Solemnidad María Madre de Dios - Comentarios de Sabios y
Santos I: Preparemos con ellos la Acogida de
la Palabra de Dios proclamada durante la celebración eucarística del 1er día del
nuevo año (de precepto)
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Jesús anunciado por los
pastores (Lc 2, 15-20)
Comentario Teológico: San Juan Pablo II -
María, Madre de Dios
Santos Padres: San Agustín - La Virgen ha dado a
luz
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Santa
María Madre de Dios
Aplicación: Beato Columba Marmion - Santa María
Madre de Dios
Aplicación: Benedicto XVI - La Theotókos
Aplicación: P. J. Loring S.J. - María es la Madre de Dios
Falta un dedo: Celebrarla
con los comentarios de sabios y santos
Exégesis: Alois Stöger - Jesús anunciado por los pastores (Lc 2,
15-20)
15 Y cuando los ángeles los dejaron y se fueron al cielo, los pastores se
decían unos a otros: Pasemos a Belén, a ver eso que ha sucedido, lo que el
Señor nos ha dado a conocer. 16 Fueron con presteza y encontraron a María y
a José, y al niño acostado en el pesebre.
El mensaje que transmitió Dios no es sólo palabra, sino, al mismo tiempo,
acontecimiento: Mensaje que sucedió. Al acontecimiento sigue la palabra
notificante. Pablo confiesa: «A mí, el menor de todo el pueblo santo, se me
ha dado esta gracia: la de anunciar a los gentiles el Evangelio de la
insondable riqueza de Cristo y dar luz sobre la economía del misterio
escondido desde los siglos en Dios» (Efe 3:8s). La misma ley vige para Pablo
que para los pastores. «A mí, el menor… el Evangelio de la insondable
riqueza de Cristo… la economía del misterio» (la salvación que se da en
Cristo); esto se aplica a todos los mensajeros que dan a conocer la economía
y la realización de los divinos designios salvadores.
Una vez que los pastores hubieron recibido la buena nueva, habían de ser
también testigos de lo que vieron. Creyeron y pudieron luego ver con sus
propios ojos lo que habían creído. «Bienaventurada tú, que has creído…» Van
con presteza, como María, a cumplir el encargo de Dios. El ofrecimiento de la
salvación no sufre dilaciones. Los hombres comienzan a volverse hacia el
niño en el pesebre. En Jesús está la salvación y la gloria de Dios.
Los pastores encontraron lo que buscaban conforme al signo y mediante la
guía de Dios, que siempre guía de tal manera, que el hombre encuentra. Lo
que vieron con los ojos fue a María y a José, y al niño acostado en el
pesebre. Esto y nada más: nada de la madre virgen, nada de las grandezas que
había expresado acerca de este niño el mensaje del ángel. Pero vieron a este
niño, iluminados por la revelación de Dios. El signo de que la revelación de
Dios se ha hecho realidad histórica, está delante de ellos en María y José,
y en el niño acostado en el pesebre. El esplendor del Evangelio de navidad
viene de la interpretación divina del nacimiento histórico de Jesús, pero el
portador de este esplendor es el niño que ha nacido.
17 Al verlo, refirieron lo que se les había dicho acerca de este niño. 18 Y
todos los que lo oyeron quedaron admirados de lo que les contaban los
pastores. 19 María, por su parte, conservaba todas estas palabras en su
corazón y las meditaba.
¿Qué efecto produce la vista con fe del hecho salvador? Los pastores han
visto y refieren, dan a conocer lo que han visto. El contenido de su anuncio
es éste: Lo que se les había dicho acerca de este niño; el hecho histórico
del nacimiento de Jesús y las palabras que se les habían dicho acerca de
este niño. Así se efectúa siempre el anuncio, la proclamación del Evangelio:
«Os doy a conocer… el Evangelio…, que Cristo murió por nuestros pecados
según las Escrituras» (1Co 15:1-5).
No todos pueden ver con sus ojos el acontecimiento: sólo los testigos
predestinados por Dios (Cf. Hec 10:40-43). Los otros oyen el mensaje de
estos testigos. Como fruto inmediato del oír se recoge la admiración. Lucas
es el evangelista que con más frecuencia hace notar que los hechos y
palabras de Jesús despertaban admiración. El que experimenta la revelación
de lo divino, se admira, sea que con fe y temor reverencial se asombre ante
lo divino, o que admire lleno de presentimientos, o que rechace con crítica
y sin comprensión. El que se asombra cuando se le presenta la revelación
divina, todavía no cree: está en el atrio de la fe: ha recibido un impulso
que puede suscitar fe, pero también provocar duda. ¿Puede originar más que
asombro la predicación de los mensajeros de la fe? La decisión de creer es
asunto personal de cada uno.
También María recibe de los pastores un mensaje sobre su hijo. Lo que le
había dicho al ángel Gabriel y había sido confirmado por Isabel, es ahora
profundizado por los pastores. No sólo se asombra, sino que conserva todas
estas palabras en el corazón. Oyó la palabra de la manera que Dios quiere.
En ella cae la semilla en buena tierra. La semilla que cae en «la tierra
buena son los que oyen la palabra con un corazón noble y generoso, la
retienen y por su constancia dan fruto» (8,15). Constantemente oye María
algo nuevo sobre su niño. ¿Quién puede decir de una vez todas las riquezas
que encierra este niño, de modo que el hombre comprenda? La riqueza que está
contenida en la revelación de Cristo, sólo puede comunicarse cada vez por
partes. Pero las partes deben compararse y combinarse. La fe madura combina
los diferentes elementos, ordena y encuadra lo nuevo en lo que ya se posee.
Lo que experimentó María en la anunciación, en la visita a Isabel y en el
momento del nacimiento, fue para ella fuente inagotable de meditación, de
sus decisiones, de oración, de alabanza, de gratitud, de gozo y de
fidelidad. María es el prototipo de todos los que perciben la palabra y la
acogen como es debido, el prototipo de los creyentes y consiguientemente el
prototipo de la Iglesia, que acoge a Cristo con la fe y lo lleva en sí.
20 Y los pastores se volvieron, glorificando y alabando a Dios por todo lo
que habían visto y oído, tal como se les había anunciado.
Dios había elegido a éstos, los más pobres de todos, que estaban en vela,
para que recibieran el mensaje del nacimiento del Salvador. Los constituyó
en testigos del Mesías recién nacido y los pertrechó para que fueran
heraldos de la buena nueva. Ahora los hace volver a su vida cotidiana. Los
pastores se volvieron.
A partir de entonces glorifican y alaban al Señor. Dios actúa mediante la
venida y la acción de Jesús; pues Dios está con él. Realiza prodigios,
milagros y signos por medio de Jesús. El asombro por los grandes hechos de
Dios acompaña la entera vida de Jesús, en quien se reconoce la acción de
Dios. Cuando Jesús recorre Palestina irrumpe un júbilo de alabanza de Dios
(Luc 5:25s; Luc 7:16; Luc 9:43; Luc 13:13; Luc 17:15; Luc 18:42s). Incluso
cuando muere en la cruz y clama con gran voz: «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu», glorifica a Dios el centurión que lo había oído
(Luc 23:47). Con tal glorificación de Dios comienza y termina el Evangelio.
Después de la ascensión volvieron los discípulos a Jerusalén llenos de
alegría y glorificaban a Dios continuamente en el templo (Luc 24:53). Cuando
en la primitiva liturgia cristiana se hacían presentes los hechos de Jesús
mediante la palabra y la fracción del pan, los creyentes terminaban
respondiendo con alabanzas a Dios (Hec 2:47).
Una vez más se dejan notar los efectos de esta liturgia de la alabanza y de
la glorificación. Lo que habían visto y oído, tal como se les había
anunciado. Los hechos salvíficos y su interpretación divina, que forman el
centro del culto cristiano, llevan a la glorificación y a la alabanza de
Dios. Para esto se escribió el Evangelio de Lucas: para que Teófilo y con él
la Iglesia se persuadan de la certeza de aquello sobre lo que se les había
instruido y que en el culto cristiano se hace presente y se celebra: Dios
que causa la salud por Jesús.
Imposición del nombre (Lc 2, 21)
Con el ni��o Jesús se procede conforme a las disposiciones de la ley (Cf.
2,21. 22-24. 27.39). «Nació de mujer, nació bajo la ley» (Gal 4:4). En la
observancia de la obediencia a la ley se hace patente su gloria en la
circuncisión (Gal 2:21) y en el templo (Gal 2:22-39).
El camino del niño Jesús en el seno de su madre va de Nazaret, la pequeña e
insignificante ciudad de Galilea, donde fue concebido, a Belén, la ciudad de
David, donde nació -en pobreza y gloria-, y de allí a Jerusalén, a la ciudad
de su «elevación» (Gal 9:51). Con esto se llega al punto culminante del
relato de la infancia. La actividad pública de Jesús seguirá el mismo
camino: de Galilea a Jerusalén, donde muere y es glorificado.
Como Juan, en el momento de la imposición del nombre, es celebrado en las
palabras proféticas de su padre, así también Jesús adquiere todavía mayor
esplendor gracias al Espíritu Santo, que habla por boca del profeta y de la
profetisa. Juan es celebrado en casa de Zacarías, Jesús, en cambio, en el
templo. Jesús es mayor que Juan.
21 Cuando se cumplieron ocho días y hubo que circuncidar al niño, le
pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de ser
concebido en el seno materno.
Con su nacimiento fue introducido Jesús en la existencia humana («lo
envolvió en pañales»), en la estirpe de José, en el pueblo israelita, en la
historia de los pobres y de los pequeños, en la obligación de la ley...
La ley mosaica regula la vida del israelita, por días, semanas y años.
Cuando se cumplieron ocho días y hubo que circuncidar al niño, recayó sobre
Jesús por primera vez la obligación de la ley: Jesús era «obediente» (Flp
2:8).
El Evangelio no dice expresamente que se efectuó en Jesús la circuncisión.
El orden de la ley y su cumplimiento es el marco en que se desarrolla la
vida entera de Jesús. Con él se cumple la ley, se realiza su pleno sentido.
Con esta obediencia irrumpe lo nuevo y grande. A la circuncisión está ligada
la imposición del nombre. Dios mismo fijó el nombre de este niño pequeño. Se
le llamó como había dicho el ángel. Con el nombre fija Dios también la
misión de Jesús: Dios es Salvador. En Jesús trae Dios la salvación. «Jesús
pasó haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque
Dios estaba con él» (Hec 10:38).
(STÖGER, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje,
Herder, Barcelona, 1969)
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Comentario Teológico: Beato Juan Pablo II - María, Madre de Dios
1. La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador ha impulsado al
pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen santísima como a la Madre
de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios. Esa verdad fue
profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana,
como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto
de que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el concilio de Éfeso.
En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los discípulos la
conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más claro que
María es la Theotokos, la Madre de Dios. Se trata de un título que no
aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos se habla
de la "Madre de Jesús" y se afirma que él es Dios (Jn 20, 28, cf. 5, 18; 10,
30. 33). Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que
significa Dios con nosotros (cf. Mt 1, 22-23).
Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio escrito, los
cristianos de Egipto se dirigían a María con esta oración: "Bajo tu amparo
nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos
necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita"
(Liturgia de las Horas). En este antiguo testimonio aparece por primera vez
de forma explícita la expresión Theotokos, "Madre de Dios".
En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada como madre de
algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenía por madre a la diosa Rea.
Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del título
Theotokos, "Madre de Dios", para la madre de Jesús. Con todo, conviene notar
que este título no existía, sino que fue creado por los cristianos para
expresar una fe que no tenía nada que ver con la mitología pagana, la fe en
la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era desde siempre
el Verbo eterno de Dios.
2. En el siglo IV, el término Theotokos ya se usa con frecuencia tanto en
Oriente como en Occidente. La piedad y la teología se refieren cada vez más
a menudo a ese término, que ya había entrado a formar parte del patrimonio
de fe de la Iglesia.
Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que surgió en el siglo
V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título "Madre de Dios". En
efecto, al pretender considerar a María sólo como madre del hombre Jesús,
sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión "Madre de
Cristo". Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía
para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea
de la distinción entre las dos naturalezas ?divina y humana? presentes en
él.
El concilio de Éfeso, en el año 431, condenó sus tesis y, al afirmar la
subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única
persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios.
3. Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio nos brindan la
ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e interpretar
correctamente ese título. La expresión Theotokos, que literalmente significa
"la que ha engendrado a Dios", a primera vista puede resultar sorprendente,
pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre
a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina
de María se refiere solo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su
generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios
Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna
María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó
nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.
Así pues, al proclamar a María "Madre de Dios", la Iglesia desea afirmar que
ella es la "Madre del Verbo encarnado, que es Dios". Su maternidad, por
tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al
Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.
La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre
sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la
persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la
naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de
Dios.
4. Cuando proclama a María "Madre de Dios", la Iglesia profesa con una única
expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Esta unión aparece ya en el
concilio de Éfeso; con la definición de la maternidad divina de María los
padres querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo. A pesar de
las objeciones, antiguas y recientes, sobre la oportunidad de reconocer a
María ese título, los cristianos de todos los tiempos, interpretando
correctamente el significado de esa maternidad, la han convertido en
expresión privilegiada de su fe en la divinidad de Cristo y de su amor a la
Virgen.
En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la
realidad de la Encarnación, porque, como afirma san Agustín, "si la Madre
fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias
también las cicatrices de la resurrección" (Tract. in Ev. Ioannis, 8, 67).
Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa
grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión
"Madre de Dios" nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la
humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina.
Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de
Nazaret, proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación. En
efecto, Dios trata a María como persona libre y responsable y no realiza la
encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento.
Siguiendo el ejemplo de los antiguos cristianos de Egipto, los fieles se
encomiendan a Aquella que, siendo Madre de Dios, puede obtener de su Hijo
divino las gracias de la liberación de los peligros y de la salvación.
(BEATO JUAN PABLO II, Audiencia General del día miércoles 27 de noviembre de
1996)
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Santos Padres: San Agustín - La Virgen ha dado a luz
1. Un año más ha brillado para nosotros —y hemos de celebrarlo— el
nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; en él la verdad ha
brotado de la tierra; el día del día ha venido a nuestro día: alegrémonos y
regocijémonos en él. La fe de los cristianos conoce lo que nos ha aportado
la humildad de tan gran excelsitud; de ello se mantiene alejado el corazón
de los impíos, pues Dios escondió estas cosas a los sabios y prudentes y las
reveló a los pequeños. Posean, por tanto, los humildes la humildad de Dios
para llegar a la altura también de Dios con tan grande ayuda, cual jumento
que soporta su debilidad. Aquellos sabios y prudentes, en cambio, cuando
buscan lo excelso de Dios y no creen lo humilde, al pasar por alto esto y,
en consecuencia, no alcanzar aquello debido a su vaciedad y ligereza, a su
hinchazón y orgullo, quedaron como colgados entre el cielo y la tierra, en
el espacio propio del viento. Son, ciertamente, sabios y prudentes, pero
según este mundo, no según el que hizo al mundo. En efecto, si habitase en
ellos la verdadera sabiduría, la que es de Dios y es Dios mismo,
comprenderían que Dios pudo asumir la carne sin que él pudiese transformarse
en carne; comprenderían que él asumió lo que no era permaneciendo en lo que
era; que vino a nosotros como hombre sin separarse del Padre; que perseveró
junto al Padre en su ser y se presentó ante nosotros en el nuestro y que su
potencia reposó en un cuerpo infantil y no se sustrajo al esfuerzo humano.
Quien hizo el mundo entero cuando permanecía junto al Padre, él mismo es el
autor del parto de una virgen cuando vino a nosotros. La virgen madre nos
dejó una prueba de la majestad del hijo; tan virgen fue después de parirlo
como antes de concebirlo; su esposo la encontró embarazada, no la dejó
embarazada él; embarazada de varón, mas no por obra de varón; tanto más
feliz y digna de admiración cuanto que, sin perder la integridad, se le
añadió la fecundidad. Tan gran milagro prefieren aquéllos declararlo ficción
y no realidad. Así, por lo que se refiere a Cristo, hombre y Dios, como no
pueden creer lo humano, lo desprecian, y como no pueden despreciar lo
divino, no lo creen. Para nosotros, en cambio, el cuerpo humano que tomó la
humildad de Dios ha de sernos cosa tan grata como para ellos es abyecta, y
el parto virginal en el nacimiento humano, cosa tanto más divina cuanto más
imposible es para ellos.
2. Por tanto, celebremos el nacimiento del Señor con la asistencia y aire de
fiesta que merece. Exulten de gozo los varones, exulten las mujeres: Cristo
nació varón, pero nació de mujer; ambos sexos quedan honrados. Pase, pues,
ya al segundo hombre quien había sido condenado con anterioridad en el
primero. Una mujer nos indujo a la muerte: una mujer nos alumbró la vida.
Nació la semejanza de carne de pecado con la que se purificaría la carne de
pecado. Así, pues, no se culpe a la carne, más para que viva la naturaleza
muera la culpa, pues nació sin culpa para que renaciera en él quien se
hallaba en la culpa. Exultad, jóvenes santos, los que elegisteis seguir ante
todo a Cristo, los que no buscáis el matrimonio. No llegó hasta vosotros por
vía del matrimonio aquel a quien encontrasteis digno de seguimiento para
concederos menospreciar el camino por donde vinisteis vosotros. En efecto,
vosotros vinisteis mediante el matrimonio carnal, sin el cual vino él al
matrimonio espiritual. Y os concedió el menospreciar el matrimonio a
vosotros, a los que, ante todo, os llamó al matrimonio. En consecuencia, no
buscáis lo que fue origen de vuestro nacimiento, porque amáis más que los
demás a aquel que no nació de esa forma. Exultad, vírgenes santas: la virgen
os parió a aquel con quien podéis casaros sin corrupción alguna, vosotras
que no podéis perder lo que amáis ni concibiendo ni pariendo. Exultad,
justos: ha nacido el justificador. Exultad, débiles y enfermos: ha nacido el
salvador. Exultad, cautivos: ha nacido el redentor. Exultad, siervos: ha
nacido el señor. Exultad, hombres libres: ha nacido el libertador. Exultad
todos los cristianos: ha nacido Cristo.
3. El que, nacido del Padre, creó todos los siglos, consagró este día
naciendo aquí de una madre. Ni en aquel nacimiento pudo tener madre ni en
éste buscó padre humano. En pocas palabras: nació Cristo de padre y de madre
y, al mismo tiempo, sin padre y sin madre. En cuanto Dios, de padre; en
cuanto hombre, de madre; en cuanto Dios, sin madre, y en cuanto hombre, sin
padre. Pues ¿quién narrará su generación? Tanto aquélla, fuera del tiempo,
como ésta, sin semen; aquélla, sin comienzo; ésta, sin otra igual; aquélla,
que existió siempre; ésta, que no tuvo repetición ni antes ni después;
aquélla, que no tiene fin; ésta, que tiene el comienzo donde el fin. Con
razón, pues, los profetas anunciaron que había de nacer, y los cielos y los
ángeles, en cambio, que había nacido. El que contiene el mundo yacía en un
pesebre; no hablaba, y era la Palabra. Al que no contienen los cielos, lo
llevaba el seno de una sola mujer: ella gobernaba a nuestro rey; ella
llevaba a aquel en quien existimos; ella amamantaba a nuestro pan. ¡Oh
debilidad manifiesta y humildad maravillosa, en la que de tal modo se ocultó
la divinidad! Gobernaba con el poder a la madre, a la que estaba sometida su
infancia, y alimentaba con la verdad a aquella cuyos pechos le amamantaban.
Complete en nosotros sus dones el que no desdeñó asumir también nuestros
comienzos; háganos también hijos de Dios el que por nosotros quiso ser hijo
del hombre.
(SAN AGUSTÍN, Sermón 184, o.c. (XXIV), BAC, Madrid, 1983, pp. 3-6)
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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Santa María Madre de Dios
Terminamos ayer un año más. Sabemos que el mismo no ha de retornar. Para
aquellos que lo vivieron en amistad con Dios será un año de méritos, aunque
de igual forma habrá que decir con el Apóstol: "siervos inútiles somos",
hicimos lo que teníamos que hacer. Para aquellos que no lo vivieron en
amistad con el Señor, será bueno proponerse en el presente año, estrechar
verdaderos vínculos sobrenaturales con Jesús y con María, los únicos
vínculos salvadores.
Este es el momento de agradecimiento por un año más de vida, así como de
petición y de súplica por el que comienza. La Santa Madre Iglesia nos hace
mirar a Belén. Allí están la Madre y su Hijo. Vayamos una vez más,
juntamente con los pastores, hacia el pesebre, para aprender de ambos.
La Madre de Dios
¿Quién será capaz de captar plenamente la grandeza de esta Madre de Belén?
Cuenta la historia que cuando murió Filipo de Macedonia, padre de Alejandro
Magno, el orador que tuvo a su cargo el panegírico, al llegar al momento
culminante, exclamó: "Baste decir esto para tu gloria, que tuviste por hijo
a Alejandro". Con cuánta mayor razón se podrá decir, para exaltar la
dignidad de esta Madre: "Baste para tu gloria afirmar esto: que tuviste por
Hijo a Jesús". ¿Puede uno imaginarse una gloria más excelsa?
Este honor de ser la Madre de Dios, honor único e inconmensurable, hace de
María la Mujer más bendita de la humanidad y de todos los tiempos. Realmente
el Poderoso realizó en Ella grandes cosas...
Por esta razón el Doctor Angélico, admirado de la grandeza de tal Madre, no
dudó en decir que su grandeza era "quasi Infinita". Ella quedó ligada por
una relación única con el Niño: su maternidad qué hizo de Ella la Madre de
Dios. En María no se verifica otro título más grande que éste: Todas las
otras prerrogativas que adornan a su persona, tienen como fundamento ésta:
su maternidad divina.
El Paraíso original, grandiosamente proyectado por Dios, lleno de agua,
flores y frutos de toda especie, fue creado por puro amor, para que en él
habitase Adán. Aquel primer Paraíso es figura de este nuevo Paraíso viviente
que es María Santísima. Ella es el universo nuevo paradisíaco, creado por el
amor de Dios, para que en él se recreara y habitara el nuevo Adán: Cristo
Jesús. María es la inundada de gracia, la llena de flores por sus virtudes,
la colmada de frutos por sus méritos; es, en síntesis, la delicia de Jesús,
a punto tal que el Hijo puede decir con sus labios humanos: este Paraíso es
mío, porque es mi Madre.
¡Cuán grandiosa la figura de María! Su única razón de existir fue la de ser
Madre de Dios. La idea primera del Padre fue dar a su Hijo una Madre; no
porque ello fuera absolutamente necesario, si bien quiso que así fuese en
orden a la salvación de los hombres. Admiremos este Misterio: Dios resolvió
depender del ftat de une creatura para realizar la obra restauradora. Todas
las cosas creadas, incluso el hombre, rey del cosmos, dependen en su
existencia de las tres Divinas Personas, quienes en el principio se movieron
por Amor para llevar a cabo la Creación. Pero habida cuenta del pecado,
para la recreación del hombre, quiso la Santísima Trinidad contar con la
ayuda y colaboración de una persona humana.
Asociada por designio divino a la obra redentora, María pasa a ser la
representante de toda la humanidad para decir sí al plan de Dios. De alguna
manera, todo depende de Ella en el momento de la Encarnación. El universo
entero está pendiente, como en vívido suspenso, de su sí a Dios. La
Santísima Trinidad prevé este fíat; los ángeles silencian al cosmos para
oírlo; y los hombres, inconscientes por aquel entonces de este momento
crucial, hoy felicitan a María por su respuesta.
María, la siempre Virgen, es llamada por los evangelios "la Madre de Jesús",
y aclamada por Isabel, divinamente inspirada por el Espíritu Santo, como la
"Madre de mi Señor". Así es Ella, la Madre de Cristo por obra del Espíritu
Santo. Por eso la Iglesia confiesa que es verdaderamente Madre de Dios: la
"theotokos". He ahí su grandeza, he ahí su real dignidad.
Por eso tanto el Padre eterno como la Madre humana de Jesús pueden afirmar
ambos: "Tenemos un mismo Hijo en común". Aquello que dice el Padre a través
del salmo: "Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy", también lo pudo decir
María Santísima el día de la Anunciación. Por que Ella dio su carne al Hijo
de Dios, queda en relación de Maternidad divina con el Hijo de Dios.
La Madre de la Iglesia
El pensamiento único del Padre es el Verbo y en Él todas las cosas. En este
pensamiento se incluye a Jesús, en cuanto Verbo hecho carne, y a María su
Madre. Ella fue querida desde toda la eternidad para ser Madre del Verbo
Encamado. Y por ser Madre de la Cabeza de la Iglesia, lo es también de su
Cuerpo Místico.
Una de las mejores figuras de la doble maternidad de María es la de Raquel,
esposa de Jacob. El hijo de Raquel, José, que fue vendido por sus hermanos,
llegó después a la cumbre de la gloria y resultó salvador de sus propios
hermanos y de todo el pueblo de Israel. El Hijo de María, vendido también
por treinta monedas, y crucificado por sus hermanos, gracias a la
Resurrección fue supremamente exaltado, logrando un Nombre sobre todo
nombre, y así resultó Salvador de sus hermanos y de todo el género humano.
Raquel, al dar a luz a su primogénito, experimentó gozo y alegría, de manera
semejante María Santísima, al dar a luz a Jesús no padeció ningún dolor,
sino sólo gozo. La misma Raquel, al dar a luz a su hijo menor Benjamín,
experimentó grandes dolores, por lo que lo llamó Benoní, o sea hijo del
dolor; de manera análoga María, al dar a luz al pie de la Cruz a toda la
Iglesia, experimentó gravísimos sufrimientos. Nosotros que conformamos el
Cuerpo Místico, hemos costado a nuestra Madre dolores indecibles en el drama
de la Pasión.
Desde la Cruz el Señor nos entregó a su Madre por Madre nuestra en la
persona de San Juan. Y desde entonces el discípulo amado la recibió en su
casa. Así también hemos de hacer nosotros: recibir a María como Madre en
nuestros hogares, en nuestro corazón.
María es Madre del Cristo Total, esto es, de la Cabeza y de sus miembros.
"Es verdaderamente la Madre de sus miembros –enseña San Agustín– porque
colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de
aquella cabeza".
Gracias a la maternidad de María, el Padre suscitó hijos en el Hijo. Gracias
a la maternidad de María, el Espíritu Santo congregó a los hombres para
formar un solo cuerpo. Por la maternidad de María, el Hijo de Dios se
encontró con una multitud de hermanos que vienen de su propia vida divina.
¡Cuán grande es el oficio de esta Madre a los ojos de Dios!
La misión de la mujer
En la historia de los pueblos es dable constatar la influencia Que
frecuentemente tuvieron las mujeres en la obra de la evangelización. En las
Galias, por ejemplo, fue Clotilde la que convirtió al rey Clodoveo. En
Italia, Teodolinda hizo bautizar a su hijo; la conversión de Italia del
norte se debe a la acción de esta mujer. Teodosia, en España, fue la que
logró la conversión de Leovigildo. Unos veinte años más tarde, hacia el 597,
Berta de Kent, en Inglaterra, conseguiría que el rey Etelberto se hiciera
bautizar. También en Rusia la primera bautizada fue Olga, la princesa de
Kiev. Más tarde los países del Báltico deberán su conversión a Eduviges de
Polonia. Vemos que en todas partes este acontecer se repite. Quizás la
Providencia siguió su plan inaugural. Por una Mujer entró la Salvación al
mundo; por tantas mujeres católicas, se fundamentaron las distintas patrias
en la fe de Jesucristo.
A la luz de la maternidad de María parece oportuno ahondar en el verdadero
significado de la misión maternal. La mujer, como María, está llamada a ser
madre. Desde que la Virgen Santísima santificó la maternidad no se puede
hablar de la madre sino en un sentido mariano. Las mujeres cristianas no
conciben a sus hijos de la misma manera que lo hacen los paganos. Una mujer
cristiana sabe que el hijo que conciba será futuro hijo de Dios. Dará a luz
a un futuro templo del Espíritu Santo. Por esto mismo ella queda ligada a la
exigencia de educarlo según la fe. Este es y debe ser el propósito grande de
los padres.
La reestructuración de la humanidad dependió del fíat de María Santísima. La
conversión de muchos estados a la fe dependió del grupo de mujeres
decididas que abrazaron con entusiasmo la causa evangelizadora. Así como
del sí de María se derivaron consecuencias trascendentes, de manera
semejante grandes cosas dependerán del sí de la mujer en su cometido
maternal y cristiano, dependerá quizás la restauración de la Patria y la
superación de la crisis de la Iglesia. Por eso la madre encuentra su
paradigma en la Madre del Señor.
Es cierto que la vida moderna exige a veces que la mujer tenga que salir de
su hogar para buscar el sustento, ayudando de esta Manera a su marido. Pero
debe ser consciente de que su misión como madre es insustituible. No reside
en el mero bienestar material el pleno desarrollo de sus hijos. Será
preferible vivir en pobreza, pero resguardando lo principal para su prole.
Lo primero es buscar el Reino de Dios, luego todo lo demás vendrá como
añadidura.
Belén es el espejo donde debe reflejarse toda familia cristiana: "Navidad es
la gran fiesta de las familias –decía Juan XXIII–. Jesús al venir a la
tierra para salvar a la sociedad humana y para de nuevo conducirla a sus
altos destinos, se hizo presente con María su Madre... La gran restauración
del mundo comenzó en Belén; la familia no podrá lograr más influencia que
volviendo a los nuevos tiempos de Belén".
¡Cuánto puede el poder de Dios, que ha transformado un establo perdido en el
campo y escondido a los ojos de tantos, en un verdadero cielo! ¡Cuánto puede
su Omnipotencia que hizo de una Mujer su propia Madre! Hemos de ponderar,
como María, todas estas cosas en nuestro corazón, y dejamos maravillar por
ellas como los pastores.
Comencemos serenos y confiados a desgranar los días de este año que se
inicia. Hagámoslo de manos de María Santísima, Nuestra Madre. Ella sabrá
protegernos y bendecimos. Acudamos taus brazos con la confianza de un
verdadero hijo, y juntamente con los pastores, permanezcamos en un continuo
Belén.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C,
Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, PP. 43-50)
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Apllcación: Beato Columba Marmion - Santa María Madre de Dios
Por cualquier parte que dirijamos la mirada de nuestra fe considerando este
comercio, y sean cuales fueren los detalles en que nos fijemos, siempre nos
parecerá admirable.
¿Acaso no es admirable el parto de una Virgen? Natus ineffabilier ex
virgine. Una madre jovencita ha dado a luz al Rey cuyo nombre es eterno,
uniendo la honra de la virginidad a las alegrías de la maternidad: nadie
antes de ella vio tal prodigio, ni verá tampoco después otro semejante. ¿Por
qué me admiráis, Hijas de Jerusalén? El misterio que en mí veis realizado es
del todo divino”.
Admirable, por cierto, se nos presenta esta unión indisoluble, aunque sin
confusión de la divinidad y de la humanidad en la persona única del Verbo:
Mirabile mysterium: innovantur naturae. Admirable es este trueque divino,
por los contrastes que caracterizan su realización: Dios nos da parte en su
divinidad, si bien la humanidad que Él toma para comunicarnos su vida
divida, es débil y flaca, sensible al dolor, homo sciens infirmitatem (Is.
53,3), accesible a la muerte, para que esta muerte nos devuelva la vida.
Admirable es este cambio en su origen, que no es otro sino el amor infinito
que Dios nos profesa. Sic Deus dilexit mundum, et suum Filius Unigenitum
daret (Jn 3, 16). Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito.
Dejemos rebosar' de gozo a nuestras almas, cantando con la Iglesia: Parvulus
natus est nobis et Filius datus est nobis
Mas ¿de qué modo se nos hace esta donación? “En semejanza de carne
pecadora”. Por eso el amor que nos da en nuestra humanidad pasible con el
fin de expiar el pecado, es un amor sin límites ni medida. Propter nimiam
caritatem tuam, qua dilexit nos Deus, misit Filium suum in similitudinem
carnis peccati.
Admirable, es, por fin este cambio en sus frutos y efectos, pues por él,
Dios nos devuelve su amistad y con ella el derecho de entrar en posesión de
la herencia eterna, mirando de nuevo a la santa humanidad de su Hijo con
amor y agrado infinitos. —De ahí que el gozo es uno de los sentimientos más
característicos de la celebración de este misterio. Invítanos
constantemente la Iglesia a la alegría, recordando las palabras del Ángel a
los pastores: “Vengo a traer una nueva de grandísimo gozo para todo el
pueblo, y es que hoy os ha nacido el Salvador" (Lc 2, 10-11). Este gozo es
el gozo de la libertad, de la herencia reconquistada, de la paz nuevamente
encontrada, y, sobre todo, de la visión de Dios mírelo, comunicada a los
hombres: Et vocabitur nomen ejus Enmanuel (Is. 7, 14) . Y no será gozo
seguro, si no permanecemos firmes en la gracia que nos viene del Salvador, y
nos constituye en hermanos suyos.
Reconoce ¡oh cristiano, tu dignidad!, exclama San León en un sermón que lee
la Iglesia en esta santa noche: Agnosce, o christiane, dignitatem tuam, y
una vez hecho participante de la divinidad; ¡guárdate bien de decaer de tan
sublime estado!
¡Si conocieseis el don de Dios, decía Nuestro Señor, si supieseis quién es
el Hijo que os ha sido dado! ¡Si le recibieseis sobre todo cual Él se
merece! No se diga de nosotros: In propria venit et sui eum non receperunt:
“Vino a sus propios dominios, y los suyos no le recibieron".
Todos somos, por efecto de la creación, del dominio divino y pertenencia
suya; pero hay quienes no quisieron recibirle en este mundo. ¿Cuántos
judíos y paganos rechazaron a Cristo tan sólo por verle en la humildad de
una carne pasible! Almas sumidas en las tinieblas del orgullo y de los
sentidos: Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt!
Pues ¿cómo hemos de recibirle? Con fe: His qui credunt in nomine ejus.
Aquellos que creyeron en su persona, en su palabra, en sus obras, aceptaron
a este Niño como Dios, y por Él les fue dado ser hijos de Dios: Ex Deo nati
sunt.
Tal es, en efecto, la disposición fundamental en que debemos estar para que
este admirable comercio produzca en nosotros todos sus frutos. Únicamente
la fe nos hará conocer los términos y el modo con que se realiza, y ahondar
en las profundidades de este misterio: ella sola nos dará el conocimiento
verdadero y digno de su Dios.
“El buey y el asno conocieron a su amo", escribía Isaías (Cf. Is 1,3),
columbrando ya este misterio. Esos brutos veían al Niño reclinado en el
pesebre, pero sólo como lo podía ver un animal: veían, su color, los
movimientos del Niño, etc.: conocimiento, al fin, muy rudimentario, que no
rebasó los límites de la ruda sensación, sin trascender más allá de lo que
alcanzan los sentidos. Los transeúntes y cuantos llevados por la curiosidad
se aproximaron a la gruta, vieron, sí, al Niño, mas les pareció una de
tantas criaturitas, no descubriendo en Él nada de extraordinario y
sobrenatural.
Acaso les causó admiración la hermosura singular del Niño, tal vez se
compadecieron de su pobreza y desnudez, mas este sentimiento no fue muy
profundo, y pronto lo vemos reemplazado por la indiferencia.
Allí se hallaban los pastores en su sencillez de corazón ilustrados por
celestial resplandor: Claritas Dei circumfulsit illos (Lc 2,9) , y sin duda
le comprendieron mejor, reconociendo en aquel Niño al Mesías prometido y
deseado: Expectatio gentium (Gen. 49, 10) ; y tributáronle los homenajes de
sus fe y de amor, con que almas quedaron henchidas por mucho tiempo de santa
paz y de alegría.
Los ángeles asimismo, contemplaban al recién nacido, en el que veían a su
Dios; al verlo se llenaban de estupor y admiración, considerando tan
incomprensible abatimiento, pues no quiso unirse a su naturaleza: Nusquam
angelos, sino a la humana, sed semen Abrahae apprehendit. ( Heb. 2, 16).
¿Qué diremos de la Virgen cuando miraba a Jesús?
¿Cómo penetraba aquella mirada tan pura, tan humilde, tan tierna, tan llena
de complacencia, en lo más recóndito de aquel misterio! No hay palabras para
describir los esplendores divinos con que el alma de Jesús inundaba entonces
el alma de su Madre, y las sublimes adoraciones, los perfectos homenajes,
tributados por todos en Dios, en todos los estados y misterios cuya
sustancia y raíz es la Encarnación.
Finalmente, se puede considerar al Padre Eterno mirando a su Hijo hecho
carne por nosotros —si bien esto es inenarrable y excede a toda humana
inteligencia.— El Padre celestial veía lo que jamás hombre alguno, ni ángel,
ni siquiera la misma Virgen podrán jamás comprender: veía las perfecciones
infinitas de la divinidad, ocultas bajo los velos de la infancia y esta
contemplación era venero de un gozo indecible: "Tú eres mi Hijo, mi Hijo muy
amado, el Hijo de mi amor, en quien tengo puestas todas mis complacencias"
(Mc. 1, 11; Lc. 4, 22).
Cuando contemplamos en Belén al Verbo encarnado, debemos elevarnos sobre
nuestros sentidos, para no mirar sino con los ojos de la fe, la cual nos
hace participantes, aún desde esta vida, del conocimiento que mutuamente se
comunican las Personas divinas, sin que en este concepto haya exageración
alguna. En efecto, la gracia santificante nos hace partícipes de la
naturaleza divina. Ahora bien, la actividad de la naturaleza divina consiste
en el conocimiento y amor recíproco de las Personas divinas; luego
participamos de su mismo conocimiento. —Y así como la gracia santificante,
al dilatarse en la gloria, nos dará el derecho a contemplar a Dios como Él
es, de igual manera, en este mundo, por entre las penumbras de la fe, la
gracia nos permitirá penetrar con los ojos de Dios en las reconditeces de
sus misterios. Lux tuae claritatis infulsit.
Cuando nuestra fe se aviva y perfecciona, no se detiene en lo exterior, en
la corteza del misterio, sino que se interna en lo más secreto para
contemplarlo con ojos divinos; pasa por la humanidad para penetrar hasta la
divinidad, que aquélla unas veces encubre y otras nos manifiesta, y así
vemos los misterios divinos en la luz divina.
Pasmada al considerar tamaña humillación, cae de hinojos el alma vivificada
por esa fe, se entrega sin reserva, ansiosa de procurar la gloria de un
Dios que, por amor a sus criaturas, oculta, bajo el velo de la humanidad,
la magnificencia de sus insondables perfecciones. Adórale; no descansa hasta
haberle adueñado de todo y aún de sí misma, a trueque de llevar a cabo el
cambio que quiere contratar con ella; hasta que no se lo someta todo, su ser
y su actividad, a este su Rey pacífico, que viene con tanta magnificencia a
salvarla, a santificarla y, en cierto modo a deificarla.
Acerquémonos, pues, al Niño-Dios, con fe ardiente, y sin echar de menos el
no haber vivido en Belén para recibirle, pues Él mismo se nos entrega
realmente en la Sagrada Comunión, aunque nuestros sentidos no le
reconozcan. En el tabernáculo y en el pesebre encontrarnos el mismo Dios,
llenó de poder y majestad, el único Salvador lleno de bondad:
Ahora bien, si nosotros queremos, todavía se reproducirá el ''admirable
comercio'', pues también en la sagrada mesa nos infunde Jesucristo la vida
divina mediante su humanidad. Porque al comer su cuerpo y beber su sangre,
uniéndonos a su humanidad, bebemos en la fuente misma de la vida eterna: Qui
manducat meam, carnem, et bilit meum sanguinem, habet vitam aeternam (Jn 6,
55).
De este modo, cada día se estrechará más y más la unión entre Dios y el
hombre por el misterio de la Encarnación. Al dársenos en la Comunión,
acrecienta Jesucristo en el alma fiel y generosa la vida de la gracia, que
se vuelve más activa y se desarrolla pujante y vigorosa, confiriéndole
además las prendas de aquella feliz inmortalidad cuyo germen es la gracia, y
en la que el mismo Dios se nos comunicará en toda su plenitud y descorridos
todos los velos: Ut natus hodie Salvator mundi, sicut divinae nobis
generationís est auctor, ita et immortalitatis sit IPSE largítor .
Este será el coronamiento, magnífico y glorioso, del inefable comercio
inaugurado en Belén, en medio de la pobreza y las humillaciones del establo.
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, PP. 162-167)
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Aplicación:
Benedicto XVI - La Theotókos
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades
mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en María, Madre
de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la
Theotókos, la "Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de
los siglos" (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el
Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la
circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a
Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del "pueblo nuevo" por medio de
María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con
tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo,
y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen
gentium, 60-61).
Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que nos
ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación inaugurada por
Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo precisamente por medio
de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que acabamos de escuchar, el
apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació "de una mujer" (cf. Ga 4, 4).
En la liturgia de hoy destaca la figura de María, verdadera Madre de Jesús,
hombre-Dios. Por tanto, en esta solemnidad no se celebra una idea abstracta,
sino un misterio y un acontecimiento histórico: Jesucristo, persona divina,
nació de María Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.
Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de
María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de
manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es
madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida
uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal
como nos lo presentan los Evangelios. María, Madre de Cristo, es también
Madre de la Iglesia, como mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI
proclamó el 21 de noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II. María
es, por último, Madre espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz
Jesús dio su sangre por todos, y desde la cruz a todos encomendó a sus
cuidados maternos.
Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos de
las manos de Dios como un "talento" precioso que hemos de hacer fructificar,
como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios.
En este clima de oración y de gratitud al Señor por el don de un nuevo año,
me alegra dirigir mi cordial saludo a los ilustres señores embajadores del
Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han querido participar
en esta solemne celebración.
(Saludo cordialmente al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado.
Saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a los componentes del Consejo
pontificio Justicia y paz, expresándoles mi profunda gratitud por el empeño
con que promueven a diario estos valores tan fundamentales para la vida de
la sociedad. Con ocasión de la actual Jornada mundial de la paz, dirigí a
los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los
hombres y mujeres de buena voluntad, el tradicional Mensaje, que este año
tiene por tema: "La persona humana, corazón de la paz".)
Estoy profundamente convencido de que "respetando a la persona se promueve
la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico
humanismo integral" (Mensaje, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Este compromiso compete de modo
peculiar al cristiano, llamado "a ser un incansable artífice de paz y un
valiente defensor de la dignidad de la persona humana y de sus derechos
inalienables" (ib., n. 16). Precisamente por haber sido creado a imagen y
semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27), todo individuo humano, sin distinción de
raza, cultura y religión, está revestido de la misma dignidad de persona.
Por eso ha de ser respetado, y ninguna razón puede justificar jamás que se
disponga de él a placer, como si fuera un objeto.
Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes; ante las
situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias regiones
de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a menudo olvidados
por la mayor parte de la opinión pública; y ante el peligro del terrorismo,
que perturba la seguridad de los pueblos, resulta más necesario que nunca
trabajar juntos en favor de la paz. Como recordé en el Mensaje, la paz es
"al mismo tiempo un don y una tarea" (n. 3): un don que es preciso invocar
con la oración, y una tarea que hay que realizar con valentía, sin cansarse
jamás.
El relato evangélico que hemos escuchado muestra la escena de los pastores
de Belén que se dirigen a la cueva para adorar al Niño, después de recibir
el anuncio del ángel (cf. Lc 2, 16).
¿Cómo no dirigir la mirada una vez más a la dramática situación que
caracteriza precisamente esa Tierra donde nació Jesús? ¿Cómo no implorar con
oración insistente que también a esa región llegue cuanto antes el día de la
paz, el día en que se resuelva definitivamente el conflicto actual, que
persiste ya desde hace demasiado tiempo? Un acuerdo de paz, para ser
duradero, debe apoyarse en el respeto de la dignidad y de los derechos de
toda persona.
El deseo que formulo ante los representantes de las naciones aquí presentes
es que la comunidad internacional aúne sus esfuerzos para que en nombre de
Dios se construya un mundo en el que los derechos esenciales del hombre sean
respetados por todos. Sin embargo, para que esto acontezca, es necesario que
el fundamento de esos derechos sea reconocido no en simples pactos humanos,
sino "en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de
persona creada por Dios" (Mensaje, n. 13).
En efecto, si los elementos constitutivos de la dignidad humana quedan
dependiendo de opiniones humanas mudables, también sus derechos, aunque sean
proclamados solemnemente, acaban por debilitarse y por interpretarse de
modos diversos. "Por tanto, es importante que los Organismos internacionales
no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso
los pondría a salvo del peligro, por desgracia siempre al acecho, de ir
cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos" (ib.).
"El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te
conceda la paz" (Nm 6, 24. 26). Esta es la fórmula de bendición que hemos
escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los Números; en
ella se repite tres veces el nombre del Señor, para significar la intensidad
y la fuerza de la bendición, cuya última palabra es "paz".
El término bíblico shalom, que traducimos por "paz", indica el conjunto de
bienes en que consiste "la salvación" traída por Cristo, el Mesías anunciado
por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en él al Príncipe de la
paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén, para traer su paz a los
hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con fe y amor. Así, la paz es
verdaderamente el don y el compromiso de la Navidad: un don, que es preciso
acoger con humilde docilidad e invocar constantemente con oración confiada;
y un compromiso que convierte a toda persona de buena voluntad en un "canal
de paz".
Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él,
la verdadera paz.
Pidámosle que ilumine nuestros ojos, para que sepamos reconocer el rostro de
Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.
(BENEDICTO XVI, Homilía del lunes 1 de enero de 2007)
Aplicación: Padre Jorge Loring S.I. - María es la Madre de Dios
1.- Celebramos hoy la Fiesta de María Madre de Dios.
2.- Los Testigos de Jehová que van engañando a los ingenuos que les escuchan
les dicen: «¿Cómo María va a ser Madre de Dios si Dios es antes que María.
Dios es eterno y María no. ¿Puede un hijo ser anterior a su madre?
3.- Con falacias como ésta quitan la fe a muchos católicos.
4.- Cuando sabes la solución, no te influyen; pero muchos no saben qué
responder y su fe se tambalea.
5.- María es MADRE DE DIOS porque es madre de Jesús, y si Jesús es Dios,
Ella es Madre de Dios.
6.- Como si a uno le hacen alcalde: su madre es madre del alcalde. Ella no
le dio la alcaldía, pero como él es alcalde y ella es su madre, con todo
derecho es madre del alcalde.
7.- María no le da la divinidad, pero como lo que nace de Ella es Dios, con
todo derecho se la puede llamar MADRE DE DIOS.
8.- Al ser madre de Dios, Es la joya de la humanidad, la perla de la
creación, pues Dios la proyectó para ser su Madre.
9.- Pío XII la llamó sol de la Iglesia, lo mismo que la madre es el sol de
la familia; pues la madre calienta con su amor, la ilumina con su luz
orientándola a la unión y la paz, y en su ocaso se oculta para que brillen
otras estrellas: sus hijos.
10.- Y Juan Pablo II la presenta como modelo de fe. Por eso Isabel la llama
bienaventurada, porque creyó. Al revés que Zacarías. Las dos respuestas son
similares. Pero María no dudó del hecho. Preguntó sobre el modo, aclara San
Agustín.
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Ejemplos Predicables
El heredero
Érase una vez, de acuerdo con la leyenda, que un reino europeo estaba regido
por un rey muy cristiano, y con fama de santidad, que no tenía hijos.
El monarca envió a sus heraldos a colocar un anuncio en todos los pueblos y
aldeas de sus dominios. Este decía, que cualquier joven que reuniera los
requisitos exigidos para aspirar a ser posible sucesor al trono, debería
solicitar una entrevista con el Rey.
Esos dos requisitos que se exigían a todo candidato eran:
- Amar a Dios.
- Amar a su prójimo.
En una aldea muy lejana, un joven leyó el anuncio real y reflexionó sobre si
él cumplía esos requisitos, y vio que sí, pues amaba a Dios, a sus
familiares, amigos, vecinos e, incluso, a sus enemigos. Pero sólo una cosa
podía impedirle ir, pues era tan pobre que no contaba con un vestido digno
para presentarse ante el santo monarca y carecía también de los fondos
necesarios para adquirir las provisiones necesarias para tan largo viaje
hasta el castillo real.
Pero de todas maneras estaba dispuesto a pasar sobre cualquier obstáculo,
por ello su pobreza no sería un impedimento para conocer a tan afamado y
santo rey. Así que trabajó de día y noche, ahorró al máximo sus gastos y
cuando tuvo una cantidad suficiente para el viaje, vendió sus escasas
pertenencias, compró ropas finas, algunas joyas, las provisiones necesarias
y emprendió el viaje.
Algunas semanas después, habiendo agotado casi todo su dinero y estando casi
a las puertas de la ciudad, se acercó a un pobre mendigo que tiritando de
frío y cubierto sólo por harapos tendía su mano e imploraba con una débil y
ronca voz:
- "Estoy hambriento y tengo frío, por favor ayúdeme... ¡por favor!".
El joven quedó tan conmovido ante el mendigo, que de inmediato se deshizo de
sus ropas nuevas y de su abrigo y después de vestirlo con ellas, tomando los
harapos de éste se vistió con ellos y sin pensarlo dos veces le dio también
parte de las provisiones que llevaba y siguió su camino.
Pero no había acabado de cruzar los umbrales de la ciudad, cuando una mujer
con dos niñas tan pobres y sucias como ella, se le acercó y agarrándole la
mano le suplicaba:
- "¡Mis niñas tienen hambre y yo no tengo trabajo, ¡ayúdenos, por favor!".
Sin pensarlo dos veces, el joven se sacó el anillo del dedo y la cadena de
oro del cuello y junto con el resto de las provisiones se los entregó a la
pobre mujer.
Entonces, en forma titubeante, continuó su marcha hacia al castillo vestido
con harapos y carente de provisiones para regresar a su aldea.
A su llegada al castillo, fue recibido por un asistente del Rey que le
acompañó hasta un grande y lujoso salón y después de una breve pausa, por
fin fue admitido a la sala del trono. El joven se inclinó ante el monarca,
pero cuál no sería su sorpresa cuando al alzar los ojos se encontró con los
del Rey.
Atónito y sin poder apenas pronunciar palabra dijo:
- "¡Usted es el mendigo que encontré cerca de la ciudad, Majestad".
En ese mismo instante entró en el salón una asistenta y dos niñas,
trayéndole agua al cansado viajero, para que se lavara y saciara su sed. Su
sorpresa fue también mayúscula y exclamó:
- "¡Ustedes son las que estaban a la puerta de la ciudad!".
- "Sí -replicó el Soberano- con una amplia sonrisa yo era ese mendigo, y mi
fiel asistenta y sus hijas las pobres a las que ayudaste".
Después de ganar un poco de confianza, le dijo tartamudeando mientras
tragaba saliva:
- "Pero... pe... pero... ¡usted es el Rey! ¿Por qué me hizo eso majestad?".
- "Porque necesitaba descubrir si tus intenciones son auténticas, si es
auténtico tu amor a Dios y a tu prójimo -dijo el Monarca. Sabía que si me
acercaba a ti como Rey, podrías fingir y actuar no siendo sincero en tus
actos ni en tus motivaciones, de ese modo me hubiera resultado imposible
descubrir lo que realmente hay en tu corazón. Como mendigo no sólo descubrí
que de verdad amas a Dios y a tu prójimo, sino que habiendo superado la
prueba, eres el único digno de ser mi heredero. ¡Tú serás mi heredero!
-sentenció el Rey- ¡Tú heredaras mi reino!".
También Jesús Rey y Señor, se cruza muchas veces en el camino de nuestra
vida, muchas veces "disfrazado"... Y también Él sólo pide que cumplan dos
requisitos los que con Él están llamados y quieran heredar su Reino: Amar a
Dios y Amar al prójimo; en estos dos Mandamientos están resumidos todos los
demás. Pero para vivirlos en plenitud, hay que aprender a asemejarse a este
Rey a través del conocimiento de sus palabras y de sus hechos: para vivir
como Él, con Él y después poder "reinar" con Él en el Reino de su Padre por
toda la eternidad...
cortesía de ive.org et alii