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La guerra de los 30 años: otra leyenda negra que se va al tacho

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Guerra de los 30 años

 

Ahora, Peter Wilson demuestra que la Guerra de los Treinta Años (proporcionalmente, una masacre tres veces mayor que la Segunda Guerra Mundial), fue principalmente una cuestión de política desenfrenada, no de religión fanática. Estos dos reajustes en la comprensión histórica demuestran, con respecto a un periodo de tres siglos y medio de duración, que el Estado  ha sido más letal que la Iglesia, en orden de magnitud.



George Weigel
infocatolica.com



La Guerra de los Treinta Años ocupa un lugar preponderante en la imaginación contemporánea secularista. El secularismo simplemente da por sentado que el fanatismo religioso asoló Europa entre 1618 y 1648, y que la matanza sólo terminó el día en que las agotadas potencias acordaron la Paz de Westfalia, que puso fin a las guerras de religión, adoptando el principio de cuius regio eius religio. Es decir, que la religión del soberano determinaría la religión de su nación. Los más sutiles secularistas ven en el cuius regio eius religio una raíz del estilo moderno de Estado, del cual han de ser rigurosamente excluidos las ideas religiosas y los juicios morales con influencias religiosas.

Así es como sucedió, y ésa es la lección que debe aprenderse, ¿verdad? Pues bien, en realidad no es así.

O, al menos, eso escribe Peter Wilson en La Guerra de los Treinta Años: La tragedia de Europa (Belknap / Harvard). Como subtítulo, el profesor Wilson sugiere La Guerra de los Treinta Años fue ciertamente un asunto horrible. Cuando finalmente terminó, el Sacro Imperio Romano de los Habsburgo había perdido el 20% de su población –unos ocho millones de personas–, lo cual es verdaderamente terrorífico, incluso para los estándares europeos de las matanzas en serie del siglo XX. Es cierto, escribe Wilson, que la Guerra de los Treinta Años comenzó como una guerra civil de motivación religiosa dentro del territorio de los Habsburgo. Pero se convirtió en un asunto internacional y en un desastre histórico cuando Gustavo Adolfo de Suecia vio sus posibilidades geopolíticas y las aprovechó, entrando en la guerra tras una fachada de piedad luterana. (Que Richelieu y los franceses católicos se pusieron del lado de los luteranos suecos con el fin de reducir el tamaño de sus rivales, los católicos Habsburgo, lo ilustra muy bien un comentario de Lord Birkenhead en la película Carros de Fuego: "los franchutes no es que tengan muchos principios…).

El desafío de Wilson a la convicción secularista convencional radica en su juicio lapidario: este macabro evento tuvo mucho menos que ver con las disputas teológicas sobre la justificación por la fe que con la ambición dinástica, la avaricia, la incompetencia política y la cruel inmoralidad de los primeros seguidores de esa política exterior de "realismo", de la que algunos partidos se enorgullecen hoy en Washington, DC. En resumen, la Guerra de los Treinta Años se debió a una política separada de la ética, no a una religión separada de la razón.

Si eso es cierto –y el profesor Wilson emplea argumentos muy poderosos– deberían hacerse cambios en la versión estándar de la historia moderna sobre la Iglesia y el Estado.

Estudios recientes han demostrado que Stalin, jefe de un régimen híper-secularista en la Rusia soviética, mataba a más personas en una tarde sin mucho que hacer, que las que fueron destinadas a la muerte en toda una década por la temida Inquisición. Ahora, Peter Wilson demuestra que la Guerra de los Treinta Años (proporcionalmente, una masacre tres veces mayor que la Segunda Guerra Mundial), fue principalmente una cuestión de política desenfrenada, no de religión fanática. Estos dos reajustes en la comprensión histórica demuestran, con respecto a un periodo de tres siglos y medio de duración, que el Estado nación moderno ha sido más letal que la Iglesia, en orden de magnitud. Lo cual, a su vez, debiera ser una flecha en el discurso retórico de los europeos y americanos que continúan sosteniendo, en contra de la intolerancia laicista, que la disputa moral con influencia religiosa tiene un lugar legítimo en el espacio público de las democracias del siglo XXI.

Y luego está el cuius regio eius religio, que la versión estándar normalmente postula como un paso hacia la separación institucional entre la Iglesia y el Estado y la garantía constitucional de la libertad religiosa. Los polacos me enseñaron hace años que la cuestión fue exactamente la contraria: los polacos, que no experimentaron en sus tierras las guerras europeas de religión, consideran que la imposición por Westfalia de la fe religiosa por decreto estatal fue el primer experimento sistemático mundial del totalitarismo: el de la coacción de las conciencias por una autoridad pública que reclama el control de los santuarios más íntimos del espíritu humano.

Por lo tanto, para encontrar las raíces más profundas y resistentes de la libertad religiosa en Europa, podríamos buscar en otro lugar: el teólogo y canonista polaco Pawel Wlodkowic, el cual, ya en el Concilio de Constanza, en el siglo XV, alegó en contra de la conversión forzada de los paganos, o al rey polaco del siglo XVII, Segismundo Augusto, que rechazó la invitación de sus compatriotas para resolver sus disputas religiosas afirmando que él no era "el rey de vuestras conciencias."

A la luz del libro de Peter Wilson, tal vez algún alma intrépida volverá a plantear estos puntos en el cristofóbico Parlamento Europeo. Las reacciones serían, sin duda, muy interesantes.

George Weigel
r'.



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