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 El hombre es un grito de inmortalidad y de vida eterna:   Catequesis escatológica para los jovenes que se preparan a la confirmación

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Asunto Sanches Almidón
4° de Teología 2013
Facultad de Teología "Redemptoris Mater"

 

Escatología - Muerte - Juicio - Cielo - Infierno

 

El hombre, imagen de Dios ha sido creado para estar junto a Dios. Este núcleo fundamental se ha perdido en muchos de los bautizados debido a la crisis de fe, que es causada por la secularización, es decir cada cual quiere interpretar su fe a merced de su ideología. El hombre de hoy piensa que la vida solo debe ser placentera y por ello debe disfrutarse al máximo, porque la vida se acaba con la muerte.

Pregunto: ¿el hombre moderno espera aún la vida eterna o considera que pertenece a una mitología ya superada?

Vivimos en un mundo en donde se va implantando la comprensión atea de la propia existencia: "Si Dios existe no soy libre; si yo soy libre no puedo reconocer la existencia de Dios". Este es el problema radical de nuestra cultura: el de la negación de Dios y el de un vivir "como si Dios no existiera".

La extensión del ateísmo provoca alteraciones profundas en la vida de las personas, puesto que el conocimiento de Dios constituye la raíz viva y profunda de la cultura de los pueblos, y es el factos más influyente en la configuración de su proyecto de vida, personal, familiar y comunitario. El mal radical del momento consiste, pues, en algo tan antiguo como el deseo ilusorio y blasfemo de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad a nuestro gusto, sin contar con Dios, como si fuéramos verdaderos creadores del mundo y de nosotros mismos. De ahí, la exaltación de la propia libertad como norma suprema del bien y del mal y el olvido de Dios, con el consiguiente menosprecio de la religión y la consideración idolátrica de los bienes del mundo y de la vida eterna como si fueran el bien supremo.

Nuestra sociedad actual pretende construir artificialmente una sociedad sin referencia religiosa, exclusivamente terrena, sin culto a Dios ni aspiración alguna a la vida eterna, fundada únicamente en nuestros propios recursos y orientada casi exclusivamente hacia el mero goce de los bienes de la tierra.

Guste o no guste todos nos encontraremos algún día con la muerte, con nuestra propia muerte, y cruzaremos el puente de esta vida hacia la otra. Hay muchas incertidumbres en la vida de los hombres, pero todos sabemos sin sombra de duda que moriremos algún día. Debemos aceptar este hecho y dejar iluminar por la fe.

Quizás nos sorprenda en la noche como el ladrón, por lo que hay que velar y siempre estar bien preparados; quizás se anuncie con tiempo y dé ocasión de disponerse pausadamente para su encuentro; pero llegará. Pus como nos enseña la Sagrada Escritura, "Días contados los dio y tiempo fijo  al hombre para estar en esta vida terrena. Y en el mismo sentido, todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer, y su tiempo el morir". Todos los hombres vuelven al polvo del que salieron; vuelve el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelve a Dios que es quien lo dio.

Po ello, confiando en Dios como dice el apóstol san Pablo debemos siempre andar en su presencia examinando "qué es lo que agrada al Señor", y esforzándonos para serle gratos cumpliendo día a día con su plan para nuestra vida. Así, cuando llegue el momento de partir, podemos aspirar a la misericordia de que tras el paso de la muerte se prolongue nuestra vida en el señor.

Lo inevitable de que la muerte llegará es una certeza que a muchos resulta incómoda. En efecto, es frecuente descubrir cómo hay quien tiembla ante la conciencia de que llegará su propio momento terreno terminaI. Y es que no siempre es fácil acercarse a la muerte. El hombre se pone muchas veces inseguro ante ella, y por eso hasta huye de su recuerdo, la aleja de su memoria como sombra funesta. En el fondo muchos descubren que le tienen miedo. Y es que la muerte nos enfrenta a numerosas interrogantes; pero por sobre todo hay la extraña sensación de que nos asoma a una ausencia, a un vacío, a una soledad. Lo desconocido nos suele poner inseguros. También nos causa pavor la idea de la posible desaparición.

En un mundo de seguridades, de certezas y de evasiones, la muerte parece no tener cabida. Pero, guste o no, de pronto descubrimos que algún día llegará el momento de partir. El hombre actual parece tener un especial temor a la muerte. Ellos le han llevado a generar una curiosa contradicción en sus relaciones con este momento capital de la vida humana. Por un lado huye de su recuerdo con todo el ingenio y premura del que es capaz. Esto es más notorio en el mundo burgués, donde sistemáticamente se oculta la muerte. Al devaluar y trivializar la muerte se busca despojarla de toda capacidad de cuestionar. Y al hacer esto se priva al ser humano de un camino de encuentro con sus dinamismos más profundos.

El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con certeza cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en si lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la bilogía no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.

Hay, pues, en el corazón del hombre un hambre de permanencia que se expresa también a una resistencia de aceptar la desaparición, como un error ante el vacío. Ese temor es la otra cara de un ansia profunda, de una nostalgia que tiene raíces en nuestro corazón y que ponen en evidencia esa semilla de eternidad que llevamos dentro y que reclama su plenitud. La racionalidad humana experimenta estas realidades cuando se hace sensible a su mismidad, y lo que descubre es lo que san Agustín describía con tanta verdad: "Nos has hecho, Señor, para Ti e inquieto esta nuestro corazón hasta que descanse en Ti". Es la misma inquietud que se ha manifestado a lo largo de la historia de los hombres, de cada hombre. Inquietud que puede intentar ser negada, pero que termina por regresar a la conciencia de quien busca sinceramente el sentido autentico de su vida.

Ahondando desde nuestra propia fragilidad nos vemos reafirmados en esa vocación de encuentro. Como señala el Catecismo Alemán: "El hombre es un grito de inmortalidad y de vida eterna, que el mismo no puede satisfacer, porque ese anhelo exige más de lo que el hombre puede dar. La respuesta solo puede venir de la fuente y plenitud de la vida. Así, la nueva vida, la inmortalidad del hombre tiene un sentido dialógico: existencia que proviene totalmente de Dios y que se orienta totalmente Dios", En la vida se construye la muerte. Por ello todo los días debemos ofrecernos al Señor y a cumplir su plan, pues tanto "en la vida v en la muerte somos del Señor" (Rom 14,8).

Lo que se nos comunica en el Bautismo es la misma vida de Dios, su propia vida divina. La vida eterna a la que estamos destinados, es la misma vida que se inicia en el Bautismo, se desarrolla con los Sacramentos y con nuestras obras de fidelidad al Señor, se pierde por el pecado, se recupera por el perdón de Dios, y nos compenetra plenamente con Jesús Eucaristía. Éste es el camino de vida que debemos seguir los creyentes en Jesús hasta llegar hasta la máxima expresión gozosa de esta vida divina en el cielo.

Aunque estemos llamados a la vida, mientras vivimos, podemos rechazarla y optar por caminos de muerte, lo cual no es algo que ocurra involuntaria o accidentalmente como cuando, queriendo ir a determinado sitio, nos equivocamos de camino. Entrar en el camino de muerte es algo voluntario; es la opción que tomamos al pecar y que se continúa en nuestra situación de pecado.

Al llegar al final del camino, es decir, en el momento de nuestra muerte, entramos en la situación definitiva de vida o de muerte eterna. Ha acabado el camino. Hemos llegado a la meta. Ya no hay vuelta atrás.

Juicio Particular:

Inmediatamente después de la muerte de cada uno, tiene lugar el juicio particular. Al morir, se encuentra uno con nuestro buen Padre Dios que le hace ver la situación en que se encuentra con respecto al amor de Dios y al prójimo.

En definitiva, lo que está en juego es el amor. Como dice San Juan de la Cruz: a la tarde te examinarán en el amor. El amor del que seremos examinados, será el amor con que hayamos respondido al amor de Cristo, ya que es la respuesta positiva o negativa a este amor lo que conduce a la vida o a la muerte por toda la eternidad.

El cristiano, al morir, se sitúa ante su vida y ante la misericordia de Dios. Es bonita la confianza del cristiano en la misericordia de Dios cuando ha procurado amar a Dios, cumplir con sus deseos, agradarle, hacer el bien, aunque a veces no lo hayan conseguido ni como Dios quería, ni como él hubiera deseado. Lo preocupante a la hora de ser juzgados por Dios, no es que Él sea más o menos exigente o misericordioso, sino el hecho de que hayamos aceptado o rechazado durante nuestra vida, su misericordia. Porque aunque Dios es infinitamente misericordioso, nos ha creado libres. Lo único que Dios ha hecho y está haciendo por nosotros todo lo posible para demostrarnos su amor?

A Dios no hay que tenerle miedo; ¿Cómo vamos a tenerle miedo si nos ama entrañablemente y ha nos pide es buena voluntad y nos anima a tomarnos en serio su amor infinitamente misericordioso.

Lo propio de la nueva ley es la gracia, la misericordia. Con mentalidad de gracia, nos vemos justificados por el amor entrañable del Señor. Nos justifica Dios, no nosotros con nuestras obras y con el cumplimiento de la ley. A veces, cuando estamos muy pendientes del cumplimiento de la ley, parece que tratamos de defendernos de Dios, como diciendo: he cumplido y Dios no puede castigarme; me ha de premiar.

La actitud cristiana ante el encuentro definitivo con nuestro Padre Dios, consiste más bien en ponerse confiadamente en sus manos de Padre, no queriendo hacer valer nuestros méritos, sino confiándonos a su bondad y misericordia.

Cielo o Vida Eterna:

El cielo sobrepasa toda comprensión. Las imágenes empleadas por la Escritura son: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del Reino, casa del Padre, etc. El cielo nos lo ha abierto Cristo con su muerte y resurrección, de tal manera que vivir en el cielo es "estar con Cristo". Los que mueren en gracia vivirán para siempre con Cristo en el cielo. El cielo es la vida en perfecta comunión con la Trinidad. Dios abre su misterio a la inmediata contemplación del hombre para ser poseído por el amor: conocerle y amarle como Dios se conoce y se ama. Esto es lo que llamamos visión beatifica de la que participaremos junto con la Virgen, los ángeles y los santos. Dios lo será todo en todo. Se cumplirá muchos más de los que podamos desear e imaginar, todos nuestros deseos de amor y de felicidad. Nos sentiremos amados personalmente por Dios y por todos los bienaventurados, y les amaremos con el mismo amor con que Dios nos ama en una perfecta comunión de amor por toda la eternidad.

Purgatorio:

La fe en el purgatorio, aparte de ser enseñanza explícita de la Iglesia, ha sido expresada con la práctica de los sufragios por los difuntos para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatifica de Dios. El purgatorio no debemos imaginarlo como una cárcel en la que se expían los delitos, sino más bien, como un lugar donde se asea uno antes de entrar en el cielo, concebido como un banquete de bodas familiar. Hay quienes mueren en gracia, pero no están perfectamente purificados. En el purgatorio se realiza la purificación perfecta de toda mancha de pecado.

Son los mismos convidados a las bodas eternas los que desean estar plenamente purificados para gozar de Dios, siendo poseídos por Él y poseyéndole a Él por la fruición del amor. No quieren que nada enturbie esta fruición de amor con nuestro Padre Dios.

Infierno o Muerte Eterna:

Si la vida consiste en el amor, cuando no hay amor hay muerte, que puede ser eterna como es eterno el amor. La enseñanza de la Iglesia afirma su existencia y eternidad. Van al infierno los que mueren en pecado mortal, es decir, sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios.

Hay quien dice que es duro aceptar el infierno. Pero ¿no vemos ya en este mundo como una antesala del mismo? ¿No estamos condenando al infierno de la droga, de las injusticias, de la marginación, a cantidad de hombres y mujeres a quienes se les ha instrumentalizado y se les ha condenado a este submundo por interés de unos y de otros? Y los que causamos este infierno a otras personas ¿decimos después no habrá infierno? Dios no juega con el hombre ni se presta para que juguemos con Él ni con el hombre. Nos toma en serio y toma en serio nuestra libertad.

El infierno es el estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Lo que el infierno nos manifiesta es el poder destructor del pecado. El cielo y el infierno empiezan aquí y se consuman después de la muerte.

El infierno no es como una cárcel en la que se expía el delito del pecado. Más bien, el infierno es el mismo pecado; podríamos decir que consiste en tener conciencia de lo que es estar en pecado. El pecado es la separación de Dios, y el infierno consiste en ser conscientes de lo que esta separación supone. La insistencia de la Iglesia es la realidad del infierno supone un llamamiento a la responsabilidad y a la conversión.

Juicio Final:

Frente a Cristo será puesta al desnudo la verdad de cada hombre en su relación con Dios. El Padre pronunciará por medio de Jesús su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y comprenderemos los caminos por los que el Señor ha ido conduciendo todas las cosas a su fin último. Se verá que el amor de Dios es lo más fuerte, y que sus caminos han sido caminos de vida para nosotros y para todos los hombres. Esta consumación será la realización final de la Historia del género humano; se cumplirá el designio de Dios de "hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef. 1, 10). El universo será transformado aunque tampoco sabemos cómo: Solo el Padre conoce el día y la hora.

Con la convicción de que estamos caminando con Jesús en la construcción del Reino y, conscientes de que la liberación por la que siempre estamos suspirando nos ha de venir de Él, con el deseo de que se cumpla el designio de Dios, que ya tarda en plasmarse en la realidad, y movidos por la esperanza, podemos decir como Juan al final del Apocalipsis: "¡Ven, Señor Jesús! (Ap. 22, 20).

 


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