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Santa María Madre de Dios (Octava de la Natividad del Señor)A-B-C II: Preparemos con los Comentarios de Sabios y Santos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración eucarística

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Exégesis: Alois Stöger -Jesús anunciado por los pastores (/Lc/02/15-20).

Comentario Teológico: P. Antonio Royo Marín, O.P. - María, Madre de Dios

Aplicación: P. Miguel A. Fuentes, IVE. - La Santísima Virgen María, Madre de Dios

Aplicación: Benedicto XVI - El Hijo del Hombre y el Nombre de Jesús

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Santa María Madre de Dios

Aplicación: P. Emilio Sauras, O.P. - La maternidad divina de María en los Sermones de san Vicente Ferrer

Aplicación: Hans Urs von Balthasar - Mirados por la Madre de Dios

Apliclación: P. Jorge Loring, S.J. - La Fiesta de María Madre de Dios

Directorio Homilético - Solemnidad de María Santísima Madre de Dios

 

 

Exégesis: Alois Stöger -Jesús anunciado por los pastores (/Lc/02/15-20).

15 Y cuando los ángeles los dejaron y se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Pasemos a Belén, a ver eso que ha sucedido, lo que el Señor nos ha dado a conocer. 16 Fueron con presteza y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.

El mensaje que transmitió Dios no es sólo palabra, sino, al mismo tiempo, acontecimiento: Mensaje que sucedió. Al acontecimiento sigue la palabra notificante. Pablo confiesa: «A mí, el menor de todo el pueblo santo, se me ha dado esta gracia: la de anunciar a los gentiles el Evangelio de la insondable riqueza de Cristo y dar luz sobre la economía del misterio escondido desde los siglos en Dios» (Efe_3:8s). La misma ley vige para Pablo que para los pastores. «A mí, el menor… el Evangelio de la insondable riqueza de Cristo… la economía del misterio» (la salvación que se da en Cristo); esto se aplica a todos los mensajeros que dan a conocer la economía y la realización de los divinos designios salvadores.

Una vez que los pastores hubieron recibido la buena nueva, habían de ser también testigos de lo que vieron. Creyeron y pudieron luego ver con sus propios ojos lo que habían creído. «Bienaventurada tú, que has creído…» Van con presteza, como María, a cumplir el encargo de Dios. La oferta de la salvación no sufre dilaciones. Los hombres comienzan a volverse hacia el niño en el pesebre. En Jesús está la salvación y la gloria de Dios.

Los pastores encontraron lo que buscaban conforme al signo y mediante la guía de Dios, que siempre guía de tal manera, que el hombre encuentra. Lo que vieron con los ojos fue a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Esto y nada más: nada de la madre virgen, nada de las grandezas que había expresado acerca de este niño el mensaje del ángel. Pero vieron a este niño, iluminados por la revelación de Dios. El signo de que la revelación de Dios se ha hecho realidad histórica, está delante de ellos en María y José, y en el niño acostado en el pesebre. El esplendor del Evangelio de navidad viene de la interpretación divina del nacimiento histórico de Jesús, pero el portador de este esplendor es el niño que ha nacido.

17 Al verlo, refirieron lo que se les había dicho acerca de este niño. 18 Y todos los que lo oyeron quedaron admirados de lo que les contaban los pastores. 19 María, por su parte, conservaba todas estas palabras en su corazón y las meditaba.

¿Qué efecto produce la vista con fe del hecho salvador? Los pastores han visto y refieren, dan a conocer lo que han visto. El contenido de su anuncio es éste: Lo que se les había dicho acerca de este niño; el hecho histórico del nacimiento de Jesús y las palabras que se les habían dicho acerca de este niño. Así se efectúa siempre el anuncio, la proclamación del Evangelio: «Os doy a conocer… el Evangelio…, que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras» (1Co_15:1-5).

No todos pueden ver con sus ojos el acontecimiento: sólo los testigos predestinados por Dios (Cf. Hec_10:40-43). Los otros oyen el mensaje de estos testigos. Como fruto inmediato del oír se recoge la admiración. Lucas es el evangelista que con más frecuencia hace notar que los hechos y palabras de Jesús despertaban admiración. El que experimenta la revelación de lo divino, se admira, sea que con fe y temor reverencial se asombre ante lo divino, o que admire lleno de presentimientos, o que rechace con crítica y sin comprensión. El que se asombra cuando se le presenta la revelación divina, todavía no cree: está en el atrio de la fe: ha recibido un impulso que puede suscitar fe, pero también provocar duda. ¿Puede originar más que asombro la predicación de los mensajeros de la fe? La decisión de creer es asunto personal de cada uno.

También María recibe de los pastores un mensaje sobre su hijo. Lo que le había dicho al ángel Gabriel y había sido confirmado por Isabel, es ahora profundizado por los pastores. No sólo se asombra, sino que conserva todas estas palabras en el corazón. Oyó la palabra de la manera que Dios quiere. En ella cae la semilla en buena tierra. La semilla que cae en «la tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón noble y generoso, la retienen y por su constancia dan fruto» (8,15). Constantemente oye María algo nuevo sobre su niño. ¿Quién puede decir de una vez todas las riquezas que encierra este niño, de modo que el hombre comprenda? La riqueza que está contenida en la revelación de Cristo, sólo puede comunicarse cada vez por partes. Pero las partes deben compararse y combinarse. La fe madura combina los diferentes elementos, ordena y encuadra lo nuevo en lo que ya se posee. Lo que experimentó María en la anunciación, en la visita a Isabel y en el momento del nacimiento, fue para ella fuente inagotable de meditación, de sus decisiones, de oración, de alabanza, de gratitud, de gozo y de fidelidad. María es el prototipo de todos los que perciben la palabra y la acogen como es debido, el prototipo de los creyentes y consiguientemente el prototipo de la Iglesia, que acoge a Cristo con la fe y lo lleva en sí.

20 Y los pastores se volvieron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído, tal como se les había anunciado.

Dios había elegido a éstos, los más pobres de todos, que estaban en vela, para que recibieran el mensaje del nacimiento del Salvador. Los constituyó en testigos del Mesías recién nacido y los pertrechó para que fueran heraldos de la buena nueva. Ahora los hace volver a su vida cotidiana. Los pastores se volvieron.

A partir de entonces glorifican y alaban al Señor. Dios actúa mediante la venida y la acción de Jesús; pues Dios está con él. Realiza prodigios, milagros y signos por medio de Jesús. El asombro por los grandes hechos de Dios acompaña la entera vida de Jesús, en quien se reconoce la acción de Dios. Cuando Jesús recorre Palestina irrumpe un júbilo de alabanza de Dios (Luc_5:25s; Luc_7:16; Luc_9:43; Luc_13:13; Luc_17:15; Luc_18:42s). Incluso cuando muere en la cruz y clama con gran voz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», glorifica a Dios el centurión que lo había oído (Luc_23:47). Con tal glorificación de Dios comienza y termina el Evangelio. Después de la ascensión volvieron los discípulos a Jerusalén llenos de alegría y glorificaban a Dios continuamente en el templo (Luc_24:53). Cuando en la primitiva liturgia cristiana se hacían presentes los hechos de Jesús mediante la palabra y la fracción del pan, los creyentes terminaban respondiendo con alabanzas a Dios (Hec_2:47).

Una vez más se dejan notar los efectos de esta liturgia de la alabanza y de la glorificación. Lo que habían visto y oído, tal como se les había anunciado. Los hechos salvíficos y su interpretación divina, que forman el centro del culto cristiano, llevan a la glorificación y a la alabanza de Dios. Para esto se escribió el Evangelio de Lucas: para que Teófilo y con él la Iglesia se persuadan de la certeza de aquello sobre lo que se les había instruido y que en el culto cristiano se hace presente y se celebra: Dios que causa la salud por Jesús.

Imposición del nombre
(Lc.2,21)

Con el niño Jesús se procede conforme a las disposiciones de la ley (Cf.2,21.22-24.27.39). «Nació de mujer, nació bajo la ley» (Gal_4:4). En la observancia de la obediencia a la ley se hace patente su gloria en la circuncisión (Gal_2:21) y en el templo (Gal_2:22-39).

El camino del niño Jesús en el seno de su madre va de Nazaret, la pequeña e insignificante ciudad de Galilea, donde fue concebido, a Belén, la ciudad de David, donde nació -en pobreza y gloria-, y de allí a Jerusalén, a la ciudad de su «elevación» (Gal_9:51). Con esto se llega al punto culminante del relato de la infancia. La actividad pública de Jesús seguirá el mismo camino: de Galilea a Jerusalén, donde muere y es glorificado.

Como Juan, en el momento de la imposición del nombre, es celebrado en las palabras proféticas de su padre, así también Jesús adquiere todavía mayor esplendor gracias al Espíritu Santo, que habla por boca del profeta y de la profetisa. Juan es celebrado en casa de Zacarías, Jesús, en cambio, en el templo. Jesús es mayor que Juan.

21 Cuando se cumplieron ocho días y hubo que circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de ser concebido en el seno materno.

Con su nacimiento fue introducido Jesús en la existencia humana («lo envolvió en pañales»), en la estirpe de José, en el pueblo israelita, en la historia de los pobres y de los pequeños, en la obligación de la ley...

La ley mosaica regula la vida del israelita, por días, semanas y años. Cuando se cumplieron ocho días y hubo que circuncidar al niño, recayó sobre Jesús por primera vez la obligación de la ley: Jesús era «obediente» (Flp_2:8).

El Evangelio no dice expresamente que se efectuó en Jesús la circuncisión. El orden de la ley y su cumplimiento es el marco en que se desarrolla la vida entera de Jesús. Con él se cumple la ley, se realiza su pleno sentido. Con esta obediencia irrumpe lo nuevo y grande. A la circuncisión está ligada la imposición del nombre. Dios mismo fijó el nombre de este niño pequeño. Se le llamó como había dicho el ángel. Con el nombre fija Dios también la misión de Jesús: Dios es Salvador. En Jesús trae Dios la salvación. «Jesús pasó haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hec_10:38).
(Stöger, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)


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Comentario Teológico: P. Antonio Royo Marín, O.P. - María, Madre de Dios


Doctrina de fe

Vamos a exponer la doctrina dogmática de la maternidad divina de María en una conclusión sencilla y clara, al alcance de todas las fortunas intelectuales. Hela aquí:

La Santísima Virgen María es propia, real y verdaderamente Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado. (Dogma de fe expresamente definido por la Iglesia.)

He aquí las pruebas:

a) LA SAGRADA ESCRITURA.

En la Sagrada Escritura no se emplea explícitamente la fórmula María Madre de Dios, pero ello se deduce con toda certeza y evidencia de dos verdades expresamente contenidas en la misma revelación, a saber: que María es la Madre de Jesús, y que Jesús es Dios.

En efecto: la Sagrada Escritura nos dice repetidas veces que la Virgen María es la Madre de Jesús (Mt 1,16; 2,11; Lc 2,37-48; Jn 2,1; Act 1,14, etc.). Jesús es presentado como concebido (Lc 1,31) y nacido (Lc 2,7-12) de la Virgen. Y que Jesús es Dios, lo dice expresamente San Juan en el prólogo de su evangelio (Jn 1,1-14) Y consta por el expreso testimonio del mismo Cristo (cf. Mt 26,63-64), confirmado por sus deslumbradores milagros, hechos en nombre propio (cf. Lc 7,14; Jn 11,43, etc.), y por la prueba definitiva de su propia resurrección (Mt 28,5-6, etc.), anunciada por El antes de su muerte (Mt 17,22-23, etc.).

Ahora bien, del hecho de que María sea la Madre de Jesús y de que Jesús sea Dios, ¿se sigue necesariamente que María sea propia, real y verdaderamente Madre de Dios?

Lo negó terminantemente Nestorio, monje de Antioquía y más tarde patriarca de Constantinopla (+ 451), al afirmar que en Cristo no solamente hay dos naturalezas (como enseña la fe), sino también dos personas perfectamente distintas: divina y humana (lo que es herético, como veremos en seguida). La Virgen, según Nestorio, fue Madre de la persona humana de Cristo (Cristotokos), pero no Madre de su persona divina (Theotokos). Luego no se la debe llamar Madre de Dios, sino únicamente Madre de Cristo (en cuanto persona humana).

La doctrina de Nestorio -dos personas en Cristo- fue expresamente condenada por la Iglesia como herética. En Cristo -como veremos en seguida al exponer la doctrina de la Iglesia- no hay más que una sola persona -la persona divina del Verbo-, aunque haya en él dos naturalezas perfectamente distintas: divina y humana. Y como María fue Madre de la persona de Jesús -como todas las madres lo son de la persona de sus hijos- y Jesús es personalmente el Hijo de Dios, el Verbo divino, síguese con toda lógica que la Santísima Virgen es propia, real y verdaderamente Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado.

b) LA DOCTRINA DE LA IGLESIA.

La doctrina que hemos recogido en nuestra conclusión fue expresamente definida por la Iglesia como dogma de fe, contra la herejía de Nestorio. Es lástima que no podamos detenernos aquí en exponer la historia de las controversias entre San Cirilo de Alejandría -el gran campeón de la maternidad divina de María- y el heresiarca Nestorio, que ocasionaron la reunión del concilio de Éfeso -celebrado el año 431, bajo el pontificado de San Celestino I-, donde se condenó en bloque la doctrina de Nestorio y se proclamó la personalidad única y divina de Cristo bajo las dos naturalezas, y, por consiguiente, la maternidad divina de María. El pueblo cristiano de Éfeso, que aguardaba fuera del templo el resultado de las deliberaciones de los obispos reunidos en concilio, al enterarse de la proclamación de la maternidad divina de María, prorrumpió en grandes vítores y aplausos y acompañó a los obispos por las calles de la ciudad con antorchas encendidas en medio de un entusiasmo indescriptible.

He aquí el texto principal de la carta segunda de San Cirilo a Nestorio, que fue leída y aprobada en la sesión primera del concilio de Éfeso:

'No decimos que la naturaleza del Verbo, transformada, se hizo carne; ni tampoco que se transmutó en el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; afirmamos, más bien, que el Verbo, habiendo unido consigo, según hipóstasis o persona, la carne animada de alma racional, se hizo hombre de modo inefable e incomprensible y fue llamado Hijo del hombre, no por sola voluntad o por la sola asunción de la persona. Y aunque las naturalezas sean diversas, juntándose en verdadera unión, hicieron un solo Cristo e Hijo; no porque la diferencia de naturalezas fuese suprimida por la unión, sino porque la divinidad y la humanidad, por misteriosa e inefable unión en una sola persona, constituyeron un solo Jesucristo e Hijo.

Porque no nació primeramente un hombre cualquiera de la Virgen María, sobre el cual descendiera después el Verbo, sino que, unido a la carne en el mismo seno materno, se dice engendrado según la carne, en cuanto que vindicó para si como propia la generación de su carne. Por eso (los Santos Padres) no dudaron en llamar Madre de Dios a la Santísima Virgen' (D IIIª).

En el año 451, o sea veinte años más tarde del concilio de Éfeso, se celebró bajo el pontificado de San León Magno el concilio de Calcedonia, donde se condenó como herética la doctrina de Eutiques, que afirmaba -por error extremo contrario al de Nestorio- que en Cristo no había más que una sola naturaleza, la divina (monofisismo). El concilio definió solemnemente que en Cristo hay dos naturalezas -divina y humana- en una sola persona o hipóstasis: la persona divina del Verbo (cf. D 148).

Un siglo más tarde, el concilio II de Constantinopla (quinto de los ecum��nicos), celebrado el año 553 bajo el pontificado del papa Vigilio, alabó e hizo suyos en fórmula dogmática los doce anatematismos de San Cirilo contra la doctrina de Nestorio, considerándolos como parte de las actas del concilio de Éfeso (cf. D 113-124 226-227). He aquí los principales anatematismos de San Cirilo relativos a la cuestión que nos ocupa:

'Si alguno no confiesa que Dios es verdaderamente el Emmanuel y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios, pues dio a luz según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anaterna' (D 1 13).

'Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios Padre se unió a la carne según hipóstasis y que Cristo es uno con su propia carne, a saber, que es Dios y hombre al mismo tiempo, sea anaterna' (D 114).

'Si alguno distribuye entre dos personas o hipóstasis las expresiones contenidas en los escritos apostólicos o evangélicos, o dichas sobre Cristo por los santos, o por el propio Cristo hablando de sí mismo; y unas las acomoda al hombre, entendiéndolo aparte del Verbo de Dios, y otras, como dignas de Dios, las atribuye al solo Verbo de Dios Padre, sea anatema' (D 116).

'Si alguno se atreve a decir que Cristo es hombre teóforo o portador de Dios, y no, más bien, Dios verdadero, como Hijo único y natural, por cuanto el Verbo se hizo carne y participó de modo semejante a nosotros en la carne y en la sangre (Heb 2,14, sea anatema)' (D 117).

Son, pues, dogmas de fe expresamente definidos por la Iglesia que en Cristo hay dos naturalezas -divina y humana-, pero una sola persona, la persona divina del Verbo. Y como María fue Madre de la persona de Jesús, hay que llamarla y es en realidad propia, real y verdaderamente Madre de Dios.

c) EXPLICACIÓN TEOLÓGICA.

Todo el quid de la cuestión está en este sencillo razonamiento. Las madres son madres de la persona de sus hijos (compuesta de alma y cuerpo) aunque ellas proporcionen únicamente la materia del cuerpo, al cual infunde Dios el alma humana, convirtiéndola entonces en persona humana. Pero Cristo no es persona humana, sino divina, aunque tenga una naturaleza humana desprovista de personalidad humana, que fue sustituida por la personalidad divina del Verbo en el mismísimo instante de la concepción de la carne de Jesús. Luego María concibió realmente y dio a luz según la carne a la persona divina de Cristo (única persona que hay en El), y, por consiguiente, es y debe ser llamada con toda propiedad Madre de Dios. No importa que María no haya concebido la naturaleza divina en cuanto tal (tampoco las demás madres conciben el alma de sus hijos), ya que esa naturaleza divina subsiste en el Verbo eternamente y es, por consiguiente, anterior a la existencia de María. Pero María concibió una persona -como todas las demás madres-, y como esa persona, Jesús, no era humana, sino divina, síguese lógicamente que María concibió según la carne a la persona divina de Cristo y es, por consiguiente, real y verdaderamente Madre de Dios.

Escuchemos a Santo Tomás exponiendo admirablemente esta doctrina.

'Como en el instante mismo de la concepción de, Cristo la naturaleza humana se unió a la persona divina del Verbo, síguese que pueda decirse con toda verdad que Dios es concebido y nacido de la Virgen. Se dice -en efecto- que una mujer es madre de una persona porque ésta ha sido concebida y ha nacido de ella. Luego se seguirá de aquí que la bienaventurada Virgen pueda decirse verdaderamente Madre de Dios. Sólo se podría negar que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios en estas dos hipótesis: o que la humanidad de Cristo hubiese sido concebida y dada a luz antes de que se hubiera unido a ella el Verbo de Dios (como afirmó el hereje Fotino), o que la humanidad de Cristo no hubiese sido tomada por el Verbo de Dios en unidad de persona o hipóstasis (como enseñó Nestorio). Pero ambas hipótesis son erróneas; luego es herético negar que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios'.

Y al solucionar la objeción de que Cristo se llama y es Dios por su naturaleza divina y ésta no comenzó a existir cuando se encarnó en María, sino que ya existía desde toda la eternidad, y, por lo mismo, no debe llamarse Madre de Dios a la Virgen, responde el Doctor Angélico magistralmente:

'Se dice que la bienaventurada Virgen es Madre de Dios no porque sea madre de la divinidad (o sea, de la naturaleza divina, que es eternamente anterior a Ella), sino porque es Madre según la humanidad de una Persona que tiene divinidad y humanidad'.

Aunque lo dicho hasta aquí es muy suficiente para dejar en claro la maternidad divina de María, vamos a recoger -para mayor abundamiento- la clarísima exposición de un mariólogo contemporáneo:

'Sabemos por la Sagrada Escritura y por la tradición que Jesús, el Hijo de María, es el Unigénito Hijo de Dios. Tiene naturaleza humana, que recibió de su Madre, y es, por consiguiente, hombre como nosotros. Pero no es persona humana; es persona divina y hombre a la vez, que subsiste no sólo en la naturaleza divina, que recibe por toda la eternidad de su Padre Eterno, sino también en la naturaleza humana, que ha recibido, en el tiempo, de su Madre humana. María, al engendrar a su Hijo, no engendró una. persona humana. Mas el hecho de dar una naturaleza humana a la segunda persona de la Santísima Trinidad nos dará derecho a decir que María engendró a la persona divina y que es Madre de Dios.

Ya hemos visto que el objeto de la generación, el ser que es engendrado, no es una parte del hijo, sino todo el ser que existe, completo en sí al completarse la generación. Si el producto tiene naturaleza intelectual, como es el caso en toda generación humana, entonces es una persona. De aquí que la maternidad de una mujer se refiere siempre a la persona de su hijo; el objeto de su maternidad, lo que ella engendra o concibe, es una persona.

La misma manera de hablar que empleamos aclara esta verdad: por ejemplo, decimos que Santa Mónica fue madre de San Agustín. San Agustín es una persona, y preguntamos: '¿Quién es su madre?', o '¿De quién es madre?' Quién y de quién solamente se refieren a personas. Así, pues, vemos que nuestra manera ordinaria de hablar acerca de una madre y su hijo indica que la relación de madre a hijo es relación de persona a persona. Dicho de otro modo: el ser concebido por una mujer es una persona.

Sin embargo, es verdad que una madre no es la causa del alma o de la personalidad de su hijo sino en tanto en cuanto proporciona la materia, de tal manera dispuesta que exija la creación del alma de su hijo inmediatamente por Dios. Más: aunque la madre no sea la causa total de su hijo, aun cuando lo que le de por su propia adecuada actividad no es el alma ni la personalidad del hijo, sino la carne de su naturaleza humana, no obstante es verdaderamente su madre, la madre de la persona de su hijo. Aun cuando lo que ella da es sólo parte del hijo, ella es la madre del hijo entero.

Si María hizo por Jesús tanto como cualquier madre humana hace por su hijo, entonces María es tan madre de la persona de Jesús como cualquier mujer es madre de su hijo. El hecho de que Jesús no tuviera padre humano no hace a María menos madre. La diferencia esencial entre maternidad puramente humana y maternidad divina no es que Maria hizo algo más o algo diferente en la concepción de su Hijo. Es simplemente esto: que el Hijo de María es una persona divina, mientras que el hijo de una mujer ordinaria es una persona humana.

Sabemos que sólo Dios puede crear el alma de un niño y hacer al alma y al cuerpo existir como una naturaleza humana completa en sí misma; en otras palabras: sólo Dios hace a la naturaleza humana existir en la persona humana. La personalidad es el término de la generación humana, como don de Dios más bien que producida en virtud de dicha generación. De aquí que la maternidad humana no queda lesionada ni comprometida si Dios crea al alma en la carne proporcionada por la actividad materna, de tal manera que la naturaleza humana resultante no exista completamente en sí como tal persona humana, sino asumida por una persona divina. Si, en lugar de dar una personalidad humana como término de la actividad materna, Dios da la persona divina de su propio Hijo para ser envuelta en la carne de una mujer, entonces, lejos de lesionar su maternidad, este acto de Dios eleva esa maternidad a una 'dignidad casi infinita', porque tal madre lleva en su seno al Hijo más perfecto que pudiera nacer.

La divina maternidad nos lleva directamente al corazón del misterio cristiano: la insondable verdad de que Jesucristo es a la vez verdadero Dios y verdadero hombre, en quien la naturaleza humana, recibida de su Madre humana, y la naturaleza divina, recibida de su Padre Eterno, se unen en la única persona del Hijo de Dios. Si Jesús no es verdadero hombre, María no puede ser verdadera madre; si el Niño Jesús, nacido de María, no es persona divina y Dios mismo, María no puede ser llamada Madre de Dios' (P. Gerald Van Ackeren).

En resumen: la Santísima Virgen María es real y verdaderamente Madre de Dios porque concibió en sus virginales entrañas y dio a luz a la persona de Jesús, que no es persona humana, sino divina.
(Royo Marín, A., La Virgen María, BAC, Madrid, pp. 94-100)


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Aplicación: P. Miguel A. Fuentes, IVE. - La Santísima Virgen María, Madre de Dios

Por este dogma la Iglesia afirma que la Virgen María es Madre de Dios en sentido propio y verdadero.

La Virgen María fue predestinada desde la eternidad para ser Madre del Redentor, y esto, propia y verdaderamente, o sea no sólo en algún sentido impropio como alguna mujer se dice madre del arquitecto o madre del pintor; sino porque verdaderamente engendró a Dios, es decir, una persona divina, pues el Hijo engendrado por Ella es simplemente Dios. Esta verdad es de fe divina y católica definida.

La prueba principal la tenemos en lo que dice san Lucas (1,35): “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios”. Lo que nacerá de María es Hijo de Dios en sentido propio y por tanto Dios; pero lo que nacerá de María es hijo de María; por tanto, el hijo de María es Dios, o sea María es Madre de Dios.

Y lo mismo viene a enseñar san Pablo en Gal 4,4: “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”. El Hijo de Dios se dice hecho (es decir, nacido) de mujer (o sea, de María).

También Isabel, llena del Espíritu Santo, la llama Madre del Señor (Lc 1,43): “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” “Señor” (Kyrios) es nombre divino, incluso en el mismo contexto; por tanto, el sentido que le da Isabel es el de Madre de Dios.

La misma certeza recorre toda la tradición de la Iglesia. El antiquísimo uso de la palabra Theotokos (Madre de Dios) se encuentra en Alejandría en la antífona “Bajo tu amparo”, que es probablemente del siglo III.

En ese mismo siglo, consideran y defienden a María como Madre de Dios san Alejandro, san Atanasio; al siglo siguiente hacen otro tanto autores tan distantes como Tito de Bostra en Arabia; san Basilio, san Gregorio Nacianceno y san Gregorio Niceno, en Capadocia; Eusebio y san Cirilo de Jerusalén en Palestina; Eustaquio y Severiano en Antioquía... En Occidente, San Ambrosio, Prudencio, Casiano, San Agustín. Este último escribía: “¿Cómo había de dejar de ser Dios cuando empezó a ser hombre, Él que concedió a su Madre que no dejase de ser virgen cuando lo dio a luz?”.

La doctrina era ya tradicional antes del Concilio de Éfeso, como lo testimonian autores del siglo II como san Ignacio, san Justino, san Ireneo, etc. Sedulio exclamaría: “Salve, Sancta Parens...”, ¡Salve, santa Madre!

Santo Tomás enseña (Suma Teológica, III, 35, 4) que se dice verdadera y propiamente madre de alguno de la mujer que lo concibió y dio a luz. Y no otra cosa es lo que ha hecho María: concibió y dio a luz a Dios. Por tanto, es Madre de Dios.

Y esta maternidad divina Dios la hizo depender del libre consentimiento de María. Así dice San León Magno: “Es elegida la Virgen de la real estirpe de David que, debiendo concebir fruto sagrado, concibió su prole divina y humana antes con el pensamiento que con el cuerpo (Sermón 21,1).

Y lo mismo San Gelasio: “Se dignó (hacerse hombre) por el consentimiento de la Santísima Virgen cuando dijo al ángel: He aquí la esclava del señor...” (Epístola 2).

Y del mismo modo Inocencio III: “Hechas estas cosas, enseguida el Espíritu Santo vino y preparó una triple vía ante la faz del Señor. La primera fue el consentimiento virginal... Porque como el ángel hubiese indicado a la Virgen admirada del modo y orden de la concepción, enseguida Ella, inflamada en un sumo ardor de deseo, consintió, y por inspiración del Espíritu Santo respondió: «He aquí la esclava del Señor»... Bienaventurada la que ha creído. Porque el autor de la fe no pudo ser concebido por una incrédula; y por tanto convino que se preparase la primera vía, a saber, el consentimiento de la Virgen” (Sermón 12).
Y León XIII: “El Hijo eterno de Dios se inclina a los hombres, hecho hombre; pero asintiendo María y concibiendo del Espíritu Santo”. (Encíclica “Iucunda semper”).

Pero María es madre sin dejar de ser virgen. La maternidad divina es una maternidad completamente especial no sólo por el hecho de tener como término una persona divina, sino también por el modo milagroso y singular con que se ha realizado, a saber, virginalmente. Plenamente virginal quiere decir que María, de tal manera fue Madre de Dios, que conservó siempre la plena virginidad.
Por su singular privilegio de la Maternidad, María Santísima queda asociada a toda la Trinidad de un modo único e irrepetible.

Con relación al Padre María en primer lugar fue asociada en la generación del mismo Hijo. “Ella sola con Dios Padre puede decir al Hijo: Hijo mío eres Tú” (Santo Tomás, Suma Teológica, III, 30, 1). Y con cierta especial razón se la llama Hija del Padre; título que es frecuente en los Santos Padres (Hija única, primogénita y predilecta). La razón es que María en su maternidad perfectísima muestra una semejanza con Dios Padre: el Padre engendra en una sola naturaleza, así Ella; el Padre engendra solo sin madre, Ella sola sin padre; el Padre engendra sin ninguna mutación, Ella sin lesión de la virginidad.

Ahora bien, es propio del hijo proceder del padre como imagen y semejanza personal de él. De donde María, en la cual no sólo se tiene esta semejanza, sino a quien se ha dado el ser para mostrar esta semejanza, es de modo especialísimo Hija del Padre.
Con relación al Hijo es madre con una razón sobresaliente. Y también se la puede llamar esposa del mismo, título que es tradicional en los Padres y en la Liturgia. La razón puede ser la semejanza y analogía máxima que se da entre la unión de la Madre de Dios con Dios y la unión hipostática; ésta suele llamarse desposorio por los Padres. De donde también Santo Tomás dice que María, en nombre de toda la naturaleza humana dio su consentimiento para este matrimonio, lo cual es propio de la esposa (Santo Tomás, Suma Teológica, III, 30, 1).

Con relación al Espíritu Santo, María se dice, ya desde la antigüedad cristiana, templo del Espíritu Santo. Lo cual ciertamente lo obtiene no sólo por el título de la gracia santificante, sino por un título completamente especial; en cuanto protegida por la sombra del Espíritu Santo, bajo su acción fue madre del Verbo. Más recientemente se la llama Esposa del Espíritu Santo, título infrecuente en la antigüedad pero la Iglesia ha asumido en sus alabanzas a María Santísima.
(Fuentes, M., Cuarto mes de la novena de meses en preparación para el centenario de las apariciones de Nuestra Señora en Fátima, subsidio nº 7, 1 de noviembre de 2016)


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Aplicación: Benedicto XVI - El Hijo del Hombre y el Nombre de Jesús

Queridos hermanos y hermanas: Todavía inmersos en el clima espiritual de la Navidad, en la que hemos contemplado el misterio del nacimiento de Cristo, con los mismos sentimientos celebramos hoy a la Virgen María, a quien la Iglesia venera como Madre de Dios, porque dio carne al Hijo del Padre eterno.

Las lecturas bíblicas de esta solemnidad ponen el acento principalmente en el Hijo de Dios hecho hombre y en el «nombre» del Señor. La primera lectura nos presenta la solemne bendición que pronunciaban los sacerdotes sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas: está marcada precisamente por el nombre del Señor, que se repite tres veces, como para expresar la plenitud y la fuerza que deriva de esa invocación. En efecto, este texto de bendición litúrgica evoca la riqueza de gracia y de paz que Dios da al hombre, con una disposición benévola respecto a este, y que se manifiesta con el «resplandecer» del rostro divino y el «dirigirlo» hacia nosotros. La Iglesia vuelve a escuchar hoy estas palabras, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año que acaba de comenzar, con la conciencia de que, ante los trágicos acontecimientos que marcan la historia, ante las lógicas de guerra que lamentablemente todavía no se han superado totalmente, sólo Dios puede tocar profundamente el alma humana y asegurar esperanza y paz a la humanidad.

De hecho, ya es una tradición consolidada que en el primer día del año la Iglesia, presente en todo el mundo, eleve una oración coral para invocar la paz. Es bueno iniciar un emprendiendo decididamente la senda de la paz. Hoy, queremos recoger el grito de tantos hombres, mujeres, niños y ancianos víctimas de la guerra, que es el rostro más horrendo y violento de la historia. Hoy rezamos a fin de que la paz, que los ángeles anunciaron a los pastores la noche de Navidad, llegue a todos los rincones del mundo: «Super terram pax in hominibus bonae voluntatis» (Lc 2, 14). Por esto, especialmente con nuestra oración, queremos ayudar a todo hombre y a todo pueblo, en particular a cuantos tienen responsabilidades de gobierno, a avanzar de modo cada vez más decidido por el camino de la paz. En la segunda lectura, san Pablo resume en la adopción filial la obra de salvación realizada por Cristo, en la cual está como engarzada la figura de María.

Gracias a ella el Hijo de Dios, «nacido de mujer» (Ga 4, 4), pudo venir al mundo como verdadero hombre, en la plenitud de los tiempos. Ese cumplimiento, esa plenitud, atañe al pasado y a las esperas mesiánicas, que se realizan, pero, al mismo tiempo, también se refiere a la plenitud en sentido absoluto: en el Verbo hecho carne Dios dijo su Palabra última y definitiva. En el umbral de un año nuevo, resuena así la invitación a caminar con alegría hacia la luz del «sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78), puesto que en la perspectiva cristiana todo el tiempo está habitado por Dios, no hay futuro que no sea en la dirección de Cristo y no existe plenitud fuera de la de Cristo. El pasaje del Evangelio de hoy termina con la imposición del nombre de Jesús, mientras María participa en silencio, meditando en su corazón sobre el misterio de su Hijo, que de modo completamente singular es don de Dios. Pero el pasaje evangélico que hemos escuchado hace hincapié especialmente en los pastores, que se volvieron «glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2, 20).

El ángel les había anunciado que en la ciudad de David, es decir, en Belén había nacido el Salvador y que iban a encontrar la señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 11-12). Fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al Niño. Notemos que el Evangelista habla de la maternidad de María a partir del Hijo, de ese «niño envuelto en pañales», porque es él —el Verbo de Dios (Jn 1, 14)— el punto de referencia, el centro del acontecimiento que está teniendo lugar, y es él quien hace que la maternidad de María se califique como «divina». Esta atención predominante que las lecturas de hoy dedican al «Hijo», a Jesús, no reduce el papel de la Madre; más aún, la sitúa en la perspectiva correcta: en efecto, María es verdadera Madre de Dios precisamente en virtud de su relación total con Cristo.

Por tanto, glorificando al Hijo se honra a la Madre y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. El título de «Madre de Dios», que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión única de la Virgen santísima en la historia de la salvación: misión que está en la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano le profesa. En efecto, María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la salvación eterna (cf. Oración Colecta).

Y María ofrece continuamente su mediación al pueblo de Dios peregrino en la historia hacia la eternidad, como en otro tiempo la ofreció a los pastores de Belén. Ella, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu. Por esto es considerada madre de todo hombre que nace a la Gracia y a la vez se la invoca como Madre de la Iglesia. En el nombre de María, Madre de Dios y de los hombres, desde el 1 de enero de 1968 se celebra en todo el mundo la Jornada mundial de la paz. La paz es don de Dios, como hemos escuchado en la primera lectura: «Que el Señor (…) te conceda la paz» (Nm 6, 26). Es el don mesiánico por excelencia, el primer fruto de la caridad que Jesús nos ha dado; es nuestra reconciliación y pacificación con Dios. La paz también es un valor humano que se ha de realizar en el ámbito social y político, pero hunde sus raíces en el misterio de Cristo (cf. Gaudium et spes, 77-90).

En esta celebración solemne, con ocasión de la 44ª Jornada mundial de la paz, me alegra dirigir mi deferente saludo a los ilustres embajadores ante la Santa Sede, con mis mejores deseos para su misión. Asimismo, dirijo un saludo cordial y fraterno a mi secretario de Estado y a los demás responsables de los dicasterios de la Curia romana, con un pensamiento particular para el presidente del Consejo pontificio «Justicia y paz» y sus colaboradores. Deseo manifestarles mi vivo reconocimiento por su compromiso diario en favor de una convivencia pacífica entre los pueblos y de la formación cada vez más sólida de una conciencia de paz en la Iglesia y en el mundo. Desde esta perspectiva, la comunidad eclesial está cada vez más comprometida a actuar, según las indicaciones del Magisterio, para ofrecer un patrimonio espiritual seguro de valores y de principios, en la búsqueda continua de la paz.

En mi Mensaje para la Jornada de hoy, que lleva por título «Libertad religiosa, camino para la paz» he querido recordar que: «El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden social e internacional justo y pacífico» (n. 15). Por tanto, he subrayado que «la libertad religiosa (...) es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre» (n. 5). La humanidad no puede mostrarse resignada a la fuerza negativa del egoísmo y de la violencia; no debe acostumbrarse a conflictos que provoquen víctimas y pongan en peligro el futuro de los pueblos.

Frente a las amenazadoras tensiones del momento, especialmente frente a las discriminaciones, los abusos y las intolerancias religiosas, que hoy golpean de modo particular a los cristianos (cf. ib., 1), dirijo una vez más una apremiante invitación a no ceder al desaliento y a la resignación. Os exhorto a todos a rezar a fin de que lleguen a buen fin los esfuerzos emprendidos desde diversas partes para promover y construir la paz en el mundo. Para esta difícil tarea no bastan las palabras; es preciso el compromiso concreto y constante de los responsables de las naciones, pero sobre todo es necesario que todas las personas actúen animadas por el auténtico espíritu de paz, que siempre hay que implorar de nuevo en la oración y vivir en las relaciones cotidianas, en cada ambiente. En esta celebración eucarística tenemos delante de nuestros ojos, para nuestra veneración, la imagen de la Virgen del «Sacro Monte di Viggiano», tan querida para los habitantes de Basilicata.

La Virgen María nos da a su Hijo, nos muestra el rostro de su Hijo, Príncipe de la paz: que ella nos ayude a permanecer en la luz de este rostro, que brilla sobre nosotros (cf. Nm 6, 25), para redescubrir toda la ternura de Dios Padre; que ella nos sostenga al invocar al Espíritu Santo, para que renueve la faz de la tierra y transforme los corazones, ablandando su dureza ante la bondad desarmante del Niño, que ha nacido por nosotros. Que la Madre de Dios nos acompañe en este nuevo año; que obtenga para nosotros y para todo el mundo el deseado don de la paz. Amén.
(Sábado 1 de enero de 2011)


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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Santa María Madre de Dios


Tres consideraciones acerca de esta solemnidad introducidas por sendas oraciones.

+ Admiración: Alma Redemptoris Mater

“Ante la admiración de cielo y tierra engendraste a tu propio Creador y permaneces siempre virgen”.

La admiración surge de la contemplación.

¿Qué contemplamos? Lo que dice el Evangelio. Que los pastores fueron a Belén y encontraron a un Niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre según le habían anunciado los ángeles. Y con el Niño estaban María y José.

Ese Niño es el Salvador, Cristo el Señor, les habían dicho también los ángeles a los pastores. Es Jesús, el Hijo del Altísimo, el heredero del trono de David, el rey de la casa de Jacob, cuyo reinado no tendrá fin, le dijo Gabriel a María. Este Niño es el Emmanuel de Isaías.

María ha dado a luz a Dios siendo virgen. Ese Niño posee una naturaleza humana como la nuestra y su cuerpo se lo ha dado María. Ese Niño es el Verbo eterno, la Palabra, es Dios y se ha hecho carne en el seno de María. Hoy contemplamos al Verbo hecho Niño en el pesebre de Belén y a su Madre que es la Madre de Dios.

María ha dado a luz a Dios y ha dado a luz permaneciendo virgen.

La solemnidad de hoy nos debe causar una gran admiración porque las obras de Dios son admirables.

Dios ha elegido una mujer, una representante de nuestra naturaleza humana para ser su Madre.

La Virgen María es una obra maestra de Dios.

Madre y Virgen. Madre por obra y gracia del Espíritu Santo y Virgen porque no conoció varón.

Jesús ha sido engendrado eternamente de Padre sin madre y ha nacido en el tiempo de Madre sin padre.

María da a luz en Belén a su Creador.

+ Glorificación: Magnificat

“Mi alma canta la grandeza del Señor… porque ha hecho obras grandes por mí”

Dios ha exaltado al género humano.
Lo ha exaltado al asumir una naturaleza humana.

Lo ha exaltado al nacer de una Madre
 humana.

La Virgen es una obra maestra de Dios. Es la “llena de gracias”. Así la llamó el ángel en la anunciación. Es admirable la obra de Dios en María. Desde toda la eternidad Dios se preparó una madre para que fuera la mejor de las madres, para su misión peculiar de ser Madre de Dios. La llenó de gracias y la hizo perfecta como todas las obras de Dios pero en ésta Dios “se esmeró”.

Es cierto que María posee la gracia de Dios de un modo singular pero Dios también nos quiere colmar de gracias a cada uno de nosotros como a ella. ¿Qué nos pide? La fidelidad. Ella es grande porque Dios la hizo grande pero es más grande por su fe. Porque ante la embajada del ángel supo decir sí a Dios entregándose sin reservas a la misión para la cual fue predestinada.

No sintamos celos por las gracias de María sino admirémonos de ella y de la obra que Dios ha hecho en ella.

El tres veces santo eligió nacer de una madre pura, santa y para ello escogió una virgen.

María nos trajo a Jesús que es el Hijo de Dios hecho hombre y por Él, por su rescate también nosotros hemos sido exaltados. Somos hijos de Dios, tenemos por madre a la Madre de Dios, somos hermanos de Jesús, el hombre Dios.

La celebración de hoy debe ser un canto de gloria a la gracia de Dios, a su misericordia y a su omnipotencia.

+ Consagración: Sub tuum presidium

“Bajo tu amparo nos acogemos Santa Madre de Dios”
La Iglesia pone al comienzo del año la solemnidad de Santa María Madre de Dios y la pone para que lo consagremos a ella. Pongamos pues este año bajo el amparo de María.

Porque es la Madre de Dios. Ha engendrado al Hijo de Dios según la naturaleza humana. Le ha dado un cuerpo a su Santísima Humanidad.

Nos confiamos a ella porque es Madre de Dios, es la omnipotencia suplicante. Dios todo lo puede, para Él nada es imposible y nada niega Dios a su madre en el cielo como nada le negó en la tierra. María por ser Madre de Dios se apropia de la omnipotencia divina y su súplica ante Dios en favor nuestro es infalible.

Porque es nuestra Madre. Desde el Calvario también María es nuestra Madre. Tenemos por madre a la Santísima Virgen María, a la Madre de Dios. Y María quiere cuidarnos porque ese fue el encargo que le hizo el mismo Cristo antes de morir “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y María esta empeñada en cuidarnos y quiere llevarnos al cielo.

Que mejor que comenzar el año admirándonos de la grandeza de Dios y de su Madre, de corresponder glorificándolos y cantando su grandeza y de consagrarnos a ellos para que nos santifiquen. A Jesús por María. Por eso ponemos este año que comienza en tus manos madre.

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Aplicación: P. Emilio Sauras, O.P. - La maternidad divina de María en los Sermones de san Vicente Ferrer

San Vicente profesaba este misterio como lo profesan todos los fieles. En definitiva se trata de un dogma de fe. Es interesante ver cómo explica una verdad tan alta utilizando metáforas y comparaciones ingeniosas. El uso de la metáfora y de la analogía es legítimo, no sólo en la predicación y en la catequesis, sino en la misma teología. Para la comprensión de las verdades de fe, dice el Vaticano I que recurramos a la analogía (Constitución dogmática De fide catholica, cf. Denz. 1796). De hecho, el Vaticano II ha hecho la teología de la Iglesia a base de metáforas, como vemos en los dos primeros capítulos de la constitución Lumen Gentium (particularmente abundan las metáforas sobre la Iglesia en el nº 6. Pero la teología está hecha en el nº 7 a base de la metáfora paulina del cuerpo y en todo el capítulo segundo a base de la metáfora de pueblo). Y el propio San Pablo nos habla del misterio de la encarnación utilizando la metáfora del vestido (Filipenses, 2,6-7).

El santo expone la maternidad divina de María con metáforas muy expresivas. Vamos a recoger cuatro:
–La esclavina del peregrino.
–El cristal cromado.
–El vellón de lana y la tierra fecunda.
–El pergamino escrito.

A) La esclavina del peregrino.- Comenta en un sermón las palabras que los discípulos de Emaús dirigieron al caminante que se les hizo el encontradizo. “¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no conoce lo sucedido allí?” Cristo, dice, es el peregrino. Vistió como los peregrinos; caminó por caminos parecidos a los suyos; se hospedó en alojamientos, sorteó peligros y llevó insignias parecidas a los alojamientos, a los caminos y a las insignias de los peregrinos. Justifica cada uno de estos capítulos haciendo comparaciones ingeniosas entre lo que significan y la analogía que tienen con determinados detalles de la vida del Señor.

Interesa a nuestro propósito el detalle del vestido. El peregrino tiene una manera característica de vestir. Tiene su atuendo especial, del que forman parte la esclavina, el bolso, el báculo y el sombrero. La esclavina y el sombrero le sirven para defenderse de las inclemencias del frío, de la lluvia y, del sol; el bolso, para guardar su elemental equipo de viaje; el báculo, para caminar un poco menos cansadamente. El Señor “se dice peregrino por el hábito que vistió. Llevó esclavina, bolso, báculo y sombrero”. Cada una de estas cosas corresponde a un momento de su vida. La esclavina, a la encarnación. La esclavina cubre el cuerpo del peregrino y la carne que le dio María cubrió la divinidad del Verbo.

«La esclavina, sigue el texto del sermón, es su carne, que le fue dada en las entrañas de la bienaventurada Virgen. Porque, como dice Santo Tomás en la tercera parte de la Suma y, en el libro tercero de las Sentencias, la Virgen María tuvo parte activa en la preparación de la materia, aunque la concepción, como se dice en el mismo lugar, se atribuye eficientemente al Espíritu Santo; si bien fue toda la trinidad o fueron las tres personas las que la hicieron. Esta esclavina fue purísima en su principio, como formada de la purísima sangre de la Virgen, limpia de todo pecado. Por eso dice el Señor de sí mismo en el apocalipsis y de cuantos visten esclavinas o cuerpos puros: caminarán conmigo vestidos de blanco porque son puros» (Segundo sermón del día de Pascua).

Sigue luego el texto desarrollando la metáfora de la esclavina que Cristo recibió de María, y dice que cambió de color a lo largo de su existencia. Y así, en la cruz se hizo roja, porque fue bañada en su sangre. Y trae a propósito un texto de Isaías. Luego, al morir, se hizo negra. Porque el sol, que es Cristo, tomó el color de saco hecho de pelo de cabra cuando el cordero abría el sexto sello, según se lee en el apocalipsis.

La explicación del misterio de la encarnación es cabal; como la de la maternidad divina de María. Ella engendró la humanidad con la que el Verbo se revistió; humanidad sujeta durante la vida a muchas mudanzas. Es, pues, madre del Verbo encarnado. Y quien la fecundó para hacer efectiva esta maternidad fue, por atribución, el Espíritu Santo; y de hecho, toda la Trinidad. Recoge en esto la doctrina del undécimo Concilio de Toledo (Denz. 284), que Santo Tomás recuerda también en la tercera parte de la Suma (Suma Teológica, III, 3,4).

B) El cristal cromado.- En un sermón que predicó el día de la vigilia de Pentecostés habla de la maternidad divina de María, explicándola con la metáfora del cristal cromado. Aquí la imaginación se desborda. En esta metáfora, que es muy compleja, no sólo queda apresada la Virgen. Quedan también las tres personas trinitarias, que fueron el principio fecundador de su maternidad. En la analogía del cristal cromado caben con justeza todo el misterio de la encarnación y el de la virginidad.

Juegan en esta exposición cuatro elementos. Tres divinos: el sol, que es el Padre; el calor procedente del sol, que es el Espíritu Santo, y el rayo, procedente asimismo del sol, que es el Verbo. Y uno humano, María, que es el cristal en el que actúan los tres. Pero para que la comparación sirva al caso que el santo se propone, que es manifestar la maternidad de María, el cristal es cromado (Sermón de la vigilia de Pentecostés). Más adelante veremos que la metáfora sirve también para explicar la virginidad en el alumbramiento del Señor y el embellecimiento que esta virginidad confiere a la madre.

El sol, el calor y el rayo actúan sobre el cristal cromado. En María, que es este cristal, actúan las tres personas de la trinidad, aunque la intervención se atribuya por apropiación sólo al Espíritu Santo. El único de los tres que traspasa el cristal tomando de él su color es el rayo. En este caso, el Verbo, quien, utilizando términos clásicos, decimos que intervino activamente, junto con el Padre y con el Espíritu, en la asunción de la naturaleza humana, pero sólo Él se quedó tomando y apropiándose lo que era propio del cristal, el color, con una intervención que se llama terminativa. En otras palabras. Él solo, y no los otros, se quedó con nuestra naturaleza, donada por María y significada por el color del cristal. Color del que no participan ni el sol ni el calor, pero sí el rayo que lo atraviesa. La Virgen, que es el cristal, da al Verbo, que es el rayo, la naturaleza humana; y con ello resulta que se ha convertido en madre del Verbo encarnado.

Pero hay aquí un detalle más que conviene tener en cuenta, porque enriquece el concepto de la divina maternidad. Es cierto que el rayo toma el color del cristal, y que el Verbo toma la naturaleza humana de María. Pero es cierto también que el cristal cromado se embellece cuando lo atraviesa el rayo de luz. Su color cobra vida, y diríase que se perfecciona. Así sucedió en este caso, porque cuando el Verbo tomó carne en las entrañas de Santa María, quedó ella sobrenaturalmente embellecida con la gracia de la divina maternidad. Esta no es solamente una maternidad física, biológica y material, que dejaría a la madre en su estado natural. En ella va implicada una perfección sobrenatural, una gracia que la eleva, convirtiéndola en divina.

C) El vellón y la tierra fecunda.- Hace San Vicente una glosa de los textos de David y del profeta Ageo en los que la Virgen está representada por el vellón de lana y por la tierra fecunda. Bajará el rocío sobre el vellón y la lluvia sobre la tierra, dice David. Y Ageo añade: conmoveré la tierra, el cielo y el mar, y vendrá el deseado de las naciones. El rocío que cala y penetra secreta y silenciosamente en el vellón de lana y la conmoción del cielo, de la tierra y del mar en la venida del Señor le dan pie para afirmar la fecundidad divina de María y algunas circunstancias que rodearon el proceso de su maternidad.
«Ved, dice, cómo la encarnación fue oculta y secreta. De ella habla así David: “Descenderá como rocío sobre el vellón. A María la llama vellón, porque, como de la lana blanca se hace vestido para vestir, de la carne pura y limpia de la Virgen recibió su carne Cristo. Luego añade el profeta que caerá como lluvia que penetra en la tierra; porque, como la tierra fructifica, la Virgen María nos dio un fruto que es el hijo de Dios hecho hombre. El rocío cae sobre el vellón de lana sin sentirlo, y, como en secreto. Y así el Hijo de Dios descendió secretamente cuando lo anunció el ángel, hasta el punto que nadie supo nada de esto entonces más que el propio ángel y María. Es clara la diferencia que hay entre la encarnación y el nacimiento» (Sermón de la vigilia de Navidad).

Esta diferencia la da a conocer en el sermón del día siguiente, explicando el oráculo de Ageo. «Dentro de poco conmoveré el cielo, la tierra, el desierto y el mar; y vendrá el deseado de las gentes. Dice Ageo que conmoverá el cielo; y se explica porque, como asegura Santo Tomás en la primera parte de la Suma [Teológica], cuando un ángel recibe de Dios alguna revelación la comunica a los demás, de donde resulta que allí no hay nada que se mantenga secreto. Por eso el arcángel Gabriel, una vez que la trinidad le reveló la encarnación y el nacimiento del Señor, hechos de los que iba a ser nuncio, los dio a conocer a los demás; y así todo el cielo se conmovió de gozo y alegría. Y los malos también, porque veían en esto la reparación de la ruina por ellos causada. También se conmovió la tierra. La tierra era la Virgen, que iba a fructificar dándonos el fruto de la vida, y que se había conmovido al recibir el anuncio del ángel, como nos dice San Lucas. Se conmovieron así mismo el mar y el desierto, cuando, por el edicto del emperador, todas las gentes acudían a sus ciudades respectivas, unas por mar y otras por tierra. Así vino el deseado de todas las gentes» (Sermón del día de Navidad).

Las dos metáforas, unidas en el texto de David, el vellón sobre el que cae silenciosamente el rocío y la tierra en la que cae el agua para fecundarla, tierra que a su vez se conmueve en el texto de Ageo, dan pie al santo para exponer con toda sencillez y claridad los misterios de la encarnación silenciosa, del nacimiento acaecido en medio de una conmoción universal y de la fecundidad divina de María en la que el Verbo se encarnó siendo fruto benéfico para nosotros.

D) El pergamino escrito.- San Vicente suele hacer en sus sermones escapadas marianas, aunque no cuadre bien ni parezca oportuno hablar de la Virgen en el tema que está desarrollando. Así sucede con la analogía que ahora vamos a referir: es la metáfora de la página, en la que el Padre escribió su palabra eterna. Esta página es María. Está predicando el evangelio de la mujer adúltera, y versa el sermón sobre las muchas enseñanzas que se desprenden del hecho y de las palabras que el Señor dirigió a los acusadores. Pero hay un detalle: Jesús escribía en tierra. Al santo le viene a la mente que Jesús es la palabra del Padre; que la palabra se escribe; y que el libro o la página en la que el Padre la escribió es María. Ya ha encontrado oportunidad, aunque sea una digresión en el desarrollo de la homilía, para hablar de la divina maternidad de la Señora.

«Jesús es la palabra eterna de Dios Padre, y no es una palabra transitoria, como la que nosotros decimos con la boca. El Padre escribió esta palabra en una membrana virginal, en las entrañas de la Virgen María, porque leemos en San Juan que la palabra se hizo carne. Y en Isaías: “Toma un libro grande y, escribe en él”. Este libro es la Virgen María, más grande que el cielo y la tierra, De ella dice el bienaventurado Bernardo en una homilía sobre el evangelio “missus”: “¡Oh entrañas, más grandes que el cielo, porque quien en el cielo no cabía se encerró en vosotras!”. En este libro escribió el Padre su palabra eterna en el mismo instante en que 1a Virgen consintió a las palabras del ángel diciendo: “he aquí la esclava del Señor”. Porque en ese mismo instante la Palabra asumió la naturaleza humana para salvarnos y no para condenarnos» (Sermón del tercer domingo de Cuaresma).

Partiendo del hecho de que el Hijo, al proceder del Padre por vía de entendimiento, tiene razón y ser de palabra mental, y de que San Juan dice en el prólogo del evangelio que Jesús es precisamente Palabra, parece normal que a la Virgen, que es su madre, se la llame página o libro en el que el Padre escribió su Verbo. Y tenemos aquí otra imagen de la maternidad. Sin embargo hay que decir que esta metáfora, aunque muy bella, expresa la maternidad con menos exactitud que las tres anteriores. En las anteriores se veía a María ejerciendo la función activa de dar al Verbo la naturaleza humana. Bien porque cubría al peregrino (al Verbo) con la esclavina (con su carne); bien porque daba al rayo de luz el color que ella tiene (su carne también); bien porque hacía germinar el fruto de esa tierra que era ella misma. Aquí, en cambio, en esta metáfora del libro o de la página, su función sólo aparece pasiva. Es el Padre quien escribe. Ella recibe la escritura. El Padre manda o envía al Verbo, y ella lo recibe. Es cierto que el Padre no envía al Verbo hecho ya carne; y que quien se la da es María. Pero esto no queda reflejado en la metáfora utilizada aquí, como se reflejaba en las tres metáforas anteriores.
(Sauras, E., La maternidad divina de María en los Sermones de san Vicente Ferrer, Rev. Teología Espiritual, Valencia 1972, vol. XVI, nº 46)


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Aplicación: Hans Urs von Balthasar - Mirados por la Madre de Dios

1. La bendición para el año.

La solemne fórmula de bendición del Antiguo Testamento abre en la primera lectura la liturgia del nuevo año civil. La fórmula es prescrita por el propio Dios a Moisés y contiene la doble plegaria del que bendice: que Dios se digne volver su rostro y hacer brillar su resplandor sobre nosotros para concedernos así la gracia y la salvación. La mirada de Dios sobre nosotros es (según Pablo) mucho más saludable que nuestra mirada sobre él («al que ama, Dios lo reconoce», 1 Co 8,3). «Ver al que ve» es según Agustín la bienaventuranza suprema (Videntem videre). Pero nosotros somos mirados al mismo tiempo por la Madre de Dios con un amor infinito, como hijos suyos, y somos bendecidos por ella. Según el Nuevo Testamento esta bendición es inseparable de la de su Hijo y de la de todo el Dios trinitario, con lo que su maternidad queda profundamente entroncada y enraizada en la fecundidad divina. Ella nos bendice al mismo tiempo como la Madre personal de Jesús y como el corazón de la Iglesia «inmaculada» (Ef S,27), que es la Esposa de Cristo.

2. María conservaba todo en su corazón.

Estas sencillas palabras del evangelio, repetidas dos veces (Lc 2,19.51), muestran que la Santísima Virgen es la fuente inagotable de la memoria y de la interpretación para toda la Iglesia. Ella conoce hasta en lo más profundo todos los acontecimientos y fiestas que nosotros celebramos a lo largo del Año Litúrgico. Este es también el sentido del rosario: los misterios de Cristo deben contemplarse y venerarse con los ojos y el corazón de María para poder entenderlos en toda su amplitud y profundidad, en la medida que esto nos es posible. La veneración y la festividad del corazón de María no tienen nada de sentimental, sino que conducen a esa fuente inagotable de comprensión de todos los misterios salvíficos de Dios, que afectan a todo el mundo y a cada uno de nosotros en particular. Poner el año bajo la protección de su maternidad significa implorar de ella, como hermanos y hermanas de Jesús que somos, y por tanto como hijos de María, una comprensión continua para un constante seguimiento de Jesús. Como la Iglesia, de la que ella es la célula primigenia, María nos bendice no en su propio nombre, sino en el nombre de su Hijo, que a su vez nos bendice en el nombre del Padre y del Espíritu Santo.

3. La segunda lectura concede una gran importancia al Espíritu Santo. En ella se habla de María como de la mujer por la que nació el Hijo, quien con su pasión consiguió para nosotros la filiación divina. Pero como somos hijos de Dios, «Dios envió a nuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! Padre». No seríamos hijos del Padre, si no tuviéramos el Espíritu y los sentimientos del Hijo; y este Espíritu nos hace gritar al Padre con agradecimiento e incluso con entusiasmo: «Sí, Tú eres realmente nuestro Padre». Pero no olvidemos que este Espíritu fue enviado por primera vez a la Madre, como el Espíritu que le trajo al Hijo, y de que de este modo es, como «Espíritu del Hijo», también el Espíritu del Padre. No olvidemos tampoco que el júbilo por ello, ese júbilo que nunca cesa a lo largo de la historia de la Iglesia, resuena en el Magnificat de la Madre. Es una oración de alabanza que surge enteramente del «Espíritu del Hijo» y se eleva hacia el Padre; una oración personal y a la vez eclesial que engloba toda acción de gracias desde Abrahán hasta nuestros días; es la mejor forma de comenzar el año nuevo.
(HANS URS von BALTHASAR - LUZ DE LA PALABRA, Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 27 s.)

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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - La Fiesta de María Madre de Dios

1.- Celebramos hoy la Fiesta de María Madre de Dios.

2.- Los Testigos de Jehová que van engañando a los ingenuos que les escuchan les dicen: «¿Cómo María va a ser Madre de Dios si Dios es antes que María? Dios es eterno y María no. ¿Puede un hijo ser anterior a su madre?

3.- Con falacias como ésta quitan la fe a muchos católicos.

4.- Cuando sabes la solución, no te influyen; pero muchos no saben qué responder y su fe se tambalea.

5.- María es MADRE DE DIOS porque es madre de Jesús, y si Jesús es Dios, Ella es Madre de Dios.

6.- Como si a uno le hacen alcalde: su madre es madre del alcalde. Ella no le dio la alcaldía, pero como él es alcalde y ella es su madre, con todo derecho es madre del alcalde.

7.- María no le da la divinidad, pero como lo que nace de Ella es Dios, con todo derecho se la puede llamar MADRE DE DIOS.

8.- Al ser madre de Dios, Es la joya de la humanidad, la perla de la creación, pues Dios la proyectó para ser su Madre.

9.- Pío XII la llamó sol de la Iglesia, lo mismo que la madre es el sol de la familia; pues la madre calienta con su amor, la ilumina con su luz orientándola a la unión y la paz, y en su ocaso se oculta para que brillen otras estrellas: sus hijos.

10.- Y Juan Pablo II la presenta como modelo de fe. Por eso Isabel la llama bienaventurada, porque creyó. Al revés que Zacarías. Las dos respuestas son similares. Pero María no dudó del hecho. Preguntó sobre el modo, aclara San Agustín.


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Directorio Homilético - Solemnidad de María Santísima Madre de Dios

CEC 464-469: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre
CEC 495, 2677: María es la Madre de Dios
CEC 1, 52, 270, 294, 422, 654, 1709, 2009: nuestra adopción como hijos de Dios
CEC 527, 577-582: Jesús observa la Ley y la perfecciona
CEC 580, 1972: la Ley nueva nos libra da las restricciones de la Ley antigua
CEC 683, 689, 1695, 2766, 2777-2778: por medio del Espíritu Santo podemos llamar a Dios
“Abba”
CEC 430-435, 2666-2668, 2812: el nombre de Jesús

III VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE

464 El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. El se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.

465 Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, "venido en la carne" (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El primer concilio ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es "engendrado, no creado, de la misma substancia ['homoousios'] que el Padre" y condenó a Arrio que afirmaba que "el Hijo de Dios salió de la nada" (DS 130) y que sería "de una substancia distinta de la del Padre" (DS 126).

466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella S. Cirilo de Alejandría y el tercer concilio ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que "el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre" (DS 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: "Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne" (DS 251).

467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto concilio ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:

Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, `en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado' (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona (DS 301-302).

468 Después del concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto concilio ecuménico, en Constantinopla el año 553 confesó a propósito de Cristo: "No hay más que una sola hipóstasis [o persona], que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad" (DS 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuído a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Cc. Efeso: DS 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. DS 424) y la misma muerte: "El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la santísima Trinidad" (DS 432).

469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. El es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:

"Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit" ("Permaneció en lo que era y asumió lo que no era"), canta la liturgia romana (LH, antífona de laudes del primero de enero; cf. S. León Magno, serm. 21, 2-3). Y la liturgia de S. Juan Crisóstomo proclama y canta: "Oh Hijo Unico y Verbo de Dios, siendo inmortal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin mutación te has hecho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, sálvanos! (Tropario "O monoghenis").

La maternidad divina de María

495 Llamada en los Evangelios "la Madre de Jesús"(Jn 2, 1; 19, 25; cf. Mt 13, 55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como "la madre de mi Señor" desde antes del nacimiento de su hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios ["Theotokos"] (cf. DS 251).

(cortesía iveargentina.org y otros)


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