Domingo 2 de Adviento C: Comentarios de Sabios y Santos para preparar la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Preparación a la actividad pública de Jesús(Lc
3,1 – 4,13)
Comentario Teológico: Joseph Marie Lagrange, O. P. - Juan el Bautista y
Jesús
Santos Padres: San Gregorio Magno - La predicación de San Juan Bautista
Aplicación: R.P. Alfonso Torres, S.J. - La aparición y el ministerio del
Precursor
Aplicación: Columba Marmion - La plenitud de los tiempos
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - Preparación a la actividad pública de
Jesús(Lc 3,1 – 4,13)
Una vez más se ven contrapuestos Juan y Jesús. Juan lleva a cabo su misión
(3,1-20); se muestra la preparación de Jesús para su obra (3,21-4,13); Jesús
es hijo de Dios, nuevo Adán, que opta decididamente por la voluntad de Dios.
Aquí, como en la historia de la infancia, se muestra que Jesús sobrepuja a
Juan, pero ahora se añade algo nuevo. Juan lleva a cabo la última
preparación para el tiempo de la salud, que está en puertas, pero él no
pertenece todavía a este tiempo. Jesús está equipado para realizar el tiempo
de la salud. Juan concluye su obra, Jesús comienza la suya. La actividad de
Juan se cierra según la exposición de Lucas antes del relato del bautismo de
Jesús, con el que comienza la actividad pública de Jesús. Lucas preferirá
volver una vez más sobre lo narrado, antes que ligar la actividad de Jesús y
la de su precursor. Con Juan termina el tiempo del preanuncio y de la
promesa, y con Jesús comienza el tiempo del cumplimiento.
1. EL Bautista (3,1-20)
a) El comienzo (Lc 03, 01-06)
En una hora bien determinada de la historia del mundo, en una situación que
reclama liberación, en una zona del gran imperio romano (3,1-2), comienza la
preparación para el tiempo de la salud por Juan (3,3-6).
1 En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato
procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca
de Iturea y de la Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, 2a durante el
sumo sacerdocio de Anás y de Caifás...
La historia de la salvación transcurre dentro del ámbito y del acontecer de
este mundo, pero sin identificarse con lo que nosotros llamamos historia del
mundo o historia universal. La aparición y actuación de Juan es el preludio
inmediato del acontecimiento salvífico que se inicia con la venida del
Mesías. Las indicaciones cronológicas se hacen en el estilo de la Biblia.
Ahora comienza historia sagrada. Análogamente indica Oseas el tiempo en que
recibió la palabra del Señor: «Palabra de Yahveh dirigida a Oseas, hijo de
Beri, en tiempos de Ozías...» (Ose 1:1).
El tiempo de la salvación comienza el año 15 del reinado del emperador
romano Tiberio (14-37 d.C.), es decir, el año 28/29 de nuestra era. Entonces
era Poncio Pilato procurador de Judea (26-36); Herodes Antipas, tetrarca de
Galilea (4 a.C. - 39 d.C.); su hermano Filipo, tetrarca de Iturea y de la
Traconítide, que están situadas al norte y al este del lago de Genesaret (4
a.C. 34 d.C.). Lisanias era tetrarca de Abilene al noroeste de Damasco, en
el Antilíbano (Lisanias murió entre el 28 y el 37 d.C.). Las indicaciones de
Lucas se han visto confirmadas por inscripciones y por historiadores
antiguos. Además de las autoridades civiles se indican también las
religiosas: el sumo sacerdote en funciones José Caifás (18-36 d.C.), junto
al que gozaba de gran prestigio su suegro Anás, que le había precedido en el
cargo.
Si Lucas hubiese querido únicamente fijar el tiempo, un dato hubiera sido
más que suficiente. El primero, que es el más claro y más determinado. ¿Por
qué, pues, añade los otros? Con ellos se trata de presentar las condiciones
políticas y religiosas, el ambiente espiritual en que se cumplen las
promesas de Dios. Palestina está bajo dominio extranjero. El soberano del
país es el emperador Tiberio, del que los historiadores romanos trazaron
-con razón o sin ella- el retrato de un soberano desconfiado, cruel, amigo
del placer (Cf. TÁCITO, Anales Vl, 51). La parte meridional del país, Judea
y Samaria, es desde el año 6 a.C. provincia romana. El gobierno del
procurador Poncio Pilato era, según el parecer de los judíos, inflexible y
sin consideraciones; se le achaca venalidad, violencia, rapiña, malos
tratos, vejaciones, continuadas ejecuciones sin sentencia judicial y una
crueldad sin límites e intolerable (FLAVIO JOSEFO, Bellum Iudaicum II,
169-177; FILON, Leg. ad Gaium 299-305). Los soberanos de la casa de Herodes
eran idumeos, soberanos por la gracia de Roma. Los dos sumos sacerdotes se
dieron maña para conservar largos años su posición mediante ardides
diplomáticos. Se comprende que se suspire por el rey de la casa de David.
También Zacarías aguardaba la liberación de las manos de todos los que nos
odian (1,71).
El ámbito geográfico que delimita Lucas con sus indicaciones es el campo de
acción de Jesús. En éste se desarrolla la historia sagrada: en Galilea y en
Judea, y también al norte del lago de Genesaret. El imperio romano se había
anexionado más o menos rigurosamente estas regiones. Por su parte, Jesús no
traspasará sino muy raras veces los límites de Palestina, pero su mensaje
conquistará toda la gran extensión sujeta a la soberanía del emperador
romano Tiberio. Los Hechos de los apóstoles describen la carrera victoriosa
de la palabra de Dios que había comenzado en Palestina.
2b...la palabra de Dios fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en
el desierto. 3 Y él fue por toda la región del Jordán, predicando un
bautismo de conversión para perdón de los pecados.
La palabra de Dios fue dirigida a Juan, como sucedía a los profetas del
Antiguo Testamento. El Bautista reanuda la acción de los grandes enviados de
Dios del tiempo anterior y enlaza con la tradición profética, no con la
literatura apocalíptica soñadora y fantástica, con la sabiduría humanística,
con los rigorismos legalistas farisaicos, con tradiciones teológicas
rabínicas ni con esperanzas de reinados propias de ambientes zelotas. La
palabra de Dios lo llama, le confiere su ministerio y es la fuerza que
domina su vida. «Llegóme la palabra de Yahveh, que decía: Antes que te
formara en las entrañas maternas te conocía... irás a donde yo te envíe y
dirás lo que yo te mande... Mira que pongo en tu boca mis palabras. Hoy te
doy sobre pueblos y reinos poder de destruir, arrancar, arruinar y asolar;
de levantar, edificar y plantar» (Jer 1:4-10).
El campo de acción del Bautista es toda la zona del Jordán, la región de la
depresión meridional del Jordán. En esta región es predicador itinerante. Su
campo de acción es reducido; Jesús, en cambio, actuará en toda la región de
Palestina. Los apóstoles llevarán más allá de este espacio, al mundo entero,
la palabra de Dios. El ámbito de la palabra crece; ésta tiende a llenarlo
todo...
Juan es pregonero; va por delante de su Señor y anuncia lo que va a suceder.
El mensaje que él anuncia es el bautismo de conversión y perdón de los
pecados. La conversión es el prerrequisito; con ella se vuelve el hombre
hacia Dios, reconoce su realidad y su voluntad, se aparta de sus pecados y
los reprueba; en esto consiste esencialmente la conversión y el
arrepentimiento.
El bautismo, la inmersión en el Jordán, acompañada de una confesión de los
pecados (Mar 1:5), sellará esta voluntad de conversión y al mismo tiempo
otorgará el perdón de los pecados por Dios. Al que se convierte le da la
certeza de que su conversión es valedera y es reconocida por Dios y
consiguientemente tiene capacidad para salvar del juicio venidero. El que ha
recibido el bautismo se halla pertrechado y preparado para formar parte del
nuevo pueblo de Dios de los últimos tiempos. Desde luego, una cosa se
requiere: que la conversión sea sincera y vaya acompañada de un cambio de
vida. Lo que así anuncia Juan es algo nuevo y grande. Va a iniciarse lo que
tanto se había esperado: Dios cumple sus promesas.
4 Como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del
que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, haced rectas sus
sendas. 5 Todo barranco será rellenado, y todo montículo y colina serán
rebajados; los caminos tortuosos se enderezarán y los escabrosos se
nivelarán. 6 Porque toda carne ha de ver la salvación de Dios.
El profeta Isaías ve en una visión una espléndida procesión a través del
desierto. Dios, el Señor, va en cabeza de su pueblo, que retorna en caravana
de Babilonia a la patria. Una voz se levanta en el desierto por el que
avanza la comitiva e invita a preparar un camino real. Esta palabra dirigida
a los que regresan a la patria se entiende ahora en forma nueva. La voz del
que clama en el desierto es Juan. El Señor -el Mesías- viene, y con él su
pueblo. La preparación del camino se entiende en sentido religioso-moral; se
llama a penitencia, conversión y retorno a Dios, bautismo de penitencia para
el perdón de los pecados. Obra verdaderamente gigantesca: trazar un camino
por el desierto; transformar los corazones. Toda carne ha de ver la
salvación de Dios. El tiempo de la salvación está alboreando. Dios lo
prepara para «toda carne», para todos los hombres. Va a cumplirse el anuncio
profético de Simeón: Una «luz para iluminar las naciones» (Mar 2:32). El
predicador de penitencia y conversión, el precursor Juan tiene una misión
para todos los tiempos. Hay que preparar con penitencia un camino a la
salvación del Señor.
(STÖGER, ALOIS, El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder)
Volver Arriba
Comentario Teológico: Joseph Marie Lagrange, O. P. - Juan el
Bautista y Jesús
Tiempos de Salvación
Después de largos años pasados en la oscuridad de Nazaret, va a comenzar
Jesús su ministerio en Israel. Pudiera creerse que era un nuevo empezar del
Evangelio, y, en efecto, según san Marcos, es «El principio del Evangelio de
Jesucristo, Hijo de Dios». Hemos visto que para los soberanos de Oriente
deificados había dos epifanías: la del nacimiento, a causa de su origen
divino, y la de su toma de posesión del poder soberano. Jesús no será Rey de
la gloria hasta el día de su resurrección, pero desde el principio de su
vida pública debía ser de alguna manera entronizado por su Padre, lo que
realizó en su bautismo.
Además, la dignidad de Hijo de Dios exigía un precursor que preparase sus
caminos. Vemos cómo aquí se renuevan los designios de Dios, que había hecho
encontradizos al hijo de Zacarías y al hijo de María. No son esta vez los
ángeles los que van a visitar a las almas excelsas, acostumbradas a vivir en
comunicación con el Altísimo, es una voz poderosa, que va a resonar y
conmover todo el país de Israel.
La tierra de Israel, donde Jesús y Juan han nacido, no estaba, como ya
sabemos, bajo el dominio de un solo príncipe. Judea había sido incorporada
al imperio romano, heredero de todas las antiguas civilizaciones.
Roma, sucesora de los grandes imperios de Oriente, había establecido sobre
las más diversas razas su más estable dominio. Los hombres de entonces o,
más bien, la flor y nata que los gobernaba, podían creer que habían llegado
a la cumbre, desde donde la civilización, penosamente adquirida, podía lucir
con todo esplendor. La ciudad sentada sobre las siete colinas, con su
Capitolio, su Foro y su Palatino, hubiera sido la más hermosa cosa del mundo
si Atenas no hubiera monopolizado el arte y la belleza. La violencia de las
armas se rendía ante la autoridad más alta de la inteligencia. Lo que se
llamaba «tierra habitada», el mundo en adelante organizado, estaba animado
por el mismo espíritu. Nadie pensaba sustraerse a esta fuerza que la razón
dirigía, a la manera que lo está el Universo.
Nadie, excepto los judíos. Ridículo hubiera parecido hacer un paralelo entre
Atenas, Roma o Alejandría, mirando hacia el mar, como para enviar lejos sus
órdenes o sus ideas, con una ciudad mediocre edificada sobre las altas
colinas de la Judea, pero aislada, mirando hacia el desierto, más bien que
hacia las playas. Esta ciudad, sin embargo, tenía también su grandeza, tenía
su historia, el convencimiento de estar más instruida que Atenas en los
grandes, los únicos grandes problemas, los problemas del destino del hombre,
del origen del mundo y de sus relaciones con Dios. La victoria de las armas
romanas no le infundía temor, y el encanto divino de Homero sólo le
inspiraba desprecio. Sabía que las estatuas modeladas por Fidias, llenas de
austera majestad, eran tan condenables como las sensuales Afroditas de
Praxiteles, ya que ellas no tenían derecho a los homenajes de los hombres,
únicas imágenes fieles de Dios. Estaba segura, con ciencia cierta, con la
ciencia misma de Dios que le revelara su secreto, que toda aquella gloria
mundana era frágil, y precisamente porque el mal triunfante era el desorden
llevado al colmo, ella estaba segura de que el reino de Dios iba a
manifestarse. Pero nadie aún había tomado la palabra en su nombre para
continuar la interrumpida serie de reproches, de amenazas, de juicios
terribles suspendidos sobre las cabezas, y, en fin, de lejanas esperanzas,
cuando pasada la tempestad, el cielo apareciese de color de zafiro. El yugo
del extranjero era pesado, pero el honor de Dios violado era una afrenta más
intolerable que la insolencia de los agentes del fisco. ¿Duraría siempre la
paciencia de Dios? ¿Qué esperaba ya? ¡Entonces fue cuando la voz de Juan, el
hijo de Zacarías, se oyó en el desierto!
Misión de Juan Bautista y su predicación (Lc 3, 1-18; Mc 1, 8; Mt 3, 1-12)
«En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea
Poncio Pilato, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca
de Iturea y de la provincia de Traconitide, y Lisanias tetrarca de Abilene,
bajo el gran sacerdote Anás y [bajo el gran sacerdote] Caifás, la palabra de
Dios fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3, 1-2).
¡Singular unión esta que pone en el mismo plano a Tiberio, emperador,
omnipotente, y a Lisanias, principillo ignorado! Para comprenderlo es
necesario ir a donde el evangelista nos lleva, al desierto, cerca de las
riberas del Jordán. El valle en esta parte se ensancha, formando una especie
de circo, pero está dominado de ambos lados por altas colinas. Es el único
punto del globo que está aproximadamente 350 metros bajo el nivel del mar.
Por el norte, el horizonte está cerrado por la Montaña del Viejo, el
Djébel-ech-cheikh, el antiguo Hermón, cuyas nieves brillan en invierno y en
primavera. Se diría que no hay nada detrás de esta montaña del Septentrión,
donde los semitas ponían la morada de la corte divina. Al sur está el mar
Muerto exhalando olores de betún y azufre en sus orillas. Con frecuencia
aparece velado por una neblina, que se espesa hacia el mediodía, como si
fueran jirones de la nube que derramó la destrucción sobre Sodoma y Gomorra.
El Jordán no es, como otros ríos, un límite; es más bien un punto de unión,
tanto para los habitantes de las dos riberas como para las aguas que
descienden de sus colinas. Las dos riberas fueron dadas a Israel. Y he ahí
por qué, después de nombrar al señor del mundo romano, cuyos años de imperio
suministraba una fecha oficial que se imponía a todos, san Lucas enumera
estos pequeños estados del país de uno y otro lado del Jordán, cuyo centro
de gravedad era Jerusalén, situado en la ribera occidental.
Allí se halla Judea, reino propio de David, donde la vida religiosa y
nacional volvió a resurgir después de la cautividad de Babilonia; de suerte
que los israelitas se convirtieron en habitantes de Judea o, como nosotros
los llamamos, judíos. Verdadero lugar del espíritu de toda la raza, es
también el más vigilado, y Roma quiso que estuviese bajo su inmediata
tutela, administrado por el romano Poncio Pilato. Al norte, la Galilea, a la
que le habían anexionado una parte del otro lado del Jordán, la Perea,
estaba bajo el cetro de Herodes, conservando una aparente independencia. El
nombre de rey le hubiese venido demasiado grande a tan pequeño príncipe. Era
tetrarca, es decir, estaba al frente de la cuarta parte del país, sin que se
preocupase de saber si este término corriente resultaba en verdad de una
división en cuatro partes. De hecho, no hallamos más que otros dos
tetrarcas: a Filipo, que gobernaba frente a Herodes, al nordeste, del otro
lado del Jordán, y a Lisanias, cuyo pequeño estado cierra la perspectiva de
la dominación de Israel por el norte.
Pero fuera y por encima de estos príncipes temporales, san Lucas quiso
nombrar al Sumo Sacerdote, único lazo que unía aún a los descendientes de
Israel. Este Sumo Sacerdote era Caifás, elevado por el favor del procurador
romano, Valerio Grato. El respeto debido al sucesor de Aarón alcanzaba aún a
Anás, Sumo Sacerdote depuesto, que el mismo Caifás, su yerno, estaba
obligado a reverenciar.
No hay ningún dato político que no esté sólidamente fundado en los
documentos históricos y se podría decir sobre el terreno. Si la erudición
contemporánea ha querido levantar un caramillo a san Lucas sobre el nombre
de Lisanias, dos inscripciones descubiertas en la región de Abil, antigua
Abilene, le han dado la razón.
Aunque esta misma ciencia no esté de acuerdo en el cómputo de los años de
Tiberio, puede juzgarse razonablemente que su decimoquinto año había
comenzado el 1 de octubre del año 27 de la era cristiana. Fue, sin duda,
poco después de esta fecha cuando Juan apareció predicando en toda la región
del Jordán. «Andaba vestido de pieles de camello y con un cinto de cuero
alrededor de los lomos, y comía langostas y miel silvestre» (Mc 1, 6).
El romano, envuelto en su toga, reconocía al filósofo discípulo la visión
del más ardiente profeta. En otro tiempo, los enviados del rey Ococías
habían dicho a su señor: «Hemos encontrado a un hombre en nuestro camino,
era velludo y un cinto de cuero ceñía su cintura (2R 1, 8). Y dijo el rey:
«Es Elías, el Tesbita». Este aparato exterior, por mucho tiempo respetado,
había caído en desprecio, a causa del descrédito que sobre sí habían atraído
tantos falsos profetas. Cubrirse con manto de pieles era exponerse al
sarcasmo: era aparecer como impostor. En otro tiempo había dicho Zacarías:
«Y será que, cuando alguno profetizare, le dirán su padre y su madre: no
vivirás porque has hablado mentira en nombre de Yahvé;... y acaecerá en
aquel tiempo que todos los profetas se avergonzarán de su visión cuando
profetizaren: ni nunca más se vestirán de manto velloso para mentir» (Za,
13, 3-4).
La profecía estaba muerta, y los falsos profetas cesaron de revestirse con
su oropel mentiroso. Sólo después de largo silencio, en tiempos de elegancia
y urbanidad, cerca de Jericó, la ciudad dada por Antonio a Cleopatra por la
belleza de sus aromáticos jardines, redificada por Herodes para estación
invernal en los confines de la suntuosidad y el desierto, se levanta Juan,
nuevo Elías por sus hábitos y no menos audaz por la libertad de sus
invectivas. Tan potente era su voz, que el desierto se conmovió, y sus
rumores se extendieron hasta las ciudades de la tierra alta. ¿Será la hora
de Dios? Se sabía, desde la profecía de Amós, que «el Señor no hará nada sin
que revele sus secretos a sus siervos los profetas. Bramando el león, ¿quién
no temerá? Hablando el Señor Yahvé, ¿quién no profetizará?» (Am 3, 7-8). En
efecto, decía Juan: « ¡Haced penitencia porque el reino de Dios está cerca!»
(Mt, 3, 2).
En otro tiempo, cuando de los labios de un profeta brotaba la llamada a
penitencia, el pueblo se recogía: la nación entera había pecado, ya adorando
los dioses extranjeros, ya asociando prácticas impuras al culto del Dios
santísimo: se derruían los altares consagrados a Baal, se quemaban los
árboles de Astarté y se limpiaba el santuario. Yahvé perdonaba y el pueblo
quedaba libre.
Los tiempos habían cambiado. El mundo, antes de los sucesores de Alejandro,
jamás había presenciado el extraño espectáculo de un pueblo que rehusaba
postrarse ante los dioses del vencedor. Los Macabeos habían hecho esto y
habían arrojado al muladar los dioses de Grecia. Por eso Dios les había dado
la independencia frente al extranjero y el poder sobre sus hermanos. Después
de la nueva dedicación del Templo, continuaba el culto según las ceremonias
sagradas: cada día los sacerdotes hacían el sacrificio, y las solemnidades
se celebraban con la pompa prescrita. La nación nada tenía que reprocharse,
¿por qué entonces este llamamiento a la penitencia?
Lo comprendían, sin embargo, las almas escogidas, porque la religión había
llegado a ser, si no más interior, al menos más individual. Cada uno se
sentía responsable delante de Dios, y era la superioridad manifiesta de la
religión de Israel, su intransigencia moral, que ni el oro ni el poder
habían logrado doblegar. Era ésta la tradición de los antiguos profetas,
menos cuidadosos de atraer al Templo rebaños de víctimas que de excitar en
el corazón de los israelitas sentimientos de compunción y de temor filial y
más aún, tal vez, porque era el punto difícil, moverlos al amor a sus
prójimos.
« ¿No sabéis cuál es el ayuno que yo quiero? Dice el Señor Yahvé: que panas
tu pan con el hambriento, y a los pobres sin albergue recojas en tu casa;
que cuando vieres al desnudo lo cubras y no te escondas de tu carne.
Entonces nacerá tu luz como el alba» (Is 58, 6-8).
La conciencia de muchos israelitas estaba bastante despierta para que fueran
insensibles a tales acentos, y los que se consideraban culpables sentían la
necesidad de hacer penitencia. Los maestros sabían muy bien, y eran los
primeros en proclamarlo, que la penitencia era la disposición esencial
requerida antes de la llegada del Mesías, que debía por sí mismo fundar el
reino de Dios.
El aspecto de un hijo de los antiguos profetas, austero, sobrio hasta
abstenerse del modesto alimento del pan cotidiano, sus presentimientos que
penetraban los síntomas del tiempo, su acento patético, todos esos rasgos
que hoy harían sonreír a espíritus ligeros o fuertes, eran la expresión
espontánea e impetuosa de los antiguos profetas de Israel. Aun entonces en
las ciudades acaso hubieran tenido a Juan por un hombre pobre de espíritu;
atemorizaba, conmovía y aterraba las almas cuando su voz se elevaba sobre
las dunas estériles o a lo largo de los tamarindos del Jordán, sobre las
rápidas aguas, sobre los recuerdos milagrosos, haciendo oír su llamamiento
tradicional, ¡Penitencia!, por última vez antes que llegue la hora de Dios.
(LAGRANGE, JOSEPH, Vida de Jesucristo. Edibesa, Madrid, 2002, pp. 55-60)
Volver Arriba
Santos Padres: San Gregorio Magno - La predicación de San Juan
Bautista
Con haber hecho mención del emperador de la República romana y de los que
gobernaban la Judea, diciendo: El año decimoquinto del imperio de Tiberio
César, gobernando Poncio Pilato la Judea, siendo Herodes tetrarca de la
Galilea, y sil hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la provincia de
Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilinia; hallándose sumos sacerdotes
Anás y Caifás, el Señor hizo entender su palabra a Juan, hijo de Zacarías,
en el desierto; se determina el tiempo en que el Precursor de nuestro
Redentor recibe el encargo de predicar; pues como venía para dar a conocer a
Aquel que había de redimir a algunos de los judíos y a muchos de los
gentiles, señalando la época del emperador de los gentiles y los príncipes
de los judíos, se fija el tiempo de su predicación,
Mas como la gentilidad había de ser congregada y la Judea dispersa culpa de
su perfidia, la descripción determina los principados terrenos, puesto que
se refiere que en la República romana gobernaba uno solo, y en el reino de
la Judea, dividida en cuatro partes, gobernaban varios. Ahora bien, como
nuestro Redentor dice (Lc 11, 17): Todo reino dividido quedará destruido,
luego está claro había llegado a su término el reino de la Judea, que,
dividida, estaba sometida a tantos gobernadores.
Y también se muestra, no sólo bajo qué gobernadores, sino debajo qué
sacerdotes aconteció. Y porque Juan Bautista daría a conocer a Aquel que a
la vez sería rey y sacerdote, el evangelista Lucas señaló el tiempo de su
predicación por el reino y el sacerdocio, anunciando quiénes reinaban y
quiénes eran sacerdotes.
Vino por toda la ribera del Jordán predicando un bautismo penitencia para la
remisión de los pecados. Es cosa clara para todos los que leen el Evangelio
que Juan no sólo predicó el bautismo de penitencia, sino que también bautizó
a algunos. Mas, no obstante pudo dar su bautismo para remisión de los
pecados, porque por el bautismo de Cristo se nos concede la remisión de los
dos. Y así debe notarse que se dice: predicando el bautismo de penitencia
para remisión de los pecados; porque, como no podía él dar el bautismo que
perdonaría los pecados, lo predicaba. De manera que así como precedía con su
predicación al Verbo encarnado del Padre, así también su bautismo,
precediéndole, fuera figura del verdadero.
Prosigue: Como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías:
La voz de uno que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor,
enderezad sus sendas: En efecto, el mismo Juan Bautista, preguntado quién
era, respondió diciendo (Jn. 1,23): Yo soy la voz del que clama en el
desierto. El cual, según hemos dicho antes, es llamado voz por el profeta
porque iba delante del Verbo.
Ahora, qué es lo que clamaba se manifiesta cuando prosigue: preparad el
camino del Señor, enderezad sus sendas. ¿Qué otra cosa hace todo el que
predica la verdadera fe y las buenas obras sino preparar el camino del
Señor, que viene a los corazones de los oyentes?
Para que este poder de la gracia halle camino abierto y alumbre la luz de la
verdad, para que, inculcando con la predicación santos pensamientos en el
alma, enderece los caminos del Señor: Todo sea terraplenado, y todo monte y
collado, allanado. ¿Qué se entiende aquí por el nombre de valle sino los
hombres humildes? ¿Y qué por el de montes collados sino los soberbios?
Luego, a la venida del Señor, los valles se terraplenaron y los montes y
collados se allanaron, porque, según dice Él (Lc. 14,11), todo el que se
ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado. En efecto, el
valle, terraplenado, se eleva, y el monte y el collado, allanados; se
abajan. La gentilidad, pues, ciertamente, por su fe en el hombre Jesucristo
como Mediador entre Dios y los hombres, recibió la plenitud de la gracia,
mientras que la Judea, por su error, debido a su perfidia, perdió aquello de
que se envanecía.
De manera que todo valle será terraplenado, porque los corazones de los
humildes, mediante la predicación de la santa doctrina, se llenarán de la
gracia de las virtudes, según lo que está escrito (Sal. 103, 10): Tú haces
brotar las fuentes en los valles; y como en otro lugar se dice (Sal. 64,14):
Y abundarán en grano los valles. Pues bien, el agua se desliza de los
montes, esto es, la doctrina de la verdad huye de las mentes soberbias; en
cambio, brotan las fuentes en los valles, esto es, las mentes de los
humildes reciben la enseñanza de, la predicación.
Ya hemos visto cómo los valles abundan en grano, porque se han llenado con
el sustento de la verdad las bocas de los que, por mansos y sencillos,
parecían a este mundo despreciables. [4.] También el pueblo, que había visto
a Juan Bautista dotado de una admirable santidad, creía que él era
particularmente aquel monte elevado y sólido del cual está escrito (Mich.
4,1): En los últimos tiempos, el monte de la casa del Señor será fundado
sobre la cima do los montes; pues creían que él era el Cristo, según lo que
dice el Evangelio (Lc. 3,15): Opinando el pueblo que quizá Juan era si
Cristo y prevaleciendo esta opinión en el corazón de todos, le requerían,
diciendo: ¿Por ventura eres tú el Cristo?, Pero, si Juan no se hubiera
tenido por valle, no habría estado lleno de gracia en el espíritu, el cual,
para dar a entender lo que era, dijo (Mt. 3,11): El que viene después de mí
es más poderoso que yo y no soy yo digno de besarle la sandalias. Y de nuevo
dice (Jn. 3,28): El esposo es aquel que tiene esposa; mas el amigo del
esposo, que está para asistirle y atenderle y se llena de gozo con oír la
voz del esposo. Mi gozo, pues, ahora es completo. Conviene que él crezca y
que yo mengüe. Ved que, siendo por su admirable conducta virtuosa, tal que
se opinaba que seria el Cristo, no sólo respondió que él no era el Cristo,
sino que decía no ser siquiera digno de desatar la correa de su calzado,
esto es de escudriñar el misterio de su encarnación. Los que opinaban que él
era el Cristo, creían que la Iglesia era su esposa; pero él dice: El esposo
es aquel que tiene esposa; como si, dijera: Yo no soy esposo, pero soy amigo
del esposo; y declara que su gozo está, en la voz suya, sino en oír la voz
del esposo, porque su corazón se alegraba, no precisamente porque, cuando
predicaba, los pueblos le oían humildes, sino porque él oía interiormente la
voz de la Verdad para predicarla afuera. Y dice bien que el gozo es
completo, porque quien se goza en la voz suya, no tiene gozo completo.
También dice: Conviene que Él crezca y que yo mengüe. Respecto a lo cual hay
que inquirir en qué creció Cristo y en que menguó Juan, sino en que el
pueblo, que veía la abstinencia de Juan y tan distante de los hombres, creía
que él era el Cristo; mientras que, viendo a Cristo comer con los publicanos
y con los pecadores, creía que éste no era el Cristo, sino un profeta; pero,
andando el tiempo, Cristo, que había sido tenido por un profeta, fue
reconocido por el Cristo; y Juan, que era tenido por Cristo, se dio a
conocer que era profeta. Y así se cumplió lo que e Cristo predijo su
Precursor: Conviene que El crezca y que yo mengüe. Efectivamente, en la
apreciación del pueblo, Cristo crecía, porque fue reconocido por lo que era;
y Juan menguó, porque dejó de ser llamado lo que no era.
Por consiguiente, puesto que Juan perseveró en la santidad precisamente,
porque se mantuvo humilde en su corazón, y, en cambio, muchos han caído
precisamente porque se envanecieron en sí mismos con pensamientos altivos,
dígase con razón: Todo valle será terraplenado, y todo monte y collado,
allanado; porque los humildes reciben la gracia que rechazan de sí los
corazones de los soberbios.
Prosigue: Y así los caminos torcidos serán enderezados, y los escabrosos,
igualados. Los caminos torcidos son enderezados cuando los corazones de los
malos, torcidos por la injusticia, se rigen por la norma de la justicia; y
los escabrosos se tornan planos cuando las almas que no son mansas, sino
iracundas, vuelven a la suavidad de la mansedumbre por la infusión de la
gracia celestial.
De manera que, cuando el alma iracunda no recibe la palabra la verdad, es
como si la aspereza del camino impidiera el paso del caminante; en cambio,
cuando el alma iracunda, por la gracia de la mansedumbre que ha recibido,
acepta la palabra de exhortación, el predicador encuentra llano el camino
allí donde antes no podía dar un paso por la escabrosidad del mismo camino,
esto es, donde no podía predicar.
Y continúa: Y verá toda carne al Salvador de Dios. Como a carne se toma en
el sentido de todo hombre, y todos los hombres no han podido ver en esta
vida al Salvador de Dios, esto es, a Cristo, ¿adónde, pues, tiende el
profeta la mirada de la profecía esta sentencia sino al día del último
juicio? En el cual, abriéndose los cielos, aparezca Cristo, en el trono de
su majestad, asistido por los ángeles y sentado con los apóstoles, todos,
así los elegidos como los réprobos, le verán igualmente, para que los justos
gocen sin fin del don de la retribución y los injustos giman perpetuamente
en la venganza del suplicio.
(SAN GREGORIO MAGNO, Homilía sobre los Evangelios, Homilía XX, Ed. BAC.
Madrid 1968, pp. 622-625)
Volver Arriba
Aplicación: R.P. Alfonso Torres, S.J. - La aparición y el ministerio
del Precursor
Terminábamos las lecciones sacras del curso anterior contemplando a Jesús en
Nazaret, oculto en humildad y silencio a las miradas de los hombres. Ha
llegado la hora de que se rasguen los velos de ese misterio adorable y Jesús
se muestre al mundo. Va a comenzar la vida pública del Redentor.
Si quisiéramos describir esta nueva vida trazando su rasgo característico,
nos bastaría repetir las palabras con que San Pablo comienza su epístola a
los Hebreos : Habiendo Dios en los pasados tiempos hablado en muchas veces y
de muchas maneras a los padres por los profetas, en estos últimos días nos
habló a nosotros por el Hijo (Hebr 1,1-2). Como quien cuenta atisbos
lejanos, con palabras balbucientes, habían venido los profetas hablando del
gran misterio de Dios, que en otras edades no fue notificado a los hijos de
los hombres (Eph 3,5) sino entre sombras. Ahora el Hijo de Dios va a
revelarlo del todo, entre esplendores de sabiduría, maravillas de
omnipotencia, glorias de sacrificio y de amor. Desde este momento, los
hombres que no se ciegan voluntariamente, vivirán en plena luz divina.
De siglo en siglo van apareciendo cuadrillas de llamados filósofos que,
prescindiendo de la revelación, andan buscando lo que ahora llamamos el
sentido de la vida. Laboriosamente va yendo cada cuadrilla un artificio
sobre cuya fachada escribe con vana presunción: Este es el sentido de la
vida humana.
Las profecías antiguas que giraban en tomo del Mesías, culminaron en San
Juan Bautista. Todos los profetas hubieran podido apropiarse de algún modo
las misteriosas palabras de Balaam: Yo le veré, mas no ahora; le
contemplaré, mas no de cerca (Num 24,17). Juan, en cambio, señalándole con
el dedo, dirá: He aquí el Cordero de Dios... Yo vi y di testimonio de que
éste el Hijo de Dios (Jn 1,29 y 34). Juan es la gloria de los profetas
precisamente porque es harto más que profeta (Lc 7,26). Su misión es la más
alta que hasta entonces había recibido un enviado divino. Por eso dijo el
Señor: Entre los nacidos de mujer, profeta que Juan el Bautista, no hay
ninguno (ib. 7,28).
Los evangelistas abren la vida pública del Señor narrando la aparición y el
ministerio del Precursor. La providencia divina ha dispuesto que éste
preparara los caminos del Redentor, y le escrutara al pueblo escogido. Con
su predicación y su bautismo debía llevar las almas a Jesús, y purificarlas
para que le reciban dignamente. Y por el orden con que se habían de realizar
los planes divinos, los hubieron de narrar los evangelistas.
San Lucas, al contarnos la aparición del Bautista, empieza acumulando los
sincronismos que hemos oído, sin duda para hacer sentir la grandeza del
momento.
Aun temiendo que os parezca demasiado árida esta lección sacra, quisiera
comentar hoy estos sincronismos con algún detenimiento, para tres cosas:
para que precisemos en cuanto podamos las indicaciones cronológicas que
contienen, para que hagamos lo mismo con las indicaciones topográficas y
para que de todo saquemos conocimiento del ambiente en que se desarrolla
(predicación del Bautista y la vida pública del Señor).
Todo es muy exterior, pero no es inútil; antes bien, ha de facilitar la
mejor inteligencia de la historia evangélica. Vamos a recorrer, como hemos
dicho, un desierto pedregoso; pero en medio de él saltó la fuente de aguas
vivas.
Comencemos por lo más árido, que es la cronología. Los datos cronológicos
que trae San Lucas, debieron de ser muy claros a él y para sus
contemporáneos; pero no lo son tanto para nosotros.
Casi todos nos son conocidos con suficiente certeza; pero hay algunos que
ignoramos o son dudosos. Sabemos que Caifás, sucesor de Anás, alcanzó el
sumo sacerdocio el año 18 de nuestra era y lo retuvo hasta el año 36; que
Filipo gobernó su tetrarquía desde la muerte de su padre, Herodes el Grande,
hasta el año veinte de Tiberio, el cual año va desde agosto del 33 a
idéntico mes del 34; que Herodes Antipas, el Herodes que aquí menciona el
evangelista, empezó a gobernar la Galilea a la vez que su hermano Filipo la
Iturea, y la siguió gobernando hasta el año 39; que Pilato fue procurador de
Judea desde el 26 al 36.
Las indicaciones geográficas, son todo lo precisa que necesitamos para
entender puntualmente la narración evangélica. Al aparecer el Bautista en
las riberas del Jordán, Palestina estaba gobernada en parte por Pilato y en
parte por Herodes Antipas. Este último gobernaba la Galilea y la Perea, y
Pilato la Judea, la Samaria, la Idumea y el litoral desde Jafa a Cesarea. La
tetrarquía de Filipo era la parte meridional del antiguo reino itureo, con
algunas regiones más. Se extendía desde el Hermón hasta la Decápolis y desde
la orilla oriental del lago de Genezaret hasta el reino de los nabateos. La
tetrarquía de Lisania, que sin duda menciona el Evangelio porque en los
tiempos de Agripa estuvo unida a Palestina y por dar a entender que esta
parte de la Iturea no dependía de Filipo, abarcaba la parte oriental del
Antilíbano con el Hermón y las tierras que baña el Baradas.
(...) Con toda esta abundancia de indicaciones cronológicas y topográficas
prepara San Lucas la presentación del Bautista, el día de su proclamación a
Israel. ( Lc, 1, 80)
Quienes conocen de antemano la historia del pueblo judío, no necesitan más
para entender el ambiente social, político y religioso que rodeó al
Precursor y luego a Cristo nuestro Señor. Los escuetos datos de San Lucas
son para ellos como un condensado jeroglífico que les describe ese ambiente.
La dinastía de Herodes conservó siempre tres rasgos característicos,
heredados del fundador:
El primero era considerar la religión como un mero elemento político, que
convenía manejar con cautela.
El segundo rasgo es el afán de construcciones monumentales. (...)
El tercer rasgo es el servilismo para con los romanos, llevado a todos los
extremos de la vileza.
El semillero de pasiones, de arbitrariedades, de banderías, de ambiciones,
la inquietud general que gobiernos como los que acabamos de recordar
suscitaron en un pueblo por añadidura despedazado y esclavizado, más son
para imaginadas que para descritas.
La indicación de San Lucas: En el pontificado de Anás y Caifás. Nombres de
malos sacerdotes son cifra y compendio de una degradación religiosa
profunda.
Como se ve, sin necesidad de más amplias descripciones y limitándonos a
descifrar las indicaciones de San Lucas, tenemos bastante para comprender
que el pueblo escogido atravesaba una crisis profundísima en todos los
órdenes cuando se presentó el Bautista en las riberas del Jordán. La nación,
política y religiosamente, se descomponía con un cadáver putrefacto.
Quedaba en el ambiente, la esperanza Mesiánica; pero ya no era el Mesías
anunciado por los profetas, sino otro Mesías que saciara las ambiciones
nacionales con triunfos espectaculares e instaurara una edad de oro, de
felicidad terrena, como la podía soñar el corazón más esclavizado por las
concupiscencias. Esa esperanza desviada, más bien fue un obstáculo que un
auxiliar del Evangelio.
El dolor desesperado que produce esa degradación tan profunda, aunque
parezca una paradoja, es aliento de la esperanza. Si se mira la acción de
Dios en un pueblo tan rebelde como el judío, se escapa espontáneamente de
los labios y del corazón aquel epi-fonema de un salmo : In aeternum
misericordia eius (Sal 99,5), Se ve a Dios siempre misericordioso. La
providencia divina añadió a sus antiguas misericordias una misericordia
nueva más grande que todas ellas. Quiso que precisamente en el seno de ese
pueblo viviera y trabajara y muriera el Verbo encarnado. Hizo brotar la
fuente de aguas vivas precisamente en aquel erial. Llevó Dios su amor hasta
ese exceso divino. La fuente de aguas vivas que allí brotara había de
fertilizar al mundo entero.
Volviendo los ojos de las grandes perspectivas históricas al ángulo
minúsculo de nuestra propia vida, podemos recoger un triple fruto espiritual
preciosísimo. Primero, el fruto saludable del santo temor de Dios. Somos
capaces de decaer como los judíos, rechazar las gracias divinas y atraer
sobre nosotros los rigores de la divina justicia. Segundo, la esperanza;
pues, por grandes que sean nuestras miserias, Dios no deja de buscarnos, y
desea hacer brotar el agua que surge a vida eterna hasta en los corazones
más estériles y endurecidos. Tercero, el deseo de aprovechar los bienes que
tenemos en Cristo Jesús, como nos piden de consuno la gratitud y el amor. Él
nos hace la gracia de renovar entre nosotros sus divinas predicaciones,
cuando nos congrega aquí para que meditemos el Evangelio, y desea que
oigamos sus palabras con hambre y sed de sabiduría y santidad.
Jesús no ha cesado de venir. De continuo visita nuestras almas, trayéndonos
la buena nueva que un tiempo anunció en carne mortal a los judíos. En muchos
corazones se repite la dolorosa historia de ceguera, infidelidad, ingratitud
que acabamos de recordar. Otros, en cambio, se abren a la verdad, al amor de
Jesús, como flores sedientas de luz y de rocío. Ábranse así los nuestros, y
con el afán que da el amor, dispongámonos a oír la palabra de vida que Jesús
nos ha dejado en el Santo Evangelio.
Un día, en un desierto reseco, hizo brotar Moisés un raudal de aguas
cristalinas, y el pueblo, que moría de sed, se agolpó a ellas como quien
encuentra la vida. Ahora es Jesucristo quien golpea la roca y hace brotar el
agua que surte a vida eterna (Jn 4,14), en este otro desierto del mundo,
abrasado por el ardor de las concupiscencias. Se oye la voz del profeta:
Sacaréis aguas con gozo de las fuentes del Salvador (Is 12,3). Y aquella
otra que clama en el Apocalipsis: Quien tiene sed venga, quien tiene
voluntad, coja agua de vida gratis (Apoc 22,17). Es hora de que saciemos la
sed de nuestras almas. Acudamos a la fuente de vida con humildad y amor. No
temamos que nos rechacen. El mismo Jesús clama y dice: Si alguien tiene sed,
que venga a mí y beba (Jn 7,37). Si no resistimos a sus misericordias, las
aguas rebosarán el desierto y arroyos en la soledad. Y la tierra que estaba
árida quedará llena de estanques, y de aguas la que ardía en sed (Is 5,6-7).
La región desierta e intransitable se alegrará, y saltará de gozo la soledad
y florecerá como lirio (ib. v.1) con eterna lozanía.
(ALFONSO TORRES, SJ, Lecciones Sacras I, Lección I, Ed. BAC, Madrid, 1977,
pp. 278-289)
Volver Arriba
Aplicación: Columba Marmion - La plenitud de los tiempos
Hemos admirado los secretos caminos de la Sabiduría divina en las
preparaciones al misterio del advenimiento del Hombre-Dios.
Dios guarda intacto el depósito de las promesas en su pueblo escogido por
una larga serie de milagros, y las confirma y desarrolla sin cesar por las
profecías y aún se sirve la divina Sabiduría de las diversas cautividades de
pueblo judío prevaricador, para llevar el conocimiento de estas promesas a
las naciones extranjeras, a las cuales conduce suavemente por el sendero de
sus destinos.
No ignoráis cómo durante este largo período de cuarenta siglos, Dios, que
"tiene los corazones de los reyes en su mano" (Cf. Prov. 21,1), y cuyo poder
iguala a su sabiduría, funda y derriba, uno tras otro, los imperios más
pujantes. Al imperio de Nínive, que se extiende hasta Egipto, hace suceder
el de Babilonia. Luego, conforme a la profecía de Isaías, llama a su
''servidor Ciro" (I s 45, 1), rey de los persas y coloca en sus manos el
cetro de Nabucodonosor. Después de Ciro, viene Alejandro, el amo del mundo,
hasta tanto que Roma tome las riendas de todas las naciones y forme un
imperio inmenso, cuya unidad y paz servirán para los misteriosos designios
de la difusión del Evangelio.
Mas ya ha llegado la "plenitud de los tiempos" (Gal 4,4) El pecado y el
error inundan el universo; el hombre siente por fin la debilidad en que le
retiene su orgullo: todos los pueblos tienden los brazos hacia este
Libertador tantas veces prometido, y tan largo tiempo esperado: Et veniet
Desideratus cunctis gentibus (Ag. 2,8).
Llegada que fue esta plenitud. Dios corona todas sus preparaciones enviando
a San Juan Bautista, el último de los profetas, pero que será mayor que
Moisés y mayor que Abraham, mayor que todos los nacidos de mujer: Non
surrexit inter natos mulierum major Joanne Baptista (Mt 11,11) “En verdad os
digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el
Bautista”… Es Jesucristo quien lo dice: y ¿en qué se funda?
En que Dios quiere hacerle su heraldo por excelencia, el propio precursor de
su Hijo amado: Propheta Altissimi vocaberis (Lc 1 76). “Y tu, niño, serás
llamado profeta del Altísimo”… Para realzar todavía más la gloria de este
Hijo que va a enviar por fin al mundo, después de haberle prometido tantas
veces. Dios se complace en sublimar la dignidad del precursor que ha de dar
testimonio de haber aparecido por fin en la tierra la luz y la verdad: Ut
testimonium perhiberet de lumine (Jn 1,8). “No era él la luz, sino quien
diera testimonio de la luz”. Dios le quiere grande porque su misión es
grande, porque ha sido escogido para preceder tan de cerca al que ha de
venir. Dios mide la grandeza de sus santos por la relación que tienen con su
Hijo Jesús.
Ved cómo exalta a este Precursor, a fin de mostrarnos, por la excelencia de
este último profeta, la dignidad de su Verbo. Se escoge de una familia santa
como pocas: un ángel anuncia su nacimiento, impone el nombre que ha de
llevar, indica cuál será su excelsa misión. Dios le santifica en el seno de
su madre, hace brillar los prodigios en derredor de su cuna, hasta el punto
de que los venturosos testigos de estas maravillas se preguntan admirados:
"¿Quién será este niño?" ( Jn. 1, 31).
Más tarde la santidad de Juan aparecerá tan grande que los judíos vendrán a
preguntarle si es el Cristo esperado. Pero él, con ser tan favorecido de la
gracia divina, protesta que no es sino la voz que clama en el desierto:
“preparad el camino al Señor, porque está para venir" (Jn 1, 23). Los otros
profetas no vieron al Mesías sino de lejos; él, le señalará con el dedo en
términos tan claros que todos los corazones sinceros lo comprenderán: “aquí
el Cordero de Dios", por quien clama a voces todo el linaje humano; porque
Él es quien ha de borrar los pecados del mundo. Ecce Agnus Dei (Jn 1, 29).
No le conocéis todavía, y, sin embargo de ello, está en medio de vosotros".
Medius vestrum stetit quem vos nescitis. Es mayor que yo, porque existía
antes que yo; es tan grande que no soy digno de desatar la correa de su
calzado; tan grande que he visto al Espíritu bajar del cielo como una paloma
y posarse sobre Él. Yo le he visto, y doy testimonio que es el Hijo de Dios
(Jn 1, 26-27 y 32 y 34). El “que viene del cielo, dirá también, está por
encima de todos y da testimonio de lo que ha visto y oído: el que es por
Dios enviado, habla palabras de Dios, porque Dios no le da su Espíritu con
medida; el Padre ama al Hijo, y ha puesto todas las cosas en sus manos. El
que cree en el Hijo, tiene la vida eterna, el que no cree en el Hijo, no
verá, la vida, sino que la ira de Dios recaerá sobre él" (Jn 1, 31ss)
Estas son las últimas voces del precursor; por ellas acabará de preparar las
almas a recibir el Mesías. En efecto, cuando el Verbo encarnado, que es el
único que puede decir palabras del cielo, porque permanece siempre in sinu
Patris ( Jn 1, 18), ha comenzado su misión pública de Salvador, Juan
desaparecerá dará testimonio de la Verdad: pero derramando su sangre por
ella.
El Mesías, cuya recepción vino a preparar, llegó por fin. Él era la Luz de
la que Juan daba testimonio, y todos aquellos que en ella creen, tienen la
vida eterna. En adelante, a Él solo habrá que decir: "Señor ¿a quién iremos?
Vos sólo poseéis palabras de vida eterna" (Jn 6, 69).
Nosotros tenemos la dicha inmensa de creer en esta luz que ha de “iluminar a
todo hombre que viene a este mundo”; vivimos todavía en la “plenitud dichosa
de los tiempos”, no estamos privados, como los Patriarcas, de ver el reino
del Mesías. Si no somos de los que han contemplado al Cristo en persona,
oído sus palabras y vístole pasar, haciendo bien por todas partes, tenemos
en cambio la dicha de pertenecer a ''esas naciones de las que David cantó
que serían la herencia de Cristo”.
Sin embargo de ello, el Espíritu Santo, que dirige a la Iglesia y es el
primer autor de nuestra santificación, quiere que cada año consagre la
liturgia un período de cuatro semanas para recordar los cuatro mil años de
preparaciones divinas, y ponga todos los medios posibles para adornar
nuestras almas con las disposiciones interiores en, que vivían los judíos
fieles esperando la venida del Mesías.
Pero me diréis quizás: Esta preparación para la venida de Cristo, esos
deseos, esa expectación, estaban muy bien en las almas de los justos del
Antiguo Testamento: pero ahora que Jesucristo ha venido, ¿para qué todo eso
que no parece sino mera ficción?
Se puede responder con varias razones.
En primer lugar, Dios quiere ser alabado y bendecido en todas sus obras.
Todas, en efecto, llevan el sello de su infinita sabiduría: Omnia in
sapientia fecisti (Sal 103, 24): todas son admirables tanto en su
preparación corno en su realización. Esto es sobre todo verdad tratándose de
aquellas que se enderezan más directamente a la gloria de su Hijo, porque
“la voluntad del Padre es que su Hijo sea siempre exaltado” (Cf. Jn 12, 28)
Dios quiere que nosotros admiremos sus operaciones, y demos gracias por
haber preparado con tanta sabiduría y poder el reino de su Hijo entre
nosotros, lo cual hacemos cuando recordamos las profecías y las promesas del
Antiguo Testamento.
Dios quiso; además, que encontrásemos en estas preparaciones una
confirmación de nuestra fe.
La razón de habernos dado señales tan distintas y precisas, de tantas y tan
claras profecías, es que por ellas llegaremos a reconocer como Hijo suyo a
Aquel que las realizó en su Persona.
Ved cómo, en el Evangelio, invitaba Nuestro Señor mismo a sus discípulos a
esta contemplación: Scruptamini Scripturas (Jn. 5, 39), revolved las
Escrituras, les decía: esto es, en los libros del Antiguo Testamento;
escudriñadlas y las veréis llenas de mi nombre; porque "necesario es que se
cumpla todo lo que se ha escrito de mí en los Salmos y en las Profecías":
Necesse est impleri omnia quae scripta sunt in prophetis et psalmis de me
(Luc. 35, 44). Aún después de su resurrección, lo vemos explicar a los
discípulos de Emaús, a fin de robustecer su fe y disipar su tristeza, todo
lo concerniente a él en las Sagradas Escrituras "comenzando por Moisés y
recorriendo todos los Profetas". Et incipiens a Moyse et omnibus prophetis
interpretabatur illis in omnibus Scripturis quae de ipso erant (Luc. 35,
27). Así que, al leer las profecías que la Iglesia nos propone durante el
Adviento, debemos decir: con rendida fe, como los primeros discípulos de
Jesús: "Hemos encontrado a Aquel que anunciaron los Profetas" (Jn 1, 45).
Repitámoselo al mismo Jesucristo: Sí, “Tú eres realmente Aquel que ha de
venir; lo creemos y te adoramos, a Ti, que para salvar al mundo te dignaste
tomar carne en el seno de una Virgen: Tu ad liberandum suscepturus hominen
non horruisti Virginis uterum. ( Himno Te Deum)
Esta profesión de fe es muy agradable a Dios, y por lo mismo, no nos
cansemos de repetirla. Como a sus Apóstoles, Nuestro Señor podrá decirnos:
"Mí Padre os ama, porque habéis creído que Yo soy su enviado" (Jn 16, 27)
Hay, por fin, una tercera razón, más profunda y más intima: Jesucristo no
vino a salvar sólo a los que entonces vivían, sino a los hombres todos,
conforme se canta en el Credo: Propter nos et propter nostram salutem,
descendit de caelis. La plenitud de los tiempos no se ha cerrado todavía,
durará mientras haya escogidos que salvar.
Pero Nuestro Señor Jesucristo, después de su Ascensión, dejó confiada la
misión de salvar las almas a la Iglesia y sólo a ella.
Vosotros sois mis hijos, decía San Pablo, el Apóstol de Jesucristo entre los
gentiles; os he engendrado en Cristo, para que se vaya formando en vosotros
(Gal 4, 19).
La Iglesia, guiada siempre por el Espíritu Santo, que es el Espíritu de
Jesús, trabaja en esa obra, haciéndonos contemplar cada año el misterio de
su Esposo divino.
Porque, como os lo dije al empezar estas instrucciones, todos los misterios
de Cristo rebosan de vida; no son únicamente una realidad histórica, cuyo
recuerdo conmemoramos sino una solemnidad que contiene en sí misma una
gracia peculiar, una virtud especial, que debe hacernos vivir de la vida
misma de Cristo, del que somos miembros, y pasar por todos sus estados.
Así, la Iglesia celebra en Navidad el nacimiento de su divino Esposo,
tamquam Sponsus procederes de thalamo suo (Sal 18, 6), y quiere prepararnos
por las semanas de Adviento a la gracia de la venida de Jesucristo en
nosotros. Es un hecho interior, misterioso, que se realiza en la fe, pero
lleno de espiritual fecundidad.
Es verdad que Jesucristo mora ya, en nosotros por la gracia santificante,
que nos hace hijos de Dios, pero la Iglesia quiere que esta gracia se
renueve, que vivamos una vida nueva, más libre de pecado, más limpia de
imperfecciones, más despegada de nosotros mismos y de las criaturas: Ut nos
Unigeniti tui nova per carnem nativitas liberet quos sub peccati jugo,
vetusta servitus tenet (Oración de la fiesta de Navidad; quiere sobre todo
hacernos comprender que Jesucristo, a cambio de la humanidad que toma de
nosotros, nos dará su divinidad y se posesionará perfectamente de
nosotros.
Será su venida como la gracia de un nuevo nacimiento en nosotros. Ut tua
gratia largiente, per haec sacrosancta commercia, in illus inveniamur forma,
in quo tecum et nostra substantia(Secreta de la Misa de medianoche)
Esta gracia es la que el Verbo encarnado nos ha merecido por .su nacimiento
en. Belén; pero si es justo decir que ha nacido, vivido y muerto por
nosotros todos, Pro omnibus mortum est Christus (II Cor. 5, 16), lo es
también que la aplicación de sus méritos y la colación de sus gracias no se
realiza en cada alma más que en la medida de sus disposiciones.
No participaremos de las gracias tan abundantes que el nacimiento de
Jesucristo nos proporciona sino en relación con nuestras disposiciones. La
Iglesia lo sabe muy bien, y por eso nada descuida, a trueque de producir en
nuestras almas esta disposición interior que reclama la venida de Cristo a
ellas. No sólo nos dice por boca del Precursor “Preparad los caminos al
Señor” sino que ella misma, como Esposa atenta a los deseos de su Esposo,
como madre cuidadosa del bien de sus hijos, nos sugiere y nos da los medios
de realizar esa necesaria preparación. Nos transporta, por decirlo así, a la
Antigua Alianza, a fin de que nos apropiemos, pero en un sentido
completamente sobrenatural, los sentimientos de los justos que suspiraban
por la venida del Mesías.
Si nos dejamos guiar por ella, nuestras disposiciones serán perfectas, y la
solemnidad del nacimiento de Jesús producirá en nosotros todos sus frutos de
gracia, de luz y de vida.
¿Cuáles son etas: son estas disposiciones? Pueden reducirse a cuatro:
La pureza de corazón. — ¿Quién fue el mejor dispuesto para la venida del
Mesías? — Sin duda alguna que la Virgen María. Cuando el Verbo vino a este
mundo, encontró el corazón de esta Virgen perfectamente preparado y capaz
de recibir los tesoros divinos con que se disponía a enriquecerla.
¿Cuáles eran las disposiciones de su alma?
Seguramente que las poseía todas de un modo perfecto: pero hay una que
brilla con un resplandor muy particular: es su pureza virginal. María es
Virgen, y tiene en tanta estima su virginidad, que se lo hace notar al Ángel
cuando éste le propone el misterio de la maternidad divina.
Mas no sólo es Virgen, sino que su alma está limpia de toda mancha. La
liturgia nos revela que el fin último de Dios al conceder a María el
privilegio único de la concepción inmaculada, era preparar a su Verbo una
morada digna de El: Deus qui per immaculatam Virginis conceptionem dignum
Filio tuo habitaculum praeparasti (Oración de la fiesta de la Santísima
Concepcíon). María debía ser la Madre de Dios y esta excelsa dignidad pedía,
no sólo que fuese Virgen, sino que aventajase su pureza a la de los Ángeles,
y fuese un reflejo de los santos fulgores en los cuales el Padre Eterno
engendra a su Hijo: In splendoribus sanctorum (Sal 109,3). Dios es santo,
tres veces santo, y los Ángeles, los Arcángeles y los Serafines cantan su
infinita pureza: Sanctus, Sanctus, Sanctus ( Is 6, 3. El seno de Dios,
refulgente de luz inmaculada, es la mansión natural del Hijo único de Dios:
el Verbo está siempre in sinus Patris; pero al encarnarse ha querido estar
también, por una condescendencia inefable, in sinu Virginis Matris. Era,
pues, menester que el tabernáculo, ofrecido por la Virgen, le recordase por
su pureza incomparable el seno eterno en el que como Dios vive siempre:
Christi sinus erat in Deo Patre divinitas, in Maria Matre virginitas (Sermo
XII, in append. Operum S. Ambrosii).
He aquí la primera disposición que inclina Jesucristo hacia nosotros: una
gran pureza. Pero siendo pecadores no podernos ofrecer al Verbo, Cristo
Jesús, esa inmaculada pureza que tanto ama. Pues ¿con qué la supliremos?
Con la humildad.
Dios posee en su seno al Hijo de sus complacencias, pero estrecha también
con tierno abrazo a otro hijo, al hijo pródigo. Nuestro Señor mismo nos lo
dice cuando, después de sus extravíos, ese hijo se vuelve a su padre. Se
humilla, se reconoce miserable e indigno, el padre, olvidándolo todo, le
aprieta al punto contra su pecho y le recibe en su amistad: Misericordia
motus (Lc 15, 20).
No olvidemos que el Verbo, el Hijo, no tiene más voluntad que la de su
Padre: Si se encarna y baja a la tierra, es para buscar a los pecadores y
llevarlos a su Padre: Non veni vocare justos sed pecatores (Mt 9, 13; Mc. 2
17; Lc 5, 32). Tan verdad es esto, que Nuestro Señor gustará más tarde con
gran escándalo de los fariseos, de alternar con los pecadores, y sentarse a
su mesa: permitirá a Magdalena que le bese los pies y se los riegue con sus
lágrimas.
Si no tenemos la pureza de la Virgen María, pidamos al menos la humildad de
Magdalena, el amor del arrepentimiento y de la penitencia. ''Oh Cristo
Jesús, yo no soy digno de que entréis en mí; mi corazón no será para Vos una
morada de pureza, la miseria habita en él: pero confieso y reconozco esa
miseria: venid a librarme de ella, Vos que todo lo podéis. Veni ad
liberandum nos, Domine Deus virtutum!—Esta oración, unida al espíritu de
penitencia, atrae a Cristo, porque la humildad que se abaja hasta la nada,
rinde por lo mismo un homenaje a la bondad y poder de Jesús: Et eum qui
venit ad me ejiciam foras (Jn 6, 27).
La consideración de nuestra flaqueza debe sin embargo de ello, estar muy
lejos de desanimarnos. Cuanto más sintamos nuestra poquedad, tanto más
debemos abrir nuestra alma a la confianza; porque al, fin la salvación
viene sólo de Cristo.
Pusillanimes confortamini et nolite timere ecce Deus noster veniet et
salvabit nos (Is. Cf. Is. 25,4). “Vosotros, los de corazón apocado, tened
ánimo y no temáis; porque nuestro Dios va a venir, y Él nos salvará”. Ved la
confianza de los judíos en el Mesías. Para ellos el Mesías lo era todo;
resumía todas las aspiraciones de Israel, los votos del pueblo, las
esperanzas de la raza; sólo el contemplarle en lontananza debía saciar
todos los anhelos de aquel pueblo, y con sólo considerar el establecimiento
del reino mesiánico parece quedaban colmados sus deseos y aspiraciones.
¿Cuán confiadas e impacientes no se iban haciendo las ansias de los judíos!
“Venid, Señor no tardéis!, (All. Del IV Domingo de Adviento), mostradnos
solamente vuestro rostro y seremos, salvos (Sal 74,4)
Pero, ¿cuánto mejor no se verifica todo esto, en nosotros, que poseemos a
Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre? ¡Oh! si comprendiésemos
bien lo que es la santa humanidad de Jesús, tendríamos en ella una confianza
inquebrantable. En ella están todos los tesoros de ciencia y sabiduría; en
ella permanece la divinidad misma: este Hombre-Dios que viene a nosotros es
el Emmanuel, es ''Dios con nosotros'', es nuestro hermano primogénito. El
Verbo se ha desposado con nuestra naturaleza, ha tomado sobre sí nuestras
flaquezas para experimentar lo que es el dolor; viene a nosotros para que
participemos de su vida divina; cuantas gracias podamos esperar y apetecer,
las posee Él con plenitud para repartirlas entre los hombres.
Las promesas que por la voz de sus profetas hacía Dios a su pueblo para
encenderle en deseos del Mesías son harto magníficas. Pero muchos judíos
sólo las entendían en el sentido material y grosero de un Mesías temporal y
político. Los bienes prometidos a los justos que esperaban al Salvador, no
eran sino figura de las riquezas sobrenaturales que encontramos en
Jesucristo. La mayor parte de los israelitas vivían de símbolos humanos:
nosotros vivimos de la realidad divina, es decir, de la gracia de Jesús. La
liturgia de Adviento nos habla sin cesar de misericordia, de redención, de
salvación, de liberación; de luz, de abundancia, de alegría, de paz. ”He
aquí que el Señor va a venir: en el día de su nacimiento el mundo será
inundado de luz” (Antífona de Laudes del I Domingo de Adviento); salta pues,
de gozo, Jerusalén, porque tu Salvador va a aparecer (Antífona de Laudes del
II Domingo de Adviento): “la paz llenará nuestra tierra cuando él se deje
ver” (responso de maitines del III Domingo de Adviento). Todas las
bendiciones que pueden caer sobre un alma, Cristo las trae consigo: Cum illo
omnia nobis donavit (Rm. 8, 32).
Dejemos, pues, que nuestros corazones rebosen de confianza en Aquel que ha
de venir. Seremos muy gratos al Padre si creemos que su Hijo Jesús lo puede
todo para la santificación de nuestras almas. Eso equivale a proclamar que
Jesús es su: igual y que el Padre se lo ha dado todo".
Ni puede ser frustrada tal confianza. En la Misa del primer Domingo de
Adviento, la Iglesia nos lo asegura hasta tres veces: “Aquellos que os
esperan, Señor, no serán confundidos”: Qui te exspectant non confundentur.
Esta confianza se traducirá sobre todo en deseos ardientes de que Jesucristo
reine en nosotros: ¡Adveniat regnum tuum! Estos deseos se hallan formulados
también en la liturgia. Al mismo tiempo que pone ante nuestra vista y nos
hace leer los vaticinios, sobre todo los de Isaías, la Iglesia pone en
nuestros labios las aspiraciones y suspiros de los antiguos justos. Quiere
ver preparadas para la venida de Cristo a nuestras almas, del mismo modo que
Dios quería que los judíos estuviesen dispuestos a recibir a su Hijo:
“Envía, Señor, Aquel que habéis prometido" (Gn 49, 8). "Ven, Señor, ven a
perdonar los pecados de tu pueblo! ( All. Del IV Domingo de Adviento).
“¡Señor, manifiesta tu misericordia y haz que aparezca el autor de nuestra
salvación!'' (Ofertorio del II Domingo de Adviento). "¡Ven a librarnos
Señor, Dios omnipotente! “Excita tu poder y ven!” (Oración del IV Domingo de
Adviento)
La Iglesia nos hace repetir sin cesar estas aspiraciones; hagámoslas
nuestras con fe, y Jesucristo nos enriquecerá con sus gracias.
Sin duda que Dios es dueño de sus dones; es soberanamente libre, y nadie
puede pedirle cuenta de sus preferencias, aunque en la vida ordinaria de su
Providencia, procura atender a nuestros deseos: Desiderium pauperurn
exaudivit Dominus (Sal 9, 17). Cristo se da en la medida del deseo que
tenemos de recibirle: y los deseos aumentan la capacidad del alma: Dilata os
tuum et implebo iluud (Sal 80, 2)
Por consiguiente, si queremos que el nacimiento de Cristo procure gran
gloria a la Santísima Trinidad, y mucho consuelo al corazón del Verbo
encarnado, y sea fuente copiosa de gracias para la Iglesia y para nosotros,
procuremos purificar nuestros corazones; seamos humildes pero confiados, y
sobre todo, dilatemos nuestras almas por medio de grandes y fervientes
deseos.
Pidamos también a la Santísima Virgen que nos haga participar de los
sentimientos que la animaban durante los días benditos anteriores al
nacimiento de Jesús.
La Iglesia ha querido, ¿y qué cosa más justa?, que su pensamiento llenase la
liturgia de Adviento; sin cesar canta la fecundidad de una Virgen,
fecundidad admirable, que llena a la naturaleza de asombro: Tu quae
genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, virgo prius ac posterius
(Antífona Alma Redemptoris Mater).
El seno virginal de María era un santuario inmaculado en el que se quemaba
el incienso muy puro de su adoración y de sus homenajes.
Llega a los límites de lo inefable la vida interior de la Virgen durante
esos días. ¡Qué unión tan íntima con el Niño Dios que llevaba en su seno! El
alma de Jesús estaba, por la visión beatífica, sumida en la luz divina: y
los destellos de esa luz irradiaban sobre la Madre. A los ojos de los
Ángeles, María aparece cual "mujer revestida del sol'', mulier amicta sole
(Ap 12,1), y envuelta en los celestiales resplandores que salían de su Hijo,
Sol verdadero de justicia.
¡Cuáles no serían los sentimientos y cuán rendida la fe de María! A impulsos
de esa misma fe, la Virgen revolvía en su corazón purísimo aquellos
misterios inefables y reunía como en precioso ramillete las aspiraciones
todas, los anhelos y votos de todo el género humano, que desde tanto tiempo
estaba esperando con ansias a su Salvador y a su Dios. ¡Cuáles, pues, no
serían sus encendidos deseos! ¡Qué confianza tan firme la suya!
¡En qué ardores de amor no se derretiría su virginal corazón!
Esta humilde Virgen es la reina de los patriarcas, vástago de su noble y
santa prosapia, y el Niño, que luego dará al mundo es aquél que resume en su
persona toda la magnificencia de las antiguas promesas.
Ella es también la reina de los profetas, puesto que dará a luz al Verbo
eterno, por quien hablaban todos los profetas; su Hijo realizará todas las
profecías, y Él mismo anunciará a los pueblos la "buena nueva de la
redención" (Luc.4, 19)
Pidámosle humildemente que nos haga entrar en sus disposiciones. Ella
escuchará nuestra oración, y nosotros tendremos la inmensa dicha de ver a
Cristo nacer de nuevo en nuestros corazones por la comunicación de una
gracia más abundante, y podremos gustar con la Virgen la verdad de aquellas
palabras de San Juan: "El Verbo era Dios Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros; nosotros le hemos visto lleno de gracia, y de su plenitud
hemos recibido todos gracia sobre gracia (Jn 1, 14y 16).
(Columba Marmion, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN. Chile, pp. 131-144)
Volver Arriba
Ejemplos Predicables
Como las tormentas de verano
Tal vez ustedes alguna vez vieron esas tormentas de verano que surgen de
repente y llenan de espanto el corazón de los hombres. Primero son unas
nubecitas tenues que parecen jugar en el azul del cielo; luego esas nubes se
juntan, se ennegrecen, y de pronto el latigazo de un relámpago precede al
ruido horrísono del trueno. Despierta el viento que dormía; azota la lluvia
con persistencia los cristales; los animales horrorizados huyen a sus
cuevas. Por el espacio infinito rueda el carro de la justicia de Dios.
Poco tiempo después el viento vuelve a quedarse dormido. Los truenos suenan
cada vez más lejanos, la lluvia cesa y por una hendidura de las nubes asoma
el regalo de un rayo de sol. Vence al fin el astro del día en su lucha con
la tempestad; huele aromos la tierra mojada; el corazón se esponja con ella
en una alegre expansión de confianza; la luz es más pura; el cielo más
sereno; más hermoso el sol.
Aquí tenemos, mis hermanos, el símbolo que proponía Isaías cuando se refería
al fruto de la penitencia. Consigue Dios con ella aquellos dos efectos de la
tempestad: Primero borra los pecados como las nubes, dejando el cielo del
alma limpio, luminoso, sin mancha. Segundo, vuelve a salir el sol de la
gracia, renaciendo el día, descubriendo el cielo, regalándonos otra vez con
las luces reviviscentes de los méritos perdidos.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p.
134)