La Doctrina católica sobre el Matrimonio (1977): Comisión Teológica Internacional
8.1. Introducción, por Mons. J. Medina Estévez
En octubre de 1975, el R.P. J. Mahoney S.I., Decano de la Facultad de
Teología de Heytrop College (Universidad de Londres) y miembro de la
Comisión teológica internacional, propuso a la misma Comisión la idea de una
investigación acerca del matrimonio, idea que fue acogida por la mayoría de
los miembros de ella. «Hoy en día -decía el profesor Mahoney-, lo que está
cuestionado y debe ser profundizado, es el matrimonio como comunidad estable
de vida y de amor». En consecuencia, el Emmo. Cardenal F. eper, presidente
de la Comisión teológica internacional, constituyó, previa consulta a sus
miembros, una subcomisión ad hoc, que estuvo compuesta por los profesores
Mons. Philippe Delhaye, presidente, y los teólogos B. Ahern, C. Caffarra, W.
Ernst, E. Hamel, K. Lehmann. J. Mahoney (moderador), J. Medina Estévez y O.
Semmelroth. Se prepararon diversos estudios(136) que sirvieron de base para
la redacción de las 30 tesis, que se reproducen más adelante y cuyo
contenido merece atención, pues representa el juicio no sólo de la
subcomisión, sino de la Comisión teológica en pleno, puesto que cada una de
las mencionadas tesis fue aprobada por la mayoría reglamentaria prevista en
los estatutos de la Comisión, y sometida al examen de las autoridades
superiores de la Iglesia antes de autorizarse su publicación. Comprometen
pues más que la opinión personal de los miembros de la Comisión, por
respetable que ella sea.
Es interesante notar que este pronunciamiento de la Comisión teológica
reafirma varios puntos esenciales de la teología católica sobre el
matrimonio, algunos de los cuales han sido, a veces, presentados como
dudosos o discutibles por algunas corrientes teológicas marginales. Los
teólogos católicos y los fieles recibirán sin duda con agrado esta toma de
posición que, sin escamotear los problemas nuevos, insiste en la doctrina
sólida de la tradición católica, tanto en los aspectos preferentemente
doctrinales, como en las cuestiones prácticas que no pueden resolverse
adecuadamente, sino a partir de aquellos.
Notemos rápidamente los temas acerca de la institución del matrimonio, la
inseparabilidad para los bautizados entre matrimonio y sacramento, la
indisolubilidad y la situación de quienes, habiendo contraído matrimonio
sacramental y obtenido posteriormente un divorcio civil, contraen nuevas
nupcias civiles. En todas estas materias se reafirma la doctrina
tradicional, explicándola a la luz de los principios de la fe y de la
teología.
Hay, sin duda, cuestiones nuevas, y sobre ellas el texto de las «tesis»
muestra cómo deben considerarse en el contexto de la doctrina católica.
Merece especial mención el problema de los «divorciados vueltos a casar»,
tema de tanta actualidad. Junto con afirmarse vigorosamente el principio de
la imposibilidad de su admisión a los sacramentos mientras dure la situación
objetiva de adulterio, se insiste en la necesidad de una acción pastoral que
ayude a esas personas tanto a preparar su reencuentro con la plena comunión
eclesial, como también a cumplir con algunos deberes que derivan de su
condición de bautizados y que no son eliminados en virtud de su condición
irregular.
Aparte de las treinta tesis de la Comisión, distribuidas en cinco series, y
aprobadas en forma especifica, como se ha dicho, la Comisión aprobó también,
pero en forma genérica, dieciséis tesis del P. G. Martelet S.I., miembro de
la Comisión, y cuya finalidad es la presentación de la doctrina sobre el
matrimonio desde un punto de vista cristológico. Esta forma de aprobación
genérica no compromete tanto a la Comisión como la de las series
mencionadas -aprobación especifica, pero tiene la ventaja de respetar más
la perspectiva personal del autor. La Comisión había empleado este
procedimiento en una sesión anterior para endosar la publicación de las
tesis sobre la moral cristiana preparadas por el eminente teólogo H.U. von
Balthasar(137). La 16 tesis del P. G. Martelet complementan felizmente el
pronunciamiento de la Comisión en sus 30 tesis y su leit-motiv podría ser
resumido en las palabras de San Pablo: «Casarse, sí, pero tan sólo en el
Señor» (1 Cor 7, 39).
8.2. Introducción, por Mons. Ph. Delhaye
Aunque dispersa en varios documentos como Lumen gentium, Gaudium et spes,
Apostolicam actuositatem, la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el
matrimonio y la familia ha sido la causa de una renovación teológica y
pastoral en estas materias, en la misma línea, por lo demás, de las
investigaciones que habían preparado estos textos.
Pero, por otra parte, la doctrina conciliar no ha tardado en convertirse en
objeto de actitudes contestatarias del «meta-Concilio» en nombre de la
secularización, de una severa crítica a la religión popular considerada en
exceso «sacramentalista», de la oposición a ciertas instituciones en
general, así como la multiplicación de los matrimonios entre los ya
divorciados. Y ciertas ciencias humanas, «celosas de su nueva gloria», han
jugado también un papel importante en este terreno.
La necesidad de una reflexión, a la vez constructiva y crítica, se impuso a
los miembros de la Comisión teológica internacional.
Desde 1975, con la aprobación de su presidente Su Eminencia el Cardenal
eper, decidieron introducir en su programa de estudio algunos problemas
doctrinales relativos al matrimonio cristiano. Una subcomisión puso
enseguida manos a la obra y preparó los trabajos de la sesión de diciembre
de 1977. Esta subcomisión estaba compuesta por los profesores B. Ahern C.P.,
C. Caffarra, Ph. Delhaye (presidente), W. Ernst, E. Hamel, K. Lehmann, J.
Mahoney (moderador), J. Medina-Estévez, O. Semmelroth.
La materia fue dividida en cinco grandes temas que fueron preparados por
documentos de trabajo, «relaciones» y «documentos». El profesor Ernst tuvo
la responsabilidad de la primera jornada consagrada al matrimonio como
institución. La sacramentalidad del matrimonio así como su relación con la
fe y el bautismo, fueron estudiadas bajo la dirección del profesor K.
Lehmann. Antes de que el R.P. Hamel dirigiera los trabajos sobre la
indisolubilidad, el profesor C. Caffarra aportó nuevos puntos de vista sobre
el viejo problema «contrato-sacramento», examinándolo en la óptica de la
historia de la salvación, especialmente en relación con la Creación y la
Redención. El estatuto de los divorciados vueltos a casar, surge
primordialmente de la pastoral, pero tiene también incidencia sobre el
problema de la indisolubilidad y de los poderes de la Iglesia en este
terreno. Se estudió este problema bajo la dirección de Mons. Medina-Estévez,
teniendo en cuenta, por lo demás, un documento preparado por S.E. Mons. E.
Gagnon, vicepresidente del Consejo pontificio para la familia.
Al término de cada uno de estos estudios, la subcomisión formuló en latín
una serie de proposiciones que, como es natural, sometió a la votación de
todos los miembros de la Comisión teológica internacional. Evidentemente los
«modos» se multiplicaron, y fueron propuestas nuevas redacciones. La última
formulación de estas proposiciones repartidas en cinco series para ser
fieles a su origen es lo que ahora publica la Comisión teológica
internacional. Estas proposiciones han sido votadas por mayoría absoluta por
los miembros de la Comisión teológica internacional. Esto significa que esta
mayoría las aprueba no solamente en su inspiración fundamental, sino también
en sus términos y en su actual forma de presentación.
Aquí solamente proponemos, a continuación del texto, algunas glosas para
facilitar la lectura y el estudio. Estas proposiciones han querido ser
concisas; quizá no sea inútil decir su sentido y alcance.
8.3. Texto de las treinta tesis aprobadas «in forma specifica» por la
Comisión teológica internacional(138)
1. Institución
1.1. Proyección divina y humana del matrimonio
La alianza matrimonial se funda sobre las estructuras preexistentes y
permanentes que establecen la diferencia entre el hombre y la mujer. Es
también querida por los esposos como una institución, aunque sea tributaria,
en su forma concreta, de diversos cambios históricos y culturales, así como
de particularidades personales. De este modo, la alianza matrimonial es una
institución querida por Dios mismo, Creador, con vistas tanto a la ayuda que
los esposos deben procurarse mutuamente en el amor y la fidelidad, como a la
educación que debe darse, en la comunidad familiar, a los hijos nacidos de
esta unión.
1.2. El matrimonio en Cristo
El Nuevo Testamento muestra bien que Jesús confirmó esta institución que
existía «desde el principio» y que la sanó de sus defectos posteriores (Mc
10, 2-9, 10-12). Le devolvió así su total dignidad y sus exigencias
iniciales. Jesús santificó este estado de vida(139) insertándolo en el
misterio de amor que lo une a Él, como Redentor, con su Iglesia. Por esta
razón han sido confiadas a la Iglesia la conducción pastoral y la
organización del matrimonio cristiano (cf. 1 Cor 7, 10-16).
1.3. Los Apóstoles
Las Epístolas del Nuevo Testamento reclaman el respeto de todos hacia el
matrimonio (Heb 13, 4) y, respondiendo a ciertos ataques, lo presentan como
una buena obra de Dios creador (1 Tim 4, 1-5). Hacen valer el matrimonio de
los fieles cristianos en virtud de su inserción en el misterio de la alianza
y del amor que unen a Cristo con la Iglesia (Ef 5, 22-33)(140). Quieren, en
consecuencia que el matrimonio se realice «en el Señor"» (1 Cor 7, 39) y que
la vida de los esposos sea conducida según su dignidad de «nueva creatura»
(2 Cor 5, 17), en Cristo (Ef 5, 21-33). Ponen en guardia a los fieles,
contra las costumbres paganas en esta materia (1 Cor 6, 12-20; cf. 6, 9-10).
Las Iglesias Apostólicas se basan en un «derecho emanado de la fe», y
quieren asegurar su permanencia; en este sentido formulan directivas morales
(Col 3, 18ss; Tit 2, 3-5; 1 Pe 3, 1-7) y disposiciones jurídicas proyectadas
a hacer vivir el matrimonio «según la fe» en las diversas situaciones y
condiciones humanas.
1.4. Los primeros siglos
Durante los primeros siglos de la historia de la Iglesia, los cristianos
celebraron su matrimonio «como los otros hombres»(141) bajo la presidencia
del padre de familia, y con los solos gestos y ritos domésticos, como por
ejemplo, el de juntar las manos de los futuros esposos. No perdieron de
vista, sin embargo, «las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas
de su república espiritual»(142). Eliminaron de su liturgia doméstica todo
aspecto religioso pagano. Dieron particular importancia a la procreación y a
la educación de los hijos(143) y aceptaron la vigilancia ejercida por los
Obispos sobre los matrimonios(144). Manifestaron, por medio de su
matrimonio, una especial sumisión a Dios y una relación con su fe(145).
Incluso gozaron, en ocasiones, de la celebración del sacrificio eucarístico
y de una bendición especial con ocasión del matrimonio(146).
1.5. Las tradiciones orientales
En las Iglesias de Oriente, desde una época antigua, los pastores tomaron
parte activa en la celebración de los matrimonios, sea en lugar de los
padres de familia o conjuntamente con ellos. Este cambio no fue el resultado
de una usurpación: se realizó, por el contrario, a petición de las familias
y con la aprobación de las autoridades civiles. A causa de esta evolución,
las ceremonias que se realizaban primitivamente en el seno de las familias
fueron progresivamente incluidas en los ritos litúrgicos mismos, y se formó
asimismo la opinión de que los ministros del rito del ìõóôÞñéov matrimonial
no eran sólo los cónyuges, sino también el pastor de la Iglesia.
1.6. Las tradiciones occidentales
En las Iglesias de Occidente se produjo el encuentro entre la visión
cristiana del matrimonio y el derecho romano. De ahí surgió una pregunta:
«¿Cuál es el elemento constitutivo del matrimonio desde el punto de vista
jurídico?». Esta pregunta fue resuelta en el sentido de que el
consentimiento de los esposos fue considerado como el único elemento
constitutivo. Así fue como, hasta el tiempo del Concilio de Trento, los
matrimonios clandestinos fueron considerados válidos. Sin embargo, la
Iglesia pedía, desde hacia mucho tiempo, que se reservara lugar a ciertos
ritos litúrgicos, a la bendición del sacerdote y a la presencia de éste como
testigo de la Iglesia. Por medio del decreto «Tametsi» la presencia del
párroco y de otros testigos llegó a ser la forma canónica ordinaria,
necesaria para la validez del matrimonio.
1.7. Las nuevas Iglesias
Es deseable que, bajo el control de la autoridad eclesiástica, se instauren
en los pueblos recientemente evangelizados nuevas normas litúrgicas y
jurídicas del matrimonio cristiano. El mismo Concilio Vaticano II y el nuevo
ritual para la celebración del matrimonio lo desean. Así se armonizarán la
realidad del matrimonio cristiano con los valores auténticos que manifiestan
las tradiciones de esos pueblos.
Esa diversidad de normas, debida a la pluralidad de las culturas, es
compatible con la unidad esencial, pues no sobrepasa los límites de un
legítimo pluralismo.
El carácter cristiano y eclesial de la unión y de la mutua donación de los
esposos puede, en efecto, ser expresado de diferentes maneras, bajo el
influjo del bautismo que recibieron y por la presencia de testigos, entre
los cuales el «sacerdote competente» juega un papel eminente.
Pueden parecer oportunas, tal vez, diversas adaptaciones canónicas de esos
diferentes elementos.
1.8. Adaptaciones canónicas
La reforma del derecho canónico debe tener en cuenta la visión global del
matrimonio, y sus dimensiones a la vez personales y sociales. La Iglesia
debe ser consciente de que las disposiciones jurídicas están destinadas a
apoyar y promover condiciones cada día más atentas a los valores humanos del
matrimonio. No debe pensarse, sin embargo, que tales adaptaciones puedan
tocar a la totalidad de la realidad del matrimonio.
1.9. Proyección personalista de la institución
«La persona humana que, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de
vida social, es y debe ser el principio, el sujeto y el fin de todas las
instituciones sociales»(147). Como «comunidad íntima de vida y amor
conyugal»(148), el matrimonio constituye un lugar y un medio apropiados para
favorecer el bien de las personas en la línea de su vocación. Por
consiguiente, el matrimonio jamás puede ser considerado como un modo de
sacrificar personas a un bien común que les es extrínseco. Por lo demás, el
bien común es «el conjunto de las condiciones sociales que permiten, tanto a
los grupos como a cada uno de sus miembros, alcanzar su propia perfección de
modo más total y más fácil»(149).
1.10. Estructura y no superestructura
Aunque esté sometido al realismo económico, tanto en su inicio como a lo
largo de toda su duración, el matrimonio no es una superestructura de la
propiedad privada de bienes y recursos. Es cierto que las formas concretas
de existencia del matrimonio y de la familia pueden depender de condiciones
económicas. Pero la unión definitiva de un hombre y una mujer en la alianza
conyugal corresponde ante todo a la naturaleza humana y a las exigencias
inscritas en ella por el Creador. Esta es la razón profunda en virtud de la
cual el matrimonio favorece grandemente la maduración personal de los
esposos, lejos de entrabarla.
2. Sacramentalidad
2.1. Símbolo real y signo sacramental
Cristo Jesús hizo redescubrir, de manera profética, la realidad del
matrimonio, tal como fue querida por Dios desde el origen del género humano
(cf. Gén 1, 27 = Mc 10, 6, par. Mt 19, 4; Gén 2, 24 = Mc 10, 7-8, par. Mt
19, 5). Lo restauró por medio de su muerte y su resurrección. También el
matrimonio cristiano se vive «en el Señor» (1 Cor 7, 39); está determinado
por los elementos de la obra de la salvación.
Desde el Antiguo Testamento, la unión matrimonial es una figura de la
alianza entre Dios y el Pueblo de Israel (cf. Os 2; Jer 3, 6-13; Ez 16 y 23;
Is 54). En el Nuevo Testamento el matrimonio reviste una dignidad más alta
aún, pues es la representación del misterio que une a Cristo Jesús con la
Iglesia (cf. Ef 5, 21-33). Esta analogía se ilumina más profundamente por
medio de la interpretación teológica: el amor supremo y el don del Señor
hasta el derramamiento de su sangre, así como la adhesión fiel e irrevocable
de la Iglesia, su Esposa, llegan a ser el modelo y el ejemplo para el
matrimonio cristiano. Esta semejanza es una relación de auténtica
participación en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. Por su parte,
y a modo de símbolo real y signo sacramental, el matrimonio cristiano
representa concretamente a la Iglesia de Jesucristo en el mundo y, sobre
todo bajo el aspecto de la familia, se denomina con razón «Iglesia
doméstica»(150).
2.2. Sacramento en sentido estricto
Del modo expuesto, el matrimonio cristiano se configura con el misterio de
la unión entre Jesucristo y la Iglesia. El hecho de que el matrimonio
cristiano sea así asumido en la economía de la salvación, justifica ya la
denominación de «sacramento» en un sentido amplio. Pero es más todavía una
condensación concreta y una actualización real de ese sacramento primordial.
El matrimonio cristiano es, pues, en sí mismo, verdadera y propiamente un
signo de salvación que confiere la gracia de Jesucristo, y es por eso por lo
que la Iglesia Católica lo cuenta entre los siete sacramentos(151).
Entre la indisolubilidad del matrimonio y su sacramentalidad hay una
relación particular, es decir, una relación constitutiva y recíproca. La
indisolubilidad permite percibir más fácilmente la sacramentalidad del
matrimonio cristiano y, a su vez, desde el punto de vista teológico, la
sacramentalidad constituye el fundamento último, aunque no el único, de la
indisolubilidad del matrimonio.
2.3 Bautismo, fe actual, intención, matrimonio sacramental
Como los demás sacramentos, también el matrimonio comunica la gracia. La
fuente última de esta gracia es el impacto de la obra realizada por
Jesucristo y no solamente la fe de los sujetos del sacramento. Esto no
significa, sin embargo, que en el sacramento del matrimonio la gracia sea
otorgada al margen de la fe o sin ninguna fe. De ahí se sigue, según los
principios clásicos, que la fe es un presupuesto, a título de «causa
dispositiva», del efecto fructuoso del sacramento. Pero, por otra parte, la
validez del sacramento no está ligada al hecho de que éste sea fructuoso.
El hecho de los «bautizados no creyentes» plantea hoy un nuevo problema
teológico y un serio dilema pastoral, sobre todo si la ausencia, e incluso
el rechazo de la fe, parecen evidentes. La intención requerida intención de
realizar lo que realizan Cristo y la Iglesia es la condición mínima
necesaria para que exista verdaderamente un acto humano de compromiso en el
plano de la realidad sacramental. No hay que mezclar, ciertamente, la
cuestión de la intención con el problema relativo a la fe de los
contrayentes. Pero tampoco se los puede separar totalmente. En el fondo, la
verdadera intención nace y se nutre de una fe viva. Allí donde no se percibe
traza alguna de la fe como tal (en el sentido del término «creencia», o sea
disposición a creer), ni ningún deseo de la gracia y de la salvación, se
plantea el problema de saber, al nivel de los hechos, si la intención
general y verdaderamente sacramental, de la cual acabamos de hablar, está o
no presente, y si el matrimonio se ha contraído válidamente o no. La fe
personal de los contrayentes no constituye, como se ha hecho ver, la
sacramentalidad del matrimonio, pero la ausencia de fe personal compromete
la validez del sacramento.
Este hecho da lugar a interrogantes nuevos, a los que no se han encontrado,
hasta ahora, respuestas suficientes; impone este hecho nuevas
responsabilidades pastorales en materia de matrimonio cristiano. «Ante todo,
es preciso que los pastores se esfuercen por desarrollar y nutrir la fe de
los novios, porque el sacramento del matrimonio supone y requiere la
fe»(152).
2.4. Una articulación dinámica
En la Iglesia, el bautismo es el fundamento social y el sacramento de la fe,
en virtud del cual los hombres que creen, llegan a ser miembros del Cuerpo
de Cristo. Desde este punto de vista, igualmente, la existencia de
«bautizados no creyentes» implica problemas de gran importancia. Las
necesidades de orden pastoral y práctico no encontrarán solución real en
cambios que eliminaran el núcleo central de la doctrina en materia de
sacramento y de matrimonio, sino en una radical renovación de la
espiritualidad bautismal. Es preciso restituir una visión integral que
perciba el bautismo en la unidad esencial y en la articulación dinámica de
todos sus elementos y dimensiones: la fe, la preparación al sacramento, el
rito, la confesión de la fe, la incorporación a Cristo y a la Iglesia, las
consecuencias éticas, la participación activa en la vida de la Iglesia. Hay
que poner de relieve el vínculo íntimo entre el bautismo, la fe y la
Iglesia. Solamente por ese medio aparece cómo el matrimonio entre bautizados
es un verdadero sacramento «por el hecho mismo», es decir, no en virtud de
una especie de «automatismo», sino por su carácter interno.
3. Creación y Redención
3.1. El matrimonio, querido por Dios
Todo ha sido creado en Cristo, por Cristo y para Cristo. De ahí que aun
cuando el matrimonio haya sido instituido por Dios Creador, llega a ser, sin
embargo, una figura del misterio de la unión de Cristo Esposo con la Iglesia
Esposa, y se encuentra en cierto modo ordenado a ese misterio. Este
matrimonio, cuando es celebrado entre bautizados, es elevado a la dignidad
de sacramento propiamente dicho y su sentido es, entonces, hacer participar
en el amor esponsalicio de Cristo y de la Iglesia.
3.2. Inseparabilidad de la obra de Cristo
Cuando se trata de dos bautizados, el matrimonio como institución querida
por Dios Creador es inseparable del matrimonio sacramento. La
sacramentalidad del matrimonio de los bautizados no lo afecta de manera
accidental, como si esa calidad pudiera o no serle agregada: ella es
inherente a su esencia hasta tal punto que no puede ser separada de ella.
3.3. Todo matrimonio de bautizados debe ser sacramental
La consecuencia de las proposiciones precedentes es que, para los
bautizados, no puede existir verdadera y realmente ningún estado conyugal
diferente de aquel que es querido por Cristo. En este sacramento la mujer y
el hombre cristianos, al darse y aceptarse como esposos por medio de un
consentimiento personal y libre son radicalmente liberados de la «dureza de
corazón» de que habló Jesús (cf. Mt 19, 8). Llega a ser para ellos realmente
posible vivir en una caridad definitiva porque por medio del sacramento, son
verdadera y realmente asumidos en el misterio de la unión esponsalicia de
Cristo y de la Iglesia. De ahí que la Iglesia no pueda, en modo alguno,
reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a
su dignidad y a su modo de ser de «nueva creatura en Cristo», si no están
unidos por el sacramento del matrimonio.
3.4. El matrimonio «legítimo» de los no-cristianos
La fuerza y la grandeza de la gracia de Cristo se extienden a todos los
hombres, incluso más allá de las fronteras de la Iglesia, en razón de la
universalidad de la voluntad salvífica de Dios. Informan todo amor conyugal
humano y confirman la «naturaleza creada» y asimismo el matrimonio «tal como
fue al principio». Los hombres y mujeres que aún no han sido alcanzados por
la predicación del Evangelio, se unen por la alianza humana de un matrimonio
legítimo. Éste está provisto de bienes y valores auténticos que le aseguran
su consistencia. Pero es preciso tener presente que, aun cuando los esposos
lo ignoren, dichos valores provienen de Dios Creador y se inscriben en forma
incoativa en el amor esponsalicio que une a Cristo con la Iglesia.
3.5. La unión de los cristianos inconscientes de las exigencias de su
bautismo
Sería, pues, contradictorio decir que cristianos, bautizados en la Iglesia
Católica, pueden verdadera y realmente operar una regresión, contentándose
con un estatuto conyugal no sacramental. Eso seria pensar que pueden
contentarse con la «sombra», mientras Cristo les ofrece la «realidad» de su
amor esponsalicio.
Sin embargo, no pueden excluirse casos en que, para ciertos cristianos, la
conciencia esté deformada por la ignorancia o el error invencible. Esos
cristianos llegan a creer, entonces, que pueden contraer un verdadero
matrimonio excluyendo al mismo tiempo el sacramento.
En esta situación, son incapaces de contraer un matrimonio sacramental
válido, puesto que niegan la fe y no tienen la intención de hacer lo que
hace la Iglesia. Pero, por otra parte, no deja por ello de subsistir el
derecho natural a contraer matrimonio. Son, pues, capaces de darse y
aceptarse mutuamente como esposos en razón de su intención, y de realizar un
pacto irrevocable. Ese don mutuo e irrevocable crea entre ellos una relación
psicológica que se diferencia, por su estructura interna, de una relación
puramente transitoria.
Ello no obstante dicha relación no puede en modo alguno ser reconocida por
la Iglesia como una sociedad conyugal no sacramental, aunque presente la
apariencia de un matrimonio. En efecto, para la Iglesia no existe entre dos
bautizados un matrimonio natural separado del sacramento, sino únicamente un
matrimonio natural elevado a la dignidad de sacramento.
3.6. Los matrimonios progresivos
Las consideraciones anteriores demuestran el error y el peligro de
introducir o tolerar ciertas prácticas, que consisten en celebrar
sucesivamente, por la misma pareja, varias ceremonias de matrimonio de
diferente grado, aunque en principio conexas entre sí. Tampoco conviene
permitir a un sacerdote o a un diácono asistir como tales a un matrimonio no
sacramental que bautizados pretendieran celebrar, y tampoco acompañar esta
ceremonia con sus oraciones.
3.7. El matrimonio civil
En una sociedad pluralista, la autoridad del Estado puede imponer a los
novios una formalidad oficial que haga pública ante la sociedad política su
condición de esposos. Puede también dictar leyes que ordenen en forma cierta
y correcta los efectos civiles que derivan del matrimonio, así como los
derechos y deberes familiares. Es necesario, sin embargo, instruir a los
fieles católicos en forma adecuada acerca de que esta formalidad oficial,
que se denomina corrientemente matrimonio civil, no constituye para ellos un
verdadero matrimonio. No hay excepción a esta regla, sino en el caso en que
ha habido dispensa de la forma canónica ordinaria, o también si por la
ausencia prolongada del testigo calificado de la Iglesia, el matrimonio
civil puede servir de forma canónica extraordinaria en la celebración del
matrimonio sacramental(153). Por lo que se refiere a los no cristianos, y
frecuentemente también a los no católicos, dicha ceremonia civil puede tener
un valor constitutivo, sea para el matrimonio legítimo, sea para el
matrimonio sacramental.
4. Indisolubilidad
4.1. El principio
La tradición de la Iglesia primitiva, que se funda en la enseñanza de Cristo
y de los Apóstoles, afirma la indisolubilidad del matrimonio, aun en caso de
adulterio. Este principio se impone a pesar de ciertos textos de
interpretación dificultosa y de ejemplos de indulgencia frente a personas
que se encontraban en situaciones muy difíciles. Por lo demás, no es fácil
evaluar exactamente la extensión y la frecuencia de estos hechos.
4.2. La doctrina de la Iglesia
El Concilio de Trento declaró que la Iglesia no yerra cuando ha enseñado y
enseña, según la doctrina evangélica y apostólica, que el vínculo del
matrimonio no puede ser roto por el adulterio(154). Sin embargo, el Concilio
anatematizó solamente a aquellos que niegan la autoridad de la Iglesia en
esta materia. Las razones de dicha reserva fueron ciertas dudas que se han
manifestado en la historia (opiniones del Ambrosiaster, de Catarino y
Cayetano) y, por otra parte, perspectivas que se acercan al ecumenismo. No
se puede, pues, afirmar que el Concilio haya tenido la intención de definir
solemnemente la indisolubilidad del matrimonio como una verdad de fe. Deben,
sin embargo, tenerse en cuenta las palabras pronunciadas por Pío XI, en
Casti connubii, al referirse a este canon: «Si la Iglesia no se ha
equivocado ni se equivoca cuando dio y da esta enseñanza, es entonces
absolutamente seguro que el matrimonio no puede ser disuelto, ni siquiera
por causa de adulterio. Y es igualmente evidente que las otras causas de
divorcio que podrían aducirse, mucho más débiles, tienen menos valor aún, y
no pueden ser tomadas en consideración»(155).
4.3. Indisolubilidad intrínseca
La indisolubilidad intrínseca del matrimonio puede ser considerada bajo
diferentes aspectos y puede tener varios fundamentos.
Se puede considerar el problema desde el ángulo de los esposos. Se dirá
entonces que la unión íntima del matrimonio, don recíproco de dos personas,
y el mismo amor conyugal y el bien de los hijos exigen la unidad indisoluble
de dichas personas. De ahí se deriva, para los esposos, la obligación moral
de proteger su alianza conyugal, de conservarla y hacerla progresar.
Debe ponerse también el matrimonio en la perspectiva de Dios. El acto humano
por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, crea un vínculo que
está fundado en la voluntad de Dios. Dicho vínculo está inscrito en el mismo
acto creador y escapa a la voluntad de los hombres. No depende del poder de
los esposos y, como tal, es intrínsecamente indisoluble.
Vista desde la perspectiva cristológica, la indisolubilidad del matrimonio
cristiano tiene un fundamento último todavía más profundo, y consiste en que
es la imagen, sacramento y testigo de la unión indisoluble entre Cristo y la
Iglesia. Es lo que se ha llamado «el bien del sacramento». En este sentido,
la indisolubilidad llega a ser un acontecimiento de gracia.
También las perspectivas sociales fundan la indisolubilidad que es requerida
por la misma institución. La decisión personal de los cónyuges es asumida,
protegida y fortificada por la sociedad, sobre todo por la comunidad
eclesial. Están comprometidos ahí el bien de los hijos y el bien común. Es
la dimensión jurídico-eclesial del matrimonio.
Estos diversos aspectos están íntimamente ligados entre sí. La fidelidad a
que están obligados los esposos debe ser protegida por la sociedad, que es
la Iglesia. Es exigida por Dios Creador, así como por Cristo que la hace
posible en el flujo de su gracia.
4.4. Indisolubilidad extrínseca y poder de la Iglesia sobre los matrimonios
Paralelamente a su praxis, la Iglesia ha elaborado una doctrina referente a
su propia autoridad en el campo de los matrimonios. Y ha precisado así la
amplitud y los limites de esa autoridad. La Iglesia no se reconoce autoridad
alguna para disolver un matrimonio sacramental ratificado y consumado (ratum
et consummatum). En virtud de muy graves razones, por el bien de la fe y la
salvación de las almas, los demás matrimonios pueden ser disueltos por la
autoridad eclesiástica competente o, según otra interpretación, ser
declarados disueltos por sí mismos.
Esta enseñanza es sólo un caso particular de la teoría acerca del modo como
evoluciona la doctrina cristiana en la Iglesia. Hoy día, dicha enseñanza es
casi generalmente aceptada por los teólogos católicos.
No se excluye, sin embargo, que la Iglesia pueda precisar más aún las
nociones de sacramentalidad y de consumación. En tal caso, la Iglesia
explicaría mejor todavía el sentido de dichas nociones. Así, el conjunto de
la doctrina referente a la indisolubilidad del matrimonio podría ser
propuesto en una síntesis más profunda y más precisa.
5. Divorciados vueltos a casar
5.1. Radicalismo evangélico
Fiel al radicalismo del Evangelio, la Iglesia no puede dirigirse a sus
fieles con otro lenguaje que el del apóstol Pablo: «A aquellos que están
casados les mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe de su
marido y si se separa de él, que no vuelva a casarse o que se reconcilie
con su marido y que el marido no despida a su mujer» (1 Cor 7, 10-11).
Síguese de ahí que las nuevas uniones, después de un divorcio obtenido según
la ley civil, no son ni regulares ni legítimas.
5.2. Testimonio profético
Este rigor no deriva de una ley puramente disciplinar o de un cierto
legalismo. Se funda sobre el juicio que el Señor ha dado en la materia (Mc
10, 6ss). Así comprendida, esta severa ley es un testimonio profético que se
da de la fidelidad definitiva del amor que une a Cristo con la Iglesia, y
demuestra también que el amor de los esposos está asumido en la caridad
misma de Cristo (Ef 5, 23-32).
5.3. La «no-sacramentalización»
La incompatibilidad del estatuto de los «divorciados vueltos a casar» con el
precepto y el misterio del amor pascual del Señor acarrea para ellos la
imposibilidad de recibir, en la Sagrada Eucaristía, el signo de la unión con
Cristo. El acceso a la comunión eucarística no puede pasar sino por la
penitencia, la que implica el «dolor y detestación del pecado cometido, y el
propósito de no pecar en adelante»(156). Todos los cristianos deben recordar
las palabras del Apóstol: «...quienquiera come el pan o bebe el cáliz del
Señor indignamente, será culpable con respecto al Cuerpo y a la Sangre del
Señor. Que cada uno se examine, pues, y que así coma este pan y beba este
cáliz; porque el que los come y bebe indignamente, se come y bebe su propia
condenación, no haciendo discernimiento del Cuerpo» (1 Cor 11, 27-29).
5.4. Pastoral de los divorciados sueltos a casar
Esta situación ilegítima no permite vivir en plena comunión con la Iglesia.
Y, sin embargo, los cristianos que se encuentran en ella no están excluidos
de la acción de la gracia de Dios, ni de la vinculación con la Iglesia. No
deben ser privados de la solicitud de los pastores(157). Numerosos deberes
que derivan del bautismo cristiano permanecen aún para ellos en vigor. Deben
velar por la educación religiosa de sus hijos. La oración cristiana, tanto
pública como privada, la penitencia y ciertas actividades apostólicas
permanecen siendo para ellos caminos de vida cristiana. No deben ser
despreciados, sino ayudados, como deben serlo todos los cristianos que, con
la ayuda de la gracia de Cristo, se esfuerzan por librarse del pecado.
5.5. Combatir las causas de los divorcios
Es cada día más necesario desarrollar una acción pastoral que se esfuerce
por evitar la multiplicación de los divorcios y las nuevas uniones civiles
de divorciados. Hay que inculcar especialmente a los futuros esposos una
conciencia viva de todas sus responsabilidades de cónyuges y de padres. Es
importante presentar en forma cada vez mas eficaz el sentido auténtico del
matrimonio sacramental como una alianza realizada «en el Señor» (1 Cor 7,
39). De este modo, los cristianos se encontrarán mejor preparados para
adherir al mandamiento del Señor y para dar testimonio de la unión de Cristo
con la Iglesia. Y esto redundará, por lo demás, en mayor bien para los
esposos, para los hijos y para la misma sociedad.
8.4. Comentario, por Mons. Ph. Delhaye
I
La primera serie de tesis no tiene ni un alcance ni una intención
especialmente polémicas. Pero no debía, por ello, dejar de salir al
encuentro de las objeciones que hoy se formulan contra el matrimonio como
institución. ¿Cuáles son esos reproches? Son sumamente diversos. Unos dirán
que el hombre y la mujer hacen de su unión lo que les place sin ninguna
estructura preestablecida o incluso que desde el momento que «el amor está
allí» son superfluos ritos de entrada en el matrimonio o modelos de vida.
Otros afirmarán que el matrimonio sacrifica el bien de las personas al de
una sociedad opresiva y extrínseca, cuando no lo hace a imperativos
económicos más o menos camuflados. En fin, otros todavía reprocharán a la
Iglesia haber usurpado una autoridad sobre el matrimonio que era dominio del
Estado o de las familias, y que hay que hacer pasar, también aquí, la gran
corriente de la secularización. ¿No se oye decir frecuentemente que, según
la carta a Diogneto, «los cristianos se casan como los otros hombres»(158) o
que sólo en el siglo XI la autoridad eclesial se impuso para gobernar el
matrimonio y sus ritos de celebración?
¿Qué respuestas propone la Comisión teológica internacional a estas
dificultades? No fue fácil condensar en diez proposiciones el instrumento de
trabajo de W. Ernst, su «relación»(159), como tampoco los documentos que las
complementaron(160). El sentido completo aparecerá solamente a quienes lean
su comentario y su relación final. Aquí se podrán indicar, a lo sumo,
algunas direcciones de pensamiento y de investigación. Por lo demás se
distribuyen en dos campos esenciales: por una parte, la persona y la pareja
humana delante de Dios, Creador y Redentor; y, por otra parte, el papel
exacto jugado por la Iglesia, guardiana y responsable de los datos de la fe
en este campo.
La reacción de la teología preconciliar fue poner de relieve la necesidad de
un contrato jurídico y referirse a la «natura pura», base de un derecho
natural, al que más tarde vino a añadirse, como un elemento extrínseco, un
sacramento de la fe. La opción de la Comisión teológica internacional ha
sido, sin descuidar nada de lo que había de válido en estas exposiciones,
enfocar las cuestiones en la perspectiva de la historia de la salvación y de
la filosofía personalista.
La antropología, la psicología, la sociología (tesis 1.1; 1.9; 1.10) nos
informan sobre el sentido del matrimonio, que está fundado en la diferencia
de sexos (tesis 1.1), que permite una relación interpersonal de un tipo
específico, particularmente enriquecedora (tesis 1.10). Pero para el
creyente el matrimonio recibe, ante todo, su sentido de la acción de Dios,
Creador y Redentor. No se trata de ignorar la distinción entre la naturaleza
y la gracia(161), pero en la historia de la salvación hay una continuidad
completamente especial entre el matrimonio querido por el Creador para la
«naturaleza creada» y el matrimonio restaurado por el Redentor y su gracia
para la «naturaleza rescatada». Por esto, tanto Mateo (19, 5) como Pablo (Ef
5, 31) recordarán la voluntad del Señor Jesús de reconducir por la gracia el
matrimonio a aquello que fue «al principio» (tesis 1.1; 1.2). Yahveh ha
creado el ser humano a su imagen, los hizo varón y mujer, para que el uno
diera al otro, en la alegría de la complementariedad, la victoria sobre el
aislamiento, así como también para darles el poder casi divino de
transmitir, de dar la vida (tesis 1.1).
Los escritos apostólicos (tesis 1.3) han entendido bien todo el alcance del
don y del llamamiento que esto implicaba. Pablo, en el fondo, lo dice todo,
cuando proclama que el matrimonio cristiano se hace «en el Señor» (1 Cor 7,
39) según la lógica de la fe y de la gracia que instaura una nueva creación
(2 Cor 5, 17). La intimidad sexual entre los esposos que se han unido «en
Cristo», es materialmente la misma que en la fornicación y el adulterio de
los paganos (1 Cor 6, 12-20; 6, 9-10), pero difiere en su realidad humana y
divina. Esta unión puede insertarse en el amor de Cristo y de la Iglesia (Ef
5, 22-23); esta alianza humana se coloca dentro de la Alianza entre Dios y
su pueblo. En la relación al cónyuge, éste no es ya un objeto, sino un
sujeto, una persona (tesis 1.9). El sentido del matrimonio no es sojuzgar a
uno de los dos ni es el producto de una sociedad económica (tesis 1.10). «La
unión definitiva de un hombre y una mujer» (tesis 1.10) es una respuesta de
la gracia de Dios a las llamadas que el Creador mismo ha puesto en las
personas humanas a todos los niveles de su ser para ayudarlas a construirse
y a superarse con la fuerza de su gracia (tesis 1.10).
Desde entonces, si se trata de directrices morales y canónicas formuladas
por la Iglesia, si ésta interviene en la celebración del matrimonio, ello no
es solamente como consecuencia de una autoridad o para responder a los
deseos de las familias o incluso del Estado (tesis 1.5); es, ante todo, para
aplicar y precisar las exigencias de la nueva creación en Cristo y la fe.
También aquí el recurso a la historia(162) o la comparación entre las
tradiciones de Occidente, de Oriente, del tercer mundo, para la celebración
del matrimonio y las orientaciones que de estas cosas se deducen, son
plenamente esclarecedores. No ha sido el resultado menos paradójico de estas
comparaciones ver desgajarse los elementos esenciales de la entrada de los
cristianos en el estado de matrimonio, marcado por su doble pertenencia a
Cristo y a la Iglesia (tesis 1.7; cf. 2). Por una parte, la donación
consciente y voluntaria, el compromiso recíproco de un hombre y una mujer se
hace bajo el influjo de su bautismo (tesis 1.7; cf. 2) y es una
manifestación de su «sacerdocio real»(163). Por otra parte, este acto, en si
tan personal e íntimo, tiene necesariamente, como testigos, representantes
del Pueblo de Dios, entre los que, por títulos diversos según las
tradiciones, el pastor tiene ciertamente un puesto preeminente.
Pero esta constatación no era el objetivo primero de esta afirmación. Las
investigaciones de la Comisión teológica internacional querían, en primer
lugar, salir al encuentro del reproche de usurpación clerical (tesis 1.5) y
ver cómo han tomado los pastores un puesto cada vez más importante en el
acto inicial del matrimonio. No se trataba de escribir aquí en resumen una
historia de la liturgia del matrimonio ni de pretender que ésta, durante los
primeros siglos, ha tenido necesariamente un carácter «clerical», todavía
menos de descubrir un «derecho canónico» primitivo del matrimonio. Pero
tampoco se podía ignorar la convergencia muy clara entre el cuidado de los
pastores, por una parte, de eliminar el carácter pagano de las bodas
familiares, de discernir las consecuencias de la fe en la entrada y en la
vida de matrimonio, y, por otra parte, el deseo de las familias de tomar a
la comunidad como testigo de este cambio de vida, de pedir la bendición del
sacerdote, de unir el don humano interpersonal al don de Cristo a su Iglesia
en la santa Eucaristía. No tiene nada de sorprendente que estas
intervenciones pastorales hayan tenido lugar (tesis 1.5 y 1.6) y puedan
seguir teniendo lugar (tesis 1.7) en un pluralismo coherente. Esto muestra
que, salva sacramenti substantia, la Iglesia es capaz de hacer la síntesis
de la realidad inmutable del matrimonio cristiano con las auténticas
tradiciones de las diversas culturas y momentos de la historia; pueden
esperarse adaptaciones en los pueblos recientemente convertidos (tesis 1.7).
Esto implica ciertamente reformas canónicas: la Comisión teológica
internacional se ha expresado sobre las que se preparan en el momento de
redactar sus tesis (tesis 1.8) con más resignación que entusiasmo.
II
El sentido mismo de la institución del matrimonio está basado sobre su
índole sacramental (segunda serie de tesis) e implica una divergencia de las
competencias y la identidad de las sociedades que entran en la cuestión
(tercera serie de tesis). Una obra muy propensa a desdibujar las diferencias
entre el catolicismo y la reforma se ve obligada a reconocer aquí lo que
llama «una especial cuestión controvertida»(164). En el catolicismo, la
institución matrimonial está fundada en la inserción sacramental del amor
esponsalicio en el misterio pascual, y consecuentemente la Iglesia, fiel a
su Señor, juega allí un papel primordial, «mientras que la doctrina
evangélica [es decir, protestante] rechaza esto y considera el matrimonio,
conforme a un célebre dicho de Lutero, como una "cosa mundana", como algo de
que la Iglesia sólo debe cuidarse en la predicación de la palabra de Dios,
pero fuera de esto no más de lo que se cuida de la profesión de los
cristianos»(165).
Los acercamientos ecuménicos, así como la crisis sacramental de hoy, y, por
otra parte, el hecho nuevo de «bautizados no creyentes» han llevado a los
miembros de la Comisión teológica internacional, esta vez bajo la guía del
profesor K. Lehmann(166), a repensar cierto número de problemas: ¿Qué se
quiere decir cuando se afirma que el matrimonio cristiano es un sacramento?
¿Qué parte juega la fe en todo acto sacramental? ¿Qué sucede, más
especialmente a este propósito en el caso del matrimonio, en particular para
aquellos que vienen a pedir una ceremonia religiosa sin tener una fe
personal?
Hablemos, en primer lugar, del matrimonio como sacramento (tesis 2.1; 2.2).
Se han escrito bibliotecas sobre el sentido y la evolución de la palabra
sacramento. Los miembros de la Comisión teológica internacional no lo
ignoran. Eran bien conscientes de que en el siglo XII, bajo el influjo del
aristotelismo, el término ha recibido una definición más estricta, centrada
en las ideas de signo y de causalidad eficiente(167). Desde entonces el
número septenario de los sacramentos, que incluye al matrimonio, permite
distinguir mejor los signos eficaces de Cristo mismo y de su gracia, de una
multitud de cosas sagradas y de signos simbólicos a los que se llamará en
adelante «sacramentales». Sería equivocado, sin embargo, creer que se trata
de una novedad, porque el número septenario se encuentra igualmente en las
Iglesias orientales, incluso en las no calcedonenses, las cuales han
escapado a la «invasión de Aristóteles». Por otra parte, si las fórmulas son
menos nítidas antes del siglo XII, la definición clásica de San Isidoro de
Sevilla (+ 636), que era también clásica mucho antes, une la idea de signum
con la de virtus, incluso antes de que los escolásticos del siglo XII hayan
reemplazado esta última por causa para ser fieles a las categorías de
Aristóteles(168). Es en esta perspectiva de causalidad eficiente y... eficaz
en sí misma(169), como el Concilio de Trento definirá la sacramentalidad del
matrimonio(170), como lo recuerdan y lo explican las tesis 2.1; 2.2.
Pero se puede también tomar el término sacramento en su origen bíblico y en
su dimensión patrística de ìõóôÞñéov (tesis 2.1; 2.2). ¿No es éste el
sentido en que Lumen gentium presenta a la Iglesia misma como «el
sacramento, es decir, a la vez, el signo y medio de unión continua con Dios
y la Iglesia, de todo el género humano»(171)? En esta perspectiva se insiste
menos en la causalidad que hace pasar una fuerza de una persona a otra por
un rito, que en la unión de una realidad humana con una realidad divina.
¿Qué es este ìõóôÞñéov? Col 1, 26, y tantos otros textos dirán que se trata
esencialmente de la encarnación del Hijo primogénito, Creador Él mismo,
Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia, primogénito de entre los muertos que
quiere unir a los hombres a su imagen divinizante (Col 1). Esta obra se
realiza, en primer lugar, por el bautismo que Rom 6 va a presentar como una
asimilación al ìõóôÞñéov de Cristo. Él ha muerto, ha sido sepultado, ha
resucitado. Lo ha hecho por nosotros, es decir, a la vez en provecho nuestro
y en nuestro lugar. Nuestra fe nos lleva, por ello, a repetir este gesto
ritual de entrada, de sepultura, como también de salida del río bautismal. Y
como no se trata solamente de un símbolo, sino de una comunión, nuestra
muerte y nuestra resurrección rituales se traducen en la divinización, en
una muerte al pecado y una vida para Dios.
El texto de Ef 5 coloca, de nuevo, el matrimonio cristiano en el cuadro del
ìõóôÞñéov pascual. Ésta es la razón por la cual la muerte y la resurrección
de Cristo por los hombres (Rom 4, 25) están presentadas aquí en otra
categoría bíblica: la del amor esponsalicio del Señor por su pueblo. Pero se
trata del mismo ìõóôÞñéov del amor salvador de Cristo y de la Iglesia (Ef 5,
32). Es en este ìõóôÞñéov pascual, bajo este aspecto esponsalicio, donde se
inserta el amor conyugal de un cristiano y una cristiana. Esta unión
ciertamente está llena de dones y de exigencias morales, pero está, ante
todo, reconducida a un amor restaurado según el deseo de Dios Creador (Ef 5,
31) y elevado por la gracia, como lo hacía notar en términos tan nítidos
Gaudium et spes: «El auténtico amor conyugal está asumido en el amor divino
y enriquecido por el poder redentor de Cristo y la acción salvífica de la
Iglesia, a fin de conducir eficazmente los esposos a Dios, de ayudarles y
confirmaras en su misión de padre y de madre»(172). También Lumen gentium
que habla de «participación», identifica de tal modo el ìõóôÞñéov del amor
Cristo-Iglesia, que retoma la expresión patrística de «Iglesia doméstica»
para designar el hogar(173), como lo hace notar la tesis 2, 1.
Si el matrimonio cristiano es un sacramento en el doble sentido de «signo
eficaz» de la gracia y de inserción específica en el ìõóôÞñéov de la
salvación, se plantea inmediatamente el problema de saber cómo un hombre que
no tiene fe cristiana, podría contraer un matrimonio así. La Comisión
teológica internacional ha querido tratar este problema, ante todo, porque
se impone a la atención de todos como un hecho nuevo (tesis 2.3)(174), pero
también porque permite hacer el balance sobre las relaciones fe-sacramento
que el Vaticano II ha examinado en una perspectiva nueva o, más exactamente,
renovada.
Es simplificar, pero no falsificar, las cosas, decir, leyendo la Escritura
en continuidad con su Tradición, que el Magisterio de la Iglesia ha
mantenido siempre que los signos mistéricos y sacramentales deben su
eficacia a la acción perpetua de Cristo a través de sus ministros, pero que,
por otra parte, las gracias ofrecidas deben recibirse con fe por los hombres
que son sus beneficiarios. Esto se requiere como una condición primera para
que el sacramento sea eficaz, y evidentemente todavía más para que sea
fructuoso. Si la fe del sujeto no puede ser personal, como sucede en el
bautismo de los niños, al menos, es sustituida por la fe de la Iglesia, de
los padrinos, de los padres, antes de ser asumida personalmente por la
opción fundamental en la edad del uso de razón o por una ceremonia de
profesión de fe, de formas, por lo demás, históricamente muy variadas.
Sería vano negarlo: si esta importancia dispositiva de la fe personal ha
sido un poco difuminada en la teología católica del siglo XVI y en el
Concilio de Trento(175), fue por reacción contra las doctrinas de la
reforma. Para éstas no hay acción de Cristo o de la Iglesia en los
sacramentos que sea independiente de la fe personal del cristiano. Los
gestos sacramentales de la Iglesia serían sólo alimento o signo de la fe de
los hombres y no acción de Dios por la Iglesia.
El Vaticano II, por encima de las polémicas e incluso de la oposiciones que
perduran, ha querido rendir testimonio más pacíficamente a la fe tradicional
de la Iglesia católica, afirmando(176) que los sacramentos confieren la
gracia (es el homenaje rendido al «ex opere operato»), pero que, al mismo
tiempo, suponen la fe, la alimentan, la fortifican y la expresan.
Esto es lo que la Comisión teológica internacional ha querido, a su vez,
expresar (tesis 2.3). En el matrimonio cristiano, la gracia es comunicada,
en último análisis, en virtud de la obra de Cristo. Pero, por otra parte, la
fe del hombre y de la mujer bautizados que quieren casarse «en el Señor», no
es un elemento adventicio; la gracia no se da fuera de la fe y sin fe
ninguna (tesis 2.3).
La tesis 2.4 ha querido incluso explicitar la dinámica normal del nacimiento
y del desarrollo de toda la vida cristiana a partir de la fe. Lo ha hecho en
el espíritu de los discursos petrinos y paulinos del libro de los Hechos y
según un esquema que después de haber conocido muchos avatares literarios en
los Padres y los medievales, se expresa todavía en el capitulo 6 de la
sesión VI del Concilio de Trento(177) para ilustrar el tema de la fe como
raíz de la justificación. El hombre escucha predicar la palabra de Dios y
cree en Jesús como su Redentor. Se prepara a recibir el bautismo y lo hace
confesando su fe. Así es incorporado a Cristo, acepta las condiciones éticas
de la justificación y toma una plaza activa en la Iglesia. Cuando se casa,
lo hace evidentemente a la luz de su fe, de su pertenencia a Cristo al que
pide elevar su amor conyugal a la fuerza y a la incondicionalidad de su
agape redentor.
Pero ¿qué va a pasar cuando este dinamismo es perturbado, si no roto? Los
candidatos al matrimonio han recibido ciertamente el bautismo, sacramento de
la fe. Pero no han vivido esta fe o la han rechazado. Ha parecido a la
Comisión teológica internacional, después de largas discusiones de las que
aquí se encuentra un cierto resumen, que se planteaba una doble cuestión.
Una primera cuestión se sitúa al nivel de los hechos: ¿cuándo y cómo se
puede saber si el joven y la joven que piden un matrimonio religioso, tienen
verdaderamente fe o la han perdido? Una segunda cuestión es más doctrinal:
¿se puede decir, como lo han hecho ciertos publicistas: «no hay fe, no hay
matrimonio»? o, al contrario, ¿se puede hacer jugar un cierto «automatismo»:
«ha habido bautismo, por tanto el único matrimonio posible es el
sacramental»?
La primera cuestión ha sido resuelta de modos diversos en ciertos ambientes,
pero la respuesta que se le ha dado, no ha estado siempre exenta de ese
sorprendente antisacramentalismo que se ha manifestado en ciertos ambientes
católicos del meta-Concilio. ¿Es tan simple dar un juicio, con toda
serenidad, sobre la existencia o la no existencia de la fe de los
interlocutores? ¿Quién tiene verdaderamente jurisdicción para hacerlo? ¿No
es más juicioso, también más cristiano, pasar, dando un rodeo, por las
intenciones y las motivaciones? Pero aquí aparece que la mayor parte de los
casos pueden clasificarse en dos grandes opciones. Ciertos candidatos al
matrimonio cristiano, por paradójico que ello sea, lo piden solamente por
razones mundanas de pompa exterior o de conveniencia familiar. En el fondo
de ellos mismos, a pesar del bautismo de la infancia, hay una indiferencia
total, incluso una hostilidad contra Cristo y su Iglesia. Este bloqueo de la
fe arrastra consigo el de la intención: no tienen ciertamente la voluntad de
entrar en el misterio sacramental, de comprometerse «según el rito de
nuestra Santa Madre la Iglesia». La honradez no puede sino inspirar que se
rehúse lo que sería, en fin de cuentas, una comedia, como también que se
rechace una parodia parasacramental. La ausencia de intención y de fe haría
inválido este matrimonio. Pero, en otros casos, más numerosos de lo que, en
alguna ocasión, cierto elitismo supone, los novios son ciertamente
educables. Su fe y sus conocimientos religiosos son poco aparentes, pero, a
pesar de todo, hay en ellos un llamamiento divino a una dimensión superior
del matrimonio. Con la ayuda de los pastores y de hogares cristianos, esta
simple disposición a creer puede desarrollarse, reforzarse, ilustrarse.
¿Cómo no aprovechar la ocasión de un catecumenado que iluminando y nutriendo
la fe, encontrará de nuevo la dinámica de la intención personal
reforzándola?
Así aparece el camino medio elegido por la Comisión teológica internacional
a propósito de la segunda cuestión. Ni el hecho del bautismo anterior ni la
ausencia de fe resuelven estos casos, a nivel de principios, por una especie
de automatismo o, al contrario, por una negativa de la realidad sacramental.
La clave del problema está en la intención, la intención de hacer lo que
hace la Iglesia al ofrecer un sacramento permanente que comporta
indisolubilidad, fidelidad, fecundidad. Para que haya posibilidad de un
matrimonio sacramental válido, hacen falta el bautismo y una fe explícita,
que alimenten ambos la intención de insertar un amor conyugal humano en el
amor pascual de Cristo. Por el contrario, si el rechazo explícito de la fe,
a pesar del bautismo de la infancia, comporta el rechazo de hacer lo que
hace la Iglesia de Dios, no será posible realizar un matrimonio sacramental
válido. ¿Están, por ello, estos jóvenes excluidos de todo matrimonio? Esto
es lo que, entre otras cosas, estudia la tercera serie de tesis.
III
Para orientase dentro de las enseñanzas muy densas de la tercera serie de
tesis que fue estudiada bajo la guía del profesor C. Caffarra(178), hay que
partir de dos puntos esenciales de referencia: la especificidad del
matrimonio cristiano(179) y la diversidad de los tipos de matrimonio según
la multiplicidad de las relaciones de los hombres a Cristo, Creador y
Redentor.
Se ha dicho, a veces, que esta cuestión debía interpretarse dentro del
cuadro de la naturaleza y de la sobrenaturaleza. Hoy muchos dudarían de
ello, porque les parece que el Vaticano II ha ignorado esta distinción(180)
o ha absorbido la gracia en la naturaleza(181). Parece que se puede seguir
usando esta fórmula, aunque no fuera más que para mostrar más fácilmente el
sentido exacto de los dos aspectos del matrimonio. Cuando los filósofos
griegos (Platón Aristóteles, los Estoicos) hablan de la öýóéò, entienden por
ella, ante todo, el cosmos que pre-existe a la acción del espíritu (ðvå_ìá)
y que escapa al conocimiento, a la providencia, a la creación de los dioses,
del demiurgo, del «primer motor». Esta idea evidentemente no es retomada por
los Padres o los escolásticos, pero renace en el averroísmo así como en el
derecho natural de H. Grocio. Éste pretende ciertamente hacer una moral
quasi Deus non daretur y, si no es seguido por todos en esta perspectiva,
los teóricos de la política, así como los filósofos de la «Aufklärung»
eliminan, por lo menos, a Cristo de sus sistemas para contentarse con hablar
de un Ser supremo. Los juristas regalistas del Antiguo Régimen, así como los
defensores de la Revolución de 1789, estarán paradójicamente de acuerdo para
considerar el matrimonio como una institución puramente profana, dependiente
exclusivamente del Estado. Si los católicos quieren una ceremonia
complementaria, como los protestantes pasan por el templo para una
bendición, se puede en rigor permitirla, pero el matrimonio ya está hecho.
Una alianza más curiosa es la que ciertos teólogos, partidarios de la natura
pura, entablan, por lo demás de hecho, con los regalistas. Sin duda,
declaran que esta «naturaleza pura»(182) no orientada hacia la gracia es una
simple hipótesis, pero, en este campo, como en tantos otros de la moral,
olvidan muy pronto este carácter hipotético de la naturaleza pura, para
hacer de ella el fundamento mismo de su enseñanza. A partir de ahí, el
matrimonio cristiano es, ante todo, un contrato jurídico, una institución
civil que la Iglesia ha usurpado. El sacramento permanece extrínseco y, como
se ha dicho alguna vez, es el marco dorado de una pintura que existía fuera
de él. Se los podría separar... Como se ve, no se trata de una querella de
competencias sino del sentido mismo del ser cristiano. El rechazo de esta
separación por muchos Papas, y especialmente por León XIII (tesis 3.2), el
restaurador del tomismo, es una toma de posición doctrinal que remite a los
puntos de vista de los Padres y de los escolásticos.
Para éstos, en efecto, no hay ninguna necesidad de la hipótesis de la natura
pura para afirmar con la Revelación, especialmente con San Pablo, la
gratuidad de la divinización. La naturaleza y la gracia existen ciertamente
como dos dimensiones del ser cristiano. Pero ambas son la obra de Dios,
Creador y Redentor, y están en continuidad la una con la otra. No se trata
de ignorar la naturaleza y, por consiguiente, los aspectos humanos y
civiles del matrimonio sino de situarla con San Agustín, los Victorinos,
San Alberto, Santo Tomás, San Buenaventura... y el Vaticano II, en la
historia de la salvación. La naturaleza humana está siempre situada en un
momento de la historia de la salvación: en la creación del comienzo de las
cosas (natura condita, tesis 3.4), en la naturaleza pecadora manchada por la
dureza del corazón que explica el divorcio (tesis 3.3), en la naturaleza
rescatada que recibe de la gracia la fuerza para dominar las dificultades de
la vida conyugal (tesis 3.3) y funda el amor conyugal sobre el mismo agape
crístico. Se comprende, por ello, en esta óptica que por necesidad
ontológica mucho más que por leyes es imposible para cristianos,
conscientes de su compromiso con Cristo, volver a estadios anteriores de la
historia de la salvación y contraer un matrimonio que no sea sacramental
(tesis 3.3) o querer hacer de una unión puramente humana, una etapa legítima
hacia esta inserción de su amor en el agape de Cristo.
Pero, ¿qué sucede con cristianos a los que la ignorancia o el error hacen
inconscientes de esta exigencia? ¿Cómo juzgar los otros «tipos» de
matrimonio? La Comisión teológica internacional ha tenido interés en
expresarse sobre estos temas, para utilizar el método de los contrastes y, a
la vez, para hacer ver mejor que no puede tratarse de despreciar los valores
humanos del matrimonio(183).
Tomemos, ante todo, el caso de los cristianos, cuya conciencia está
deformada por un error invencible o por la ignorancia (tesis 3.5). Tienen el
derecho natural de casarse y son incapaces (tesis 2.3) de hacerlo al nivel
de su bautismo por falta de fe y de intención. La Comisión teológica
internacional no ha creído poder seguir la opinión de ciertos juristas que
hablan aquí de otro tipo de matrimonio legítimo. Pero ha querido reconocer
la realidad y la consistencia de esta unión en el plano psicológico, y la ha
distinguido con nitidez de una simple relación.
En cuanto al matrimonio de los no bautizados, al que el vocabulario de los
canonistas da el nombre de «legítimo», la tesis 3.4, le reconoce la
consistencia, los valores, los bienes. Va más lejos, del mismo modo que la
tesis 3.1, viendo en él una imagen y una orientación hacia el matrimonio en
el Señor. Si la Comisión teológica internacional hubiera trabajado en la
óptica de la natura pura, se le habría podido reprochar un intento de
recuperación. Pero se trata aquí de una ilación lógica de la dialéctica que
va de la obra creadora a la obra redentora. Cristo Salvador no sólo diviniza
el matrimonio humano, sino que, por encima del reino del pecado restaura la
dignidad del matrimonio que Él, con el Padre y el Espíritu, ha querido como
uno de los elementos de su obra creadora.
Nos queda hablar del «matrimonio civil». No era posible olvidar que fue y es
todavía a veces una máquina de guerra. Pero, en una sociedad secularizada y
pluralista se hace, a veces, difícil, cuando se trata de todos los
ciudadanos, ligar los efectos civiles del matrimonio a solo el sacramento.
De todas maneras, la Comisión teológica internacional no tiene ninguna
opinión que expresar sobre concordatos o revisiones de concordatos. En su
tesis 3.1, ha querido reconocer solamente que el Estado tiene ciertamente el
derecho de regular el reconocimiento civil de los matrimonios, exigiendo
ciertas formalidades que le son propias.
Existe ciertamente el peligro de ver que ciertos cristianos piensen que esta
ceremonia civil reemplaza a la celebración sacramental. La experiencia de
países en que sobrevive, más o menos, el concordato Napoleón-Caprara muestra
que del lado de los fieles se ha podido paliar este peligro(184). Pero hoy
paradójicamente el peligro vendría más bien de ciertos clérigos que ceden a
la moda del antisacramentalismo. ¿Cómo podría desearse, fuera de los casos
extraordinarios que enumera la tesis 3.7, que el sacramento del matrimonio
se celebre bajo la tutela del magistrado de un Estado laico, si no ateo?
IV
La indisolubilidad del matrimonio cristiano tiene un lazo muy especial con
su sacramentalidad (tesis 2.2). Aquella se hace posible por la inserción del
amor humano en el agape Cristo-Iglesia (tesis 3.1; 3.2; 3.3; etc.) por
encima de toda «dureza de corazón». Es tiempo de estudiarla por sí misma y
de ver los problemas que plantea hoy.
Cuando se analiza de cerca la cuarta serie de tesis que fue preparada bajo
la dirección del R.P. E. Hamel(185), se advierte que se trata ciertamente de
la doctrina tradicional de la Iglesia, reafirmada muy recientemente por el
Vaticano II. Sin embargo, entre Gaudium et spes de 1965 y estas tesis de
1977, hay toda la diferencia que separa lo que antes se llamaba «la posesión
pacífica»(186) de una doctrina y una toma de conciencia de dificultades a
las que hay que hay que responder.
El texto de 1965 no hace siquiera alusión al «affaire Zoghbi»(187) que ponia
en duda el sentido de las afirmaciones del Concilio de Trento en nombre de
las vacilaciones de los primeros siglos de la Iglesia y de las dudas de
ciertos teólogos. Desde entonces han aparecido numerosos estudios, libros,
artículos. Unos creen aportar «dossiers» aplastantes en favor de la
disolución de ciertos lazos matrimoniales. Otros no aceptan vacilación
alguna a excepción de un caso o dos. La Comisión teológica internacional no
podía resolver estas cuestiones históricas; ha tenido la prudencia de
reconocer su dificultad. Ha expresado quizás mejor que el Vaticano II, las
vacilaciones de los Padres del Concilio de Trento. Pero si no es posible
hablar de dogma de fe en sentido estricto, no se puede poner en discusión el
hecho de ver aquí una «doctrina católica» con toda la fuerza que reivindica
esta nota teológica(188). Para esto no se apoyará tanto sobre la enseñanza
de Pio XI, cuanto sobre el inciso tridentino que tenía en cuenta «la
fidelidad a la doctrina evangélica y apostólica» (tesis 4.2).
El movimiento de las ideas posconciliares ha llevado a la Comisión teológica
internacional a utilizar la distinción entre una indisolubilidad extrínseca
y una indisolubilidad intrínseca, que el Vaticano II no tenía en cuenta. La
primera tiene lugar cuando la autoridad interviene para anular un matrimonio
o para constatar, en nombre de su poder, que esta unión es nula (tesis 4.4).
En el fenómeno general de «la evolución de las doctrinas» (tesis 4.4), la
Iglesia se ha reconocido y reivindicado ciertos poderes en este sentido
sobre los matrimonios no sacramentales de los paganos (tesis 4.4), en la
linea de lo que se llama el privilegio «paulino» y el «privilegio de la
fe»(189). Pero no se reconoce con ningún poder sobre los matrimonios
sacramentales contraídos y consumados. Se evitará el falso escándalo de una
contradicción, si se ve que, de un lado, se trata de una alianza humana y,
del otro, de una unión fundada en Cristo. Esto no quiere decir evidentemente
que no se puedan realizar ciertos pasos adelante (tesis 4.4, al final), por
ejemplo a propósito de la idea de consumación cuando se trata de matrimonios
sacramentales. Conocimientos mejores sobre la formación del vinculo
sacramental hacen temer que la teoría de los canonistas medievales sobre la
consumación del matrimonio por una sola cópula tomada en su materialidad sea
verdaderamente un poco corta. Pero no se ha puesto a punto todavía otra
teoría, y lo que se ha sugerido, a veces, sobre una consumación del
matrimonio equiparada a una larga maduración psicológica evoca el peligro
del matrimonio a prueba.
La indisolubilidad intrínseca del matrimonio no se sitúa ya al nivel de una
autoridad que actúa desde el exterior, sino al nivel de las realidades
mismas. Constata que el vínculo formado en Cristo entre un hombre y una
mujer que se han dado y aceptado el uno al otro, es, él mismo,
indestructible y escapa a toda autoridad: Quod Deus conianxit, homo non
separet! Hay que leer y releer la tesis 4.3, notando la insistencia puesta
en los argumentos que concluyen, con convicción y fuerza, la indisolubilidad
del matrimonio cristiano. Se está lejos de 1965 cuando se tomaba la tesis
como obvia; se siente aquí la conciencia ansiosa de defender la doctrina de
la Iglesia contra las críticas que vienen de todas partes, y, sin embargo,
esta indisolubilidad es la conclusión de las exigencias de la unión
conyugal, de la voluntad de Dios creador, del amor redentor, como también de
consideraciones tomadas para el bien de la sociedad y de los hijos.
Más bien que resumir estos textos claros y fuertes, intentemos como
conclusión de este párrafo y a semejanza del final de la tesis 4.4,
coordinar todos estos argumentos en una dialéctica dinámica. El deseo de
perennidad y de fidelidad conyugal está, en primer lugar, en la voluntad, la
afectividad, el deseo mismo de las personas que se dan totalmente, es decir,
en todo lo que son y serán. Cada uno de los cónyuges pretende ciertamente
poder contar con el otro así para lo mejor como para lo peor, construye en
adelante su vida y su actividad en esta perspectiva hasta el punto de estar
como mutilado si el otro le llega a faltar. Desgraciadamente este bello
ideal está amenazado, como tantos otros valores humanos, por la debilidad,
la rutina, el egoísmo, la agresividad. El sujeto-el otro está amenazado de
no ser más que un objeto, un medio de placer egoísta, cuando no es un
sufrelotodo. Ésta es la razón por la que, incluso antes de los períodos de
crisis, la gracia de Cristo se encarga de curar el amor esponsalicio de sus
defectos, de transformar el deseo en don, de sobrealzar el _ñùò al nivel del
_Üðç que, en vez de buscar en primer lugar su bien, piensa, ante todo, en el
del otro(190). El amor pasa del registro del deseo al del don. Cristo da a
sus fieles sus gracias a través de un sacramento permanente. Éste consiste
en una comunión tanto ontológica, como psicológica y moral con su propio
ìõóôÞñéov de amor. Si los esposos sufren en y por su fidelidad, deben pensar
que Cristo los ha precedido en este camino. Si Él les pide mucho, Él, por su
parte, ha dado mucho más. Jamás el precepto de la indisolubilidad habría
podido tener sentido el sentido que la naturaleza pecadora del Antiguo
Testamento no ha podido percibir propter duritiam cordis, si Cristo no
hubiera aportado gracia y luz. También aquí se puede repetir Jn 1, 17: «La
ley ha sido dada por Moisés, la verdad y la gracia han sido realizadas por
Cristo». O Ef 4, 32: «Mostraos buenos los unos con los otros; siendo
compasivos, perdonaos mutuamente todo, como Dios os ha perdonado por
Cristo». Quizás no se equivocaban aquellos escolásticos que veían el nervio
de la fidelidad y de la indisolubilidad del matrimonio en el precepto del
perdón, apoyado en el ejemplo de perdón universal en y por Cristo.
V
Tratar de la indisolubilidad del matrimonio cristiano evoca necesariamente
el problema urgente y angustioso de los católicos divorciados y vueltos a
casar. Por una parte, esto es conducir una investigación bajo la doble
tutela de la doctrina y de la pastoral, las cuales es importante no separar
nunca(191). Pero es también examinar la incidencia que sobre la fe de la
Iglesia y su fidelidad al Señor Jesús tienen ciertas praxis que ponen en
cuestión el impacto de su enseñanza y de su voluntad de liberar los hombres
del pecado. No es posible dar al precepto y a las exigencias del Señor, una
satisfacción de principio diciendo: «El matrimonio cristiano sacramental
contraído y consumado no puede ser disuelto», para a continuación avalar,
como normal y legitimo, un segundo matrimonio. Aceptar la sacramentalización
eucarística de los divorciados vueltos a casar es abandonar la regla
apostólica de que no se coma el cuerpo ni se beba la sangre del Señor sin
estar apartado de su situación de pecado objetivo, sin tener la voluntad
humana y, por tanto, débil, pero auténtica de no permanecer en él. Dicho
esto, la Comisión teológica internacional, como se ve en los textos, no ha
tenido trabajo alguno en abandonar una pastoral rigorista que incluso si no
iba hasta la excomunión formal como se hacía todavía reciéntemente en
ciertos paises, condenaba al ostracismo y abandonaba a sí mismos a los
católicos divorciados vueltos a casar... como ovejas sin pastor. Durante
toda la duración de los trabajos preparatorios, la Comisión había apreciado
mucho un trabajo del Consejo pontificio de la familia: Problèmes pastoraux
relatifs aux catholiques divorcés et civilement remariés(192). Ha sido
escrito por S.E. Mons. E. Gagnon, vicepresidente de este Consejo, con la
ayuda del P. D. Martin. Entre la redacción de este documento y el momento de
la sesión de la Comisión teológica internacional, el Santo Padre había
tomado partido, también él, a favor de una pastoral de acogida y de caridad
como se reseña al final de este articulo.
En el espíritu de lo que acabamos de decir, se comprenderá más fácilmente el
sentido de las tesis de la quinta serie, y, ante todo, de aquellas que miran
el nuevo matrimonio civil de los divorciados como imposibilidad de darles la
comunión eucarística. Los miembros de la Comisión teológica internacional no
desconocían las diputas de los exegetas sobre todo, las disputas recientes
acerca del nisi fornicationis causa de Mt 19, 9. Ésta es la razón por la que
han tomado su amarre bíblico (tesis 5.2) en Mc 10, 6-12 que es de los más
nítidos y que justifica las últimas palabras de la tesis 5.1. Sabían cómo
especialistas de la moral bíblica han puesto el problema de saber si la
prohibición del divorcio por el Señor es una ley, una norma o solamente un
ideal y una llamada. Se han referido a San Pablo (1 Cor 7, 10-11) que, en
nombre de su autoridad y de su carisma apostólicos, certifica que se trata
ciertamente de una prescripción (ðáñáÝëëù). A un nivel inferior, pero de
manera ineluctable, el teólogo se encuentra con que él es aquí, como el
apóstol Pablo, el testigo que no puede esquivar el radicalismo de Jesús
(tesis 5.1). El Señor ha dado su veredicto (tesis 5.2), y estamos mucho más
allá de un cierto legalismo o de una voluntad de oprimir, de reprimir. Se
trata de un signo profético de la amplitud y de la exigencia total del agape
de Cristo.
Este rigor de la exigencia del agape ha llevado a Cristo a dar su vida.
Revivimos este misterio en la santa Eucaristía. ¿Cómo podrían los que no
siguen a Cristo hasta el final, tomar parte en el banquete sacrificial de la
Cena renovada por el Señor y a la ofrenda del cual los fieles se unen por la
mediación del sacerdote que actúa in persona Christi? Una ruptura en el amor
esponsalicio asumido por el agape no puede sino traer consigo una ruptura
con el sacramento del agape. Por lo demás, esto es, en realidad, lo que San
Pablo recuerda (tesis 5.3), para todos los pecadores sin duda, pero
ciertamente sin excluir de ellos a los divorciados vueltos a casar tan
numerosos en la sociedad greco-latina de su tiempo. ¿No prescribe a los
cristianos, como lo hará la Iglesia, conducirse en el plano sexual de una
manera totalmente distinta que los paganos (tesis 1.3)?
Pero quizás se presentará alguna objeción. San Pablo, podrían decir algunos,
recomienda a los fieles que se juzguen en conciencia para saber si no son
dignos de comer el Cuerpo del Señor. Habla de conciencia, no de la Iglesia.
Sería olvidar que para San Pablo, si la conciencia da un juicio, éste está
regulado por el juicio del Señor mismo. La conciencia no es un guía válido
más que si es eco de la voz de Dios. El Apóstol de los Gentiles lo dice
frecuentemente; baste aquí citar otro pasaje de la misma carta (1 Cor 4, 4):
«Mi conciencia, es verdad, no me reprocha nada, pero no por ello estoy
justificado; mi juez es el Señor».
Podría surgir otra dificultad. ¿Por qué, se diría, excluir de la comunión
eucarística a aquellos que pecan gravemente en materia de sexualidad y no a
aquellos que cometen grandes faltas en materia de justicia? Es cierto que la
conciencia colectiva cristiana es cada vez más sensible a las faltas contra
la justicia, la solidaridad, la caridad. Hay en ello un progreso auténtico.
Pero ¿es ésta una razón para tirar por los aires, como tabús caducados,
todas las exigencias morales cristianas en materia de vida familiar y
sexual? El alcance del argumento va hacia una mayor severidad con los
pecadores públicos en materia de justicia, no hacia el laxismo en moral
sexual. Se notarán, sin embargo, dos hechos. No es tan fácil establecer que
una acusación de injusticia está bien fundada, se corre mucho riesgo de
ceder en este caso a su propio interés. Por otra parte, la situación de los
divorciados vueltos a casar tiene algo de trágico en cuanto que ha creado
una situación estable a la que no se escapa fácilmente. Fundada en actos
jurídicos, esta situación es verificable y pública.
Ésta es, sin duda, la razón por la que, si nos encontramos ante una
imposibilidad objetiva de sacramentalización eucarística, debemos crear una
pastoral del umbral. El desprecio, los desaires, las afrentas ni son
evangélicos ni son eficaces. Hay aquí lugar para una nueva pastoral, según
las directrices de Pablo VI en su discurso de 6 de noviembre de 1977 (tesis
5.4)(193). ¿No será éste, por lo demás, el caso para numerosos sectores? En
clima de cristiandad se puede tratar a la gran mayoría de los fieles como si
su vida moral no estuviera más debajo del mínimo de adhesión a Cristo,
requerido para la vida eucarística. En caso de necesidad, el sacramento de
la penitencia pone, de nuevo, las cosas en su lugar. Pero en este mundo
secularizado que segrega por todas partes una visión del hombre o del cosmos
en que Dios no tiene ya lugar, no se es discípulo de Cristo sin saberlo ni
quererlo. No se trata de ceder a las tentaciones del elitismo. Por lo demás,
¿hay una «élite» en el sentido humano de la palabra, cuando todo valor
cristiano es gracia? Pero hay que tomar partido, pues entre los que creen en
Cristo, hay rendimientos diversos de esa gracia, como nos lo enseña la
parábola del sembrador. Esto exige indulgencia para los débiles, pero
también vigilancia y ayuda para que sus actos cristianos sean más maduros y
más conscientes (tesis 2.3 y 2.4). En este sentido, la tesis 5.5, preconiza
una acción preventiva. Si hay tantos divorcios, ¿no es porque los
matrimonios han sido embarullados? Algunos, por lo demás, quizás son nulos
por defecto de compromiso y de madurez. Pero, en otros muchos casos, los
jóvenes se han lanzado libremente y, por ello, válidamente a una aventura
que resulta mal. Hay aquí, por tanto, lugar para una forma nueva del
apostolado familiar: los éxitos que ha conocido ya, permiten esperar que no
se trate de un piadoso deseo.
Es hora de terminar estos comentarios demasiado largos y... demasiado
cortos. Me remito al volumen citado en la nota inicial de este capítulo,
cuya lectura permitirá, sin duda, una reflexión más profundizada. Los
miembros de la Comisión teológica internacional osan esperar que se ponga en
leerlos tanta buena voluntad, tanto cuidado de los métodos teológicos, tanta
adhesión a Cristo, como ellos han querido mostrar al preparar estas tesis.
8.5. Las «Dieciséis Tesis» del P. G. Martelet
a) Introducción, por Mons. Ph. Delhaye
El balance del segundo quinquenio (15 de agosto de 1974-14 de agosto de
1979) de la Comisión teológica internacional comienza a esbozarse. Los
problemas de eclesiología y de dogmática habrán ocupado en él un amplio
espacio en razón de su urgencia y por el hecho de la especialización de la
mayoría de sus miembros. En 1975, el profesor H.U. von Balthasar, el R.P. O.
Semmelroth y el profesor K. Lehmann fueron las piezas clave de una reflexión
minuciosa sobre las relaciones entre el Magisterio y los teólogos(194). En
octubre de 1978, los problemas de la cristología retuvieron la atención de
los miembros de la Comisión teológica internacional.
Para este quinquenio, sin embargo, la Secretaría de Estado y la Congregación
para la Doctrina de la fe quisieron reforzar el número de profesores de
moral para promover el estudio de las cuestiones de la praxis y de la vida
cristiana. La sesión de diciembre de 1974 fue así dedicada al estudio de los
métodos de la moral y de los criterios del acto moral(195). En 1976 la
«teología de la liberación» fue objeto de un estudio crítico y
sintético(196). En diciembre de 1977 se tuvo una sesión consagrada a la
«doctrina del matrimonio cristiano».
En octubre de 1975 el R.P. J. Mahoney, decano de la Facultad de Teología del
Colegio Heytrop (Universidad de Londres), había lanzado la idea de esta
investigación y convencido a una mayoría de sus colegas: «En estos últimos
años se han estudiado mucho los problemas prácticos de la vida matrimonial
de los cristianos, decía; pero ahora, lo que está en cuestión y debe ser
profundizado es el cuadro mismo de esta vida sexual: el matrimonio como
comunidad estable de vida y amor». Esta sugerencia fue recogida por S. Em.
el Cardenal eper, presidente de la Comisión teológica internacional, quien,
después de consultar a los miembros, creó una sub-comisión para este
problema, compuesta por los profesores B. Ahern C.P., C. Caffarra, Ph.
Delhaye (presidente), W. Ernst, E. Hamel S.I., K. Lehmann, J. Mahoney S.I.
(moderador), J. Medina Estévez, O. Semmelroth. Después de reunir numerosos
documentos, esta subcomisión tomó la responsabilidad de los temas a tratar
en las «relaciones» y a resumir en las tesis. Los diversos miembros de ella
estudiaron aspectos concretos sobre el matrimonio como institución y su
puesta en cuestión actual (Dr. Ernst), la sacramentalidad del matrimonio y
su relación con la fe vivida (Dr. Lehmann), el matrimonio como obra de Dios
Creador y el sacramento (profesor Caffarra), la indisolubilidad del
matrimonio sacramental consumado (profesor Hamel). Este punto de vista
doctrinal seria, por lo demás, completado en el plano de la praxis por un
estudio de la pastoral de los divorciados vueltos a casar, elaborado por el
Consejo pontificio para la Familia.
Si la Comisión teológica internacional tiende a estructurar sus debates y a
dar con frecuencia al público las conclusiones a que ha llegado y en las
cuales se compromete en el plano científico in forma specifica, no deja, por
ello, menos lugar a otros trabajos y conclusiones de otro género. Éstos
quedan como el testimonio de uno u otro miembro de la Comisión teológica
internacional; la Comisión los estudia más brevemente, con frecuencia, por
la sola razón de que, como tales, no entran en el cuadro sistemático
previsto. Según el antiguo vocabulario romano, la aprobación dada entonces
por el grupo queda in forma generica, es decir, que si la aprobación, con
frecuencia por lo demás calurosa, se refiere a las ideas esenciales del
texto, no cubre cada uno de los detalles ni cada una de las palabras. Los
que tienen la costumbre de estas reuniones de profesores saben muy bien que
están dominadas por la que alguien ha llamado la «regla de la máxima
vigilancia». Para que un texto sea aprobado como de un grupo (in forma
specifica) ha de ser estudiada cada palabra, los votos van acompañados de
«modos» en número considerable. Se gana entonces quizá precisión, pero se
pierde en espontaneidad y en impacto. Se produce una erosión que reduce el
texto a su mínimo común denominador.
Este género de publicación in forma generica fue ya empleado para la sesión
de moral de 1977, concretamente para los trabajos de H.U. von Balthasar y
del profesor H. Schürmann, como puede verse más arriba(197). Hoy la Comisión
teológica internacional utiliza el mismo procedimiento de redacción y
divulgación para las Dieciséis tesis de cristología sobre el sacramento del
matrimonio del R.P. G. Martelet S.I. El autor las presentó durante la sesión
de diciembre de 1977 como complemento a la exposición del profesor Lehmann.
Los miembros de la Comisión teológica internacional las aprobaron por una
amplia mayoría y han deseado la publicación después de su revisión,
dándoles, como he dicho más arriba, su aprobación general.
No comentaré estas Dieciséis tesis: tienen un sentido obvio y no presentan
esos nudos y mucho menos esas «cruces» de interpretación que con
frecuencia encuentran los intérpretes. Pero tienen tal densidad que exigen
una madura reflexión y una lectura repetida. Indicaré solamente que los
miembros de la Comisión teológica internacional expresaron su reconocimiento
al R.P. Martelet por haber utilizado a propósito del matrimonio cristiano,
el método de la vuelta a la fuente cristológica, que había ya aplicado a la
vida del más allá(198) o al tema de la revelación(199). No se trata de una
moda o artificio de presentación, sino de una profundización doctrinal de la
que tiene necesidad la Iglesia en estos tiempos difíciles. Se encuentra así
una manera positiva de responder a las preguntas de tantos de nuestros
contemporáneos: «Cristo, pero ¿por qué?». Así se enriquecen tanto la
inteligencia del misterio de Cristo como de la praxis y de la vida
cristiana. Quizá también la exégesis y el ecumenismo, cuando se piensa en
esta afirmación reciente de un biblista de Neuchâtel: «...La ley y la
cristología van a la par en el primer evangelio...»(200). En todo caso para
los miembros de la Comisión teológica internacional, las tesis del P.
Martelet aquí publicadas fueron una aproximación para la inteligencia de
esta consigna tan densa de San Pablo: «Casarse sí, pero sólo en el Señor» (1
Cor 7, 39).
b) Texto de las "Dieciséis Tesis" del P. G. Martelet aprobadas «in forma
generica» por la Comisión teológica internacional(201)
Sacramentalidad del matrimonio y misterio de la Iglesia
1. La sacramentalidad del matrimonio cristiano aparece tanto mejor cuanto no
se la separa del misterio de la misma Iglesia. «Signo y medio de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano», como dice el
último Concilio(202), la Iglesia reposa sobre la relación que se da a sí
mismo Cristo con ella para hacer de ella su cuerpo. La identidad de la
Iglesia no depende, pues, de solos poderes del hombre sino del amor de
Cristo, que la predicación apostólica no cesa de anunciar y al que la
efusión del Espíritu nos permite adherirnos. Testimonio de este amor, que la
hace vivir, la Iglesia es, por tanto, el sacramento de Cristo en el mundo,
pues es el cuerpo visible y la comunidad que revela la presencia de Cristo
en la historia de los hombres. Ciertamente, la Iglesia sacramento, cuya
«grandeza» declara San Pablo (Ef 5, 32), es inseparable del misterio de la
Encarnación, ya que ella es un misterio de cuerpo; es inseparable también de
la economía de la Alianza ya que descansa sobre la promesa personal que le
hizo Cristo resucitado de permanecer «con» ella «todos los días hasta la
consumación de los siglos» (Mt 28, 20). Pero la Iglesia-sacramento brota
también de un misterio que se puede llamar conyugal: Cristo está unido con
ella en virtud de un amor que hace de la Iglesia, la esposa misma de Cristo,
en la energía de un solo Espíritu y la unidad de un mismo cuerpo.
La unión de Cristo y de la Iglesia
2. La unión esponsalicia de Cristo y la Iglesia no destruye sino que, por el
contrario, lleva a cumplimiento lo que el amor conyugal del hombre y la
mujer anuncia a su manera, implica o ya realiza en el campo de comunión y
fidelidad. En efecto, el Cristo de la Cruz lleva a cumplimiento la perfecta
oblación de sí mismo, que los esposos desean realizar en la carne sin
llegar, sin embargo, jamás a ella perfectamente. Realiza con respeto a la
Iglesia que Él ama como a su propio cuerpo, lo que los maridos deben hacer
por sus propias esposas, como dice San Pablo. Por su parte la resurrección
de Jesús, en el poder del Espíritu revela que la oblación que hizo en la
Cruz lleva sus frutos en esta misma carne en que se realizó, y que la
Iglesia por Él amada hasta morir, puede iniciar al mundo en esta comunión
total entre Dios y los hombres de la que ella se beneficia como esposa de
Jesucristo.
El simbolismo conyugal en la Escritura
3. Con razón, pues, el Antiguo Testamento emplea el simbolismo conyugal para
sugerir el amor sin fondo que Dios siente por su pueblo y que, por él,
quiere revelar a la humanidad entera. Concretamente en el profeta Oseas,
Dios se presenta como el esposo cuya ternura y fidelidad sin medida
conseguirá al fin ganar a Israel, primeramente infiel, al amor insondable
con que había sido enriquecido. El Antiguo Testamento nos abre así a una
comprensión sin timideces del Nuevo en el que Jesús, en muchos lugares se
encuentra designado como el Esposo por excelencia. Así lo hace el Bautista
en Jn 3, 29; así se llama Jesús a sí mismo en Mt 9, 15; Pablo así lo llama
por dos veces en 2 Cor 11, 2 y Ef 5; el Apocalipsis lo hace también en 22,
17. 20, para no decir nada de las alusiones explícitas a este titulo que se
encuentran en las parábolas escatológicas del Reino en Mt 22, 1-10 y 25,
1-12.
Jesús, esposo por excelencia
4. Descuidado de ordinario por la cristología, este título debe reencontrar
ante nuestros ojos todo su sentido. De la misma manera que es el Camino, la
Verdad, la Vida, la Luz, la Puerta, el Pastor, el Cordero, la Vid, el Hombre
mismo, porque recibió del Padre «la primacía en todo» (Col 1, 18), Jesús es
asimismo, con la misma verdad y el mismo derecho, el Esposo por excelencia,
es decir, «el Maestro y el Señor» cuando se trata de amar a otro como a su
propia carne. Por lo tanto, por este título de Esposo y por el misterio que
evoca, debe iniciarse una cristología del matrimonio. En este terreno como
en cualquier otro, «no puede ponerse otro fundamento que el que realmente se
encuentra allí, a saber, Jesucristo» (1 Cor 3, 10). Sin embargo, el hecho de
que sea Cristo el Esposo por excelencia no puede separarse del hecho de que
es «el segundo» (1 Cor 15, 47) y el «último Adán» (1 Cor 15, 45).
Adán, figura del que había de venir
5. El Adán del Génesis, inseparable de Eva, al cual el mismo Jesús se
refiere en Mt 19 donde aborda la cuestión del divorcio, no será plenamente
identificado si no se ve en él «la figura de Aquel que había de venir» (Rom
5, 14). La personalidad de Adán, como símbolo inicial de la humanidad
entera, no es una personalidad estrecha y encerrada sobre sí misma. Ella es,
como también la personalidad de Eva, de un orden tipológico. Adán es
relativo a Aquel al cual le debe su sentido último, y, por lo demás, también
nosotros: Adán no se entiende sin Cristo, y, a su vez, Cristo no se entiende
sin Adán, es decir, sin la humanidad entera sin todo lo humano cuya
aparición saluda el Génesis como querida por Dios de manera completamente
singular. Por esto la conyugalidad que constituye a Adán en su verdad de
hombre, aparece de nuevo en Cristo por quien ella llega a cumplimiento al
ser restaurada. Estropeada por un defecto de amor, ante el cual Moisés mismo
ha tenido que plegarse, va a encontrar en Cristo la verdad que le
corresponde. Porque con Jesús, aparece en el mundo el Esposo por excelencia,
que puede, como «segundo» y «último Adán», salvar y restablecer la verdadera
conyugalidad que Dios no ha cesado de querer en provecho del «primero».
Jesús, renovador de la verdad primordial de la pareja
6. Descubriendo en la prescripción mosaica sobre el divorcio, un resultado
histórico que viene de la «dureza del corazón», Jesús osa presentarse como
el renovador resuelto de la verdad primordial de la pareja. En el poder que
tiene de amar sin límite y de realizar por su vida, su muerte y su
resurrección, una unión sin igual con la humanidad entera, Jesús reencuentra
el significado verdadero de la frase del Génesis: «¡Que el hombre no separe
lo que Dios ha unido!». A sus ojos, el hombre y la mujer pueden amarse en
adelante, como Dios desde siempre desea que lo hagan, porque en Jesús se
manifiesta el manantial mismo del amor que funda el reino. Así Cristo
reconduce de nuevo a todas las parejas del mundo a la pureza inicial del
amor prometido; abolió la prescripción que creía deber adherirse a su
miseria, al no poder suprimir la causa. Con respecto a Jesús, la primera
pareja vuelve a ser lo que fue siempre a los ojos de Dios: la pareja
profética a partir de la cual Dios revela el amor conyugal, al que aspira la
humanidad, para el cual está hecha, pero que no puede alcanzar más que en
Aquel que enseña divinamente a los hombres lo que es amar. Desde entonces,
el amor fielmente durable, la conyugalidad que «la dureza de nuestros
corazones» convierte en un sueño imposible, encuentra por Jesús el estatuto
de una realidad, que sólo El, como el último Adán y como el Esposo por
excelencia, puede darle de nuevo.
La sacramentalidad del matrimonio, evidencia para la fe
7. La sacramentalidad del matrimonio cristiano se convierte, entonces, en
una evidencia para la fe. Al formar los bautizados parte visiblemente del
cuerpo de Cristo que es la Iglesia, Cristo atrae a su esfera el amor
conyugal de ellos, para comunicarle la verdad humana, de la que, fuera de
Él, está privado este amor. Lo realiza en el Espíritu, en virtud del poder
que Él posee, como segundo y último Adán, de apropiarse y lograr que tenga
éxito la conyugalidad del primero. Lo hace también según la visibilidad de
la Iglesia, en la que, el amor conyugal, consagrado al Señor, llega a ser un
sacramento. Los esposos atestiguan en el corazón de la Iglesia que se
comprometen en la vida conyugal, esperando de Cristo la fuerza para cumplir
con esta forma de amor, que sin Él estaría en peligro. De este modo, el
misterio de Cristo como Esposo de la Iglesia, se irradia y puede irradiarse
a las parejas que le están consagradas. Su amor conyugal se ve así
profundizado y no desfigurado, ya que remite al amor de Cristo que los
sostiene y les da fundamento. La efusión especial del Espíritu, como gracia
propia del sacramento, hace que el amor de estas parejas se convierta en la
imagen misma del amor de Cristo por la Iglesia. Sin embargo, esta efusión
constante del Espíritu jamás dispensa a estas parejas de cristianos y
cristianas de las condiciones humanas de fidelidad, porque jamás el misterio
del segundo Adán suprime o suplanta en nadie la realidad del primero.
El matrimonio civil
8. Consiguientemente, la entrada en el matrimonio cristiano no se podría
realizar por el solo reconocimiento de un derecho puramente «natural»
relativo al matrimonio, sea cual fuere el valor religioso que se reconozca a
este derecho o que él tenga en realidad. Ningún derecho natural, podría
definir por sí solo el contenido de un sacramento cristiano. Si se
pretendiese esto en el caso del matrimonio, se falsearía el significado de
un sacramento, que tiene como fin consagrar a Cristo el amor de los esposos
bautizados, para que Cristo despliegue los efectos transformantes de su
propio misterio. Desde entonces, a diferencia de los Estados seculares que
ven en el matrimonio civil un acto suficiente para fundar, desde el punto de
vista social, la comunidad conyugal, la Iglesia, sin recusar todo valor a
tal matrimonio para los no bautizados, impugna que tal matrimonio pueda
jamás ser suficiente para los bautizados. Sólo el matrimonio sacramento les
conviene, el cual supone, por parte de los futuros esposos, la voluntad de
consagrar a Cristo un amor cuyo valor humano depende finalmente del amor que
el mismo Cristo nos tiene y nos comunica. De aquí se sigue que la identidad
del sacramento y del «contrato», sobre la que el Magisterio apostólico se ha
expresado formalmente en el siglo XIX, debe ser comprendida de una manera
que respeta verdaderamente el misterio de Cristo y la vida de los
cristianos.
Contrato y sacramento
9. El acto de alianza conyugal, con frecuencia llamado contrato, que
adquiere la realidad de sacramento en el caso de esposos bautizados, no
llega a ello como efecto simplemente jurídico del bautismo. El hecho de que
la promesa conyugal de una cristiana y un cristiano es un verdadero
sacramento, proviene de su identidad cristiana, reasumida por ellos al nivel
del amor que ellos mutuamente se prometen en Cristo. Su pacto conyugal, al
hacer que se den uno al otro, los consagra también a Aquel que es el Esposo
por excelencia y que les enseñará a llegar a ser ellos mismos cónyuges
perfectos. El misterio personal de Cristo penetra, por lo tanto, desde el
interior la naturaleza del pacto humano o «contrato». Éste no llega a ser
sacramento más que si los futuros esposos consienten libremente en entrar en
la vida conyugal a través de Cristo, al que por el bautismo están ya
incorporados. Su libre integración en el misterio de Cristo es tan esencial
a la naturaleza del sacramento, que la Iglesia procura asegurarse ella
misma, por el ministerio del sacerdote, de la autenticidad cristiana de este
compromiso. La alianza conyugal humana no llega, pues, a ser sacramento en
razón de un estatuto jurídico, eficaz por sí mismo independientemente de
toda adhesión libremente consentida al bautismo mismo. Llega a ser
sacramento en virtud del carácter públicamente cristiano que afecta en su
fondo al compromiso recíproco, y que permite, además, precisar en qué
sentido los esposos son ellos mismos los ministros de este sacramento.
Los contrayentes, ministros del sacramento en la Iglesia y por ella
10. Siendo el sacramento del matrimonio la libre consagración a Cristo de un
amor conyugal naciente, los cónyuges son evidentemente los ministros de un
sacramento que les concierne en el más alto grado. Pero no son ministros en
virtud de un poder que se diría «absoluto» y en el ejercicio del cual, la
Iglesia, hablando con todo rigor, nada tendría que ver. Son ellos los
ministros como miembros vivos del Cuerpo de Cristo en el que ellos
intercambian sus promesas, sin que jamás su decisión irremplazable haga del
sacramento la pura y simple emanación de su amor. El sacramento como tal
procede todo él del misterio de la Iglesia en el cual su amor conyugal les
hace entrar de una manera privilegiada. Por ello ninguna pareja se da el
sacramento del matrimonio sin que la misma Iglesia consienta, o bajo una
forma diferente de la que la Iglesia ha establecido como la más expresiva
del misterio en el cual el sacramento introduce a los esposos. Le toca a la
Iglesia, pues, el examinar si las disposiciones de los futuros cónyuges
corresponden realmente al bautismo que ya han recibido; y le corresponde a
ella disuadirles, si fuese necesario, de celebrar un acto que sería
irrisorio con respecto a Aquel del que ella es el testigo. En el
consentimiento mutuo que constituye el sacramento, la Iglesia sigue siendo
el signo y la garantía del don del Espíritu Santo que los esposos reciben
comprometiéndose el uno con el otro como cristianos. Los cónyuges bautizados
no son jamás, por tanto, ministros del sacramento sin la Iglesia y, menos
aún, por encima de ella son los ministros del sacramento en la Iglesia y por
ella, sin relegar jamás al segundo término a Aquella cuyo misterio regula su
amor. Una justa teología del ministerio del sacramento del matrimonio tiene
no solamente una gran importancia para la verdad espiritual de los cónyuges,
sino que tiene además, repercusiones ecuménicas no despreciables en nuestras
relaciones con los ortodoxos.
Indisolubilidad del matrimonio
11. En este contexto, la indisolubilidad del matrimonio aparece, ella
también, bajo una viva luz. Siendo Cristo el Esposo único de su Iglesia, el
matrimonio cristiano no puede llegar a ser y permanecer una imagen auténtica
del amor de Cristo a su Iglesia, sin entrar por su parte en la fidelidad que
define a Cristo como el Esposo de la Iglesia. Sean cualesquiera el dolor y
las dificultades psicológicas que puedan resultar de ello, es imposible
consagrar a Cristo, con el fin de hacer de él un signo o sacramento de su
propio misterio, un amor conyugal que implique el divorcio de uno de los dos
cónyuges o de los dos a la vez, si es verdad que el primer matrimonio fue
verdaderamente válido: lo que en más de un caso no es plenamente evidente.
Mas si el divorcio, como es su objeto, declara rota en adelante una unión
legítima y permite de este modo que se inaugure otra, ¿cómo pretender que
Cristo pueda hacer de este otro «matrimonio» una imagen real de su relación
personal con la Iglesia? Aunque se pueda pedir alguna consideración, bajo
ciertos aspectos, sobre todo cuando se trata de un cónyuge injustamente
abandonado, el nuevo matrimonio de los divorciados no puede ser un
sacramento y crea una ineptitud objetiva para recibir la Eucaristía.
Divorcio y Eucaristía
12. Sin rechazar las circunstancias atenuantes y algunas veces incluso la
calidad de un nuevo matrimonio civil después del divorcio, el acceso de los
divorciados vueltos a casar a la Eucaristía, se comprueba incompatible con
el misterio del que la Iglesia es guardiana y testigo. Al admitir a los
divorciados vueltos a casar a la Eucaristía, la Iglesia dejaría creer a
tales parejas, que pueden, en el plano de los signos, entrar en comunión con
Aquel cuyo misterio conyugal en el plano de la realidad ellos no reconocen.
Hacer esto, seria, además, por parte de la Iglesia declararse de acuerdo con
bautizados, en el momento en que entran o permanecen en una contradicción
objetiva evidente con la vida, el pensamiento y el mismo ser del Señor como
Esposo de la Iglesia. Si ésta pudiese dar el sacramento de la unidad a
aquellos y aquellas, que en un punto esencial del misterio de Cristo, han
roto con Él, no sería la Iglesia ya ni el signo ni el testigo de Cristo,
sino más bien su contrasigno y contratestigo. No obstante, esta repulsa no
justifica de ninguna manera cualquier tipo de procedimiento infamante que
estaría en contradicción a su vez con la misericordia de Cristo hacia los
pecadores que somos nosotros.
Por qué la Iglesia no puede disolver un matrimonio «ratum et consummatum»
13. Esta visión cristológica del matrimonio cristiano permite, además,
comprender por qué la Iglesia no se reconoce ningún derecho para disolver un
matrimonio ratum et consummatum, es decir, un matrimonio sacramentalmente
contraído en la Iglesia y ratificado por los esposos mismos en su carne. En
efecto, la total comunión de vida que humanamente hablando define la
conyugalidad, evoca a su manera, el realismo de la Encarnación en la que el
Hijo de Dios se hizo uno con la humanidad en la carne. Comprometiéndose el
uno con el otro en la entrega sin reserva de ellos mismos, los esposos
expresan su paso efectivo a la vida conyugal en la que el amor llega a ser
una coparticipación de sí mismo con el otro, lo más absoluta posible. Entran
así en la conducta humana de la que Cristo ha recordado el carácter
irrevocable y de la que ha hecho una imagen reveladora de su propio
misterio. La Iglesia, pues, nada puede sobre la realidad de una unión
conyugal que ha pasado al poder de Aquel de quien ella debe anunciar y no
disolver el misterio.
El privilegio paulino
14. El llamado «privilegio paulino» en nada contradice a cuanto acabamos de
recordar. En función de lo que Pablo explica en 1 Cor 7, 12-17, la Iglesia
se reconoce el derecho de anular un matrimonio humano que se revela
cristianamente inviable para el cónyuge bautizado, en razón de la oposición
que le hace el que no lo es. En este caso, el «privilegio», si
verdaderamente existe, juega en favor de la vida en Cristo, cuya importancia
puede prevalecer de manera legítima, con respecto a la Iglesia, sobre una
vida conyugal que no ha podido ni puede ser efectivamente consagrada a
Cristo por una tal pareja.
El matrimonio cristiano no puede ser separado del misterio de Cristo
15. Trátese, pues, como se quiera, en sus aspectos escriturísticos,
dogmáticos, morales, humanos o canónicos, el matrimonio cristiano jamás
puede ser separado... del misterio de Cristo. Por esta razón, el sacramento
del matrimonio, que la Iglesia testifica, para el cual educa, y que permite
recibir, no es realmente viable más que en una conversión continua de los
esposos a la persona misma del Señor. Esta conversión a Cristo, pues,
constituye parte intrínseca de la naturaleza del sacramento y determina
directamente el sentido y el impulso de este sacramento en la vida de los
cónyuges.
Una visión no totalmente inaccesible a los no creyentes
16. Sin embargo esta visión cristológica no es en sí totalmente inaccesible
a los mismos no creyentes. No solamente tiene una coherencia propia que
designa a Cristo como el fundamento único de lo que nosotros creemos, sino
que revela también la grandeza de la pareja humana que puede «hablar» a una
conciencia incluso ajena al misterio de Cristo. Además, el punto de vista
del hombre como tal es explícitamente integrable en el misterio de Cristo en
nombre del primer Adán, del cual el segundo y último no es jamás separable.
Demostrarlo plenamente en el caso del matrimonio, abriría la reflexión
presente a otros horizontes, en los que no entramos aquí. Se ha querido
solamente recordar, antes que nada, cómo Cristo es el verdadero fundamento,
con frecuencia ignorado por los mismos cristianos, de su propio matrimonio
en cuanto sacramento.