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Domingo 3 de Adviento C: Comentarios de Sabios y Santos I  para preparar la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa dominical

 

Páginas relacionadas

 

 

A su servicio

Exégesis: Alois Stöger - "Él os bautizará en el Espíritu Santo y con fuego”

Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - Comienzo de la predicación del Bautista

Aplicación: San Juan de Ávila - Venida de Cristo al alma: ¿cómo prepararse?

Aplicacion: R.P. Alfonso Torres, S.J. - Predicación mesiánica del Bautista (San Lucas 3, 15-17)

Ejemplos

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo

Exégesis: Alois Stöger - Él os bautizará en el Espíritu Santo y con fuego”

10 Entonces la gente le preguntaba: Pues ¿qué tenemos que hacer? 11 él les respondía: El que tenga dos túnicas dé una al que no la tiene; y el que tenga alimentos, haga otro tanto.

La verdadera conversión mueve siempre a hacer esta pregunta: Pues ¿qué tenemos que hacer? La predicación de san Pedro tocó los corazones de los oyentes, que decían: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?» (Hec 2:37). La pregunta por las obras es la que pone el sello al valor de la conversión.

Las obras en que se manifiesta la reforma de vida y la verdad de la conversión son las obras de sincero amor al prójimo, la partición con los demás de lo que se tiene. «El que tiene dos túnicas dé una al que no la tiene...» Juan no exige que se dé la única que se tiene. No exige a las multitudes que realicen sublimes actos de heroísmo, sino misericordia y amor al prójimo con obras (…).

12 Llegaron también unos publicanos para bautizarse y le preguntaron: Maestro, ¿qué tenemos que hacer? 13 él les contestó: No exijáis más de lo que tenéis señalado.

Los publicanos1 encarnan codicia y avidez de poseer, falta de honradez, traición al propio pueblo, estando como estaban con frecuencia al servicio de un régimen extranjero. Tampoco ellos están excluidos del camino de la salvación, no están borrados. Toman en serio la invitación a la penitencia y están dispuestos a cambiar de vida. Con esto se ha logrado lo principal.

Juan no les exige que renuncien a la profesión de publicanos. Deben renunciar a enriquecerse fraudulentamente. El derecho les permite exigir un determinado suplemento sobre el tipo de impuestos prescrito por el Estado. Por eso les dice Juan: «No exijáis más de lo que tenéis señalado.» Jesús procederá más tarde de manera análoga con el publicano Zaqueo. A pesar de las murmuraciones de los judíos entró en casa de éste rico jefe de publicanos. Zaqueo mismo quiere restituir lo que ha adquirido con fraude y quiere repartir sus bienes con los pobres. Jesús le dice: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa; pues también éste es hijo de Abraham» (Lc 19:1-10).

14 También unos soldados le preguntaron: Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer? Y les respondió: No hagáis extorsión a nadie ni lo denunciéis falsamente; sino contentaos con vuestra paga.

Los soldados son probablemente mercenarios del ejército de Herodes Antipas. A los judíos les estaba prohibido el servicio militar. Por eso estos mercenarios serían gentiles. La eficacia de la predicación del Precursor va más allá de los límites del judaísmo... La pregunta de los soldados presupone extrañeza. Y nosotros ¿qué...? Pero toda estrechez se ha superado. «Toda carne ha de ver la salvación de Dios.»

Los pecados propios de la profesión de los soldados son robo con violencia, extorsión con falsas denuncias, abuso de la fuerza. La raíz de tal proceder está en la codicia. Hay que dar de mano a los excesos. En lugar del ansia de enriquecerse hay que contentarse con la paga.

A pesar de la inminencia del severo juicio, no se exige nada extraordinario. No hay que cambiar la profesión: ni siquiera la profesión de soldado o de publicano. También Pablo proclama a pesar de la proximidad del tiempo final: «Por lo demás, que cada uno viva según la condición que el Señor le asignó, cada cual como era cuando Dios le llamó. Esto es lo que prescribo en todas las Iglesias» (1Co 7:17). Tampoco se exigen especiales prácticas ascéticas: no se exige entrar en la secta de Qumrán, ni formar parte de la comunidad de los fariseos, ni adoptar la rigurosa ascética del Bautista (Mar 1:6). Juan sigue la predicación profética: «¿Con qué me presentaré yo ante Yahveh y me postraré ante el Dios de lo alto? ¿Vendré a él con holocaustos, con becerros primales? ¿Se agradará Yahveh de los miles de carneros y de las miríadas de arroyos de aceite? ¿Daré mis primogénitos por mis prevaricaciones, y el fruto de mis entrañas por los pecados de mi alma? ¡Oh hombre! Bien te ha sido declarado lo que es bueno y lo que de ti pide Yahveh: hacer justicia, amar el bien, humillarte en la presencia de tu Dios» (Miq 6:6-8).


Proclamación mesiánica (Miq 3:15-17).

15 Como el pueblo estaba en expectación, porque todos pensaban en su corazón acerca de Juan si no sería el Mesías...

La predicación del Bautista hace crecer en el pueblo la expectación de la próxima venida del Mesías. Se va extendiendo la idea de si Juan será el Mesías. En ciertos ambientes se presentaba al Bautista como el salvador enviado por Dios (Cf. Jua 1:6-8.15.19 ss). La historia de la infancia ha puesto ya deliberadamente a Juan y a Jesús en la debida relación querida por Dios. Juan es grande, pero Jesús es el mayor, Juan es profeta y preparador del camino, pero Jesús es el Hijo de Dios y el que reina en el trono de David para siempre.

16 Juan declaró ante todos: Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de las sandalias; él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.

Jesús es el más fuerte. Juan se reconoce indigno de prestar a Jesús el más humilde servicio de esclavos. Los esclavos debían soltar al amo las correas de las sandalias; una persona libre tenía esto por indigno de su condición. ¿Quién es Juan al lado de Jesús? El gran Bautista reconoce la grandeza de Jesús.

La fuerza de Jesús se manifiesta en su obra. Juan bautiza sólo con agua; Jesús, en cambio, con Espíritu Santo y fuego. El Mesías da el Espíritu Santo prometido para los últimos tiempos, y lo da con la mayor profusión a los que están prontos a convertirse; en cambio, a los que no quieren convertirse les aporta el fuego, el fuego del juicio. Jesús ejecuta la sentencia de salvación o de condenación.

Juan bautiza solamente con agua. Su obra es preparación para los acontecimientos escatológicos; ella misma no es acontecimiento escatológico.

17 Tiene el bieldo en la mano para limpiar su era y para recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará en fuego que no se apaga.

Jesús es el juez del fin de los tiempos. El labrador de Palestina lanza con una pala contra el viento el trigo que después de trillado está mezclado con la paja en la era. El grano, que pesa más, cae al suelo, mientras que la paja es llevada por el viento. Así limpia la era, separando el trigo de la paja para recogerlo después en el granero. La paja se quema. El Mesías viene a juzgar, separa a los buenos y a los malos, lleva los buenos al reino de Dios y entrega los malos al fuego inextinguible de la condenación. Tiene ya el bieldo en la mano. Este «ahora» del tiempo final hace que el anuncio de Juan descuelle por encima de todos los anuncios de los profetas.

18 Con estas y otras exhortaciones anunciaba el Evangelio al pueblo.

El relato de la actividad de Juan contiene sólo una parte de ésta. Las exhortaciones de Juan son buena nueva, Evangelio. Juan es mensajero de gozo, que anuncia la suspirada salvación de los últimos tiempos. Por esto es su mensaje de gozo. Lo que Jesús anuncia y trae no es perdición, sino salvación. También la predicación de penitencia de Juan está al servicio de la salvación, y por esto es Evangelio, buena nueva. La historia de Juan es comienzo del Evangelio (Cf. Mar 1:1; Hec 10:36 s).
(STÖGER, ALOIS, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)

(1) Los publicanos o cobradores de tributos, pero no eran funcionarios del Estado, sino simples particulares a quienes se cedía en arrendamiento este servicio o empleados de éstos. Nota del traductor.



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Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - Comienzo de la predicación del Bautista

El Evangelio de hoy es el comienzo de la narración sintética que hace San Lucas sobre el Bautista desde el comienzo de sus prédicas hasta el bautismo de Cristo. Marca cuidadosamente la fecha y el tema de su predicación.

Marca la fecha de acuerdo a la costumbre antigua, por las autoridades: "Marco Servilio et Publio Clodio consulibus, cuando eran cónsules Marco Servilio y Publio Clodio", como cuando decimos: "esto pasó en el tiempo de Yrigoyen" o "esto pasó cuando cayó Frondizi". Cuando cayeron es más fácil de recordar; a mí me pusieron preso cuando cayó Perón.

La religión católica es una religión histórica: su origen está situado en un tiempo histórico y una región histórica —en el Imperio más grande que ha existido y en su tiempo más glorioso, el siglo de Augusto— a diferencia de todas las otras grandes religiones, cuyo origen se pierde en la niebla o bien en regiones no históricas: la vida de Buda o de Mahoma es un amasijo de leyendas. La vida de Cristo nos llega en cuatro crónicas de testigos presenciales con toda la finura del estilo oral hebreo y escritas en la lengua más fina y civilizada del mundo, el griego. Poco después cristianos eran conocidos en Roma; los dos historiadores máximos, Tácito y Suetonio nombran a los cristianos; y Tácito nombra a Cristo, "Cresto" lo llama; y los Padres Apostólicos, empezando por las cartas de San Ignacio Mártir, y la "Didajé" del siglo comienzan a citar los Evangelios, lo mismo que los herejes; lo que prueba su autencía, porque eran contemporáneos. Si por un imposible los cuatro Evangelios se perdieran, su texto se podría reconstruir con las citas de los Santos Padres. En suma, el nacimiento del Cristianismo y de su Fundador está bajo una especie de luz de reflector; y así San Lucas enumera tranquilamente las autoridades civiles y religiosas de Palestina cuando comienza a predicar Juan. No le duelen prendas.

La materia de las prédicas de Juan es simple y curiosa. Predicaba dos cosas: la moral natural por un lado, y que el Mesías ya estaba presente: y él, Johanam, era su Indicador. La moral natural era necesaria como preparación a la moral del Mesías; los rabinos hebreos habían enredado inextricablemente la moral, y con pretexto de dar una moral sobrenatural daban una moral antinatural (como les pasa a algunos curas hoy día), una moral sobrecargada de preceptos, a veces fútiles, que no se podía no digo practicar, pero ni retener. El Bautista corta por lo sano, predicando la moral natural elemental: a todos en general les predicaba el arrepentimiento y la limosna; y a cada uno, los deberes del propio estado.

Primero se desataba en amenazas y en la predicción de una próxima gran limpieza; y cuando al ir a bautizarse (a recibir el "bautismo de penitencia") le preguntaban: "¿Qué tengo que hacer?", les respondía con los deberes del propio estado, que suelen ser cifra de todos nuestros deberes; porque si no eres buen relojero, o buen milico, o buen casado, ¿cómo serás buen hombre? San Lucas pone dos ejemplos: a los empleados públicos, a los publicanos (que en Inglaterra todavía los llaman publicanos) les decía: "No coimeen". A los militares les decía: "No sean prepotentes y no anden reclamando aumentos de sueldos". Al Rey Herodes no le dijo: "Gobierna bien", porque ése, como otros títeres de nuestros tiempos, no gobernaba en realidad; le dijo: "No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano". A los fariseos no les decía nada, porque ésos no preguntaban nada; pero las imprecaciones que pone en sus labios San Lucas ("raza de víboras, árboles secos, falsos hijos de Abraham") iban primeramente enderezadas a los fariseos, demagogos jefes de las turbas y maestros fallutos.

Nuestro deber de estado resume en concreto todos nuestros deberes y es la base sobre la que se asienta la moral sobrenatural. Un gran cuentista inglés, Rudyard Kipling, hizo un fino retrato de San Pablo en un cuento "histórico" llamado "The Manner of Men" —La Condición Humana, porque San Pablo dice a los Corintios: "Si en mi condición humana he luchado contra las fieras"1…Kipling estudió los viajes de San Pablo, sobre todo el cuarto viaje, su viaje a Italia. El capitán de la nave es un joven español (es decir, un romano nacido en la Provincia Bética) y se refiere al Apóstol diciendo: "Es un filósofo hebreo". La tripulación está admirada de las prácticas y palabras religiosas de Pablo. El ambiente es el de la flota imperial inglesa en 1898, incluso la jerga marinera que Kipling había absorbido perfectamente, como absorbía cualquier ambiente donde estuviera un tiempo; y lo proyectaba después con gran fidelidad. Al fin del viaje el capitán pregunta al filósofo qué tiene que hacer para salvarse, para el caso que hubiera otra vida. San Pablo le dice: "Cumple tus deberes de estado". No lo veía aún preparado para recibir la tremenda Nueva, la Buena Nueva, que es tremenda en realidad: "un judío crucificado es Dios"; el capitán como buen español era antijudío. San Pablo le dice: "Sirve al César. No eres tela que yo pueda cortar con ventaja al presente. Pero si sirves al César, vivirás obedeciendo al menos una ley...". El español se enoja de ser considerado una especie de ignorante. San Pablo continúa: "En el mar tendrás tiempo de pensar. Puede ser que nos encontremos de nuevo y entonces podemos continuar hablando. Lo que te concierne ahora es que, prestando servicio, te verás libre del miedo que te ha corrido toda la vida. Esta es la voluntad de Dios". El español no sabe cómo Pablo conoce eso: tenía un complejo de miedo a las fieras porque de muchacho había tenido que luchar por su vida con dos perros lobos en un arenal. Tenía horror a los leones del anfiteatro. San Pablo antes de imponer una carga, miraba los hombros.

En sus Epístolas San Pablo dice su deber de estado a todos: a los Obispos como Timoteo, a los Presbíteros como Tito, a los casados y casadas, a las vírgenes y viudas, a los señores y esclavos, a los ricos y a los pobres.

A las mujeres les dice algo muy simple y peculiar: "La mujer se salvará por la crianza de los hijos". ¿Y las que no tienen hijos? Por algo semejante a la crianza de los hijos.

La moral natural no basta; ni siquiera la podemos practicar entera sin la gracia: las dos van juntas. La herejía actual ha introducido un formón entre las dos y ha hecho saltar la moral sobrenatural, atribuyendo todas sus condiciones y poderes a moral natural, basada en la razón y el sentimiento del hombre; o en su orgullo, como los estoicos. Hoy día la llaman moral personalista; se ha llamado moral kantiana, moral autónoma, moral laica; y "moral sin dogmas", como la llamaba nuestro Ingenieros. (¿Nuestro? ¡De ellos!). Es una moral falsificada y falaz, porque exige del hombre lo que él por sí solo no puede cumplir. Es como si me impusieran subir a la bóveda desta iglesia y me dieran una escalera donde faltan los últimos peldaños. Yo ni con todos los peldaños completos podría subir.

Eso es el naturalismo religioso que ya les expliqué.

Los que estamos en la fe, la oración y los sacramentos no tenemos más que pensar en nuestro deber de estado, transfigurado como está por el ideal Evangélico. "Sirve al César; pero solamente y en cuanto representa a Dios; ama a tu mujer: porque para ti es una figura de Dios —un poco charlatana; cuida de tus hijos: son de Dios".
(CASTELLANI, LEONARDO, Domingueras Prédicas, Ediciones Jauja, 1997, pp. 312-315)

(1) 1 Cor. 15,32 (tal es la traducción inglesa; las versiones castellanas traducen: “Si por solos motivos humanos luché contra las fieras”).



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Aplicación: San Juan de Ávila - Venida de Cristo al alma: ¿cómo prepararse?

Fuele preguntado a San Joan Baptista, quién era, y él respondió: Yo Bautista no soy el Mesías, ni Elías, ni soy aquel profeta de quien dijo Dios a Moisés: Yo resucitaré un profeta de medio de tus hermanos como tú, y quien de éste me tocare, él me lo pagará. Ninguno de éstos—dice San Joán—yo no soy. —Pues, si tú no eres ninguno de éstos, dicen ellos, ¿cómo has sido osado de esto poner rito nuevo en el pueblo?, ¿cómo baptizas? —No os espantéis, que mi baptismo no hace más de lavar la cabeza y el cuerpo con sola agua; no es más de para que los que vienen a él profesen que son pecadores y que han menester quien los lave de sus pecados. (No era aquel bautismo como el nuestro de ahora, que da gracia.) Empero, en medio de vosotros está uno al cual no conocéis vosotros y al que os convenía conocer; éste lava con agua y fuego y mete la mano en las almas y de sucias las hace limpias, y yo soy tan dife­rente de Él que aun no soy digno ni merezco servirle de mochacho para descalzarle los zapatos; éste es de quien otras veces os he profetizado y predicado que, aunque viene des­pués de mí, es hecho primero que yo. De manera que este que os digo que está entre vosotros es tan mayor que yo, que no merezco yo descalzarle los zapatos ni servirle de esclavo. Dice el evangelista que los que traían aquel mensaje eran de los fariseos, para dar a entender que era mensaje muy grande y muy honrado, porque eran ellos los más honrados.

—No soy, dice San Joán, el que pensáis. —Pues ¿quién sois? —Aquel de quien profetizó Isaías: Vox clamantis in deserto; y mi oficio, mi honra y mi dignidad y mi ser éste es; yo no soy el Mesías, sino voz del Señor que quiere ve­nir a vosotros: Io[s], aparejad la casa para el Señor.

Quiere Dios venir a morar en cada uno de los que estáis aquí. De aquí a ocho días habrá nacido, y lo oiréis llorar en el portal de Belem.

Paraos a pensar cuán cuidadosa y alegre andaba la Virgen en estos ocho días, qué cuidados traía en su corazón, no como los vuestros, que estaréis ahora pensando qué comeréis la Pascua, qué vestidos sacaréis. No andaría ella pensando en esto, sino andaría aparejando sus mantillas y sus pañalicos para el niño que había de parir. Y pues dice el mismo Jesucristo que quien hace la voluntad [de su Padre], ése es su madre y sus hermanos, por eso vuestro oficio ha de ser estos ocho días en disponeros. Jesucristo ha de nacer en mi alma, ¿qué aparejo haré, cómo lo aderezaré, para que cuando venga la halle bien aparejada? ¿Cómo me dispondré y aderezaré para recibirlo? Y si en lo que ha pasado del Adviento hemos sido flojos y descuidados en esto, estos ocho días que restan hasta la Pascua seamos diligentes en no apacentarnos, y porque esto no lo podemos hacer si de arriba no nos es dada gracia, supliquemos a la sacratísima Virgen nos la alcance.

Venida de Cristo Vox clamantis in deserto, etc. Ahora estaba pensando que no sé si este sermón ha de ir en balde, como otros. Sois tan enemigos de huéspedes, que aunque os digan que aparejéis vuestra casa, que quiere Dios venir a ella, no sé si lo habéis de querer hacer o si diréis: «Váyase en hora buena, que no estoy para recibir ahora huéspedes». Habéis de creer hoy a Dios, que no a mí. El negocio es tan grande, que, si fuese bien creído, sería bien recibido. Cuando Dios dice una cosa grande, no tenemos corazón para oírla, y así dice San Juan Crisóstomo que, cuando San Pablo quería decir una cosa de estas grandes, primero ensanchaba los corazones de los oyentes con palabras de admiración, porque cupiese en ellos lo que quería decir. ¿Sabéis cuáles son cosas grandes? Bajarse Dios a hacerse hombre, y después de humanado, nacer en un establo y estar llorando, puesto en un pesebre, y derramar sangre de ocho días nacido, y después; cuando grande, ser amarrado a un poste desnudo y recibir cinco mil y más azotes, y subir a una cruz y morir en ella por nosotros y por nuestro remedio.

Aparejaba San Pablo los corazones de los hombres para ensancharlos. ¿Por qué? Porque los conozco, que cuando les decimos los bienes que Dios les quiere dar, no lo creen, y así dice él: Fidelis sermo et omni acceptione dignus, quod Christus lesus venir in hunc mundum peccatores salvos facere, quorum primus ego sum. Aunque os digo: gran cosa, mirad que verdad os digo, y por eso os lo digo primero que me creáis. Oíd, pues, una palabra verdadera y alegre, oíd unas nuevas sabrosas y ciertas: que vino Dios al mundo a salvar a los pecadores; que ha venido Dios no a condenarnos, sino a salvarnos.

—¿Cómo es posible? Mi conciencia me dice que he hecho mil pecados, y Dios es a quien he menospreciado y tenido en poco. ¿Es posible que a quien he dado de bofetadas y escupido en la cara venga a salvarme? —Pues ésa es la bondad de Dios: que le has tanto ofendido, y viene Él a buscarte para perdonarte y a rogarte que seáis amigos. Podéis creerme hoy, que no hay ninguno de cuantos me oís en quien no le de Dios, para siempre bendito, venir esta Pascua. Desea Dios venir a vuestra casa y morar con vosotros. Yo mensajero soy, aunque indigno. No os quite, dice San Agustín, la vileza de la espuerta el valor del trigo. Dios es el sembrador, o la simiente es su palabra; la espuerta en que se lleva la simiente es este pecador miserable que aquí veis; no por la vileza del espuerta el sembrador pierda su simiente, ni el trigo su valor. Yo, como os he dicho, mensajero soy, indigno de ser oído; mas el mensaje que os traigo es tan grande, que es digno de ser oído con reverencia y atención y recibido con gran hacimiento de gracias.

—¿Qué mensaje es el que nos traéis? —Que Aquel que está en los cielos adorado de los serafines, Aquel que se encerró en el vientre de la Virgen, Aquel que ha de nacer de aquí a ocho días, quiere venir a cada uno de cuantos es­táis aquí. Dios por su misericordia os dé lumbre para que quede hoy aposentado en vuestras entrañas. Aparejadle, her­manos, vuestras ánimas, que quiere Dios venir a ellas.

Todos los advientos del Señor son admirables. El primer adviento, que es venir Dios en carne, ¿quién lo contará? La venida del juicio, venir Dios a juzgar vivos y muertos y a enviar a unos al cielo y a otros al infierno, ¿quién os lo podrá contar? ¿Quién os contará las mercedes que hace Dios al hombre a cuya ánima viene?

¿Queréis pararos algún rato a pensar en esto? Qui di­ligit me, sermonem meum servabit, pater meus diliget eum, et ad eum veniemus et mansionem apud eum faciemus. Si alguno me ama, dice Jesucristo, guardará mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a él y moraremos con él. De manera que con el ánima que a Jesucristo ama y guarda sus mandamientos, mora el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. ¿No sabría yo quién son los que están en gracia, no los co­nocería cuando los topase por las calles, para echarme a sus pies y besar la tierra que ellos huellan? Vos estis templum Dei, dice San Pablo. Hermanos, en vosotros mora Dios. Pa­raos a pensar qué diferencia va de morar en un ánima Dios o muchedumbre de demonios; mirad qué va de huésped a huésped. Todos andamos juntos, y por de fuera andamos to­dos de una manera, y por dentro mirad cuánta diferencia hay, tan grande que mora Dios en unos y el demonio en otros.

En fin, quiere Dios venir a vosotros, y si me pregunta qué es venir Dios en un ánima, no creo que os lo sabría decir. Dice San Pablo que los dones de Dios son inenarra­bles. Pues si esto no se puede contar, ¿cómo te sabré decir qué cosa es Dios venir a morar en un ánima? Probadlo y veréis lo que es. Basta deciros que el huésped que os quiere venir es Dios. Hermanos, Dios quiere venir a vosotros.

Cristo trae consigo Señor, cosa recia decir a un ladrón: su reino el juez viene. Huirá, como hizo Adam, que, en oyendo la voz del Señor, echó a huir. Señor, ¿a qué venís? Él mismo lo dice por San Juan: on enim misit Deus filium in mundum ut iudicet mundum, sed ut salvetur mundus per ipsum. No envió Dios, etc. Viene el Rey y trae consigo el reino, para que si alguno hubiere tan avariento que le parezca poco venir Dios a él, y le mue­van y se aficione más [que a] Dios a otras cosas, trae Dios muchas riquezas, y viene a hacernos grandes mercedes, y dice: Por eso no me dejéis de recibir, que yo os traigo todo lo que podéis querer y desear, y mucho más.

—¿Qué traéis, Señor? —Regnum Dei intra vos est. ¿Ha­béis[lo] por caso alguna vez visto o sentido? Pues sabed que el reino de Dios está dentro de vosotros. No penséis que el reino de Dios es tener muchas viñas y muchos olivares. En el ánima adonde viniere amor de Dios y del prójimo y adonde hubiere muchas virtudes, ahí está encerrado el reino de Dios; en el ánima que a Dios obedeciere, está metido su reino. El mismo San Pablo dice luego: El reino de Dios, justicia y paz y gozo del Espíritu Santo.

Pues que viene el Rey y trae el reino consigo, y su reino es justicia y paz, etc., ¿quién habrá que no lo reciba? Justicia en este lugar no quiere decir hacer justicia, sino una virtud, una cosa por la cual un hombre de pecador se hace justo, una virtud que hace una obra en el hombre tal, que de peca­dor y malo lo hace justo y bueno. Y esto es lo que Isaías mucho antes dijo:¡Qué voces que daba Esaías: Ea, cielos, echadnos ya acá ese rocío, y la justicia nazca juntamente con él! ¿Qué quiere decir? Que la causa por que uno se hace bueno es Jesucristo. San Pablo dice que nos es hecha redención, satisfacción y justicia y sabiduría. No pienses tú, hermano, que por tus buenas obritas, por lo que tú haces, eres justo, sino por las buenas obras y pasión de Jesucristo; juntándose tus buenas obras con Él, Él las hace ser meritorias. Pues nazca el cordero y la justicia y santificación con Él. Paz, buena cosa es para los casados, si están reñidos. ¿Quién no está reñido? ¿Quién no tiene los pensamientos: «Querría ser servidor de Dios»?, y hay dentro otros pensamientos y otra ley que repugna y contradice a Dios. ¡Los que sienten diferencia en su espíritu! Esta paz trae el Señor, y gozo de Espíritu Santo, [a] los que estáis desconsolados y afligidos diciendo: « ¡A Dios he ofendido!» Porque la mayor de las penas y la mayor de las desconsolaciones ésta es ¿Qué pensabais?, ¿que la mayor de las penas es: No tengo que comer, no tengo que vestir, me levantaron un falso testimonio, persiguen, etc.? Esa es pena carnal. La queja que habéis de dar no ha de ser de aquel que os levantó el testimonio os hizo la injuria, sino de vos mismo. Iros a vuestro rincón y delante de Dios quejaros de vos diciendo Señor, debiéndote yo tanto, que soy obligado a pasar por ti otro tanto como tú pasaste por mí, no sufro una palabrita, una nonada; me quejo, Señor, de mí y de mi poquedad.

La verdadera pena es que uno mete la mano en su pecho y considera sus defectos y maldades y dice: ¡Oh, que he ofendido a Dios! ¡Oh, que no voy derecho por el camino de Dios! Esta es la verdadera pena y el mayor de los des­consuelos y para lo que vino Dios a este mundo. ¿Qué dicen los judíos necios? Viene el Mesías a darnos riquezas, viñas y olivares. ¿Qué me aprovecharía el Mesías, ya que todo eso me diese, si no me sana el mal que tengo en mi corazón? ¡Dios está mal conmigo! Si el Mesías ha de ser Mesías, sá­neme esta llaga que tengo en mi corazón; que si no me quita este mal, no quiero bien ninguno. Para consolar éstos vie­ne el Mesías, para esto viene, para consolar los desconsola­dos, etc. Y así dice San Pablo que viene a poner justicia y paz y gozo de Espíritu Santo.

Si os aparejáis para recibir este huésped, es tan poderoso que hará que se regocije vuestro corazón. Si no queréis a Dios por Dios, veis aquí lo que trae, un reino trae consigo. San Pablo: Omnia vestra sunt, sive Paulus, sive Cephas, siv mundus, sive vita, sive mars, sive praesentia, sive futura. ¿Pensáis vos que es pobre? Tampoco creeréis esto: Todas las cosas son vuestras: la vida y la muerte, o San Pablo, o Apolo, lo presente, lo por venir; todo es vuestro. ¿Por qué llamáis pobre a un hombre que tiene todas las cosas? —De­cid, San Pablo, ¿cómo es todo eso nuestro? —Porque cuan­do dio el Eterno Padre a Jesucristo, su Hijo, omnia cum illo nobis donavit. Esta es la merced más alta; éste es el espejo en que te has de mirar, que nos dio Dios a su Hijo; y dice San Pablo: Si nos dio Dios a su Hijo, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? Si Jesucristo es nuestro, no os espan­téis que lo presente y lo futuro será nuestro. En esta merced se encierra todo. No os espantéis que los santos sean vuestros, que éste que viene a vuestras entrañas, Señor es de cielos y tierra y de ángeles y de todas las cosas. Paraos a pensar quién es el que quiere venir a vuestra alma, y así veréis cómo todas las cosas serán vuestras, quiero decir, que podréis usar de ellas para vuestra provecho; porque uno que tiene hacienda y no se aprovecha de ella para su provecho, sino que antes le sirve para lo llevar al infierno, éste, aun­que por derecho civil es suya la hacienda, pero no es señor de ella.

¿Sabéis quién es verdadero señor de la hacienda? Quien se aprovecha de ella para servir a Dios y provecho suyo y de sus prójimos. Señor de la muerte y de la vida, y de San Pedro y San Pablo, y de todo, es el que de todo se aprovecha. Si estás en gracia con Dios, aprovéchate del amigo y del enemigo, y del infierno para huir de él. De todo sacarás provecho. Y si os parece que es poco tener a Dios y con Él todas las cosas, ¿qué os parecerá mucho? No diga nadie: «No quiero ese huésped»; que con sólo venir paga bien la posada.

—Todo eso me parece, padre, poco para recibirlo. — ¡Oh bendito seas tú, Señor, y bendita sea tu misericordia! ¿No veis qué demanda? ¡Que os esté yo rogando: que quiere ve­nir Dios a vosotros; aparejadle la posada; y estemos pen­sando qué me dará! —Señor, ¿no hay otra cosa que me con­vide a recibirlo, sino eso?

—La mayor está por decir. Si tantos milagros no hu­biera habido, y si Dios no os diera lumbre de fe como Dios por vos? ¿Cuál es más, entregarse Dios en manos de sayones, para que le hagan tantas injusticias, o entregarse a los corazones de cuantos estamos aquí? Pues si se ¡entregó Cristo a la voluntad de los que mal le querían ¿no se entregará a los corazones de los que bien le quieren? ¡Señor, tanto me amaste, que te entregaste en manos de tus enemigos por mí! Plegue al Señor que lo creáis.

¡Qué alegre iría un hombre de este sermón si le dijesen: «El rey ha de venir mañana a tu casa a hacerte grandes mercedes»! Creo que no comería de gozo y de cuidado, ni dormiría en toda la noche, pensando: «El rey ha de venir a mi casa, ¿cómo le aparejaré posada?» Hermanos, os digo de parte del Señor que Dios quiere venir a vosotros y que trae consigo un reino de paz, como habéis oído. ¡Oh, bendita sea su misericordia y glorificado sea su santo nombre! ¿Quién os sabrá decir la salsa con que habernos de comer este manjar? ¡Cómo! ¿Que siendo él Dios y ofendido, y siendo nosotros hombres y ofensores, y siendo la ganancia del hospedaje nuestra, nos está rogando, y nosotros que lo desechemos?

¿Qué cosa es pensar que está Dios a la puerta de los corazones? ¿Pensáis que está lejos? A la puerta está llamando.

—¡Oh Padre! Que no es posible que esté tan cerca como dices, porque yo hice tal y tal pecado y lo eché muy lejos de mí, y está muy enojado conmigo.

—Yo estoy a la puerta y llamo, dice él. Si alguno me abriere, entraré. —¿Pensáis que es Dios como vos, que si os hacen un enojito, os persiguen, luego echáis al prójimo de vuestro amor? Y si os dicen: «Perdoná a fulano, porque Cristo os perdonó», decís: «No me lo mentéis delante de mí, si bien me queréis». ¿Cómo vos, que no queréis perdonar, pen­sáis que es así Dios? ¡Glorificado seas tú, Señor, que esto es lo que más captiva los corazones de los hombres! Dice el pecador cuando peca: «Ios de mí, Señor, que no os quie­ro». Y sálese Dios de casa y se pone a la puerta, y está lla­mando: Ábreme, esposa mía, amiga mía; yo me estaré aquí hasta que de compasión salgas a mí y me abras. No digo mentira en esto, que por compasión nos pide que le abra­mos.

Señoras monjas, a vosotras principalmente dice esto. ¿Qué quiere decir aquello que dice el Esposo en los Cantares: ábreme, hermana, que traigo mi cabeza llena de rocío, y mis cabellos llenos de gotas de la noche; sino: «Ábreme, ten compasión de mí»? ¿Qué cosa es pedir Dios posada por compasión? Está Dios a la puer­ta de tu corazón, diciendo: «Ábreme, que no tengo de ir de aquí hasta que me abras, babe compasión de mí». Esto es cosa para espantar. Y cuando un corazón tocado de Dios siente esto, no hay cosa que así lo captive de amores ni que así lo derrita. Y así decía San Agustín sintiendo esto: «Yo huía de ti, Señor, y tú andabas corriendo en pos de mí». Este amor tiene Dios con los pecadores, que aunque huyan de Él, va tras ellos. Y así dice Él por Jeremías: Si dimiserit vir uxorem suam et recedens ab eo duxerit virum alterum, num­quid revertetur ad eam ultra, numquid impolluta erit et im­maculata mulier illa? Tu autem fornicata es cum amatoribus multis; temen revertere ad me, dicit Dominus, et ego susci­piam te. Una mujer casada, etc. Pues tú, ánima, dice Dios, has fornicado con muchos amadores. Ecce loquutus es. Y ha­blaste palabras desvergonzadas y heciste malas obras. Ya fuis­te desvergonzada y quisiste ofenderme y saliste con ello; enojados estamos, ¿pero ha de durar el enojo para siempre? El mismo Hieremías (cap. ubi supra) dice: ¿Ha de du­rar para siempre el enojo? Vayan los enojos pasados por pa­sados, no me lastimes más, daca seamos amigos.

Las palabras que había de decir el ánima a Dios, dice Dios al ánima: ¿Has de perseverar para siempre? Sal ya, áni­ma; llámame, si no sabes llorar. Si miedo tienes por ti, ten confianza porque te lo mando yo. Si tus pecados te tienen la boca cerrada, dice Dios, yo te diré cómo me llames: Voca me: Pases meus es tu, et dux virginitatis meae. Llámame Padre mío y guía de mi virginidad. «Ya que ahora soy malo, acordaos, Señor, que en algún tiempo fui bueno; acordaos que cuando chiquito me bautizaron y fui vuestro y me señalaron con vuestra señal». Dímelo así; tráemelo a la memoria, cómo algún tiempo fuiste mío: llámame Padre mío, mío eres tú.

Mira, hermano, que si Dios manda que le llames, recibirte quiere; si Dios te dice cómo le llames, ¿cómo es posible que no te oiga? Veis aquí la infalible misericordia de Dios, que, aunque le hayamos ofendido, está a la puerta llamando, y aunque no le queramos recibir, nos está rogando que le abra­mos. ¡Qué cosa tan abominable será estar vuestro marido a la media noche a la puerta llamando: « ¡Abridme, señora, que vengo herido de una guerra, la cual tomé yo por amor de vos, que vengo de trabajar para vos! » ¿Cuál será la mujer tan mala que deje estar a su marido mucho a la puerta? ¿Quién es aquel que está dentro de vuestro corazón, porque no que­réis abrir a Dios? Con aquel amor con que por vos se puso en la cruz os está ahora rogando que quiere venir a vos. En vuestro corazón está llamándoos y rogándo[o]s que le abráis.

¿Cuál será aquel ciego y desdichado que ose decir. «No quiero recibir a Dios, no le quiero abrir»? ¿Quién está dentro en ti, que no quieres abrir a Dios? Algún rufián debes tener en tu casa, pues no quieres abrir a tu propio marido. ¡Si ese que llama y dice: «Esposa mía, que yo morí por ti y pasé por tu descanso muchos trabajos», es el mismo Dios! Alguna cosa contraria está dentro de ti, por cuyo amor no le quieres abrir. Ruégo[o]s que me digáis, ¿qué es aquello que tanto priva en vuestro corazón, que por ello no queréis recibir en él a Dios esta Pascua en vuestra casa?

No pueden morar mas si por ventura—lo que plegue a juntos Dios y el Dios que no sea—estuviese alguno en demonio este sermón, que predicándole de parte de Dios, que apareje posada para Él, la aparejase para el demonio, ¡cuál es él malo y peor que infiel, que por aparejar posada para Dios y celebrar su san­to nacimiento, adonde se comenzó el principio de nuestra re­dención, y habiendo de recibir en su corazón a Dios, se apareja para recibir al demonio! ¿Qué será si dice: «Esta Pascua tengo de jugar tantos ducados, y tengo guardados los dineros para jugar tantos días»? ¡Ah, desdichado de ti, por­que juegas porque es Pascua de Navidad!

[…]—¿Quién está en vuestro corazón, que impide que no en­tre Dios en vuestra ánima? —No, nadie, señor; que venga muy en buena hora. Vinieron aquéllos a preguntar a San Joán, y cuando dijo que no era ninguno de aquellos que ellos pen­saban, le dicen: Pues dinos quién eres para que respondamos a quien no envió. Dios me envió a deciros esto que os he dicho. ¿Qué me dices que le diga? ¿Qué responderé? ¿Lo queréis o no? Respóndeme que sí. Diré: Sí, que venga muy en hora buena.

Unos le llaman de corazón y otros de burla, no más de con la boca. Bien sé que los clérigos y las señoras monjas di­cen cada día muchas veces: Veni, Domine, et noli tardare. Plega a Dios que no sea sólo con la boca. Cosa abominable que llame uno con la boca a Dios y con el corazón esté diciendo­ que no venga; que le digáis: Señor, de burla le decía, no ven­gáis; pues no es Dios de burla, sino de verdad.

De verdad os digo: —¿Si queréis recibir a Dios esta Pascua? —Sí, quiero; pero con condición que huésped que tengo días ha en mi casa no lo eche fuera. —¿No habéis vergüenza, teniendo un pecado mortal en vuestra ánima, de llamar a Dios? ¿Queréis meter a Dios con su enemigo? Quien a Dios quiere, a Él solo ha de querer. Una navaja muy aguda ha de tener y cortar todo lo que hubiere que sea contrario a Dios, ahora sea honra, o hacienda, o mujer, o hijos, o cualquier otra cosa que fuere. Habéis de decir: piérdase todo y quede yo con Dios. De manera que quien quisiere recibir a Dios en su ánima ha de echar fuera de ella a todos sus ene­migos, y quien así no lo hiciere, quedarse ha sin Dios. No se pudo acabar que estuviese el arca de Dios y Dagón, ídolo de los filisteos, juntos en un altar, ¿y acabarse ha con Dios, que more donde hubiere pecado?, ¿que estén juntos El y el demonio? Habéis de asentar a Dios a la cabecera de la mesa y despedir a todo lo que le puede impedir la venida. Y así, si lo quisiereis, vendrá; y de otra manera, no lo esperéis.

Hay otro que dice: —Padre, yo lo recibiré de buena gana y le daré posada por esta Pascua; pero, después de pasada, tomarme he a mis costumbres. —Hermano, ¿ese pensamien­to tienes? Pues no hayas miedo que venga, que quien lo qui­siere recibir, ha de tener un propósito muy verdadero y fir­mísimo de no tomarle más a ofender.

¿Cómo prepararse? Una palabra para todos los que quisierais recibir a Dios esta Pascua: deseo de Dios—A Dios quiero, padre, ¿qué haré?—Si tenéis la casa sucia, barredla; y si hiciere polvo, sacad agua y regadla.

Algunos habrá aquí que habrá diez meses, por ventura más, que no habréis barrido vuestra casa. ¿Qué mujer ha­brá tan sin limpieza que, teniendo un marido muy limpio, esté diez meses sin barrer la casa? ¿Cuánto ha que os confe­sasteis? Hermanos, ¿no os rogué la cuaresma pasada que os acostumbraseis a confesaros algunas veces entre año? Sal­tan las Pascuas y días de Nuestra Señora y otras fiestas prin­cipales del año, y creo que lo debéis de tener olvidado. Ple­ga a Nuestro Señor que no os lo pongan por capítulo en el día del juicio, al tiempo de vuestra cuenta. Y si dijereis: «No lo supe, por eso no lo hice», deciros han: «Ya os lo dijeron, ya os lo vocearon, ya os lo sudaron, ya no aprovecha nada quebrarse la cabeza, ni lo quisisteis hacer». Hermanos, cada día pecamos. Si flojos habéis sido hasta aquí en barrer vuestra casa, tomad ahora vuestra escoba, que es vuestra memoria. Acordaos de lo que habéis hecho en ofensa de Dios y de lo que habéis dejado de hacer en su servicio, idos al con­fesor y echad fuera todos vuestros pecados, barred y limpiad vuestra casa.

Después de barrida, ande el agua para regarla. —No pue­do llorar, padre. —Y cuando muere vuestro marido o hijo se os pierde alguna poca de hacienda, ¿no lloráis? —Tanto, padre, que estoy para desesperar. —Pobres de nosotros, que, si perdernos una poca de hacienda, no hay quien te pueda consolar, y que te venga tanto mal como es perder a Dios —que eso hace quien peca—, y que tienes el corazón tan de piedra, que son menester acá predicadores y confesores y amo­nestadores para que me tornes una poca de pena! Y no basta esto, sino que estimas en más el real que pierdes que cuando pierdes a Dios. Que no haya quien te consuele, ni bastan frailes, ni clérigos, ni amigos, ni parientes en la nonada, ¿y que en lo que tanto pierdes no te entristezcas? ¿Qué es esto, sino que tienes tanta tierra en los caños que van del corazón a los ojos, que no deja pasar el agua, y porque amas poco a Dios, sientes poco en perderle?

—¿Qué hace que tengo el corazón duro y no puedo llo­rar? —De los tiempos aparejados que hay en todo el año, es éste para los duros de corazón. Tengan el tiempo santo en que estamos, tengan esta semana por tan santo tiempo como lo hay en todo el año. Es semana santa, y si esta semana gastáis bien gastada y os aparejáis como sabéis, cierto se os quitará la dureza del corazón.

—Padre, tengo el corazón duro, ¿qué haré? —Dice Dios: Yo traeré unos días en que os quitaré el corazón de piedra y os daré otro de carne. ¿Cuándo se hace esto? Cuando Ver­burn caro facturo est, cuando Dios se hizo hombre; cuando se hizo carne, da corazones de carne; cuando Dios se hizo tan tierno, cuando de aquí a ocho días veréis a Dios hecho niño, en un pesebre puesto, verlo hecho carne, y porque la carne es blanda, por eso está Dios blando, y no es mucho que os dé corazones blandos. Allegaos al pesebre y pedidle con fe: Señor, pues que tú te ablandaste, ablándame a mí [el] corazón. Y de esta manera sin ninguna duda os dará Dios agua para que reguéis vuestra casa llena de polvo. ¿Qué es menester más para el huésped que viene muerto de ham­bre y de frío y desnudo? Que busquéis qué coma y qué se vista, y que lo calentéis.

Decirme ha alguno:

—Padre, ¿ya no está reinando en el cielo? Ya no ha hambre, no siente desnudez.

—Hermanos, aunque esté en los cielos, en la tierra también está (no sólo en el Santísimo Sacramento), porque, aunque la Cabeza está en el cielo, el Cuerpo está en la tierra. Decid: Si os predicara yo ahora: esta Pascua vendrá Jesucristo, pobrecito, desnudo, como nació en Belem, a vuestra casa, ¿no lo recibiríais? ¿No tienes pobres en tu barrio? ¿No tienes desnudos a tu puerta? Pues si vistes al pobre, a Jesucristo vistes; si consuelas al desconsolado, a Jesucristo consuelas, que El mismo lo dice: lo que a uno de estos hiciéredes, a mí lo hacéis. No te mates ya diciendo: ¿Quién estuviera en Belem para recibir al Niño y a su Madre en sus entrañas? No te fatigues, que si recibieres al pobre, a ellos recibes; y si de verdad creyereis esto, andaríais más solícito a buscar quién hay pobre en esta calle, y os saltearíades unos a otros para desnudos, hartad los hambrientos, y no os contentéis con dar una blanca túnica o una cosa poca, sino dad limosnas en cuantidad, pues que así os lo da Dios; no seáis cortos en dar, pues Dios es tan largo en daros a vosotros; no deis blanquillas por Dios, pues que Dios os da a su Hijo a vosotros. Haced limosnas para recibir bien esta Pascua a Cristo.

Hermanos, este que viene es amigo de misericordia, hállenos con misericordia. —¿Falta alguna cosa, señor? —Sí, falta, y creo que es la más principal, y es que sepáis que el nombre de Jesucristo es el Deseado de todas las gentes. ¿Cómo entenderán esto las señoras monjas? ¿Cómo se llama Cristo? Desideratus cunais gentibus. ¡Qué lástima es ver que sea 'Dios poco amado y deseado, qué lástima es que tengáis un hijo enfermo y que le pongáis un capón aparado y con su lima, que él mismo se está comido, y que diga: «No puedo arrostrar ese manjar, quitadle allá y que se pierda»! Pues si es lástima que se pierda este manjar, ¡qué lástima será, para quien lo sintiere, ver que no sea amada y deseada aquella suma Bondad! Señor, ¿quién no se come las manos tras de ti y te desea noche y día? ¿Quién no pierde el sueño por ti? Mi ánima te desea de noche. Anima mea desiveravit te in nocte. Spiritu meo in praecordiis meis de mane vigilabo ad te, dice Isaías. De noche te deseó mi ánima y mis entrañas te desearon, y por la mañana me levantaré a alabarte; no estaré dormido en las vanidades de esta vida, sino por la mañana me levantaré a alabarte. ¡Oh, si supiesen los hombres cuán sabrosa música y alborada es a Dios levantarse un hombre de noche a desearle y por la mañana a alabarle! Los corazones se nos quebrarían. Una de las mayores faltas que hay en nosotros es no tener deseo de Dios. Porque el negro azor está harto de carne, aunque lo llame su dueño, no quiere venir. ¿Cómo sentís tan poco el deseo de Dios? Porque estáis hartos de carne mortecinas y de víboras? Me olvidé de comer mi pan. Si estáis hartos de pecados, ¿qué mucho que no tengáis hambre de Dios?

El nombre de Jesucristo es el Deseado de todas las gentes. Antes que viniese, deseado de todos los patriarcas y profetas; todos suspirando: ¡Señor, catad que os deseamos, venid a remediarnos! Deseado de la Sacratísima Virgen y deseado de todos. Beati omnes qui exspectant te, dice Isaías. Hermanos, si vinieren pecados esta semana, no los recibáis, decildes: «Andá que estoy esperando a un huésped». Si viniese alguno a que juguéis, decid: «No quiero, que estoy esperando que ha de venir Dios». Gran freno se ha puesto en su boca y en sus obras el que está esperando a Dios. Lo que has de ha­cer, suspirar por Dios. ¡Señor, tú solo mi bien y mi des­canso; fálteme todo y no me faltes tú; piérdase todo y no tú! Aunque me quieras quitar todo cuanto me quieres dar, dándome a ti no se me da que me falte todo.

Quiere Dios que le quieras tanto, como una mujer que está bien casada, que, aunque se pierda todo, se le da poco, como quede con su marido. ¿Tienes a Dios y estás penado porque te levantan testimonios? Dejó Dios su casa y a su madre, perdió su fama y vida y se puso en una cruz desnudo por ti, ¿y tú, con tener a Dios por tuyo, no dices que no te falta nada? ¿Qué dirá Dios? Me tienes a mí, ¿y no te con­tentas?

Dios viene a vosotros, el Deseado de todas las gentes. ¿Qué sabor tomáis en El? ¿No te sabe bien? No, pues, por falta de no hacerse sabroso. Anselmo: Dice el enfermo que no lo puede comer cocido, y porque te supiese mejor, fue Dios asado con tormentos; en fuego de amor en la cruz asan a Dios para que te sepa mejor a ti; porque tanto cuanto a El más le atormentan, más descanso es para ti. Sabroso fuera

Dios sin esto, mas porque te sepa a ti mejor, lo padece, por­que, considerando tú que lo padece por ti y por tu amor, mientras más padeciere, más sabroso te será. ¿Cómo no hallas sabor en Dios, muerto por ti? ¿Y no hallas tú sabor en El? Algún mal humor debes tener en el estómago; púrgalo, échalo fuera. Dice el enfermo: «Flaco estoy, córtenmelo, que no lo puedo partir». ¿Qué son los azotes, los clavos y la lanzada, sino partirle aquella carne santa, para que, mientras más ator­mentado, más sabroso te fuese?

Dios está enclavado por ti, ¿y tú no lo deseas? ¿No hallar sabor en un Dios muerto por ti? Algún pecado hay en ti que lo estorba, búscale, échalo fuera, y toda esta semana haz buenas obras; confesaos, haced limosnas, desead a Dios, suspira por El de corazón. Señor mío, según mi flaqueza os he aparejado mi pobre casilla y establo; no despreciéis vos, Señor, los lugares bajos, no despreciasteis el pesebre y el lu­gar de los condenados. Y por eso quiso El nacer en establo, para que, aunque yo haya sido malo y mi corazón haya sido establo de pecados, confíe que no me menospreciará. Señor, aunque yo haya sido malo, me he de aparejar, como he podido; con vergüenza de mi cara lo digo: «Aparejado tengo mi esta­blo; venid, Señor, que el establillo está barrido y regado. Establo soy, supla vuestra misericordia lo que en mí falta, provea lo que yo no tengo». Y si así os aparejásedes, sin ninguna falta verná.

Plega a su misericordia que de tal manera nos aparejemos, que El nazca en nosotros, que nos dé aquí su gracia y después su gloria. Amén.
(SAN JUAN DE ÁVILA, Sermones Ciclo temporal, Domingo III de Adviento, Ed. BAC, Madrid, 1970, pp. 52-67)



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Aplicacion: R.P. Alfonso Torres, S.J. - Predicación mesiánica del Bautista (San Lucas 3, 15-17)

Y como el pueblo estuviese en expectación, y todos recapacitasen en sus corazones acer­ca de Juan, si no sería él por ventura el Me­sías, respondió Juan, diciendo a todos: Yo, cierto, os bautizo con agua; empero viene el más fuerte que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de sus zapatos; Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego; cuyo bieldo en su mano, y aventará su parva, y allegará el grano en su troje; pero la paja la quemará con fuego inextinguible.

San Juan Bautista poseía con plenitud y perfección aquel conocimiento de Cristo nuestro Señor que San Ignacio describe con estas palabras: Conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre, para más amarle y servirle. El ambiente que le rodeaba, en general, era incapaz de tan alto conocimiento, pero él vivía mucho más arriba, en Dios, y en esa altura se sentía inundado de divina luz.

Lo sabemos por dos señales inequívocas, de las cuales es la primera su propia vocación y el modo como la siguió. Su vocac­ión era preparar los caminos al Mesías, dándole a conocer al pueblo judío en la medida que fuera posible. Dios, que no hace pues obras a medias, le comunicó un profundo conocimiento de Cristo, a quien debía anunciar. Y él respondió a su vocación con heroica fidelidad y la santidad de vida que vimos en una las últimas lecciones sacras.

La otra señal son ciertas expresiones que le brotaron incidentalmente de los labios y que llegan a lo más hondo del misterio de Cristo: a su divinidad y a su muerte redentora. Esas frases son destellos vivísimos de la divina luz que le iluminaba el alma.

Con todo, San Juan hubo de represar el deseo que le devo­raba de comunicar tan hondo conocimiento a su pueblo, porque éste, en general, no estaba dispuesto a recibirlo. Eran muchos los prejuicios y aberraciones que traían desviado al pueblo judío. Si el Bautista hubiera podido expansionar su corazón, sin entor­pecer su propio ministerio, le hubiéramos oído, no temo decirlo, profundidades como las de San Pablo.

La circunspección sobrenatural se lo impidió, y hubo de con­tentarse con elegir entre las altísimas verdades que conocía las que podían ser más provechosas para sus oyentes, supuesta la disposición espiritual en que éstos se encontraban, y las que me­jor podían prepararles para recibir otras verdades más altas.

En los versículos que acabamos de leer encontramos las en­señanzas mesiánicas que escogió para anunciarlas públicamente a su auditorio desde el principio de sus predicaciones.

Vamos a comentarlas con algún detenimiento, pero empece­mos por darnos cuenta del ambiente en que se predicaron, de­clarando la frase de San Lucas que dice así: Y como el pueblo estuviese en expectación y todos recapacitasen en sus cora­zones acerca de Juan, si no sería por ventura el Mesías...

Esta frase, que de intento dejamos incompleta, alude a las esperanzas mesiánicas que tenía el pueblo, y no será inútil que digamos unas palabras acerca de ellas.

Comencemos recordando que toda la historia del pueblo judío gira en torno del Mesías. Desde los tiempos de Abraham hasta los del último profeta, va esclareciéndose la promesa del Mesías sin cesar con revelaciones cada vez más explícitas, y esa promesa es la gran esperanza individual y nacional de los israelitas.

Sería una digresión superflua recordar ahora los textos bíbli­cos que confirman lo que estamos diciendo, pues nadie de nos­otros lo ignora.

Al llegar los tiempos evangélicos, esa esperanza era vivísima. Los autores que han investigado este punto, han recogido, para probar lo que acabo de deciros, numerosos testimonios de los libros apócrifos judíos que se escribieron antes del nacimiento de Jesucristo, y han comprobado que hasta en las obras donde me­nos podía esperarse, se habla de los futuros tiempos mesiánicos, si bien deformando el mesianismo de dos maneras, pues mientras unas veces se le da el sentido de una restauración política na­cional, seguida de todo género de prosperidades temporales, otras veces se interpreta como un acontecimiento meramente escato­lógico. El Mesías, según estos libros apócrifos, será un puro hom­bre, aunque extraordinario, y los títulos que le dan los libros santos son interpretados en sentido muy terreno. De la divinidad del Mesías y de su muerte redentora, no hay ni mención, aunque tan claramente las anunciaran, sobre todo la última, los antiguos profetas.

Forma vivo contraste con esta abundancia exuberante de los libros apócrifos la escasez de noticias acerca del Mesías que los investigadores observan en los libros rabínicos, y tratan de expli­carla diciendo que los rabinos estaban absorbidos por el estudio de las leyes, que no se preocupaban más que de la salvación in­dividual o que se habían contagiado de un espíritu cosmopolita. No parece que la escasez de textos rabínicos relativos al Mesías era tan grande como algunos investigadores dicen; pero, grande o pequeña, es sorprendente. ¿No será que esos textos se coleccionaron después de la predicación del Evangelio y los coleccio­nadores quisieron hacer la campaña del silencio en torno al Mesías, para no dar ocasión a que se pensara en el Mesías verd­adero, Cristo Jesús?

De todas maneras, a pesar de este silencio rabínico, en la masa del pueblo judío, las esperanzas mesiánicas eran tan vivas como en los libros apócrifos, y en general estaban tan desviadas como en ellos. El fanatismo que el pueblo desplegó alrededor de falsos mesías a medida que estos fueron apareciendo, es pues ­irrefragable de ello. Cuando Gamaliel habló ante el Sanhedrin para defender a los apóstoles, nombró a dos de esos falsos mesías, llamados Teudas y Judas el Galileo, que después de congregar fanáticos secuaces fracasaron trágicamente. Más aún, confrontando el texto de los Hechos de los Apóstoles con otro de Josefo, se llega la conclusión de que hubo dos falsos mesías, llamados con el mismo nombre de Teudas, separados por un largo espacio de tiempo.

Pero no es menester salir de los Evangelios para ver la viva expectación de que hablamos.

El episodio de los magos, con la consulta de Herodes a los príncipes de los sacerdotes y los letrados del pueblo, nos dice explícitamente que nadie miraba entonces con extrañeza, sino más bien como algo perfectamente natural. La venida del Mesías claramente nos hace ver cómo era esperado el Mesías, entre las personas devotas, el otro episodio del anciano Simeón y de Ana la profetisa. En las mismas conversaciones acerca de Jesús, que oiremos más adelante, la duda de que Él sea el Me­sías se apoya en varias razones aparentes, pero nunca se apela a que no han llegado los tiempos mesiánicos.

Todo esto que venimos diciendo, apuntándolo más bien que declarándolo, nos dice cuán caldeado de esperanzas mesiánicas es­taba el ambiente que rodeaba al Bautista. En ese ambiente no es extraño que al aparecer el Precursor se planteara la cuestión de si él era el Mesías esperado. Su vida austera y santa, su encen­dida predicación, la conmoción que había provocado y en espe­cial su anuncio del Reino de Dios, hacían presentir los tiempos mesiánicos. Las esperanzas, ya de antes vivas, debieron de transfor­marse en febril ansiedad al resonar la palabra del Precursor. Afa­nosamente agitados, lo natural es que todos se preguntaran, como acabamos de ver, si no sería Juan por ventura el Mesías.

Llegará un momento en que las autoridades de la sinagoga interrogarán oficialmente al Bautista sobre este punto, como nos cuenta San Juan, pero no esperó aquél a este interrogatorio oficial para poner a sus oyentes en la verdad. Recogiendo la cuestión que había en el ambiente, dijo a las muchedumbres lo que hemos leído en el pasaje de San Lucas que comentamos.

Sus palabras son de una humildad sencilla y profunda, y, por lo mismo, una prueba decisiva de su santidad. Suponed en él aunque no sea más que un dejo de ambición, y esas palabras no hubieran salido de su boca o por lo menos no hubieran sido tan limpias y netas. ¿No vemos en nuestra vida ordinaria cómo pro­ceden los ambiciosos y con qué arte dejan subsistir los equívocos que favorecen a sus ambiciones? Se les verá en tales casos un gesto de fingida modestia; guardarán un silencio enigmático; a lo sumo se les oirá una palabra ambigua; pero la negación sencilla o la palabra neta de la verdad no se les suele oír.

San Juan Bautista hizo mucho más que negar escuetamente. Empezó a descubrir la grandeza del Mesías, desviando hacia él la admiración de los oyentes. Yo cierto, bautizo en agua, empezó diciendo, empero viene el más fuerte que yo de quien no soy digno de desatar la correa de su zapato; Él os bautizará en Espí­ritu Santo y fuego.

Sin mucho discurrir, se ve que hay en estas frases dos com­paraciones, enlazadas entre sí. La una entre la persona del Mesías y la del Bautista, y la otra entre el bautismo de éste y el de aquél. La primera está expresada con una figura que los oyentes debieron entender con toda la fuerza que tenía, sin las expli­caciones que necesitamos nosotros. Supervivencia de costumbres antiguas, es el uso que conocen cuantos han visitado las mezqui­tas de Oriente, de descalzarse antes de entrar en ellas. A la puer­ta de las mismas suele haber un sirviente encargado de quitar calzado a los visitantes. San Juan alude al humilde oficio de sirvientes, para hacer ver la distancia que hay entre él y el Mesías. Él no es digno ni de hacer tan humilde servicio del Mesías que está para venir y mostrarse a su pueblo. Tan acertada esta figura, que se ha hecho popular en todas las lenguas. Todos los evangelistas la traen, aunque expresándola con leves divergencias verbales. San Mateo escribe: Y de él no soy digno de llevar los zapatos (Mt 3,11). El gráfico San Marcos dice como escribiendo: No soy digno de, abajándome, desatar la correa de su zapato (Mc 1,7). Y San Lucas dice como hemos oído y coincide con él San Juan, que escribe: De quien yo no soy digno de desatarle la correa del calzado (Jn 1,27).

Hay un género de humildad muy perfecto que consiste en reconocer los dones que se han recibido de Dios, sin peligro de vanidad. El alma, reconociéndolos con gratitud, sigue despreciándose a sí misma. Sólo quienes han muerto del todo a sí mismo, atizan estas alturas de virtud.

San Juan Bautista las alcanzó. Siendo más que profeta, conservó en su corazón, conservó su dulzura amorosa un profundísimo sen­timiento de su propia pequeñez. Es el sentimiento que ahora le broca con gozo de los labios. Más adelante nos dirá, con la bella imagen del amigo del esposo, cómo se gozaba en la gran­deza de Cristo. Y ya desde ahora nos lo dice implícitamente al acentuar con firmeza su propia pequeñez, para que resalte la gloria ­de Jesús. El amor le sacaba de sí para hacerle vivir en su divino Redentor, y deseando que todos participaran de su mismo amor, que era su dicha, les hacía mirar a Jesús y no a él. No quiere que las almas se distraigan ni un momento en quien sólo es voz que clama anunciando al Mesías. Quiere que todos, sin detenerse ni en el acento de la voz, se enciendan en deseos del que está para llegar.

Y a fin de lograrlo, después de comparar las personas, com­para las obras.

La obra culminante del Bautista, de donde le había venido el sobrenombre, era el bautismo. Los que oían sus predicaciones con docilidad y se resolvían a seguirlas, cambiando la vida de pecado por una vida virtuosa, ponían el sello a sus santos propó­sitos, bautizándose. Los frutos de la predicación se coronaban con el bautismo.

Pues esta obra tan significativa que expresaba simbólicamen­te la purificación de las almas por la penitencia, y hasta la pro­movía y alentaba, no podía compararse con el bautismo que había de instituir el Mesías. El Mesías, más fuerte y poderoso que Juan, con virtud divina, bautizaría en Espíritu Santo y fuego. No sería su bautismo como el de Juan, un símbolo sin interna eficacia para santificar a las almas; sino todo lo contrario. Por medio de él se comunicaría a los hombres el Espíritu Santo y serían transformados en hijos de Dios.

Como quien extrema la fuerza de las expresiones para dar a conocer la penetrante purificadora virtud del bautismo cris­tiano, San Juan dice que el Mesías bautizará en Espíritu Santo y fuego. La palabra fuego da un vigor singular a la frase, si se entiende rectamente.

Aunque se ha dado varios sentidos a esta palabra, y en par­ticular aunque se la ha mirado a veces como una alusión a las lenguas de fuego congregadas en el Cenáculo, la mejor inter­pretación parece ser entenderla metafóricamente. En el profeta Malaquías se lee: Porque El será como un fuego purificador y como la hierba de los bataneros. Y sentarse ha como para derretir y limpiar la plata, y purificará a los hijos de Leví, y los acrisolará como el oro y la plata (3,2-3). En estas palabras, como se ve, la acción purificadora de Dios se expresa con las dos metáforas de la hierba del batanero y del fuego que purifica los metales; pero más ampliamente con esta última. Pues un modo de hablar semejante emplea el Bautista, expresando la acción purificadora del bautismo cristiano con la metáfora del fuego. El bautismo nos da el Espíritu Santo y nos purifica como el fuego los metales. La purificación es tan profunda, que podrían aplicarse a ella las palabras que en Isaías dice el Señor a Israel: Et excoquam ad purum scoriam tuam, et auferam omne stannum tuum (Is 1,25), Y acrisolándote quitaré tu escoria y separaré de ti todo tu estaño. Un insaciable anhelo de pureza devorará al Mesías, y llevará a cabo su labor purificadora por el bautismo que instituirá.

Esta palabra del Bautista era de una actualidad palpitante cuando fue pronunciada. Iba contra dos corrientes espirituales igualmente erróneas que había entonces en el ambiente. La una era la de aquellos que veían reducida la misión purificadora del Mesías a destruir a los paganos y más en particular a limpiar de ellos a la ciudad santa de Jerusalén. La otra, la de aquellos que no veían otra purificación más que la legal y exterior, que pre­conizaban los fariseos. Ambos modos de pensar los rectifica el Bautista anunciando una purificación interior que obrará el Espí­ritu Santo en las almas, si se someten con docilidad al Mesías que llega. El futuro reino del Mesías será el reino de la santidad.

Por aquí se ve hasta qué punto la predicación del Bautista acerca del Mesías conmovía los quicios en que habían apoyado los rabinos sus enseñanzas, y volvía a la pura doctrina de los pro­fetas. Asombroso es contemplar hasta qué punto se había desca­rriado un pueblo enseñado con singular providencia por Dios Nuestro Señor; pero todavía es más asombroso ver con qué con­descendencia tan misericordiosa Dios le llama de nuevo, enseñándole la verdad por boca del Precursor. Ardua en sumo grado era la misión de éste, como que consistía en desvanecer unos ensueños de grandeza política, arraigados profundamente, y hacer que las almas sólo buscaran la santidad. Era mucho lo que había de demoler para que la luz divina pudiera llegar a los corazones. Pero el enviado de Dios no se arredró, y con fidelísima forta­leza emprendió esa labor demoledora, para abrir a las almas las radiantes perspectivas del Reino de Dios.

Había comenzado por humillarse para que resaltara más la gloria del Mesías, y con profunda humildad transmitió el altísi­mo conocimiento de la obra mesiánica que Dios le mandaba co­municar, sin mirar al semblante de ningún hombre.

Mas no se detuvo aquí, pues, a la vez que anunció la labor santificadora del Mesías, hizo fulgurar su acción justiciera. Aque­llas almas a quienes hablaba necesitaban convertirse —por eso les predicaba penitencia—, y para almas así, lo primero era desper­tar en ellas el temor de Dios. Por eso les habló del Mesías Juez.


Lo hizo con una breve y bella alegoría.

¿Quién de nosotros no ha visto en el tiempo de la trilla a nuestros campesinos aventando la parva en la era? Bieldo en mano van lazando a lo alto porciones de mies trillada para que la brisa se lleve la paja, mientras el dorado grano desciende limpio y va formando montones que son la alegría del campesino.

Pues esta bella imagen emplea San Juan aquí para hablar­nos de la justicia que hará el Mesías. El Mesías tiene el bieldo en la mano para aventar su parva y separar el trigo de la paja. La paja liviana, juguete de la brisa, son los malos; el buen trigo, denso y rico, son los buenos. Ahora todo anda confundido, como parva acabada de trillar, pero día llegará en que la justicia di­vina separe lo bueno de lo malo, como el trigo de la paja, sin que sea posible la confusión. Lo que haya en el fondo de las almas, virtudes o pecados, quedará patente, discriminado para siempre.

Hecha la discriminación, el Mesías recogerá el grano con so­licitud amorosa, como labrador cuidadoso, en su troje, que es el cielo, y arrojará la paja al fuego, al fuego inextinguible.

Con estas últimas palabras se rebasa la significación corrien­te de la figura empleada, y se descubre el terrible misterio de la eterna condenación, que con tan amorosa insistencia recordará después Jesús en sus predicaciones. Lo corriente es que la paja se destine en parte para el fuego y en parte para forraje. En nuestra triguera Castilla sólo se destina una parte de ella a ser quemada en las glorias, y en Palestina a cocer los alimentos. Pero el Mesías arrojará al fuego toda la paja de su era y, lo que es más, a un fuego inextinguible. El Bautista describe aquí el in­fierno con los mismos términos con que lo describirá después Cristo nuestro Señor. Es el fuego eterno con que la justicia di­vina castiga al pecador. No son únicamente los gentiles quienes serán castigados por la justicia divina, sino todos los pecadores, sean gentiles o judíos. Ante un auditorio de judíos, Juan amenaza con el infierno a quien no haga penitencia de los propios pe­cados.

Con este rasgo queda completada la imagen del Mesías que el Bautista presenta a la muchedumbre. Llegará un momento en que juzgará oportuno hablar de la divinidad de Cristo y de su muerte expiatoria; pero mientras ese momento llega, enseña a todos lo que más les urgía conocer acerca del Mesías, para pre­pararse a recibirlo dignamente.

El Mesías está por encima de toda grandeza humana. Nadie es digno siquiera de hacer el humilde servicio que hacen los últi­mos de los criados cuando descalzan a los visitantes a la entrada. Su misión está sobre toda misión que hayan tenido los más gran­des personajes de la historia, pues no consiste ni en hacer con­quistas terrenas ni en alcanzar grandezas humanas, sino en santificar a los hombres. Su poder santificador supera infinitamente a todo poder humano. Como supremo Juez hará definitivamente justicia, no sólo de las transgresiones que caen bajo la justicia humana, sino también de la maldad oculta en lo secreto del co­razón. Su sentencia tendrá consistencia eterna, lo mismo cuando acoja a los buenos en el cielo, que cuando arroje a los pecadores obstinados al fuego inextinguible del infierno.

En estas alturas se mueve la predicación mesiánica del Pre­cursor. Son las mismas alturas en que se moverá la predicación el divino Maestro. Trascienden tan divinas palabras todo lo tempo­ral y terreno, para elevar a las almas al conocimiento de lo eterno y celestial.

A encender esa luz y ese fuego se consagró el Santo Pre­cursor, y si no queremos dejar que se pierdan sus palabras en el vacío, como lo hicieron, según veremos, los fariseos y los es­cribas, esa luz y ese fuego hemos de procurar encender en nues­tras almas. A cada uno de nosotros nos anuncia el Bautista la grandeza de Cristo, su infinita virtud purificadora y santificadora, su justicia que castiga con el infierno y premia con el cielo, para que a Cristo busquemos y amemos con espíritu de penitencia por nuestros pecados, con hambre y sed de justicia y con hu­milde adoración. Vayamos a Cristo con renovado espíritu de fe y de amor, bendiciéndole por su infinita misericordia, por haber­se dignado venir a nosotros y comunicarnos su vida divina. Busque el mundo lo que quiera, en sus locos afanes, conténtense con las añadiduras las almas desgraciadas que viven apegadas a la vida presente; pero nosotros no descansaremos hasta conocer y amar a Jesucristo, como le conoció y le amó, como nos enseña a conocerle y amarle el Santo Precursor y como Él mismo desea, para nuestro bien, que le conozcamos y le amemos.
(ALFONSO TORRES, SJ, Lecciones Sacras I, Lección IV, Ed. BAC, Madrid, 1977, pp. 315-324)



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Ejemplos

Lo bueno, para ser bueno…
Es un criterio de muchos decir: Yo no robo ni mato, y quedarse tan tranquilos como si ya con esto lo hubieran hecho todo. Aun entre personas cultas se cree que con tener mucha compasión con los pobres, dar a manos llenas, no faltar al prójimo y contentarse con lo suyo, ya está agotada toda la virtud.
¡Como si los mandamientos de la Ley de Dios no fueran diez, y bastaran dos para salvarse!
No, mis hermanos, lo bueno para ser bueno lo ha de ser del todo; para lo malo basta cualquier cosa que falle.
En lo artificial, si en una rueda un diente sobresale, por buenos que estén los demás, la rueda se para.
En lo natural, si un poco de aire, que es la respiración, falta, por sano que esté todo el cuerpo, el cuerpo muere.
En lo militar, por más fuertes muros que cierren al enemigo la ciudad, si hay una puerta abierta, la ciudad está perdida.
En lo artístico, en una cítara una sola cuerda destemplada echa a perder toda la armonía.
¿Cómo no iba a realizarse esto en lo espiritual?
Con un mandamiento que falte, aunque todos los demás se cumplan, ¡el alma está perdida!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 166)

 

 

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