuamente
los pensamientos en segundo plano y las intenciones adventicias, poniendo al
descubierto las astucias interiores y la mala fe, y superando las
resistencias y cobardías. Es el camino hacia esa totalidad de que habla el
mandato: todo el corazón, toda el alma, toda la mente. Pero ¿qué significa
esto, si se trata del amor a Dios, totalmente santo y que todo lo ve; y ante
todo, del propio amor de ese Dios, que hace posible de algún modo el
nuestro?
Aquí surge otra imagen del santo. Aquí ya no se habla de lo extraordinario.
El hombre que va por este camino, hace lo que debería hacer cualquiera que
quisiera hacer bien su asunto, aquí y ahora. Nada más y nada menos.
Pero la justeza de la tarea propuesta aquí y ahora, la entiende a partir de
Dios. Con ello no se alude a nada fantástico. Emplea su razón, hace lo que
exige su vocación, y puede dar cuenta justa de todo; pero su conciencia está
sumergida en algo infinito. Su acción se realiza en el mundo, pero se sabe
obligada por la voluntad de Aquel que ha creado este mundo, estando Él mismo
por encima cíe todo mundo. En medio de nuestra vida, enredada por todo
egoísmo y mentira, trata de recuperar de un modo nuevo lo que en el
principio determinó la vida del primer hombre, antes de que éste pusiera su
propia voluntad por delante de la voluntad de Dios.
Querer esto es amor. Y en este amor, dicho una vez más, hay un camino
infinito: hacia la verdad cada vez más plena, hacia la disposición cada vez
más pura, hacia la acción cada vez más resuelta. La santidad empieza por
querer ese todo del que habla el Señor, ese todo del corazón, del alma y la
mente. Y va creciendo en las constantes superaciones que eso cuesta, en las
renuncias que se hacen precisas, en la penetración hacia una autenticidad
cada vez más pura del espíritu y del corazón. Con eso, cada vez se hace
menos llamativa. Casi diríamos: se repliega a lo justo en lo cotidiano. Lo
que hace la persona en cuestión, cada vez tiene menos importancia y, a la
vez, más importancia.
Menos importancia, en cuanto que ya no se trata de cómo es lo que hace: qué
grande, o qué difícil, o qué arriesgado. Lo exigido puede ser importante, o
mediocre, o pequeño; es indiferente. Solamente debe ser lo que corresponde
ahora... Pero por otro lado se hace más importante, porque, sin embargo,
debe hacerse tal como es adecuado en sí, no como lo queman los motivos
personales; tal como lo quiere Dios, que ha creado todas las cosas, y cuya
voluntad habla en cada situación por ser ésta precisamente como es. El
hombre, por decirlo así, recibe en cada ocasión su tarea de la mano de Dios;
del Dios que es la verdad y no quiere relumbrones ni chapucerías. Toda
acción se convierte en un acuerdo entre el hombre que actúa y Dios que le da
en la mano Su creación en ese momento, como antaño al primer hombre, para
que la «labrase y cuidase» (Gn 2, 15).
Es curioso lo que ocurre aquí: cómo la cosa se acentúa en su esencia, y a la
vez, precisamente por su objetividad, Cómo desaparece en lo justo y
adecuado. Nada resplandece aquí: no se habla de grandes experiencias, ni de
riesgos, ni de irrupciones. En general, ya no se habla, sino que se trata de
una tranquila acción, según lo exija la hora. No sorprende nada. Quizá
alguien pasa al lado y no nota riada de particular... Pero si su espíritu
está alerta, quizá notará algo, sin embargo: una silenciosa libertad, una
tranquila seguridad, en sentido y orientación, una alegría, a pesar de todas
las preocupaciones y dificultades...
Si parece cierto lo que digo — y les ruego a ustedes, los que me oyen, que
se penetren de ello y lo examinen— , entonces se hace visible aquí una
imagen del Santo que es muy afín al sentir de nuestra época. Pues esta época
siente desconfianza respecto a las personalidades extraordinarias y las
hazañas desmesuradas; a pesar de la excitación y agitación que hay en todas
partes. Más aún, quizá precisamente por todo esto: porque las personas más
honradas y auténticas notan qué mortal tontería hay en todo esto. Se me
ocurren dos ejemplos que quizá aclararán mejor lo que quiero decir.
Al final de la Primera Guerra Mundial surgió el concepto del "Soldado
Desconocido". Antes se había hablado del gran jefe militar, o del realizador
de hazañas famosas. Parece que éstos dejan de ser interesantes; en cambio,
adquiere importancia el que ama su tierra, el que conoce sus deberes y los
realiza, donde está, con silencio y decisión... Otra cosa análoga: desde
hace algún tiempo se ve que las tareas científicas, técnicas, sociales y
otras muchas, se hacen tan grandes que un solo individuo no puede ya
dominarlas. Así, en lugar de la personalidad descollante, aparece el equipo,
el grupo de trabajo. Cada cual trabaja en su sitio, pero con la
responsabilidad por la causa común. Cada cual sabe que por esa causa puede
confiarse a los demás; lo mismo que él, obviamente, está al lado de cada uno
de los demás... Ambos fenómenos indican el mismo carácter espiritual, el
mismo matiz anímico. Lo extraordinario retrocede; lo individual se vuelve
invisible; en cambio, con eso hay en cada cual una sensibilidad viva por la
cosa de que se trate, y con ello cada cual adquiere una nueva importancia.
Quizá no esté descaminado compararlo —naturalmente, en otro plano— con lo
que acabamos de decir sobre la imagen del santo. Éste ya no se
caracterizaría por una forma de existencia que se saliera del resto de la
vida. Más bien actuaría en lo invisible, haciendo lo que en cada ocasión es
justo y adecuado; pero con una pureza de intención que cada vez se une más
con el amor de Dios; desprendiéndose más perfectamente del egoísmo y la
complacencia en sí mismo, y adquiriendo así una libertad que ya no tiene
nada que ver con la originalidad y genialidad, sino que se realiza por
completo en el núcleo de la persona.
Es seguro que cada hombre tiene su tarea en el conjunto de la historia,
conducida por Dios en el mundo. Pero hay muchas tareas que aguardan a uno
solo, que se ha puesto totalmente a la disposición de Dios. De tales tareas,
hay muchas y muy apremiantes. Pensemos, por ejemplo, en el poder que ha
alcanzado el hombre actual sobre la Naturaleza, pero sin haber crecido más
él mismo; o en el modo como el individuo es absorbido por el Estado y la
sociedad. Sin embargo, de eso no podemos seguir hablando ahora; queremos
llamar la atención sobre otra cosa decisiva, a saber, la cuestión de la fe.
¿Puede creer hoy todavía un hombre honrado? ¿Y no sólo todavía, sino con
plena responsabilidad? ¿Y qué aspecto tiene esa fe? En la Primera Epístola
de san Juan se encuentra la frase: «Y lo que ha conseguido la victoria sobre
el mundo es nuestra fe» (5, 4). El mundo ejerce su poder sobre el hombre de
mil maneras exteriores, pero también interiormente. Actúa sobre los
supuestos previos de su pensamiento; sobre las medidas de su juicio de
valores; sobre su sentir respecto a lo que es real y esencial. Por todas
partes irrumpe en él y trata de llenarlo por completo. En el caso de que
ocurra así, ya no puede seguir creyendo. Por tanto, debe vencer esa fuerza
del mundo; su corazón y su espíritu deben liberarse de él; obtener distancia
respecto a él.
La tarea siempre ha estado planteada, pero en diversas épocas ha tomado
caracteres diversos. Daría lugar a muchas conclusiones observar cómo se
presentaba en la Antigüedad, cuando el mundo estaba determinado por el mito;
cómo en la Edad Media, cuando hubo que dar forma al caos de la emigración de
pueblos; cómo en la Edad Moderna, cuando la gran entrega del hombre concreto
a Dios quedó contrapuesta a la liberación del individuo de sus cadenas. En
cada ocasión tuvo lugar esa victoria. A partir de una comprensión abierta en
el corazón y el espíritu, a partir de la más íntima decisión de la persona,
adquirió una nueva forma, la relación entre el hombre dispuesto a la fe, y
el mundo.
Es tiempo de que esto vuelva a ocurrir, de que otra vez el mundo sea
vencido, para que pueda haber viva fe. No todavía, de tal modo que algunos
individuos, que por su manera de ser pertenecieran a épocas superadas, sean
capaces de algo que la generalidad de los hombres ya no puede hacer. Tampoco
en sentido de que la fe cierre los ojos a la realidad del mundo y lleve una
vida artificial en un territorio separado. Pero tampoco en el modo de un
paradojismo desesperado que supiera muy bien que no hay caminos hacia Dios
de que se pueda responder, pero que se lanzara hacia Dios en decisión
irracional. Todo esto son asuntos a extinguir. Es tiempo de que se vuelvan a
abrir los ojos para la verdad.
El mundo se cierra cada vez más sin dejar agujeros. Cada vez se cimenta más
decididamente el mundo en el sentir de la época como lo uno y lo único; como
Naturaleza, dada sin más, y como Cultura, dueña de sí misma. Por eso el
hombre debe volver a poner en su mirada el mundo, como por primera vez,
partiendo de su origen interior. Debe aprender a leer otra vez sus formas y
relaciones. Debe ver — no sólo pensar, no sólo afirmar, sino ver con los
ojos— que el mundo no es sólo Naturaleza, sino obra de Dios; no una
totalidad saciada en sí misma, sino palabra que habla de lo auténtico; y que
el hombre no está encerrado en él, sino que puede salir en libertad.
Ciertamente, no como si descubriera de algún modo un agujero en el conjunto,
o abriera una ventana en la pared, sino en cuanto que ve que el mundo es el
rostro por el cual mira Dios; y a la luz de esa mirada puede el hombre
lanzar su mirada hacia la libertad de Dios. Pero en la apertura que así se
produce, encontrarán sitio mucho más fácilmente las palabras de Dios y la
figura de Cristo.
Lo que debe ocurrir ahí no es nada ruidoso, nada que produzca sensación. Más
bien son cosas silenciosas, suaves; pero cosas que lo transforman todo. Sin
embargo, sólo pueden suceder en el corazón y en el espíritu de aquel que se
ponga a la disposición de Dios.
Esto sería una tarea cuya resolución aguardamos sobre todo del santo, al
lado de los demás, que nos enseñe qué aspecto tiene hoy el amor, que es más
fuerte que el poder.
A partir de aquí pueden también volver a acontecer milagros. Se dice que ya
no los hay. Extraña afirmación, cuando al mismo tiempo, sin embargo, se
creen los más curiosos milagros con una beatitud de confianza realmente
estremecedora: charlatanería pública, milagrera, en todas las formas
imaginables, médica, o social y cultural; o secreta, embustera, escondida en
programas políticos y técnicos.
El verdadero sentido del milagro es que el Dios vivo se haga evidente en la
realidad de la existencia. Su forma es diversa, cada vez según la época. El
milagro que aguardamos consiste en que se disuelva la opresión sorda y
pesada del mundo, de la que no parece haber salida, al hacerse capaces
nuestros ojos de ver lo que es, y que nuestro corazón se penetre de cómo van
las cosas en verdad.
Santidad y estado secular
La imagen del santo de que hemos hablado, que se repliega a lo invisible,
pero al mismo tiempo se hace cada vez más intensa, parece tener también una
relación especial con el deber del seglar, cuya posición en la Iglesia, en
efecto, es objeto de un problema que cada vez se hace más apremiante.
La realización de aquella imagen del santo, considerada por nosotros en
segundo lugar, presuponía, por lo regular, una atmósfera favorecedora de lo
extraordinario. Pero tal atmósfera ya no existe para el creyente que vive
trabajando en el mundo. Este creyente vive en un ambiente organizado según
normas en serie; trabaja en laboratorios, fábricas, cargos oficiales, que
funcionan con maneras de proceder calculadas y planeadas. ¿Podría realizar
ahí una norma de vida religiosa, que se expresara en experiencias y
realizaciones religiosas extraordinarias? Con eso se volvería tan extraño
que él mismo llegaría a no tener sentido. O tendría que decirse que lo que
se llama santidad no está hecho para él, sino que está reservado a los que
viven en un terreno de algún modo reservado y preparado. Pero ¿qué ocurriría
entonces con la amonestación cíe Cristo: «sed perfectos, igual que es
perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), que abre para todos,
evidentemente, una posibilidad?
Es un problema difícil que se ha percibido hace ya tiempo y que entra en la
raíz de la vida cristiana. Pero hay una idea que puede servir para seguir
adelante: la idea de -, la responsabilidad del seglar por el mundo.
Ya en el transcurso de la Edad Media, pero sobre todo en la Edad Moderna, ha
ocurrido algo lleno de consecuencias. La vida espiritual ha dejado de ser
sin más la relación del cristiano con Dios; la ordenación, donación de
sentido y aclaramiento de la existencia, que proceden de Dios. Ha tomado una
suerte de carácter de especialidad, ha formado una teoría artística del
perfeccionamiento, y con eso se ha aproximado cada vez más a un determinado
estado, el monástico. Por su parte, el mundo ha perdido su carácter
religioso. Se ha olvidado que, sin embargo, en cuanto tal mundo es un hecho
religioso, o sea, Creación, lleno de la idea de Dios, y en la cual el hombre
cumple una obra que Dios le ha encargado. Mejor dicho: es cierto que se
sabe, porque está en el primer artículo de la fe; pero eso ya no es
operante. La Creación, en la conciencia de la generalidad de las personas —
con mucho, también de los cristianos— se ha vuelto mero mundo mundano;
Naturaleza neutral y Cultura autónoma.
Ahora queda a un lado un mundo desprendido de Dios: presentado como programa
en el liberalismo y el positivismo; realizado con la fuerza de los estados
totalitarios; pero operante también como peligro y declive en la conciencia
cristiana. Al otro lado, en cambio, está una piedad ajena al mundo, que ha
perdido su contenido terreno, y que se ha vuelto, en muchos sentidos, mera
piedad, moviéndose en un dominio separado, y ostentando un peculiar carácter
ineficaz de fantasma.
Pero con esta piedad se ha olvidado que el mundo no es sólo objeto de
cumplimiento de obligaciones y campo para la lucha contra el mal, sino tarea
propuesta como tal por Dios al hombre.
En la más inmediata unión con el relato de la Creación — y esto a su vez
significa, con la doctrina de la esencia del ser— el Génesis habla del
Paraíso. No era, como lo ha hecho el descreimiento, un mítico reino
original, o un país de leyenda, puesto que Dios se lo había dado, en poder y
responsabilidad, al hombre ligado a Él. Y este hombre mismo no era un niño
juguetón, sino un ser poderoso, libre, responsable y lleno de fuerza, sin
confusión. En esta relación irrumpió la rebelión y destrozó el Paraíso. Pero
no por eso se convirtió el mundo en tierra de nadie, ni tampoco en reino del
mal, sin más, sino que siguió siendo propiedad de Dios, y el hombre siguió
siendo responsable de él, como antes.
Bien es verdad que se tenía que defender de la terrible capacidad para el
mal que su pecado había dado al mundo; y luchar con el destrozo que él mismo
había producido en toda relación con las cosas. Pero siempre siguen
residiendo en el mundo las ideas creativas de Dios. Por tanto, aunque a
menudo sea difícil reconocerlo, hay en él algo justo que se puede hacer; y
la tarea consiste siempre en hacerlo.
La obra de Dios, el mundo, está confiada al hombre. Éste debe cuidarse de
que vaya de manera justa, en la medida y el modo que es posible después de
trastorno de la culpa; cada hombre donde está, según su vocación y sus
fuerzas. Esta tarea no es meramente mundana, desplegándose al lado de las
tareas religiosas, sino que es religiosa en si y en cuanto tal, no
cristiana, y en definitiva sólo puede ser cumplida en obediencia ante el
encargo.
Pensamos demasiado poco en esa tarea. Demasiado poco se nos presenta el
mundo en nuestra conciencia como la obra creada por Dios, que Él ama — véase
la frase, repetida cinco veces, en el relato de la Creación: «y vio Dios que
estaba bien» (Gn 1), obra buena para Él— y que nos está encomendada. Se
distinguen demasiado poco las cosas al hablar del mundo como el reino del
mal y del poder de la seducción.
La consecuencia ha sido que el mundo ha caído en manos de la incredulidad, y
esta palabra no se refiere sólo a aquellos que rechazan la fe en Dios y en
su juicio, sino también a aquellos que, si bien creen religiosamente, no
realizan sus acciones a partir de la responsabilidad de esa fe, sino sólo
por habilidad en los asuntos o por ventaja personal.
El mundo de vida y trabajo del hombre y, a través de él, la tierra como idea
y construcción de Dios, están en un peligro cuyo apremio sólo puede ser
desconocido por una irreflexiva fe en el progreso; de ello he intentado
hablar con más detalle en mi libro El ocaso de la Edad Moderna. El hombre,
tal como hoy vive, piensa y actúa, no ha llegado a creer, sin embargo, a la
altura de este peligro. El mundo debe entrar en una responsabilidad más
profunda, la de la fe. .Con ello, ciertamente, no se le ha de rebajar nada a
la creciente seriedad, nacida de la inmediata ética de su profesión, del
científico, del ingeniero, del artista, del político; pero no basta. Le
falta la distancia, el orden, la libertad, que hacen falta para dominar el
caos cultural. Así que es hora de que el cristiano se acuerde de su
obligación y asuma el mundo en su conciencia. Aquí reside el deber del
seglar.
A comienzos de este siglo entró en circulación un concepto que parecía
apropiado para superar la separación que demos descrito. Invocaba la Primera
Epístola de san Pedro (2,5-9), donde se habla de un santo sacerdocio, que
está en la Cristiandad en cuanto tal. Así, se habló mucho del sacerdocio de
los seglares; pero esto produjo poco de bueno y mucha confusión.
Ya hubiera debido poner sobre aviso el hecho de que esta idea tuviera un
papel tan escaso en el Nuevo Testamento; mejor dicho, considerándolo en
conjunto, ningún papel. La cita de esta Epístola no se puede comprender sin
remitirse al contexto del Antiguo Testamento, y no tiene nada que ver con
problemas modernos.
El fundamento de toda forma de vida clara y toda tarea de trabajo, debe ser
la verdad. El seglar no es sacerdote, ni aun en sentido debilitado o
simbólico. Su tarea y su responsabilidad no tienen nada que ver con la
sacerdotal, ni pueden deducirse de ésta. Más bien brotan de fuente propia, y
precisamente de ese encargo divino de que habla el segundo capítulo del
Génesis. Primero está el relato de la Creación, en que Dios aparece como el
soberano, que concibe y realiza la plenitud esencial del mundo, en poder y
dominio absolutos; que crea todo lo bueno y sólo lo bueno; y que luego
entrega su obra, en la forma del Paraíso, a la responsabilidad del hombre,
para que la «labrase y cuidase» (2, 15).
El Paraíso — como ya se ha dicho— no es ningún país de leyenda. Es el mundo
real, pero asumido en la relación de gracia que Dios ha concedido al hombre.
A éste lo ha hecho el Señor del mundo; pero su señorío debe ser servicio
respecto al verdadero y auténtico Señor. Así se cumple en la medida en que
el hombre cumple el servicio con pureza; pues la verdadera soberanía no es
violencia, sino verdad. Ésta consiste en que se vea la esencia de las cosas
y se le haga justicia; pero el carácter de las cosas en que se cimenta todo
lo demás es que no son Naturaleza, sino Creación. Sólo cuando se ven, se
entienden y se aceptan corno tales, se abren ellas y obedecen.
El hombre se rebeló contra la relación fundamental, según la cual solamente
Dios es Dios y Señor esencial, y él en cambio está creado, y por tanto es
sólo señor por la gracia — puede verse mejor en el relato de Génesis 3, que
a cada ve/, nos vuelve a desvelar nuestra esencia—. El Paraíso se desplomó.
En la relación del hombre con las cosas irrumpió la culpa, confundió la
mirada para la verdad, e hizo insegura la soberanía. También sobre esto el
relato dice todo lo que es menester a quien lo lea adecuadamente. A pesar de
ello, la verdad del ser persiste, y la Redención lo ha elevado todo a una
nueva posibilidad. La tarea del seglar creyente es entender, según la
Redención, la existencia trastornada, conformada como obra, ordenarla como
espacio vital y con ello, a pesar de todos los fracasos, volverla a poner en
marcha siempre como por primera vez. En lugar del señorío de antaño,
establecido a partir de la verdad de las cosas, ha venido la trágica lucha
por el orden en una existencia rebelada. Aquí tiene ahora que guardarse.
La medida para la consecución de esta tarea reside, ante todo, en las mismas
realizaciones en el mundo, en cada ocasión. El que actúa no debe solamente
tener buena intención, ser honrado y fiel a la obligación, sino que debe
realizar las cosas como hace falta, esto es, como lo exige la voluntad de
Dios que se expresa en cada cosa y situación, o sea: como Dios manda.
El otro aspecto de esta medida es la pureza de la intención y la intensidad
del espíritu con que el cristiano reconoce la voluntad de Dios presente en
las cosas, y las cumple. La corrección objetiva, que reside en la esencia de
la tarea en el mundo, en cada ocasión, debe ser asumida en la propia
intención religiosa, y convertirse, por decirlo así, en materia para el amor
a Dios. De este modo el mundo vuelve a entrar en su voluntad. Deja de ser
mundo profano, como había llegado a ser en la Edad Moderna, Naturaleza
anónima de que cualquiera puede disponer, y Cultura autónoma, en que el
hombre se pone a sí mismo como creador. Pero, recíprocamente, la piedad
adquiere una seriedad que viene de las cosas mismas, y que le quita ese
carácter peculiar de especialidad espiritual aparte, que tiene no pocas
veces.
El Santo de lo extraordinario como constante correctivo
Queda claro, desde luego, que en todo esto hay también peligros. Lo que
hemos señalado aquí es un tipo de vida religiosa, que, como todo tipo, puede
ser vuelto hacia lo adecuado y lo inadecuado. Pues la intención determinante
también puede ser vaga, incluso poco honrada. El cumplimiento de las
exigencias objetivas como forma de realización del amor a Dios, puede
falsearse en una especie de ética cristiana de la eficacia. Se trataría
entonces, en realidad, del cumplimiento de la exigencia de la situación
dada; la idea del amor, por el contrario, se reduciría a un motivo que la
garantizara.
Aún más hondo llegaría la desviación si la responsabilidad por el mundo
degenerara en un optimismo de la realización y el progreso, pero olvidando
en esto lo que forma el fundamento de la concepción cristiana de la
existencia: que la primitiva rebelión contra Dios ha producido en el hombre
un trastorno que impide el optimismo; una verdad que encuentra su expresión
última en el destino de Cristo, en la Cruz. Entonces, todo resbalaría a un
naturalismo de preocupación por el mundo y de eficacia.
Con una entrega muy intensa a las tareas del mundo puede también olvidarse
lo que significa el desprendimiento de la ligazón al mundo. Véase la
amonestación de san Pablo: "El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen
mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen.
Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no
poseyeran" (1 Co 7, 29-30), y la de san Juan, aún más urgente: "No améis al
mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el mundo, el amor del Padre
no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de
la carne, la concupiscencia de los ojos, la jactancia de la riqueza, no
viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero
quien cumple la voluntad de Dios" permanece para siempre" (Un 2,15-17). Es
verdad. Pero expresa sólo la posibilidad negativa de una puesta en juego que
en sí se ha de realizar adecuada y positivamente.
Aquí vuelve a estar claro lo que siempre se ha dicho de la importancia
permanente de la segunda imagen de la santidad: el hombre que todo lo
sacrifica por el amor de Dios, que a todo se atreve, que entra en toda
soledad y todo dolor, se convierte en correctivo que recuerda continuamente
las posibilidades negativas contenidas en la tercera imagen. Con ello se
acentúa algo que pertenece al orden de la vida cristiana. El núcleo de la
imagen de la santidad determinada por lo extraordinario, reside en el
cumplimiento del consejo evangélico. La renuncia a la propiedad, a la
determinación de sí mismo y a la plenitud sexual, en obsequio a la plena
libertad para Dios. Pero precisamente por el hecho de que haya individuos
que cumplen esa renuncia, se vuelve siempre a demostrar que los valores
mundanos también pueden ser realizados del modo adecuado, como adecuada
relación con la propiedad, con la libertad y con la vida de comunidad. Esto
también se aplica aquí.
La imagen de la santidad de lo extraordinario permanecerá siempre en
vigencia y velará para que la imagen de la santidad de lo invisible no caiga
en las falsificaciones que la amenazan. Dirá al cristiano que la obligación
de realizar una justa ordenación de la propiedad, una independencia con
sentido, una relación sexual conforme a su naturaleza, y a partir de ahí,
todas las demás exigencias de una cultura adecuada, en definitiva sólo
pueden alcanzarse por la misma intención y las mismas fuerzas por las que
han vivido las grandes figuras de la renuncia y del sacrificio de sí mismos.
_________________
* Traducción de José María Valverde.
Extraído de La vida de la fe (Das Leben des glaubens)
Romano Guardini
Hemos iniciado nuestras meditaciones con el problema del despertar de la fe.
Pero tal estudio no va nunca más allá de cierto límite: el origen de todo lo
que vive continúa siendo impenetrable. Si se preguntase a un creyente capaz
de conocerse a sí mismo: "En realidad, ¿por qué crees?", probablemente
comenzaría por responder: "Porque esa verdad me convence... Porque tal o
cual valor me ha conquistado... Porque allí veo las posibilidades de una
suprema finalidad religiosa y humana..." Luego, sin duda agregará: "Pero
todo eso no constituye todavía mi motivo supremo; en definitiva, creo porque
Cristo es realmente". O dicho de otra manera: "Creo porque creo". Volverse
creyente es, en efecto, un comienzo. Esto no se deduce de antecedentes
psicológicos o intelectuales. Ciertamente, siempre es posible alegar
razones, encontrar explicaciones y hasta concretar pruebas; es posible
descubrir relaciones- de orden psicológico, recurrir a acontecimientos
vividos; pero, subsiste el hecho de que la fe propiamente dicha es un
comienzo de orden existencial y, como tal, no se podría deducirlo de nada.
No hay ninguna analogía con el acto del razonador que de ciertas premisas
extrae la conclusión final. Esto se asemeja más bien al despertar después de
una noche de sueño, o mejor todavía, a la criatura cuando sale del seno
materno para empezar su propia existencia. La fe aparece, abre los ojos,
nace cualquiera sea la expresión elegida para designar el hecho de que
existe un verdadero comienzo. En consecuencia, todas las tentativas para
ceñirla a causas lógicas o morales fracasan necesariamente. A los ojos del
logístico puro, el acto de convertirse en creyente es un círculo: su fuente
está en sí mismo. Pero ese "círculo", es decir, el renunciamiento a toda
deducción lógica, es justamente la imagen que corresponde a ese puro
comienzo.
Detrás de esa oscuridad impenetrable que envuelve el comienzo de la fe se
oculta un misterio más profundo: la fe es obra de Dios. Todos esos esfuerzos
del pensamiento, esos episodios de la sensibilidad, esas emociones causadas
por los valores religiosos, esos encuentros con los santos son los
materiales con los cuales el verdadero artesano, Dios, realiza su obra.
Volverse creyente es efecto de una acción divina que nos conmueve, nos
transforma, nos ilumina, nos atrae, dejándonos envueltos en el misterio de
la gracia. Hasta allí no penetra ningún análisis psicológico ni razonamiento
lógico alguno.
Pero la fe tiene igualmente un lado humano: nace y se desenvuelve siguiendo
ciertas leyes. Es, pues, perfectamente legítimo plantear el problema de la
experiencia de la fe, que presentamos ya a propósito de su génesis.
No obstante, para evitar que la fe se disuelva en una vaga religiosidad,
hemos ligado el acto de fe con su contenido, y hemos visto su
interdependencia absoluta. La fe es un acto que responde a la realidad
precisa de Dios, lo que no significa que por tal circunstancia se sustraiga
a las leyes y a las estructuras generales de toda actitud religiosa; pero la
ciencia de las religiones ha insistido demasiado en ello queriendo reducir
la fe cristiana al sentimiento religioso. Lo que a nosotros nos importa es
su naturaleza, y ésta sólo se comprende en función de su contenido; de ahí
que hayamos fijado ésta cuidadosamente. Sigamos, pues, nuestra búsqueda y
examinemos lo que sucede después del despertar de la fe.
En el fondo, se trata de una historia. Pues la fe tiene historia. En su
despertar, no es firme ni acabada; es vida, y todo lo que es vida es
porvenir. En su evolución, la fe atraviesa, pues, por diversas fases: altos
y bajos, períodos de crisis y períodos de desenvolvimiento tranquilo; el
devenir de la fe pasa por etapas variadas. Su historia abarca al hombre por
entero, en su singularidad, su fuerza y sus debilidades, en su temperamento,
sus experiencias y su ambiente: Como toda historia, la historia de la fe se
pierde en la oscuridad impenetrable del destino. Pero tiene, lo mismo que
cualquier otra, ciertas constancias que vamos a subrayar, pues nos ayudarán
a encontrarnos en la diversidad de la vida sin que tengamos que
circunscribirnos a su brote original.
Esta tipología de la historia de la fe es muy variada y puede estudiársela
partiendo de los puntos de vista más diversos. Veamos si existen crisis
típicas de la fe.
Las hay, ciertamente y de muy variadas especies. Algunas de ellas provienen
de un cambio de medio; otras, de graves acontecimientos humanos, como ser:
la ruptura de vínculos afectivos, la felicidad o la desgracia, las
enfermedades físicas o morales, etc. Vamos a examinar, pues, las crisis
provocadas por algunas de esas situaciones decisivas que cambian el curso de
toda vida humana.
Se ha dicho con razón que la infancia está protegida como por una envoltura.
La solicitud de los padres y de los educadores y, en general, la atención
espontánea de todo adulto, tienen por finalidad rodear al niño de una
atmósfera protectora para que pueda crecer sin peligros, rodeado sólo de
fuerzas benéficas. Sin embarre, la solicitud del adulto no bastaría por sí
sola para crear y sostener una atmósfera tal: hace falta la cooperación
activa del propio niño. Es el mismo niño el que crea esa protección,
siguiendo las leyes de su propia evolución. La manera como percibe la
realidad (más allá de un límite muy cercano no ve las cosas o bien las ve
como algo vago), el hábito de relacionar los objetos y los acontecimientos
con su propia vida, de animarlos y de transfigurarlos, todo eso forma en
torno suyo un ambiente protector. Lo interior y lo exterior, la realidad y
la leyenda, el mundo y la fe se confunden y entremezclan. Y todo presenta al
niño un aspecto familiar y amable, todo se muestra pronto para ayudarlo.
Por cierto que no siempre todo ocurre de esta manera. A los ojos de muchos
niños el mundo se presenta tempranamente lleno de rozamientos y de
tensiones. Para algunos, no existe nunca armonía en ese universo de la
infancia en el cual ellos deberían sentirse realmente protegidos. Para todos
hay contrariedades: sufrimiento, vago malestar, nostalgia inconsciente. No
obstante, las bases de la existencia infantil establecen un ambiente
limitado y protector, donde las realidades se entremezclan armoniosamente y
donde se confunden esta vida y la de más allá, la realidad y los sueños, el
alma, el cuerpo y la materia.
Este estado espiritual determina la fe en el niño. Sean las que fueren las
diferencias que puedan observarse entre éstos, su fe tiene una seguridad
hecha de confianza. Sin duda, por todas partes hay problemas prontos a
surgir, pero están todavía velados, en suspenso.
Llegan más tarde los años de la adolescencia. Sordamente al principio, luego
con fuerza y precisión crecientes, se despierta en el joven el ímpetu de
vida, lo impulsa hacia el otro sexo, lo hace buscar el mundo en toda su
plenitud al par que busca su propia tarea y el desenvolvimiento de su
personalidad.
Ese impulso puede ser descripto de varias maneras. Desde nuestro punto de
vista, lo importante es que se abre sobre el infinito, incitándonos a
superarnos, a expandirnos, a captar el mundo en su plenitud para
identificarnos con él en su integridad. En un solo golpe el adolescente
quiere poseerse a sí mismo, encontrar en sí mismo su equilibrio, oponiéndose
a todo lo que lo ata y lo limita. Su voluntad choca entonces con cuanto
constituye el mundo esencial del niño. Y precisamente sus características,
su horizonte limitado, su protección amistosa y el afecto con que se le
rodea, le son insoportables. Se siente a disgusto encerrado estrechamente en
sus conceptos antiguos, en sus símbolos, en las normas que le fueron
inculcadas; tiene que hacerlas añicos o desecharlas.
Lo mismo sucede con la vida de la fe. Todo lo que hasta entonces era
valedero: las formas religiosas, las reglas, las razones que nos guían, son
consideradas como cosa pueril, insignificante, inocente, molesta; el
comportamiento religioso entra en un período de crisis que presenta los
síntomas más diversos: el joven critica con aires de suficiencia, rechaza la
moral de sus mayores, se siente en contradicción con la generación anterior,
choca con todo lo que signifique autoridad; impacientemente se opone a la
manera de vivir de los que le precedieron, etc. Pero lo esencial en este
asunto es el sacudimiento interior de esa vida que busca espacio y expresión
para una realidad naciente. Poco importa el detalle de cómo se desata la
crisis; es tal vez que se profundizan las convicciones filosóficas o se
descubren valores morales y religiosos más satisfactorios; o bien se han
establecido contactos humanos, se han encontrado modelos, o anudado
amistades que conducen a una nueva actitud -de fe; en todos los casos, una
vez dominada la crisis se concluye en una nueva forma esencial de fe; al
parecer siempre acontece así: el joven encuentra en la realidad cristiana un
campo apropiado para la inmensidad de este impulso vital que surge,
encontrando que en la fe un hombre libre, creador puede sentirse cómodo.
Comprende que la substancia de la fe no se identifica con esas expresiones
infantiles; se desembaraza de ellas y descubre otras nuevas, más rigurosas y
que se adaptan con más flexibilidad a su fe actual.
Al llegar a esa etapa, la fe se desarrolla magníficamente; puede
clasificársela entonces como idealista y entusiasta. El ansia de lo
infinito, la sed de libertad y la voluntad creadora marchan a la par con la
voluntad cristiana. Esa fe es audaz, amplia y segura de sí misma; muestra
una elevación de espíritu extraordinaria, un coraje que la hace capaz de
realizar las hazañas más grandes, una severa y noble intolerancia. Cuando la
vida transcurre sin haber pasado por una etapa semejante, parece que le
falta algo esencial.
Este impulso va en aumento; dura un tiempo más o menos largo, según las
circunstancias y la fuerza interior, para a su vez entrar en un período de
crisis.
Ese tipo de fe —como todas las reacciones de los jóvenes— asume el sentido
de la dimensión del mundo: tiene la fuerza del don total a ese infinito. Se
pone en la empresa el pensamiento, la imaginación, la magnanimidad del
corazón. No se ve todavía la realidad tal cual es, ni las verdaderas
condiciones humanas ni las asperezas de la existencia; el espíritu y el
corazón, inclinados a idealizar, las han transformado, las han estilizado, o
simplemente las ignoran. De la misma manera, la voluntad apasionada, que
creía poder descubrir el "yo" por medio del ejercicio de la libertad, no lo
ha podido asir en su verdadera realidad; ha tenido que crear un "yo" según
sus sueños, donde hace intervenir a la libertad transfigurada. Una
existencia tal se desenvuelve, por así decirlo, entre el impulso del
espíritu y del corazón por un lado y un mundo ideal por el otro. Pero
todavía no emerge la realidad concreta que existe entre ambos. Y en la
medida en que la vida progresa, el impulso va perdiendo dinamismo; el arco
de la vida se distiende y el poder de idealización disminuye. Al mismo
tiempo, con mayor relieve se dibuja la realidad: las cosas tales como son,
los hombres, las instituciones, las situaciones, sin olvidar la realidad del
mismo "yo". Los fracasos y las decepciones se acumulan. Los riesgos que
opone la existencia a las seguridades confiadas y audaces de un idealismo
tal, se vuelven cada vez más numerosos. Ante ello, una nueva crisis se
vislumbra; la confianza decae. Cada vez se hace más difícil no ver el lado
negativo de las cosas, más difícil confundir la intensidad del deseo con los
resultados realmente obtenidos. De más en más se va comprobando cuan opaca y
estática es la existencia, y cuan impotentes son frente a ella, la idea pura
y los grandes movimientos del corazón. Se aprende lo que es "la realidad" y
cómo, asentada en sus bases propias, se opone y no cede a nuestra vida
afectiva.
El peligro que entonces amenaza es el de la desilusión: el peligro de
sucumbir a la impresión de que la realidad es más fuerte que la idea; de que
las circunstancias son más duras que el espíritu; de que el egoísmo, la
estrechez, la mezquindad, la bajeza y la vulgaridad de la existencia son más
poderosas que la magnanimidad del corazón. Entonces, el hombre que persigue
un fin noble experimenta la humillación de pasar por un visionario. El que
pronto será un adulto, se avergüenza de lo que todavía conserva de sus años
de adolescencia; la que pronto se convertirá en mujer, se sonroja de lo que
le queda todavía de su mentalidad de jovencita. El peligro del escepticismo
amenaza, reforzado por el deseo de pasar por un verdadero adulto, es decir,
por un desencantado.
No es necesario profundizar mucho para darse cuenta de que la fe es la
primera en sufrir las consecuencias de esta crisis. La fe idealista se
esfuma. Ella misma siente que ambiciona demasiado, que, sentimental y
exaltada, es extraña al mundo.
Después, y de muy distintos modos, puede sobrevenir un cambio. El joven
reflexiona ya con más tranquilidad, domina sus nervios, tiene más espíritu
crítico en sus relaciones con los otros hombres; va adquiriendo experiencia
en su oficio, se siente más seguro en la vida pública, etc.... También la fe
puede recuperarse de muy distintos modos. Si ahondando se llegó realmente
hasta ella, una vez alcanzada una cierta madurez se acepta la realidad tal
cual es, sin capitular para nada ante ésta, sino, por el contrario,
afianzándose en la fe. Esta fe sostiene su independencia frente al mundo. Se
afirma de más en más en su propio suelo y puede oponer a la existencia una
actitud que en un principio no cuenta; pero desembarazándose de toda
oposición o decepción que le llega de la realidad, se enfrenta con ésta en
un: "Sin embargo..." Se llega, incluso, a experimentar un sentimiento
profundo, mezcla de satisfacción y de irritación, al verificar que el mundo
está mal hecho, que en todas partes hay lucha y que hasta la vida de la fe
es un combate.
Todo esto podemos compendiarlo diciendo que la fe adquiere carácter. En
efecto, tener carácter significa sostener la propia convicción frente a la
realidad. La fidelidad, la disciplina, la perseverancia, todo entra en la
fe: la lucha tenaz con la realidad, el mantenimiento de una posición hasta
cuando se está lejos de vislumbrar un éxito en un futuro más o menos
cercano.
Tal es la fe de un ser que ha llegado a su mayoridad, del hombre o la mujer
que, sin ilusiones, viven de fidelidad.
Tal vez la evolución continuó. Lo propio de la actitud del creyente de la
cual hablábamos, consistía sobre todo en la dureza con que abordaba la
realidad y en una especie de firmeza en su decisión de mantener la lucha. Si
la fe se desenvuelve todavía, llega un momento en que el creyente considera
esa fe como la realidad más sólidamente afianzada y más segura de vencer.
Puede, pues, con ella, defenderse de los embates del mundo y obtener esa
victoria de la que San Juan dice: "Nuestra fe: he ahí la victoria que domina
al mundo".
En la medida en que el hombre persevera y avanza en la vida, la realidad
objetiva asume un carácter de relatividad, perdiendo en peso, en densidad y
en fuerza. Para nada entra en ello el impulso vital del creyente, ni su sed
de infinito, ni el poder transformador del amor. Pero el hombre que envejece
va adquiriendo conciencia de lo eterno. Como se agita menos, puede oír mejor
las voces que le llegan del más allá. Al sentir más próxima a la eternidad,
la realidad del tiempo empalidece. El creyente puede entonces disminuir la
tensión con la cual se aferraba sin cesar a la realidad de su fe. No tiene
ya necesidad de irritarse ante la carga de la existencia; de nuevo todo se
arregla; no por arte de magia sino a través de las fisuras de las
contradicciones que desgarran al mundo, un sentido más elevado empieza a
despuntar. La existencia se torna transparente y un nuevo acuerdo se
prepara.
La fe toma así nueva forma: es la fe del anciano, que, transfigurada ya por
la luz de la eternidad, se vuelve venerable.
El concepto teológico del poder
Extraído de El Poder (Die Macht) *
Romano Guardini
I
Para tener, pues, un conocimiento más profundo del poder resulta importante
conocer lo que la Revelación nos dice acerca de su esencia.
Lo fundamental se encuentra dicho ya al comienzo del Antiguo Testamento, y
está en conexión con el destino esencial del hombre. Después de haber
hablado de la creación del mundo, se dice en el capítulo primero del
Génesis: «Dijese entonces Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen y a
nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves
del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre
cuantos animales se mueven sobre ella. Y Creó Dios al hombre a imagen suya,
a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios,
diciéndoles: 'Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y
dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los
ganados, y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gn 1,26-28).
Y más tarde, en el segundo relato de la creación, se dice: «Formó Yavé Dios
al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida,
y fue así el hombre ser animado» (Gn 2,7).
En primer lugar se nos dice, pues, que el hombre posee una naturaleza
diferente de la de todos los demás seres vivos. Al igual que ellos, ha sido
creado, pero lo ha sido de una manera especial: a imagen de Dios. Ha sido
formado de la tierra —del lodo, de donde brota el alimento del hombre—, pero
en él vive un soplo del espíritu, del aliento de Dios. Y por ello está,
ciertamente, inserto en el conjunto de la naturaleza, pero al mismo tiempo
posee una relación directa con Dios y puede, desde ella, enfrentarse a la
naturaleza. Puede —y debe— dominarla, de igual manera que debe multiplicarse
y hacer de la tierra la morada de la raza humana.
La relación del hombre con el mundo se explica con más detalle en el
capítulo segundo, desde la perspectiva ya antes mencionada: el hombre no
debe dominar solamente sobre la naturaleza, sino también sobre sí mismo; no
debe tener fuerza sólo para obrar, sino también para perpetuar su propia
vida: «Y se dijo Yavé Dios: 'No es bueno que el hombre esté solo, voy a
hacerle una ayuda semejante a él'. Y Yavé Dios trajo ante el hombre todos
los animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que
viese cómo los llamaría y fuese el nombre de todos los vivientes el que él
les diera. Y dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas las aves
del cielo, y a todas las bestias del campo; pero entre todos ellos no había
para el hombre ayuda semejante a él» (Gn 2, 18-20).
El hombre conoce, pues, que se diferencia esencialmente del animal y que,
por ello, no puede tener una comunidad vital con él ni perpetuar su vida con
él.
La Sagrada Escritura prosigue diciendo: «Hizo, pues, Yavé Dios caer sobre el
hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en
su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara formó Yavé Dios a
la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: 'Esto sí que es ya
hueso de mis huesos y carne de mi carne'. Esta se llamará varona, porque del
varón ha sido tomada. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se
adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gn 2,21-24).
Estos textos, cuyo eco se expande a lo largo del Antiguo y del Nuevo
Testamento, nos dicen que al hombre se le dio poder tanto sobre la
naturaleza como sobre su propia vida. Y manifiestan, además que este poder
constituye para él un derecho y una obligación: la de dominar.
La semejanza natural del hombre con Dios consiste en este don del poder, en
la capacidad de usarlo y en el dominio que brota de aquí. El destino
esencial y la plenitud de valores de la existencia humana están expresados
aquí: ésta es la respuesta que la Sagrada Escritura nos da a la pregunta
acerca del origen del carácter ontológico del poder, de que antes
hablábamos. El hombre no puede ser hombre y, además, ejercer o dejar de
ejercer el poder; le es esencial el hacer uso de él. El Creador de su
existencia le ha destinado a ello. Y nosotros, los hombres de hoy, hacemos
bien en recordar que en el hombre que representa la evolución de la Edad
Moderna —y también en el despliegue en ella realizado del poder humano—, es
decir, en el burgués, actúa una inclinación peligrosa: la inclinación a
ejercer el poder de una manera cada vez más profunda y más perfecta, tanto
científica como técnicamente, pero sin querer reconocer esto con sinceridad,
o bien disimulándolo bajo el pretexto del provecho, del bienestar, del
progreso, etc. De este modo el burgués ha ejercido el dominio sin
desarrollar un ethos propio de él. [1] Por ello ha aparecido un uso del
poder que no está ya determinado esencialmente por la ética, y que encuentra
su expresión más pura en la «sociedad anónima».
Únicamente cuando se han admitido estos hechos adquiere toda su importancia
—es decir, su grandeza y su seriedad— el fenómeno del poder. La seriedad
consiste en la responsabilidad. El poder humano y el dominio proveniente de
él tienen sus raíces en la semejanza del hombre con Dios; por ello el hombre
no tiene el poder como un derecho propio, autónomo, sino como un feudo. El
hombre es señor por la gracia de Dios, y debe ejercer su dominio
respondiendo ante Aquél que es Señor por su propia esencia. El dominio se
convierte de este modo en obediencia, en servicio. En primer lugar, en el
sentido de que debe ejercerse de acuerdo con la verdad de las cosas. Esto
nos lo dice aquel pasaje —decisivo para entender el sentido del segundo
relato de la creación— en que se define la esencia del hombre; la naturaleza
del hombre es diferente de la del animal. Por ello, una comunidad de vida
sólo resulta posible con otro hombre y no con el animal. Así, pues, el
dominio no significa que el hombre imponga su voluntad a lo dado en la
naturaleza, sino en que la posea, la configure y transforme por el
conocimiento. Este, por su parte, capta lo que el ser es por sí mismo y lo
expresa en un «nombre», es decir, en la palabra que manifiesta su esencia.
El dominio es, además, obediencia y servicio, en el sentido de que se mueve
dentro de la creación de Dios, y tiene la tarea de desarrollar en el ámbito
de la libertad finita, en la forma de historia y de cultura, lo que Dios con
su libertad absoluta ha creado como naturaleza. Así, pues, el hombre,
mediante su dominio, no debe erigir autónomamente su propio mundo, sino
completar el mundo de Dios, según la voluntad divina, como mundo de la
libertad humana.
II
A continuación viene el relato de la prueba a que el hombre debe someterse.
Podemos suponer de antemano que tal prueba estará relacionada con el
elemento decisivo de su existencia, es decir, con su poder y el uso que hace
de él. Eso es justamente lo que ocurre, y el profundo sentido de este relato
merecería una interpretación que explicase palabra por palabra.
«Tomó, pues, Yavé Dios al hombre y le puso en el jardín de Edén para que lo
cultivase y guardase, y le dio este mandato: 'De todos los árboles del
paraíso puedes comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no
comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirías» (Gn 2,15-17).
El sentido de este pasaje aparece con toda claridad en cuanto se eliminan
las usuales interpretaciones de tipo naturalista. Según ellas, el «árbol del
conocimiento del bien y del mal» significa el conocimiento mismo, la
libertad del hombre para distinguir lo verdadero y lo falso, lo justo y lo
injusto; es decir, la mayoría de edad del espíritu, a diferencia de los
sueños faltos de crítica y de la ausencia de independencia personal del
niño. Otra interpretación, cercana a la anterior, dice que el árbol
significa la madurez sexual del hombre: la toma de posesión de sí mismo y
del compañero de otro sexo en la fecundidad. Pero el sentido de tales
interpretaciones se encuentra en una posición tomada de antemano, según la
cual el hombre debía hacerse culpable para alcanzar la mayoría de edad, la
capacidad de crítica, la madurez vital, y convertirse en dueño de sí mismo y
de las cosas. Hacer mal constituiría, en consecuencia, un camino hacia la
libertad. Basta con examinar detenidamente el relato de la Escritura para
comprobar que en ninguna parte se habla en él de tales elementos
psicologistas. En ningún lugar aparecen prohibidos el conocimiento ni
tampoco las relaciones sexuales. Por el contrario, se dice precisamente que
el hombre debe conseguir la libertad del conocimiento, el poder sobre las
cosas y la plenitud de la vida. Por su creación, todo esto se encuentra
inserto expresamente, como don y como tarea, en la naturaleza humana. El
hombre debe dominar sobre los animales (que son citados en representación de
todas las cosas de la naturaleza), y para ello tiene que conocerlos. Cuando
llega el momento de la prueba ya lo ha hecho: ha comprendido la esencia de
los animales y la ha expresado en un nombre. ¿Y cómo podrían estar
prohibidas las relaciones sexuales, si se dice expresamente que el varón y
la mujer formarán «una sola carne» y que con su descendencia «llenarán toda
la tierra»?
Todo esto significa que el hombre debe conseguir el dominio en su más amplio
sentido, pero permaneciendo sumiso a Dios y ejerciéndolo como un servicio.
El hombre debe convertirse en señor, pero sin dejar de ser imagen de Dios y
sin aspirar a convertirse en el modelo mismo.
Lo que sigue —que constituye el fundamento de toda interpretación de la
existencia— nos muestra cómo es precisamente de aquí de donde arranca la
tentación:
«Pero la serpiente... dijo a la mujer: '¿Conque os ha mandado Dios que no
comáis de los árboles todos del paraíso?' Y respondió la mujer a la
serpiente: 'Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del
que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo
toquéis siquiera, no vayáis a morir'. Y dijo la serpiente a la mujer: 'No,
no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los
ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal'. Vio, pues, la
mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable
para alcanzar por él sabiduría, y cogió de su fruto y comió, y dio también
de él a su marido, que también con ella comió. Abriéronse los ojos de ambos,
y viendo que estaban desnudos cosieron unas hojas de higuera y se hicieron
unos cinturones» (Gn 3,1-7).
La serpiente —símbolo de Satán— le hace al hombre confundir los hechos
fundamentales de su existencia: la diferencia esencial entre el Creador y la
criatura; la relación entre el Modelo y la imagen; la realización humana que
se da en la verdad y la que se da en la usurpación; el dominio en el
servicio, y el que se realiza por voluntad propia. Con ello el puro concepto
de Dios es desplazado al terreno de lo mítico. Cuando se dice que Dios sabe
que los hombres, mediante la acción prohibida, pueden hacerse semejantes a
El, se afirma que Dios tiene miedo y siente su divinidad amenazada por el
hombre; se afirma que está, con respecto a éste, en la misma relación que
las divinidades míticas. Estas proceden de las mismas raíces que el hombre,
de la profundidad originaria de la naturaleza; no son, pues, en último
término superiores a él. Sólo son soberanos de hecho, pero no por esencia.
Por ello, al hombre le es posible destronarlas y convertirse a sí mismo en
soberano. Lo único que necesita es encontrar el camino, y, según las
palabras de la tentación, éste consiste en el conocimiento del bien y del
mal. También, pues, este conocimiento es entendido de manera mítica: como la
iniciación, reservada al soberano del mundo, en el misterio del universo,
iniciación que da un poder mágico y garantiza el dominio. Tan pronto como
los hombres lo alcancen tendrán la misma categoría que el soberano del mundo
y podrán destronarlo. Mas las palabras de Dios no mencionan nada de esto, y
la tentación consiste precisamente en colocar la auténtica relación con Dios
bajo esta ambigua luz mítica, falseándola de este modo. [2] El salir airoso
de la prueba ha de consistir en que los hombres honren a Dios, según la
verdad de Este, y obedezcan a la vez a su propia verdad.
En lugar de obrar así, los hombres caen en el engaño y aspiran a ser
soberanos por derecho propio. Posee, por ello, una fuerza realmente
reveladora el hecho de que se nos narre cómo la desobediencia no produce el
conocimiento que convierte a los hombres en dioses, sino que les trae la
mortal experiencia de estar «desnudos». Debemos advertir a este propósito
que la desnudez de que aquí se habla es esencialmente diferente de la
mencionada poco antes, cuando se decía que «los hombres estaban desnudos,
pero no se avergonzaban».
Ahora ha quedado roto el vínculo fundamental de la existencia. Con todo,
tanto antes como después, el hombre posee el poder y la posibilidad de
dominar. Pero el orden dentro del cual tenía su sentido el poder, porque era
servicio y estaba garantizado por la responsabilidad ante el auténtico
Señor, ha sido trastornado.
Según la doctrina de la Biblia, el fenómeno puro del poder y del dominio
procedente de él no existe ya. Al comienzo de la historia de la humanidad se
encuentra un acontecimiento cuya significación no puede expresarse mediante
los simples conceptos de resistencia exterior o interior, de peligro y de
desorden. No se trata de un daño perteneciente a la historia, de un daño
biológico, psicológico o espiritual; tampoco de una falta ética cometida
dentro de las conocidas relaciones ontológicas. Se trata de un
acontecimiento que sobrepasa nuestra condición histórica. Este
acontecimiento perturbó la relación fundamental de la existencia, de tal
forma que a partir de él la historia entera de la humanidad discurre en un
ámbito determinado por esta perturbación.
Es esto lo que da su carácter propio a la imagen bíblica de la historia.
Esta imagen se opone tanto a la representación naturalista-optimista como a
la cultura-lista-pesimista, tal como éstas se han desarrollado en la Edad
Moderna. A pesar de la abundancia de datos, de la precisión de los métodos,
de la profundidad de las interpretaciones, tales concepciones de la historia
son irreales e inconscientes. Pero no podemos hablar aquí de ellas con más
detenimiento, dados los límites que nos hemos trazado.
En todo caso, el peligro del poder adquiere desde esta perspectiva un
carácter peculiar y extremadamente grave: no sólo es posible, sino incluso
probable (si es que no se ha de decir inevitable) usar mal de él. Esa
inevitabilidad es la que se expresa en los mitos de la hibris: Prometeo,
Sísifo. Tales mitos no se refieren al hombre sin más [3] —de igual manera
que la caída del hombre no se refiere a éste sencillamente—, sino que
expresan ya su estado de caída.
Pero lo que el Antiguo Testamento nos dice acerca del poder sólo queda
completado por la Revelación del Nuevo Testamento.
III
No es fácil exponer el contenido de esta Revelación. La doctrina del Antiguo
Testamento posee una simplicidad grandiosa. Podría afirmarse que tiene una
grandeza clásica: el propósito de Dios y la resistencia del hombre, el
estado original surgido de la creación y la caída causada por la rebelión se
contraponen con toda precisión. La representación del Nuevo Testamento es,
por el contrario, mucho más difícil de comprender.
La redención no es un simple perfeccionamiento de las condiciones del ser,
sino que tiene la categoría de una recreación de todo lo existente. No
procede de las estructuras del mundo, ni siquiera de las más espirituales,
sino de la pura libertad de Dios. Establece un nuevo comienzo: crea un nuevo
plano de la existencia, una nueva norma del bien y una nueva fuerza de
realización. Esto no significa, empero, que el mundo quede transformado
mágicamente ni que sea llevado a un ámbito separado especial; la redención
acontece, por el contrario, en la realidad del hombre y de las cosas. Con
ello aparece una situación muy compleja, cuya expresión más clara se
encuentra tal vez en la doctrina del apóstol Pablo acerca de la relación
entre el hombre «viejo» y el hombre «nuevo».
Por ello resulta difícil hablar sobre la redención, tanto más cuanto que,
por otro lado, es necesario intentar decir algo —aun ateniéndonos de la
manera más estricta a las afirmaciones de la Revelación— sobre lo sagrado en
cuanto tal, sobre los «motivos» de Dios. A ello se añade un factor
directamente práctico, y ruego que aquí se me permita expresarme de manera
personal. De igual forma que en El ocaso de la Edad Moderna, también en esta
obra quisiera contribuir a solucionar un problema que preocupa a todos. Por
eso temo que las ideas de este capítulo puedan reducir el círculo de
aquellos a quienes me dirijo. Por otra parte, sin embargo, es evidente que
nuestra situación exige claridad. En consecuencia, sólo puede ser bueno el
que, en medio del confusionismo de las teorías y programas usuales, el
sentido del mensaje cristiano sea presentado íntegramente.
El espacio de que disponemos es muy limitado. Por ello debemos referirnos
inmediatamente a lo decisivo, es decir, a la persona y la actitud de Cristo.
Los sabios de todas las grandes culturas han conocido el peligro del poder y
han hablado de su sometimiento. Su enseñanza más alta es la de la moderación
y la justicia. El poder induce al orgullo y al desprecio del derecho. Al
hombre violento se contrapone, pues, el que guarda la moderación, respeta a
los dioses y a los hombres y mantiene el derecho. Pero nada de esto es
todavía la redención. Se intenta aquí establecer una posición y exigir un
orden en medio de la existencia perturbada, pero sin abarcar la existencia
en su totalidad, como debería hacer una verdadera redención. [4]
Desde la perspectiva de los problemas de que aquí tratamos, ¿en qué consiste
el carácter decisivo de lo que nos anuncia el mensaje cristiano de la
redención? Este carácter se expresa en una palabra que, a lo largo de la
Edad Moderna, ha perdido su sentido: la humildad. [5]
Esta palabra se ha convertido en sinónimo de debilidad y de pobreza vital,
de cobardía en las exigencias de la existencia y de falta de magnanimidad;
en una palabra, en compendio de todo lo que Friedrich Nietzsche denomina
«decadencia» y «moral de esclavos». De este modo se pierde completamente el
sentido de este fenómeno. Hay que conceder que en los casi dos mil años de
historia cristiana se encuentran ciertamente pensamientos sobre la humildad
y sus formas de realización, para los cuales es válido este juicio; pero
tales pensamientos representan una decadencia, un apartamiento de algo que
ya no se comprendía.
En el sentido cristiano, la humildad es una virtud de fuerza, no de
debilidad. En su sentido originario, humilde es el fuerte, el magnánimo, el
audaz. Dios mismo es el primero que adopta la actitud de la humildad,
haciéndola así posible al hombre. Y el acto por el cual esto ocurre es la
Encarnación del Logos. En la Carta a los filipenses dice san Pablo que
Cristo, «existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro
mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y
haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló,
hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (2,5-8). Toda humildad de
la criatura tiene su origen en este acto, mediante el cual el Hijo de Dios
se hizo hombre. Esto no lo realizó obligado por alguna necesidad, sino con
total libertad, porque El, el Soberano, lo quiso así. Este «motivo» soberano
se llama amor; es preciso no olvidar, sin embargo, que la medida de este
amor no puede tomarse de las categorías humanas, sino que hay que percibirla
en lo que Dios dice sobre Sí mismo. Pues de la misma manera que la humildad,
también lo que el Nuevo Testamento entiende por amor comienza en Dios (1 Jn
4,8-10).
No es posible comprender que El, el Absoluto y Soberano, se identifique
existencialmente con un ser humano; que no sólo gobierne la historia, sino
que intervenga en ella; que tome sobre Sí todo lo que resulta de esta
intervención, es decir, el «destino» en el auténtico sentido de la palabra.
Si partimos del criterio de una filosofía meramente natural —es decir, del
concepto del Ser absoluto—, el mensaje de la encarnación se convierte en
algo mitológico o absurdo. Pero hacer esto es, a su vez, un absurdo, pues es
invertir el orden de las cosas. No se puede decir: Dios es de esta o de la
otra manera, y por ello no puede hacer tal o cual cosa; sino: Dios obra así,
y de este modo revela quién es. No es posible juzgar sobre la Revelación; lo
único que puede hacerse es conocer que ha tenido lugar, aceptarla y, desde
ella, juzgar sobre el mundo y el hombre. Este es el hecho fundamental del
cristianismo: Dios mismo interviene en el mundo. Pero, ¿en qué forma?
El pasaje de la Carta a los filipenses antes citado nos lo dice: en la forma
de la humildad.
Si se examina la situación en la que Jesús vivió, la manera como se
desarrolló su actividad y se configuró su destino, su forma de tratar con
los hombres, el espíritu de sus actos, de sus palabras y de su actitud, se
ve cómo el poder se presenta constantemente bajo la forma de la humildad.
Vamos a hacer tan sólo algunas indicaciones: Jesús procede de la antigua
familia de los reyes, pero ésta se ha hundido ya y carece de toda
importancia. Tanto sus condiciones económicas como sociales son
evidentemente modestas. Nunca, ni siquiera en la cumbre de su actividad,
pertenece a ninguno de los grupos dominantes; los hombres que atrae a sí no
producen en ningún momento la impresión de ser extraordinarios en su persona
o en sus acciones. Tras una breve época de actividad, se ve envuelto en un
proceso falaz; el juez romano, en parte asustado y en parte molesto, cede
ante sus adversarios y le condena a una muerte cruel e ignominiosa. Se ha
observado con razón que el destino de las grandes figuras de la historia
antigua, aun cuando acaba en un final trágico, se ajusta siempre a una
cierta medida, a un canon de lo que puede sucederle a un gran hombre. En el
caso de Jesús, por el contrario, tal canon parece no existir, y, al parecer,
todo puede ocurrirle. La prefiguración de este destino se encuentra ya en la
profecía de Isaías, en la figura misteriosa del «siervo de Dios» (52,13 a
53,13). A este respecto habla san Pablo de la kenosis, del anonadamiento de
sí mismo, por el cual Él, que existía en la morphe theou, en la figura
gloriosa de Dios, toma la morphe doulou, la figura humillada del siervo.
Toda la existencia de Jesús es una transposición del poder a la humildad.
Dicho de manera activa: a la obediencia a la voluntad del Padre, tal como
ésta se expresa en cada situación determinada. Pero tanto en su conjunto
como en sus detalles esta situación es tal que exige el constante
«anonadamiento de sí mismo». Para Jesús, la obediencia no es un factor
secundario, añadido, sino que forma el núcleo de su esencia. Ya el mero
hecho de no elegir su «hora» por propia voluntad, sino entenderla con toda
pureza, según la voluntad del Padre, es obediencia. La voluntad del Padre se
convierte sencillamente en su voluntad propia; la gloria del Padre en su
gloria. Y esto no porque ello le sea exigido, sino con total libertad.
La aceptación de la «forma de siervo» no significa, sin embargo, debilidad,
sino fuerza. Los Evangelios fueron escritos por hombres sencillos. No poseen
ni el rasgo épico de la historiografía antigua ni la psicología penetrante a
que nosotros estamos acostumbrados. Su relato se atiene a lo dado en cada
caso de manera directa y a la expresión importante para el mensaje. Por otro
lado, son fragmentarios, se interrumpen cuando quisiéramos saber más cosas;
tienen, en fin, todas las deficiencias, llámense como quieran, que nuestros
hábitos literarios nos hacen sentir como tales. Para leerlos bien es precisa
una atención que brote de lo más íntimo. Pero cuando tal atención existe, se
ve aparecer una existencia de una intensidad tal que no tiene paralelo en la
historia; una existencia de un poder cuyo límite no proviene de fuera, sino
únicamente de dentro: de la voluntad, libremente aceptada, del Padre. Y eso
de tal manera que en todo momento, en toda situación, su voluntad actúa
imponiendo sus exigencias hasta en el primer movimiento del corazón. Es la
fuerza, no la debilidad, la que aquí obedece. Es la kiriotes, es decir, un
dominio que se presenta en la figura de siervo. Es un poder que se domina a
sí mismo de una manera tan perfecta que es capaz de renunciar a sí mismo, y
ello en medio de una soledad que es tan grande como su soberanía.
Una vez que se ha visto esto, se busca —como contraprueba, por así decirlo—
entre las figuras de la historia, para ver si existe alguna igual a él o
acaso superior. Esto parece ocurrir algunas veces, pero tan sólo mientras se
emplean criterios de influencia social o política, de cultura espiritual, de
profundidad religiosa. Pero si se penetra hasta el centro —para percibir el
cual es necesaria la capacidad de visión que llamamos «fe»—, entonces tales
superioridades aparecen como lo que en realidad son: como cualidades y
realizaciones en el interior del hombre. Pero la existencia de Jesús se
expande a partir del misterio del Dios vivo, que es soberano frente a todo
lo que se llama «mundo» e irrumpe en el presente de la más concreta
historicidad. Desde esta superioridad absoluta que se da en el seno de la
más estrecha vinculación histórica, Jesús abarca la totalidad de la creación
en cuanto tal, redime su culpa e inaugura un nuevo comienzo.
Esta es la respuesta que el Nuevo Testamento da a la pregunta por el poder.
Este no es condenado en cuanto tal. Jesús trata el poder humano como lo que
es: como una realidad. También posee el sentimiento del poder. De otro modo
no tendría sentido un hecho como la tercera tentación, que es, desde luego,
una invitación a la hibris (Mt 4,8-10). Pero también aparece claramente el
riesgo del poder: rebelarse contra Dios, e incluso dejar de considerarlo en
absoluto como una seria realidad; perder los criterios; ejercer la violencia
en todas sus formas. A esto contrapone Jesús la humildad como liberación del
embrujo del poder desde sus raíces más hondas.
Podría preguntarse qué consecuencias ha producido esto en la historia y si
el desorden del poder ha sido efectivamente superado. No es fácil responder
a esto. La redención no significa un cambio definitivo, de una vez por
todas, en las condiciones del mundo, sino el hecho de que Dios ha
establecido un nuevo comienzo de la existencia. Este comienzo subsiste y
representa una posibilidad permanente. De una vez para siempre ha aparecido
con toda claridad la posición que el poder ocupa ante la mirada de Dios, y
de una vez para siempre la obediencia de Jesús constituye la respuesta de
Dios a esta pregunta. Esta obediencia no tiene, sin embargo, un carácter
privado, sino que se manifiesta con una claridad accesible a todo el mundo.
No significa la experiencia personal y el dominio de un individuo, sino que
es una actitud en la que puede participar todo el que quiera, entendiendo
aquí la palabra «querer» en el sentido pleno del Nuevo Testamento, que
incluye tanto la gracia del «poder querer» como la decisión de la
realización de la voluntad.
Este comienzo está ahí y nada podrá borrarlo. Pero en qué medida se realice
es asunto de cada individuo y de cada época. La historia comienza de nuevo
con cada hombre y, en cada hombre, con cada hora. Por ello tiene también la
posibilidad de empezar de nuevo en cada momento, partiendo del comienzo que
aquí ha sido establecido.
En lo que respecta al problema de cómo puede resolverse concretamente el
problema del dominio del poder, problema que es cuestión de vida o muerte,
vamos a diferir aún por un momento su respuesta —en la medida en que ésta
resulta posible en absoluto—-.
________________________
* Traducción de Andrés-Pedro Sánchez Pascual.
Notas
[1] También esto representa un
síntoma de aquel fraude que se encuentra a la base de la actitud de la Edad
Moderna, y del que he hablado en El ocaso de la Edad Moderna (p. 139).
[2] De esta ambigüedad mítica surge
la concupiscencia culpable, e, inversamente, el engaño mítico sólo resulta
posible si la conciencia le ha creado ya un ámbito en el alma. Es un
conjunto en el cual los diferentes elementos se condicionan mutuamente y
justifican el haber querido sustraer el «ciclo» de la existencia injusta al
impenetrable comienzo de la libertad. Por el contrario, el «ciclo» que
determina la existencia auténtica aparece así: el «corazón puro» abre los
ojos para ver la verdad; la verdad vista abre el camino para una pureza más
honda; ésta capacita para un conocimiento más elevado, y así sucesivamente.
[3] Tales mitos referidos al hombre
sin más no existen en absoluto. La nueva religiosidad mítica que aparece por
doquier —brotando de la realidad histórica, filosófica, estética,
psicológica, política— se basa en la suposición, no verificada, de que quien
habla en el mito es el hombre «natural» sin más y de que, en consecuencia,
el mito contiene la interpretación originaria de la existencia. Esta
suposición es tan dogmática que sólo contradecirla aparece como un ataque
contra lo sagrado. En realidad, el mito es la autoexpresión del hombre que
ha realizado su primera decisión. En él no habla la existencia originaría,
sino la existencia histórica, es decir, caída. Recalquemos aquí de nuevo que
esta existencia no tenía que caer para ser capaz de construir la historia,
sino que cayó porque el hombre lo decidió así. El hombre habría podido
adoptar también una decisión distinta. Todo lo demás es tragicismo, con el
cual se intenta justificar aquella culpa, declarándola necesaria. Este es el
único presupuesto desde el cual puede entenderse el mito y el que permite
sacar de él sus enseñanzas más profundas. (Sobre este punto espero poder
ofrecer pronto reflexiones más precisas.)
[4] Esto es lo que parece ocurrir en
el budismo. Mas, aun prescindiendo de que tampoco aquí la línea de la acción
redentora rebasa el mundo, la radicalidad de la lucha contra el peligro del
poder reside en pensar que la existencia carece totalmente de sentido. La
redención consiste, por tanto, en entrar en el «nirvana».
[5] En su trabajo Rehabilitación de
la virtud (Abhandlungen und Aufsätze, tomo I, 1915), Max Scheler ha mostrado
hasta qué punto el hombre moderno carece de capacidad para juzgar sobre la
humildad y cómo necesita una apertura de sus sentidos interiores para poder
meramente captar este fenómeno.
Las etapas de la vida y la filosofía
De un curso de ética
Romano Guardini
Señoras y señores,
han sido ustedes muy amables, y no creo equivocarme si pongo en relación su
amabilidad con la fecha de mañana: se lo agradezco de todo corazón. Siempre
me he sabido estrechamente unido a mi auditorio universitario, pero en este
curso de ética lo he experimentado con especial viveza, ya que tiene para mí
el significado de una especie de síntesis de toda mi labor.
Eso se aprecia ya en su extensión. Su primera explicación se extendió a lo
largo de siete semestres. Después tuve que interrumpirla porque no lograba
ver clara la problemática de la última parte, que debía tratar de la moral
cristiana propiamente dicha. Por ello volví a empezar desde el principio el
siguiente semestre, y ahora espero haber superado esa barrera y poder
avanzar a buen ritmo.
Lo que entiendo aquí por «ética» es más que una mera investigación acerca de
lo que debemos y de lo que no debemos hacer y de los problemas específicos
que de ello se siguen. Para mí, la ética ha de interpretar la existencia
humana en su conjunto, tal y como es posible en atención a la obligación
moral que pesa sobre esta última y a la dignidad que esa obligación le
confiere. Así, en este curso trato de decir desde el punto de vista ético
qué sucede cuando el hombre vive, de qué manera lo hace correctamente y de
cuál incorrectamente.
Y su activa participación en la tarea de este curso, señoras y señores, me
hace estar seguro de que los asuntos en él tratados les parecen importantes
también a ustedes.
Pero no es ésa toda mi respuesta. Se me han venido a la cabeza ideas de todo
tipo acerca de qué significado puedan tener para el conocimiento filosófico
las diferentes fases de la vida, y por lo tanto también la vejez. Y me
atrevo a pensar que esas ideas podrían interesarles también a ustedes, tanto
más cuanto que se pueden insertar muy bien en el contexto de todo el curso.
Me refiero no sólo a cosas realmente obvias, como que el camino que lleva al
conocimiento filosófico exige un esfuerzo que atraviese todas las fases de
la vida, un esfuerzo de quien filosofa por asimilar y en su caso reelaborar
los resultados alcanzados por otros, por ejercitarse en ver y en penetrar
inquisitivamente en los problemas, etc. Me refiero a algo previo al
pensamiento propiamente dicho: a las posibilidades de experiencia que
contienen las distintas fases de la vida como tales, y más concretamente a
las posibilidades de obtener experiencias que después sean importantes para
el pensamiento filosófico.
En primer lugar tenemos la niñez.
No tiene nada que ver con el filosofar: para fortuna suya, pues filosofar
significa sobre todo una toma de conciencia en virtud de la cual el hombre
conoce qué es, y precisamente por esa causa pasa a ser responsable de ello.
Al niño le está permitido sencillamente existir, vivir y crecer. Pero
también él hace experiencias, continuamente, con todo su ser y con una
intensidad que nunca volverá a darse. Se podría saber, creo yo, si un
filósofo ha tenido o no una infancia real, pues en ella se crean condiciones
que se harán notar en toda su trayectoria posterior.
Podemos decir quizá que el individuo repite en su niñez la época mítica de
la historia de la humanidad. El ámbito anímico interior y el de las cosas
exteriores, los seres vivos y los juguetes inanimados, la ceremonia y la
realidad, la fantasía y el destino se interpenetran. Se vivencia el
parentesco que existe entre todas las cosas, la cercanía pese a todas las
separaciones, el todo, en dirección hacia el hombre y partiendo de él. Pero
también, en todo ello, el fondo misterioso del ser y, si el entorno no la
sofoca, la voz de Dios. Lo que los auténticos educadores y los poetas sabios
dicen de que todos los niños son en cierto modo videntes tiene plena cabida
en este contexto. Estas experiencias pertenecen al ajuar básico del espíritu
filosófico. Si la niñez no las ha aportado, ya no será posible recuperarlas,
y cuando ellas faltan falta algo importante. En la misma etapa de la vida se
producen las más tempranas experiencias del sueño y la vigilia, del hambre y
la comida, del dolor y el bienestar, del miedo y el sentirse protegido, de
dar y coger, de los juguetes y los objetos. También en ella tiene lugar la
experiencia de las relaciones humanas más inmediatas: la vida en el seno
materno, el acontecimiento del nacimiento, la relación con la madre y el
padre, sin olvidar la convivencia con esos seres a través de los cuales, en
medio de lo familiar que resulta la misma sangre, se hace presente a ojos
del niño la extrañeza «de la otra persona»: los hermanos.
Se vivencia la unidad de todas las cosas, y a la vez las penetrantes
diferencias que existen entre ellas. Se trata del primer ejercicio de
entrada en la estructura formada por la pluralidad de las distintas personas
individuales...
¿No son éstas las experiencias básicas en las que descansa todo pensar? ¿Y
no es en ellas, por lo tanto, en donde están las raíces de la filosofía?
Después se acaba el ser niño -un estado que no es solamente «feliz», sino
que también él está entretejido de placer y sufrimiento, de inocencia y de
culpa, al igual que todo lo humano- y viene, pasando por la crisis de la
pubertad, la época del joven.
También ésta encierra un significado especial. En ella, el individuo
experimenta un carácter de la existencia sin cuya auténtica y profunda
asimilación no es posible filosofar alguno: el carácter de lo
incondicionado, de lo absoluto. No podemos exponer aquí dónde se muestra en
cada caso: en la idea, en la exigencia moral, en la norma esencial conforme
a la cual la vida crece y florece, etc. Aquí es donde, si no se imposibilita
desde fuera, el pensamiento joven adquiere la actitud reverencial y confiada
ante lo absoluto que será decisiva para toda labor posterior; la fe en que
hay un modo de ser correcto de las cosas, y la confianza en que se puede
llevar a la práctica; el sufrimiento ante la injusticia; la pureza que
rechaza compromisos.
Más tarde vendrán las limitaciones y complicaciones, sin duda, pero no hace
falta ninguna demostración especial para saber qué significa que la persona
pensante haya adquirido la conciencia de lo incondicionado: de lo
inatacable, luminoso, poderoso, que está en una relación tan esencial con el
espíritu y la persona: como ser, como verdad, como norma, como orden. Un
espíritu al que le falte esa conciencia es un inválido. Sería mejor que no
filosofase.
Acabo de decir que llegará un momento en el que la vida misma efectúe las
debidas correcciones sobre la representación de lo incondicionado.
Antes la persona gustaba sobre todo de pensar en t��rminos de principios;
ahora aprende a ver los hechos. Antes establecía programas para la
existencia; ahora percibe con claridad cómo es ésta realmente, y comienza a
reconocer los derechos de las cosas existentes en cuanto tales. Antes su
¡¿forma típica de pensar era con disyuntivas: o esto o aquello; ahora
empieza a comprender, a admitir grados, a perdonar, a conformarse con lo
posible.
Todas ellas son cosas realmente importantes para el espíritu filosófico:
reconocer que lo absoluto no es tan sencillo y que no se da en la existencia
con contornos claramente delimitados, sino que se encuentra inmerso en
condicionamientos de todo tipo y rodeado de cosas que también pueden ser de
otro modo. Y no menos importante es asumir la tarea correspondiente:
mantener en pie lo incondicionado en medio de lo dependiente, lo dotado de
validez eterna en la corriente de lo que fluye y se transforma
continuamente.
De ello se derivan profundas crisis. Es la época en la que acecha el peligro
del positivismo: de perder la pasión por distinguir lo verdadero de lo
falso, lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto; de que el lugar de la
verdad objetiva pase a estar ocupado por el de la autenticidad subjetiva, o
por los meros hechos, cuando no por consideraciones sencillamente
utilitarias; de que las relaciones funcionales y de dependencia sustituyan
en todas las cuestiones al sí y al no a la hora de tomar decisiones, de
manera que todo pierda su seriedad última... En medio de estos peligros es
más necesaria que nunca la gravedad del filósofo. Éste es responsable de que
conserve su vigencia el orden del pensamiento y de la vida. Tiene por tanto
que distinguir, que deshacer las ambigüedades, que asegurar que no se pierda
la aguda diferencia de las disyunciones: o una cosa, o la otra. Aquí, donde
está en juego el núcleo de la existencia, ha de adquirir aquella dureza que
es simultáneamente verdad, fidelidad y valentía. El carácter al filosofar:
una de las más raras cualidades en el actual ablandamiento de todo lo
válido, del que surge el espacio vacío en el cual la violencia puede erigir
su dominio.
La vida continúa, y la disciplina a la que somete al espíritu filosofante es
cada vez más estricta: naturalmente, suponiendo que siga siendo lo que
alberga la pretensión de ser y que no se atenga a la ley del mínimo
esfuerzo, reproduzca meramente las ideas que le vayan saliendo al paso o
incluso, en vez de pensar por sí mismo, se limite a repetir lo que otros han
pensado.
Ha alcanzado la madurez. Ha asumido la responsabilidad de la verdad no sólo
en lo que a él respecta, sino también para otros. Sobre sus hombros descansa
la carga del día a día filosófico, y ésta es una carga bien extraña. Pues
¿no debería ser el filosofar algo que poseyese el carácter de lo poco común?
¿No nos ha enseñado Platón que la filosofía va en alas de aquel movimiento
que las elevadas formas de sentido, las ideas, suscitan en el corazón del
espíritu, poderosas y festivas a la vez? A veces sucede efectivamente así.
Todo el que filosofa ha vivido momentos en los que la verdad y el sentido
brillaban con más luz que su símbolo platónico, el sol. Pero la regla
general es la búsqueda y el trabajo, con frecuencia la fatiga y la lucha, y
a veces una tortura gris que de nada parece servir.
Y bien puede suceder que el filósofo experimente algo todavía peor que el
poder de los hechos y de las dependencias: el palidecer del sentido. Este
fenómeno guarda una estrecha relación con el cansancio que fácilmente se
puede presentar en esta fase de la vida, cuando las tareas y funciones que
se desempeñan se hacen agobiadoras porque han perdido cuanto tenían de
novedad e interés, y hay que seguir realizándolas por sentido del deber;
cuando la persona tiene que trabajar demasiado y asumir demasiadas
responsabilidades, y sin embargo tiene que aguantar y seguir adelante;
cuando las relaciones humanas que se llevan manteniendo largo tiempo han
perdido su frescor y tiene que suplirlo la fidelidad del carácter.
En ese momento los pensamientos se hacen romos. Las palabras pierden su
capacidad de hacer palpitar nuestro corazón con más rapidez. Hablar y
escuchar, leer y escribir: la pregunta que nos viene sola a la cabeza es si
todo esto tiene algún sentido ¿Existe realmente aquello por lo que se afana
el filósofo: la verdad? ¿Podemos seguir hablando de valores dotados de
validez? ¿Tienen algún sentido las cosas humanas? ¿No es todo rutina y gris
uniformidad? Se hace agudo el peligro de caer en el escepticismo, en aquella
actitud a la que Michel Montaigne dio su expresión clásica cuando antepuso a
sus Ensayos la frase: «Que sais-je?». No sólo: «no sé nada», lo que podría
suscitar la respuesta «¡pues aprende!», sino: «¿qué sé yo?». ¿Sé acaso algo?
¿Hay acaso un saber, y no más bien solamente incertidumbre o ignorancia? ¿Es
posible una auténtica' toma de posición? ¿Existe algo que sea realización de
sentido?... De alguna manera, todo el que filosofa hace esta experiencia, y
la hace de modo tanto más penetrante cuando a todo ello se añaden el
desengaño personal, el fracaso en las tareas emprendidas, las preocupaciones
y la enfermedad, y ¿quién se ve libre de estos sombríos visitantes?
Pero también éstas son enseñanzas. La posibilidad de la destrucción del
sentido forma parte de la existencia. Ésta es de tal índole que mucho de
ella ya no tiene realmente sentido, al menos un sentido que se nos revele
con claridad. Dijimos de la mayoría de edad que su tarea propia consiste en
reconocer lo absoluto cuando se presenta entretejido con los
condicionamientos; ahora se nos pide mantener enhiesto el sentido cuando le
rodean procesos de decadencia y descomposición que le roban el ánimo y le
debilitan. Y una filosofía que no haya plantado cara a este peligro dista
mucho de haber alcanzado su perfección propia.
Cuando el filósofo es honrado y no se hurta a los problemas, a la vez que no
se desanima y sigue creyendo en el sentido, por muchas cosas que parezcan
hablar en su contra, es cuando puede penetrar en las capas más profundas de
la existencia. Las ilusiones se disipan y se destaca lo dotado de auténtica
validez.
Pero con ello no queremos decir que se solucionen todos los problemas. Ni
siquiera que se hagan más fáciles. Quizá haya que hablar incluso de algo que
parece lo contrario, a saber, de la experiencia de que todo se vuelve
enigmático. No me refiero a preguntas concretas especialmente difíciles de
responder, sino a un carácter general de las cosas. Una vez que sabemos que
una cosa es de tal modo porque otra es de tal otro, y que esta última nos
remite a su vez a una que le precede, nos damos cuenta de que con estas
frases decimos sin duda algo, pero no mucho, y en todo caso nada
verdaderamente importante. Puede suceder incluso que lo que se tendría que
decir sea sencillamente inefable.
La existencia adquiere entonces aquel carácter que posee, digamos, en una
naturaleza muerta de Cézanne. Tenemos ante nuestros ojos una mesa, sobre
ella hay un plato, en el plato unas manzanas. Nada más. Todo está ahí, bien
iluminado y perfectamente visible. No hay más que preguntar, ni que
responder. Y sin embargo todo es misterioso. Todo es más que su inmediato
«sí mismo». Llegamos a pensar que el misterio forma parte de la claridad.
Constituye la dimensión de profundidad que debe tener el ente para que no
sea mera apariencia engañosa. Quizá, incluso, el ser esté hecho de misterio:
las cosas, los procesos, todo el acontecer al que llamamos «vida». El
filósofo puede hacer entonces experiencias muy peculiares. Por ejemplo,
cuando está sentado en su habitación a la caída de la tarde y los libros,
los muebles, el cuadro de la pared y la estatuilla de la mesa que tiene a su
alrededor y son viejos conocidos suyos pierden su familiaridad, le resultan
raros, lejanos y acuciantes a la vez, de manera que viene a su mente el
pensamiento: ¡qué extraño que estés aquí sentado!, ¡que seas quien eres y
hagas lo que el día a día te va exigiendo!, ¡sencillamente que existas! ¿Qué
es esto?, ¿qué hay detrás de las cosas?, ¿qué hay detrás de ti mismo? En
esos momentos es cuando comprende palabras como las de Próspero en La
tempestad de Shakespeare:
«Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños,
y nuestra corta vida se cierra con un sueño» (IV, 1).
: Pero las cosas tampoco son así. Nada de sueños, nada de meras apariencias
que atraviesen nuestra mente mientras dormimos, sino más bien misterio, del
que entrevemos que es el guiño que nos hace la verdadera realidad.
Mal filósofo sería el que hiciese desaparecer esta misteriosa vibración de
la existencia mediante artimañas intelectuales. Muy al contrario, debe
procurar sentir esa vibración con la mayor nitidez posible. Debe
experimentar cómo se va intensificando. Y entonces verá que algo se
modifica: el misterio se torna habitable. Se revela como el hecho de haber
sido creado, de proceder de la libertad de Dios.
En esta atmósfera, las afirmaciones de la fe, palabras como Dios, creación,
gracia, gobierno de las cosas, la palabra de la auténtica y eterna
clarificación de todo, adquieren una nueva capacidad de penetrar en nuestra
alma.
Y ahora sería el momento de hablar de una última experiencia, la del morir.
Pero esta experiencia no pasa a formar parte de filosofar alguno. En ciertos
momentos la vida llega a estar muy cerca de la muerte, por ejemplo en un
grave peligro, o cuando muere una persona muy próxima a nosotros. Sin
embargo, en esas ocasiones no se trata de la muerte real, a saber, de la
propia. Quien la ha experimentado, ya no filosofa, sino que rinde cuentas de
todo su filosofar ante el Señor de la verdad.
Hay otra cosa importante: la aproximación real al final. Me refiero a cuando
el final ya no significa sólo una posibilidad presente en toda vida, pero
por encima de la cual pasa la corriente de ésta, sino cuando su cercanía
empieza a adueñarse de nuestros sentimientos.
Experimentar esto significa mucho para la actitud filosófica. De que quien
hace esta experiencia sepa plantarle cara, o por el contrario la aparte de
su vista o intente negarla con palabrería vana; de que entienda la muerte
como el paso a lo verdaderamente real, o como el desnudo final de todo; de
que persevere en la protesta cristiana contra la muerte, aceptándola sin
embargo como expiación por la injusticia de la existencia, o bien se
entregue en sus manos, ya dionisíacamente, ya con miedo, ya con una roma
resignación o de cualquier otra manera: de todo ello dependen no sólo muchas
cosas, sino las cosas decisivas para la comprensión de la existencia... A
este respecto habría mucho más que decir, pero tendremos que conformarnos
con lo ya expuesto.
En este curso sobre cuestiones éticas fundamentales, señoras y señores, ya
hemos dirigido nuestra mirada en más de una ocasión a la totalidad de la
existencia, y hemos tratado de dar respuesta a los problemas concretos desde
esa totalidad. Las ideas que acabo de esbozar están asimismo al servicio de
esa mirada. Por ello, el tiempo que les hemos dedicado puede que no haya
sido en vano.
Fuente: Romano Guardini, Las etapas de la vida, traducción de José
Mardomingo,
Biblioteca Palabra, Madrid, 2002.
Das wesen des christentums *
Romano Guardini
El presente ensayo se publicó en 1929 en la revista "Die Schildgenossen". El
número en que apareció está agotado desde hace ya largo tiempo. Por eso he
creído, accediendo a numerosos ruegos, que merecía que se publicase
nuevamente, más que nada por la relación que tiene con otros dos libros
lanzados en la misma editorial: La imagen de Jesucristo en el Nuevo
Testamento y El Señor. En él se expone, si así puede decirse, la categoría
necesaria para estos dos últimos y viene a ser como una introducción
metódica a los mismos.
El problema
En la historia de la vida cristiana hay épocas en las que el creyente es
cristiano con naturalidad y evidencia. Ser cristiano es para él lo mismo que
ser creyente e incluso que ser religioso. El cristianismo constituye a sus
ojos el único mundo religioso posible, de tal suerte que todos los problemas
surgen dentro de su ámbito. Considerada en términos generales, ésta fue la
situación para la mayoría de los hombres de Occidente durante la Edad Media,
y aun siglos más tarde, y ésta es también la situación para el individuo
cuando crece en el seno de una atmósfera cristiana unitaria y en ella
inmerge totalmente su personalidad. Más tarde, empero, se impone la
conciencia de que existen también otras posibilidades religiosas, y el
creyente, que hasta entonces no se veía inquietado por ninguna duda,
comienza a analizar, compara, juzga y se siente en la necesidad de tomar una
decisión. En el curso de este proceso mental se hace urgente el problema de
saber qué es aquello peculiar y propio que caracteriza al cristianismo y lo
diferencia, a la vez, de otras posibilidades religiosas.
La pregunta por la "esencia del cristianismo" ha sido contestada de modos
muy diversos. Se ha dicho que lo esencial del cristianismo es que en él la
personalidad individual avanza al centro de la conciencia religiosa; se ha
afirmado asimismo que la esencia del cristianismo radica en que en él Dios
se revela como Padre, quedando el creyente situado frente a Él directa e
inmediatamente; también se ha sostenido que lo peculiar del cristianismo es
ser una religión que eleva el amor al prójimo a la categoría de valor
fundamental. Esta enumeración podría prolongarse todavía, hasta llegar a
aquellas teorías que tratan de presentar al cristianismo como la religión
perfecta en absoluto, tanto por ser la más acorde con los postulados de la
razón, como por ser la que contiene la doctrina ética más pura y la que en
mayor grado coincide con las exigencias de la naturaleza.
De todas estas respuestas no hay ninguna que dé en el blanco. De un lado,
porque toadas ellas angostan la amplia totalidad de la realidad cristiana,
reduciéndola a uno solo de sus momentos, al que, por una u otra razón, se
estima como el más importante o decisivo. Para percatarse de la
insuficiencia de todas estas respuestas, basta considerar el hecho de que
casi siempre es posible oponer a cada una de ellas otra respuesta contraria,
igualmente sostenible e igualmente unilateral. Es posible afirmar
fundadamente, por ejemplo, que la médula del cristianismo consiste en el
descubrimiento de la comunidad religiosa e incluso de la totalidad
transpersonal; que en él se revela la trascendencia de Dios, siendo por ello
una religión en la que el "mediador" desempeña un papel esencial; que la
preeminencia del amor a Dios anula en él el amor al prójimo, etc., etc.
Podríamos llegar incluso a la tesis de que el cristianismo es la religión
que quebranta más radicalmente los postulados de la razón, que niega el
primado de lo ético y que pretende de la naturaleza que acepte lo que más
profundamente le repele.
Las respuestas mencionadas al principio son empero, además, falsas —y aquí
radica lo decisivo—, porque se hallan formuladas en forma de proposiciones
abstractas, subsumiendo su "objeto" bajo conceptos generales. Este proceso,
empero, contradice precisamente la más íntima conciencia del cristianismo,
ya que de esta suerte se le reduce a sus presuposiciones naturales; es
decir, a aquello que la experiencia y el pensar entienden por personalidad,
relación religiosa directa e inmediata, amor, razón ética, naturaleza, etc.
Ahora bien: lo propiamente cristiano no es aprehendido exhaustivamente en
estos conceptos. Lo que Cristo nos anuncia como "amor", o lo que quieren
decirnos San Pablo y San Juan cuando desde su conciencia cristiana nos
hablan de amor, no es el fenómeno humano general que suele designarse con
esta palabra, ni tampoco su purificación o sublimación, sino algo distinto.
"Amor", en este sentido, presupone la relación filial del hombre con Dios.
Ésta a su vez se diferencia esencialmente de la concepción científica que
nos dice, por ejemplo, que el acercamiento a la divinidad del hombre
religioso tiene lugar según el esquema de la relación entre hijo y padre; la
relación filial del hombre con Dios significa, más bien, el renacimiento del
creyente del seno del Dios Vivo, obrado por el "pneuma" de Cristo. El amor
al prójimo en el sentido del Nuevo Testamento significa la visión axiológica
y la actitud que se hacen posibles desde aquí. De igual manera, tampoco la
"interioridad" del cristianismo es un fenómeno histórico y psicológico, que
hubiera comenzado, por ejemplo, con la disolución de la conciencia objetiva
propia de la Antigüedad y hubiera hallado su prosecución histórica en el
individualismo del Renací-miento o en la conciencia de la personalidad de la
Edad Moderna. La "interioridad" cristiana significa, antes bien, aquella
esfera especial en la que, en un último sentido, el creyente se halla
sustraído al mundo y a la historia —situado sobre ambos, dentro de ambos o
como quiera formularse—, pero en la que, a la vez, se halla próximo en un
nuevo sentido a la historia, adquiriendo de una nueva manera poder y
responsabilidad sobre ella. Es el lugar en el que el redimido en Cristo se
halla frente a frente al "Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo" (II Cor.,
1, 3), [*] y se halla constituida y 'fundamentada sólo por Él. Tan pronto
como se hace desaparecer a Cristo, desaparece " también la interioridad
cristiana. El amor cristiano es, naturalmente, el amor de un hombre, y en su
realización concreta se dan todas las actitudes y acciones que constituyen
el amor de los humanos; el fenómeno de la interioridad cristiana contiene
también, naturalmente, todas las fuerzas y valores de los diversos procesos
de interiorización, tal y como tienen lugar en el curso de la vida del
individuo y en el curso de la historia. No obstante, lo que aquí importa en
primer término es la diferenciación. Conscientes de la responsabilidad ante
el Dios revelado, hay que hacer resaltar aquello que es diverso; diverso, al
menos, por su pretensión y su punto de partida inicial, y aun cuando su
realización sea después todo lo insuficiente y confusa que se quiera.
Lo propiamente cristiano no puede deducirse de «presuposiciones terrenas, ni
puede determinarse por medio de categorías naturales, porque de esta suerte
|se anula lo esencial en él. Si se quiere aprehender esto |último, hay que
hacerlo partiendo de su propio ámbito. Hay que preguntar directamente a lo
cristiano y recibir de él la respuesta; sólo así se perfilará su esencia
como algo propio y no soluble en el resto. Lo cristiano contradice el
pensamiento y la dicción naturales, para los cuales todas las cosas, sea
cual sea la diferencia entre ellas, se reúnen bajo las mismas categorías
últimas, constituidas por la lógica y la experiencia. Lo cristiano no se
inserta bajo estas categorías. Cuando el pensamiento se percata de que, pese
a toda la identidad en los elementos naturales y en la estructura óntica, no
puede desintegrar lo cristiano ni insertarlo en el "mundo", entonces y sólo
entonces se dibuja con claridad lo esencial del problema.
El cristianismo no es, en último término, ni una doctrina de la verdad ni
una interpretación de la vida. Es esto también, pero nada de ello constituye
su esencia nuclear. Su esencia está constituida por Jesús de Nazareth, por
su existencia, su obra y su destino concretos; es decir, por una
personalidad histórica. Algo semejante, en cierto modo, a lo "que con estas
palabras quiere decirse lo experimenta todo aquel para que el que adquiere
significación esencial otra persona. Para él no es ni "la humanidad" ni "lo
humano" lo que reviste importancia, sino esta persona concreta. Ella
determina todo lo demás, y tanto más profunda y ampliamente cuanto más
intensa es la relación. Puede llegarse incluso a que todo: el mundo, el
destino y el cometido propio, pasen a través de la persona amada, a que ésta
se halle contenida en todo, a que se la vea a través de todo y a que todo
reciba de ella su sentido. En la experiencia de un-gran amor todo el mundo
confluye en la relación yo-tú, y todo cuanto acontece se convierte en un
acontecimiento dentro de su ámbito. El elemento personal al que se refiere
en último término el amor, y que representa la más elevada entre las
realidades del mundo, penetra y determina todo lo demás: espacio y paisaje,
la piedra, el árbol y los animales... Todo ello es cierto, pero tiene lugar
solamente entre este yo y este tú. Cuanto más vidente se hace el amor, tanto
menos pretende, sin embargo, que lo que para él constituye el centro del
mundo ha de revestir también esta cualidad para los demás. Una pretensión de
esta especie podría ser sincera desde el punto de vista lírico; pero
constituiría, por lo demás, un desatino. Para la doctrina cristiana, en
cambio, la situación es otra. La doctrina cristiana afirma, en efecto, que
por la humanización del Hijo de Dios, por su muerte y su resurrección, por
el misterio de la fe y de la gracia, toda la creación se ha visto exhortada
a abandonar su aparente concreción objetiva y a situarse, como bajo una
norma decisiva, bajo la determinación de una realidad personal, a saber:
bajo la persona de Jesucristo. Ello constituye, desde el punto de vista
lógico, una paradoja, ya que parece hacer problemática la misma realidad
concreta de la persona. Incluso el sentimiento personal se rebela contra
ello. Someterse, en efecto, a una ley general cierta —bien natural, mental o
moral— no es difícil para el hombre, el cual siente que al hacerlo así
continúa siendo él mismo, e incluso que el reconocimiento de una ley
semejante puede convertirse en una acción personal. A la pretensión, en
cambio, de reconocer a "otra" persona como ley suprema de toda la esfera
religiosa y, por tanto, de la propia existencia, el hombre reacciona en
sentido violentamente negativo.
A modo de diferenciación
Hemos de preguntar ahora al Nuevo Testamento si es cierto y exacto lo
afirmado por nosotros, y cuál es la posición de la persona de Jesucristo
dentro de la religión cristiana.
Una mirada superficial basta para percatarse de la inconmensurable
significación que reviste la persona de Jesús en el Nuevo Testamento. En el
Sermón de la Montaña, por ejemplo, se contrapone a la frase "se dijo a los
antiguos", esta otra: "Yo, empero, os digo" (Mt., 5, 21-22). La misma
conciencia de máxima autoridad resuena en las palabras una y otra vez
repetidas: "En verdad, en verdad os digo". Subrayado por la admiración de
sus oyentes, Jesús "enseñaba como quien tiene poder" y no como los sabios y
eruditos doctores (Mt., 7, 29). De su mensaje afirma el mismo Jesús: "El
cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mt., 24, 35). Las
palabras habladas por Él "son espíritu y son vida" (Jn, 6, 63), y el que las
"escucha... y las pone por obra será como el varón prudente que edifica su
casa sobre roca" (Mt., 7, 24). La exclamación confiada y creyente "¡Señor,
Señor!" —mucho en sí—, no basta, sino que hay que hacer la "voluntad de mi
Padre" (Mt., 7, 21). El que hace, en cambio, lo dicho por Él, "no verá jamás
la muerte" (]n., 8, 51). Jesús exige que se le siga, llevando cada uno "su
cruz" (Mt., 10, 38), pero da también una paz "como el mundo no la da" (Jn.,
14, 27) y "la vida eterna" (Jn., 10, 28). Jesucristo anuncia un nuevo orden
de las cosas, un mundo de realidades y fuerzas espirituales hasta entonces
desconocidas, el "reino de Dios", y otra serie de expresiones semejantes que
podríamos enumerar... Todo esto revela una autoridad máxima religiosa, pero
no es todavía suficientemente decisivo para la cuestión que nos ocupa. Un
ejemplo sacado de la historia de las religiones nos conducirá al núcleo del
problema.
Quizá no haya ninguna figura religiosa que haya surgido con más alta y
segura pretensión que Budha. En los libros sagrados se le alaba como
"sublime, perfecto, totalmente iluminado, rico en ciencia, sabedor de
caminos, conocedor de los mundos, incomparable educador de hombres, maestro
de dioses y hombres". [1] Budha "revela la esencia de este mundo, de los
dioses... y de las criaturas..., después de que él mismo la ha conocido y
penetrado. Predica la doctrina que es hermosa al principio, en el medio y al
fin, llena de significación y minuciosidad en la forma externa..." [2] Su
autoridad es inconcusa. Todos los seres, no sólo los hombres, sino también
los espíritus y los dioses, esperan su salvación a través de él. El
Dighanikaya, la "colección mayor", y sobre todo su segundo libro entero, se
halla dedicado a probar cómo los seres más sublimes acuden a Budha en busca
de salvación. El mismo Brahma, adornado por la tradición védica con todos
los atributos de la más alta divinidad, demanda también de Budha consejo y
aleccionamiento. En el camino que Budha predica para la salvación, lo
primero es siempre la "con fianza en el lúcido". Sólo a él le es conocida la
cuádruple verdad sagrada del dolor, de suerte que el primer paso por este
camino consiste en que el que implora diga: "Por eso, señor, me refugio en
el Supremo, en su doctrina y en la comunidad de los Bhikkhu". [3]
Ahora bien: ¿cuál es la posición de Budha mismo en este orden religioso? Su
saber es tan inconmensurable que conoce lo que se halla oculto a todos los
seres, incluso a Brahma. Lo descubierto por él es de tal suerte "secreto y
difícil de aprehender", que después de su conocimiento decisivo en Uruvela,
se inclina a la idea de que no le es posible comunicarlo. El Malo, Mará, se
aprovecha de este escrúpulo y trata de arrastrarlo a un silencio fatal, de
tal manera que el rey de los dioses tiene que venir por sí mismo e incitarle
a "poner en movimiento la rueda de la doctrina". [4] El hecho mismo, empero,
de que en el curso de los tiempos ha habido una y otra vez "lúcidos", aparta
a su persona de la esencia de la religiosidad representada por él.
Budha es "iluminado", "lúcido"; ha superado la servidumbre de la ilusión y
conoce la ley de la existencia, la ley del "dolor, del origen del dolor, de
la desaparición del dolor y del camino en ocho partes que conduce a la
desaparición del dolor". [5] Ha dado expresión a lo que, si bien oculto por
la apariencia y la ceguera, revestía carácter objetivo y validez. Sin él
nadie en la época presente del mundo llegaría al conocimiento de la ley del
ser y del camino de la redención. Ello, sin embargo, sólo porque ninguno de
los hombres, tal y como en este tiempo son, tendrían la fuerza para ello; el
mismo Budha no tuvo tampoco esta fuerza en los renacimientos anteriores. Los
hombres precisan, pues, de él como de un guía, pero sólo fácticamente, por
ser tal y como son, no en principio. En principio cada uno de ellos podría
recorrer el mismo camino con sólo llegar hasta la pureza total. El objetivo
al que Budha tiende es la extinción, el "no ser nada". [6] Después, en
efecto, no es ya ni queda de él otra cosa que el recuerdo, permaneciendo,
por lo demás, "la doctrina y la comunidad". De la doctrina, se dice, empero,
una y otra vez que se sigue con el propio esfuerzo. "Poco tiempo ya después
de su recepción vivía el venerable N. N. sólo para sí y retirado,
ascendiendo, anhelante y dirigido interiormente derecho a su fin; y no pasó
mucho tiempo y ya había reconocido, realizado y hecho propiedad duradera
aquel fin supremo de la vida piadosa, por causa del cual hombres de las
mejores familias abandonan para siempre su hogar. Su mente veía claro: "Todo
devenir ha terminado, se ha acabado la necesidad de la lucha religiosa, se
ha resuelto el problema, ya no hay retorno." Esta es la fórmula de la vida
ejemplar, tal y como se relata repetidamente en los Discursos. [7]
Respondiendo a la demanda de su discípulo predilecto Ananda, que le pide que
instituya un último orden antes de su muerte, responde Budha: "¿Qué es lo
que espera todavía la comunidad de los Bhikkhu de mí, Ananda? He proclamado
la doctrina sin distinguir un dentro y un fuera, porque el Tathagata no es
avaro cuando se trata de la doctrina, tal y como suelen serlo los maestros.
El que alberga la idea recóndita: 'Quiero ser yo quien dirija la comunidad
de los Bhikkhu', o bien: 'La comunidad de los Bhikkhu tiene que quedar
vinculada a mi", es posible que tenga que tomar determinadas disposiciones
en relación con el rebaño de los Bhikkhu. El Tathagata, empero, no conoce
estas ideas recónditas... Buscad, pues, Ananda aquí abajo lucidez y refugio
en vosotros mismos y en ningún otro sitio... Y todo Bhikkhu que, ahora o
cuando yo ya no exista, busque lucidez y refugio en sí mismo y en la
doctrina de la verdad, y en ningún otro sitio, estos Bhikkhu que busquen tan
celosamente, serán tenidos por los más elevados". [8]
La significación religiosa de Budha es, pues, extraordinaria; en último
extremo, empero, dice sólo lo que, en principio, podría decir también otro
hombre cualquiera. Lo que hace es indicar el camino que existe también sin
él, y con la vigencia de una ley universal. La persona misma de Budha no se
halla dentro del ámbito de lo propiamente religioso.
A fin de hallar una diferenciación relevante hemos partido de la figura del
más grandioso quizá de todos los fundadores de religiones. Es para nosotros
expresión de una actitud limpia y pura en extremo, que Budha haya situado su
persona fuera del ámbito de lo propiamente religioso; es decir, que no la
haya identificado con la esencia de la religión por él predicada. Desde un
principio esperamos hallar también esta actitud en el curso de la
revelación, allí donde el apóstol o el legislador religioso aparecen como
mensajeros, y enviados del Dios Vivo.
Moisés es una personalidad religiosa de grandes dimensiones; pero es llamado
contra su Voluntad a cumplir su cometido, y éste representa constantemente
para él una carga que soporta al servicio del Señor. Es siervo y amigo de
Dios, guardián e intérprete de la Ley, pero su persona nada tiene que ver
con la esencia de la religión. La fórmula de su actuación se halla contenida
en las frases: "Di al pueblo" y "Así ha hablado Yavé"... También el profeta
es llamado. Su mirada contempla cosas extraordinarias y una fuerza
sobrehumana penetra su persona. Es instrumento de una comisión divina. Se
halla en lugares decisivos de la Historia Sagrada y crea su conciencia. Está
iniciado en la acción divina y se presenta al pueblo con todo el "pathos" de
la cólera de Dios. Siempre, empero, sabe el profeta que es un enviado, y
nada más que esto. Las fórmulas de su existencia rezan también: "Ve y di" y
"Así habla el Señor"... Estos hombres todos se hallan destinados a
situaciones reales como personalidades reales también; en relación con lo
esencial no son, sin embargo, más que mensajeros. La palabra y el mandato de
la revelación tiene que ser sustentados históricamente por hombres; pero la
persona de éstos no se halla en el mensaje mismo, es decir, en el contenido
de la revelación.
Lo mismo puede decirse de los Apóstoles. Las palabras con que son llamados y
enviados (Mt., 10; 16, 16-19; 18, 18; 28, 18-20; Mc., 16, 15-18; Jn., 13,
20), lo mismo que las palabras finales de despedida, les sitúan en las
proximidades más inmediatas de la fuente de la revelación y dan a su
predicación una significación religiosa decisiva. Los mismos Apóstoles se
hallan profundamente penetrados por la conciencia de esta significación.
Basta considerar la manera con que se caracteriza su actitud —hasta las
declaraciones del primer concilio— en los Hechos de los Apóstoles: "Porque
ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros ninguna otra carga
más que éstas necesarias" (15, 28). Ni un solo momento, sin embargo, se les
ocurre insertarse a sí mismos en el contenido de la revelación. En un
momento decisivo describen de la siguiente manera su cometido: "Ahora, pues,
conviene que de todos los varones que nos han acompañado todo el tiempo en
que vivió entre nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan,
hasta el día en que fue tomado de entre nosotros, uno de ellos sea testigo
con nosotros de su resurrección" (Hechos, 1, 21-22). Y San Pablo, cuya
conciencia apostólica revestía intensidad singular, tanto por las
circunstancias especiales de su conversión como por la necesidad de
defenderla contra violentos ataques, replica con pasión a partidarios
excesivamente celosos: "Esto, hermanos, os lo digo porque he sabido por los
de Cloe que hay entre vosotros discordias, y cada uno de vosotros dice: Yo
soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Por ventura está
dividido Cristo? ¿O ha sido Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido
bautizados en su nombre?" (I Cor., 1, 11-13). El profeta como el apóstol son
portadores del Mensaje, obreros en la gran obra, pero nada más. Lo esencial
sólo les ha sido confiado. Más aún, es característico de su existencia que
están llamados a proclamar algo que sobrepasa por naturaleza su propio ser y
su propia capacidad. De aquí se deriva para ellos no sólo grandeza, sino
también una profunda problematicidad, uña desproporción entre sus palabras y
su ser, que las más potentes personalidades de entre ellos han sentido tanto
más intensamente. Después de la terrible tensión de su lucha con los
profetas, experimenta Elías un desmayo escalofriante: "Ajab hizo saber a
Jezabel lo que había hecho Elías, y cómo había pasado a cuchillo a todos los
profetas; y Jezabel mandó a Elías un mensajero para decirle: Así me hagan
los dioses y así me añadan, si mañana a estas horas no estás tú corno uno de
ellos. Huyó, pues, Elías para salvar su vida, y llegó a Berseba, que está en
Judá; y dejando allí a su siervo, siguió él por el desierto un día de
camino, y sentóse bajo una rama de retama; deseó morirse, y dijo: ¡Basta,
Yavé! Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres" (7 Reyes, 19, 1-4).
Y en la primera Epístola a los Corintios, dice San Pablo en relación con el
pasaje ya mencionado: "Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros
de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (7 Cor., 4, 1),
prosiguiendo más adelante: "Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros los
Apóstoles, nos ha asignado el último lugar, como a condenados a muerte, pues
hemos venido a ser espectáculo para el mundo entero, para los ángeles y para
los hombres. Hemos venido a ser necios por amor de Cristo; vosotros, sabios
en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros ilustres, nosotros
viles. Pasamos hambre, sed y desnudez; somos abofeteados y andamos
vagabundos, y penamos trabajando con nuestras manos; afrentados, bendecimos;
hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo, como estropajo de
todos" (4, 9-13). Es como si la personalidad natural se rebelara contra una
existencia semejante, la cual, sin embargo, es amada y deseada con lo más
profundo del ser.
Por contraste con todo ello se pone de manifiesto fundamentalmente diferente
es la posición de la persona de Jesús en el orden religioso proclamado por
Él.
La persona de Cristo y lo propia y esencialmente cristiano
Se ha afirmado repetidamente que Jesús no forma parte del contenido de su
mensaje. Los que sostienen esta tesis la fundamentan de la siguiente forma:
La acción de Jesús consistió primordialmente en un mover e inquietar los
ánimos, en la comunicación de vida, en el despertar del espíritu y en la
conducción al seno de un destino religioso; en la parte en que esta acción
fue mensaje y doctrina, consistió sólo en la predicación del Padre y de su
Reino. Jesús fue sólo mensajero, y lo fue por haber sido el primero entre
los llamados. Lo único que quiso fue apartar a los hombres del "mundo" y
hacer de ellos el Reino vivo del Padre. La fórmula de su voluntad religiosa
fue: "Allí está el Padre y aquí estamos nosotros, los hombres. He sido
instruido, conozco la realidad y sé cuál es el camino. Venid conmigo, haced
lo que Yo hago, a fin de que todos lleguemos juntos hasta el Padre". Esta
primera y auténtica relación fue falseada más tarde. Los creyentes estimaron
como difícil en extremo la forma originaria de la fe, es decir, la imitación
de la vida de Jesús, y se sustrajeron a este imperativo convirtiendo a Jesús
—que no había pretendido ser más que el guía que conduce a un fin común— en
un ser sobrenatural al que se debía adoración, en un Dios, cuya vida
constituye el contenido mitológico del culto. Así fue que el mensaje de
Jesús se transformó en una nueva religión con divinidad propia. En realidad
de verdad, Jesús, sin embargo, no se situó a sí mismo en el contenido de su
predicación, y su persona puede desaparecer sin que ello afecte en nada a la
integridad de la doctrina enseñada por Él... Esta teoría es falsa. De una
parte, Jesús ha hecho manifestaciones expresas sobre sí mismo y sobre su
relación con Dios y con los hombres, manifestaciones que pertenecen al
contenido fundamental de la Buena Nueva, Allí mismo, sin embargo, donde no
habla expresamente de sí, su mensaje se halla determinado por la
significación única de su persona.
En las líneas siguientes vamos a tratar de poner de relieve esta
significación.
I
En primer término, Jesús exige explícitamente que los hombres le sigan. Que
le sigan, no en el sentido de estar dispuestos a reconocer como ejemplar su
figura de Maestro, sino en el sentido, mucho más profundo, de "negarse a sí
mismos". La figura y la palabra del Maestro tienen una significación
decisiva para la salvación, de suerte que el gran tema del individuo es la
adecuada y justa relación con Él: "No penséis que he venido a poner paz en
la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al
hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y
los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre y la madre
más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de
mí, no es digno de mí" (Mt., 10, 34-38). Más aún, la exigencia alcanza un
grado que sobrepasa toda posible relación escueta de maestro a discípulo:
"El que halla su vida la perderá, y el que la perdiere por amor de mí, la
hallará" (Mt., 10, 39). Marcos, a su vez, refuerza la frase con la adición,
tan llena de significado, de "por mí y el Evangelio" (8, 35).
En este seguir a Jesús tiene lugar una decisión religiosa.
Jesús exige que el hombre se pronuncie por Él, tanto interna como
externamente, y hace depender de ello la salvación eterna: "Pues a todo el
que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de
mi Padre, que está en los cielos. Pero a todo el que me negare delante de
los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los
cielos" (Mt., 10, 32-33). Este decidirse y esta confesión se exige incluso
en relación con aquellas personas que más dignas son del afecto: "El que ama
al padre y a la madre más que a mí, no es digno de mí, y el que ama al hijo
o a la hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt., 10, 37).
De las frases citadas se deduce con toda claridad, que la elección exigida
no es sólo de naturaleza ética, es decir, que no se halla situada bajo la
norma de lo bueno y de lo que implica salvación, sino que se dirige a la
persona misma de Jesús y significa una decisión propia y amor. Jesús no sólo
exige, sino que ama, y el llamamiento que dirige al hombre es amor. "Y Jesús
poniendo en él los ojos le amó", se lee en la historia del joven rico (Me.,
10, 21), de la misma manera que toda la existencia de Jesús surge del amor
de Dios al hombre caído: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su
Unigénito Hijo" (Jn., 3, 16). A este amor debe corresponder también amor por
parte del hombre; no amor sólo al "bien" o a "Dios", sino a Jesús vivo, y
justamente por ello al bien y a Dios. Así dice Él mismo: "Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos" (Jn., 14, 15); sus mandamientos, ahora bien,
son los del Dios Santo. Quien los cumple penetra en la existencia amorosa de
Dios: "En aquel día conoceréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros en mí y
Yo en vosotros. El que recibe mis preceptos y los guarda ése es el que me
ama; el que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me
manifestaré a él". Y una vez más: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y
mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada" (Jn., 14, 20-21
y 23).
II
A todo ello hay que añadir, además, aquellas palabras que hacen aparecer la
persona de Cristo como criterio y motivo de la conducta.
Así, aquellas en las que se contiene la expresión "por mí": "Bienaventurados
seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros
todo género de mal, por mí" (Mt., 5, 11). "Seréis llevados a los
gobernadores y reyes por amor de mí". "Y seréis aborrecidos de todos por
causa de mi nombre; el que persevere hasta el fin, ése será salvo (Mt., 10,
18 y 22). "Y quien perdiere la vida por mí y el Evangelio, ése la salvará"
(Mc., 8, 35). No se dice, pues, "por la salvación", "por la verdad", "por
Dios", ni siquiera "por el Padre", todo lo cual parecería natural dentro del
sentido general del mensaje de Jesús, sino que el motivo vivo en el
comportamiento religioso cristiano es Jesús mismo. El mismo sentido se halla
en las frases: "El que no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no
recoge, desparrama" (Mt., 12, 30).
Todavía más enérgicamente se expresa Jesús en las palabras con que instruye
a los Apóstoles: "El que os recibe a vosotros, a mí me recibe, y el que me
recibe a mí, recibe al que me envió" (Mt., 10, 40). "El que a vosotros os
oye, a mí me oye, y el que a vosotros os desecha, a mí me desecha, y el que
me desecha a mí, desecha al que me envió" (Le., 10, 16). Jesús mismo vive en
sus discípulos. El hecho de ser a Él a quien se dirige en último término el
comportamiento justo o injusto con los discípulos, es lo que da su
significación a este comportamiento Y cuando Jesús habla del "ethos" de la
relación filial con Dios, de la actitud abierta y sin reservas frente al
Padre, y del amor fraterno recíproco que ha de unir a los hijos de Dios, el
sentido de esta actitud se fundamenta asimismo partiendo de la persona de
Jesús. [9] "Y el que por mí recibiere a un niño como éste, a mí me recibe; y
el que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le
valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le
arrojaran al fondo del mar" (Mt., 18, 5-6). Más adelante trataremos
detalladamente de la forma extraordinaria que adopta esta idea en las
palabras sobre el Juicio Final. Jesús es el núcleo, la justificación y la
fuerza de la nueva comunidad religiosa: "Aun más: os digo en verdad que si
dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir algo, os lo otorgará
mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt., 18, 19-20). Relación
ésta que se nos presentará en toda su significación cuando nos detengamos en
las páginas próximas en la idea de "Cristo en nosotros", tal como se expone
en las epístolas paulinas.
Estas expresiones revisten un carácter especial allí donde se ponen en
relación con el concepto de su nombre. Esto tiene lugar muy a menudo, y a
continuación damos como ejemplo algunos pasajes. Ya antes aducimos las
palabras sobre los odiados por. causa de su nombre (Mt., 10, 22, etc.). La
expresión podría tomarse aquí como sinónima de la frase "por mí". Más
contundente es la significación en las palabras: "Pues el que os diere un
vaso de agua en razón de discípulos de Cristo, os digo en verdad que no
perderá su recompensa" (Me., 9, 41). Un carácter decisivo se contiene en las
frases siguientes: "Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos" (Mt., 18, 20); "Díjole Juan: Maestro, vimos
a uno que en tu nombre echaba los demonios y no está con nosotros y se lo
hemos prohibido. Y Jesús les dijo: No se lo prohibáis, pues ninguno que haga
un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí" (Me., 9, 38); "Y que se
predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas
las naciones, comenzando por Jerusalén" (Le., 24, 27)...
En el Evangelio de San Juan se precisa todavía más el sentido de estas
expresiones: "Mas a cuantos le recibieron, dióles poder ser hijos de Dios, a
aquéllos que creen en su nombre" (Jn., 1, 52); 'Y en aquel día no me
preguntaréis nada; en verdad, en verdad os digo: cuanto pidiereis al Padre
os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre;
pedid y recibiréis para que sea cumplido vuestro gozo" (Jn., 16, 23-24); "Y
lo que pidiereis en mi nombre eso har��, para que el Padre sea glorificado en
el Hijo; si me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo la haré" (Jn, 14,
13-14). Se llega incluso a decir: "En el tiempo en que estuvo en Jerusalén
por la fiesta de la Pascua creyeron muchos en su nombre viendo los milagros
que hacía" (Jn, 2, 23); "El que cree en Él no es juzgado; el que no cree, ya
está juzgado, porque no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios" (Jn.,
3, 18). Estas expresiones se hallan preparadas, empero, por pasajes de los
Sinópticos, como el siguiente: "Y el que por mí recibiere a un niño como
éste, a mí me recibe; y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que
creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino
de asno y le arrojaran al fondo del mar" (Mt., 18, 5-6)... En los Hechos de
los Apóstoles, se lee, a su vez: "De Él dan testimonio todos los profetas,
que dicen que por su nombre cuantos creen recibirán el perdón de sus
pecados" (Hechos, 10, 43). San Pablo expresa el mismo significado en frases
como las siguientes: "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús,
quien, siendo Dios en la forma, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual
a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante
a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta
la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un
nombre sobre todo hombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla
cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre" (Fil., 2,
5-11)... Detrás de este uso del concepto del nombre se encuentra, empero, el
uso que en el Antiguo Testamento se hace del "nombre" simplemente, aludiendo
con esta palabra al "nombre de Dios" (cfr., por ejemplo, Ex., 23, 21; 11,
Sam., 7, 13, y muchos otros lugares). El nombre de Dios ocupa el lugar de Él
mismo. Invocarle significa invocar la misma santidad de Dios. En todas las
frases antes citadas alienta, por eso, una pretensión absoluta, que pone la
persona de Jesús en íntima relación con Dios.
De aquí conduce una línea recta a las manifestaciones mesiánicas: "Si no
creéis que yo soy lo que soy, moriréis en vuestros pecados... Cuando hayáis
alzado al Hijo del Hombre, reconoceréis que soy lo que soy". La
significación de estas palabras se pone de manifiesto si se las pone en
relación con la forma en que Dios se afirma a sí mismo en los libros de los
Profetas; por ejemplo, en Isaías (43, 10-12): "Vosotros sois mis pruebas
—dice Yavé—; mi siervo, a quien yo elegí, para que aprendáis y me creáis y
comprendáis que soy yo solo. Antes de mí no había dios alguno, y ninguno
habrá después de mí. Soy yo, yo que soy Yavé, y fuera de mí no-hay
salvación. Soy yo el que anuncio, el que salvo, el que hablo, y no hay otro
entre vosotros —dice Yavé—. Vosotros sois mis testigos.
Todo esto no es sólo que signifique más, sino que significa algo totalmente
diverso de la actitud pedagógica del maestro que, llevando a cabo una vida
ejemplar, une el peso de su persona con la autoridad de la ley ética, a fin
de que ésta arraigue más en el corazón de sus discípulos; es también
diferente de la sabiduría de un fundador religioso que se sitúa a sí mismo
en la conciencia de la comunidad, a fin de robustecer así su unidad. Aquí
hay algo más también que la acción audaz del salvador religioso que se sitúa
ante Dios con sus seguidores; aquí hay más y algo distinto, aquí alienta la
pretensión de Jesús de situarse en el punto en que radica el "por qué" del
obrar. El obrar justo significa, en último término, un obrar por Cristo o
dirigido a Cristo, aun cuando el motivo próximo revista un valor especial, y
aun cuando el fin inmediato sea una persona determinada. De igual manera que
Él constituye la raíz de la realidad, el núcleo del sentido y el título
jurídico de la comunidad, y de igual manera también que Él justifica el
acercamiento religioso a Dios, la súplica.
III
Teniendo esto en cuenta, se comprende que Él tiene que poner en conmoción
las relaciones y conexiones humanas naturales: "No penséis que he venido a
poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a
separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su
suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa". Y a continuación
siguen las palabras ya citadas: "El que ama al padre y a la madre más que a
mí, no es digno de mí, y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es
digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de
mí. El que halla su vida la perderá, y el que la perdiere por amor de mí la
hallará" (Mt., 10, 34-39).
Jesús no es sólo portador de un mensaje que exige una decisión, sino que es
Él mismo quien provoca la decisión, una decisión impuesta a todo hombre, que
penetra todas las vinculaciones terrenas y que no hay poder que pueda ni
contrastar ni detener. Es, en una palabra, la decisión por esencia. Unas
palabras, ya citadas, la describen así: "El que no está conmigo está contra
mí, y el que conmigo no recoge, desparrama" (Mt., 12, 30). Y en el mismo
sentido la describen también las palabras con que Jesús replica a los
discípulos, indignados porque una persona extraña expulsa a los demonios en
nombre de Él: "Y Jesús les dijo: No se lo prohibáis, pues ninguno que haga
un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. El que no está contra
nosotros, está con nosotros. Pues el que os diere un vaso de agua en razón
de discípulos de Cristo, os digo en verdad que no perderá su recompensa"
(Mc., 9, 39-41).
En las palabras sobre Jesús niño, "puesto está para caída y levantamiento de
muchos en Israel, y para r blanco de contradicción" (Le., 2, 34), se pone de
manifiesto ya lo singular y característico de esta decisión, su carácter
insoslayable, que fuerza a un sí o un no lo más íntimo y vivo del que
escucha. Esto nos conduce al importante concepto bíblico del escándalo.
"Algo me escandaliza" significa, en primer término, que algo se convierte
para mí en ocasión de un estado de ánimo que pone en peligro mi salvación;
es decir, en ocasión de pecado: "Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza,
sácatelo y arrójalo de ti porque más te conviene que perezca uno de tus
miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado en la gehenna" (Mt., 5,
29-30). O también: "¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos
de haber escándalos; pero ¡ ay de aquél por quien viniere el escándalo"
(Mt., 18, 7). Todo puede convertirse en motivo de escándalo. Más aún, el
motivo de escándalo se halla en la misma existencia humana, como lo prueban
las palabras "no puede por menos...", en el pasaje de San Mateo que acabamos
de mencionar; y en sentido análogo las palabras en la parábola del
sembrador: "Lo sembrado en terreno pedregoso es el que oye la palabra y,
desde luego, la recibe con alegría; pero no tiene raíces en sí mismo, sino
que es voluble, y en cuanto se levanta una tormenta o persecución a causa de
la palabra, al instante se escandaliza" (Mt., 13, 21)...
La misma palabra es referida a Jesús por Él mismo y en el momento de una de
las más solemnes declaraciones. Los enviados del Bautista llegan y le
preguntan si es Él el esperado: "Y respondiendo Jesús les dijo: Id y referid
a Juan lo que habéis oído y visto. Los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres
son evangelizados; y bienaventurado aquél que no se escandalizare de mí"
(Mt., 11, 4-6). Aquí se trata de algo absoluto. Jesús sabe que los hombres
pueden escandalizarse en Él. No escandalizarse con el escándalo del que
queda dicho que "¡ay de aquél por quien viniere!", ni con el escándalo a que
se refiere Jesús cuando dice a Pedro: "Retírate de mí, Satanás, tú me sirves
de escándalo" (Mt., 16, 23). Tampoco con aquel escándalo del que pueden ser
motivo el "ojo" o la "mano". Se trata de un escándalo de clase singular y,
al parecer, no fácil de evitar, ya que se llama "bienaventurado" al hombre
que no cae en él. Y esta promesa de bienaventuranza tiene, además, lugar en
el momento en que Jesús responde a la pregunta del último profeta, aludiendo
a la profecía mesiánica.
El escándalo es aquí una actitud determinada en relación Con el valor
religioso, actitud que surge cuando este último sale al paso, no
abstractamente, sino bajo la forma de una figura concreta. Esta actitud no
se expresa en juicios como "es cierto" o "es falso", sino en odio y
persecución... El momento decisivo en el orden de la salvación es, empero,
Cristo mismo. No su doctrina, ni su ejemplo, ni la potencia divina operante
a su través, sino simple y escuetamente su persona. Este hecho despierta
afirmación apasionada, fe y seguimiento, pero también, y en la misma medida,
indignación ante la pretensión inaudita, protesta contra la "blasfemia". La
raíz de la protesta se encuentra precisamente en la circunstancia de que una
persona histórica pretende para sí una significación decisiva para la
salvación. El fenómeno se presenta con claridad singular en el relato sobre
el discurso de Jesús en Nazaret: "Y viniendo a su tierra les enseñaba en la
sinagoga, de manera que, admirados, se decían: ¿De dónde le vienen a éste
tal sabiduría y tales prodigios? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su
madre no se llama María, y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? ¿De
dónde, pues, le viene todo esto? Y se escandalizaban en Él" (Mt., 13,
54-56). Lucas, por su parte, describe el paroxismo de este escándalo: "Al
oír esto se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y
levantándose le arrojaron fuera de la ciudad y le llevaron a la cima del
monte, sobre el cual está edificada su ciudad, para precipitarle de allí.
Pero Él, atravesando por medio de ellos, se fue" (Le., 4, 28-30). El
fen��meno del escándalo es, puede decirse, la contraprueba crítica del
problema que nos ocupa. Una "doctrina" de absoluta verdad, una "indicación"
de significación decisiva, o una "fuerza" que eleva a vida sagrada, son
cosas todas que el sentimiento natural puede discutir sin más, y a las que
responde positiva o negativamente, aceptándolas o rechazándolas. El hecho,
en cambio, de que una figura histórica pretenda para sí una significación
religiosa absoluta excita y "escandaliza" de una manera totalmente
diferente. Para el sentimiento humano inmediato se hallan fuera de toda
proporción los dos "momentos" que esta pretensión une. Para reconocer esta
pretensión, el que ante ella se inclina tiene que sacrificar su voluntad
autónoma en una forma que sólo es posible por el sacrificio y el amor. Si se
rechaza el hacerlo así, surge una reacción directa y elemental, que acierta
a justificar sus objeciones contra la figura concreta y su pretensión con la
argumentación, aparentemente fundada, de que tiene que evitarse toda mezcla
y confusión de lo absoluto y eterno con lo histórico.
Más profundamente todavía nos conduce el concepto de la "mediación", tal
como lo desarrollan, sobre todo) San Pablo y San Juan.
IV
La esencia de la "mediación" la determinan, sin duda, de la manera más
precisa, las siguientes palabras de San Juan: "Yo soy el camino, la verdad y
la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis conocido, conoceréis
también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto. Felipe le
dijo: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta. Jesús le dijo: Felipe, ¿tanto
tiempo ha que estoy con vosotros, y no me habéis conocido? El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú; muéstranos al Padre? ¿No
crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os
digo, no las hablo de mí mismo; el Padre, que mora en mí, hace sus obras.
Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; a lo menos, creedlo por
las obras mismas" (Jn., 14, 6-11). Aquí no se dice: "Yo os muestro el
camino", sino: "Yo soy el camino"; no se dice "Yo os enseño la verdad",
sino: "Yo soy la verdad"; no, "Yo os traigo la vida", sino: "Yo soy la
vida"; no, "He visto al Padre y os hablo de Él", sino: "El que me ha visto a
mí, ha visto al Padre". "El Padre está en mí", dice, en efecto, Jesús, y
ello no en el sentido de que el Padre viva en Él por el camino de la gracia,
como cuando se dice que el Padre descenderá y morará en aquel que ame a
Jesús (/«., 14, 23), sino en una unidad singular, incomparable con ninguna
otra relación humano-religiosa. El "arriba" divino y el "abajo" humano (Jn,
3, 31), lo que proviene "de Dios" y lo que proviene "de la carne" (Jn, 1,
13), la "luz verdadera" y el "mundo" encerrado en las "tinieblas" (Jn, 1,
9), se han disociado. No hay camino que conduzca de uno al otro momento.
Sólo en el mediador se restablece la unidad, porque Él es "camino, verdad y
vida".
Desde el punto de vista cristiano no hay relación directa posible del hombre
a Dios. La palabra "Dios" está aquí usada en el sentido bíblico, como nombre
del "único inmortal", "que habita una luz inaccesible" (1 Tim., 6, 16); del
"Santo", sustraído a todo acercamiento humano y natural. "Dios" no
significa, pues, "lo absoluto", o "el ser supremo", o "el creador del
mundo", sino Aquél que es creador y juez, redentor y otorgador de gracias, y
con el cual es posible la relación de la fe y el amor. De Él no puede haber
ningún conocimiento ni ninguna afirmación directos; ninguna participación,
ninguna adquisición ni ninguna posesión realizadas por el hombre desde sí;
como no puede haber tampoco ni acción ni acercamiento a Él movidos por la
sola fuerza humana.
La relación con Él se halla vinculada más bien a la figura del Mediador.
Todo lo cristiano que viene de Dios a nosotros, y lo mismo todo lo que va de
nosotros a Dios, tiene que pasar por Aquél. Y ello, no en el sentido de que
esta "mediación" signifique tan sólo un primer acceso. No en el sentido de
que lo que viene de Dios a nosotros y lo que de nosotros va a Dios tenga que
ser primero descubierto, conquistado, aportado, sufrido, osado y probado por
el Mediador, dejando después abierto un camino directo entre el hombre y
Dios. La mediación constituye más bien la forma esencial de la relación
cristiana con Dios, y no puede desaparecer nunca, so pena de quedar
destruida la esencia misma de esta última. Lar "verdad" cristiana no nos es,
pues, revelada, sino como dada en el Mediador y a su través. Así se halla ya
expresado, por ejemplo, en los Sinópticos: "Todo me ha sido entregado por mi
Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el
Hijo y aquél a quien el Hijo quisiere revelárselo" (Mt., 11, 27). Lo mismo
en San Juan: "A Dios nadie le vio jamás, Dios Unigénito, que está en el seno
del Padre, ése nos le ha dado a conocer" (Jn., 1, 18). De la revelación del
Padre, empero, depende todo: la redención, el reino eterno y la nueva
creación. La revelación por Cristo no es un primer acto de comunicación
—como, por ejemplo, cuando alguien me dice algo y yo independizo lo dicho de
la boca del que lo dijo, lo tomo en sí y adquiero así una relación autónoma
con el mencionado objeto—, sino una forma de la que no puede abstraerse o
separarse el contenido. Esta verdad la recibo yo siempre, y sólo como dicha
a mí por Cristo. El "ser revelada" constituye la estructura esencial de la
verdad cristiana; hasta tal punto, que desde aquí se plantea el problema de
cómo tiene que ser la articulación interna del conocimiento teológico y su
manifestación. Y la respuesta reza: no de forma que el sujeto cognoscente se
halla referido directamente al objeto, sino a través de un elemento
intermedio, el cual, sin embargo, no tiene sólo carácter instrumental,
pudiendo, por tanto, en principio, ser eliminado, sino que es esencial y
permanece siempre en el conocimiento y en la manifestación de él. [10]
La indicación del "camino" no significa una ilustración o descripción de la
estructura propia de la realidad del hombre y del mundo, y de la naturaleza
de la situación en que se da la existencia en general; no es tampoco una
exposición de las normas que el creyente tiene que observar y de las
acciones que tiene que realizar. También es esto, pero sólo después de
puesto en claro lo decisivo: que "el camino" en sentido cristiano es la
persona misma de Jesucristo. El camino quedó abierto al convertirse en
hombre el Hijo de Dios; su dirección nos fue mostrada por su amoroso morar
entre nosotros. "Camino" significa que Dios vino a nosotros en Cristo y, a
su vez, que en Él la naturaleza humana se halla dirigida total y puramente a
Dios. "Seguir el camino" no puede significar, por tanto, otra cosa sino
penetrar en el Cristo vivo y "quedar en Él" en vida y acción. El camino, por
su parte, se hizo transitable al resucitar Jesús en el Espíritu Santo y
experimentar, transformado, la transfiguración.
De igual manera, tampoco es la "vida" una esfera axiológica autónoma, una
realidad con la que fuera posible un contacto independiente, una
potencialidad de energías y de situación a la que desde un momento
determinado quedara abierto el acceso para todo hombre. "La vida" es, más
bien, la vida misma de Dios tal como se nos abre en Cristo; la acción y la
situación vitales propias de Cristo. Es en este sentido que Él dice de la
Eucaristía: "Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así
también el que me come vivirá por mi (Jn., 6,57). "Vida" es la vida de
Cristo, en la cual se nos ha prometido participación. Y aquí también surge
consecuentemente un problema singular, el problema de cómo es posible llevar
a cabo una acción vital que, por principio, no se halla enraizada en la
propia, sino en "otra" personalidad diferente; cómo esta vida puede
realmente ser propia y contener, sin embargo, en sí aquella otra
personalidad mediadora.
V
Nos hemos preguntado por la "esencia del cristianismo"; es decir, por aquel
carácter distintivo que fundamenta en sí inequívocamente lo cristiano,
delimitándolo y distinguiéndolo, a la vez, de todo lo que no lo es. Con
otras palabras, y expresándolo con terminología lógica, nuestro problema era
fijar la categoría de lo cristiano.
De acuerdo con el carácter de nuestras reflexiones, el problema reviste, en
primer término, un sentido teórico. Con él nos preguntamos qué es lo que
determina el objeto del conocimiento cristiano; es decir, hablando
científicamente, de la Teología. ¿Qué es lo que fundamenta y garantiza el
carácter cristiano del objeto? ¿Qué es lo que constituye la presuposición de
su forma cristiana de aprehensión, la "condición de la posibilidad de
juicios cristianos"?... A estas preguntas les precede otra de más amplias
dimensiones: ¿En qué consiste aquella realidad a la cual se halla referida
esencialmente la existencia cristiana? ¿Cuál es el valor que exige de ésta
una decisión?... Esta problemática alude, finalmente, a la crisis que se
desprende de lo más arriba expuesto para todo el sistema de nuestro
pensamiento, una crisis a la que no sólo ha sido llevado el pensamiento
objetivo por el primado de lo personal, sino a la que, además, ha sido
llevado todo el pensamiento universal por la realidad cristiana.
Las reflexiones anteriores nos han ido acercando lentamente a lo propio y
esencial. El análisis, sobre todo, de las palabras ]n., 14, 6, ha puesto de
manifiesto que no se trata de algo psicológico o pedagógico didáctico, sino
de la forma misma en que lo cristiano es cristiano. Se puede rechazar lo
expuesto en las páginas anteriores, e incluso se puede declarar que se trata
de un absurdo total. Ello querrá decir, empero, que o bien no se ha
entendido exactamente lo expuesto, o bien se ha experimentado "escándalo" en
ello. Lo que no se puede, sin embargo, es extraerlo de la totalidad de lo
cristiano y afirmar que el resto sigue siendo cristiano.
Continuamos la investigación y nos detenemos de nuevo en el concepto de la
revelación. Este concepto gana ahora, por primera vez, examinado desde el ;
punto de vista de lo manifestado, toda su precisión y toda su significación.
Que Jesús se sabe como aquél que trae la revelación de Dios, es cosa que se
halla expresa en cada; una de las páginas del Nuevo Testamento. Las primeras
palabras que dice después de su bautismo son: "Cumplido es el tiempo, y el
reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en el Evangelio" (Me., 1,
15). Este Evangelio, la Buena Nueva, es el cumplimiento de las profecías.
Hallándose el Bautista en prisión oye los hechos de Jesús y envía a sus
discípulos para que le pregunten: "¿Eres Tú el que viene, o debemos esperar
a otro?" Y respondiendo Jesús, les dijo: "Id y referid a Juan lo que habéis
oído y visto. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios,
los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; y
bienaventurado aquél que no se escandalizare en mí" (Mt., 11, 3-6). Jesús
sabe de sí que no ha "venido a abrogar la ley y los profetas..., sino a
consumarla. Porque en verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra
que falte una jota o una tilde de la ley hasta que todo se cumpla" (Mt., 5,
17-18). Al mismo tiempo, empero, se enfrenta con la revelación del Antiguo
Testamento, trazando sus límites y aportando lo definitivo. Ello se expresa
potentemente en aquella contraposición que domina todo el Sermón de la
Montaña: "Habéis oído lo que se dijo a los antiguos... Yo, empero, os digo"
(Mt., 5, 21-43). De su propia doctrina, en cambio, dicen las últimas
palabras del Sermón de la Montaña: "De manera que todo el que escucha mis
palabras y las pone por obra, será como el varón prudente, pues edifica su
casa sobre la roca. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los
vientos y dieron sobre aquella casa; pero no cayó, porque estaba fundada
sobre roca. Y todo el que me escucha estas palabras y no las pone por obra,
será semejante al necio, que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia,
vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre aquella casa; y
cayó y fue grande su ruma. Aconteció que, cuando acabó Jesús estos
discursos, se maravillaban las muchedumbres de su doctrina, porque les
enseñaba como quien tiene poder, y no como sus doctores" (Mt., 8, 24-29).
Consciente de la ruina próxima de la ciudad santa y del fin del mundo, dice:
"El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mc., 13, 31).
En todas estas palabras se expresa el hecho de que Jesús trae la revelación
definitiva y vinculatoria, que no hay nada más allá y que todo movimiento
conduce, más bien, sólo a su propia infinitud. Otras manifestaciones
revisten mayor amplitud. En ellas se expresa aquel algo decisivo que a
nosotros nos ocupa, y que se puso ya de manifiesto en las palabras de San
Juan sobre el camino, la verdad y la vida.
En este respecto, hay que mencionar, ante todo, las palabras sobre la luz:
"Otra vez, pues, les habló Jesús diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que
me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida" (Jn, 8, 12). Y
también: "Es preciso que yo haga las obras del que me envió mientras es de
día; venida la noche, ya nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo,
soy luz del mundo" (Jn., 9, 4-5). Estas frases están estructuradas
análogamente a aquellas otras del camino, la verdad y la vida. Jesús no trae
tampoco aquí la luz, sino que es la luz. Expresado por el apóstol, la misma
idea figura como tema de todo su Evangelio: "En Él estaba la vida, y la vida
era la luz de los hombres. Y la luz luce en las tinieblas, pero las
tinieblas no la abrazaron. Hubo un hombre enviado por Dios, de nombre Juan.
Vino éste a dar testimonio de la luz, para testificar de ella, y que todos
creyeran por él. No era él la luz, sino que vino a dar testimonio de la luz.
La luz verdadera era ya e ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo"
(Jn., 1, 4-9).
Que aquí no se trata sólo de una manifestación de entusiasmo lo prueban las
palabras que siguen a las del camino, la verdad y la vida: "Yo soy el
camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis
conocido, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis
visto. Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta. Jesús le
dijo: Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me habéis
conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú:
muéstranos al Padre?" (Jn., 14, 6-9). En los discursos polémicos dice a los
fariseos: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado. Quien quiere
hacer la voluntad de Él, conocerá si mi doctrina es de Dios o si es mía"
(Jn., 7, 16-17). Estas palabras podrían entenderse en un principio como
aplicables a la- relación peculiar entre el profeta y aquél que le envía.
Nuestro pasaje muestra, empero, que en ellas se expresa algo más. Basta para
ello leer las palabras que siguen: "¿No crees que yo estoy en el Padre y el
Padre en mí? Las palabras que yo os digo, no las hablo de mí mismo; el
Padre, que mora en mí, hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre y
el Padre en mí; a lo menos creedlo por las obras mismas" (Jn., 14, 10-11).
La doctrina de Jesús es doctrina del Padre. Pero no como en un profeta que
recibe y da a conocer la revelación, sino en el sentido de que su punto de
partida se halla en el Padre, pero, a la vez, también en Jesús. Y en Jesús
de una manera que sólo a Él le es propia y que determina su más profunda
esencia: por el hecho de ser el Hijo del Padre. Jesús puede enseñar la
verdad, porque "está en el Padre y el Padre está en Él". Esta relación no
significa simplemente presencia amorosa de Dios en el hombre a Él rendido,
sino una forma de existencia única, exclusiva y sólo dada aquí, que
fundamenta la divinidad de Jesús: "Al principio era el Verbo, y el Verbo
estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Estaba al principio con Dios" (Jn., 1,
1-2). Partiendo de aquí habla Cristo.
Sin embargo, Cristo no habla sólo con palabras, sino con todo su ser. Todo
lo que Él es, es revelación del Padre. Sólo ahora alcanza el concepto
cristiano de la revelación toda su entera plenitud. El racionalismo, que ha
influido profundamente el pensamiento cristiano, sitúa la esencia de la
revelación en el pensamiento que se revela y en la palabra que lo expresa.
La palabra que la boca habla no es, empero, más que una parte de una palabra
más amplia, de aquella palabra que consiste en la plenitud del ser. Cristo
es la palabra, incluso cuando "no abre su boca y habla". Toda su esencia es
palabra, sus gestos, sus ademanes y actitud, su acción y su obra, los
motivos de su comportamiento y la conexión de su destino. Nos las habernos
aquí con un concepto óntico de la palabra que se halla en la base de aquel
"ser Verbo" en que consiste la esencia del Hijo: Jesús es "logos", aun
cuando nada diga en concreto.
Esto nos lleva al importante concepto de la Epifanía en el Nuevo Testamento.
La Epifanía significa la revelación y publicidad de la verdad y realidad
divinas, hasta entonces ocultas. En los discursos polémicos se dice: "Jesús,
gritando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha
enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado. Yo he venido como luz al
mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas" (Jn., 12,
44-46). Lo mismo dice San Juan con esa fuerza para penetrar hasta lo
esencial, que es su más constante característica: "Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito
del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn., 1, 14). Un eco de estas
palabras vuelve a hallarse también en el comienzo de la primera Epístola:
"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocante al
Verbo de vida, porque la vida se ha manifestado y nosotros hemos visto y
testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos
manifestó. Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de
que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con
el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Ep. Jn., 1, 1-3). La recóndita
plenitud de sentido que es el Padre mismo con su amor, se da accesible a
todos en Cristo; es decir, "en verdad" entre los hombres.
Es, por tanto, consecuente que San Pablo hable de Dios como de "Dios, Padre
de nuestro Señor Jesucristo" (Col., 1, 3). Dios no es Padre en sí y por sí,
sino en relación con Cristo, y sólo desde Cristo puede ser comprendido. De
igual manera, tampoco el Espíritu Santo es espíritu en sí, aliento religioso
que manara libremente, sino en relación con Jesús. Es el espíritu que Jesús
"envía". "El Abogado que Yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de
verdad que procede del Padre... dará testimonio de mí" (Jn., 15, 26). El
contenido de su misión es Cristo. "Pero cuando viniere aquél, el Espíritu de
verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo,
sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. Él me
glorificará, porque tomará de lo mío, y os lo dará a conocer" (Jn., 16,
13-14). La divinidad del Nuevo Testamento se halla, pues, referida a Cristo,
y sólo desde Él puede llegarse a ella. El Dios en que cree el cristiano es
"el Dios Jesucristo".
Teniendo esto presente se pone de manifiesto la tremenda decisión ante la
que Cristo pone al mundo: "Podéis conocer el espíritu de Dios por esto: todo
espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; pero
todo espíritu que no confiese a Jesús, ése no es de Dios, es del Anticristo,
de quien habéis oído que está para llegar, y que al presente se halla ya en
el mundo... Quien confiese que Jesús es Hijo de Dios, Dios permanece en él y
él en Dios... Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ése es nacido de
Dios, y todo el que ama al que le engendró, ama al engendrado en Él... ¿Y
quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de
Dios?... El que cree en el Hijo de Dios, tiene este testimonio en sí mismo.
El que no cree en Dios le hace embustero, porque no cree en el testimonio
que Dios ha dado de su Hijo" (I Ef. ]n., 4, 2-3, 15; 5, 1, 5, 10).
Desde esta perspectiva, y sólo desde ella, se pone de manifiesto la
significación del mensaje redentor del Nuevo Testamento.
El pecado no es sólo una transgresión cometida por el hombre, una
transgresión que deje, por lo demás, intacta su esencia. El pecado ha
arrancado al hombre —y con él al mundo— del orden en Dios, precipitando la
existencia entera en la desdicha. La redención no es, por eso, una
corrección tan sólo de ciertas transgresiones por la doctrina y el ejemplo,
o una alta realización religiosa que repara lo hasta entonces perturbado,
sino un proceso del rango de la creación. La redención no es algo que tenga
lugar dentro del mundo, sino que significa una nueva fundamentación de la
existencia, la cual abarca a su vez doctrina, aleccionamiento y ejemplo como
elementos integrantes. La redención eleva el todo de la existencia a un
nuevo comienzo, lo cual, a su vez, significa, desde luego, que la redención
conduce este todo a través de una nueva muerte.
Cristo mismo no precisa ninguna pena reparadora. Cristo es puro, y no sólo
porque no hubiera pecado o porque un misterio de la gracia le hubiera
extraído del ámbito de la culpa, sino activa y creadoramente. Jesús no es
sólo un ser singular entre el resto de los demás, una excepción que
constituya, sin embargo, frente a Dios, una parte de la totalidad sino que,
aun siendo hombre, se halla desde un principio al lado de Dios, y viene de
Él. Jesús ha sido "enviado" por el Padre al mundo, al seno de la
responsabilidad nacida del pecado. En San Juan se dice: "Pues Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo
sea salvo por Él" (Jn., 3, 17). Y en otro pasaje: "Porque yo he bajado del
cielo, no para hacer mi voluntad, sino para hacer la voluntad del que me
envió" (Jn., 6, 38). La misma concepción se expresa, empero, ya en los
Sinópticos, en las instrucciones a los Apóstoles: "Pues a todo el que me
confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi
Padre, que está en los cielos... El que os recibe a vosotros, a mí me
recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió" (Mt., 10, 32-33 y
40). Esté "enviar" trae consigo decisión para los hombres y un destino para
Jesús mismo: "Yo he venido a echar fuego en la tierra, y ¿qué he de querer
sino que se encienda? Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento
constreñido hasta que se cumpla!" (Le., 12, 49-50). Y asimismo: "Desde
entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, los príncipes, los
sacerdotes y los escribas, y ser muerto y al tercer día resucitar" (Mt., 16,
21). Finalmente: "¿No era preciso que el Mesías padeciese y entrase en su
gloria?" (Lc., 24, 26).
En la última cena se conmemora la liberación de Egipto. Entonces se había
sacrificado un cordero, comiendo su carne y señalando con su sangre los
quicios de las puertas, a fin de que el Ángel Exterminador pasara por ellas
de largo. A partir de esta fecha, cada año se repetía la comida, y Jesús lo
hace así también con los suyos. Así se relata, y después se dice: "Y
mientras comían, tomó pan, y bendiciéndolo lo partió, y se lo dio, y dijo:
Tomad, éste es mi cuerpo" (Me., 14, 22). El cordero ha sido sacrificado, su
"cuerpo" ha estado sobre la mesa y ha sido comido. "Y tomando un cáliz y
dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, porque ésta es mi
sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de
los pecados" (Mt., 26, 27-28). En San Lucas la última frase reza así: "Este
cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" (Lc.,
22, 20). El proceso, la idea y la manifestación se hallan construidos y
reposan sobre la categoría redentora "por vosotros".
El sentido que en todo ello alienta se prosigue en la pasión de Jesús. La
"angustia" en Getsemaní no sólo significa miedo natural, sino que en ella
vive ya el Redentor aquello de lo que se trata en el "por vosotros". Jesús
lleva sobre sí como propia la culpa de los hombres, siente pavor ante su
horrendo carácter, que sólo a Él se le revela en toda su amplitud, y se
estremece ante la pena que esta culpa exige, y que no hay humano que pueda
medir exactamente. De esta conciencia surge también la actitud de Jesús
durante la pasión, y ello no sólo en San Juan, el "místico", sino también en
los Sinópticos. Sería totalmente imposible insertar "a posteriori" este
sentido en una personalidad y su comportamiento. Todo el carácter del
proceso se halla determinado por aquel "por vosotros". La muerte de Jesús no
es ni una catástrofe, ni un destino heroico, ni el sacrificio de un mártir
por sus convicciones, sino algo que es en sus comienzos y en su esencia
radicalmente distinto. Una cosa así no podía ser ni imaginada ni construida.
Por doquiera se echarían de ver las cisuras, mientras que aquí nos
encontramos ante una unidad de una pieza. Un sinnúmero de hombres, entre
ellos algunos del más alto nivel religioso, y no sólo de la más estricta
veracidad, sino de finísima agudeza, han construido su vida sobre el hecho
de la pasión tal como nos ha sido transmitida, sobre la estructura
espiritual sagrada que en ella alienta. Estos hombres han puesto su
existencia a prueba en este acontecimiento, han "obrado, y han percibido"
que era verdad. Ante este hecho palidecen todos los puntos de vista
psicológicos y filosóficos. Aquí tenemos ante nosotros una estructura
esencial, que se impone hasta en los gestos y en las palabras, y que
fundamenta el existir para los tiempos. Es el sacrificio redentor, al que
sigue después, como una reacción gigantesca, el hecho de la resurrección.
"¿No era preciso que el Mesías padeciese y entrase en su gloria"? (Lc., 24,
26).
San Pablo desarrolló este sentido con una fuerza que va alcanzando
continuamente nuevas profundidades: "Porque cuando todavía éramos débiles,
Cristo, a su tiempo, murió por los impíos. En verdad, apenas habrá quien
muera por un justo; y aun pudiera ser que muriera alguno por uno bueno; pero
Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por
nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos
por Él salvos de la ira; porque si siendo enemigos fuimos reconciliados por
Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos
en su vida" (Rom., 5, 6-10). Y poco después: "Así, pues, como por un hombre
entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, que pasó a todos los
hombres, por cuanto todos habían pecado... Si, pues, por la transgresión de
uno solo, esto es, por obra de uno solo, remó la muerte, mucho más que los
que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en
la vida por obra de uno solo, Jesucristo. Por consiguiente, como por la
transgresión de uno solo llegó la condenación a todos, así también por la
justicia de uno solo llega a todos la justificación de la vida. Pues como
por la desobediencia de uno todos fueron hechos pecadores, así también por
la obediencia- de uno todos serán hechos justos" (Rom., 5, 12-19). La
mediación se convierte en una inclusión redentora. Cristo ha hecho suyo lo
que era nuestro: el pecado; y así se ha hecho nuestro lo que era suyo: la
vida divina.
Somos cristianos en virtud de la redención. La redención, empero, no es un
hecho cuya eficacia pudiera separarse de la persona que es su actor, ni
siquiera en la medida en que los hechos se separan de los que los realizan,
considerándolos como unidad de sentido y eficiencia autónoma. El hecho sólo
tiene, al contrario, fuerza y sentido de redención como hecho de éste su
actor, y éste tiene que permanecer unido al hecho. A continuación se pondrá
de manifiesto que con ello aludimos a algo perfectamente determinado.
VI
En las cartas paulinas se encuentra uno continuamente con una expresión
singular: "en Cristo". Así, por ejemplo, en las fórmulas de salutación, al
principio y al final, como cuando la primera Epístola a los Corintos se
dirige "a la Iglesia de Dios, de Corinto; a los santificados en Cristo
Jesús", terminando con la expresión: "Mi amor está con todos vosotros en
Cristo Jesús". La Epístola a los Filipenses está dirigida "a todos los
santos en Cristo Jesús". De Urbano se dice en la Epístola a los Romanos:
"Saludad a Urbano, nuestro cooperador en Cristo" (16, 9). San Pablo advierte
que los fieles deben alegrarse siempre "en el Señor" (Filip., 4, 4); y
asimismo dice: "Pues como habéis recibido al Señor Cristo Jesús, andad en
Él, arraigados y fundados en Él, corroborados por la fe" (Col., 2, 6-7).
¿Qué significa esta expresión?
En la Epístola a los Romanos (5, 14-21), después de hablar de la redención,
se dice: "¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús
fuimos bautizados para participar en su muerte? Con Él hemos sido sepultados
por el bautismo, para participar en su muerte, para que como Él resucitó de
entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una
vida nueva. Porque si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su
muerte, también lo seremos por la de su resurrección. Pues sabemos que
nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo
del pecado y ya no sirvamos al pecado. En efecto, el que muere queda
absuelto de la pena del pecado; si hemos muerto con Cristo, también
viviremos con Él; pues sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos,
ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él. Porque muriendo, murió
al pecado una vez para siempre; pero viviendo, vive para Dios. Así, pues,
haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo
Jesús" (Romanos, 6, 3-11). La redención es un acontecimiento que ha tenido
lugar en el seno de la historia, pero no realizado por un simple hombre,
sino por el Hijo de Dios, de acuerdo con la voluntad del Padre y con la
fuerza del Espíritu; es decir, que se trata de un acontecimiento realizado
desde la eternidad. Este acontecimiento ha transcurrido temporalmente; pero,
gracias al Resucitado y Transfigurado, ha vuelto al Padre en su ser
espiritualizado. De esta suerte se halla inserto en la eternidad con
vigencia intemporal, como nos lo dice, sobre todo, la Epístola a los Hebreos
en su arrollador capítulo IX. La redención es una realidad cumplida
entonces, pero que desde la eternidad se alza junto a todo momento
posterior. Una realidad, desde luego, de especie singular: pneumática,
fundada en el Espíritu Santo; pero realidad y potencia auténtica, que aspira
a recibir en sí al hombre, a comunicarse a él, a impregnarle y conformarle.
Creer, ser bautizado, ser cristiano, así como todos los actos cristianos,
significa, por eso, que el hombre penetra en este acontecimiento intemporal,
que es captado por él y que se hace partícipe de él, situándose en él al
lado de Dios. ¿De qué forma, empero? ¿Recordando, comprendiendo,
reverenciando, amando, imitando? También así, pero en forma superior a todo
ello. Es sintomático cuan íntimamente une San Pablo en el pasaje citado el
concepto de la fe con el del "ser bautizado". El bautismo, ahora bien, es un
proceso de renacimiento, de muerte y nuevo resurgir. No un algo psicológico
o ético, por tanto, sino algo pneumático-real. El proceso de unificación con
el acontecimiento de la Pasión, tal y como tiene lugar en la fe, significa,
pues, una verdadera inclusión, un vincularse y participar... El sentido
general de ello se pone de manifiesto asimismo si se examina lo que el hecho
de Pentecostés significa para la existencia cristiana. Antes de Pentecostés
Cristo se hallaba con los suyos "ante" los hombres. Entre unos y otros se
abría un abismo. Los hombres no habían comprendido a Cristo, no le habían
hecho "suyo" aún. El hecho de Pentecostés modifica totalmente esta relación.
Cristo, su persona, su vida y su acción redentora se le hacen al hombre
"cosa suya" y le son "abiertas". Los hombres son ahora por primera vez
"cristianos". Pentecostés es la hora del nacimiento de la fe cristiana,
entendida como un "ser en Cristo"; no por simple "vivencia religiosa", sino
como obra del Espíritu Santo. El concepto del "en" cristiano es la categoría
pneumática fundamental. Sólo al Espíritu de Dios le compete escudriñar
"hasta las profundidades de Dios" (I Cor., 2, 10). El Padre y el Hijo son
uno en el Espíritu, como en un amor personal, y por el Espíritu recibe
también Cristo el carácter, gracias al cual Él puede ser de los hombres y
los hombres de Él.
Todo el ser y la vida de Jesús constituye una realidad pneumática eterna.
Cristo vivió y murió entonces. Sin embargo, todo lo que Él fue y todo cuanto
obró se ha incluido en su existencia pneumática y existe allí. Expresión de
ello son las palabras del Apocalipsis sobre el "cordero que estaba en pie
como degollado" (Apoc., 5, 6), pero que vive y tiene poder para romper los
sellos. Cristo se halla en una acción constante, que contiene toda su obra y
su destino redentores. Creer y ser bautizado significa, empero, incluirse en
esta acción y recibirla en sí. Significa la muerte pneumática-real del
hombre antiguo y el renacimiento del nuevo, por el hecho de que aquella
acción "eterna" de la muerte y la resurrección de Jesús es co-realizada por
el hombre en el tiempo y como creyente. El ser y el obrar cristiano es la
co-realización, constantemente renovada, de la acción redentora, el
constante "despojarse del hombre viejo" (Col., 3, 9) y convertirse en hombre
nuevo.
Así surge la relación "nosotros en Cristo" y "Cristo en nosotros". El Cristo
real-espiritual está en un "estado" tal, que se convierte en una "esfera"
viva, en la cual el hombre puede existir como creyente; en una potencia
"interior" frente a todo ser creado, la cual, sin afectar ni a la unidad ni
a la dignidad de éste, puede penetrar en él y puede, por tanto, ser, actuar
y vivir en el hombre. [11]
Si se compara el pasaje citado de la Epístola a los Romanos con otro de la
Epístola a los Colosenses, se pone de manifiesto toda la significación que
se atribuye a este momento: "Pues en Cristo habita toda la plenitud de la
divinidad corporalmente, y estáis llenos en Él, que es la cabeza de todo
principado y potestad, en quien fuisteis circuncidados con una circuncisión,
no de mano de hombre, no por la amputación de la carne, sino con la
circuncisión de Cristo. Con Él fuisteis sepultados en el bautismo, y en Él,
asimismo, fuisteis resucitados por la fe en el poder de Dios, que le
resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos por
vuestros delitos y por el prepucio de vuestra carne, os vivificó con Él,
perdonándoos todos vuestros delitos, borrando el acta de los decretos que
nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y
clavándola en la cruz" (Col., 2, 9-14). A estas palabras hay que añadir
también las de la segunda Epístola a los Corintios: "De suerte que el que es
de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo"
(77 Cor., 5, 17). "Fe" no significa, pues, algo psicológico, ni una simple
forma de conciencia, sino un estar-referido y estar-vinculado de naturaleza
real. Creer, ser renovado y sellado por el bautismo, significa un proceso
por el cual el hombre entra en la inexistencia alternativa pneumática con el
Redentor eterno-real; un proceso por el cual recibe la figura, la acción, la
pasión, la muerte y la resurrección del Redentor como forma y contenido de
una nueva existencia.
Dos manifestaciones expresan con gran fuerza esta participación viva. En la
primera Epístola a los Corintios habla San Pablo de la distinción entre el
nuevo hombre "espiritual" y el viejo, natural y "psíquico". El primero vive
de un nuevo principio de vida, del "espíritu que proviene de Dios". Es por
eso por lo que no puede ser entendido por el hombre viejo. "El [hombre]
espiritual juzga de todo, pero a él nadie puede juzgarle". El texto prosigue
después: "Porque ¿quién conoció la mente del Señor, para poder enseñarle?
Mas nosotros tenemos el pensamiento de Cristo" (2, 12-16). En el Espíritu de
Dios participamos nosotros de la razón, del "nous" del Redentor. El
pensamiento del cristiano tiene lugar desde los criterios y la forma mental
de Cristo.
La otra manifestación se halla al comienzo de la Epístola a los Filipenses,
y surge de ese tono cálido que llena toda la misiva: "Testigo me es Dios de
cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús" (Fil, 1, 8). Estas
palabras expresan un paralelo exacto al "pensamiento de Cristo": la amorosa
profundidad de su corazón. Lo mismo que el creyente conoce desde el
conocimiento de Cristo, participando así en su verdad, así ama también desde
las "entrañas", desde el amor de Cristo, participando de la plenitud de su
corazón, superior a todas las posibilidades humanas. [12]
La inexistencia cristiana tiene dos facetas. De un lado, la individual: "Mas
yo, por la misma Ley, he muerto a la Ley, por vivir para Dios; estoy
crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y
aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó
y se entregó por mí" (Gal., 2, 19-20). El creyente debe co-reali-zar también
la acción redentora por nueva y constante superación de sí, "hasta ver a
Cristo formado en vosotros" (Gal., 4, 19), y hasta alcanzar "la unidad de la
fe y del conocimiento de Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida
de la plenitud de Cristo" (Ef., 4, 13). La persona y el destino de Cristo
con toda su potencia y plenitud se inserta en todo creyente y tiende a
crecer y desarrollarse en la existencia personal de cada uno, a fin de
realizar progresivamente la totalidad de posibilidades de aquélla.
A esta representación, concebida desde el punto de vista individual, se
opone otra desde el ángulo de lo total: la grandiosa idea del "cuerpo de
Cristo", tal como se encuentra desarrollada, sobre todo, en las Epístolas a
los Colosenses y a, los Efesios: "Es la imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas
del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las
dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por Él y para
Él. Él es antes que todo, y todo subsiste en Él. Él es la cabeza del cuerpo
de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de los muertos, para que
tenga la primacía sobre todas las cosas. Y plugo al Padre que en Él habitase
toda la plenitud de la divinidad y por Él reconciliar consigo, pacificando
por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del
cielo" (Col., 1, 14-20). La mismo relación que con el individuo la tiene
también Cristo con el todo humano. De la comunidad humana hace Él la
totalidad cristiana, que es algo más que la mera suma de las
individualidades que la componen. Cristo es, pudiera decirse, la entelequia
de esta totalidad cristiana, su forma interna y su potencia organizadora.
Sólo así, y por ello, se convierte esta totalidad en Iglesia.
Lo que puede decirse de la fe, del bautismo y de la vida cristiana, puede
decirse también, y con especial significación, del misterio de la
Eucaristía.
En la primera Epístola a los Corintios se dice: "Os hablo como a discretos.
Sed vosotros jueces de lo que os digo. El cáliz de bendición que bendecimos,
¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la
comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos un solo
cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (I Cor., 10, 15-17). Y más
adelante: "Porque yo he recibido del Señor lo que os he transmitido: que el
Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan y, después de dar
gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced
esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo:
Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre; cuantas veces lo bebáis,
haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este
cáliz, anunciaréis la muerte del Señor, hasta que Él venga. Así, pues, quien
come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de
la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo antes de comer
del pan y beber del cáliz, pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo
del Señor, se come y se bebe su propia condenación" (I Cor., 11, 23-29).
¿Qué significa esto? Con medios psicológicos o "espirituales" no puede aquí
hacerse nada. Aquí no se trata ni de un acto de pertenencia religiosa, ni de
un símbolo de comunidad, sino de la aparición de una realidad especial: del
misterio. En ella lo histórico-individual se transforma en un
trashistórico-permanente, que surge, sin embargo, de nuevo en la historia,
siempre que los ministros realizan la ceremonia instituida por el "Señor" al
que compete "todo el poder", cuando dijo: "Haced esto en memoria mía".. En
la realización de la acción litúrgica, Cristo, con su vida, muerte y
resurrección, se encuentra pneumática-realmente "entre aquellos que se
reúnen en su nombre", es "comido" por ellos y se halla "en ellos". Es el
fenómeno del culto cristiano.
Ya en San Pablo se muestra la íntima relación entre la fe y el misterio.
Todavía más claramente, sin embargo, en San Juan. En el gran discurso de
Cafarnaum sobre el pan de la vida, dice Jesús primeramente: "Yo soy el pan
de vida; el que viene a mí no tendrá más ya hambre, y el que cree en mí
jamás tendrá sed" (Jn., 6, 35). "Pan" es aquí Cristo como verdad viva; este
pan, empero, se come por la recepción viva de su palabra y de su esencia en
la fe. Los oyentes murmuran porque había dicho: "Yo soy el pan que bajó del
cielo" (6, 41). Jesús, empero, confirma lo dicho, dándole incluso un nuevo y
tremendo sentido: "Yo soy el pan de vida... Yo soy el pan vivo bajado del
cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le
daré es mi carne, vida del mundo" (6, 48 y 51). De nuevo y más violentamente
protestan los oyentes, y de nuevo robustece Jesús su afirmación: "En verdad,
en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis
su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi
sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi
carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi
cuerpo y bebe mi sangre, está en mí y yo estoy en él. Así como me envió mi
Padre vivo y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí"
(Jn., 6, 53-57). A lo largo del discurso se ha modificado, por tanto, el
concepto del "pan". Al principio es la verdad y es comido en la fe; después
es "carne y sangre" de Jesús y es comido bajo las especies sacramentales.
Una prueba de la profunda relación en que se encuentra el acto de la fe con
el misterio. La fe —y el bautismo— fundamentan la inexistencia que
constituye el existir cristiano; la Eucaristía la alimenta y desarrolla.
Las palabras que se agrupan en torno a la Sagrada Cena (Jn, 13-17) descubren
el misterio de la pertenencia entre el Redentor y los redimidos. Así, sobre
todo, por la parábola de la vid: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el
viñador. Todo sarmiento que haya en mí que no lleve fruto, lo cortará; todo
el que dé fruto, lo podará para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios
por la palabra que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el
sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid,
tampoco vosotros, sino permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque
sin mí no podéis hacer nada" (Jn, 15, 1-5).
Aquí se pone también de manifiesto cómo la relación se extiende a la
totalidad cristiana, a la Iglesia. La Iglesia hinca sus raíces en el
misterio y vive de él.
Estas ideas encuentran su última, pudiera decirse cósmica culminación en la
doctrina del "anakephalaoisis", inserta ya en el concepto del "cuerpo de
Cristo" espiritual.
Toda la creación es captada por la fuerza actuante del Redentor, penetrada y
reconformada por Él. La Epístola a los Efesios dice: "Bendito sea Dios y
Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda
bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de
la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él, y
nos predestinó en candad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo,
conforme al beneplácito de su voluntad para alabanza y gloria de su gracia.
Por esto nos hizo gratos en su amado, en quien tenemos la redención por la
virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su
gracia, que superabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría
y prudencia. Por éstas nos dio a conocer el misterio de su voluntad,
conforme a su beneplácito, que se propuso realizar en Cristo, en la plenitud
de los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de los cielos y las de la
tierra en Él, en quien hemos sido heredados por la predestinación, según el
propósito de Aquél que hace todas las cosas conforme al consejo de su
voluntad" (Ef., 1, 3-11). En la Epístola a los Colosenses se lee asimismo:
"El Padre nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del
Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados;
que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en
Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y
las invisibles, los tronos y las dominaciones, los principados, las
potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo, y todo
subsiste en Él. Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; Él es el
principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre
todas las cosas. Y plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud de la
divinidad, y por Él reconciliar consigo, pacificando por la sangre de su
cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo" (Col., 1,
13-20). El concepto de la Iglesia se adentra en el de la nueva creación. El
Cristo pneumático es del universo todo, y el universo todo es llevado por Él
—conformándolo— hacia el Padre.
La representación paulina del todo redimido alcanza su plenitud en la del
"nuevo cielo y nueva tierra" de San Juan. El mundo ha sido creado por el
Logos, a su imagen y por su potencia conformadora. El mundo cayó en pecado y
se arrancó con ello de la vinculación con el Logos. El Logos vino, empero,
al mundo. Él es carne y, en este sentido, la "verdad" esencial, el "camino"
y la "vida" del mundo (Jn., 14, 6), su "pan" (Jn., 6), su "luz" (Jn., 8, 12)
y la forma del nuevo ser que le ha sido otorgado. Conduce al mundo, si a
ello se presta, hacia una nueva plenitud: al individuo en el "ser hijo de
Dios", y a la creación entera en la existencia del "nuevo cielo y de la
nueva tierra", de la que habla el Apocalipsis.
La visión final del Apocalipsis es la expresión de este mundo unido en el
Redentor y recibido en la comunidad de la gracia; la ciudad celeste de
Jerusalén, la creación hecha toda gloria, que no precisa ya de luminar
porque su luminar es el Cordero, y que más tarde se convierte en la "novia"
que acude a los desposorios con el Cordero (Apoc., 21, 1 ss.).
VII
Ante estas ideas se siente uno acuciado por la pregunta de si todo ello es,
efectivamente, posible. ¿No se tratará de fantasmagorías o de la expresión
de estados de ánimo subjetivos? ¿No nos encontraremos ante construcciones
que habrá que condenar como situadas bajo el influjo problemático de
representaciones místicas? En último término, la pregunta no puede
responderse mientras nos movamos en el ámbito de las presuposiciones
terrenas. Desde este ángulo de visión sólo podría mostrarse que una relación
como la descrita rebosa de sentido, e incluso que, en cierto modo, se halla
preparada por concepciones profanas; también podría mostrarse que allí donde
estas ideas son verdaderamente recibidas y conforman la vida, surge una
forma de existencia de purísimo sentido y lucidez. Por lo demás, se trata
del núcleo mismo de la revelación, que sólo puede ser captado y recibido en
la fe... Una investigación en el sentido indicado saldría del marco de este
trabajo, y hemos de reservarla para una "Antropología cristiana" que desde
hace tiempo preparamos. Aquí hemos de plantear otra cuestión: la de si la
conciencia cristiana percibe, efectivamente, los problemas que surgen de
esta teoría. ¿Se percata con claridad la conciencia cristiana de la
monstruosidad que con ella se afirma? ¿Sabe el Nuevo Testamento qué
consecuencias implican estas doctrinas para la persona de Cristo? Si ello
es, efectivamente, así, tienen que poder hacerse sobre la persona del
Redentor ciertas manifestaciones que sobrepasen todas las posibilidades
terrenas; ¿tiene la conciencia de ello el Nuevo Testamento y hace, de hecho,
estas manifestaciones?
¿Atribuye a la figura histórica "Jesucristo" aquella plenitud del ser,
necesaria para la expresada relación? Aun suponiendo que por la resurrección
y la transfiguración ha penetrado Jesús en el estado pneumático, siendo
capaz desde aquí de la situación descrita, ¿posee efectivamente espacio en
sí para todo lo que en Él ha de inexistir? ¿Pueden el individuo aislado,
todos los hombres, la humanidad entera, el mundo, penetrar en Él? ¿No se
angostan al hacerlo así? ¿No pierde el mundo su carácter de libre totalidad?
Si no ha de acontecer así, tiene que poseer Cristo una verdadera
omnicomprensión: ¿sabe el Nuevo Testamento de esta consecuencia, y la extrae
de hecho? Sí, lo hace expresamente, y, además, en varios pasajes y
manifestaciones.
En primer lugar, tenemos la introducción de la Epístola a los Colosenses y
el prólogo al Evangelio de San Juan.
La primera, ya citada, reza: "Por esto, también desde el día en que tuvimos
esta noticia, no cesamos de orar y pedir por vosotros, para que seáis llenos
del conocimiento de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia
espiritual, y andéis de una manera digna del Señor, procurando serle gratos
con todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo en el conocimiento de
Dios, corroborados en toda virtud por el poder de su gloria, para el
ejercicio alegre de la paciencia y de la longanimidad en todas las cosas,
dando gracias a Dios Padre, que os ha hecho capaces de participar de la
herencia de los santos en el reino de la lux. El Padre nos libró del poder
de las tinieblas y nos trasladó al remo del Hijo de su amor, en quien
tenemos la redención y la remisión de los pecados; que es la imagen de Dios
invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas
las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los
tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado
por Él y para Él. Él es antes que todo, y todo subsiste en Él. Él es la
cabeza del cuerpo de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de los
muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas. Y plugo al Padre
que en Él habitase toda la plenitud de la divinidad, y por Él reconciliar
consigo, pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la
tierra como las del cielo" (Col., 1, 9-21).
Cristo aparece aquí en su existencia celestial, precedente a su nacimiento
terreno, como el Hijo del Padre eterno, y sólo en tanto que referido al
mundo.
Con la máxima intensidad se subraya que todo cuanto es, lo es por Él. Todo
lo que es, es en Él, y "todo fue creado por Él y para Él"; "Él es antes que
todo" y "todo subsiste en Él". También se dice que en Él habita "toda la
plenitud", y que por Él se reconciliaron con el Padre "todas las cosas".
Estos pasajes se refieren a la creación, mantenimiento y redención del
mundo: todo cuanto es se refiere con su esencia y realidad a Cristo, y tiene
en Él su subsistencia. Después se habla de Él mismo y se dice que es "la
imagen del Dios invisible". El Padre, inaccesible en sí, se revela en el
Hijo. En Éste aparece visible toda la plenitud de sentido y esencia del
Padre. Nos es necesario, pues, por ello, fijar ya aquí aquel concepto que,
más tarde, va a ser mencionado expresamente en el prólogo del Evangelio de
San Juan, a saber, el concepto del "logos", el cual, a su vez, presupone el
del verbo divino del Antiguo Testamento y —expresa u objetivamente— la
"idea" griega. [13] No sólo San Juan, sino que también San Pablo utiliza
estos conceptos para interpretar la realidad de Cristo. El Hijo eterno se
comporta frente a lo creado como la "idea" frente a la realidad que ella
fundamenta, y como el verbo divino frente a las cosas creadas. Cristo es la
suma de las "ideas" y de las "palabras" de Dios y contiene, por tanto, la
raíz del sentido de todo ser. Él, que existe antes de todo tiempo, ha
entrado en el tiempo, y, por el hecho de la redención, ha reconciliado al
mundo con el Padre. Al hacerse hombre vino al mundo como esencia corporal
aquello que, desde un principio, lo sustentaba creadoramente. El Cristo vivo
lleva así en sí toda la omni-comprensión del "logos". En virtud de ello es
"primogénito de toda criatura" y "antes que todo", habita en Él "toda la
plenitud", puede reconciliar con el Padre "todas las cosas" y constituye la
"cabeza "del cuerpo místico de la Iglesia. Él mismo, empero, arquetipo y
verbo primario del mundo, es, a su vez, imagen del Padre. La "idea" y el
"verbo" se fundamentan de esta suerte recíprocamente, aunque de otra suerte
distinta, de una manera que constituye la vida interna del mismo Dios.
El prólogo de San Juan dice: "Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba
con Dios, y el Verbo era Dios. Estaba al principio con Dios. Todas las cosas
fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho...
Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció.
Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron... A Dios nadie le vio
jamás, Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos le ha dado a
conocer" (]n:, 1, 1-3, 10-11, 18).
Si se examinan estas palabras detenidamente, se ve que San Juan no va más
allá de lo dicho por San Pablo. San Pablo es el verdadero maestro del
"lo-gos", mientras que San Juan no hace apenas otra cosa que añadir el
nombre... Ya San Pablo interpreta la relación de la divinidad eterna de
Cristo con "Dios" por medio de dos representaciones: "Dios" es el Padre, y
la divinidad de Cristo su Hijo; "Dios" es arquetipo eterno, y Cristo su
imagen también eterna; "Dios" es el inaccesible, invisible, desconocido, y
Cristo su actualización, presencia y manifestación. San Juan añade que la
revelación del recóndito tiene la forma del verbo, y que la imagen es lo
expresado... La interioridad en la que San Juan ve referido el "logos" al
"legón", el Hijo al Padre, y que expresa diciendo que "el Verbo estaba con
Dios", y que "descansa en el pecho del Padre", se encuentra también en San
Pablo cuando éste habla del "Hijo de su amor". Ambos hablan del misterio de
la interioridad inaccesible que se revela en el carácter de imagen propio
del Logos-Hijo. San Pablo, lo mismo que San Juan, subrayan que el mundo fue
creado por Él, que es, por tanto, su propiedad, y que Él es la luz del
mundo; es decir, que en ambos se encuentra en toda su energía la relación de
la idea primariamente constitutiva y de la palabra creadora con las cosas.
De este "logos" dice después San Juan —y ello constituye un nuevo tono
frente a San Pablo— que, al hacerse hombre, "vino al mundo". La persona que
es suma y conjunto del sentido del mundo entra históricamente en aquello que
en ella consiste. El Padre, a quien "nadie le vio jamás" —el "invisible" le
llama San Pablo—, se revela por Él. Cristo se halla, pues, en el mundo como
la epifanía del Padre. De aquí lo incomprensible de que "las tinieblas no
comprendieran la luz" y de que "los suyos" no recibieran al Señor.
La representación de San Pablo como la de San Juan dan, por tanto, una
respuesta inequívoca a nuestra pregunta: entre el hombre y el mundo, de una
parte, y Cristo, de la otra, puede darse la relación de inexistencia
alternativa, ya que Cristo lleva en sí la plenitud del "logos", que supera y
trasciende toda criatura posible.
Es posible que se objete ahora que esta representación de totalidad
omnicomprensiva representa una metafísica y mística extrañas a la esencia
del cristianismo, introducidas en el Nuevo Testamento por los dos
"teólogos", San Juan y San Pablo. Sin embargo, parece hablar ya contra este
argumento el hecho mismo de que sea San Pablo el primero que desarrolla tal
representación; el mismo San Pablo, que, con su doctrina de la justificación
y de la gracia, tan intensa y repetidamente ha sido consagrado como
mantenedor y garante de las esencias cristianas. De otra parte, este
concepto de totalidad se encuentra ya en representaciones sobre cuyo
carácter cristiano originario no puede caber la menor duda. Ante podo, en la
del Juicio Final:
"Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se
sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las
gentes, y separará a unos de otros, corno el pastor separa a las ovejas de
los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su
izquierda. Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid,
benditos de mi Padre, tomad posesión del remo preparado para vosotros desde
la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y
me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo y me
vestísteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme. Y le
responderán los justos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos,
sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos,
desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a
ti? Y el Rey les dirá: En verdad os digo, que cuantas veces hicisteis eso a
uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis. Y dirá a los
de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para
el diablo y para sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer,
tuve sed y no me disteis de beber. Fui peregrino y no me alojasteis; estuve
desnudo y no me vestísteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.
Ellos responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento,
o peregrino, o enfermo, o en prisión y no te socorrimos? Él les contestará
diciendo: En verdad os digo, que cuando dejasteis de hacer esto con uno de
estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis. E irán al suplicio eterno, y los
justos a la vida eterna" (Mt., 25, 31-46).
El juez que allí aparece no es "Dios", sino Cristo. ¿Y cómo juzga Cristo? El
contenido de la sentencia —de acuerdo con la idea fundamental del "primero y
más grande de los mandamientos"— se concentra en el amor, o más exactamente,
en la caridad frente a la necesidad ajena. El juez, empero, no dice: "Habéis
sido caritativos, y por tanto sois salvos", o "Habéis pecado contra la
caridad, y por tanto estáis condenados", sino: "Estaba hambriento y me
disteis de comer" o "Estaba hambriento y me negasteis el alimento". Esto
quiere decir, empero, que allí donde el hombre practica el amor frente a
otro hombre, o se niega a hacerlo, lo hace con Cristo mismo. El criterio de
la sentencia no es, pues, "la caridad", "el valor", la "categoría ética",
sino Él mismo. Y ello no pedagógicamente, como si se situara, en cierto
modo, detrás de los hombres que precisan amor, a fin de dar fuerza con su
persona a la pretensión de éstos —como podría suponerse, por ejemplo, allí
donde aboga por los niños—, sino en principio y de manera absoluta. Lo que
da definitivamente a la acción su sentido para el remo de Dios no es el
"bien" o el "deber", sino Él. Él es el bien y la norma, y nada hay que esté
sobre Él. [14] El pecado, que acarrea la pérdida de la salvación, consiste,
en último término, en un crimen contra Él. La buena acción, sobre la que se
funda la salud eterna, consiste en el amor a Él. Toda acción penetrada de
sentido cristiano desemboca decisivamente en Él, y Él es el definitivo qué y
por qué del obrar. Ello quiere decir, empero, examinado detenidamente, la
misma monstruosidad que la afirmada en el concepto del "logos". Este la
expresa óntica y metafísicamente diciendo: Cristo es el arquetipo primario y
la palabra creadora en el todo; la verdad en todo ser es Él. La
representación del juicio final lo hace ética y prácticamente al decir:
Cristo es contenido y criterio del obrar cristiano en absoluto; el bien en
cada acción es Él. No constituye, por eso, sino una consecuencia de la
conciencia sinóptica, el que San Pablo derive la ética cristiana de la idea
del cuerpo de Cristo, la cual dice a su vez que Cristo prosigue en el seno
de la historia —como Hombre-Dios transfigurado— el mismo regimiento de todo
lo creado que realiza constitutivamente en tanto que Logos. (Cfr.: Rom.,
7,4; 12, 5ss.; I Cor., 15 ss.; 12, 20 ss.)
La representación, según la cual Cristo se halla referido en su existencia
concreta a la totalidad de lo humano, retorna una vez más en un fenómeno tan
esencial e indiscutidamente cristiano como el de la Eucaristía. Las
manifestaciones de los Sinópticos (Mt., 26, 26-29; Me., 14, 22-25; Le., 22,
15-20), así como las de la primera Epístola a los Corintios (11, 23-25),
culminan en la afirmación de que Cristo se ha dado a los suyos como comida y
bebida. No sólo en sentido traslaticio —su verdad, su amor, su ejemplo—,
sino verdadera y realmente; es decir, Él mismo. Esta realidad es expresada
en las palabras de Jesús, en Jn., 6, con una tremenda rigurosidad. La
resistencia que la idea tiene que provocar en el ánimo de los oyentes no
sólo no es paliada, sino llevada a una última decisión. Con la misma
rigurosidad —alimentada por igual intención— con que en el prólogo no se
dice el Verbo se ha hecho "hombre", sino que se ha hecho "carne", tampoco
aquí se dice, como en los Sinópticos: "Tomad y comed, éste es mi cuerpo",
sino: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no
tendréis vida en vosotros" (Jn., 6, 53).
Esto significa, para nuestro problema, que Jesucristo se ha determinado a sí
mismo como manjar de 'la nueva vida y para todos los fieles. Su sustancia;
vital es el alimento de la existencia cristiana, el alimento en absoluto,
subraya San Juan, sin el cual el ¡hombre "no tiene vida en sí". De nuevo,
pues, la misma monstruosidad que en las ideas y construcciones precedentes.
Jesús se sabe de tal manera libre de todo lo destruido y de todo lo
destructor, tan enteramente vida positiva, que puede darse como "manjar" y
para apropiación íntima a aquellos que Él ama y cuya salvación eterna quiere
fundamentar, sin temer, por ello, que, en algún sentido, pueda convertirse
para ellos en veneno. Y no sólo a éste o aquél, que le sean especialmente
próximos, a San Juan, por ejemplo, al que Él ama, sino a todos. Su fuerza de
vida y donación, de potestad y reconstrucción es tal y tan comprensiva, que
puede ser manjar de todos. De todos los hombres singulares, pero también del
todo, pues no sólo el individuo y cada individuo deben convertirse en "un
cuerpo" con Él, sino la totalidad creyente. Éste es también el sentido de la
parábola de la vid, relatada en las palabras finales de despedida y en
relación con el proceso de institución de la Eucaristía. En este sentido hay
que entender, empero, también antes la conexión que establece San Pablo, en
la primera Epístola a los Corintios, entre la Eucaristía y la Iglesia bajo
el concepto del "cuerpo de Cristo".
A finales del Apocalipsis, que constituye a la vez el final de toda la
Sagrada Escritura, se expresa una vez más el hecho de la totalidad
omnicomprensiva de Cristo como en un acorde gigantesco que resumiera en sí
todas las voces de la revelación en el Nuevo Testamento.
En las visiones de las luchas apocalípticas ha alcanzado realidad la
profecía de Simeón. En Aquél que "puesto está para caída y levantamiento de
muchos en Israel, y para blanco de contradicción", se han revelado
definitivamente "los pensamientos de muchos corazones" (Lc., 2, 34-35). Él
bien y el mal, que en el curso de la historia se hallaban mezclados
inseparablemente, se han separado ahora con claridad. La imagen de los
últimos horrores, que han conmovido al mundo en sus fundamentos básicos, ha
puesto al descubierto el sofisma que encerraba la afirmación de que la
existencia rebelde descansaba segura de sí. Se ha puesto de manifiesto que
toda realidad sólo es real desde el bien, existiendo sólo en la misma medida
en que honra a Dios, que es en sí mismo el bien y lo santo, lo válido y
aquello a que se debe reverencia y adoración. La visión del juicio final ha
demostrado, finalmente, que todo, lo mismo el ser que el sentido, recibe su
determinación definitiva de Cristo, el Juez. Después se dice:
"Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad
santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, que tenía la
gloria de Dios. Su brillo era semejante a la piedra más preciosa, como la
piedra de jaspe pulimentado. Tenía un muro grande y alto y doce puertas, y
sobre las doce puertas doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres
de las doce tribus de los hijos de Israel: de la parte de Oriente, tres
puertas; de la parte del Norte, tres puestas; de la parte de Mediodía, tres
puertas, y de la parte del Poniente, tres puertas. Y el muro de la ciudad
tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce Apóstoles del
Cordero. Y el que hablaba conmigo tenía una medida, una caña de oro, para
medir la ciudad, sus puertas y su muro. Y la ciudad estaba asentada sobre
una base cuadrangular, y su longitud era tanta como su anchura. Y midió con
la caña la ciudad, y tenía doce mil estadios, siendo iguales su longitud, su
latitud y su altura. Y midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro
codos, medida humana, que era la del ángel. Y su muro era de jaspe, y la
ciudad oro puro, semejante al vidrio puro; y las hiladas del muro de la
ciudad eran de todo género de piedras preciosas: la primera de jaspe, la
segunda de zafiro, la tercera de calcedonia, la cuarta de esmeralda, la
quinta de sardónica, la sexta de cornalina, la séptima de crisolito, la
octava de berilo, la novena de topacio, la décima de crisoprasa, la undécima
de jacinto y la duodécima de amatista. Y las doce puertas eran doce perlas,
cada una de las puertas era de una perla, y la plaza de la ciudad era de oro
puro, como vidrio transparente. Pero templo no vi en ella, pues el Señor,
Dios Todopoderoso, con el Cordero, era su templo. La ciudad no había
menester de sol ni de luna que la iluminasen porque la gloria de Dios la
iluminaba, y su lumbrera era el Cordero. Y a su luz caminarán las naciones,
y los reyes de la tierra llevarán a ella su gloria. Sus puertas no se
cerrarán de día, pues noche allí no habrá, y llevarán a ella la gloria y el
honor de las naciones. Y en ella no entrará cosa impura, ni quien cometa
iniquidad y mentira, sino los que están escritos en el libro de la vida del
Cordero. Y me mostró un río de agua de vida, clara como el cristal, que
salía del trono de Dios y del Cordero. Entre la calle y el río, a uno y otro
lado, había un árbol de vida que daba doce frutos, cada fruto en su mes, y
las hojas del árbol eran saludables para las naciones. Y no habrá ya
maldición alguna. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus
siervos le servirán, y verán su rostro, y llevarán su nombre sobre la
frente. No habrá ya noche, ni tendrá necesidad de luz de antorcha, ni de luz
del sol, porque el Señor Dios los alumbrará, y reinarán por los siglos de
los siglos" (Apoc., 21, 10-22,5).
La visión alude a un último resumen. La imagen de la ciudad celeste contiene
la idea del Antiguo Testamento, la Jerusalén de la tierra, que ya en la
profecía se había convertido en símbolo del mundo transformado por el
Mesías; a la vez, empero, también la idea greco-latina de la ciudad como
configuración la más perfecta de la existencia humana, como fenómeno que en
su delimitación plena implica la misma perfección del cosmos. Esta ciudad
celeste es la suma del "nuevo cielo y de la nueva tierra", de la creación en
su sentido eterno v transfigurado. Así lo expresa la superabundancia de los
tesoros, la plenitud de vida proveniente del árbol del paraíso, y,
finalmente, el hecho de que la luz, que un día "no fue recibida" por las
tinieblas, se ha insertado ahora en el ser más íntimo de la creación, de
suerte que no precisa ya de "ningún luminar".
A comienzos del capítulo 21 se dice después: "Y vi un cielo nuevo y una
tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían
desaparecido; y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una
esposa que se engalana para su esposo. Y oí una voz grande, que del trono
decía: He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su
tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será con
ellos y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni
habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. Y dijo el
que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas"
(Apoc., 21, 1-5). Y en el versículo 9 vuelve otra vez la misma imagen: "Y
vino uno de los siete ángeles, que tenían las siete copas llenas de las
siete últimas plagas, y habló conmigo y me dijo: Ven y te mostraré la novia,
la esposa del Cordero. Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto y me
mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de
Dios, que tenía la gloria de Dios" (Apoc., 21, 9-10).
La ciudad "desciende". No olvidemos que se trata de una visión, en la cual
se han puesto fuera de validez las leyes directas de la realidad, y en la
que las imágenes, como los procesos, obedecen a un nuevo sentido. En este
descenso se pone la creación entera en movimiento, y su figura se modifica:
la imagen de la ciudad se convierte en la de la "novia", y la magnificencia
de la construcción, hecha toda de piedras preciosas, en galas de desposorio
y belleza viva de la mujer que camina hacia su esposo. El esposo es aquí el
Cordero, Cristo en su entrega redentora.
Nos hallamos aquí ante el movimiento del amor. El eros que alienta en todo
lo creado se pone aquí de manifiesto y adquiere figura visible. A la vez,
empero, se transforma, pues el movimiento "desciende del cielo y desde
Dios". No surge, pues, simplemente del impulso de la criatura hacia su
creador, sino que la manera en que tiene lugar le es dada por Dios. Para
poder ir hacia Dios es preciso proceder de Él. La doctrina de los discursos
polémicos en San Juan, según la cual sólo aquél nacido de Dios puede conocer
y amar a Dios, retorna aquí de nuevo bajo forma cósmica. Sólo puede
conquistar a Dios como fin aquel ente que tiene a Él por principio. Dios
sólo puede convertirse en "Z" y "fin", allí donde también es la "A" y el
"principio". Y que el movimiento del amor es el mismo movimiento divino se
muestra en el hecho de que, al final del libro, "la novia" y "el espíritu"
pronuncian simultáneamente las palabras del anhelo.
Ahora bien: el objetivo de este movimiento amoroso que llena el sentido de
todo lo existente no es "Dios", sino el "Cordero"; es decir, Cristo. Y a fin
de que desaparezca toda duda de que pudiera tratarse de una figura mítica,
como, por ejemplo, el "Cristo eterno" de los gnósticos, el clamor amoroso de
la novia y del espíritu prosigue en las palabras del vidente: "Amén, ven,
Señor Jesús". Jesús, que un día vivió sobre la tierra, es el eterno tú
amoroso del mundo: el objetivo de su ansia de valores y de su anhelo por un
sentido.
La idea se corresponde, pues, exactamente con la del "logos". Jesucristo es
el "logos" del mundo, el verbo primario y la imagen esencial de todo lo que
es, y es también la respuesta al ansia de valores y el fin del movimiento
amoroso del mundo. Todo lo que es viene de Él y tiene en Él su arquetipo y
la raíz de su sentido; todo lo que es retorna a Él y se convierte para Él en
"novia". Jesús es el "logos" del mundo y su esposo a la vez.
En los pasajes examinados no se trata de una manifestación entusiástica de
la plenitud de gracia de Cristo, sino de una idea clara y distintamente
concebida, aunque, desde luego, superior a toda comprensión natural. Esta
idea no surge de una especulación o experiencia mística posteriores
—respondiendo al deseo de absolutización que siente toda comunidad por su
fundador—, sino del mismo núcleo y de la misma esencia del cristianismo: de
la conciencia que Jesús tenía de sí y de la relación que Él ha fundado entre
sí y el hombre.
Esta posición de Cristo tiene que ser comprendida partiendo del concepto de
la "mediación", tal y como quedó expuesto en páginas anteriores. Cristo es
el uno y el todo cristianos, pero procedente del Padre y dirigido a Él.
Cristo abarca todo lo existente, pero como el "logos" del Padre, como Aquél
en quien el Padre ha creado el mundo, como Aquél a quien el Padre envió para
la redenci��n del mundo, y que instauró el reino del Padre. Desde este punto
de vista se prestan a equívoco expresiones como las de orden o perspectiva
"cristocéntricos". Cristo no es centro, sino mediador, enviado y retornador,
"camino, verdad y vida", en el sentido en que estas palabras han sido
interpretadas por nosotros.
Resultado
La exposición precedente podría ampliarse y profundizarse aún más; pero
basta, sin embargo, para fundamentar la única respuesta posible a la
pregunta por la esencia del cristianismo. Esta respuesta reza: no hay
ninguna determinación abstracta de esta esencia. No hay ninguna doctrina,
ninguna estructura fundamental de valores éticos, ninguna actitud religiosa
ni ningún orden vital que pueda separarse de la persona de Cristo y del que,
después, pueda decirse que es cristiano. Lo cristiano es Él mismo, lo que a
través de Él llega al hombre y la relación que a través de Él puede mantener
el hombre con Dios.
Un contenido doctrinal es cristiano en tanto que procede de su boca. La
existencia es cristiana en tanto que su movimiento se halla determinado por
Él. En todo aquello que pretende presentarse como cristiano, tiene que estar
dado o contenido Él. La persona de Jesucristo, en su unicidad histórica y en
su gloria eterna es la categoría que determina el ser, el obrar y la
doctrina de lo cristiano. Nos hallamos, pues, ante algo paradójico. Toda
esfera del ser contiene ciertas determinaciones fundamentales, que le
fundamentan en su singularidad y le diferencian del resto del ser. Siempre
que la mente trata de aprehender teóricamente una esfera semejante,
independiza estas determinaciones fundamentales y gana así las
presuposiciones para toda manifestación sobre los objetos de esta esfera.
Estas presuposiciones o categorías son necesariamente de índole general. En
nuestro caso, empero, la situación es otra. El lugar que allí ocupaba un
concepto general, lo ocupa aquí una persona histórica... Lo mismo puede
decirse del comportamiento ético. También en este terreno hay normas últimas
con fuerza obligatoria, que determinan el módulo del comportamiento justo y
moral. Estas normas son —su mismo nombre lo dice— de naturaleza general.
Justamente por ello pueden abarcar siempre la situación dada y reciben
aplicación concreta por la acción humana. En el obrar cristiano, en cambio,
la persona histórica de Cristo ocupa el lugar de la norma general.
De aquí se derivan amplios y graves problemas. Lo difícil de cumplir que es
la exigencia de renunciar a toda libertad, garantizada por la relación con
una norma general, sometiéndose a una persona como última y suprema
vigencia, se pone de manifiesto en el peligro del escándalo, un peligro que
Cristo mismo conocía, y del que ya hemos hablado en páginas anteriores... A
los problemas teóricos aluden cuestiones como las siguientes: si Cristo es
la categoría del pensar cristiano, ¿de qué manera nos son dados los
contenidos de este pensar? ¿Cómo se insertan en aquella forma fundamental
personal las objetividades del existir? ¿Cuál es la estructura del juicio
cristiano? Todos estos problemas son extraordinariamente dificultosos, y
todo parece indicar que el pensamiento teológico no se ha ocupado todavía
verdaderamente de su estudio. Todo parece indicar que el pensamiento
teológico ha buscado el carácter científico llevando a cabo su propia labor
según el esquema de las disciplinas históricas o filosóficas, edificadas
sobre la base de categorías abstractas, situando, en cambio, la esencia de
lo cristiano en ciertas cualidades del contenido o en el carácter
autoritario de la revelación. De qué especie, empero, es la conciencia
cristiana y el acto de conocimiento cristiano, es decir, la ciencia
cristiana, si es Cristo la categoría de esta conciencia y de este
conocimiento, son cosas que, al parecer, nadie se ha planteado teóricamente,
abandonándolas más bien a la meditación de la comunidad religiosa.
Para terminar, y a fin de hacer sentir palpablemente en una sola cuestión la
importancia de estos problemas, aludiremos a la afirmación tradicional de
que el cristianismo es la religión del amor. Ello es exacto, pero siempre
que el amor de que aquí se trata se entienda exactamente: no como amor en
absoluto, ni siquiera como amor religioso, sino como amor dirigido a una
persona determinada, que es la que lo hace posible en absoluto: la persona
de Jesús. La tesis de que el cristianismo es la religión del amor sólo puede
ser exacta en el sentido de que el cristianismo es la religión del amor a
Cristo y, a través de Él, del amor dirigido a Dios, así como a los otros
hombres. De este amor se dice que significa para la existencia cristiana no
sólo un acto determinado, sino "el más grande y el primer mandamiento", y
que de él "penden toda la ley y los profetas" (Mt., 22, 38-40). El amor a
Cristo es, pues, la actitud que en absoluto presta sentido a cuanto es. Toda
vida tiene que ser determinada por él. ¿Qué significa, empero, la
realización, como amor a Cristo y a través de Él, de todos los cometidos
éticos que puede contener la existencia, con todas sus situaciones,
realidades y valores? ¿Cómo pueden descansar formal y materialmente en el
amor a Cristo toda la multiplicidad de acciones que constituyen el mundo?
Aquí nos está vedado comenzar siquiera con la respuesta a éstos y otros
interrogantes. Baste con haber aludido a ellos.
___________________
* Traducción de Felipe González Vicen.
Notas
[*] En la edición original de la obra, los pasajes del Nuevo Testamento
fueron traducidos expresamente para ella por Wolfgang Rüttenauer. En esta
versión española, todos los textos bíblicos se hallan citados de acuerdo con
la nueva traducción de la Sagrada Escritura por los Sres. Nácar y Colunga,
aparecida en la "Bibloteca de Autores Cristianos".
(N. del T.)
[1] Dighanikaya, II, 8.
[2] Ob. cit., II, 38.
[3] Ob. cit., IX, 53.
"Bhikkhu" es palabra con la que se designa al monje budista.
[4] Ob. cit., XVI, 3, 34.
[5] Ob. cit., VIII, 13.
[6] Aquí no podemos dilucidar hasta qué punto esta nada, el nirvana,
significa la negación radical del ser, y si no reviste, más bien, un sentido
positivo y cuál.
[7] Ob. cit., VIII, 24 ss., 144.
[8] El "Tathagata" es el lúcido.
Cfr.: Ob. cit., XVI, 2, 25-26.
[9] La "etica" del cristianismo es,
en realidad, una actitud religiosa. Más exactamente dicho: es un "ethos" que
sólo se nos presenta claro y realizable sobre la base de una nueva realidad
religiosa.
[10] Otro momento incluso pertenece
esencialmente aquí: la Iglesia. Cristo no se halla en un lugar cualquiera,
"absolutamente"; sino que tiene su lugar propio y se encuentra referido a un
orden. La Iglesia es la realidad histórica permanente a la que Cristo se
halla referido; el espacio en el cual puede percibirse esencialmente su
figura y puede oírse plenamente su palabra. "El que a vosotros os oye, a mí
me oye" (Lc.. 10, 10). "...si a la Iglesia, desoye, sea para ti como gentil
o publicano" (Mt., 18-17). Considerada en su totalidad, la fórmula reza, por
tanto, así: un contenido es cristiano siempre que esté dado por Cristo en la
Iglesia.
[11] En San Pablo y San Juan, pues,
el "seguir a Cristo", tal como se expone en los Sinópticos, queda
modificado, de suerte que el "seguimiento" se convierte en "co-realización".
[12] El fundador de la teología del Corazón de Jesús es San Pablo. En él se
encuentran las ideas y las actitudes religiosas que podrían servir para
superar los sentimentalismos que desfiguran la idea del Corazón de Jesús.
[13] El que aquí se inserte en el pensamiento cristiano el concepto de la
idea griega no significa de ninguna manera una "helenificación" del
cristianismo, sino un contenido de la fe, que en otro lugar expondremos con
más detalle. Lo que con ello se significa es que el Dios redentor es también
Señor de la historia, estando en su mano hacer que el pueblo griego
elaborara a través de siglos un concepto que, más tarde, una vez "llegados
los tiempos", habría de utilizar su Apóstol para poner de manifiesto la
esencia del Redentor.
[14] El que el "logos" sea designado
"imagen" del Padre, no significa que sea menos que Éste, sino que se
encuentra con Él en una relación peculiar, la de "ser su imagen", o la de
"ser su expresión"; pero siempre dentro del mismo rango.
Extraído de Jesucristo. Palabras espirituales (Jesus Chistus. Geistliches
wort)
Romano Guardini
El que me envió es veraz
Jn, 8, 26
Dos velos hay que nos cierran la mirada a la realidad viva de Jesús.
El primero es nuestra ignorancia. Hemos de confesar que no es mucho lo que
sabemos acerca de Él. Nos afanamos por infinitas cosas, vamos ávidos y
anhelosos tras ellas... ¿Pero tratamos de oír y preguntar, de leer y
estudiar con el mismo interés y afán quién es Jesús? ¡Somos ignorantes
acerca de Él, lo somos!
El otro velo es que creemos saber, y en realidad sólo estamos acostumbrados
a oír una y otra vez las mismas palabras, hechos y afirmaciones. Y esta
rutina, que imposibilita toda fresca impresión, vela casi más gruesamente
nuestra mirada que la misma ignorancia.
He ahí por qué estamos haciendo reiteradamente en estas meditaciones un
doble ensayo: el de mirar, preguntar, estudiar desde puntos de mira nuevos y
juntamente de quitar la parda capa de la rutina y llegar a la novedad de la
figura.
Así preguntamos ahora.
Lo que hace tal al cristiano es su fe, aquella vida interior que la
predicación de la revelación despierta en él apenas la recibe en sí.
Ahora bien, ¿en qué relación está Jesús respecto de la fe?
Desde luego no nos referimos a lo que dice sobre la fe, ni a cómo nos lleva
a la fe, ni a lo que El exige de ella. Lo que preguntamos es si El mismo es
un creyente.
Cuando Jesús habla del Padre, ¿habla por fe? Hay una teoría acerca de Jesús
y de su relación con Dios, según lo cual, Jesús fue un hombre como nosotros,
uno de nosotros en todo. El buscó, como nosotros, la salud. Y la halló, como
a nosotros se nos promete y se nos da, en su relación con Dios. Lo grande en
El está precisamente en que fue sólo hombre, siquiera el más alto y más
cercano a Dios. Por eso puede ser realmente nuestro guía. ^ Se halla en la
misma línea que nosotros, si bien un gran trecho más adelante. Su vida tiene
la misma dirección que la nuestra: de lo humano a Dios. Consiguientemente
fue también un creyente. Eso sí, con fuerza creadora, ya que El instituyó
formalmente la actitud creyente del cristiano y dio el ejemplo de ella. Pero
creyó.
En esta teoría hay algo grande. Alienta en ella un deseo particular de tomar
realmente en serio lo cristiano. Pero cree que sólo puede hacerlo, si el que
trajo la actitud cristiana al mundo fue de todo en todo como uno de
nosotros. Ahí justamente siente esa teoría la invitación y la fuerza, lo que
realmente obliga, lo que prende en lo real.
Mucho habría que decir sobre eso. Sobre todo que, en esa concepción no se da
ya una redención real. Con lo cual cae lo más profundo del cristianismo.
Pero prescindamos totalmente de eso: si abrimos el Nuevo Testamento y vemos
la postura que toma Jesús ante Dios, cómo habla de El y cómo se sitúa El, en
este hablar, delante de Dios, hemos de decir que no queda nada de lo que
esta teoría siente. Si nos acercamos a Él con una opinión preconcebida, si
realmente dejamos hablar al Evangelio, hemos de afirmar que Jesús no fue un
creyente.
Porque, ¿qué significa la fe?
Supongamos uno que no ha oído aún palabra acerca de la revelación cristiana
o que, por lo menos, no ha sido realmente tocado por ella. Un día tropieza
con un libro que habla de lo cristiano o conoce a un hombre que vive en lo
cristiano, y entra en contacto con ello. Se entabla una discusión; las
preguntas van y vienen, hay aproximación y retroceso. La cosa se toma en
serio, se penetra más y más, hasta que un día ese hombre se halla ante la
última decisión y se atreve a dar el paso hacia la fe. A través de esa
discusión se le ha abierto, dentro del ámbito de la existencia humana, una
nueva realidad. Por su decisión la ha aceptado realmente y se ha colocado en
ella con lo más íntimo de su ser. La fe significa, por tanto, establecer
enlace con la realidad divina que aparece en la revelación. Significa
abrazar esa realidad y vivir de ella.
Esto significa audacia y esfuerzo, significa una transposición y
transformación de la propia existencia en el sentido de aquella realidad y
desde ella también. Pero significa también nuevas conmociones que se suceden
constantemente. En determinados momentos aquella realidad se presenta
sensible y poderosa; en otros se vela y retrocede. Hay momentos en que
brilla lo que quiere; luego, a su vez, su exigencia se torna oscura. O bien
aquella realidad aparece conocida y familiar al espíritu, y de pronto surgen
en ella nuevos aspectos, nos plantea nuevas exigencias y el conjunto se
torna nuevamente problemático.
Y luego penetrando todo lo dicho: Aquella realidad viene de arriba y lo que
hay en el hombre, de abajo. Y esto se resiste, no quiere entregarse, no se
resigna a la muerte del hombre viejo. Así, la fe significa siempre lucha
renovada por la fe; prueba y abnegación y constancia hasta lograr nueva
seguridad... Si se trata de un hombre que ha crecido en la fe, las cosas
pueden tomar en muchos puntos otro curso. Pero también él tendrá que pasar
por una crisis de la fe más o menos profunda. Y aun después que nuevamente
haya asentado el pie, su fe se verá una y otra vez rozada por la cuestión de
la fe y tendrá que demostrarse: en la lucha por la fe.
Cierto que la fe crecerá, logrará nueva certeza y claridad; de pistis,
confianza de la fe, pasará a ser, cada vez más claramente, gnosis,
conocimiento de la fe; sin embargo, la fe está siempre en tensión, y esta
tensión ha de superarse constantemente.
Si partiendo de aquí miramos a Jesús y preguntamos si fue un creyente, la
respuesta más espontánea ha de ser que no. Jesús no pasa del no creer al
creer. Tampoco se ve en El que una primera vida infantil de fe haya sido
sacudida por crisis, de las que saliera su fe renovada y fortalecida. En
Jesús no hallamos ni pruebas o tentaciones contra la fe ni lucha y victoria
de la fe.
Es más, en El no hallamos en absoluto la actitud de la fe, que consiste en
que el hombre abraza una realidad que le sale al encuentro, ni la lucha de
la "antigua" realidad, centro de su vida, con la nueva que se despierta, con
todo lo que ello supone de conmoción y abnegación. En Jesús no se da en
absoluto la contraposición del que revela y del que recibe.
Pudiéramos expresarlo diciendo que Jesús tiene lo que dice. Posee al Dios de
quien habla. Aquí no hay dualidad, sino unidad.
Sin duda se siente una lucha profunda y misteriosa.
Sin duda se perciben tensiones, discusiones. En eso se apoya la opinión que
quiere ver a Jesús simplemente en actitud humana, y de ello tendremos que
hablar todavía. Pero todo eso se sitúa en otra parte. No afecta a la fe.
Ahora pudiera decirse: Bien, Jesús no fue un creyente. Fue un iluminado. La
palabra de Dios no llegó a El por un mensajero de la fe ni El la recibió con
fe. El es quien trae la palabra de Dios. El es el mensajero de la fe, el
enviado. Pero a El le fue dada por interior revelación.
Así tenemos que mirar a aquellas personas, de las que nos consta con certeza
que recibieron la palabra por revelación, que fueron enviados. Tenemos que
mirar a los profetas. ¿Qué pasa con los profetas?
En la vida del profeta llega siempre el momento en que Dios pone la mano
sobre él. Antes era un creyente como todo el mundo. Luego viene el asirlo
Dios y se convierte en instrumento. Pero toda su vida de profeta se realiza
en la tensión o contraste entre su realidad humana y terrena y este
asimiento de Dios. Lo que aquí se pide al profeta no es fe; pero es algo más
difícil que la fe. La lucha es más dura, las crisis más hondas y
conmovedoras; la abnegación constantemente exigida más penosa. No tenemos
sino seguir en los libros de los reyes la vida de un Elías o leer
atentamente el libro de un Isaías para darnos cuenta de ello. Si de aquí
volvemos a Cristo y preguntamos si fue un profeta, hemos de contestar
nuevamente que no. No hallamos en su vida el acontecimiento de asirlo Dios,
de la primera toma de posesión, de la iluminación, de la misión... Se ha
querido ver ese acontecimiento en el bautismo del Jordán; pero eso no es
exacto. El bautismo en el Jordán revela su misión, pero no la funda. Y
tampoco hallamos en su vida la lucha entre su centro humano y su centro
profético. La palabra sagrada de Getsemaní: "No se haga mi voluntad, sino la
tuya", significa algo totalmente distinto. No hallamos, finalmente, los
momentos de agotamiento y de fortaleza, de resistencia y entrega. Nada de
eso.
Jesús no es un profeta.
Antes hemos dicho que Cristo tiene aquello de que habla. El Dios de quien
habla está en El. Ahora hemos de mirar más agudamente y decir: Jesús no
habla de oídas o de "recibidas". Habla de suyo. Es distinto del creyente;
por eso habla modo distinto que el creyente. Es distinto del profeta; por
eso habla de modo distinto que el profeta.
Si ponemos atento oído a la manera cómo Jesús habla de Dios, cómo anuncia y
requiere, nos sentimos llevados hacia un misterio íntimo, que se sitúa
totalmente aparte del misterio del creyente y del profeta: al misterio del
Dios-hombre.
La cátedra de Berlín. Las clases y su repercusión
Extraído de "Apuntes para una autobiografía"*
Romano Guardini
En estos apuntes que Guardini redactó para una posible autobiografía,
presentamos la manera en cómo el autor vivió su cátedra en Berlín sobre
"Filosofía de la religión y visión católica del mundo". Dicha cátedra no era
fácil y el trabajo que tuvo que hacer Guardini para que adquiriera prestigio
nos puede ayudar a dibujar con mejores trazos la personalidad de este
"pedagogo de alto estilo" según las palabras de Alfonso López Quintás.
Tras la guerra, y por primera vez después de mucho tiempo, los católicos
habían conseguido mayor libertad. Se habían liberado también fuertes
impulsos religiosos tras la catástrofe y como todo era tan incierto surgió
una estima, entonces inusitada, de la solidez del punto vista católico.
Alemania era una república y el partido del Centro era una fuerza espiritual
además de política. Por ello surgió en la universidad de Berlín, que —en la
medida en que cultivaba la incredulidad— siempre había sido claramente
protestante, la idea de crear una cátedra que permitiera a los estudiantes
católicos acceder a una exposición de la verdad católica que respondiera a
las exigencias académicas. La idea fue apoyada y la cátedra se creó.
La facultad de teología de Berlín era protestante, por lo que la cátedra no
podía depender de ella. En la facultad de filosofía se dijo que la filosofía
nada tiene que ver con la teología, por lo que tampoco podía depender de
esta facultad. El ministerio de Cultos se vio por ello en la necesidad de
agregar la cátedra de «Filosofía católica de la religión y visión católica
del mundo» a la facultad de teología católica de Breslau, concediendo a su
titular un permiso especial para residir habitualmente en Berlín y para dar
sus clases como invitado permanente de dicha universidad. Esto superó las
primeras dificultades, pero provocó otras que se manifestaron después en
toda su crudeza.
El titular de la cátedra todavía no había sido nombrado. La decisión no
dependía, como ocurre normalmente, de la facultad correspondiente, en este
caso la de Breslau, porque la pertenencia a ella debía ser sólo formal, sino
del ministerio prusiano de Cultos. El responsable de los asuntos católicos
era el director general del ministerio, Johannes Schlüter, cuya mujer, la
doctora Maria Schlüter-Hermkes, participaba muy asiduamente en la vida de
las organizaciones católicas. Se fijaron en mí a raíz de mis ponencias del
congreso de Bonn y fueron ellos los que me propusieron como candidato. Un
día apareció en Bonn el director general del ministerio, el Dr. Wende,
preguntándome si estaba dispuesto a aceptar la cátedra. Me explicó a grandes
rasgos de qué se trataba. Al mismo tiempo me advirtió que la universidad de
Berlín era más bien hostil al asunto. Todavía recuerdo sus palabras: «Usted
se dirige a un terreno resbaladizo. Estamos convencidos de que no durará
mucho». Únicamente Harnack [1] había opinado en el Senado que se debía dar
al designado cierta chance, y que después se vería de lo que era capaz.
El panorama no era muy alentador. El principal problema era si yo era capaz
de responder a lo que se esperaba de mí. Por otro lado tenía la sensación de
que por fin podría hacer lo que me gustaba y a lo que me sentía llamado, por
lo que pedí me dieran algún tiempo para reflexionar sobre el asunto.
Rademacher, que siempre estuvo algo más cerca de mí, me aconsejó aceptar; lo
mismo hizo Tillmann, para quien esta idea suponía, seguramente, la ocasión
para librarse de mí. Me aconsejó aceptar sobre todo Max Scheler, [2] que
entonces daba clase en Colonia y con el que había iniciado una relación que
interiormente nunca se rompió. Pero mis cavilaciones no cesaban.
Retrospectivamente reconozco que entonces no era consciente de lo
escasamente preparado que estaba para esta tarea, de lo contrario no me
habría lanzado, pero la sensación de pertenecer a esta línea fue tan fuerte
que prevaleció sobre todo lo demás y acepté.
Llegué a Berlín en la primavera de 1923. El traslado fue extraordinariamente
complicado. Por aquel entonces Renania estaba ocupada y mis escasos muebles
sólo pudieron llegar al territorio libre de contrabando. Todavía recuerdo el
coche cargado de muebles delante de mí; durante la odisea, se le había
desprendido la parte de atrás, y tuve que sujetarla con cuerdas. En Berlín
entonces escaseaban las viviendas. Por medio de la Dr. Schlüter pude
arreglarme provisionalmente en el convento de las Borromeas de Potsdam. Allí
conseguí una habitación y media que luego se parecería más a un almacén de
muebles que a una vivienda. El vecino Sanssouci fue un consuelo. El convento
estaba en la Zimmerstrasse, a pocos minutos de la entrada principal. Los
bellos árboles del parque fueron muchas veces testigos mudos de mis
desasosiegos.
En la universidad la situación era todavía más desalentadora. Mi primera
visita fue al entonces ministro de Cultos Dr. Becker, que me acogió muy
amistosamente y en el que encontré siempre desde entonces simpatía y
disponibilidad para ayudarme. Era discípulo de Ernst Troeltsch, [3] y un
hombre culto y liberal de principios de siglo. Más que hombre culto era un
político de la cultura con gran sensibilidad hacía los hombres y corrientes
espirituales. Era muy comprensivo con respecto a las investigaciones
pedagógicas de la época y con el movimiento juvenil. El catolicismo también
le interesaba, y no sólo como factor político-cultural sino también como
fuerza viva y creativa... Una de las primeras preguntas que le hice fue a
quién debía ir a visitar. Me di cuenta de que él todavía no era plenamente
consciente de las dificultades que se planteaban al titular de una cátedra
tan atípica. Su respuesta fue que sólo debía visitar a aquel con el que
tuviera relación oficial, es decir, al rector y al «jurista» de la
universidad. Esto significaba que en una universidad que, si mal no
recuerdo, contaba entonces con cerca de ochocientos profesores y quince mil
estudiantes, yo estaba completamente solo.
De los profesores sólo me había formado una opinión clara de Eduard
Spranger. [4] Conocía algunos de sus escritos y además él tenía relación con
el movimiento juvenil, y más concretamente con los nuevos «jóvenes
exploradores» de Potsdam. Le visité, por así decirlo, extraoficialmente;
estuvo muy simpático conmigo e incluso vino pronto a verme. Más tarde conocí
también a Werner Sombart, [5] creo que fue a través de un grupo que solía
reunirse en la Fasanenstrasse y al que también pertenecía Max Scheler. Si no
recuerdo mal Sombart fue el único que intervino para que se hiciese la
prueba con la cátedra católica con el fin de ver su utilidad. Me trató muy
cordialmente y, hasta que dejé Berlín, su casa siempre estuvo abierta para
mí. Conocí a Werner Jäger, [6] profesor de filosofía griega, a través de la
Casa Kempner y mi relación con él duró hasta que se marchó a la universidad
de Chicago.
Como no dependía de ninguna facultad, estaba fuera de la estructura de la
universidad. Tenía un aula en su edificio y eso era todo. Esta situación se
reflejaba en todo, incluso en los órganos inferiores. Los bedeles nunca me
saludaron y podía ocurrir que el portero, a la pregunta de dónde daba clase
el Profesor Guardini, respondiese: «Aquí no hay ningún Profesor Guardini».
El horario de mis clases estaba puesto en las listas detrás del de gimnasia
y fue preciso recurrir al ministerio de Cultos para conseguir que, por lo
menos, se colocase detrás de los de las facultades, y así todo lo demás.
Para la universidad yo era el «propagandista» de la Iglesia Católica,
impuesto a la fuerza por el Centro, [7] y no tenía nada que hacer en la
«fortaleza del protestantismo alemán», cosa que se me demostraba de todos
los modos posibles. Incluso cuando con el paso de los años todos pudieron
ver con claridad que mis clases no tenían nada que ver con la propaganda y
que mantenían el nivel académico, nunca recibí el más modesto signo de
generosidad, que seguramente habría sido además conveniente por su absoluta
preponderancia. Esta situación quizá podría haber cambiado si yo hubiese
sido más hábil y hubiese buscado relaciones con las personas influyentes. El
propio Becker me lo recomendó y me ofreció su ayuda. Pero yo me decía que si
no me querían, no tenía por qué ser oportuno. Naturalmente detrás de todo
eso escondía también la timidez que durante toda mi vida me ocasionó graves
dificultades a la hora de realizar cosas que otros resolvían con facilidad y
que yo procuraba evitar.
Ciertamente esta situación tenía también sus ventajas. Como no tenía nada
que ver con los asuntos de la facultad y la universidad no me imponía
ninguna obligación de tipo social, tenía tiempo libre para lo que era más
importante. El aislamiento personal no me trajo sólo desventajas. El hecho
de que yo no existiese para la universidad fuera de mis clases fue,
seguramente, lo que hizo que no tuviera la más mínima dificultad desde la
primavera de 1933 [8] hasta 1939... Sin embargo todo resultaba realmente
difícil. Nunca había tenido mucho sentido del orgullo, y ahora me encontraba
ante un mundo cerrado por el que sentía profunda estima pero que me
rechazaba. De modo que no me quedaba más remedio que apartarme de él.
Posteriormente se me dijo que yo daba la impresión de ser presuntuoso y poco
afable, impresión falsa que a menudo se planteó a causa de mi timidez. Cada
vez que entraba en el edificio de la universidad tenía que hacer de tripas
corazón. Pero una vez en la cátedra, todo quedaba olvidado y ya no existía
más que el problema a tratar y la alegría de poderlo desarrollar. Aunque
tampoco esto es totalmente exacto. En realidad siempre tuve, incluso en la
clase, la sensación de la insuficiencia, y percibía como hostilidad todo
tipo de falta de comportamiento en los oyentes, reprendiéndolo a menudo muy
duramente. De este modo conseguí que en mi aula reinase una conducta
ejemplar, aunque seguramente cometí alguna injusticia con alguno.
La verdadera dificultad era, sin embargo, la interior, la espiritual. ¿Qué
era lo que realmente yo debía enseñar en la cátedra de Berlín? Se le había
dado la denominación de «Filosofía católica de la religión y visión
(Weltanschauung) católica del mundo». La cosa hubiese estado clara si se
hubiese tratado de «Filosofía de la religión» a secas, pero ¿qué significaba
el adjetivo católica? No hay una filosofía de la religión católica,
protestante y budista, sino sólo una verdadera filosofía de la religión. Y,
¿qué era la «visión católica del mundo»? Existe una teología católica, es
decir la penetración teorética de la revelación, tal y como la expone su
portadora, la Iglesia, pero ¿existe también una Weltanschauung católica?
Poco a poco me fui dando cuenta de que no podía esperar de quien había
impuesto la cátedra, quienquiera que fuese, ninguna indicación genuinamente
científica. El titular de esta cátedra tenía más bien que completar el
trabajo del sacerdote encargado de la pastoral universitaria desde el punto
de vista de la reflexión intelectual, haciendo una exposición de tipo
apologético y comprensible para todos de las verdades de fe. Además tenía
que frecuentar —como se me sugirió en algunas ocasiones— las asociaciones
católicas, pues éstas eran el principal sostén del mundo universitario
católico. En resumen: debía contribuir a que los estudiantes no perdieran la
fe.
Nunca hubiera podido aceptar una tarea semejante, y no por presunción, sino
más bien porque estaba firmemente convencido de que una actividad de
docencia académica sólo podía partir de una búsqueda de la verdad
metódicamente clara. Ciertamente debía servir de ayuda a los oyentes, pero
sólo en virtud de la fuerza de la verdad buscada por sí misma. Y esto
suponía un esfuerzo tanto para el profesor como para el alumno... En cuanto
a las asociaciones, pasé una o dos tardes en ellas para no volver más. El
vacío de sus actividades me resultaba insoportable. Además desde que se supo
que pertenecía al movimiento juvenil se me empezó a mirar con desconfianza,
tanto más cuanto que era abstemio desde la época del Quickborn y parecía
realmente el aguafiestas en las juergas estudiantiles y en otros
acontecimientos semejantes.
De este modo me vi obligado a plantearme por mi cuenta lo que debía hacer.
Lo malo del caso es que esto tuviera que suceder precisamente al principio,
cuando en realidad la clarificación de los objetivos de mi cátedra tendría
que haber sido el resultado de un largo trabajo.
Por ello en mi primera clase o «prolusión», como se suele decir, hablé de lo
que es la Weltanschauung y la doctrina de la Weltanschauung. La lección fue
publicada en 1935 en el Volumen Unterscheidung des Christlichen. [9] Definí
la Weltanschauung cristiana como la mirada sobre la realidad del mundo que
se hace posible a partir de la fe, y la doctrina de la Weltanschauung como
la búsqueda teorética de sus presupuestos y de su contenido. Con ello pude
sacar las consecuencias de lo que ya en Tubinga había reconocido como el
sentido de la fe. Esto significaba instalarse dentro de la revelación y la
posibilidad de ver desde ella el mundo, que ya en sí mismo es obra del Dios
que se revela, en su verdad propia. Pero el dogma no era un instrumento de
la autoridad eclesiástica para oprimir el espíritu, [10] sino la garantía de
la misma libertad espiritual, el sistema de coordenadas de la conciencia
creyente que se abre a la realidad en su totalidad a partir de la
revelación. Con respecto a mis posibilidades personales nunca me hice
demasiadas ilusiones; sin embargo, tenía claro que mi conciencia
cristianamente católica era superior, en amplitud y claridad, a la de los
demás, incluso a la del no creyente más genial. Esta convicción me dio valor
para ocupar una aislada cátedra en la totalmente extraña universidad de
Berlín y constituyó la fuerza y la regla de mi enseñanza.
Mis oyentes tenían muy diversa procedencia. Eran estudiantes de todas las
facultades que, a excepción de algunos curiosos que aparecían de, vez en
cuando, tenían verdadero interés por la materia. Venían además profesionales
de distinto tipo. De vez en cuando aparecía un colega que quería escuchar al
«insólito» profesor. Los que pertenecían al movimiento juvenil aportaban una
nota característica; ya entonces se les reconocía perfectamente por su modo
de actuar. Las corporaciones católicas brillaban por su ausencia; esto se
debía quizá a la «nota» antes mencionada; por lo demás su ausencia era
sencillamente un síntoma de lo pequeño que era en realidad su interés
religioso-espiritual. Su ideal secreto, por el contrario, consistía en
relaciones o vínculos eficaces que les aseguraran la carrera. Que estas
corporaciones oficiales del mundo universitario católico ignorasen mis
clases, formaba parte de mi situación. Desde el principio me faltó todo
apoyo oficial, pero por ello también era más libre y no tenía necesidad de
perderme en consideraciones inútiles o ajenas a mi obra.
En lo que respecta a las clases, había una gran dificultad por el hecho de
que no abordaban ninguna disciplina específica. Por eso yo no podía
prepararlas como cualquier profesor, impartirlas como normalmente se hace ni
repetirlas cada cierto tiempo. Sólo tenía un punto de partida, un punto
final y una norma para la «intuición»; siempre suponía un nuevo esfuerzo
buscar lo que a partir de aquello debía intuirse, delimitarlo y traducirlo
en términos teoréticos. Yo era el único que tenía este tipo de tarea, y
resultaba más difícil por el hecho de que mi experiencia en la enseñanza
sólo contaba con dos semestres y mis conocimientos, que deberían haber sido
ricos y amplios, eran en realidad bastante limitados.
Max Scheler fue el único que me dio un consejo útil. En el primer semestre
expliqué las principales formas de la doctrina de la redención. Naturalmente
esto era un pretexto, pero había que comenzar con algo y debía partir de lo
que tenía. Scheler dijo que la cosa así no funcionaba, que tenía que
desarrollar los principales puntos de vista aplicándolos a objetos
concretos, como por ejemplo a un análisis de las figuras de Dostoievski, que
entonces estaba de moda. De este modo poco a poco fui probando y
experimentando. Desgraciadamente ya no tengo la lista de las lecciones que
di a lo largo de los años. Se perdió con otras muchas cosas. Con el tiempo
preparé algunos tipos de lecciones que han conservado. Se trataba sobre todo
de lecciones de carácter sistemático que abordaban problemas de la
interpretación de la existencia en su conjunto; por ejemplo, las principales
cuestiones de la ética o los rasgos fundamentales de la antropología
cristiana. Para desarrollarlas no me atenía a los manuales o a las
tradicionales vías de pensamiento sino que primero trataba de llegar al
problema mismo y después lo resolvía con mis propios medios. Un segundo
grupo eran las lecciones sobre el Nuevo Testamento; un intento de exponer el
contenido de la revelación partiendo, por así decirlo, de su voz originaria.
También en este caso procuraba no utilizar presupuestos ni terminología
teológica especializada, partiendo totalmente del fenómeno. Finalmente un
tercer grupo consistía en interpretaciones de textos y figuras religiosas,
filosóficas o poéticas. Comprendí cada vez mejor lo que significaba, en una
época espiritualmente descolorida, una verdadera interpretación, y poco a
poco me fui elaborando un método para profundizar en la totalidad del
pensamiento y de la personalidad del autor desde una correcta interpretación
del texto, procurando enlazar con ello las problemáticas fundamentales. De
este modo con el paso del tiempo me aventuré con las Confesiones y la Ciudad
de Dios de San Agustín, la Divina Comedia de Dante, Sören Kierkegaard,
Pascal, las poesías de Hölderlin y las Elegías del Duino de R. M. Rilke.
Tanto en este caso como en los otros grupos de lecciones me esforzaba
especialmente por liberar los contenidos cristianos de todas las
decoloraciones y mixtificaciones propiciadas por el relativismo moderno.
Este tipo de enseñanza tenía naturalmente el peligro del diletantismo. Era
completamente imposible dominar realmente campos tan distintos, conocer el
estado en el que se encontraba la investigación y tratar correctamente los
distintos tipos de método. Por ello siempre me resultó muy difícil aceptar
el hecho de tener que realizar mi trabajo al margen de los métodos
reconocidos. En el fondo aceptar la postura de la universidad me resultaba
tan difícil porque en mi interior yo estaba convencido de que ella tenía
razón. Naturalmente no en lo que se refiere a su rechazo de la fe
cristiano-católica, a esa presunta «carencia de presupuestos» de la que
después hay que renegar de manera tan grotesca, sino en el sentido de que en
la universidad sólo tiene justificación una doctrina científicamente
fundamentada. Ciertamente el concepto de universidad como escuela de ciencia
debe ampliarse con el de una escuela de formación espiritual, para que de
este modo el saber y la investigación se enriquezcan con la comprensión, el
juicio y la creatividad. Siempre he tratado de desarrollar mi actividad
docente en esta dirección y de ver en ella un anticipo de un tipo de
universidad que todavía no existe. Pero para tal objetivo habría sido
necesario saber mucho más de lo que yo sabía, y esto ha hecho que siempre me
haya sentido inseguro.
Me vi obligado por ello a tomar una decisión: ¿debía aprender y saber lo más
posible sometiéndome a un trabajo ímprobo para satisfacer esta exigencia?
Habría emprendido, en este caso, algo que era extraño a mi propia
naturaleza, habría malgastado mis fuerzas y al final habría fracasado. Tuve
que hacer de la necesidad virtud y renuncié conscientemente a los
conocimientos disciplinares de entonces. Intenté en la medida de mis
posibilidades abordar las cuestiones y madurarlas; entrar en los textos lo
más profundamente posible y trabajar desde ellos. Esto naturalmente
implicaba un riesgo, incluso una presunción. Se suponía que era capaz de
plantear el problema partiendo del objeto mismo y de llegar a los textos y a
su contenido en una relación auténtica. No sé hasta qué punto se consiguió,
pero ciertamente no tenía otro camino; si no me hubiera decidido por esta
vía seguramente habría naufragado.
Seguí mi instinto, planteé los problemas y busqué sus soluciones; leí los
textos, aclaré las cuestiones que surgían de ellos y esbocé lo mejor que
pude la figura espiritual que contenían. La confianza en mí mismo me llevó
incluso más lejos. En el fondo yo no me había planteado qué objetivos se
atribuían a mi cátedra o qué era lo que los que me escuchaban deseaban
saber, sino que decía lo que decía convencido de que lo que para mí era
importante también debía serlo para los demás. Siempre tuve la certeza,
quizá presuntuosa, pero en todo caso viva y nunca cuestionada después, de
que valía la pena decir las cosas que me interesaban ya que afectaban a
todos. Quizá pueda mostrar también en otro contexto que no pocos de mis
libros en cierto sentido han abordado sus temas respectivos una hora antes
de que los demás fuesen conscientes de querer oír algo sobre ellos. No es
que aspirase a ser actual, rotundamente no. Nunca he escrito ningún libro
porque haya pensado que el momento lo exigía o para obtener tal o cual
objetivo, sino que, por el contrario, siempre me he puesto a escribir sólo
porque me veía impulsado desde dentro; y resultaba, la mayoría de las veces,
que era lo que se necesitaba. Lo mismo hice con mis clases, dejándome guiar
exclusivamente por mi intuición. Abordaba el objeto que en cada momento me
interesaba y leía lo estrictamente necesario de literatura crítica para
estar informado, y por lo demás decía lo que me parecía importante.
Quizá sea conveniente decir algo más sobre aspecto técnico-didáctico de la
enseñanza.
El número de clases podía parecer demasiado lúcido para un tipo de trabajo
como el que yo desarrollaba: tenía tres horas de clase a la semana y dos
horas de seminario. Aunque quizá pueda objetarse que esto era demasiado
poco, verdad es que yo no habría podido dar más de sí. Mi clase se puso
primero a las cinco, luego a las seis y finalmente a las siete. Los
estudiantes preferían esta hora porque las clases de las asignaturas
principales tenían lugar antes también para mí era la mejor y la más
adecuada para mi tipo de preparación.
Tras varios intentos decidí escoger tres temas diferentes para cada
semestre, que en consecuencia eran tratados en clases de una hora por
semana. Esto era cansado; cuando un tema se presta a un desarrollo amplio,
una clase de dos horas requiere de hecho una preparación no mucho mayor que
una clase de sólo una hora, los estudiantes estaban ya bastante saturados
con las diversas asignaturas, por lo que para ellos era más fácil encontrar
tiempo para una que para dos o tres horas.
Durante las vacaciones leía lo necesario para orientarme y trabajaba sobre
los textos para tener luego el material al alcance de la mano. Además me
preparaba un esquema de veinte o treinta páginas por tema en estenografía,
con el desarrollo completo de la idea hasta en sus más mínimos detalles.
Luego desarrollaba cada día el texto de la lección. Como la clase tenía
lugar a las siete, procuraba llegar a la ciudad a las tres, y a las cuatro
estaba en mi sala preferida, la gran sala de lectura de la Biblioteca del
Estado. En ella no había demasiada tranquilidad, la gente entraba y salía, y
se hablaba incluso más de lo necesario, pero uno podía concentrarse y estar
solo con los propios pensamientos. De cuatro a siete estenografiaba la clase
del día sirviéndome de los esquemas y de los textos que anteriormente había
elaborado.
Daba mis clases con las cuartillas en la mano y el dedo siempre sobre la
palabra que acababa de leer. Así podía, si llegaba el caso, apartarme del
texto y retomarlo después.
La preparación de la clase no tenía un carácter meramente científico.
Implicaba no sólo la profundización metódica y la exposición clara de un
tema sino que era —al igual que la elaboración del esquema— un proceso
artístico. El pensamiento no sólo debía ser comprendido objetivamente sino
que tenía que pasar por el centro productivo, emerger de él, atraer hacia sí
el material y desarrollar su forma. Cuando la cosa discurría de este modo,
la clase era más de una mera exposición científica; en caso contrario, era
menos. Así pues, yo siempre tenía que pasar por este proceso; era muy
agotador, gratificante cuando se desarrollaba correctamente y desalentador e
incluso humillante cuando no era así. Más de una vez tuve que aplazar una
clase porque sencillamente no había conseguido preparar nada y era poco
hábil o quizá demasiado honesto como para conformarme con dictar cualquier
cosa... Por la misma razón también hablar me excitaba mucho, a menudo tanto
que permanecía toda la hora de puntillas. Esto me cansaba mucho y no pocas
veces volvía a casa agotado físicamente. Pero en cualquier caso la gente se
daba cuenta de que tomaba la clase en serio, de modo que siempre tuve un
público atento y mis clases fueron con frecuencia una auténtica experiencia
espiritual para los que a ellas asistían. Al principio permití que los
alumnos que participaban en los seminarios hicieran sus propias
exposiciones, pero los resultados eran poco satisfactorios. Los estudiantes
tenían demasiadas obligaciones con otras asignaturas y no disponían del
tiempo necesario para dedicarse a estos trabajos secundarios. Por eso
posteriormente facilité textos a los participantes y los invité a
interpretarlos. Con ello quería propiciar un diálogo sobre la interpretación
misma y sobre los problemas generales que de ella surgían. Estudiamos así,
entre otros textos, las Migajas filosóficas de Kierkegaard, los Pensamientos
de Pascal, los Diálogos de Platón, algunos Himnos de Hölderlin y Elegías de
Rilke.
Naturalmente los oyentes variaban mucho. La mayor parte de ellos asistía a
mis clases sólo durante un semestre; de vez en cuando aparecían algunos
curiosos que pronto desaparecían. Sin embargo con el tiempo se formó un
grupo de estudiantes que acudía regularmente a mis cursos durante varios
semestres seguidos, y con ellos también trabajadores que hacían lo propio.
Las clases habían provocado realmente una especie de comunión. Debo decir
que eran muy serios y exigentes; de modo que sólo venían aquellos a los que
verdaderamente la cosa les interesaba. La actitud de rechazo de la
universidad provocó que también ellos se sintieran defensores de la causa.
El número de asistentes variaba mucho según los cursos; el menos frecuentado
era el del Nuevo Testamento, pues suponía tener un interés específicamente
teológico-religioso; en este eran entre treinta y cincuenta, la mayor parte
de ellos estudiantes protestantes de teología con los que, por lo general,
tuve una buena relación. El número de oyentes era mayor en las clases
sistemáticas, entre sesenta y ochenta. La máxima audiencia la tuvieron las
clases en las que se trataban figuras de la filosofía o de la poesía de
interés general; en éstas llegué a tener más de trescientos oyentes. A los
seminarios acudían regularmente unas veinte personas, un número adecuado
para lo que en ellos se pretendía.
De todo lo dicho se puede deducir lo agotadora que era la actividad de
catedrático, tanto más cuanto que junto a mi actividad académica
desarrollaba también una labor pastoral y educativa de la que todavía tengo
que informar de un modo más preciso. Tenía regularmente horas de tutoría o
de consultas en relación con las clases; estaban fijadas los miércoles de
cuatro a cinco, pero en realidad a menudo se prolongaban hasta la noche y,
después de algún tiempo, tuvieron que ampliarse al sábado por la tarde. El
domingo tenía la celebración litúrgica para los estudiantes, con homilía
incluida; algunos años después también tuve que predicar los miércoles por
la mañana temprano en la escuela social femenina. Y además conferencias de
diverso tipo en Berlín y fuera de Berlín.
En los dieciséis años de actividad académica casi nunca tuve unas verdaderas
vacaciones, ya que el trabajo de Rothenfels me ocupaba gran parte de las
mismas. Efectivamente era demasiado, y con el tiempo he pagado las
consecuencias de tan excesiva actividad.
_________________
* Traducción de María del Puy Alonso.
Notas
[1] Adolf von Harnack (1851-1930), célebre teólogo luterano, fundador de la
escuela de teología liberal y promotor de la interpretación preferentemente
moral del Evangelio, profesor en Leipzig (1876), Marburgo (1886) y
posteriormente durante muchos años en Berlín (1888-1921).
[2] Max Scheler (1874-1928) fue el filósofo que desarrolló las
investigaciones ético-religiosas en la escuela fenomenológica de Husserl,
profesor en Colonia (1919) y en Frankfurt (1928).
[3] Célebre historiador, teólogo y filósofo de confesión evangélica
(1865-1923), profesor en Bonn, Heidelberg y finalmente en Berlín (1915) como
sucesor de Dilthey.
[4] Filósofo de la cultura y pedagogo (1882-1963), profesor en Leipzig
(1906) y Berlín (1920), «Gastprofessor» en Japón desde 1936 y llamado
nuevamente a Tubinga (1946) tras la caída del nazismo.
[5] Profesor de Economía Política, sociólogo e historiador de la economía
(1863-1941), sobre todo de los movimientos socialistas y del capitalismo
primero en Breslau (1890) y luego en Berlín (1906).
[6] Filósofo e historiador de la filosofía griega de fama internacional
(1888-1961), profesor en Basilea, Kiel y Berlín (1921); emigró después a
Chicago (1936) y fue profesor en la Harvard University (1939).
[7] El Zentrum-Partei o partido católico alemán (fundado en 1870) fue
denominado así por el lugar que ocupaban sus diputados Reichstag y por su
posición política moderada.
[8] Momento en el que el partido nacionalsocialista llegó al poder con
Hitler.
[9] Esta colección de ensayos, Grünewald, Maguncia, 1935, publicada por H.
Kahlefeld, se inspira unitariamente en la búsqueda de la «diferenciación
decisiva» del elemento cristiano.
[10] En el texto original «Geistespolizei» (policía espiritual).
Extraído de Jesucristo. Palabras espirituales (Jesus Chistus. Geistliches
wort)
Romano Guardini
Antes de que Abraham fuese, Yo soy
Juan 8, 58
Nuestras meditaciones han sido un ensayo de penetrar más y más profundamente
en el misterio de Cristo. Hemos hablado de la figura de su existencia, del
misterio que la envolvía, de sus curaciones y el sentido de ellas, de su
soledad, de su conformidad con la voluntad del Padre y de su cercanía con
El. Ahora vamos a probar de decir lo último.
Si se quiere oír la palabra decisiva sobre lo que fue Jesús, hay que acudir
a Juan. También los otros evangelistas cuentan cosas preciosas acerca de El.
Lo que narran está ante nosotros en pura presencia, íntimamente cerca.
Inscribieron muy tempranamente. Dan la impresión inmediata; ¿pero da siempre
la mirada inmediata la imagen más plena? ¿Llega hasta la última profundidad?
Cuando el hombre de treinta años mira a su infancia y cuando vuelve a mirar
el que ha dejado tras sí los sesenta, ¿quién mira más plenamente, quién cala
más hondo, quién penetra más poderosamente aquel ser de niño en su sentido
auroral y en su intrincada trama? Los sinópticos calan hondo en Jesús. Pero
sólo Juan descubre lo último. Juan escribió de viejo. En la plenitud de la
experiencia cristiana y del perfeccionamiento interno. Mira hacia atrás con
la mirada penetrante y amplia de la madurez del recuerdo. Y él era, por
añadidura, "el discípulo a quien Jesús amaba", el que se reclinó sobre su
pecho y en él bebió, como dice la liturgia, "los torrentes de agua eterna".
Juan pronuncia la última palabra sobre su maestro.
Ahora bien, todo su Evangelio habla del misterio interior del Señor. De él
vamos a destacar algunas palabras. Ellas serán —como todo lo demás que en
estas meditaciones se dice— una invitación a penetrar más a fondo en la
abundancia del Evangelio mismo.
Una vez —el hecho se nos cuenta después del incidente de la mujer adúltera—
les dice Jesús a los fariseos: "Yo soy la luz del mundo: el que me siguiere,
no caminará entre tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Juan, 8,
12). ¡Fuerte palabra: "Yo soy la luz del mundo"! Probemos de imaginar que
decimos nosotros algo parejo... cuando sentirnos lo confuso que se nos
aparece la existencia..., lo a tientas que andamos, sin saber de donde ni
adonde, dichosos si vemos el paso inmediato que vamos a dar... Entonces
medimos bien algo de lo que significa que venga alguien y diga: "Yo soy la
luz del mundo." Afirma no menos que en El todo es claro, todo claro en torno
a El, sin confusión, sin embuste.
Que ve lúcidamente, que juzga rectamente, que penetra hasta el fondo, el
fin, la trama entera... Pero no dice sólo que es lúcido, sino que es una
luz, y aun añade: "del mundo". La luz que necesita el mundo; todos, por
ende, todos los hombres, todas las criaturas. Y la luz para llegar a la
salud, a Dios, eso es El. Si un grupo de hombres caminan en una noche
cerrada, y uno de ellos lleva una linterna, esta es la luz de todos. Si se
apaga, todos quedan a oscuras. De este modo es El la luz, la única que hay,
para todo el mundo... Hay para sentir miedo ante semejante palabra.
En los discursos de despedida dijo sus discípulos que se iba y que ya sabían
el camino. Tomás replica: "Señor, no sabemos a donde vas, ¿cómo vamos a
saber el camino?" Y Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie
viene al Padre, sino por mí."
Nuevamente tenemos que sopesar las palabras. Jesús no dice: "Yo os muestro
el camino", sino "yo soy el camino". No "Yo os enseño la verdad", sino "Yo
soy la verdad". No "Yo os doy la vida", sino "Yo soy la vida". Y esto no se
dice por pura hipérbole oratoria, sino con aguda conciencia de lo que se
trata. No corre un camino y Jesús lo señala; no hay una verdad universal y
Jesús la interpreta, o una fuente de vida y El la abre. No hay una unión
viva con Dios, abierta de suyo, y obra de Jesús fuera sólo facilitar el
acceso. ¡No! El es el camino, la verdad y la vida, y esto quiere decir, que
El es la unión viva con Dios. Nadie va al Padre, sino por El. Si alguien
preguntara: ¿Cómo voy yo a Dios? ¿Cómo es Dios? La respuesta sería: Dios es
como se manifiesta en Jesús. El que ve a Jesús, el que percibe cómo es
Jesús, cómo habla, cómo se porta, cómo siente, percibe ahí a Dios. Y va a
Dios, tratando con Jesús, aprendiendo de El, imitando su vida, entrando en
El. Eso es justamente estar en el camino y en la vida. Eso es tener parte en
la vida.
Era la fiesta de la dedicación del templo y Jesús se paseaba bajo el pórtico
de Salomón, en el templo. "Rodeáronle, pues, los judíos y le dijeron:
"¿Hasta cuándo suspenderás nuestra alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo
francamente." Jesús les respondió: "Os lo he dicho y no creéis. Las obras
que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mí; pero vosotros
no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas oyen mi voz y yo las
conozco y me siguen y yo les doy vida eterna y no se perderán en la
eternidad y nadie me las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha
dado, es mayor que todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos uno mismo" (Juan, 10, 24 ss.). "Yo y el Padre somos una
sola cosa" la palabra significa algo enorme y como tal es entendida; pues
inmediatamente leemos que "los judíos echaron manos a las piedras, para
apedrearlo" (10, 31). Este pueblo, educado por la escuela de los profetas
para percibir el sonido y alcance de las palabras religiosas y celoso de la
pureza de la fe en Dios, por la que sufre y lucha desde hace mil años, oye
ahí una posibilidad de blasfemia: "Por ninguna buena obra te apedreamos,
sino por blasfemia, porque tú, que eres hombre, te haces Dios" (10,33).
Pero Jesús no retracta nada ni atenúa nada: "¿No está escrito en vuestra
ley: Yo he dicho: ¿Sois dioses? Si llamó dioses a aquellos a quienes se
dirigió la palabra de Dios -y la Escritura no puede invalidarse, ¿cómo decís
vosotros n quien el Padre santificó y envió a este mundo: "eres un
blasfemo", porque ha dicho; "¿Soy Hijo de Dios?" No se trata ya sólo de la
filiación divina por la elección del pueblo judío que, efectivamente, es
llamado Hijo de Dios. No es tampoco ya sólo la filiación por la gracia que
se promete al creyente. Tampoco se trata de la elección del gran Individuo,
del "siervo de Yahvé". Aquí hay algo más. Aquí hay algo que fuerza a la
decisión: o blasfemia u otra cosa. Lo inaudito. Una vez habla a los judíos
que habían creído en El (8, 31 ss.): "Si os quedáis en mi palabra, seréis de
veras discípulos míos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres." Al
punto se rebulle en ellos la susceptibilidad y el orgullo: "Somos raza de
Abraham y de nadie hemos sido esclavos. ¿Cómo dices tú: os haréis libres?"
Jesús nota cómo se concentra en ellos lo malo, y dice: "Si sois hijos de
Abraham, haced las obras de Abraham. Ahora, empero, tratáis de matarme,
siendo yo el que os ha dicho la verdad, que oí de Dios. Eso no lo hizo
Abraham."
Terriblemente dura se hace ahora la réplica y contrarréplica. Sentimos cómo
nuevamente se empedernecen los que apenas se habían hecho creyentes... Hasta
que Jesús les lanza a la cara: "Vosotros tenéis por padre al diablo y
queréis cumplir los deseos de vuestro padre, que es homicida desde el
principio." Y ellos: "¿No decimos bien nosotros que eres un samaritano y
tienes un demonio...?" Luego les dice (8, 51 ss.): "En verdad, en verdad os
digo, que si alguien guarda mi palabra, no probará la muerte jamás."
Replicáronle los judíos: "Ahora estamos seguros de que tienes un demonio.
Abraham y los profetas murieron también, y tú dices: el que guardare mi
palabra, no probará la muerte jamás. ¿Acaso eres tú más que nuestro padre
Abraham, que murió? También murieron los profetas. ¿Quién te haces?"
Responde Jesús: "Si yo me glorificase a mí mismo, mi gloria no sería nada.
Está mi Padre que me da gloria, del que vosotros decís: es nuestro Dios. Y
no lo conocéis, pero yo lo conozco. Y si dijera que no lo conozco, sería
igual que vosotros: un embustero. Pero le conozco y guardo su palabra.
Vuestro padre Abraham se alegró de que vería mi día, y lo vio y tuvo gran
gozo." Dijéronle entonces los judíos: "¿No tienes todavía cincuenta años y
has visto a Abraham?" Díjoles Jesús: "De veras, de veras os digo que yo
existo antes que naciera Abraham."
Pareja palabra no la dijo el Señor más que una vez. Es como si de golpe
refulgiera la eternidad: "De veras, de veras os digo, que yo existo antes
que naciera Abraham." Hacía mil años que había vivido Abraham... Así, pues,
antes de que él naciera, no, "era yo"; aquí habría aún tiempo, sino "soy
yo". La larga historia del pueblo judío pasó. Tras ella nos remontamos hacia
la oscuridad. Habrá larga historia humana; nadie sabe hasta cuándo. Aquélla
pasó y ésta pasará. Y aquí viene uno, a quien Mi madre dio a luz en Belén
hace treinta años y a quien le ronda ya la muerte. Y este uno dice: "Antes
de que naciera Abraham, soy yo." Fulgura en el tiempo conciencia eterna.
Conciencia de ser eterno.
Aquí, en la intimidad viva de Jesús, se abre el camino hacia el misterio, de
cuya figura, situada más allá de todas las cosas, nos cuenta Juan en el
pórtico de su Evangelio.
Aquí leemos: "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios,
y Dios era el Verbo. Este estaba en el principio junto a Dios. Todas las
cosas fueron hechas por El y sin El nada fue hecho de cuanto ha sido hecho.
En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en
las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron." Y luego: "Y el Verbo
se hizo carne y puso su tienda entre nosotros, y contemplamos su gloria,
gloria como cíe Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad."
Y el comienzo de la primera carta de Juan continúa, como un eco, la noticia:
"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que hemos contemplado y nuestras manos palparon acerca del
Verbo de la vida —porque la vida se manifestó y la hemos visto y la
atestiguamos y os anunciamos a vosotros la vida eterna, que estaba junto al
Padre y se manifestó a nosotros— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos
también a vosotros..."
"Antes de que naciera Abraham, soy yo", la frase anunciaba su eternidad.
Aquí aparece ahora claro quién es: el Verbo. Es Dios hablado. Es la plenitud
viva del ser y de la verdad de Dios. La plenitud, pronunciada por Dios, que
es el Padre, en Palabra esencial y real: la Palabra que está junto a Dios
Padre, en el hablante, o, más exactamente, "hacia el hablante", dirigida
hacia El como respuesta. Y esta Palabra, este Verbo, es también Dios. Por El
ha sido creado todo. Todo sentido, todo valor, toda verdad de lo que es, del
ente, viene de El. El es la luz del mundo, El es la vida del mundo.
Aquí está dicho lo último, e importa sobre todas las cosas que no se perciba
sólo externamente, sino que se oiga con reverencia y adoración.
Cuando el hombre se vuelve a sí mismo, encuentra al hombre. Cuando miro
dentro de mí mismo, encuentro mis pensamientos, mis emociones, mi culpa y mi
ansia, mi dolor y toda la miseria de mi finitud. Me encuentro a mí mismo.
Cuando Jesús se llamaba a sí mismo, lo que respondía "yo" era Dios. Y Dios
era también el que llamaba.
La cercanía del Padre no era sólo cercanía de la gracia y de la elección.
Era aquella cercanía (la palabra resulta insuficiente) en que está el Padre
respecto a la Palabra, que El habla, y está a El dirigida.
La voluntad del Padre, de que Jesús vivía, no era percibida, como en los
profetas, a la manera de mandato de un señor y creador lejano. En su
voluntad, el Padre mismo venía a El, y estaba con El, porque "yo y el Padre
somos una sola cosa.
De esta unidad de ser procedía su soledad entre los hombres, pues era
efectivamente otro que ellos. Y, a su vez, por esta unidad de ser podía
soportar la soledad.
De aquí irradiaba la virtud de sus curaciones y ayuda, que no se dirigía
sólo a socorrer humanamente, sino que quería señalar el camino que lleva al
Padre, y es El mismo.
De ahí el misterio que lo envolvía y hacía que los hombres le temieran y, a
par, se sintieran atraídos por El. Por aquí quedó sellada la figura de su
ser. Estuvo de paso por este mundo. Vino del Padre y se volvió a El. Su
tránsito tuvo que ser un fracaso. Porque si es verdad que cuando algo es más
noble, tanto es más débil en este mundo pesado y violento, en El se cumple
doblemente. Si realmente Dios se hizo hombre, no viviendo como ente
milagroso —la tentación de Satanás al comienzo de su vida pública le sugirió
que viviera así-, sino como hombre real, "semejante a nosotros en todo,
excepto en el pecado", y el Dios hecho así hombre, el Dios hecho carne,
tenía que ser lo más débil de este mundo. No en vano se dice que Dios "se
vació", "se anonadó", se hizo "impotente" en este mundo.
Cuando Dios se hizo hombre, entró en el estado de víctima.
Una interpretación de los tres primeros capítulos del "Génesis"
Extraído de Verdad y Orden I. Homilías universitarias (Wahrheit und Ordnung.
Universitaetspredigten)
Romano Guardini
1. La pregunta por el principio
Queridos amigos:
Las consideraciones dominicales de este curso han de dedicarse al libro con
que empieza la Sagrada Escritura, el Génesis; y más concretamente, a sus
tres primeros capítulos.
Génesis significa origen. El libro así llamado nos dice, en los mencionados
capítulos, cómo ha empezado todo: el mundo, el hombre, la culpa y la
redención. Pone así la base para todo lo que se expone luego, en el
transcurso de la Revelación.
Vamos a penetrar cuidadosamente en lo que dicen. Al hacerlo así, no
debilitaremos nada, no acomodaremos nada a las opiniones de la época y el
día, sino que tomaremos conciencia del mensaje sagrado en toda la grandeza
de su misterio. Pero, por otra parte, tampoco nos quedaremos en la mera
letra, sino que intentaremos penetrar en la profundidad desde la cual puede
de veras aclararse el sentido de lo dicho.
La pregunta por el principio, por lo que hubo al comenzar, es una de las
preguntas prístinas que hace el hombre. Está cimentada en su naturaleza.
Este hombre se encuentra con las cosas y quiere saber ante todo: ¿Qué es
esto? Y en seguida: ¿De dónde viene? ¿Qué había antes? Y así retrocediendo,
hasta llegar a la pregunta: ¿Qué había antes de todo? ¿De dónde ha salido
todo lo posterior?
Cuando se está junto a un río, surge por sí sola la consideración: ¿De dónde
viene? Y sería una lección sobre cómo están constituidas las cosas de
nuestro mundo, el poder llegar hasta su fuente, siempre siguiendo su orilla.
Allí se experimentaría una calma peculiar: ¡Aquí empieza! Aquí surge lo que
después, tras largo camino, siempre creciendo, lleva al otro punto que
determina el río: la desembocadura en el mar. Y se vería esa fuente como un
símbolo de la fuente absoluta de la arjé, del principio primitivo.
La pregunta por lo primero, por el principio, puede hacerse de diversos
modos.
Se puede hacer según las ciencias naturales. Por ejemplo, se partiría de la
abundancia de formas vivas que encontramos en el mundo, investigando cómo
han llegado a ser. Siguiendo hacia atrás la serie de los grados de
evolución, se llegaría por fin a uno primitivo, que sería "fuente" para
todos los otros posteriores. En él sentiría el espíritu esa paz que da lo
primero a quien ha experimentado la sucesión. Pero pronto se sentiría
llevado más allá y preguntaría: Y ¿de dónde viene la primera vida?
Y empezaría de nuevo la búsqueda... Su pregunta podría también situarse en
la Historia; en los fenómenos económicos, políticos, culturales, queriendo
saber en cada ocasión qué ha habido antes, y antes, retrocediendo así hasta
llegar a la primeras formas accesibles de existencia histórica. Si lograra
llegar realmente al primer principio, el espíritu encontraría allí ese
descanso de que hablábamos... Pero se puede también hacer la pregunta de
otro modo, moviéndose por tanto por la sed de saber del intelecto cuanto por
la exigencia que hay en el hombre personal de entenderse a sí mismo. Algo
así hace todo el que, en una época de empuje hacia delante, siente la
necesidad de mirar atrás, de examinar su vida, de conocer sus
concatenaciones y contar a los demás cómo ha sido. También éste busca una
fuente, la suya. Siente el pasar y se asegura de su comienzo. Así, pasando
sobre sus tiempos de trabajo y lucha, regresa a su juventud, y más allá, a
la niñez, y alcanzaría, totalmente su deseo si puliera entender cómo ha
surgido él de la vida de sus adres y del aliento de Dios. Ahí llegaría a
darse lienta plenamente de sí mismo.
A una pregunta de tal índole es a la que responde la Revelación. Su
respuesta no tiene nada que ver con la ciencia. Recuerdo muy bien con qué
esfuerzo se intentaba mostrar, todavía a principios este siglo, hasta qué
punto coincidía el relato la creación en la Escritura con los resultados de
ciencia. Era un trabajo de Sísifo, pues la doctrina del Génesis, desde el
comienzo, no tiene nada que ver con la ciencia natural ni con la
prehistoria, sino que se dirige al hombre que pregunta con piedad: ¿Dónde
mana la fuente de mi existencia? ¿Qué soy yo? ¿Qué se quiere conmigo? ¿Desde
dónde he de entenderme?
Intentemos recorrer este camino hasta la fuente. Naturalmente, a pasos
rápidos, muy rápidos, entre los cuales queda demasiado por preguntar.
Imaginemos que en tiempo de Cristo hubiera llegado alguien a Jerusalén y
hubiera preguntado: "¿Qué es lo más importante que hay en vuestra ciudad?" A
eso le habrían respondido: "El Templo". El habría seguido preguntando: "¿Y
por qué?" A eso quizá habría contestado su informador lo que dijeron los
Apóstoles cuando salían del Templo con Jesús: "¡Qué piedras y qué
construcciones!" (Marc., 13, 1), pues el Templo que había levantado Herodes
era una obra esplendorosa. Pero ésta no habría sido todavía la respuesta
auténtica, que hubiera sido: "El Templo es la casa de Dios". Lugar de la
morada sagrada en todos los sentidos, como se expresa en las palabras de
Jesús niño, cuando Sus padres, tras de mucho buscarle, Le encuentran en el
Templo, y Él dice: —"¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que
yo esté en lo de mi Padre?" (Luc., 2, 49).
Pero ese hombre habría seguido preguntando: "¿Siempre estuvo ahí el Templo?"
"No", le habrían respondido; "Herodes lo construyó en lugar del anterior,
que había levantado nuestro pueblo cuando volvió del cautiverio en
Babilonia. Y antes de ése hubo otro, el primero, lleno de gloria, que
levantó hace casi mil años Salomón, el tercer Rey".
Pero el camino de las preguntas llegaría aún más, atrás: "Entonces ¿vuestro
pueblo siempre estuvo en este país?" "No, hemos venido de Egipto, hace casi
un millar y medio de años. Allí tuvimos que vivir largo tiempo en
servidumbre. Pero Dios envió un hombre que se llamaba Moisés, y que era
poderoso y sabio. Él nos llevó a través del desierto; pero Dios caminaba con
nosotros".
Acerquémonos a estas palabras. El que así habla, sabe lo que dice. Dios está
por encima de todo lugar, de modo que está en todas partes y no necesita
marchar para ir de un país a otro. Pero es cierto, y pertenece al misterio
de la salvación, que estaba con Su pueblo y que caminó con él. Los seis
primeros libros de la Escritura están llenos de ese misterio, donde empieza
ya el misterio del Templo, para llegar a cumplimiento en la venida
definitiva de Dios, en la Encarnación.
Pero el hombre de que hablamos no está contento todavía: "Entonces,
¿estuvisteis antes siempre en Egipto?" "No, nuestros antepasados llegaron
allí en tiempo de la gran hambre, cuando todavía eran pocos. Allí se
quedaron, al principio en paz, luego en dura servidumbre." "¿Y vuestro
primer antepasado?" "Fue Abraham. Vivió al principio en Caldea. Entonces le
llamó Dios y le prometió que se multiplicaría en un gran pueblo. Ese pueblo
había de ser el pueblo de Dios, y por él cumpliría Dios su voluntad de
salvación. Y ese pueblo somos nosotros ahora." "Pero antes de Abraham,
¿quién había?" "Fue un tiempo oscuro, en que la continuidad de la salvación
sólo discurría como un hilo sutil, rodeada, mejor dicho, casi oprimida por
ese pesado extrañamiento de Dios que era la culpa." "Culpa, dices, ¿qué
culpa?" "La culpa del primer hombre, que traicionó la confianza de Dios e
intentó hacerse él mismo señor de la vida.
"¿Y cómo llegó él a existir?" "Dios le creó, como hombre y mujer, en el
esplendor de su imagen; del polvo de la tierra y del aliento de su boca. Le
confió la tierra, y todo estaba en la paz del primer amor. Todo estaba
sometido al hombre, pero éste a su vez servía a Dios, y esto era el
Paraíso." "¿Y la tierra misma, y el cielo y todas las cosas que hay entre
cielo y tierra? ¿De dónde han salido?" "Las hizo Dios. Y no necesitó que le
ayudara nadie, ni tuvo que hacer un material para ello, sino que Su
sabiduría lo concibió todo, y dio órdenes, y existió."
Así, el camino de las preguntas llegaría a retroceder al comienzo de todas
las cosas; pero el primer capítulo de la Escritura relata cómo tuvo lugar
este comienzo. El relato —ya lo dijimos— no tiene nada que ver con la
ciencia, sino que es un poderoso himno, que, con la imagen de una semana,
describe cómo el divino constructor, con su sabiduría y poder y cuidado
amoroso, en seis días de trabajo, eleva el mundo al ser, para luego
"descansar" en el séptimo día.
Ante todo, crea el caos primigenio, mugiendo sin forma. Luego los grandes
órdenes y formas; la luz, en alternancia de día y noche; el ámbito de la
altura con los fenómenos de la atmósfera, y el de la tierra, en que el
hombre debe llevar su vida; la división del ámbito del mundo entre tierra y
mar; la vegetación, su diversidad; las estrellas, con sus constelaciones; el
mundo de los animales, en el agua, en el aire y en la tierra; en fin, el
hombre, con su naturaleza corpóreo-espiritual, que es imagen de Dios, y que
está destinado por ello a dominar el mundo.
Pero todo el relato queda dominado, como por una bóveda, por la primera
frase: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra", expresión bíblica
de "el Universo". Después, al surgir los diversos órdenes y formas, se dice
en cada ocasión: "Hizo", una palabra que representa el trabajo divino. Pero
para el principio propiamente dicho, se expresa: "Creó". Lo que significa
esta palabra, no lo entiende ningún hombre. Es el misterio prístino. Ahí
reside el comienzo Absoluto.
Pero a ese hombre que preguntara, le habría llegado corazón lo dicho sobre
la culpa, y querría oír hablar sobre el otro principio, el segundo, el malo,
que está contenido en el primero, que surgió puro ajeno de la gracia
creativa de Dios. Así, pues, seguirá la preguntando:
"Dices que Dios creó al hombre. ¿Era entonces tal como es ahora? ¿Lleno de
violencia, de codicia, de mentira, de odio?" "No", contestaría el
preguntado, "sino que en esa gran elevación al primer comienzo hay un punto
donde casi se habría llegado al fin. En efecto, el hombre no había de crecer
del mismo modo que la planta o el animal, sino que él había de hacerlo en
libertad. Pero la libertad tiene lugar en la decisión. Así Dios le puso
delante una decisión de la que había de depender su destino. En la forma del
Paraíso, le había entregado el mundo. Merced al señorío que residía en su
semejanza a Dios, el hombre había de "conservarlo y cultivarlo". Pero en un
signo, el árbol del conocimiento, debía manifestar si lo quería hacer en
verdad y obediencia. Y creyó la mentira del seductor, y tuvo la pretensión
de querer ser Dios él mismo".
Ese fue el segundo principio, el malo, y hubiera podido dar lugar al fin
inmediatamente. Pues Dios había amenazado al hombre: "Si coméis del árbol,
moriréis." Por tanto, en realidad habrían debido morir en su pecado. Pues el
hombre puro, el originalmente inalterado, no comete la culpa más terrible y
sigue después viviendo. Eso sólo lo podemos hacer nosotros, los apestados
por el pecado. Pero Dios le permitió seguir viviendo.
Con eso quedó abierto un nuevo principio bueno; el segundo que provenía de
Dios; el principio de la Redención. El hecho de que no muriera el hombre en
su culpa, ya era Redención, y ésta ha seguido obrando a través de todo lo
que ha procedido de la culpa.
Ahí, por tanto, está el principio desde el cual puedo comprenderme en
esencia y sentido, a mí mismo, y comprender a los hombres mis hermanos.
La voluntad de Dios de que yo exista, su amor creador, dirigido hacia mí,
eso es mi principio. En la medida en que lo comprenda —pero no se puede
hablar de "comprender", digamos, pues, mejor: en la medida en que yo resida
en el misterio de esa manifestación— adquiere su sentido mi vida.
Los enigmas y problemas han de ser resueltos; con eso, dejan de existir.
Aquí no hay enigma, sino misterio, y misterio es exceso de la verdad; verdad
mayor que nuestra capacidad. No está ahí para que el hombre la resuelva y de
ese modo la haga desaparecer, sino para que llegue con ella a un acuerdo,
respirando en ella, echando raíz en ella. Las raíces de mi esencia están en
el sagrado misterio de que Dios ha querido que yo exista. ¿Y por qué lo ha
querido? ¿Qué le importa a Él, el infinitamente rico, que existamos
nosotros, los seres limitados? Otra vez misterio; pero la Escritura dice que
es bueno, y lo llama "amor". Sobre eso tendremos que hablar todavía; así
como sobre todo lo que se ha dicho en lo anterior, bajo la forma de una
breve anticipación. Iremos hasta la fuente de nuestra vida y encontraremos
allí una paz que no puede dar ningún pensamiento humano.
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Queridos amigos:
El domingo pasado hemos empezado a considerar juntos el relato de la
Creación.
Corresponde a la esencia del hombre tener que preguntar por lo que ha sido,
a la vista de lo que es. Esa pregunta puede hacerla científicamente.
Entonces investiga cómo el fenómeno dado en cada ocasión está condicionado
por otro anterior, y éste a su vez por otro precedente, y así sucesivamente:
impulsado por el deseo de llegar a lo primero de todo, para luego, en camino
de vuelta, comprender lo posterior... Pero, como hemos visto, también puede
plantear la pregunta de otro modo: recorriendo hacia arriba la corriente de
su vida personal: ¿De dónde vengo yo? ¿De dónde mis padres? ¿De dónde mi
pueblo? ¿De dónde la Humanidad, como unidad de esos seres de que formo
parte, y que realizan su trabajo en la tierra? Por el camino de esas
preguntas, busca su primer principio propio, para entender desde él su
existencia...
Esta segunda pregunta es la que hemos hecho a la Revelación de Dios, a la
Sagrada Escritura. Nos ha llevado paso a paso a ese comienzo, tal como está
expresado en la poderosa frase: "En el principio Dios creó el cielo y la
tierra", esto es, el mundo. Ese es el auténtico principio. En él comienza
todo.
Para entender mejor lo que dice la Revelación, sin embargo, tenemos que
considerar antes otra respuesta asimismo religioso, a saber, la que da la
mitología.
Aparece un ser poderoso, resplandeciendo heroicamente, o esforzándose
oscuramente, para dar forma y ordenar. Pero no es lo primero de todo. Antes
de él ya había algo diverso, a saber, el caos, lo informe, lo inaprehensible
e innombrable, la posibilidad primitiva, el dominio prístino: algo entre dos
luces, que nos trastorna pensar. Y ese caos, dice el mito, estaba siempre,
sin comienzo... Otra respuesta dice: Nuestro mundo surgió una vez, cuando lo
produjo la muda necesidad. Pero antes de él estaba el hundimiento de otro
mundo anterior, que igualmente tuvo su comienzo; y antes de ése, a su vez,
el hundimiento del mundo que le precedió: una serie que retrocede hasta
perderse de vista, y en que siempre un mundo empieza a ser después que otro
ha llegado a su fin antes de él, en desconsoladora cadena de repeticiones.
Ni en la primera respuesta mítica, ni en esta otra, ni en ninguna, adquiere
sentido claro el concepto de principio. De un principio auténtico y puro
habla sólo la Revelación. Esta, la única sabedora, lo manifiesta.
Ese principio lo expresan las palabras: "Dios creó". Y creó "cielo y
tierra", esto es, todo. ¿Qué había antes de ese principio? Nada. Pero con
eso no se alude a la nada borrosa del pensamiento vago; esa niebla de ser,
que no es y sin embargo es. Tampoco a la nada de que hoy se dice tanto que
amenaza al ser, engendro del miedo del espíritu que no cree. Sino la nada
auténtica y limpia. Y ¿qué era? ¡Dios! Pero Dios no está en ninguna cadena
de devenir y pasar. Es, sencillamente; como lo dijo Él mismo al manifestar:
"Yo soy el que soy" (Éxodo 3, 14). Por sí mismo es y no necesita de ninguna
cosa. Si no hubiera nada sino Dios —la frase es insensata, pero hay formas
sin sentido que nos hacen falta porque no tenemos nada mejor para decir lo
que queremos decir— entonces, sin embargo, habría "todo", y "bastaría". Si
preguntamos desde lo íntimo de nuestra existencia: ¿qué existe?, o más
correctamente ¿quién existe?, la respuesta dice: Dios. Con eso ya está dicho
todo. Pero luego, además, ante Dios y mediante Él, como don, en definitiva
incomprensible, de su generosidad, estamos nosotros; el mundo y los hombres
en Él.
Tal, amigos, es la ordenación de la verdad; Dios es El que es; y nosotros
podemos ser ante Él. Si esto vive en nuestro espíritu, tan claro y fuerte
que en seguida avise de algún modo en cuanto resulte herido, entonces
tenemos ahí el fundamento de la verdad.
Dios ha creado. ¿Qué ha creado? Todo, y el conjunto
¿Ha tenido para ello un material, como los demiurgos del mito? No, ninguno y
de ninguna especie. Incluso el caos, Él lo ha llamado a ser; pues aquello
inicial, de que dice el segundo versículo del Génesis que estaba "desierto y
confuso", aparece dentro del conjunto total, del que proclama el primer
versículo que "en el principio Dios creó el cielo y la tierra". Es la
materia prima que tía preparado el Maestro para las realizaciones dentro del
mundo.
¿Ha tenido Dios alguna base previa para su obra universal? ¿Ha habido alguna
idea, en eterna situación prototípica, para que Él creara conforme a ella?
Tampoco. No sólo lo ha creado, sino que lo ha inventado todo. ¿Notan ustedes
qué hermosa es la palabra "inventar", sacar con el pensamiento desde la
sabiduría eterna?
¿Estuvo alguien a su lado cuando creó? Nadie. Nadie le ayudó en su obra,
superadora de todo concepto. Nadie compartió con Él la inimaginable
responsabilidad. Nadie estuvo a su lado en esa cosa inaudita, sólo
soportable por Dios, que es la realización primitiva.
Esa acción ha fundado nuestra existencia. En ella están las raíces de
nuestra esencia. Si preguntamos: ¿A dónde vamos a parar en definitiva
retrocediendo por el camino del devenir de nuestra consistencia?, entonces
llegamos aquí: a que Él ha creado al mundo, al hombre, a mí.
Intentemos acercarnos un poco a esto. Las grandes ideas de la fe tienen dos
propiedades: son sencillas, como la luz, pero también insondables —como la
luz también—: pues ¿quién, aunque sus ojos fueran más capaces de ver que
ningún aparato, habría llegado jamás al fondo de la clara luz? Por eso, las
ideas de la fe pueden penetrar incluso en la persona as simple, si su
corazón está abierto; pero ningún espíritu las agota, por poderoso que sea.
Si queremos acercarnos a la verdad de que Dios ha creado, debemos hacerlo
pensando: Dios me ha creado; ha creado el mundo, y a mí en el mundo. Debo
ponerme ante la irradiación de la voluntad divina; debo adentrarme por ella,
hasta aquello último e íntimo: que Dios tiene intención de mí. Y hacerlo con
todo silencio; una vez y otra, hasta que Dios quizá conceda un día darme
cuenta de la dichosa verdad que yo existo por Su voluntad. Quizá me conceda
incluso sentir Su mirada, que descansa en mí, y alegrarme con la certidumbre
de que vivo de esa mirada.
Ciertamente, puede ocurrir que surja la rebeldía: No quiero ser creado. En
efecto, esta rebeldía, como voluntad de autonomía, se despliega a través de
toda Edad Moderna, y puede tomar muy diversas formas. Por ejemplo, la del
idealismo, que dice: Ábrete paso, presintiendo y experimentando, a través de
pequeño Yo, hasta la hondura interior, y entonces centrarás allí el Yo
absoluto y podrás decir: Eso soy yo; y el mundo lo he creado yo. O también
la rama contraria, que dice: Eso son ilusiones: errores del pensamiento
cubiertos por sensaciones de mundo. La verdad es que yo procedo de la
Naturaleza, como la planta y el animal; igual que éstos, vuelvo desaparecer
dentro de la Naturaleza; y no hay más.
Amigos míos, ¿no es extraño que el hombre de la Edad Moderna vuelva una vez
y otra a pensar esas dos ideas; por un lado; Yo soy Dios; y por el otro
lado: Yo soy un trozo de Naturaleza? ¿Ven cómo se ha perdido la verdad
fundamental, y el pensamiento titubea de un extravío a su contrario? Pero el
peligro de que esto ocurra, de algún modo, abierto u oculto, sigue dándose
para cada uno de nosotros. Por tanto debemos aceptar que hemos sido creados.
Recibirnos a nosotros mismos de la mano de Dios. Habitar y habituarnos a
estar en este modo de recibirnos a nosotros mismos, tan poco habitual.
Pero quizá se despierta también otra clase de resistencia, a saber: la
angustia. Podría expresarse así: Si es verdad que Dios me ha creado ¿qué es
de mí entonces? ¿Puedo ser realmente, si Él es, y es como Quien le
manifiesta la Revelación? ¿Puedo tener dignidad, ser libre, regir y
trabajar, si su sombra pende sobre mí? Pues ya se 'ha afirmado en todas las
formas —filosófica, política, artística— que la disyuntiva a donde va a
parar todo es ésta: Dios o el hombre: Él o yo. Si alguien piensa así, es que
en él actúa una idea falsa: que Dios es Otro; el gran Otro que oprime al
hombre. Pero no es precisamente el Otro, sino Aquél que ha hecho que yo
exista, que sea yo mismo, real, auténticamente y sin envidias. Los dioses de
los paganos envidian al hombre, tienen celos de su existencia, porque son
seres ambiguos, que no están propiamente en el ser. Pero Dios, el ser vivo,
¿cómo iba a hacérsenos peligroso, si vive intacto en su majestad, y su
voluntad es el fundamento para todo lo que yo soy? Si Dios —idea tan
insensata como horrible— cesara de ser, entonces yo me reduciría a la nada.
Pero Él es precisamente el que me ha situado en mi ser, de tal modo que
existo y vivo y ando por mi pie; y tengo libertad, incluso la temible
libertad de poderme volver contra Él. ¿Quién puede hacer nada semejante?
¿Quién puede ni siquiera concebirlo? ¿Cómo habría yo de tener miedo ante Él?
No; cuanto con mayor riqueza viva Dios en mí, cuanto más poderosamente actúe
su voluntad en mí, más viva y libremente llego yo a ser yo mismo. Esa es la
verdad, y todo lo demás engaña y deforma.
Pero la respuesta del corazón que surge de esta situación de haber sido
creado, es la oración. Se la ha olvidado y desaprendido mucho, porque la
idea de Dios se ha encogido mucho, haciéndose pequeña y mísera. Por eso, la
idea de Dios ya no incita a la oración, pues ésta es un gran acto. Es la
profunda inclinación del interior, que surge de esta experiencia: Dios "es
el que es"; yo, en cambio, soy por Él y ante Él. Ese acto es verdad, produce
verdad; la verdad fundamental, con que empieza todo lo demás. Y producir
verdad, es paz y es libertad. Eso ocurre en la oración. No podemos empezar
bien el día, amigos míos, sino pensando esta idea, con toda la quietud y
profundidad que podamos: Tú, Dios, existes y existes aquí; yo, en cambio,
estoy ante Ti. Así se inclinará por sí mismo nuestro interior, de un modo
que verdad y libertad y nobleza.
Otra cosa que surge de la fe en la Creación, es confianza. No podemos hacer
nada mejor que entregarnos a la sabiduría de Dios, que nos ha concebido, y a
su bondad, que nos ha dado a nosotros mismos. ¿Quién va a tener buena
intención para con nosotros, desde la misma base, sino Él? ¿De quién
podríamos esperar más que de Él? Y la miseria de nuestra existencia ¿no
procede de que nos damos por contentos con su cómoda estrechez y no
reclamamos Su generosidad? Ciertamente, ésta sería muy exigente, y
tendríamos que esforzarnos. Pero nos llevaría a lo mayor y más libre; ¿quién
puede decir hasta dónde?
Y, por fin, otra cosa: el agradecimiento. ¿Hemos probado ya alguna vez a
agradecer a Dios que existimos? Entonces sabemos que nos hace bien y nos
salva. Nos pone de acuerdo con nosotros mismos, es decir desde lo más
íntimo: Te doy gracias, Señor, de que puedo existir. Pues esto no es obvio.
Podría ser también, en efecto, que Él no hubiera querido que yo existiera. Y
es un asombro indecible que su decisión haya caído en este sentido: que debo
existir yo —y existir para siempre— pero piénsenlo, ¡para siempre! Nunca me
extinguiré. Es verdad que moriré terrenalmente, seguro; pero resucitaré y
viviré eternamente, como Él ha prometido; y entonces habrá por fin vida
eterna. Con eso no se pierde de vista nada de lo difícil que tenemos encima:
privación, enfermedad, preocupación; nada de eso. Pero en la raíz de todo
están las palabras: Te doy gracias de que puedo existir.
Son actos fundamentales de la piedad. Fácilmente les hace retraerse la
exterioridad, y sin embargo son muy importantes. Intenten ustedes ir en
ellos a Dios: Sentirán qué salud interior les dan: la aceptación del haber
sido creados... la adoración al único ser verdaderamente existente... la
confianza en su sabiduría y bondad creativas... el agradecimiento por todo.
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3. El primer relato de la creación y el día del Señor
Queridos amigos:
Hemos considerado el poderoso lema que, como primer versículo del Génesis,
no sólo preside a éste, sino a toda la Sagrada Escritura, y, por tanto, a la
existencia creyente: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra." Lo
que es, está creado por Él. Todo viene de Él, y a Él va todo. En su voluntad
creativa residen las raíces de nuestra existencia. Es el Señor, que es, le
pertenece. Somos suyos, pero no como cosa, lo mismo que un recipiente
pertenece al que lo ha hecho o comprado, sino del modo como una persona viva
es de quien la ama; como persona, que existe en sí y no puede ser en
absoluto poseída, sino que puede ser recibida por libre donación de sí
misma. Cierto es que también este "ser-persona" nuestro lo ha creado Dios,
pero para cimentar el misterio de nuestra libertad. Libertad también
respecto a Él; pero ahí se hunde el pensamiento en misterio...
Los dos primeros capítulos del Génesis cuentan luego cómo sigue obrando Dios
dentro de este conjunto de la Creación; cómo hace que surjan las
innumerables cosas y sus ordenaciones; cómo llama a la existencia al 'hombre
y le señala su sitio en el mundo. Este relato se desarrolla en dos
narraciones.
La primera la conocemos bajo el nombre de "obra de los seis días". Abarca el
primer capítulo y tres versículos y medio del segundo, y hace que tenga
lugar ante nuestra mirada, paso a paso, el gran acontecimiento. La otra
empieza con la segunda mitad de ese mencionado versículo, llega hasta el fin
del capítulo y habla sobre todo de la creación del hombre. Las dos
narraciones, pues, están presentadas de diverso modo; pero son análogas en
algo de que hemos de darnos cuenta para entender bien su sentido: no tienen
nada que ver con la ciencia. En ningún punto se cruzan con lo que puede
decir la investigación, si permanece en sus límites, sobre el origen del
sistema del universo, sobre el devenir de la vida y su transcurso, sobre el
origen del hombre y su primera historia, sino que su sentido es totalmente
religioso. Bien es verdad que hablan de la misma realidad de que también
habla la ciencia: del mundo, de las cosas y de nosotros mismos. Pero la
intención que hay bajo lo dicho es diversa que en la investigación. Durante
mucho tiempo se ha creído que lo que dicen la astronomía y la paleontología,
debe volverse a hallar en el Génesis, y se ha tratado, con duro esfuerzo, de
ajustar entre sí las diversas expresiones. Se quería hacer con toda
seriedad; pues se partía del respeto a la verdad de la Sagrada Escritura.
Pero no se tenía en cuenta que la verdad es rica, y se puede hablar del
mismo objeto, de modo verdadero, desde muy diversos puntos de vista.
Fijémonos en el primero de esos dos relatos de la Creación. Empieza con la
frase: "La tierra estaba desierta y confusa, y la tiniebla se extendía sobre
el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas."
Las palabras expresan el concepto bíblico del caos. Con eso se alude a algo
muy diverso que en el mito. Para éste, el caos es la realidad prístina, que
era de modo absoluto, increada y "divina" en ella misma —una concepción que
entra en lo inquietante y demoníaco—. Por el contrario, el caos de que habla
la Revelación, es claro y bueno. Es la Creación en su primer estado, pero
llena de todas las posibilidades; plenitud de energía, que todavía no tiene
objeto, pero que ya está orientada al porvenir planeado por Dios. Aquí no
hizo falta ningún demiurgo que ordenara conformara. En la obra de Dios nunca
hubo desorden. Nunca fue su situación como si se tuviera que expresar con
las imágenes de una potencia primitiva rebelada, o de un seno prístino,
paridor y devorador. En semejantes imágenes trata de justificarse la
rebelión del hombre caído, poniendo su propio modo de sentir en el fondo de
las cosas. Por el contrario, sobre caos del Génesis rige el Espíritu Santo,
que luego aparece en el Antiguo Testamento cuando Dios da luz para formar,
fuerza para realizar, sabiduría para ordenar. Este Espíritu Santo hemos de
pensarlo inserto en todo lo que se dice luego en el relato.
Y entonces empieza la obra: "¡Hágase!"
¿Cómo tiene lugar la creación en el mito? Llega un ser poderoso, reúne el
caos contradictorio, lucha con él, lo domina por la fuerza, le da forma; de
modo que se ve a simple vista: no es Dios, sino el hombre en su esfuerzo,
aumentado hasta lo gigantesco. ¡Qué diferente la Revelación! Ahí habla Dios:
"¡hágase!" y se hace. Su creación no ocurre por los puños, sino por la
palabra, esto es, por el espíritu y la verdad. Esa creación es sin esfuerzo.
La omnipotencia no se fatiga. Place su obra en la libertad de Quien es
Señor. Realmente Señor; no sólo vencedor sobre los enemigos y obstáculos.
Para Él no hay enemigo ni obstáculo.
Pero lo que ha de existir ante todo, es la luz. Sobre esta expresión se ha
cavilado mucho. La respuesta sólo llega a ser adecuada cuando se mantiene
ante la mirada el sentido y la intención del relato entero. Pues ¿qué luz
es, si el versículo 14 dice que el sol y la luna se crearon luego?
Evidentemente, no es lo mismo a que alude el físico cuando habla de luz. Se
llamará "día"; su opuesto, en cambio, la tiniebla, "noche"; y ambas cosas
quedan "separadas". La obra de la separación, esto es, de la ordenación, ha
comenzado. Pero ésta no se refiere al mundo como naturaleza, sino como
ámbito vital del hombre, al mundo de nuestra existencia.
De este modo surge el día como espacio temporal en que despierta el hombre,
anda por su camino, hace su obra; y la noche como el otro espacio, en que el
hombre se retira, descansa del trabajo, duerme.
Entonces se dice: "Se hizo la tarde y se hizo la mañana: el primer día."
Después: "el segundo día", y "el tercero", y así sucesivamente. Es decir, el
relato de la Creación tiene la forma de un poema didáctico y presenta el
hecho de la Creación en la imagen <de una sucesión de trabajo que se cumple
a lo largo de una semana, dividiéndose tal hecho según los días de la
semana. No es que Dios realmente "trabaje", ya lo dijimos; entonces volvería
a aparecer el demiurgo del mito. Sino que también esta imagen se refiere al
mundo de la existencia del hombre, y cimenta la ordenación de su vida. Sobre
eso diremos algo más en seguida.
Prosiguen las separaciones. Surge una bóveda: el firmamento. Se hace
evidente la antigua imagen del inundo, en que hay una campana celestial que
se aboveda sobre la tierra y divide las aguas. "Aguas", al principio,
entendido todavía como expresión del caos, de lo no formado, de lo que se
derrama por todas partes. Esto queda ahora separado y adscrito a diversos
dominios: al de las nubes, de que viene la lluvia, y al de la superficie
terrestre con sus extensiones de agua.
Todas estas cosas tienen tan poco que ver con la cosmología, como la luz de
que se hablaba. También ellas se trata de la ordenación de los espacios de
vida: el de la altura, los poderes meteóricos que obedecen a Dios, y el de
la tierra, donde los hombres .u van su vida y hacen su trabajo.
Esa es la obra del segundo día.
En el tercer día, Dios establece una separación en la misma tierra. Empieza
con la separación entre el agua y lo seco, y surge la tierra firme y el mar.
Otra vez: No se trata de nada de geología: "Tierra" es más bien el ámbito
donde el hombre tiene su casa y labra su campo; "mar" es aquello que para él
al principio es intransitable, pero en que luego —como dice el gran Salmo de
la Creación, el 103— sus barcos se abren caminos de nueva especie.
Entonces se dice: "Dios vio que era bueno". La frase se vuelve contra el
dualismo babilónico, cuya imagen del mundo contenía perversos poderes
primitivos, y dice: Desde el "principio", no hay en el mundo nada malo. Todo
lo que Dios ha creado y ordenado, es bueno. Sólo el hombre ha traído el mal
al mundo. El mal no forma un principio de este mundo. No es necesario para
que surja la tensión, para que haya vida, para que se desarrolle la
Historia. Tales ideas son el mal versículo que el hombre ha puesto con su
acción y sus consecuencias. Contra tales modos de ver se elevan las palabras
del relato de la Creación: El Que todo lo ve, pondera su trabajo y declara:
"¡Es bueno!" Cinco veces lo dice así; y la sexta vez, al fin de toda la
obra, dice sellándolo definitivamente: Dios vio todo lo que había hecho, y
vio que era muy bueno."
Ahí surge el mundo de las plantas. En ellas se señala especialmente la
maravillosa propiedad de "tener semillas", es decir, de ser fecundas. Luego
se dirá de ellas, en el versículo 29, que han de servir de alimento al
hombre.
La cuarta estrofa vuelve a indicar cómo todo esto no está bajo la
perspectiva de las ciencias naturales. Habla de la aparición de los cuerpos
celestes y dice que tiene lugar después del nacimiento de las plantas.
Tampoco las estrellas y astros aparecen como simples formas naturales, sino
como elementos de la existencia humana. El sol y la luna determinan su vida;
no sólo midiendo el tiempo, sino también como potencias. Influyen penetrando
con sus ritmos su vitalidad; ordenan sus trabajos y fiestas, viajes e
iniciativas. Los cuerpos celestes, pues, en esta abundancia poder y
significado, son aquello a que se alude en este relato de la Creación.
Una vez que existe el mundo vegetal, aparecen en existencia los animales; la
quinta estrofa habla de ellos, así como la sexta. Viven de las plantas, y se
echan de ver los tres dominios que habitan: el mar, tierra y el aire.
En los animales, tal como nadan y corren y vuelan, muestran plenamente vida
y fecundidad. Por eso la Revelación habla en ese momento de la bendición de
Dios. Esta corresponde a la vida. Hace que la vida, tan en peligro, pero con
esa profundidad de que surge crecimiento, la generación y el nacimiento; que
la vida, digo, sea sagrada, prospere y aumente. Para los hombres del Antiguo
Testamento no hay ni energías naturales ni leyes, sino que todo se realiza
inmediatamente por obra de Dios; también y sobre todo, los procesos de la
vida. Y la bendición es la creación de Dios por la cual subsiste todo; los
Salmos hablan de ella una vez y otra; pensemos en el espléndido Salmo 64.
Ahora habla Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen." La palabra que aquí
aparece como nombre de Dios, "Elohim", es un plural en hebreo: por eso se
puede traducir también: "Haré al hombre a Mi imagen."
Sobre la creación del hombre hablará más exactamente el segundo relato de la
Creación. En el primero se dice que aparece tan pronto como el conjunto del
mundo está en la plenitud de sus formas, así como en la sabiduría de su
ordenación. Luego se dice que es imagen de Dios, y que es hombre y mujer.
Pero es imagen de Dios por cuanto puede reinar sobre el mundo. Dios es el
Señor por esencia y eternidad; prototipo de todo señorío. Al hombre, en
cambio, le ha hecho señor por gracia, y en eso consiste su semejanza a Dios.
Este es el signo primero bajo el cual ha de estar toda su existencia: que
permanezca en la conciencia de ser señor en semejanza, es decir, bajo Dios,
dispuesto a reinar obedeciendo; o que se extravíe en espíritu y pretenda un
señorío que proceda de su propio poder esencial. Ahí, en cómo ponga ese
signo inicial, se decidirá todo.
Pero también sobre el hombre pronuncia Dios su bendición: sobre su vida,
para que sea fecunda; sobre su obra, para que resulte bien e incorpore en su
poder la tierra con todo lo que hay en ella.
"Así quedaron hechos", se dice luego, "el cielo y la tierra, y todo su
ejército". El "ejército" es la multitud de las formas; en el cielo, las
constelaciones; en la tierra, los seres vivos.
Con eso Dios ha terminado su obra: "Y Dios terminó el séptimo día su obra,
que había creado, y reposó el séptimo día de toda su obra, que había
creado". ¡Palabras misteriosas ¡Dios "reposó"! Pero su omnipotencia no había
experimentado ninguna fatiga al crear: ¿cómo iba a requerir el reposo? ¿Y
cómo esa posterioridad, si para Él no hay tiempo? Pero de Él, según ya
vimos, se habla como de un artesano, que trabaja seis días y descansa el
séptimo. Así el séptimo día queda hecho también día de descanso para los
hombres, y se funda el sabbat, el día festivo.
Pasemos por encima de la cuestión de si la palabra ""reposo" no puede
significar también algo para Dios, y dónde se puede buscar de algún modo su
sentido. En todo caso, aquí se ancla en la Creación misma una ordenación de
la vida humana, la del trabajo y el reposo. Esto es, si observamos con más
exactitud, se nos hace evidente que toda la construcción del relato va a
parar a la proclamación del sabbat: otra vez, una prueba de qué poco se
trata aquí de ciencia natural. Pero ¿por qué se da tal importancia a ese
día?
La condición de imagen divina en el hombre consiste en que puede reinar,
pero ha de hacerlo como imagen de Dios. No por derecho propio, sino
ejerciendo su señorío como imagen respecto a Dios, esto Es, en obediencia
respecto al auténtico Señor. Pero tampoco como esclavo, ni de un poderoso
terrenal, ni de su trabajo mismo, sino asimismo en semejanza Dios, esto es,
en libertad. Resulta muy sintomático que la época misma que ya no reconoce a
Dios como Señor de la existencia, sino que quiere ser autónoma, esclavice al
hombre en el trabajo de un modo sin precedentes. El séptimo día ha de dar al
hombre la libertad de la existencia sin trabajo, para que llegue a la plena
conciencia de su nobleza.
Pero significa aún algo más. En la paz del séptimo lía ha de deponer el
hombre su corona, y debe elevarse la imagen del auténtico Señor. En el
misterio de su calma ha de hacerse visible Dios. De ahí la gran importancia
de ese día. Debe volver una y otra vez a poner en claro la ordenación básica
de las cosas: que Dios es dominador por esencia, y nosotros, en cambio, lo
somos por gracias y bajo Él. Él creó en el primer principio la obra del
mundo; nosotros hemos de continuarla a través del tiempo en obediencia
respecto a Él. Todos los ataques contra el día del Señor son ataques contra
Dios.
Pero mediante Cristo, el sabbat, el sábado hebreo, se ha convertido en el
domingo, el día de Su Resurrección. Los primeros cristianos observaron ambos
días, el sábado y también el domingo. Luego quedó absorbido el primero en el
segundo. Ahora es el día en que hemos de darnos cuenta de la obra del mundo,
que el Creador ha hecho, pura y grande; pero también de la obra de la
Redención, que ha realizado tan incomprensiblemente el Hijo del eterno
Padre.
El primer relato de la Creación dice, pues, por su parte: Todo ha sido
creado por Dios. Podemos también expresar así esta verdad: No hay Naturaleza
en el sentido moderno. Esta la ha inventado el hombre de la Edad Moderna
para hacer superfluo a Dios. Ha metido en la Naturaleza todo lo que en
verdad corresponde al Señor de la existencia: que sea aquello que siempre ha
existido: el misterio primitivo de que viene todo; el espacio universal en
que todo transcurre; el mar último en que todo desemboca. No hay tal
Naturaleza. El mundo no es Naturaleza, sino obra. No lo primitivamente
primero, sino lo segundo, esencialmente segundo, lo que ha llegado ha ser
mediante la voluntad del Creador. Permítanme añadir unas palabras
personales. He pasado años para entender en qué consiste esa distinción, y
qué significa. Si a ustedes no les resulta claro —pero realmente claro, por
esencia y consecuencia— entonces traten de lograrlo. Todas las cosas
adquirirán con ello otro carácter. La idea moderna de Naturaleza falsea
todas las determinaciones de la existencia. El reconocer que el mundo es
obra, y que detrás de él está la voluntad de Aquél que lo ha querido, le
pone en orden.
El relato del Génesis dice algo más: Todo está lleno de sabiduría. No era
preciso el hombre para ordenarlo, porque estuviera caótico en sí, según ha
afirmado la misma Edad Moderna; ordenarlo mediante las categorías del
espíritu humano y esa potencia otorgadora de sentido que es su voluntad.
Todo esto también está pensado para hacer superfluo a Dios; pero tampoco
existe tal caos del ser. El mundo es obra de Dios; por tanto, obra formada
en sí, digna de gloria y de confianza.
Y una tercera cosa: La existencia es buena. Todas las trágicas visiones del
mundo que dicen que el mal forma parte del Universo, necesaria para que
surja una tensión espiritual y la Historia se ponga en marcha, son teorías
que inventa el hombre para justificar la perdición que él ha traído. Por su
origen, la existencia buena. Lo malo que ahora la enreda, ha llegado después
a ella. Y el sabbat, o mejor dicho, el domingo, debe ser el día en que
volvamos a aprender a distinguir, dándoselo a Dios, lo que Le corresponde, y
a recibir de Él la libertad que nos ha preparado.
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4. El segundo relato de la creación y la ordenación del matrimonio
Queridos amigos:
Las consideraciones del domingo pasado nos han llevado al primer relato de
la Creación. Lo preside esa enérgica frase que tiene poder para transformar
el corazón que se abra ante ella: "En el principio creo Dios el cielo y la
tierra." Viene luego, ordenada según el transcurso de una semana, y como
trabajo de seis días, la producción de las formas del mundo. Esta sucesión
de trabajo llega a la creación el hombre, que está formado a imagen de Dios
ha de reinar sobre todas las cosas que se encuentran en la tierra. Pero
entonces se establece un límite. El hombre ha de ser señor, pero bajo Dios.
Por eso debe reposar de su labor en el séptimo día. Ante ido, porque no es
un esclavo y ha de tener libertad, pero además, porque tiene que deponer su
poder, para que en el ámbito del descanso dominical eleve la grandiosidad
del verdadero Señor.
Y ahora hablemos del segundo relato, que sigue inmediatamente al primero. Se
introduce con unas frases que dicen de un modo nuevo que al principio
reinaba el caos, la confusión. No había surgido ninguna vegetación, ni se
había hecho labor ninguna en la tierra. "Cuando el Señor hizo la tierra y el
cielo, no había todavía ningún arbusto silvestre, ni crecía todavía ninguna
hierba del campo; pues el Señor Dios todavía no había llovido sobre la
tierra, ni había hombre para labrar el suelo. Sólo surgía un manantial de la
tierra y regaba toda la superficie". (Gen., 2, 4b-6).
Pero en seguida se narra la creación del hombre: "Entonces formó Dios al
hombre con polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de la vida, y
el hombre vivió" (7). Vemos que el hombre está en el centro del relato; todo
lo demás se ordena hacia él. El modo de describir cómo llega a ser, no tiene
nada que ver -—digámoslo una vez más— con la ciencia. Se presenta en
imágenes; pero las imágenes deben leerse de otro modo que las expresiones
conceptuales. Han de evocarse espiritualmente, han de intuirse, percibirse,
entendiéndose su sentido desde dentro. Y ciertamente, se dice que Dios, el
Señor, hizo el cuerpo del hombre con "polvo de la tierra"; de tierra del
mismo campo en que crece el trigo que le da pan.
Pero cuando se habla de "cuerpo humano", y del "aliento" que le sopla Dios,
no se alude a la distinción en que pensamos al hablar de "cuerpo y alma".
"Cuerpo" es aquí una figura muerta. Está ahí como la forma que surge cuando
un artista toma la arcilla y le da forma. Miguel Ángel, en su famoso techo
de la Sixtina, representó al hombre cuando ya vive y tiende la mano a Dios
para recibir la chispa del espíritu desde el dedo del Creador. Eso está
pensado con mucho ingenio, pero va contra el sentido del relato sagrado. Lo
que hay ahí, según éste, es ante todo una forma muerta. Luego, Dios se
inclina, por decirlo así, y sopla en ella "aliento de vida". En esta
expresión se reúnen muchas cosas: el aliento, que penetra el cuerpo
misteriosamente; la vida, que crece, siente y se mueve; el espíritu, que
piensa y proyecta; e incluso, el pneuma, el aliento de Dios, que llena a los
Profetas. Todo esto suena aquí y hace percibir lo inaudito de la existencia
humana.
Así, pues, cuando el hombre entra a tientas con su meditación por su
profundidad interior; cuando trata de palpar a dónde llevan las raíces de su
ser, llega entonces, ante todo, al "polvo de la tierra", a lo más bajo del
campo. Pero luego —digámoslo atrevidamente con las palabras que nos da la
Escritura misma— al pecho de Dios. No queremos dar muchas vueltas con
interpretaciones a las imágenes, sino dejarlas como son, corporales y vivas,
y percibir lo que nos dicen de modo tan profundamente conmovedor: que
nuestra esencia humana viene del fondo de la tierra, pero también del pecho
de Dios. Por eso está el hombre en el mundo y también, por otra parte, fuera
de él. Por eso puede comprender y amar al mundo, pero ser señor sobre él.
¡Es terrible cuando quiere habérselas con el mundo, pero sin que esté Dios
en él!
Luego Dios prepara al hombre el ámbito de su vida, esto es, crea el Paraíso.
Este aparece bajo la imagen de un jardín o un parque —algo así como lo
mandaba hacer un soberano de tiempos antiguos, para poder pasear—. Un ámbito
protegido y defendido; bañado por puras corrientes de agua —"aguas vivas",
como suele decir la Escritura, para distinguirlas del agua muerta de las
cisternas— y poblado de hermosos árboles llenos de fruta; para el habitante
de aquellos países abrasados por el sol, una síntesis de preciosa plenitud
de vida. Ese jardín Dios se lo da al hombre, para que lo cuide y labre.
Otra vez una imagen, pero ¿qué significa? Significa el mundo, en cuanto está
dado al hombre en sus manos, para que lo mantenga en su cuidado y realice en
él su labor; pero de modo que Dios esté en todo. Es decir, con la imagen del
jardín confiado al hombre, se introduce algo más: que Dios mismo habita en
él. Ello se muestra en el relato de la tentación, donde se cuenta que Dios
pasea en la brisa fresca del día al atardecer (3, 8). Una imagen hermosa de
cómo Dios quería participar en toda acción de sus hombres; habitando con
ellos en el mundo santificado. Había de desarrollarse todo lo que se llama
vida humana y trabajo, historia y cultura, pero todo ello en la cercanía de
Dios y junto con Él, de tal modo que el hombre nunca habría necesitado hacer
eso que luego se dice con otra imagen: esconderse ante Dios.
Después se escribe: "El Señor dijo: No es bueno que el hombre esté solo". En
el relato, hasta entonces el hombre existe sólo como varón. Pero eso "no es
bueno". La esencia humana no está todavía cumplida con eso: más aún, está en
peligro. Por eso Dios da al varón "ayuda" para la vida y el trabajo,
compañía. Y una auténtica compañía sólo puede tenerla una persona con otra
persona: "El Señor Dios formó de tierra toda clase de animales terrestres y
pájaros del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaría
éste; cada cual debía llevar el nombre que le diera el hombre. El hombre dio
nombres a todos los cuadrúpedos, a todos los pájaros, y a todos los animales
del suelo; pero no tenía para él ninguna ayuda que le fuera semejante"
(19-20).
Lo que ocurre aquí, es "encuentro" en el sentido esencial de la palabra. El
hombre llega ante el animal, observa, comprende y nombra. Para el modo de
ver primitivo, el nombre representa lo nombrado mismo, en la apertura de la
palabra: por tanto, cuando el hombre nombra algo, capta su esencia en la
palabra, y de ese modo asume la cosa en la trabazón de su lenguaje, en la
ordenación de su propia existencia. Así nombra el hombre a los animales, y
se tacha de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer
capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial
entre el hombre y los animales, y se echa de ver que no serían para él
ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se
hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y el animal.
Es importante entender esta enseñanza que se da al hombre "en el principio"
de su existencia: que es diferente del animal: que no le encontrará jamás en
esa comunidad que le depara el "tú" y el "nosotros".
Puede obtener una relación muy viva con el animal, en que se pongan en juego
los más vanados aspectos. Puede acercarse tanto a la Naturaleza en el
animal, cuanto puede la Naturaleza llegar hasta él: igual que ocurre en el
jardín, mediante el mundo de las plantas. Pero la frontera esencial persiste
siempre; y algo queda trastocado cuando el nombre toma al animal en una
relación en que sólo podría estar otra persona; como hijo, como amigo, o de
cualquier otro modo. Para no hablar de esa destrucción de la verdad que
aparece cuando el hombre venera lo divino en forma de animal. Pensemos en la
horrible caída que tiene lugar en el ámbito sagrado del Sinaí, mientras que
en su cima Moisés recibe para el pueblo la Revelación del Dios vivo: cómo
exigen a Aarón que les haga "dioses, que les guíen yendo por delante de
ellos": él, con las joyas de las mujeres, funde el becerro de oro; y el
pueblo, en tumulto pagano, presta homenaje al ídolo (Ex., 32, 1 sig.).
Luego cuentan los versículos siguientes cómo Dios le hace al hombre la
compañera adecuada por esencia; lo que significa también que ésta recibe su
compañero apropiado: "Entonces el Señor Dios hizo caer un profundo sueño
sobre el hombre, que se durmió. Tomó una de sus costillas y cerró otra vez
la carne en su lugar. El Señor Dios, de la costilla que había quitado al
hombre, formó una mujer y se la presentó" (21-22).
Tampoco esto es una expresión conceptual, sino una imagen. No se fatiguen
ustedes por la repetición: es esencial seguir dándose cuenta del modo como
habla el texto sagrado. Lo que ahora tiene lugar, ocurre el "sueño
profundo", en un éxtasis, en que el hombre es sacado de su condición natural
de conciencia. En esa situación, Dios toma una parte de su cuerpo y forma
con ella a la mujer: la más viva expresión de la igualdad esencial que hay
entre hombre y mujer. Para subrayar qué poco tiene esto que ver con la
biología o la anatomía, basta hacer notar que quizá todo este suceso deba
ser entendido como una visión.
Así Dios da forma a la mujer, la presenta al hombre y tiene lugar el
encuentro en lo más vivo, el conocimiento hasta lo esencial. Ello se muestra
en estas dos frases, que son un himno de júbilo: "¡Al fin es el hueso de mi
hueso y carne de mi carne! ¡Se llamará hembra porque salió del hombre!" (23)
*. [* N. del T.—Por supuesto, en castellano "hembra" y "hombre" no son
palabras relacionadas en cuanto a su raíz y origen, pero me ha parecido que
de algún modo hay que indicar el juego de palabras hebreo 'ishsha y 'îsh.
Guardini entrecomilla "Männin", en contraposición a Mann, pero en castellano
sería imposible decir "varona".]
Ahora es posible la compañía humana. Y expresa algo importante el hecho de
que ésta se indique ante todo como "ayuda": como una colaboración en la
existencia: un completamiento en vida y obra. Es decir, lo que determina en
lo más profundo la esencia de esta unión no es lo sexual, sino lo personal.
Contiene todo lo que surge entre hombre y mujer: la conmoción del amor, la
fecundidad humana, el encuentro con el mundo, la inspiración de la obra:
todo eso se expresa en la "ayuda". Por tanto, el segundo relato de la
Creación dice lo mismo con sus imágenes que el primero con la frase: "Así
hizo Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios le creó. Le creó como
varón y mujer" (1, 27). "El hombre" es varón y mujer. Eso se dice ahí en una
frase de síntesis; en el segundo relato, mediante una narración: en ambos
casos, es la "carta magna" de la relación entre los sexos.
"Y por ello", se sigue diciendo, "el hombre dejará a su padre y su madre y
se unirá a su mujer, y se harán una sola carne" (24). El primer relato
terminaba en el establecimiento del día del Señor, la ordenación del tiempo
de la vida, santificado: el segundo en la fundación del matrimonio, de la
ordenación de la comunidad humana. Hacia esto tiende todo lo que dice.
Y se encuentra un eco en el Evangelio de San Mateo: Vienen algunos a Jesús y
le preguntan: "¿Se puede uno divorciar de su mujer por todo motivo?" (19,
3). Saben que en la ordenación del Antiguo Testamento el varón tenía el
derecho de repudio. Podía separarse de su mujer por razones que se
estipulaban en la Ley. Y entonces preguntan sus adversarios: ¿Por cuáles
razones? ¿Quizá por todas? ¿Por cualquier capricho? Es decir, se trataba de
esas preguntas capciosas que se hacían al Señor, para ponerle al
descubierto. Entonces Él contesta:"¿No sabéis que el Creador desde el
principio les hizo hombre y mujer, y dijo: Por causa de esto dejará el
hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una
sola carne?" Lo cual significa: que no la puede abandonar en absoluto. Pero
como los que preguntan quieren tener razón y objetan: "¿Pues por qué Moisés
dispuso dar documento de divorcio y repudiar?", Él contesta: "Moisés, por
vuestra dureza de corazón, os dejó repudiar a vuestras mujeres: pero desde
el principio no fue así" (Mat., 19, 4 sig.). En las palabras de Jesús
percibimos un eco de lo que fue "en el principio". Entonces se fundó el
matrimonio, y éste es insoluble por esencia. Lo que vino luego, fueron
concesiones a la debilidad de los hombres: concedidas en una época en que
las decisiones de la historia de la Revelación debían ir a caer en otro
sitio. Entonces los "corazones duros" no eran capaces todavía de comprender
lo que significa el amor, que siempre es también sacrificio.
Así, cada uno de los dos relatos de la Creación está orientado a fundamentar
una ordenación de la vida: la primera, respecto al trabajo y el reposo,
expresándose en los seis días, que pertenecen al hombre, y el séptimo día,
que pertenece a Dios; la segunda, respecto al establecimiento del matrimonio
como comunidad de vida y de fecundidad. Qué estrecha es esta comunidad, nos
los dice el ya citado versículo 24: tan estrecha que por su causa "dejará el
hombre a su adre y su madre". Por su causa se separa el hombre la relación
más original que conoce la cultura primitiva: la del parentesco... Pero el
hecho de que las ideas aquí manifestadas sean muy antiguas, podría provenir
de que no se dice que la mujer dejará a su padre y su madre, sino que será
el hombre quien dará paso. Entonces el texto remitiría a una época en que la
ordenación social descansaba en la jefatura de la mujer, es decir, el
matriarcado.
Esas dos ordenaciones protegen la dignidad del hombre y hacen una llamada a
su responsabilidad: ante el trabajo y ante la persona del otro sexo. Pero
precisamente por eso, forman también un límite. El séptimo día exige que el
hombre, en su intervalo, deponga la soberanía, para que en el ámbito de su
quietud se eleve la grandiosidad de Dios, dominándolo todo. La insolubilidad
del matrimonio requiere que el deseo vital del hombre se sujete a la ligazón
de la fidelidad.
Ya ven ustedes qué profundas cosas resultan cuando se meditan estos textos
con respeto y cuidado. Toda la sabiduría del mundo no contiene nada que haga
tan evidente el núcleo más íntimo de las cosas humanas como estas sencillas
expresiones. Son más profundas que todos los mitos y más esenciales que
todas las filosofías: palabras originales que vienen de Dios.
No leamos sólo exteriormente, abramos nuestro corazón y percibamos cómo se
eleva la verdad. Las cosas se ponen en su sitio. El sentido queda claro. La
vida se vuelve incitante y grandiosa.
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Queridos amigos:
Las consideraciones del domingo pasado nos han hecho darnos cuenta de esa
verdad que sostiene toda otra verdad: que Dios lo ha creado todo, y a
nosotros en Él, y que por tanto nuestra existencia descansa en la libertad
de Su amor. Nos han recordado la abundancia de las cosas que han brotado de
Su inagotable poder; la igualdad de semejanza con Él que ha concedido al
hombre, y la responsabilidad por el mundo, que ha puesto en sus manos. Y,
por fin, las dos ordenaciones que habían de mantener en su medida la vida y
la actividad humana: el día del Señor y el matrimonio.
Ante nuestro espíritu se ha elevado la imagen de un mundo que resplandecía
con el fulgor de una novedad surgida del poder prístino de Dios; un mundo
del cual el Creador da testimonio de que es "bueno" y está rodeado del
cuidado de su amor. Y ante el hombre se ha abierto una existencia cuyas
posibilidades de vida y de trabajo superan a toda imaginación.
¿Cómo indica la Revelación esa vida de belleza prístina, rica y sagrada? De
nuevo esperamos una imagen que adoctrine nuestro espíritu y nuestro corazón;
¿aparece en efecto? ¿Y cómo se nos presenta ante la mirada?
Como hemos 'hecho tantas veces en estas consideraciones, intentemos de nuevo
poner un fondo a la palabra de la Revelación, y precisamente preguntándonos
cómo aparece el primer hombre en otras perspectivas, en la ciencia, en la
literatura, en la conversación diaria.
La ciencia —la auténtica, la consciente de su responsabilidad— se mantiene
muy reservada. Parece decir que el hombre se ha elevado, de un modo que no
cabe determinar mejor, a partir de formas de vida prehumanas; que ha
empezado a manifestar en imágenes lo observado en su interior, a proponer
finalidades y a hallar medios para su realización, a comprender la verdad y
a expresarla en palabras. Así empezó lo propiamente humano. Si se deja a un
lado lo que se adhiere alrededor como hipótesis o mera fantasía, queda como
resultado evidentemente captable, que la existencia humana ascendió
desarrollándose desde los niveles más primitivos, durante mucho tiempo y
mediante pasos graduales.
Otra imagen proviene del pensamiento romántico. Ve al primer hombre como un
niño; inocente, innocuo, en acuerdo armónico con la Naturaleza, y obediente
a esa ordenación que su vida mantiene en piadosa medida. Pero el idilio no
dura: el niño despierta, se rebela contra la autoridad de los poderes
supremos y asume su propio derecho. Con ello empieza la vida auténticamente
humana.
Otra tercera idea resulta tan insatisfactoria cuanto ampliamente difundida.
En ella se une la imagen de la existencia natural inocente con una secreta
concupiscencia. Esta acecha bajo el idilio y aguarda la ocasión de irrumpir.
Es la idea que tanto suele aparecer cuando se escribe y se habla, en el arte
auténtico o en el presunto.
¿Cómo habla la Revelación?
Dice: Los primeros hombres no eran unos seres tontos, que acabaran de
emanciparse, luchando, de lo animal. Tampoco eran niños irresponsables. Y
tampoco eran criaturas aparentemente inocentes, pero ya corrompidas en lo
interior. Sino que aparecieron, fuertes y llenos de vida, de un impulso de
creatividad divina. Cómo ocurrió esto en concreto; cómo ha de ser entendida
por la ciencia la imagen de esa tierra de que se formó su figura, y de ese
aliento divino, por el que recibieron al espíritu dador de vida, es un
problema aparte y no podemos seguirnos ocupando de él.
De lo que se trata aquí es de la forma en que la Revelación presenta la
existencia humana en el principio. Esta se encuentra en pura grandeza ante
nosotros. Hay un modo de entender que tiende a derivar lo más alto de lo más
bajo: la Revelación no habla así. Según ella, el principio es obra de Dios,
y es perfecto. Con eso no se indica que haya llegado a su término; éste
aparece sólo al final del devenir. Más bien es plenitud del principio, que
no se deduce de lo precedente, sino que ha de ser entendido por sí mismo, o
mejor dicho, por la fuerza creativa que lo produce.
Lo que viene entonces, es historia; lo que hace la libertad con las
posibilidades del principio.
Los primeros hombres eran un principio, eran juventud, pero estaban llenos
de gloria. Si entraran en el mismo sitio en que estuviéramos nosotros, no
los podríamos soportar. Nos resultaría aniquiladoramente claro qué pequeños,
qué confusos y qué feos somos. Les gritaríamos: ¡Marchaos, para que no
tengamos que avergonzarnos demasiado! No tenían ruptura en su naturaleza;
eran poderosos de espíritu; claros de corazón; resplandecientemente bellos.
En ellos estaba la imagen de Dios; pero esto quiere decir también que Dios
se manifestaba en ellos. ¡Cómo debió refulgir Su gloria en ellos! Y no
olvidemos que en sus hombros estaba puesta la decisión que iba a dar
dirección a la historia humana. ¡Cómo podría haberse exigido cosa semejante
a niños o a seres atontados que empezaran a abrirse paso!
Tampoco podemos olvidar esto: que esos primeros hombres eran nuestros
antepasados. De los antepasados hay que hablar con respeto: una virtud que
ha desaparecido, pues el hombre moderno ya no conoce antepasados. En aquel
que se propone vivir de la "revolución permanente", la vida vuelve a empezar
siempre hoy. Por eso nosotros queremos hablar de ellos de un modo
conveniente.
De los primeros hombres dice la Escritura que estaban en el Paraíso. ¿Qué
significa esto?
También andan por ahí diversas ideas del Paraíso. Representaciones míticas:
de las Islas Afortunadas, o del país de Hesperia, donde hay eterna
primavera...
Ideas legendarias: del país de Jauja, donde no hay nada más que placer... La
idea puede también asumir un tono sarcástico: entonces el paraíso se
convierte en un sitio anodino y aburrido, en que el hombre da vueltas sin
saber qué hacer consigo mismo, hasta que llega el pecado, y la vida empieza
a valer la pena... Pobres ideas, con las que el hombre hundido rebaja algo
cuya grandeza le avergüenza.
En el Génesis se dice: "El Señor Dios plantó un jardín en el Edén hacia
Oriente, y puso allí al hombre al que había formado. Y el Señor Dios hizo
crecer del suelo toda clase de árboles, de hermoso aspecto y buenos para
comer; y el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del
conocimiento del bien y del mal... El Señor Dios tomó al hombre y le puso en
el jardín del Edén para que lo cultivara y guardara" (2, 8-9 y 15).
La Escritura, pues, nos presenta el Paraíso en la imagen de un jardín o
parque, que ha puesto un soberano para su placer. El jardín está rodeado con
cuidado, para que no pueda entrar nada que moleste. En él hay eso que el
hombre meridional considera tan precioso: aguas frescas que fluyen
inagotablemente; árboles que dan sombra; animales de muchas especies,
hermosos de ver. Todo eso es imagen, y significa el mundo. Pero el mundo en
tanto es vivido por un hombre que está él mismo en pura comunidad con Dios.
Miremos a la vida cotidiana para ver el alcance de esta idea. ¿Ocurre algo
análogo en toda vida humana? Si hay alguien bondadoso y dispuesto a la
ayuda, y deja lugar y libertad a su prójimo, mientras otro, en cambio, es
estrecho de corazón y violento, y quiere que todo vaya según su mente,
¿ocurren en los mundos de sus vidas las mismas cosas? ¿Tiene en ellas el
mismo carácter la existencia? ¿Se comportan las personas del mismo modo?
Pues ciertamente, no. En el uno respiran libremente, tienen confianza, se
sienten bien; en el otro tienen miedo, se preservan, se vuelven suspicaces.
En sí, es el mismo mundo, son iguales hombres, pero ¡qué diferencia aquí y
allá! Sin embargo, la diferencia la produce el espíritu de ambos; la
irradiación que surge de su naturaleza. Pues todo hombre se forma su propio
mundo, a partir del mundo general, por ser como es y como vive, como le
llevan su manera y modo de ver.
Otro ejemplo. ¿No se dice: "Hoy me he levantado con el pie izquierdo", y
todo va mal? Uno no se las arregla con las personas; aparecen los más
variados obstáculos; los instrumentos no funcionan; las cosas se le caen a
uno de las manos o se rompen; se piensa que aquél tiene una mirada hostil,
que ese otro deja entrever intenciones enemistosas. Pero otro día todo es
diferente. Los hombres parecen bienintencionados; las cosas se ensamblan
propicias; la pluma y el martillo trabajan como por sí solos. ¿Qué significa
eso? Ayer, sin embargo, la realidad era la misma que hoy; los hombres, los
mismos, los instrumentos y situaciones, iguales. Sí, es cierto, pero
nosotros mismos somos diversos; nuestros pensamientos, nuestro temple,
nuestros nervios. Unas veces, ajustados y seguros de sí mismos; otras veces
intranquilos, de mal humor, confundidos por impulsos contradictorios. ¡Cómo
no van a ir diferentes las cosas! Pues lo que se llama en realidad "mundo",
es algo que se forma constantemente por el encuentro del hombre con lo dado.
Ahora imagínense ustedes que ese hombre en cuestión sea tal como ha salido
de la mano de Dios: lleno de vida, fuerte, claro y santo. En su corazón,
ninguna mentira, ninguna codicia, ni rebeldía ni violencia. Todo en él está
abierto a Dios; en pura armonía con el que le ha creado. Todo está regido y
penetrado por Su luz, seguro de Su amor, obediente a Su mandato. Si es tal
hombre el que se pone ante: las cosas ¿qué mundo surge de su mirar, sentir,
percibir, actuar? ¡El Paraíso! "Paraíso" es el mundo, tal como se forma
constantemente en torno al hombre que es imagen de Dios y no quiere ser nada
más que Su imagen; el que ama a Dios, el que Le obedece y asume
constantemente al mundo en la sagrada unidad.
Ya ven ustedes que aquello de que se trata es algo totalmente diverso de lo
que se dice desde un punto de vista naturalista, o romántico, o
despreciador, o concupiscente. Ese Paraíso era el mundo que Dios había
querido realmente; el segundo mundo que había de surgir constantemente del
encuentro del hombre con el primer mundo. Y en él debía tener lugar y ser
producido todo cuanto se llama vida humana y trabajo humano: conocimiento y
comunidad, realización y arte; pero en gracia, verdad, pureza y obediencia.
Al considerarlo así, también nos resulta claro algo más: que esta situación
no estaba asegurada, sino puesta a prueba. Que el sol se levanta cuando
llega el momento; que una cosa caiga cuando se la suelta; que una materia
arda cuando se la pone a una determinada temperatura: todo esto es seguro,
pues las leyes de la Naturaleza lo garantizan. En cambio, la acción del
hombre es libre, y libertad significa que la acción se produce en la forma
del brotar, del surgimiento desde el origen interior que se posee a sí
mismo. Aquí no hay ninguna seguridad, pues ésta inmediatamente destruiría la
libertad. Aquí está todo expuesto.
Entonces ¿qué expuesta y arriesgada debe estar una situación que procede tan
enteramente de la gracia y agrado de Dios como aquella que se llama Paraíso,
en la cual el Señor de todas las cosas pone al hombre su mundo en las manos,
para que el hombre construya en él su reino, que con eso mismo había de
hacerse Reino de Dios? ¡Cómo debía pasar esto por la prueba de la fidelidad!
Por eso nos dicen luego que, "en medio del jardín", en el centro del entero
conjunto divino que se llama "Paraíso", se eleva un signo por el cual el
hombre está a prueba: "Y el Señor Dios hizo brotar de la tierra toda clase
de árboles, hermosos de ver y buenos para comer... pero en medio del jardín,
también el árbol del conocimiento del bien y del mal... Le mandó: De todos
los árboles del jardín puedes comer; sólo del árbol del conocimiento del
bien y del mal no puedes comer; pues el día que comas de él, morirás" (Gen.,
2,9 y 16-17).
En ese árbol ha de decidirse si el hombre quiere vivir en la verdad de la
semejanza a Dios o si tiene la pretensión de ser prototipo: si quiere ser
criatura de Dios, o si pretende subsistir sobre lo suyo propio: si quiere
amar a Dios y obedecerle, y a partir de ahí elevarse a una libertad cada vez
mayor, o si quiere tomarse, a sí mismo y al mundo, bajo su propio dominio.
Ahí se decidió el destino del hombre: el de nuestros antepasados, y en
ellos, el nuestro propio. Pero también —lo decimos con gran respeto— se
decidió algo para Dios mismo. Pues la obra que Dios había llenado de tan
divino sentido y que tanto amaba, la había puesto en manos del hombre,
confiando en él para que la conservase con gloria y realizase en ella un
trabajo que proseguiría la obra de Dios. Pero el hombre traicionó esa
confianza, con el intento impío de quitarle a Dios Su mundo de las manos.
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6. El árbol del conocimiento del bien y del mal
Queridos amigos:
El domingo pasado hemos hablado del Paraíso, el jardín lleno de árboles con
flores y frutos, regado por frescas corrientes, lleno de hermosura y paz.
Una imagen para la situación del corazón humano, que era puro, abierto a
Dios y penetrado por el influjo de Su gracia, así como para el acuerdo
vigente entre ese hombre y la Creación. No era una situación natural, que
hubieran asegurado leyes y necesidades; la libre fidelidad del hombre en
gracia debía mantenerla en pie.
También la prueba en que había de observarse esa fidelidad vuelve a estar
expresada por la Escritura en una imagen. Dice: "El Señor Dios tomó al
hombre y le puso en el jardín del Edén, para que lo cultivara y guardara. Le
mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; solamente no puedes
comer del árbol del conocimiento del bien y del mal; pues el día en que lo
comas, perecerás" (Gen., 2,15-17).
¿Qué significa esta imagen? ¿Qué representa el árbol?
Sobre él hay diversas interpretaciones. Por ejemplo, partiendo del nombre
que le da la Escritura, se ha dicho que con él se alude al trágico efecto
producido por el preguntar y conocer. Según eso, el hombre está en el
Paraíso en tanto que —bien sea como niño, bien sea como pueblo de un nivel
cultural primitivo— va viviendo con simplicidad, confiándose al orden de la
existencia tal como se manifiesta en la naturaleza y la costumbre. Entonces
todo está bien y claro, y el hombre es feliz. Pero tan pronto comienza a
preguntar críticamente el porqué y el para qué, empieza a haber
intranquilidad y desconfianza; surgen conflictos, que son a la vez
injusticia y dolor, y queda destruido el Paraíso.
Esta interpretación queda ahondada religiosamente por el significado que
tiene el saber en mitología. Según éste, el saber da poder mágico a quien lo
posee. Por tanto, la Divinidad se lo quiere reservar para sí; y los hombres,
en cambio, han de permanecer ignorantes, para que ella los pueda gobernar
fácilmente. La voluntad de saber es declarada injusticia, y la ignorancia,
por el contrario, es elevada a virtud. El "Paraíso", entonces, es la dicha
aparente que la Divinidad presenta como espejismo a los hombres, para que
sigan sumisos. Consecuentemente, la irrupción del espíritu en el
conocimiento es a la vez culpa y liberación. El Paraíso se rompe, pero toma
comienzo la auténtica existencia humana, grande y por ello mismo peligrosa.
No hace falta más que leer cuidadosamente el texto del Génesis para ver que
esta interpretación deforma totalmente su sentido. No hay en él nada que dé
ocasión para suponer en la mente de Dios, magnánimo y generoso, la envidia
de los númenes míticos. Tampoco tiene nada que ver el símbolo del árbol
prohibido con el efecto trágico del conocimiento, pues este efecto pertenece
a la existencia del hombre caído y a la confusión que la culpa ha traído a
ella. El hombre puesto en la obediencia de la verdad no habría experimentado
nada de semejante efecto.
Pero, prescindiendo de eso: ¡el hombre tiene que conocer! A él le está dada
la soberanía sobre el mundo, y ésta empieza con el conocimiento. Por eso
también, el primer acto de soberanía del hombre consiste, como cuenta el
Génesis (2,19 sig.), en dar "nombres" a los animales, lo cual significa que
comprende su ser y lo expresa en la palabra. Lo que se le prohíbe es otra
cosa, a saber: un determinado modo de conocer. En toda pregunta e
investigación, aclaración y ahondamiento, en toda comprensión espiritual,
hay una alternativa: que tenga lugar en obediencia ante el Autor de la
existencia, o en rebeldía y orgullo. A este orgullo se refiere la
prohibición. Lo que ha de ocurrir ante el árbol no es la renuncia al
conocimiento, sino, al contrario, la fundamentación de todo conocer: la
comprensión y reconocimiento, sostenidos por el serio empeño personal, de
que sólo Dios es Dios, y el hombre en cambio sólo es hombre. El asentir a
ello o negarlo es ese "bien y mal", ante el cual se decide todo. En el
ámbito de esa verdad fundamental había de tener lugar después todo ulterior
conocimiento, y la espléndida capacidad espiritual del hombre puro lo habría
realizado verdaderamente con muy diversa fecundidad que nosotros, a quienes
el pecado nos ha traído tan honda confusión en mirada y juicio.
Hay otra interpretación que no parte del nombre del árbol, sino de la
interpretación que tiene su imagen en los mitos, así como en el
psicoanálisis del inconsciente. El árbol que ahonda con sus raíces en lo
profundo de la tierra, sacando de allí su savia y que se eleva por el
espacio, creciendo y desarrollándose, es un símbolo de la fuerza vital. Cada
año se concentra en el fruto; y el fruto, a su vez, le propaga en nuevos
seres arbóreos.
La interpretación dice así: El árbol del Paraíso es el mitológico árbol de
la vida, y su fruto es la sexualidad madurada. Lo que prohíbe el mandato es
la realización sexual. Mientras el hombre es niño, y duerme el instinto,
vive inocente y feliz. Los elementos de su mundo están en acuerdo mutuo, y
hay paz. Tan pronto como se mueve el instinto vital, empieza la
intranquilidad. El niño entra en contradicción consigo mismo, y ya no se
entiende. Entra también en conflicto con las personas mayores. La ordenación
que éstas imponen le prohíbe la satisfacción del instinto; se vuelve
escondido y contumaz. Pero él quiere la plenitud de la vida, sigue el
instinto y con eso destruye el Paraíso de la inocencia feliz infantil. Sin
embargo, eso debe ocurrir, porque la naturaleza humana, al crecer, sólo de
este modo llega a la madurez de la vida, con su fecundidad, su felicidad y
su seriedad. Lo que relata el Génesis sería entonces la representación
primitiva de ese drama que se desarrolla en la vida de todo hombre.
Pero también esa interpretación es falsa. Así se cuenta cómo fue creado el
hombre: "Dios hizo al hombre a su imagen: a imagen de Dios le hizo, le hizo
hombre y mujer" (Gen., 1,27). Es decir, su determinación sexual va unida a
su semejanza a Dios. Y se dice luego: "Dios les bendijo y les dijo: Sed
fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (1,28). Eso se ha dicho antes de
la prueba, al fundar su esencia, y quiere que los hombres se hayan de
desarrollar hasta la plenitud de la vida y de la fecundidad.
Pero ¿cómo se llega a semejante interpretación falsa? Porque se retrotrae al
plan de Dios la actual situación del hombre, la historia del devenir de su
género, tan rica en logros como en destrucciones, y se olvida que entre el
hombre tal como es hoy, y aquél de quien habla el Génesis, está esa terrible
catástrofe que se llama "pecado".
Por tanto, el árbol no significa la satisfacción del instinto, y el mandato
no dice que esté prohibido. Sino que se refiere, como en el caso del
conocimiento, al modo como tiene lugar. También el instinto pone al hombre
ante una decisión. Puede convertirse en un orgullo que se rebele contra Dios
y su orden; pero puede ser también obediencia, que asiente al orden y la
verdad. Al final del segundo relato se dice: "Los dos estaban desnudos, pero
no sentían vergüenza" (2,25). Los primeros hombres existían en la apertura
de su naturaleza, claros y de acuerdo consigo mismos, y nada les daba la
sensación de que hubiera en ellos algo que no estuviera en orden. Pero no
porque fueran niños, sino porque estaban con todo su ser en la voluntad de
Dios. Por eso no se avergonzaban; y tampoco se habrían avergonzado, si en
tal estado de ánimo se hubieran unido como hombre y mujer, cumpliendo el
mandato: "Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (1,28). Y hubiera
sido sin toda la confusión, toda la menesterosidad y todo el deshonor que
ahora pone el instinto en la vida del hombre.
¿Qué significa, pues, el árbol? Ni el conocimiento, ni la sexualidad; ni el
afán de mayoría de edad espiritual, ni el avance hacia el horizonte del
dominio sobre el mundo. Es más bien la marca de la grandeza de Dios, y nada
más. Quiere decir: En tu conocimiento, en tu voluntad, en tu mente, en tu
voluntad, en toda tu vida, debe estar presente el hecho de que sólo Dios es
Dios, y tú en cambio eres criatura: que eres imagen Suya, pero sólo imagen;
Él es el modelo. Tú puedes y debes llegar a ser señor del mundo; pero por Su
gracia, pues sólo El es señor por esencia. El es el orden. Por este orden,
compréndete y vive en él. Reconoce en ese orden la verdad, realízate en
fecundidad y toma el mundo en tu propiedad. Recordar esto era la esencia del
árbol. La prohibición de comer no se refiere a otra cosa que a la ocasión,
expresada en la forma concreta del fruto, para decidirse entre obediencia e
inobediencia. Nada más.
Debemos tomar la Sagrada Escritura dispuestos a oír lo que dice; no mandarle
qué es lo que tiene que decir. Quien con esta disposición entra atentamente
en los primeros capítulos de la Escritura, obtiene una comprensión de la
esencia de la vida humana, de la cultura, de la historia, como no puede
dársela ninguna investigación natural.
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Queridos amigos:
En nuestras pasadas consideraciones hemos visto que tenía que someterse a
una prueba esa situación de armonía concedida por la gracia, en que estaba
el primer hombre respecto a Dios, y en que, por Dios, vivía consigo mismo y
con todas las cosas. Debía hacerse evidente que el hombre tenía la seriedad
de la decisión auténtica al querer aquello que sostenía toda su situación:
la obediencia de la criatura respecto al Creador, y con ella, la verdad del
ser. Esta decisión se expresa en la Escritura con una imagen: el hombre
debía reconocer como prohibido un árbol en medio de la abundancia de tantos
árboles, ricos en fruto. De todos podía comer; de ése, no. Y no porque la
prohibición del fruto se expresara simbólicamente una crisis esencial del
conjunto de la vida, sino porque ahí se yergue la grandeza de Dios,
requiriendo obediencia.
Y entonces se dice en el tercer capítulo: "Pero la serpiente era el más
astuto animal del campo que Dios había hecho. Dijo a la mujer: Entonces,
¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín? La mujer dijo a
la serpiente: Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín:
solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho
Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis. La
serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en
cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios,
conociendo el bien y el mal. Entonces vio la mujer que el árbol era bueno
para comer de él, hermoso de ver, y deseable para adquirir entendimiento.
Tomó de su fruto, comió y dio a su marido, que estaba con ella, y que
también comió. Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que
estaban desnudos" (1-7).
Un texto abismal. ¿Qué se dice en él?
Ante todo: El mal no estaba en la primera naturaleza del hombre, ni él lo
trajo por su propia iniciativa al mundo, sino que le salió al paso. Su
origen tiene la forma de una tentación por voluntad ajena, y el pecado
consistió en que el hombre cedió a esa voluntad. Por tanto, hay ahí alguien
que odia a Dios y su orden, y que quiere incluir al hombre en ese odio.
La naturaleza humana no era originalmente como la conocemos ahora, con
tendencias buenas y malas, con potencias ordenadoras y desordenadoras, de
las cuales estas últimas se hubieran despertado en alguna ocasión. Ni mucho
menos ocurre, como dice una interpretación cínica, en el fondo estúpida, que
los hombres se aburrieran en el Paraíso, y eso les hubiera llevado a que
sólo el mal es interesante. No se habla de esto ni de nada semejante, sino
que la Revelación dice que la historia del bien y del mal se retrotrae hasta
el reino del puro espíritu, y que allí tuvo lugar la primera alternativa.
Lo que esto significa, se hace visible sólo en el curso de la Revelación, y
alcanza su plena claridad en la tentación de Cristo (Mat., 4,1 sig.). Ahí se
nos dice que hay un ser que quiere arrancar de Dios al hombre, y mediante
éste, al mundo: Satán, él y los suyos. Este no significa, como tantas veces
se entiende, el principio del mal. No hay tal principio del mal. No lograrán
ustedes, amigos míos, pensar semejante principio. Afirmarlo constituye la
misma insensatez que afirmar un principio de la falsedad. El gnosticismo
pensó así, y declaró que el mal era uno de los dos elementos básicos de la
existencia: muchos lo han repetido, pensando expresar una profunda
sabiduría. Pero lo único que existe es el principio del bien y de la verdad,
y éste es Dios. Sin embargo, la libertad puede ponerse contra él, en
negación y desobediencia, y eso es el mal. Así, no hay ningún ser que sea
malo por naturaleza, sino que sólo hay seres que se han rebelado contra
Dios; cuya decisión les ha penetrado hasta la médula, y ahora Le odian.
Esto lo manifestó Cristo. Por eso hemos de saber que tenemos enemigos que
quieren nuestra perdición, Satán y los suyos. Siempre ha estado en
actuación. El fue quien tentó a los primeros hombres.
No se dice su nombre, sino que, una vez más, aparece una imagen, la de la
serpiente.
En sí, este animal es como los demás, y en cuanto tal, tan escasamente malo
como un águila o un león. Lo que da pie a esta imagen es la impresión que
produce la serpiente: se mueve sin ruido, se desliza al avanzar, como
escapando, es muda y fría, y su mordedura envenena. Todo ello se condensa en
la expresión: "astuta". Por eso puede servir de imagen para Satán, que se
acerca, en frío y pérfido, al hombre, para destruirle su vida.
Dice: "Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del
jardín?" Ya observan ustedes que la primera frase crea en seguida una
atmósfera de ambigüedad. No dice: Dios ha dicho... a lo cual correspondiera
la clara respuesta: es cierto. Sino: ¿es cierto lo que se oye decir? Una
penumbra, pues, en que no se separan limpiamente y con claridad el sí y el
no, el bien y el mal. ¿Cuál hubiera sido la respuesta adecuada? No dar
ninguna en absoluto. Pues la mujer, al ser interpelada, sabe en la claridad
de su ánimo: lo que ahí alienta, no es bueno: ahí dentro no está Dios. Por
eso debió rehusar todo diálogo. En vez de eso, contesta, y así ya se
entregó. Cierto es que todavía dice, defendiendo: "Podemos comer de los
frutos de los árboles del jardín." Pero ¿qué necesidad tiene de defender a
Dios? ¿Por qué tiene que dar cuentas a ese ser malo sobre la acción de Dios?
Esto ya es traición a la sagrada confianza que ha puesto en el hombre el
magnánimo amor de Dios.
Luego dice: "Solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín
ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis"
(3). ¡Pero Dios no ha dicho eso! Defiende a Dios con una exageración. ¿Y
quién exagera? El que ya está inseguro. Intenta remachar la validez de lo
que ya no está muy sólido para él.
Entonces sabe la serpiente que ha llevado la intranquilidad al ánimo de la
mujer, y que es hora del ataque descubierto.
"La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que
en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios,
conociendo el bien y el mal" (4-5). El ataque se dirige contra la mente e
intención de Dios. El Tentador se presenta como si estuviera bien informado.
Su mirada penetra más allá de todo el orden de las cosas —hoy se diría más
allá del engaño de los curas, más allá de las maniobras de los
capitalistas—. Sabe cómo están las cosas en realidad, y se lo explica a los
hombres. ¿Qué significa esto? Prescindamos por ahora de la deformación de
toda verdad, que aquí tiene lugar, y preguntemos: ¿Cuándo se habla entonces
adecuadamente de Dios? En tanto se está vivamente en la relación que
fundamenta toda nuestra existencia: Tú, Creador y Señor; yo, hombre, Tu
criatura. Sobre El no se puede hablar con objetividad imparcial, sino sólo
con fe y con obediencia radical. Aquí se incita al hombre a salir de esa
obediencia, poniéndose en un punto de vista de presunta crítica
independiente, desde el cual juzgará autónomamente sobre Dios y la
existencia: en sentido filosófico, sociológico, histórico o como se quiera.
Entonces decidirá si Dios actúa correctamente, si tiene intención justa,
incluso si es en absoluto Dios.
Y luego sigue diciendo el Tentador: ¿Sabéis también por qué Dios os prohíbe
el fruto? Porque tiene miedo... Pero ¿cómo? Satán falsea la verdadera imagen
del Dios vivo transformándolo en el Dios mitológico. El Dios mitológico, en
efecto, es un ser cuya soberanía depende de circunstancias, y una de ellas
es el saber mágico sobre los misterios de la existencia. Este saber confiere
poder: mientras que lo tiene él sólo, está seguro de su soberanía. Pero si
otros seres obtienen ese saber, se pone en peligro su poder, y el dios de la
hora actual del mundo será destronado por el de la próxima... Tal es el
núcleo de lo que dice Satán. Convierte al Dios puro, grande, no necesitado
de nada, eterno, en un numen que depende de las condiciones del mundo, y da
al hombre la idea de que puede destruir esas condiciones y ponerse en el
lugar de Dios.
La tentación debió ser terrible, pues tocó el sentido vital de los primeros
hombres. Estos no eran unos niños, sino seres que resplandecían con la
plenitud de pura fuerza, tal como había surgido del poder creador de Dios.
Ellos percibían esa fuerza: y entonces dice la tentación: El poder vital que
sentís, puede hacerse mucho mayor todavía. Puede abarcar el mundo, puede
mandar sobre el Universo. Podéis llegar a ser sus soberanos, tal como ahora
es Dios su soberano. Con eso el Tentador destruye la relación humana de
semejanza a Dios, en que descansa la verdad del hombre; la destruye con la
mentira de la igualdad; más aún, de la superioridad.
Estos influjos los recibe la mujer al escuchar, y de repente el árbol, que
hasta un momento antes estaba en la inaccesibilidad de la prohibición
sagrada, se vuelve seductor, incitante, prometedor: "Entonces vio la mujer
que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver y deseable para
adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su mando, que estaba
con ella, y que también comió" (6).
La tentación empezó por atacar a la mujer, porque el sentido unitivo de su
naturaleza la hace más susceptible para que se le borren las distinciones.
Desde ella, el efecto pasa al hombre. El pudo haberle puesto término, pero
también sucumbió.
Y se cambia todo: "Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de
que estaban desnudos" (7). Ya antes se había dicho: "Los dos estaban
desnudos, pero no sentían vergüenza." Era otra desnudez: la del puro estar
abiertos. Lo que eran, podían verlo todos, pues todo estaba puro. La pureza
surge en el espíritu: si éste está claro, lo está también el cuerpo. Ahora
ha tenido lugar la caída en el espíritu. La rebeldía ha puesto al hombre en
contradicción con Dios, y por tanto, también consigo mismo. Esto le
desordena también el instinto y los sentidos, y se avergüenza. Se siente
asaltado por los poderes de la destrucción, y trata de defenderse con la
cubierta del vestido.
Amigos míos, lean con cuidado este breve relato: verán qué conocimiento del
hombre se expresa en él Será para ustedes como 'un espejo, en que no sólo se
ve reflejado un suceso que ocurrió antaño, al principio de la historia
misma, sino que sentirán: En esa historia he estado yo mismo.
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8. La rendición de cuentas y la pérdida del paraíso
Queridos amigos:
El hombre fracasó en la prueba. Quiso ser "como Dios", señor de las cosas y
de sí mismo. Con eso se destruyó el Paraíso y todo lo que éste significaba
para el hombre y su obra.
En el tercer capítulo del Génesis se dice: "Entonces oyeron la voz del Señor
Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la
mujer quisieron esconderse de la vista del Señor Dios, entre los árboles del
jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El
contestó: Oí tu voz en el jardín: tuve miedo porque estoy desnudo y me
escondí. El dijo: ¿Quién te ha enseñado que estás desnudo? ¿Has comido,
entonces, de ese árbol que te prohibí? El hombre contestó: La mujer que me
has dado por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces dijo el Señor
Dios a la mujer: ¿Qué has hecho? La mujer contestó: La serpiente me sedujo,
y comí" (Gen., 8-13).
Y al final del capítulo se dice: "Echó al hombre, le hizo vivir al Este del
Edén, y puso los querubines y la espada llameante para guardar el camino al
árbol de la vida" (24).
Una vez más la Revelación habla por imágenes. Son sencillas, casi
infantiles, pero grandiosas y de profundidad inagotable para quien les
pregunte como es debido.
Los hombres creyeron más al tentador que a Dios. En la medida en que se
entregaron a sus palabras, se les volvió confusa la verdad que formaba la
base de su existencia: que sólo Dios es Dios, y ellos en cambio sus
criaturas; Él era el modelo, y ellos en cambio imágenes: Él. Señor por
esencia; ellos, señores por Su gracia. Sólo a partir de esa verdad se
hubiera podido realizar su vida justamente, con grandeza y fecundidad. Pero
se extraviaron de ella, y en la medida en que esto ocurrió, les pareció
seductor lo prohibido y sucumbieron al tentador. Entonces quedan ahí,
seducidos; confundidos en el núcleo de su existencia, despojados de lo
auténtico de su vida y obra, encendidos de vergüenza.
¿Y qué ocurre? "Oyen" a Dios, sienten que viene ¡y se esconden! Nos cuesta
trabajo compenetrarnos reflexivamente con lo que ahí ocurre. El hombre se
esconde ante Aquél de cuya mano recibe constantemente la vida, y se recibe a
sí mismo, y las cosas, y la posibilidad de reinar y crear, de ser fecundo y
feliz. Ante Éste se esconde. En tal impulso se expresa la terrible
contradicción que ha aparecido en su existencia. De acuerdo con la verdad,
tendría que partir elementalmente de la naturaleza humana el movimiento
hacia Dios, hacia su proximidad, en que surge todo bien; estar abierto ante
Él y en Él. En vez de eso, está la torturada insensatez de esconderse ante
Él, de querer apartarse de Él; tan sin sentido como antes el deseo de ser
como Él. Pero la vergüenza es expresión de la conciencia de haber sido
llevado con engaño a esa insoportable contradicción. Entonces Dios pregunta
al hombre: "¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí?" No es la
pregunta del que todo lo sabe, que no necesita preguntar: es la del juez,
que pide que se le rindan cuentas, y exige que el culpable se haga
responsable; que confiese lo que ha hecho ante Quien ha puesto el mandato, y
que se atenga a su acción. Ese es el comienzo del acabamiento de lo
ocurrido, el primer paso hacia lo nuevo; y quién sabe lo que habría sido
posible si el hombre hubiera dicho la verdad. En vez de eso, elude su
responsabilidad.
El hombre dice: "La mujer que me has dado por compañera me dio del árbol, y
comí." ¡Cómo queda todo destruido ahí! Cuando Dios le presentó la mujer, él
sintió júbilo por aquella perfecta compañera; por eso habría debido, a pesar
de todo, defenderla, ponerse ante ella; ¡y cómo lo hubiera estimado esto
Dios, el Dios de toda nobleza! Pero el que había tenido pretensiones de ser
soberano del mundo, deja a su compañera en la estacada y le endosa su
responsabilidad. ¡Qué revelación! ¡Cómo se hace aquí evidente que la
rebelión contra Dios no era en absoluto grandiosa, en absoluto heroica, sino
en el fondo mezquina, porque tapa la verdad con mentiras!
Entonces Dios se vuelve a la mujer y pregunta: "¿Qué has hecho?" Otra vez,
es el momento de atenerse a la propia acción. Pero ella contesta: "La
serpiente me sedujo, y comí." También ella se esquiva. También ella elude la
responsabilidad. Los dos fallan. El hombre falla en la verdad y en la
obediencia ante el mandato, en la fidelidad a la confianza de Dios; pero
también en la valentía moral, así como en la decadencia personal ante sí y
ante su compañera.
Pero ha ocurrido algo peor. En la respuesta del hombre hay unas palabras que
con facilidad se pasan por alto: No dice sólo: "mi mujer me dio del árbol",
sino "la mujer que me has dado por compañera" lo hizo. Y esto significa: ¡Tú
tienes la culpa!
La rebelión que el hombre había emprendido antes como desobediencia contra
el mandato de Dios, ahora se prolonga en la acusación: Tú, Dios, eres
responsable de lo que he hecho yo. Con eso discute a su Juez el derecho de
considerarle responsable, y comienza la acusación que desde ahí atravesará
la Historia entera: Dios mismo tiene la culpa del mal que hacen los hombres,
y de la condenación que de ello se les deriva. El ha creado a los hombres
como son; les ha dado la libertad, y con ella, la posibilidad de actuar
contra el bien; ha previsto lo que harían, y sin embargo, les ha puesto en
esa situación la existencia entera está formada de tal modo que no se marcha
por ella sin el mal... y tantas otras maneras como el hombre vuelve del
revés el juicio, intentando convertirse en juez y convertir a Dios en
acusado.
Entonces pronuncia Dios la sentencia: Perderán el Paraíso. "Le echó del Edén
para que cultivase el suelo de que había salido" (23). Cada palabra es
importante en estas escuetas frases.
Los primeros hombres tienen que marcharse del Paraíso, "fuera". ¿Y qué hay
fuera? El suelo, "la tierra" que el hombre ha de cultivar ahora. Pero
también el jardín era "tierra". Y ya en él se había dicho: "El Señor Dios
tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y
cuidara" (Gen., 2,15). Tierra tanto en un sitio como en otro. Es decir, las
cosas son iguales, e igual es la acción. Pero allí esa tierra estaba en el
ámbito de la voluntad y el agrado de Dios; del respeto y la obediencia del
hombre. Era Paraíso. En cambio ahora es la tierra que el hombre ha desgajado
de la armonía con Dios: es una cosa extraña y lo sigue siendo, a pesar de
todos los esfuerzos por formar una patria en tierra y casa, en la obra
humana y la comunidad de los hombres. Y en tanto que el hombre hacía allí su
trabajo en paz con Dios, y resultaba libre y fecundo, ahora se ha levantado
contra el Señor del mundo, y su trabajo estará en una difícil situación.
Contra interpretaciones falsas del Paraíso, ya hemos dicho antes que en él
había de tener lugar todo lo que forma la vida y el trabajo humano; en
acuerdo con Dios y en una creación que se ajustaría dócilmente a la
soberanía del hombre. Ahora ha quedado destruido el campo de fuerza de ese
acuerdo. Las cosas se han vuelto duras y pesadas. Se han vuelto como son
hoy, resistentes y reacias. Pero dejémonos aleccionar por la palabra de
Dios: que la situación en que ahora están las cosas no es su situación más
original: que su conexión con el hombre no es esa Naturaleza que Dios había
querido, confiada y amistosa; sino que en nuestra relación con ella se ha
roto algo. Si tenemos ojos para ver y corazón para sentir, notamos que en
todas las relaciones que el hombre puede tener con las cosas hay algo que no
está en orden. Y no nos dejemos apartar engañosamente de esta experiencia
por persuasiones sobre el progreso, que, según se dice, cada vez sube más y
más alto, y lo hace todo cada vez mejor. Pues ese progreso mismo tampoco
está en orden, y no porque unas cosas sean falsas, y otras todavía
interminadas, y el conjunto todavía no lleve bastante tiempo en marcha, sino
porque hay algo deformado en lo íntimo de la relación del hombre con todas
las cosas.
La Escritura dice todavía algo más, que abre una nueva profundidad. Se había
dicho: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en
la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la
vista del Señor, entre los árboles del jardín" (3, 8). ¿Nos hemos acercado
ya a todo lo que se dice en estas palabras?
Ante todo, estamos tentados a oírlo como palabras de cuentos de niños: El
buen Dios ha salido a pasear por su bello jardín, por la tarde, cuando
soplaba la brisa fresca, y miraba si todo estaba en orden... Pero no es así.
No son palabras de cuento, sino que vuelven a ponernos ante los ojos una
imagen, que hemos de ver y percibir como tal imagen; entonces nos
manifestará cosas muy profundas. Pero antes debemos tomar otro punto de
partida.
Entre las tareas que plantea al hombre la maduración religiosa, está la de
aprender a concebir adecuadamente a Dios. Para eso tiene que buscarse los
conceptos con que pueda hacerlo. Pero ¿dónde los encuentra? De niños, los
encontrábamos en los conceptos del trato diario con nuestro padre, nuestra
madre y las cosas de nuestro mundo circundante. Así, Dios "venía", y
"hablaba", y "hacía" esto o lo otro. Eso estaba en orden y no había nada que
objetar. Pero luego nos hicimos conscientes y críticos, y dejamos a un lado
los conceptos infantiles: o digamos más exactamente: los formábamos en lo
hondo del ánimo, en la oración y en el sueño. Pero para Dios aprendimos el
concepto del Ser Supremo, al esforzarnos en evitar todo lo que es defectivo,
limitado y transitorio, conservando sólo lo que tuviera pleno sentido y
fuera perfecto. Así formamos el concepto de Dios como el Santo de todo lo
Santo y el Ser Absoluto; El que todo lo sabe y puede, el Eterno y Feliz.
Alcanzar este concepto ha sido quizá la suprema realización de la historia
humana; y cada cual de nosotros debe volver a darse cuenta de él, como por
primera vez, porque no puede pensar a Dios sin ese concepto. Pero ¿basta?
¿Con él solo hacemos justicia a la realidad de Dios, tal como se testimonia
en la Revelación? ¿Podemos asumir en él todo lo que dice la Escritura, sin
que se nos vuelva irreal y pálido?
Tomemos un ejemplo. Si alguien hablara de un amigo mío y dijera: Nació y
morirá; tiene entendimiento, tiene el don de la libertad y la sensibilidad;
trabaja, disfruta y padece; ¿me quedaría yo satisfecho? Respondería: Lo que
dices es cierto; es la verdad universal que se ajusta a todo hombre normal.
Pero ahí falta lo más importante, es decir, él mismo: ese ser vivo,
personal, inconfundible con nadie, que yo conozco y quiero, y con el que me
gusta tratar. Si falta eso, falta entonces lo auténtico.
Esto ocurre también con Dios. Si nos familiarizamos más con la Sagrada
Escritura, nos damos cuenta de algo que al principio quizá nos deja
perplejos, pero que luego se hace cada vez más importante: que es demasiado
poco decir de Él solamente: Es el Santo Supremo, el Todopoderoso, el
Omnisciente, en una palabra, el Absoluto. Es demasiado poco de lo más
importante: de Él mismo. Su personalidad viva, su autenticidad tiene que
formar parte integrante de la expresión sobre Dios, para que ésta sea capaz
de asumir todo lo que dice de Él la Revelación. Para ello necesito imágenes
tomadas de las cosas de la Naturaleza, de la vida de los hombres. Por
ejemplo, digo: Dios es luz; como está en el prólogo del Evangelio de San
Juan. Es una imagen, y tengo que dejarla como imagen, para no destrozarla.
No puedo sustituirla con las expresiones: En Dios no hay error ni mentira ni
ignorancia, sino sólo verdad y comprensión. Todo esto, naturalmente, sería
cierto, pero habría desaparecido la imagen, y con ella lo auténticamente
significado. No: sino: Dios es luz. Incluso, la luz, la luz una y única; y
cuanto se llame luz en el mundo, es un reflejo de ella... Lo mismo ocurre
con todas las expresiones concretas de la Sagrada Escritura, cuando se dice
que Dios viene, y habita, y ve, y mira, y actúa; y todas las innumerables
cosas que se dicen de su ser y conducta personales.
En la historia de la maduración religiosa que acabamos de indicar, hemos
aprendido y entendido poco a poco que no se hace justicia a la sagrada
realidad de Dios si se le piensa sólo como el Ser absoluto, sino que se le
debe pensar como lo hace la Escritura, con todas las expresiones concretas y
vivas que se dan en Él. Y no son concesiones, como se hacen a los ignorantes
que no son capaces de pensar exactamente de modo filosófico o teológico,
sino que son correctas: naturalmente, con tal que al mismo tiempo se
conserve sólidamente el elemento de absoluto. Este "al mismo tiempo",
"juntamente", es cierto que no se puede realizar lógicamente, pero el
corazón percibe la verdad. Es lo que expresa el nombre con que le llama la
Escritura: "el Dios vivo"; y el otro nombre con que le llama el corazón
cuando percibe su proximidad: "Dios mío", para cada hombre, "mío", y mío
como de nadie más. Si el creyente llega ahí en la marcha de su aprendizaje,
entonces recupera el lenguaje de su infancia, pero conservando el producto
de su pensamiento maduro, el concepto de absoluto. Si ahora intenta pensar
las cosas de Dios, le llegan los conceptos desde las dos fuentes y son
igualmente vivos y exactos.
Ha sido un largo rodeo, pero nos han enseñado algo que es importante para
esta ocasión. Ahora volvamos a nuestro texto: aquí hay una imagen así para
la vitalidad de Dios. Él ha dado al hombre el Paraíso; un "jardín" en que
tenía que vivir, cuidándolo. Pero detrás de eso hay otra cosa sin expresar:
Que en ese dominio de toda abundancia habita Él mismo; y que Él otorga al
hombre su sagrada confianza. Y cuando, después del ardor del día, a la hora
en que el viento de la tarde trae frescura, el gran Señor va por el jardín,
entonces vienen ante Él sus hombres y hablan con Él.
¿No es hermosa la imagen? ¿Tan hermosa que le mueve a uno el corazón, al ver
cómo los hombres, seres puros y nobles, se acercan a su Creador y hablan con
Él en el acuerdo de la confianza amorosa? ¿Y de qué hablan? Pienso yo: del
mundo. Hablan con Dios de la tierra, de los árboles, del sol, de todo lo que
Él ha creado. No en idilio juguetón, sino seriamente, ávidos de conocer.
Pero de conocer como sólo se puede conocer juntamente con Dios, de tal modo
que se unen el pensamiento y la oración, el conocimiento y la experiencia.
¡Cómo deberían resplandecer las cosas en esa conversación! ¡Cómo debía
abrirse ante los hombres todo lo que existe, tan claro como profundo! ¿A
dónde tiende la pregunta del niño cuando quiere saber: Madre, qué es esto? A
algo que en el fondo no le puede decir ninguna madre. Pues al contestarle,
le dice palabras y conceptos. Y el niño querría saber cómo son realmente las
cosas; y saberlo de veras, en el fulgor interior de su ser. Pero eso no lo
puede dar ningún hombre: sólo lo puede Dios. Cuando lo da, el interior del
hombre exclama: ¡Sí, eso es! ... Pienso que en esos diálogos con el Señor
del Paraíso, en la hora de la confianza, los hombres aprendieron y
comprendieron lo que no hace comprender ninguna ciencia.
Y sobre ellos mismos hablaban a Dios. Él les respondía, y ellos entendían.
¿Entendemos nosotros, amigos míos? ¿Entendemos lo que está más cerca de
nosotros, muy cerca, porque lo somos nosotros mismos? ¿Entendemos por qué
hemos hecho esto o aquello? ¿Por qué esto nos alegra, lo otro nos turba, lo
otro nos estremece? ¿Lo entendemos realmente, desde el fondo? ¿Entendemos
este mundo tan entretejido, tan estratificado hacia abajo como hacia arriba,
que somos nosotros mismos? ¿Me resulta claro quién soy yo? ¿Que yo exista,
en vez de no ser? De todo esto, nuestro espíritu no capta nunca más que
algunos hilos, algunos movimientos, un acontecer y pasar que se manifiesta
indeterminadamente; pero ¿entendemos realmente?
El hombre es muy grande y vive muy altamente más allá de sí mismo, y muy
profundamente dentro de sí; si pregunta con seriedad: qué, y quién y cómo, y
por qué, entonces sólo Dios puede contestar. Una vez contestaba Él, y ¡qué
bondadosamente serias, qué íntimamente convincentes debieron ser sus
respuestas! Toda respuesta, conteniéndole a Él mismo; a Él, como lo que debe
ser pensado dentro de cada pensamiento, y dicho dentro de cada palabra; debe
respuesta realmente verdadera y plena.
Y ahora imaginémonos lo que saldría de ahí: ¡qué riqueza de vida humana, qué
plenitud de trabajo humano! Pero todo esto lo hemos pensado sólo para tener
que decir que el hombre, con el destrozo de la culpa, huyó de esa proximidad
sagrada, y se escondió de Dios "entre los árboles del jardín", entre la
Naturaleza, que se le hizo extraña.
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Queridos amigos:
Dentro de lo que cuenta el Génesis sobre el Paraíso, encontramos una
expresión que nos choca como muy extraña, porque contradice nuestra imagen
del hombre y de su vida: esto es, la declaración de que si hubiera
permanecido fiel en la prueba, no habría tenido que morir.
Se podría pensar entonces que se tratara de un tema subsidiario, con
carácter de leyenda, que cabría incluso desprender sin perjudicar lo
esencial de la Revelación sobre el Paraíso. Pero pronto se ve que esto no es
posible. Pues lo que dice Dios al primer hombre, es tan claro como
apremiante: "Puedes comer de todos los árboles del jardín. Solamente del
árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día en
que lo comas, debes morir" (Gen., 16-17). El texto hebreo habla de modo aún
más tajante: "debes morir la muerte", o, como traducen otros: "debes morir,
sí, morir".
En su diálogo con el tentador dice la mujer: "Solamente de los frutos del
árbol en el centro del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, no los
toquéis, porque entonces moriréis" (Gen., 3, 3). Y el tentador contesta:
"¡De ningún modo moriréis! Sino que Dios sabe: Si coméis de ellos, se os
abrirán los ojos, y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gen.,
3, 4-5).
Así, pues, se trata de algo que forma parte esencial del conjunto de la
doctrina del Paraíso.
Pero ¿qué es lo que quiere decir? La explicación racionalista está preparada
en seguida: afirma que se trata de una de esas leyendas del Paraíso, como se
encuentran tantas; la imagen del anhelo humano de una existencia
maravillosa, en que no haya nada de lo que aquí oprime; sólo belleza y
encanto. Por tanto, en esa tierra de toda dicha, tampoco hay muerte, sino
vida interminable; y naturalmente, vida en juventud inmarchitable.
Otros, aunque insertan esa expresión en el conjunto de lo revelado, sienten
que les pone en una dificultad. Aceptan la imagen moderna del hombre como
base obvia de su pensamiento; y así, sin negar directamente esa expresión,
la desplazan hasta el borde del campo de la conciencia, de modo que
prácticamente desaparece de él. Sin embargo, forma parte del núcleo de la
Revelación y es lo único que nos hace comprensible nuestra existencia
actual.
La doctrina de la muerte en el Génesis encuentra un poderoso eco en el Nuevo
Testamento, y precisamente en la Epistola a los Romanos: "Por eso, así como
por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte,
y también la muerte ha pasado a todos los hombres, en cuanto que todos
pecaron..." (5, 12). Aún más tajantemente habla después, al decir que "por
el pecado de uno solo la muerte reinó", y "reinó sobre todo" (5, 17 y 14);
aunque en unión inmediata con estas ideas siguen las grandes declaraciones
sobre la Redención y la nueva vida mediante Cristo.
Ya vemos: aquí es completamente imposible hablar de motivos legendarios de
papel subalterno. Las ideas de la muerte y el pecado están tan estrechamente
compenetradas, que se hacen una misma cosa, incluso. Se habla de una
soberanía de la muerte; de una situación que se deriva de esa soberanía y en
que se encuentran todos los hombres. En cambio, la gracia de la Redención,
frente a esa soberanía, se entiende como vida indestructible.
Finalmente, ahí está el maravilloso capítulo octavo de la Epístola a los
Romanos, en que se habla del anhelo de la Creación, que aguarda con
esperanza el momento en que los hijos de Dios lleguen a su plenitud y se
hagan patentes en su gloria. Ahora es "lo transitorio", "la corrupción",
esto es, está "sometida a la muerte", pero luego será liberada de "la
esclavitud de la corrupción, hacia la libertad de los hijos de Dios". Y la
síntesis de esa gloria es "la redención de nuestro cuerpo" en la
resurrección de los muertos (8, 19-23).
Se trata, pues, de algo que está en el centro del mensaje de salvación.
Todos nosotros, amigos míos, vivimos dentro del contexto del pensamiento
moderno. En la cuestión que aquí nos ocupa, ese pensamiento parte del
supuesto de que el hombre de nuestra experiencia es el hombre sin más; de
que la existencia como la percibimos, es la existencia sin más, y aunque en
ésta haya dificultades y fracasos, y el pensamiento encuentre plantados los
más difíciles problemas, con todo, sobre ella sólo se puede pensar y hablar
a partir del conjunto que nos está dado. Y si el pensamiento se sale más
allá, entonces son leyendas, juegos de la fantasía, que pueden tener un
sentido psicológico o estético, pero que de ningún modo pueden pretender ser
verdad sena. En estas circunstancias piensa el hombre cuando piensa sobre sí
mismo, siempre a partir de la situación en que se encuentra ahora. La
consecuencia es que nunca saca la cabeza de su situación. Su pensamiento
corre por caminos predeterminados y siempre le vuelve a confirmar de nuevo
que lo que es ahora, es lo único y lo real. Si le salen al paso en el
Génesis ideas como las que acabamos de mencionar, entonces las expulsa del
dominio de lo seriamente real.
Pero si es realmente creyente; si confía en la Revelación como la fuente de
verdad divina; si toma esos pensamientos, aunque al principio le resulten
extraños, con la seriedad del mensaje, entonces le abren la mirada para la
realidad auténtica. Le dicen que la situación en que el hombre se encuentra
ahora, y como se lo muestra también, por otra parte, toda la historia, no es
la auténtica situación primitiva y normal; sino que más bien ha ocurrido
algo que ha cambiado la primera situación real. Por eso la situación actual
no puede ser comprendida sólo a partir de ella misma. Semejante mirada a lo
auténtico nos da también esa expresión de la Escritura, según la cual la
muerte no forma parte de la estructura de la vida que Dios había preparado
propiamente para el hombre.
Pero ¿vamos a pensar la doctrina de la Revelación, sin confundir todo lo que
nos dicen la experiencia diaria y el conocimiento científico sobre la
existencia humana? Mejor dicho ¿sin entrar en conflicto con nuestra
conciencia de la verdad, puesto que la auténtica experiencia y la auténtica
ciencia nos obligan, a pesar de todo?
La antropología actual ha obtenido ideas y puntos de vista que constituyen
importantes referencias para lo expresado por la Revelación. En la época
anterior a la primera guerra mundial se había concebido al hombre como una
forma cerrada, en que todo discurre según leyes físicas, químicas y
biológicas. Ni siquiera lo psíquico y espiritual parecía estorbar a esa
visión, pues se entendía como última diferenciación de determinados procesos
celulares y nerviosos, esto es, como un elemento regulador del conjunto
orgánico; o, de otro modo, como lo que transcurre, no se sabe cómo e
inexplicablemente, al margen de lo orgánico. Pero hoy, por observaciones
cada vez más numerosas y por análisis cada vez más penetrantes, sabemos que
esa imagen es falsa. El cuerpo no forma en absoluto un sistema cerrado, sino
que está abierto a la iniciativa que procede del alma y el espíritu.
Constantemente los procesos de ese cuerpo quedan influidos por el talante,
por la actitud personal, por la conciencia.
Por ejemplo, hay dos personas que trabajan una junto a la otra. Su
constitución corporal, así corno su capacidad profesional, son semejantes.
Pero el uno ve el trabajo como algo lleno de sentido y que le obliga en
conciencia, mientras que para el otro es sólo un medio de ganar dinero para
el deporte y las diversiones: ¿dispondrán de la misma energía ante una tarea
difícil? Ciertamente que no. La iniciativa que viene del espíritu es
distinta... Todo médico sabe lo que significa que en una crisis el enfermo
esté decidido a vivir porque los suyos le necesitan y le gusta su trabajo, o
que capitule ante la muerte. En el primer caso, la voluntad proporciona las
más sorprendentes fuerzas para defenderse; en el otro caso, el enfermo se
muere desde dentro... La psicología enseña que muchas desgracias no están
producidas solamente por causas exteriores, sino que están bajo una
misteriosa dirección que procede del hombre mismo... El fenómeno de la
sugestión y la hipnosis nos muestra qué efectos realmente desconcertantes
pueden provenir de la voluntad... Y así sucesivamente. Todo ello indica que
el cuerpo humano está bajo la constante influencia del espíritu; que es
estorbado o estimulado por éste. Podemos designar el cuerpo humano
igualmente como un acontecer o como una forma fija; pero la orientación de
ese acontecer corresponde en buena parte al espíritu.
Si es así ¿qué ha de significar que el hombre en cuestión salga nuevo de la
mano de Dios, puro de corazón, viviendo entero en la verdad, obedeciendo
desde la raíz a Aquel que es la verdad y el orden; si es el espíritu de ese
hombre el que rige el cuerpo, y si ese Dios puede hacer desembocar su fuerza
constantemente creadora, rica y fuerte, en ese hombre, porque tiene de par
en par abierta la puerta, la libre voluntad, el corazón dueño de sí mismo?
¿Qué puede ocurrir en tal hombre?
Sobre esto, amigos míos, la ciencia no puede decir nada, ni a favor, ni en
contra. Mucho menos cuando ya no hay semejante hombre, pues el actual es
diferente y vive en otras condiciones. Aunque se imagina ser "el" hombre, no
lo es en absoluto. Es un hombre destruido, que, por más que realice
inauditos logros de ciencia, de conquista y de estructuración, pone en todo,
sin embargo, esa confusión que habita en él. Y entonces dice la Revelación:
"En el primer hombre, que estaba tan abierto a Dios como quepa decir, Dios
obró la gracia de una vitalidad que no había de extinguirse. Naturalmente,
el curso de la vida habría tenido un fin, pues es una forma, y toda forma es
límite. Pero ese límite mismo habría sido obra del poder vital del espíritu,
tan totalmente vivo: espiritualización, transformación, tránsito. Es algo
muy diverso de la leyenda de una inmortalidad que siempre continúa, de una
juventud que nunca envejece. Es algo que ya no hay; pero podemos entrever
algo de eso al mirar el rostro de una persona que supera realmente el
egoísmo, dejándolo atrás, y echa raíz en la verdad. Si imaginamos que no se
deformara nunca y siguiera desplegándose, eso apuntaría en la dirección que
queremos. Pero esto no tiene nada que ver con efectos naturales. Viene del
espíritu que vive en Dios. Cuando los hombres traicionaron a Dios, terminó
esta situación, y se abrió un nuevo mundo: el mundo de la muerte.
En el fondo, no se comprende cómo pudieron sobrevivir en absoluto al momento
de la rebelión. El hecho de que no se aniquilaran ahí, sino que
permanecieran en vida y tuvieran historia, fue sólo posible porque Dios los
orientaba a la Redención que habría algún día. Ya era Redención. Pero qué
melancolía debió oprimirles, qué afán debió consumirles, qué miedos debieron
invadirles; opresiones que todavía suben ahora desde lo hondo de nuestro
subconsciente y que no proceden de causas biológicas, ni de determinados
complejos anímicos, sino de experiencias primitivas del hombre, en un mundo
que era extraño y enemigo. En ese mundo vive ahora; bajo la soberanía de la
muerte, de que habla San Pablo.
Amigos míos, volvamos la vista una vez más a la oscura inundación de morir y
matar que ha pasado sobre el mundo en las últimas cinco décadas. Y oigamos
luego con qué naturalidad se habla de ello, de que se mataron a tantos o
cuantos millones, y tantos millones de heridos, mutilados, exilados... ¿es
natural?
Se dice que eso precisamente es la lucha por la existencia; que esto ocurre
entre todos los seres vivos; como en los animales, igual entre los hombres.
Pero no es así. Es un ciego engaño trasladar a los hombres el concepto de la
lucha por la existencia en los animales. Cuando el animal tiene hambre, mata
a su víctima, la consume y con eso se cierra el proceso.
Pero el hombre mata porque quiere matar, y lo hace con todos los medios
auxiliares del progreso y de la técnica. Desarrolla una ciencia de la
curación, construye hospitales y sanatorios, crea teorías terapéuticas y
organiza profesiones para la asistencia; pero al mismo tiempo dedica sumas
incontables de dinero, trabajo y sacrificios de toda índole para ver cómo
puede aniquilar poblaciones, destruir culturas y esterilizar campos,
haciéndolos inhabitables. ¿Es natural eso?
Queridos amigos, no se dejen enredar en conceptos biológicos. Alguien ha
dicho que es una gran merced poder ver lo que existe. ¡Qué razón tiene esta
frase! Miren ustedes, distingan, enjuicien cómo es el hombre, el auténtico,
en la historia como en la actualidad, en torno de nosotros y en nosotros
mismos. Entonces no dirán ya que esto sea una situación natural, o sea,
adecuada por esencia. Es una situación deformada, la soberanía de la muerte,
que ha penetrado hasta el instinto. Si no, el hombre, que, según la teoría
se ha elevado con tan larga evolución desde lía materia, y que por tanto
debería estar hecho según las leyes de la razonabilidad y ordenación
naturales, ¿cómo podría comportarse de un modo como no se comporta ningún
animal? Ahí ha pasado algo que ha llegado hasta el núcleo de la naturaleza
humana y que en él ha podido alcanzar tan temible potencia destructiva
precisamente porque el hombre no es un animal, ni aun muy diferenciado;
precisamente porque en el hombre hay espíritu, que da a todo impulso una
libertad sólo posible por él, y una radicalidad sólo efectiva por él.
De esta relación de sentido habla la Escritura, Esta muerte no la habría
debido morir el hombre; á este poder de muerte no habría tenido que
sucumbir.
Con la enseñanza de esta doctrina se transforma nuestra mirada sobre la
existencia. Cede el hechizo del carácter de Naturaleza: pierde su muda
obviedad el supuesto que por todas partes domina el pensamiento, desde lo
cotidiano a lo filosófico, según el cual el hombre es sencillamente lo que
es hoy. Se hace evidente que nuestro pensamiento es cosa muy distinta de
algo "sin supuestos previos", y empezamos a poner en cuestión ese supuesto.
Presentimos que el hombre no sólo es "Naturaleza", y la historia no sólo
"evolución" natural, sino que la existencia tiene un carácter trágico, pero
una tragicidad de índole diversa que la inmanente de la transitonedad de
todo lo terrenal, o de la inexorabilidad de la lucha por la vida. Es más
bien la culpa de una traición que el hombre ha cometido contra Dios y por la
cual ha perdido una posibilidad infinita; una traición que tuvo lugar antes
del comienzo de lo que hoy es historia.
Con tal comprensión hacemos pie ante la existencia; nos hacemos capaces de
juzgarla y de liberarnos de sus hechizos. Pero también presentimos lo que
significa la Redención, que ya opera en tal acción de hacer pie, y
presentimos lo que quiere decir la promesa de libertad futura. Y esto no es
luego una nueva teoría de la vida junto a tantas otras —optimistas,
pesimistas, absurdistas y tantas otras como puedan inventarse—, sino un
nuevo comienzo, que lleva a la verdad.
Y permítanme, queridos amigos, que hable personalmente, desde una larga vida
de preguntar y pensar: Se percibe qué acertado es lo que dice la Revelación:
inquietantemente acertado. Ahí no se toma menos en seno al hombre y al
mundo, sino en serio desde Dios. No con menos objetividad, sino que entonces
es cuando se empieza a tener objetividad. Pues, créanme: no sólo las
leyendas fantasean; a menudo también lo hacen los filósofos. Y a veces lo
hacen igual los científicos; sobre todo cuando construyen su labor sobre
supuestos que jamás examinan; más aún, cuando no se dan cuenta de que
existen.
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Queridos amigos:
Una vez que el hombre —¡y de qué pobre manera!— hubo reconocido su
desobediencia, Dios le dijo : "Porque has escuchado la voz de tu mujer y has
comido del árbol que te había prohibido comer, maldito sea el suelo por ti;
trabajosamente sacarás alimento de él todos los días de tu vida. Dará para
ti espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu
rostro comerás tu pan, hasta que vuelvas al suelo de donde saliste. Pues
polvo eres y al polvo volverás" (Génesis., 3, 17-19).
Esto nos suena extraño y duro; pero nos hemos decidido a no seguir las
convenciones del pensamiento que nos rodean, sino a confiar en la palabra de
la Escritura y dejarnos llevar por ella. Entonces ¿qué se dice aquí?
Se dice que el hombre debe cultivar el campo, que, a su vez, representa el
mundo. En él ha de hacer el hombre su obra; de él se debe alimentar; en él
debe hacer todo lo que llamamos cultura en el sentido más amplio de la
palabra. Pero en él, como impone Dios, reinará una confusión. Las cosas no
darán lo que el hombre espera de ellas. El trabajo costará gran esfuerzo y
estropeará el gozo por el resultado que produzca; el resultado mismo será
mezquino; y así seguirá siendo para el hombre hasta el fin de su vida. Y ese
fin es la muerte.
Amargo balance de una existencia en que el hombre había querido "ser como
Dios". ¿Ha resultado verdad?
Dios ha creado al hombre según Su imagen, para que sea señor del mundo por
gracia, así como Dios lo es por esencia. Las cosas del mundo habían de
plegarse a su voluntad, así como él mismo había de ser obediente respecto a
su propio Señor. En Su servicio debía el hombre ejercer su señorío, y el
mundo habría sido "Paraíso"; permaneciendo en acuerdo con el hombre mediante
la gracia que quería penetrarlo y regirlo todo.
Ese mundo lo tenía que "cultivar" el hombre, como se dice en el Génesis, 2,
15: conocer las cosas, asumir en sí la riqueza del mundo, desarrollar en las
cosas la abundancia de sus fuerzas recién creadas, realizar los hechos y
obras a que le invitara el encuentro con ellas... Y tenía que "guardar" el
mundo. Estaba puesto en sus manos, para que él lo conservara en la verdad y
el orden; para que le diera la posibilidad de desplegar su esencia, su
grandeza y su belleza en el ámbito vital humano. Eso lo tenía que hacer
manteniéndose él mismo en su verdad y orden ' y "guardándose" de ese modo a
sí mismo.
¡Pero cómo han cambiado de sentido estas palabras "Cultivar y guardar": de
qué otro modo suenan en el juicio de Dios después de la rebelión, al lado de
como sonaban antes, cuando Él dio Su misión. No se puede separar lo uno de
lo otro, amigos míos: no se puede reinar sobre la obra de Dios, si se es
desobediente al Señor de esa obra. Mientras el hombre manifestaba obediencia
a Dios, la Naturaleza le obedecía.
El hombre no es un aparato que, siempre igual en sí mismo, produzca un
resultado siempre uniforme, sino que vive, y lo que hace es desarrollo de
esa vida. Por eso, necesariamente, hace que influya lo que es él mismo en lo
que hace. Su obra resulta influida por la situación en que se encuentra. El
trastorno en que había caído por su traición a Dios, debía trastornar
también, por lo tanto, su obra en el mundo.
No solamente esto: las cosas, en efecto, no son un mero material que pueda
ser manejado a capricho, sino que Dios les ha dado su naturaleza, y se
pliegan a la intervención del hombre cuando éste las toma en la verdad de su
naturaleza. La primera soberanía la ejercía el hombre en situación de
claridad, de acuerdo con su propia naturaleza, con voluntad pura y mano
segura. Y lo hacía con mirada penetrante y corazón respetuoso para la
naturaleza de las cosas y el orden en que estaban. Por eso la Naturaleza
conservaba en su obra la libertad de su ser; más aún, en esa obra se hacía
más ella misma de lo que era en su primera situación.
Esto ha cambiado. En buena medida ocurre que el hombre sujeta a la
Naturaleza a su voluntad y la destruye así. El mundo está lleno de
Naturaleza devastada y vuelta innatural. El reverso de la medalla es que el
hombre queda sometido a esa Naturaleza a la que piensa dominar. Hacer
violencia a la Naturaleza y sucumbir a ella, son dos caras de lo mismo. La
relación del hombre con la Naturaleza se ha vuelto falsa, y eso influye en
todo lo que hace el hombre.
Objetarán ustedes quizá: ¿cómo se puede hablar así de la obra del hombre,
cuando éste realiza logros tan poderosos? Lo que realiza, es realmente
poderoso. El tiempo de la Historia que conocemos es relativamente corto; en
él crece su obra con celeridad asombrosa, y hoy tiene el hombre la sensación
de que, en el fondo, todo le es posible. ¿Dónde sigue estando la mezquindad
del resultado? ¿Dónde están las espinas y los cardos?
Por lo pronto, pongamos ante nuestra mirada algo que ilumina la verdad como
de golpe: Mientras que una parte relativamente pequeña de la población
terrestre se las arregla bien, una gran parte de ella no tiene el alimento
que debería tener para poder vivir sana, y un porcentaje aterrador muere de
hambre cada año. ¿No habla esto con bastante claridad? Pero observemos con
atención la obra misma. Si pudiéramos ver las pirámides tal como se elevaban
antaño en el desierto egipcio, brillando bajo el fulgor del sol como
gigantescas piedras preciosas, diríamos: ¡Qué maravilla! Pero los cientos de
miles de esclavos que fueron ejecutados en el terrible trabajo ¿qué fue de
ellos? La injusticia, mejor dicho, el crimen que se cometió con esos
hombres, ha penetrado en la obra y envenena su grandeza, y es una mentira
apartar la vista de esos horrores ante tales grandezas. Quizá se replicará
que eso fue en la época de la esclavitud; y que hoy se ha superado.
Prescindamos de que hoy todavía existe esclavitud y caza de esclavos —en
diversas formas—: pero ¿cómo se construyen los canales en Rusia? ¿Y la
desecación de marismas, y las minas y las roturaciones de campos? Luego
estarán en los mapas con gran esplendor, y la historia de la cultura contará
qué gigantesca fue esa realización, pero los millones de trabajadores
forzados que hicieron y que perecieron en ella ¿qué es de ellos? De ellos no
se habla: están olvidados. Pero Dios les conoce y sabe que su sangre se
adhiere a la obra. Ha vuelto la esclavitud, y como institución oficial, sólo
que se llama de otro modo: campos de trabajo, campos de concentración,
aniquilación de los enemigos del pueblo, liquidación de los reaccionarios y
capitalistas, y demás palabras mentirosas. También estuvo entre nosotros en
los doce años del nazismo; y ¿quién garantiza, que no volverá a aparecer
también más adelante en otras formas? Además, el trabajo de esclavitud
oculta, realizado bajo la coerción de los sistemas técnico-económicos, bajo
la presión de la necesidad, en oficios ingratos, con fuerzas insuficientes,
con cuerpo enfermo y corazón cansado ¿qué ocurre con eso? Se dice que con el
progreso de la evolución cultural todo mejorará: pero hace falta el impulso
de la juventud o la obediencia del hombre de partido, para creerlo.
Y aun aquellos que pueden elegir su profesión: ¿les da lo que les prometía
cuando la comenzaron? La confianza de que se haría algo digno y valioso; el
deseo de hacer una obra pura en la profesión; la sensación de estar dotado y
tener energía; la esperanza de éxito y provecho, ¿encuentra cumplimiento
todo ello? Dura también, cuando se ha pasado el encanto de la novedad,
cuando vienen dificultades, cuando empieza a oprimir la fatiga diaria...? Si
se preguntara a los hombres en la oficina, en la fábrica, en las
administraciones públicas: ¿Encuentras en tu trabajo lo que esperabas de
él?, entonces, por más que todos supieran hablar de la obligación realizada
a conciencia y del sentido que, a pesar de todo, tiene el trabajo, ¿se
notaría además que viven en trabajo fecundo, y las cosas se pliegan a su
voluntad? Ciertamente que no, pues entonces tendrían otras caras. Y si se
les preguntara por qué siguen en el trabajo, la respuesta sería: Porque debo
seguir. Porque no sé hacer nada mejor. Porque ha pasado la edad de cambiar
de oficio. Porque la familia depende de mí. Porque, en el fondo, todo es lo
mismo...
¿Y qué ocurre con los grandes? Amigos míos, miren el rostro de Beethoven:
¿de dónde viene su terrible gravedad? ¿De dónde viene la melancolía de la
mirada de Miguel Ángel? ¿Y la amargura en los rasgos de Dante? Los grandes
científicos y filósofos ¿tienen rostros en que se exprese la esperanza
realizada? Los estadistas importantes, los educadores, los reformadores
sociales ¿tienen cara de estar contentos, real e íntimamente, con su
trabajo?
Pero entremos más allá: Hay un hombre que quiere algo bueno. Pone en obra
toda su energía; es valiente, dispuesto al sacrificio, constante. Incluso
realiza algo excelente; pero una vez y otra se manifiesta un fenómeno
inquietante: lo bueno que él quiere da lugar formalmente a su contradicción.
¿Qué cosa hay más noble que poder decir: lucho en tal o cual sentido por la
justicia? Eso, naturalmente, significa que se lucha contra aquellos hombres
que se interponen en el camino de la justicia. Pero entonces ¿se les hace
justicia? ¿De dónde viene el antiguo dicho: summum jus, summa injuria,
"suprema justicia, suprema injusticia"? Viene de la experiencia de que en la
sustancia de la vida humana opera algo incómodo: Tan pronto como uno se
entrega a un impulso que en sí es totalmente bueno y claro, se enreda, se
confunde y se deforma, y surgen consecuencias ante las cuales uno se
asusta... O bien, alguien sufre por tantas inmundicias en imagen y letra
impresa, en espectáculos e industrias de diversión. Se enfrenta con ello,
para que el mundo se haga más limpio, y los jóvenes puedan crecer con un
claro sentido del honor y la decencia. Habla, escribe, trata de poner en
movimiento a la ley y la autoridad, conquista personas de igual modo de ver:
¿cuánto tardan sus esfuerzos en adquirir un aura de estrechez, de torpeza,
de comicidad, de modo que se hacen fácil juguete de sus adversarios?
¿Por qué ocurre así? Tomen ustedes los valores que quieran: salud,
bienestar, orden, justicia, arte, ciencia: tan pronto como se lanzan a la
realidad de la existencia es como si ellos mismos se organizaran su propia
contradicción. ¿Está esto en orden?
Queridos amigos, en estas consideraciones nos hemos exhortado a menudo a
dejar a un lado la costumbre, que todo lo vuelve gris: a romper las
convenciones que nos envuelven; a rechazar las influencias que llegan a
nosotros en libros y discursos, en la radio y el periódico. ¡Hagámoslo pues!
¿Qué es lo que vemos, si nos despojamos de la charlatanería del progreso y
la educación y la cultura? Bien es verdad que, cada vez más, se realiza algo
inaudito en la ciencia, en la ordenación social, en la técnica y la higiene;
pero también es verdad que todo eso está atravesado por una profunda
confusión. Y ello no sólo por defecto del comienzo, o por fenómenos de
crisis en su transcurso, sino siempre y en todo. Pues la confusión está
asentada en el núcleo, tan profundamente, que los hombres que de veras saben
algo de la vida nos dicen que en el fondo no hay nada que poner en orden.
Estas son las "espinas y cardos" que le crecen al hombre cuando trabaja en
el campo de su vida.
¿Qué hemos de hacer entonces? Ante todo, amigos míos, desear la verdad.
Mirar a través del engaño del progreso. Oponerse a la cobardía del
optimismo, que ve en todo solamente los puntos de éxito, pero no lo que sale
mal. Ser honrados, y ver lo que tiene que pagar el hombre por su obra,
después de haberla desgajado de su verdad. No es pesimismo. Es pesimista el
que se complace en afirmar que todo está mal: porque él mismo ha fracasado,
porque tiene rencor a la vida, porque es envidioso. No tengamos ese modo de
ver, sino deseemos la plena verdad. De ahí surge una seriedad que es más
profunda y noble que todas las charlatanerías sobre la cultura, pues
responde del hombre, tal como realmente es.
En segundo lugar: trabajar y luchar por lo justo, sin dejarse desanimar.
Pues lo que importa no es el progreso y la grandeza en la tierra, sino la
verdad y fidelidad.
Todo lo que queda en desarreglo: la confusión, el esfuerzo, la inutilidad,
todo ello encuentra sólo un nombre que realmente se mantenga firme: el
nombre de expiación. Esto es lo que viene en tercer lugar: El hombre debe
expiar con la menesterosidad de su trabajo lo que ha faltado la soberbia de
su desobediencia. Pero ¿quién piensa en ello? Por todas partes, análisis,
programas de reforma, utopías: ¿quién piensa en responder de la vida humana
como hombre y en expiar la falta del hombre?
Dejémonos penetrar en nuestra mente y en nuestro corazón por la verdad de
este campo que debemos cultivar y que nos da espinas y cardos. No llegaremos
a su término pasándola por alto con fantasías, sino aceptando con ella el
trabajo en la seriedad de la fe.
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11. El trastorno en la relación mutua entre los sexos
Queridos amigos:
El hombre rehusó la obediencia a Dios: Por ahí entró el desorden en toda su
existencia. En nuestra última consideración se habló de cómo influyó ese
desorden en la obra del hombre: recae ante todo sobre el varón, ya que, como
vio el pensamiento de la Antigüedad, es a él a quien corresponde la acción y
trabajo públicos; pero, naturalmente, no afecta sólo a su trabajo, sino
también a la mujer. La Escritura no es un libro sistemático. No desarrolla
sus ideas por todas sus facetas, sino que las pone en lugares donde tengan
una importancia representativa, y encomienda a su potencia interior de
verdad el desarrollo de su efecto.
Si escudriñamos con atención en la Historia —pero igualmente en nuestro
tiempo, e incluso en nuestro ambiente— pronto nos damos cuenta del peso que
tiene el yugo del trabajo sobre la mujer; qué dura esclavitud ha
experimentado y sigue experimentando, y cuántas "espinas y cardos" le da el
campo de la vida. A través del último medio siglo se desarrolla la lucha de
la mujer por su libertad social y económica, habiendo obtenido muchos
logros. Estos últimos años han traído como solución la consigna de su
igualdad, tras de la cual, con excesiva facilidad, aparece la de igualdad de
naturaleza y trabajo. Pero quienes conducen la lucha han de mantener bien
abiertos los ojos, vigilando para que todo eso no se convierta en una nueva
servidumbre de trabajo y realización, no menos destructiva y deshonrosa que
la anterior.
El desorden de que hablábamos penetra también en la vida inmediata, en la
relación entre hombre y mujer. Ya hemos visto antes que Dios hizo al hombre
a su imagen; pero en la misma frase se dice: "los hizo hombre y mujer"
(Gen., 1, 27). Con eso se expresa que la división del género humano en los
dos sexos no es algo sobreañadido, que sobreviniera con miras a alguna
finalidad determinada, sino que forma parte del plan básico según el cual
está hecho el hombre. Toda concepción del hombre que le considere de modo
dualista en algún sentido, viendo la sexualidad como algo bajo, o malo, o
simplemente inesencial, deforma el sentido de la Revelación.
Con eso se dice también que el hombre y la mujer están del mismo modo en la
semejanza a Dios; y que también su comunidad forma parte de su semejanza. El
parentesco de semejanza, en que la generosidad del amor de Dios ha elevado
al hombre ante Sí mismo, no es algo que corresponda sólo al espíritu por
encima de los sexos, a la cima de lo propiamente humano, mientras que
"abajo", en las bajezas de lo biológico, quede el dominio de lo infrahumano,
que tendría su modelo en el animal. El hombre entero es imagen de Dios, y su
vida entera debe realizarse ahí. Su semejanza de imagen significa que, en
obediencia al verdadero Señor, puede y debe ser señor del mundo, así como de
sí mismo. Por tanto, también la sexualidad del hombre debe ser un modo de
ese señorío.
Como se ha dicho repetidamente, la doctrina de la Creación en el Génesis se
desarrolla en imágenes. Por eso el segundo relato, que está orientado hacia
la ordenación del matrimonio, hace que primero aparezca el hombre solo. Y
luego dice Dios: "No es bueno que el hombre este solo; quiero hacerle una
ayuda que le sea adecuada" (Gen., 2, 18). Ayuda ¿para qué? Para todo lo que
se llama vida y trabajo. Y entonces se pregunta si esa ayuda podría venirle
al hombre de otro ser vivo; pero se echa de ver que no es posible. Al hombre
no le puede llegar de la Naturaleza, de ninguna forma viva animal, esa
compañía y ayuda vital que necesita. Por eso Dios forma para el hombre a la
mujer de la misma materia esencial, si así puede decirse, de que está hecho
él. Sólo entonces aparece la auxiliadora que necesita.
En otro aspecto, ya nos hemos fijado en el importante hecho de que el
concepto con que la Revelación determina la relación de hombre y mujer, no
es el de instinto, sino el de la ayuda. Según toda la disposición del
relato, esta ayuda empieza por considerarse respecto al varón; pero también
se refiere igualmente a la mujer. Cada cual debe ayudar al otro, en todo lo
que significa vida y obra: en la producción de nuestra vida, en su defensa,
cuidado y crianza; en el despliegue de la propia personalidad, que adquiere
su plenitud en la del otro; en la construcción del hogar, de ese pequeño
mundo que hace posible que el hombre no se pierda en el mundo grande; en la
relación con las cosas, cuya riqueza sólo se hace evidente al que ama; en el
señorío sobre la existencia, que sólo corresponde al hombre completo; y
completo sólo llega a serlo en la compañía... En todo eso han de servirse de
ayuda mutua el hombre y la mujer.
Y entonces dice el texto cómo aparece el trastorno en esta relación tan
profunda y abarcadora de todo. La ayuda sólo es posible sobre la base del
respeto del uno al otro, en libertad y con honor. Pero eso presupone que
ambos estén en la lealtad de la obediencia respecto a Aquel a quien
corresponde en principio el honor. Los hombres, sin embargo, se han rebelado
contra Dios y con ello han puesto en cuestión la base de la ordenación de la
vida. Por eso surge entonces esa relación mutua entre los sexos tal como hoy
la conocemos. Se pretende que tal como es ahora, es por esencia; se hacen
investigaciones sobre cómo se desarrolla, qué evolución ha tenido y seguirá
teniendo; se inventan teorías sobre su naturaleza y se pretende que así es
"el" hombre, y así es "la" sexualidad. En verdad, todo ello está confuso y
deformado.
En el Paraíso, el instinto sexual permanecía en la unidad de la imagen del
hombre querida por Dios; obediente con naturalidad a su libertad espiritual,
así como ésta era obediente al Señor de la vida. Por eso, la cima de la
naturaleza humana estaba de acuerdo con Dios, y desde ahí influía su
potencia ordenadora en el conjunto de la personalidad humana, tan
múltiplemente desplegada. El instinto estaba determinado por la persona y
permanecía en su honor. Su impulso era respetuoso; su fuerza, buena. Cuando
se rompió ese acuerdo, perdió la obviedad de su ordenación. Desde entonces
adquirió esa violencia con que amenaza esa ordenación; esa indiferencia
respecto al honor de la persona, esa dureza y crueldad con que produce tan
gran destrozo.
Se está ciego si se pretende explicar la vida del hombre por la del animal.
El instinto de éste aparece dentro de una ordenación perfecta: la de la ley
natural. También el instinto del hombre debía desarrollarse en una
ordenación, esto es, la de la ayuda personal. Pero cuando se destrozó ésta,
no sólo es que el hombre, por decirlo así, descendiera a la de la
Naturaleza, sino que, exactamente hablando, ya no está en ninguna
ordenación. Ha caído en un desatamiento que en ningún sitio queda
garantizado con evidencia.
Así dice el juicio que da Dios a la mujer: "Multiplicaré los dolores de tus
preñeces; con sufrimiento parirás hijos. Y sin embargo tu solicitud te unirá
a tu mando, y él te dominará" (Gen., 3, 16).
Las dificultades, dolores y peligros de la preñez y el nacimiento forman
parte de ese poder de la muerte de que hablábamos en una consideración
anterior. Nadie duda de que la ciencia, la técnica médica y la higiene han
logrado aquí mucho, han eludido grandes peligros y han suprimido tormentosos
dolores. Pero a los que se dan cuenta de la realidad, no sólo les parece
insolencia, sino exageración infantil decir triunfalmente que "la maldición
del Génesis" se ha vuelto vana. Las dificultades y peligros de la vida de la
mujer proceden, ante todo, de inconvenientes que pueden evitarse, pero en lo
más hondo vienen de raíces a donde no pueden llegar la medicina y la
psicología. ¿No ha ocurrido ya a menudo que al superar un inconveniente
aparecía otro? Pero si queremos enjuiciar en absoluto las ventajas de los
diagnósticos, la terapéutica y la higiene, debemos hacerlo en relación con
el conjunto de la vida. Entonces nos dejará preocupados el darnos cuenta de
hasta qué punto esas ventajas o mejor dicho, la cultura que las produce,
alejan al hombre de la Naturaleza, le artificializan, incluso, le corrompen.
Pero por lo que toca al "dominio" del varón, de que habla el texto, no se
refiere sólo a los inconvenientes sociales y culturales, aunque éstos ya
pesan mucho: el desprecio y desposeimiento de derechos de la mujer por la
violencia de una ordenación masculina de la vida no sólo ha sido una gran
injusticia, sino que siempre ha tenido resultados fatales. Pero de lo que se
trata propiamente es de ese trastorno que sigue teniendo efecto aun donde la
mujer disfruta de todos los derechos y libertades, y aun quizá ha obtenido
la primacía socialmente. Se trata de lo que llaman la psicología y la
literatura "la guerra de los sexos". De ello se habla a veces con ligereza,
incluso con la sensación de que el hacerlo así demuestra experiencia y
superioridad vital. En realidad, ahí se manifiesta la entera devastación que
ha producido el pecado; y ello no sólo en la mujer, sino exactamente igual
en el hombre.
Con ello se quiere decir que el uno presenta imposiciones al otro, pero que
también se le somete; que el uno concede al otro plenitud, pero que queda
subyugado. Es la traición a la ayuda. Esta empezó cuando la tentación se
dirigió a la mujer. Entonces el hombre debía haberse puesto a su lado y
defenderla antes que a sí mismo; en vez de eso, la dejó sola. Y la mujer,
desde lo hondo de su amor, habría debido sentir que se trataba de la
salvación de aquél con quien estaba unida, y haber visto con claridad,
mirando también por él. En vez de eso, le indujo a caer con ella. Y después
de la culpa, los dos debían haber estado unidos ante Dios en la amargura de
su culpa, llevándose mutuamente el peso, y guiándose uno a otro al
arrepentimiento. En vez de eso, eludieron de sí mismos la culpa; de modo
especialmente acusador el hombre, que hizo responsable de la perdición a la
mujer que antes había recibido con tanto gozo. Esa traición a la ayuda sigue
teniendo efecto en lo sucesivo. Siempre vuelven a dejarse solos el hombre y
la mujer, y los que están estrechamente unidos, pueden quedar tan solitarios
uno con otro como si fueran desconocidos.
No sólo esto: el deseo sexual, que aparece con tal poder, da lugar a un
secreto rencor. Cada uno siente su dependencia y se revuelve contra el otro,
a quien se siente sujeto. Más aún, el deseo mismo tiene en sí el germen del
desvío. En la enredada naturaleza humana, sólo es unívoca la auténtica
decisión del espíritu, la pura verdad de la conciencia: en cambio, el
instinto, y el sentimiento determinado por él, pueden en todo momento
volverse en su dirección opuesta. El amor de la compañía, que va de persona
a persona, es inequívoco; descansa en la verdad y se realiza en la
fidelidad. En cambio el amor del instinto es codicia y se revuelve en
contradicciones. Piensa no poder vivir sin la otra persona, y a su vez no la
puede aguantar.
¿No ha ocurrido así a través de toda la Historia, y sigue ocurriendo, y no
se ve cómo habría de ser de otro modo, a pesar de tanto hablar de libertad y
de igualdad de derechos: que el hombre convierte en una esclava a la mujer,
y la mujer convierte en un loco al hombre; y no menos al revés?
Pero en el fondo del ser humano está muy hondamente grabada la imagen de la
comunidad de hombre y mujer, y le es muy necesaria la ayuda, cuando lo
esencial se vuelve a abrir paso, una y otra vez, a través de los terribles
trastornos. Pues la Historia está atravesada también por las fuerzas del
amor y la fidelidad, del sacrificio y de la cotidiana victoria sobre el
destino en obsequio a los demás; ciertamente, fuerzas que, cuanto más
silenciosamente actúan, más auténticas son.
Pero luego viene Cristo y da a cada cual su dignidad, a la mujer como al
hombre. Declara nulo el privilegio que se había concedido en el Antiguo
Testamento a la "dureza de corazón" del hombre: "Unos fariseos se acercaron
a preguntarle, para ponerle a prueba, si está permitido al hombre
divorciarse de su mujer. Pero él les replicó: —¿Qué os encargó Moisés?—.
Ellos dijeron: —Moisés permitió dar documento de repudio y divorciarse—.
Jesús les dijo: —Por vuestra dureza de corazón os dejó escrita esta
prescripción. Pero al principio de la creación Dios les hizo hombre y mujer.
Por causa de eso, el hombre dejará a su padre y a su madre [y se unirá a su
mujer] y serán los dos una sola carne. Así, ya no son dos, sino una sola
carne. Entonces, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe" (Marc.,
5, 27-28). Y San Pablo vuelve a tomar del Génesis esta idea y dice: "En el
Señor, la mujer no va sin el hombre, ni el hombre sin la mujer: pues si la
mujer ha salido del hombre, el hombre existe también por la mujer, y todo
viene de Dios" (1ª. Cor., 11, 11-12). Sobre la base de esta declaración, la
ayuda adquiere una nueva dignidad, profundidad y ternura. Cierto es que la
confusión y desorden que trajo a la naturaleza humana la rebelión de la
primera culpa, sigue estando ahí; la Redención no es envolverlo todo en
hechizos. Pero se abre la gran posibilidad: la del auténtico matrimonio como
ayuda entre hijos de Dios, en respeto y fidelidad, o la de la auténtica
soledad para Dios en la vida virginal, sin envidia ni endurecimiento.
Aparecen santos y más santos que hacen visible el misterio de uno y otro
estado, y muestran el camino hacia la libertad.
Pero entonces viene la Edad Moderna y proclama la autonomía. Rehúsa ordenar
la vida según Dios y legitimar el señorío humano por el señorío de Dios.
Erige la libertad por derecho propio. Lo que ha llegado a ser mediante
Cristo, lo abandona, o lo convierte en asunto de desarrollo histórico
separado; aparentemente justificado por la renuncia de incontables
cristianos, que no se dan cuenta de esa gran posibilidad. Así surge, en
medio de las realizaciones de la civilización más progresada, un nuevo caos
de las relaciones sexuales, que es peor que el que había antes de que
viniera Cristo. Peor, porque por Cristo el hombre había llegado a ser
éticamente mayor de edad, y se había hecho capaz de conocimiento y decisión
personal.
Pero, para hablar una vez más de la equiparación de la mujer con el hombre:
El derecho fundamental en que ha de haber igualdad consiste en el derecho a
la propia esencia, fundada por Dios. Pero ¿a dónde se va a parar por ese
camino que el hombre quiere recorrer solo, sin Dios, confiando sólo en su
propia comprensión y en el impulso de su propio corazón? ¿Alcanza el nombre
la libertad de su esencia cuando el Estado le convierte en una rueda de su
mecanismo? ¿Se hace libre la mujer para sí misma cuando tiene que ir a las
minas y luchar como soldado? ¿No se abre paso ahí una tendencia a igualar al
hombre y la mujer en una tercera cosa, en un ser sin carácter propio, que
sirve a los poderes anónimos del Estado, de la economía y de la técnica?
Pero esa tendencia en la relación de hombre y mujer, surge cuando ellos ya
no quieren ser compañeros mutuos desde la peculiaridad de su ser distinto.
Cerrarnos nuestras meditaciones sobre los primeros capítulos del Génesis.
Sus expresiones sencillas, a veces aparentemente infantiles, llevan a una
honda verdad. Hoy se habla de filosofía existencial, y con eso se alude a la
cuestión de cómo es todo, puesto que el hombre existe; de qué modo es el
hombre, cómo debe ser, y con qué fuerzas lo logra. En el Génesis —como
también luego en las Epístolas de San Pablo— hay ideas básicas para una
filosofía y una teología existenciales. Un amigo me decía una vez que el
primer libro de la Sagrada Escritura tenía afinidad con los tres primeros
Evangelios en su cercanía a la realidad. Sus figuras, realmente, hablan
desde una simplicidad y una grandeza que luego desaparecen.
A la mirada dispuesta a ver, le muestra las leyes básicas de la existencia.
El hombre actual sabe mucha física y psicología y sociología, pero le
parecen ocultas las ordenaciones según las cuales su ser humano sigue
estando a salvo y prospera. Aquí las puede aprender.
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