Mensaje del Papa Francisco, para Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2014
Se presentó en el
Vaticano el mensaje del Papa Francisco para la 48º Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales, bajo el lema “La Comunicación
al servicio de una auténtica cultura del encuentro”.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy vivimos en un mundo que se va haciendo cada vez más «pequeño»; por lo
tanto, parece que debería ser más fácil estar cerca los unos de los otros.
El desarrollo de los transportes y de las tecnologías de la comunicación nos
acerca, conectándonos mejor, y la globalización nos hace interdependientes.
Sin embargo, en la humanidad aún quedan divisiones, a veces muy marcadas. A
nivel global vemos la escandalosa distancia entre el lujo de los más ricos y
la miseria de los más pobres. A menudo basta caminar por una ciudad para ver
el contraste entre la gente que vive en las aceras y la luz resplandeciente
de las tiendas.
Nos hemos acostumbrado tanto a ello que ya no nos llama la atención. El
mundo sufre numerosas formas de exclusión, marginación y pobreza; así como
de conflictos en los que se mezclan causas económicas, políticas,
ideológicas y también, desgraciadamente, religiosas.
En este mundo, los medios de comunicación pueden ayudar a que nos sintamos
más cercanos los unos de los otros, a que percibamos un renovado sentido de
unidad de la familia humana que nos impulse a la solidaridad y al compromiso
serio por una vida más digna para todos. Comunicar bien nos ayuda a
conocernos mejor entre nosotros, a estar más unidos. Los muros que nos
dividen solamente se pueden superar si estamos dispuestos a escuchar y a
aprender los unos de los otros. Necesitamos resolver las diferencias
mediante formas de diálogo que nos permitan crecer en la comprensión y el
respeto.
La cultura del encuentro requiere que estemos dispuestos no sólo a dar, sino
también a recibir de los otros. Los medios de comunicación pueden ayudarnos
en esta tarea, especialmente hoy, cuando las redes de la comunicación humana
han alcanzado niveles de desarrollo inauditos. En particular, Internet puede
ofrecer mayores posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos; y
esto es algo bueno, es un don de Dios.
Sin embargo, también existen aspectos problemáticos: la velocidad con la que
se suceden las informaciones supera nuestra capacidad de reflexión y de
juicio, y no permite una expresión mesurada y correcta de uno mismo. La
variedad de las opiniones expresadas puede ser percibida como una riqueza,
pero también es posible encerrarse en una esfera hecha de informaciones que
sólo correspondan a nuestras expectativas e ideas, o incluso a determinados
intereses políticos y económicos.
El mundo de la comunicación puede ayudarnos a crecer o, por el contrario, a
desorientarnos. El deseo de conexión digital puede terminar por aislarnos de
nuestro prójimo, de las personas que tenemos al lado. Sin olvidar que
quienes no acceden a estos medios de comunicación social –por tantos
motivos-, corren el riesgo de quedar excluidos.
Estos límites son reales, pero no justifican un rechazo de los medios de
comunicación social; más bien nos recuerdan que la comunicación es, en
definitiva, una conquista más humana que tecnológica. Entonces, ¿qué es lo
que nos ayuda a crecer en humanidad y en comprensión recíproca en el mundo
digital? Por ejemplo, tenemos que recuperar un cierto sentido de lentitud y
de calma. Esto requiere tiempo y capacidad de guardar silencio para
escuchar.
Necesitamos ser pacientes si queremos entender a quien es distinto de
nosotros: la persona se expresa con plenitud no cuando se ve simplemente
tolerada, sino cuando percibe que es verdaderamente acogida. Si tenemos el
genuino deseo de escuchar a los otros, entonces aprenderemos a mirar el
mundo con ojos distintos y a apreciar la experiencia humana tal y como se
manifiesta en las distintas culturas y tradiciones. Pero también sabremos
apreciar mejor los grandes valores inspirados desde el cristianismo, por
ejemplo, la visión del hombre como persona, el matrimonio y la familia, la
distinción entre la esfera religiosa y la esfera política, los principios de
solidaridad y subsidiaridad, entre otros.
Entonces, ¿cómo se puede poner la comunicación al servicio de una auténtica
cultura del encuentro? Para nosotros, discípulos del Señor, ¿qué significa
encontrar una persona según el Evangelio? ¿Es posible, aun a pesar de
nuestros límites y pecados, estar verdaderamente cerca los unos de los
otros? Estas preguntas se resumen en la que un escriba, es decir un
comunicador, le dirigió un día a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc. 10,29).
La pregunta nos ayuda a entender la comunicación en términos de proximidad.
Podríamos traducirla así: ¿cómo se manifiesta la «proximidad» en el uso de
los medios de comunicación y en el nuevo ambiente creado por la tecnología
digital? Descubro una respuesta en la parábola del buen samaritano, que es
también una parábola del comunicador. En efecto, quien comunica se hace
prójimo, cercano. El buen samaritano no sólo se acerca, sino que se hace
cargo del hombre medio muerto que encuentra al borde del camino. Jesús
invierte la perspectiva: no se trata de reconocer al otro como mi semejante,
sino de ser capaz de hacerme semejante al otro. Comunicar significa, por
tanto, tomar conciencia de que somos humanos, hijos de Dios. Me gusta
definir este poder de la comunicación como «proximidad».
Cuando la comunicación tiene como objetivo preponderante inducir al consumo
o a la manipulación de las personas, nos encontramos ante una agresión
violenta como la que sufrió el hombre apaleado por los bandidos y abandonado
al borde del camino, como leemos en la parábola. El levita y el sacerdote no
ven en él a su prójimo, sino a un extraño de quien es mejor alejarse. En
aquel tiempo, lo que les condicionaba eran las leyes de la purificación
ritual. Hoy corremos el riesgo de que algunos medios nos condicionen hasta
el punto de hacernos ignorar a nuestro prójimo real.
No basta pasar por las «calles» digitales, es decir simplemente estar
conectados: es necesario que la conexión vaya acompañada de un verdadero
encuentro. No podemos vivir solos, encerrados en nosotros mismos.
Necesitamos amar y ser amados. Necesitamos ternura. Las estrategias
comunicativas no garantizan la belleza, la bondad y la verdad de la
comunicación. El mundo de los medios de comunicación no puede ser ajeno de
la preocupación por la humanidad, sino que está llamado a expresar también
ternura. La red digital puede ser un lugar rico en humanidad: no una red de
cables, sino de personas humanas. La neutralidad de los medios de
comunicación es aparente: sólo quien comunica poniéndose en juego a sí mismo
puede representar un punto de referencia. El compromiso personal es la raíz
misma de la fiabilidad de un comunicador. Precisamente por eso el testimonio
cristiano, gracias a la red, puede alcanzar las periferias existenciales.
Lo repito a menudo: entre una Iglesia accidentada por salir a la calle y una
Iglesia enferma de autoreferencialidad, prefiero sin duda la primera. Y las
calles del mundo son el lugar donde la gente vive, donde es accesible
efectiva y afectivamente. Entre estas calles también se encuentran las
digitales, pobladas de humanidad, a menudo herida: hombres y mujeres que
buscan una salvación o una esperanza. Gracias también a las redes, el
mensaje cristiano puede viajar «hasta los confines de la tierra» (Hch. 1,8).
Abrir las puertas de las iglesias significa abrirlas asimismo en el mundo
digital, tanto para que la gente entre, en cualquier condición de vida en la
que se encuentre, como para que el Evangelio pueda cruzar el umbral del
templo y salir al encuentro de todos. Estamos llamados a dar testimonio de
una Iglesia que sea la casa de todos. ¿Somos capaces de comunicar este
rostro de la Iglesia? La comunicación contribuye a dar forma a la vocación
misionera de toda la Iglesia; y las redes sociales son hoy uno de los
lugares donde vivir esta vocación redescubriendo la belleza de la fe, la
belleza del encuentro con Cristo. También en el contexto de la comunicación
sirve una Iglesia que logre llevar calor y encender los corazones.
No se ofrece un testimonio cristiano bombardeando mensajes religiosos, sino
con la voluntad de donarse a los demás «a través de la disponibilidad para
responder pacientemente y con respeto a sus preguntas y sus dudas en el
camino de búsqueda de la verdad y del sentido de la existencia humana»
(BENEDICTO XVI, Mensaje para la XLVII Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales, 2013).
Pensemos en el episodio de los discípulos de Emaús. Es necesario saber
entrar en diálogo con los hombres y las mujeres de hoy para entender sus
expectativas, sus dudas, sus esperanzas, y poder ofrecerles el Evangelio, es
decir Jesucristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado para liberarnos del
pecado y de la muerte. Este desafío requiere profundidad, atención a la
vida, sensibilidad espiritual. Dialogar significa estar convencidos de que
el otro tiene algo bueno que decir, acoger su punto de vista, sus
propuestas. Dialogar no significa renunciar a las propias ideas y
tradiciones, sino a la pretensión de que sean únicas y absolutas.
Que la imagen del buen samaritano que venda las heridas del hombre apaleado,
versando sobre ellas aceite y vino, nos sirva como guía. Que nuestra
comunicación sea aceite perfumado para el dolor y vino bueno para la
alegría. Que nuestra luminosidad no provenga de trucos o efectos especiales,
sino de acercarnos, con amor y con ternura, a quien encontramos herido en el
camino. No tengan miedo de hacerse ciudadanos del mundo digital.
El interés y la presencia de la Iglesia en el mundo de la comunicación son
importantes para dialogar con el hombre de hoy y llevarlo al encuentro con
Cristo: una Iglesia que acompaña en el camino sabe ponerse en camino con
todos. En este contexto, la revolución de los medios de comunicación y de la
información constituye un desafío grande y apasionante que requiere energías
renovadas y una imaginación nueva para transmitir a los demás la belleza de
Dios.
(Vaticano, 24 de enero de 2014, memoria de san Francisco de Sales)