Domingo 1 de Adviento B - 'No saben cuándo es el momento' : Comentarios de Sabios y Santos I para ayudarnos a preparar la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su servicio
Exégesis: José Ma. Solé Roma O.M.F. sobre las tres lecturas
Comentario: Hans Urs von Balthasar - Permanezcan dispiertos
Santos Padres: San Agustín - Yo te amo cuando afirmas lo que yo deseo que
sea verdad
Aplicación: J. Aldazabal - No nos resulta cómodo que nos despierten y nos
inviten a velar
Aplicación: Elvira -
«¿FUMANDO ESPERO?»
Aplicación: Mons.
Fulton Sheen - El Juicio
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: José Ma. Solé Roma O.M.F. sobre las tres lecturas
Sobre la Primera Lectura (Isaías 63, 16-17; 64, 1. 3-8)
«El Tiempo de Adviento tiene dos aspectos: preparación de la solemnidad de
Navidad, en la que se conmemora el primer Adviento del Hijo de Dios a los
hombres» y a la vez, con este recuerdo orientar y disponer los corazones en
la expectación de su segunda venida al fin de los tiempos; por esto es
tiempo de piadosa y gozosa expectación» (Missale-Normae 39).
La primera Lectura nos hace revivir la expectación de la Redención Mesiánica
con el Pueblo de la A. A. Es una bella plegaria de la Comunidad de Israel:
—Rescatada, a los principios, de Egipto, tierra de pecado y de servidumbre;
rescatada hace poco, de Babilonia tierra de idólatras, de castigo, de
destierro, está mejor dispuesta para un concepto más «espiritual» de la
«Redención»; y la espera y la pide con aquel grito audaz: «¡Ojalá rasgases
el cielo y bajases!»
—La Comunidad hace una humilde confesión de los pecados. La «Redención», por
tanto, se orienta a su verdadero sentido. El Redentor que necesitamos es el
que nos rescate de la servidumbre del pecado. Todos somos esclavos. Todos
sumidos en pecado.
—Apela a los títulos más tiernos de Dios con su Pueblo: Padre, Hacedor,
Redentor.
—Apela a los títulos de Israel, de más valor ante Dios: son su Pueblo, sus
hijos, obra de sus manos, las Tribus de su heredad.
—La Navidad nos recuerda cómo se han cumplido con exceso los anhelos de la
Comunidad de Israel: se han rasgado los cielos y ha descendido el mismo Hijo
de Dios a redimirnos. La obra de la Redención sobrepasa todas estas
previsiones del Trito-Isaías: «Jamás oído oyó, ni a corazón de hombre se le
antojó lo que Dios ha ejecutado para los que le aman» (Is 64, 3; 1 Cor 2.
9).
Sobre la Segunda Lectura (1 Corintios 1, 3-9)
San Pablo exhorta a los fieles a que se dispongan al Adviento de Jesucristo:
—Este Adviento es doble: Epifanía de Jesucristo por la fe y amor; Epifanía
de Jesús-Juez.
—Felicita a los cristianos de Corinto, ricos en carismas de palabra y de
ciencia; no olviden, empero, lo que es más valioso: la fidelidad valiente y
generosa a los compromisos bautismales. Consérvense fieles y firmes, puros e
irreprensibles hasta el «Día» de nuestro Señor Jesucristo.
—Y nos deja esta definición de la vida cristiana: «Es comunión (coinonia)
con la Vida del Hijo de Dios»; con su vida pasible, ahora; con su vida
gloriosa, después. Y como consigna de paz, gozo y esperanza nos dice: ¡Fiel
es Dios! Seámosle, por tanto, fieles también nosotros. Seamos fieles a
nuestra vocación a la fe.
Sobre el Evangelio (Marcos 13, 33-37)
Es Adviento = toda la Era Mesiánica militante. El encuentro que cada uno
tiene con Cristo: en fe, amor, sacramentos, gracia. El encuentro con J. C.
Juez en la hora de la muerte. De ahí estos avisos del Evangelio:
—Alerta. En Vela. No sabéis el momento. Llegará de improviso. No os halle
dormidos. «Lo que ha vosotros digo, a todos lo digo: Velad».
—No os entreguéis al libertinaje, a la embriaguez, a las preocupaciones
terrenas; no sea que os asalte por sorpresa aquel «Día» (Lc 21. 34).
—Los que en la Iglesia tienen carismas, o cargos, o funciones, o vocación
especial, tienen mayor obligación de velar (aquellos a quienes el Señor de
la parábola ha confiado la «administración» de la Casa, el «Portero», etc.).
El Señor será con ellos más exigente, pues les ha otorgado mayor confianza.
—La Liturgia de Adviento, que es para rememorar y revivir el Advenimiento de
Jesucristo para redimimos, reaviva en nosotros el anhelo de vivir en vela,
en fervor, en fidelidad el misterio de nuestra redención. Con ello la
Epifanía de Jesucristo Redentor se realiza con plenitud en cada cristiano:
«Quien al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne nos abrió el
camino de la salvación; para que cuando venga de nuevo en la majestad de su
gloria, revelando la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes
prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar» (Prefacio
Adv.).
(José Ma. Solé Roma (O.M.F.),'Ministros de la Palabra', ciclo 'B', Herder,
Barcelona 1979).
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Comentario: Hans Urs von Balthasar - Permanezcan dispiertos
1. ¡Velad!
El Año Litúrgico comienza con esta exigencia del evangelio: velad,
permaneced despiertos, pues no se sabe cuándo vendrá el Señor. Navidad es
una fecha fija, pero no lo es la venida del Señor a nuestra vida y a nuestra
muerte, a la vida y al final de la Iglesia. Tenemos «plenos poderes» sobre
los bienes que Dios ha puesto sobre la tierra, a cada uno se le ha
encomendado su tarea. Al portero, que debe estar pendiente de la venida del
dueño y además debe velar para que los criados de la casa no abandonen su
trabajo -en este portero se puede ver tanto la imagen de la Iglesia como la
de cada cristiano-, se le ha encomendado la tarea especial de la vigilancia.
Mediante este personaje se interpela en realidad a todos los cristianos: «Lo
digo a todos: ¡Velad!». La tarea que se nos ha encomendado debe llevarse a
cabo; pero no se trata de nuestros propios bienes, sino de los bienes del
Señor. Hagamos lo que hagamos, ya estemos realizando un trabajo espiritual o
un trabajo temporal, no trabajamos para nosotros mismos, sino para él: no
construimos nuestro reino, sino su reino.
2. Con la ayuda de Dios.
En la segunda lectura se dice que hemos sido perfectamente equipados para
ese trabajo por el Señor, con «los dones de la gracia» que Dios nos ha dado
para que podamos llevarlo a cabo en ese tiempo intermedio durante el que
aguardamos «la manifestación de nuestro Señor Jesucristo». Pero nosotros no
esperamos esa manifestación del Señor en la ociosidad, sino que trabajamos
activamente, pues el don que se nos ha dado no es para esperar ociosamente
sino para actuar, para traducirlo en obras. El don se nos ha dado
gratuitamente, en Cristo Jesús hemos sido «enriquecidos en todo»: el don del
«saber», el del «testimonio», el don de la palabra (el «hablar») se nos han
dado para que produzcan el fruto que de ellos se espera. Pero Dios tampoco
se limita a mirar ociosamente cómo trabajamos, sino que colabora activamente
en nuestro trabajo «manteniéndonos firmes» en los momentos de inseguridad y
de cansancio. Su ayuda nunca nos falta cuando nos aplicamos diligentemente
al trabajo que nos ha sido encomendado. ¿Pero es éste nuestro caso?
¿Empleamos realmente nuestro tiempo, lleno de ocupaciones y de negocios, en
trabajar en pro de la causa que Dios nos ha confiado o tenemos que entonar
un mea culpa (como el profeta en la primera lectura), un lamento que debe
resonar muy especialmente ahora, al comienzo del Año Litúrgico?
3. El rostro del mundo.
«¿Por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que
no te tema?». Se trata claramente de un lamento dirigido a Dios, no de una
acusación contra Dios; porque ciertamente por Dios no queda, ya que es
«nuestro redentor» desde siempre. Todos nosotros somos los que desde siempre
«éramos impuros». Estamos tan perdidos en nuestros intereses mundanos que
«nadie invoca tu nombre ni se esfuerza por aferrarse a ti». Por eso no se
puede culpar a Dios de habernos entregado al poder de la lógica, «al poder
de nuestra culpa». Somos conscientes de nuestras propias culpas, «toda
nuestra justicia» y todo nuestro maravilloso y peligroso progreso es «como
un paño manchado», el presunto florecimiento de nuestra cultura es como
«follaje marchito, arrebatado por el viento». Por eso a los que aún conocen
a Dios y son sabedores de su fidelidad sólo les queda gritar: «¡ojalá
rasgases los cielos y bajases!��. Piensa que a pesar de nuestra ingratitud
«somos todos obra de tu mano», la arcilla que Tú como «alfarero» siempre
puedes remodelar.
(HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA, Comentarios a las lecturas
dominicales A-B-C, Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 123 s.)
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Santos Padres: San Agustín - Yo te amo cuando afirmas lo que yo
deseo que sea verdad
Aquí viene bien lo que está escrito en el evangelio de Marcos: Vigilad,
pues, ya que no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa, si tarde, o a
media noche, o al canto del gallo, o por la mañana; no sea que venga de
repente y os halle dormidos. Y lo que os digo a vosotros, a todos lo digo:
vigilad (Mc 13,35-37). ¿Por quién dice todos, sino por sus elegidos y amados
pertenecientes a su cuerpo, la Iglesia? No se dirigía sólo a los que
entonces le escuchaban, sino también a los que vinieron luego, a nosotros
mismos, y a los que llegarán después de nosotros, hasta el tiempo de su
última venida. ¿Acaso aquel día nos encontrará a todos en esta vida? ¿O dirá
alguno que también se refería a los muertos al decir: Vigilad, no sea que
venga de repente y os encuentre dormidos? ¿Por qué se dirige a todos, si tan
sólo atañe a los que vivirán en ese último día, sino porque, en el sentido
que acabo de exponer, atañe a todos? Vendrá para cada uno el día en que ha
de salir de aquí tal cual será juzgado. Por eso debe vigilar todo cristiano,
para que no le encuentre desprevenido la llegada del Señor. Y le hallará
desprevenido ese día final si le encuentra desprevenido el último día de su
vida. Los apóstoles sabían por lo menos que el Señor no vendría en su
tiempo, mientras vivieran en carne. ¿Y quién duda de que se distinguieron
vigilando y guardando lo que dijo a todos, para que, si el Señor venía de
repente, no les hallase desapercibidos?
Voy a declararte, como hombre santo de Dios y sincerísimo hermanó, mi
opinión sobre este punto. Hay que evitar dos errores en cuanto el hombre
puede evitarlos: creer que el Señor vendrá más pronto o más tarde de cuando
en realidad vendrá. Me parece que yerra, no el que reconoce su ignorancia,
sino el que se imagina saber lo que no sabe. Dejemos a un lado aquel siervo
malo que dice en su corazón: Mi señor tarda en venir y tiraniza a sus
consiervos y se junta y banquetea con los borrachos (Mt 24,48-49), ya que
éste odia sin duda la venida de su Señor. Dejando aparte a este siervo malo,
pongamos ante nuestra consideración a tres siervos buenos, que tratan con
diligencia y sobriedad a la familia del Señor, que desean con ansia su
venida, que le esperan con vigilancia y le aman con fidelidad. Uno de ellos
cree que el Señor vendrá más pronto, otro que vendrá más tarde y el tercero
confiesa su ignorancia sobre el asunto. Aunque los tres vayan de acuerdo con
el evangelio, pues aman la manifestación del Señor, y la esperan con ansia y
vigilancia, veamos quien se adapta mejor al evangelio.
El primero dice: «Velemos y oremos porque el Señor vendrá más pronto». El
segundo: «Velemos y oremos, porque esta vida es breve e incierta, aunque el
Señor ha de venir más tarde». El tercero: «Velemos y oremos porque esta vida
es breve e incierta e ignoramos cuándo ha de venir el Señor». El evangelio
dice: Mirad, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (Mc
13,33). Por favor, ¿no oímos que el tercero dice lo mismo que hemos oído
decir al evangelio? Por el deseo del reino de Dios, los tres quieren que sea
verdad lo que dice el primero. Pero el segundo lo niega, mientras el
tercero, sin negar nada, confiesa que ignora quién de los dos dice la
verdad. Si se realiza como había predicho el primero, se alegrarán con él el
segundo y el tercero, pues los tres aman la manifestación del Señor. Se
regocijarán porque ha llegado más pronto lo que amaban. Si no aparece el
Señor y se ve que es verdad lo que decía el segundo, es de temer que la
tardanza perturbe a los que habían creído al primero y empiecen a creer no
que el Señor tardará, sino qué no vendrá. Ya ves cuál sería la ruina de las
almas. Si tienen firme la fe, empezarán a opinar como el segundo y esperarán
con fidelidad y paciencia al Señor que tarda; pero abundarán los oprobios,
insultos e irrisiones de los enemigos, que apartarán de la fe cristiana a
muchos débiles, anunciando que es falso que se les haya prometido el reino,
como es falso que iba a venir pronto el Señor. Supongamos que algunos opinan
lo mismo que el segundo, esto es, que el Señor tardará y se descubre que eso
es falso; al venir pronto el Señor, no se turbarán, sino que se gozarán de
una alegría inopinada.
Por lo tanto, el que dice que el Señor vendrá pronto, responde mejor a los
deseos, pero su error trae peores consecuencias. ¡Ojalá sea verdad, pues
causará molestias si no lo es! En cambio, el que dice que el Señor tardará
y, no obstante eso, cree, espera y ama su venida, aunque yerre en la
tardanza, yerra felizmente, porque tendrá mayor paciencia, si tarda, y mayor
alegría, si no tarda. Los que aman la manifestación del Señor oyen al
primero con mayor gusto, pero creen al segundo con mayor seguridad. El
tercero que confiesa su ignorancia, desea que tenga razón el primero, tolera
lo que dice el segundo y en nada yerra, pues ni afirma ni niega. Tal soy yo,
y, por favor, no me desdeñes. Yo te amo cuando afirmas lo que yo deseo que
sea verdad. Y tanto más quiero que no te engañes, cuanto más amo lo que me
prometes y cuanto mejor veo los riesgos si te equivocas. Perdóname si soy
cargante para tu entendimiento. Tanto mayor placer me ha producido el hablar
contigo, siquiera por escrito, cuanto más rara vez tengo ocasión de hacerlo.
(San Agustín, carta 199, 13; XIII 52-54)
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Aplicación: J. Aldazabal - No nos resulta cómodo que nos despierten
y nos inviten a velar
No nos resulta cómodo que nos despierten y nos inviten a velar. Y eso es lo
que ha hecho Cristo con nosotros. Miles y miles de comunidades cristianas
han escuchado la llamada inicial del Adviento. La consigna de Xto: "lo digo
a todos: velad", es un toque de atención. Porque nuestra tendencia, con el
correr de los días y de los meses, es quedarnos un poco dormidos,
perezosamente instalados en lo que ya tenemos, distraídos de los valores
fundamentales, entretenidos en otros muchos valores intermedios. A pesar de
que somos cristianos, fácilmente perdemos contacto con lo esencial. Y hoy,
el primer día de Adviento, somos convocados a una vigilancia dinámica. Eso
es lo contrario de la tranquilidad estática. Claro que todos somos
conscientes de que Dios nos ha llenado de sus gracias y dones, como nos ha
dicho Pablo, pero tenemos que seguir caminando. Esos dones no se nos dan de
una vez para siempre. Tenemos que crecer, progresar.
El Adviento nos urge a no quedarnos demasiado satisfechos con lo ya
conseguido, sino a mirar adelante con valentía, a seguir caminando, porque
hay mucho que conquistar todavía. Lo que Xto Jesús inauguró con su venida,
hace veinte siglos, todavía está sin realizarse del todo. Es un programa
vivo, más que historia. Y ese programa cada año lo iniciamos de nuevo con
esperanza y energía.
¡Y si nuestro único mal fuera la pereza! Pero es que empezamos el Adviento
desde una situación negativa, de pecado.
Isaías ha hablado también en nombre nuestro cuando decía: "nos hemos
extraviado de tus caminos, Señor. Todos somos impuros. Nuestra justicia es
como un paño manchado..." Estamos en déficit, tanto a nivel mundial, como en
nuestra sociedad más cercana y en nuestra historia personal. Realmente
tenemos que dirigirnos a Dios con una conciencia humilde de pobreza y de
pecado.
Pues bien: precisamente a nosotros, tan imperfectos y limitados, la Palabra
de Dios nos ha llamado a la confianza. Porque a pesar de que nosotros
fallamos tantas veces, Él sigue siendo el "Dios fiel", "nuestro Padre y
redentor", "el que sale al encuentro": así nos lo ha presentado Isaías.
Nuestra oración, al comienzo del Adviento, puede ser la misma de él: que se
abran los cielos y que podamos gozar de ese Dios fiel, el Dios salvador.
Porque somos su pueblo. Porque en medio de las propagandas y confusiones de
nuestro mundo, reconocemos que sólo en Él está la auténtica salvación. Las
"seguridades" que nos ofrece el dinero, o las promesas de los numerosos
"mesías" que van pidiendo nuestra adhesión, son efímeras, interesadas. La
salvación sólo nos viene desde más allá de la materia, de la técnica y del
hombre.
El Adviento significa despertar. Abrir los ojos para descubrir a ese Dios
cercano: a ese Jesús, el Mesías, que está en lo más íntimo de nosotros
mismos, en la historia de cada día, en los nuevos rumbos de la Iglesia... No
es que Xto tenga que "venir". Él "está" siempre ahí. Los que "no estamos"
somos nosotros, distraídos por mil cosas. Descubrirle presente, encontrarnos
verdaderamente con Él: ese es el programa, gozoso y comprometedor a la vez,
del Adviento. Un programa que afecta a toda nuestra vida, que puede
revolucionar nuestros proyectos y que nos pone en actitud de búsqueda, de
atención y de marcha. Cada vez que celebramos la Eucaristía miramos hacia el
pasado: porque es el memorial de la Muerte del Señor. Pero también miramos
hacia adelante: "mientras aguardamos la gloriosa venida de nuestro Salvador,
JC". Y en el centro de cada Eucaristía proclamamos: "Ven, Señor Jesús".
En estas cuatro semanas nuestra celebración tendrá un color más claro de
espera y de vigilancia. No porque veamos próximo el fin del mundo. Sino
porque el Mesías, Xto Jesús, vive, y "viene" continuamente a nosotros. Las
24 horas del día. Él nos invade, nos rodea, es el Señor Glorioso que vive y
que se nos hace presente de mil modos.
Su presencia en la Eucaristía es el signo más concreto y eficaz de su
presencia salvadora en toda nuestra existencia. Que estos domingos de
Adviento nos ayuden a descubrir al Señor Jesús en nuestra vida. Eso es lo
que dará confianza y ánimos a nuestro camino de cada d��a.
(J. ALDAZABA, MISA DOMINICAL 1978/22)
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Aplicación: Elvira
- «¿FUMANDO ESPERO?»
Comenzamos un nuevo año litúrgico. Y la Iglesia nos invita a celebrar el
Adviento. Y celebrar el Adviento es empaparse hasta la médula de la
idea-realidad de la «venida de Dios a nosotros». Una venida que ya ocurrió
hace 2.000 años. Una venida que volverá a repetirse para que todas las cosas
adquieran «sentido». Y una venida, sobre todo, incesante, diaria,
abrumadora, que está ocurriendo en mí y en mi entorno, en los mínimos
detalles de mi existencia y en los grandes acontecimientos de la historia.
Sí, Dios está viniendo constantemente. Y esto, amigos, aunque no sea nada
más que por cortesía, mucho más desde otras perspectivas, requiere una
actitud sabia de «espera». Pero, ¿cómo «esperamos» los hombres?
--Creo que un sector de la Humanidad espera «huyendo». «Tuve miedo, Señor, y
me escondí», dijo Caín después de matar a Abel. «Que no nos hable Dios que
moriremos», decían los israelitas a Moisés. Yo no sé qué hermano hemos
matado ni qué negruras albergamos en nuestro interior; pero huimos de la luz
de Dios, de la llegada de Dios, San Juan dijo: «Los hombres prefirieron las
tinieblas a la luz». ¿Creéis que sólo se refería al pasado?
«FUMANDO ESPERO».--Lo cantaba frívola y voluptuosamente la cupletista
famosa. Y creo que ésa es una segunda manera que tenemos «de esperar» los
hombres: fumando. Es decir, haciendo volutas de humo, huecas nubes azules,
llenas de «nada». El «dolce far niente» de los italianos. La superficie de
todos los frívolos. Dejar que corran los días en la más absoluta de las
inoperancias. «Aquí me dejó mi abuela, aquí me encontrará cuando vuelva».
«¿Qué hacéis ahí todo el día ociosos?» --preguntaba el «dueño», en la
parábola de Jesús.
--Otros «esperan, pidiendo plazos supletorios». ¿Os acordáis de «El séptimo
sello», la dura película de Bergman? Aquel caballero que volvía de las
Cruzadas parecía intuir la llegada de Dios a su vida. Pero sólo lo veía en
«la Muerte». La muerte es un personaje central en la cinta. Y así, un día,
en la playa blanca y desierta, se pone a jugar nuestro caballero una partida
de ajedrez con la muerte. Para eso: para pedirle un plazo de tiempo, un poco
más de tiempo para poder hacer alguna buena acción. ¡Somos así! Hay alumnos
que, en el mismo momento del examen, piden permiso al profesor para
«repasar» un poco. Somos de esos jugadores que siempre esperan meter el gol
del triunfo en los momentos de «descuento», «Vírgenes necias que olvidamos
llenar las lámparas».
--Pero hay también «otro modo de esperar»: «saliendo al encuentro del que
viene». Es entonces cuando el Adviento adquiere todo su dinamismo. La vida
se convierte en un «ir hacia Dios» que, a su vez, «Viene hacia nosotros».
Adviento puro y completo. Cita de enamorados. San Juan de la Cruz es el
inefable representante de esta inquieta «espera»:
«Buscando mis Amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los puentes y fronteras».
Así, así. Sin que nos distraigan «las flores», sin que nos asusten «las
fieras», que siempre acechan. Sin que sean un obstáculo «los puentes y
fronteras». Toda la atención puesta en «buscar» al Señor que viene, que
«está a la puerta». Eso es el «Adviento». Y eso es la Religión. Luego se
canta: «Que mi amado es para mí, y yo soy para mi amado».
(ELVIRA-1.Págs. 115 s.)
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Aplicación:
Mons. Fulton Sheen - El Juicio
Si algo caracteriza nuestra vida, es cierta intolerancia ante cualquier
limitación. Anhelamos lo infinito. Por eso nos sentimos tan a menudo
desilusionados; advertimos una desproporción enorme entre el ideal que hemos
concebido y la realidad que hemos logrado. De todos modos, seguimos
buscando, simplemente porque tenemos una capacidad infinita para el anhelo.
No podemos, en absoluto, imaginarnos incapaces de anhelar más y más.
La naturaleza establece ciertos límites para el anhelo de nuestros cuerpos.
La gula de un niño es siempre mayor que su estómago. Hay un límite para
todos los placeres del cuerpo. Llegan a un punto en que se convierten en
dolor, cuando nos sentimos nauseados por su exceso. Pero no hay límites para
los anhelos de nuestro espíritu. No alcanzan jamás el punto del hartazgo. No
hay límites para la verdad que podemos conocer, para la vida que podemos
vivir, para el amor que podemos gozar, ni para la belleza que podemos
percibir.
Si esta vida fuera todo, pensemos de cuántas cosas nos veríamos defraudados.
Estaríamos tan decepcionados como una mujer loca por la moda, encerrada en
una habitación donde hubiera mil sombreros, pero ni un solo espejo.
Como tenemos un cuerpo y un alma, podemos hacer de cualquiera de ellos el
amo; podemos hacer que el cuerpo sirva al alma, que es lo propio del
cristiano, o podemos hacer que el alma sirva al cuerpo, que es lo propio del
desdichado. Esa elección es la que hace tan seria la vida.
No habría ningún placer en jugar a un juego si no existiera la posibilidad
de perder. No habría ningún interés en la lucha, si la corona del mérito
fuera siempre dada a los que no luchan. No habría interés en el drama, si
los personajes fueran muñecos. Y no habría ningún sentido en la vida, a
menos que en ella se jugaran los más grandes destinos, si no se nos
presentara el dilema de contestar sí o no a nuestra salvación. "Y no temáis
a los que matan el cuerpo, y que no pueden matar el alma; mas temed a aquel
que puede perder el alma y cuerpo en la gehenna" (Mateo 10, 28). "Porque ¿de
qué sirve al hombre, si gana el mundo entero, mas pierde su alma? ¿O qué
podría dar el hombre a cambio de su alma?" (Mateo 16, 26).
Llegará alguna vez el momento, en toda vida, en que este proceso tocará a su
fin. Sé que éste es un tema del cual la mente moderna prefiere no oír
hablar. El hecho de la muerte ha sido tan disfrazado y encubierto hoy día,
que los enterradores pretenderían hacernos creer, si pudieran, que en cada
ataúd se encierra la felicidad. La mente moderna se siente incómoda frente a
la muerte. No sabe cómo dispensar su simpatía; no siente ningún escrúpulo
cuando lee las novelas policiales, donde se mueren docenas de personas, pero
eso es porque se concentra en las circunstancias que preceden la muerte, más
bien que en los problemas eternos que la muerte suscita. No se pregunta
nunca: "¿Salvado o perdido?", sino sencillamente: "¿Quién mató al ratón
Pérez?"
San Pablo nos dice, y no de modo áspero y estoico, que si queremos vivir en
Cristo, debemos "morir diariamente". Una muerte feliz es una obra de arte, y
ninguna obra de arte puede completarse y perfeccionarse en un día. Dubois se
pasó siete años creando el modelo en cera de su famosa estatua de Juana de
Arco. Un día terminó con el modelo, y entonces vaciaron el bronce. La
estatua es hoy un ejemplo de perfección asombrosa del arte de la escultura.
Del mismo modo, nuestra muerte, al final de nuestra existencia natural, debe
aparecer como la perfección asombrosa de los muchos años de labor que hemos
dedicado, muriendo diariamente, a la realización cotidiana de su previo
modelo.
La gran razón que nos hace temer la muerte es el hecho de que no estemos
preparados para ella. La mayor parte de nosotros muere una sola vez, cuando
deberíamos haber muerto mil veces; es más, cuando deberíamos haber muerto
una vez por día. La muerte es una cosa terrible para aquel que muere
solamente cuando se va de este mundo; pero es una cosa hermosa para aquel
que muere antes de morir.
Hay una interesante inscripción en la tumba de Escoto Erígena en Colonia,
que dice: Semel sepultus bis mortuus : una doble muerte precedió su
entierro. No hay un viajero sobre cien que entienda el misterio de amor que
ocultan estas palabras.
Después de la muerte no hay remedio para una vida malvada. Pero antes de la
muerte hay remedio; consiste en morir para nosotros mismos, con lo cual
seguimos la ley de la inmolación que es la ley del universo entero. No hay
otra forma de penetrar en una vida superior, salvo morir en la inferior; no
hay posibilidad de que el hombre goce de una existencia ennoblecida en
Cristo, a menos que se arranque a sí mismo de su antiguo Adán. Para aquel
que vive una vida de mortificación en Cristo, la muerte no llega nunca como
un ladrón subrepticio en la noche, porque es él el que la toma de sorpresa.
Morimos diariamente para aprender a morir, y también para poder morir.
Nos guste o no, no hay forma de eludir esta verdad, "así como fue
sentenciado a los hombres morir una sola vez, después de lo cual viene el
juicio" (Hebreos 9, 27). Así como nuestros parientes y amigos se reúnen
alrededor de nuestro ataúd y se preguntan: "¿Cuánto dinero dejó?", se
preguntarán los ángeles: "¿Cuánto se llevó consigo?"
El juicio será doble. Seremos juzgados en el momento de nuestra muerte, lo
que constituye el Juicio Particular, y seremos juzgados en el último día del
mundo, lo que constituye el Juicio General. El primer juicio se debe a que
somos personas, y por lo tanto, individualmente responsables de nuestros
actos no compelidos; nuestra obra nos seguirá. El segundo juicio se debe a
que hemos trabajado por nuestra salvación dentro del contexto de cierto
orden social y el Cuerpo Místico de Cristo; por lo tanto, debemos ser
juzgados por nuestra repercusión dentro del mismo.
¿Cómo será el Juicio? Nos referimos al Juicio Particular. Será una valuación
de nuestra persona tal como hemos sido en realidad. En cada uno de nosotros
existen varias personas; hay la persona que los otros nos creen, la persona
que nosotros creemos ser, y la persona que realmente somos.
Durante la vida nos es fácil creer en nuestra propia propaganda, y aceptar
nuestros elogios de publicidad, tomarnos en serio, juzgarnos más por la
opinión pública que por la verdad eterna, y en consecuencia podemos creernos
(y nos creemos) buenos, porque nuestros vecinos son malvados. Hasta podemos
llegar a juzgar nuestras virtudes de acuerdo con los vicios de los que nos
abstenemos. Si hemos hecho fortuna bajo el capitalismo, pensamos que las
organizaciones sindicales son malvadas; si nos hemos hecho ricos organizando
sindicatos, pensamos que el capitalismo es malvado; si provenimos de la
ciudad, pensamos con desdén en la gente del campo; creemos que porque una
persona tiene cierto acento es menos importante, o que tiene menos valor
porque es negro, o moreno, o amarillo.
Quizá nuestro mismo entusiasmo por los pobres se deba al odio que sentimos
por los ricos; nuestras filiaciones políticas afectan nuestro juicio moral y
nos hace defender un partido, tenga o no tenga razón. San Pablo dice que es
como ir por la vida con anteojos ahumados. "Porque ahora miramos en un
enigma, a través de un espejo; mas entonces veremos cara a cara. Ahora
conozco en parte, entonces conoceré plenamente de la manera en que también
fui conocido" (I Corintios 13, 12).
Cuando llegue el momento definitivo del juicio nos quitaremos los anteojos
negros y nos veremos tales como somos. Ahora bien, ¿qué somos realmente?
Somos lo que somos, no por nuestras emociones, nuestros sentimientos,
nuestros gustos y repulsiones, sino solamente por nuestras elecciones. Las
decisiones de nuestro libre albedrío formarán el contenido de nuestro
juicio.
Para cambiar la imagen: estamos todos en la carretera de la vida, en este
mundo, pero viajamos en diferentes vehículos; algunos en camiones, algunos
en jeeps , algunos en ambulancias; otros en coches de doce cilindros, otros
en camionetas. Pero cada uno de nosotros se encarga de conducir su vehículo.
El juicio en el momento de la muerte es algo así como si nos cortara el paso
un policía de seguridad; salvo que, por la merced del Cielo, nuestro Dulce
Señor no es tan cruel como los de la policía. Cuando nos corta el paso, Dios
no nos dice: ¿qué tipo de vehículo maneja? No hace diferencias entre las
personas, sólo pregunta: ¿Condujo bien? ¿Obedeció las leyes?
Al morir dejamos atrás nuestros vehículos, es decir, nuestras emociones,
prejuicios, sentimientos, nuestra posición social, nuestras oportunidades,
los accidentes del talento, de la belleza, inteligencia y posición. Por lo
tanto, no le importará nada a Dios que seamos o no inválidos,
superignorantes u odiados por la gente. Nuestro juicio no se basará en
nuestro ambiente ni en nuestra posición social, sino en la forma en que
hemos vivido, las decisiones que hemos tomado, y sobre todo, si hemos
obedecido la ley.
No debemos pensar, por lo tanto, que en el momento del juicio podremos
defender nuestra causa. No podremos alegar circunstancias atenuantes; no
podremos pedir que nos cambien de jurisdicción, ni un nuevo jurado, ni
podremos alegar que han sido injustos con nosotros. Seremos nosotros nuestro
propio jurado; nos dictaremos nosotros mismos la sentencia que nos
corresponde. Dios se reducirá a certificar nuestro veredicto.
¿Qué es el juicio? Desde el punto de vista de Dios, el Juicio es un
reconocimiento. Dos almas aparecen ante la vista de Dios en ese segundo
mismo de la muerte. Una se encuentra en estado de gracia, la otra no. El
Juez mira hacia el interior del alma en estado de gracia, y ve en ella un
parecido con su naturaleza divina, porque la gracia es una participación de
la Naturaleza Divina.
Así como una madre reconoce a su hijo por medio del parecido natural, así
también Dios reconoce a sus propios hijos por el parecido de su naturaleza.
Si somos nacidos de Él, Él lo sabe. Al ver en esa alma su parecido, el Juez
Soberano, Nuestro Señor y Salvador Jesucristo le dice: "Venid, benditos de
mi Padre. Os he enseñado a rezar el Padrenuestro. Soy el hijo Natural,
vosotros sois Sus hijos adoptivos. Venid al Reino que os he preparado desde
toda la eternidad."
La otra alma, que no posee los rasgos de familia de la Trinidad, ni ningún
parecido con ella, encuentra en el Juez una recepción totalmente distinta.
Así como una madre sabe que el hijo de una vecina no es su hijo, porque no
participa en nada de su naturaleza, así también Jesucristo, al ver el alma
pecadora que no participa de Su naturaleza, sólo puede decir esas palabras
que significan el no reconocimiento: "No te conozco", y es algo muy terrible
no ser reconocido por Dios.
Tal es el juicio desde el punto de vista de Dios. Desde el punto de vista
humano, es también un reconocimiento, pero un reconocimiento de aptitud o
ineptitud. Anuncian que en la puerta me espera un visitante muy distinguido,
pero estoy vestido con mis ropas de trabajo, tengo la cara y las manos
sucias. No estoy en condiciones de presentarme ante un personaje tan
augusto, y por lo tanto me niego a verlo hasta haber mejorado mi aspecto.
Un alma manchada por el pecado obra de una manera bastante similar cuando
aparece frente al trono augusto donde lo juzgará Dios. De un lado ve su
Majestad, su Pureza, su Brillo, y del otro lado su propia bajeza, su
pecaminosidad, su indignidad. No discute ni suplica, no defiende su caso;
ve, y del fondo de su ser surge el propio veredicto: ¡Oh Señor, soy indigno!
El alma manchada con los pecados veniales se arroja por sí misma al
purgatorio para lavar sus vestiduras bautismales, pero el alma
irremediablemente manchada, el alma muerta a la Vida Divina, se arroja a sí
misma en el infierno, con la misma naturalidad con que una piedra que
levanto en mi mano cae al suelo.
Tres destinos posibles nos esperan al morir:
El Infierno: Dolor sin Amor.
El Purgatorio: Dolor con Amor.
El Paraíso: Amor sin Dolor.
(Mons. F. Sheen “Conozca la Religión”, Emecé Editores-Buenos Aires, pág. 123
y ss.)
Ejemplos
Otón frente a Rodolfo.
Los ejércitos de Otón, rey de los checos y del emperador Rodolfo estaban
frente a frente para empezar la refriega, cuando Otón se asustó de la fuerza
del enemigo, muy superior a la suya, y prometió prestar juramento de
fidelidad a Rodolfo.
Pidió por favor no tenerlo que hacer públicamente, sino en secreto, sin ser
visto de nadie, en la tienda imperial.
Cuando estaba hincado de rodillas ante Rodolfo, las cortinas de la tienda,
según plan preconcebido, cayeron al suelo repentinamente, y todo el ejército
vio el temblor con que se arrodillaba Otón ante el emperador...
¡Amado joven! Así caerá el velo en el juicio final, y aparecerán todos tus
pecados no perdonados, todo lo que hayas pensado, hecho y hablado durante tu
vida... Sí; tengo sobrado motivo para mirar con recelo el momento de esta
revelación. Allá no habrá excusas, no servirán las historias.
He ahí el momento decisivo: compareces ante Dios; no te pregunta cuánto
tiempo has vivido, sino cómo has vivido.
(Tomado de “Salió el Sembrador…Tomo VIII,” Ed. Guadalupe, Buenos Aires,
1947, Pág. 285 y ss.)
(Cortesía: NBCD e iveargentina.org)