Solemnidad de la Epifanía del Señor (Ciclo A-B-C) - Comentarios de Sabios y Santos: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la Celebración Eucarística
Páginas adicionales para preparar la Epifanía
A su disposición
Exégesis: W. Trilling - Unos sabios de Oriente
adoran al Niño (Mt 2, 1-12)
Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Las
distintas Epifanías de Dios
Santos Padres: San Ambrosio - La Epifanía del
Señor
Santos
Padres: San Gregorio Magno . Los Magos de oriente
Aplicación;
P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Seguidores
Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - Sagrada
Familia
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La
adoración de los magos
Aplicación: Benedicto XVI - “Cayendo de rodillas
lo adoraron”
Aplicación: Benedicto XVI - La gran luz de Epifanía
Directorio Homilético - Solemnidad de la Epifanía del Señor
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: W. Trilling - Unos sabios de Oriente adoran al Niño (Mt 2,
1-12)
1 Después de nacer Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos
sabios llegaron de Oriente a Jerusalén, 2 preguntando: ¿Donde está el rey de
los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en Oriente y
venimos a adorarlo.
El árbol genealógico y el relato del nacimiento de Jesús quedaron en el
ámbito de la nación y del pueblo judío. Ahora la vista se amplía al gran
mundo de las naciones y de los reinos. En el árbol genealógico habíamos ido
tentando el camino de la historia hasta David y Abraham. Sigue luego un
pasaje (1,18-25) en que resuena la profecía de que un niño hijo de una
virgen será el «Dios con nosotros». Todo esto se ha logrado con una creyente
mirada retrospectiva, que se dirige al tiempo pasado desde el tiempo
presente consumado. El acontecimiento de la adoración de unos sabios de
Oriente de nuevo parece que realiza grandes profecías, con la diferencia de
que aquí sucede con una publicidad mucho mayor, algo que antes sólo podía
conocer la mirada de la fe: la venida del verdadero Mesías. Por primera vez,
nos enteramos en san Mateo de que el nacimiento de Jesús tuvo lugar en
Belén, en el país de Judá. Ambas circunstancias cumplen la profecía, según
la cual solamente entra en consideración el país real de Judá y una ciudad
que se encuentra en este país. Ambas indicaciones del versículo primero ya
anticipan la cita del Antiguo Testamento, que se aduce por extenso en el v.
6.
El profeta Miqueas sobre esta pequeña ciudad había hecho el oráculo de que
de ella debe salir el soberano del tiempo final, que ha de gobernar a todo
el pueblo de Israel. El lugar del nacimiento ha sido designado por el
profeta, así como el nombre del niño ha sido determinado por Dios. Se dice
en general: «En tiempos del rey Herodes», sin que podamos conocer una
determinación más próxima del tiempo. Se alude a Herodes el Grande, que a
pesar de apreciables méritos, como extranjero (idumeo) y dependiente de los
favores de Roma, ejerció el mando arbitraria y horriblemente, sin escrúpulos
y con desenfreno. Es verdad que había arreglado suntuosamente el templo y
que hizo mucho bien al pueblo, no obstante las agrupaciones piadosas de los
judíos tienen la sensación de que es un dominador extranjero. Aunque su
poder era pequeño, usaba el título de «rey». que Roma le había concedido.
Aquí se usa muchas veces este título, en contraste con el rey que buscan los
sabios. En el Evangelio sólo dos veces se habla de Jesús como el «rey de los
judíos»: aquí en contraste con el tirano Herodes, y hacia el fin en el
proceso usan este título el pagano Pilato (27,11), los soldados que hacen
escarnio de Jesús (27,29) y la inscripción en la cruz (27,37). Jesús
respondió afirmativamente a la pregunta de Pilatos (27,11), pero el título
no era expresión de la verdadera dignidad de Jesús ni una profesión de fe.
Aquí se ha de considerar que quien pretende ser rey de los judíos está
sentado tembloroso en el trono, y el verdadero rey viene con la debilidad
del niño. Los sabios vienen de oriente. No se indica qué país era su patria,
tampoco se dice el número de ellos. Las circunstancias externas permanecen
ocultas ante la sola pregunta que les mueve: ¿Dónde está el rey de los
judíos que ha nacido? Son personas instruidas, probablemente sacerdotes
babilonios, familiarizados con el curso y las apariciones de las estrellas.
La notable aparición de una estrella les ha movido a partir. A esta estrella
estos sabios la llaman «su estrella», la del rey de los judíos. Es la
estrella del nuevo rey infante. Según persuasión del antiguo Oriente los
movimientos de las estrellas y el destino de los hombres están interiormente
relacionados. (Pero hasta hoy día no se han aclarado todas las
investigaciones y cálculos ingeniosos sobre esta estrella, si designa una
constelación determinada, un cometa o una aparición enteramente prodigiosa.
Aquí dejamos aparte la cuestión y solamente vemos la estrella según el
significado que tiene para aquellos sabios. También hubiera podido moverlos
a emprender su expedición otra señal.) Lo que es seguro es que la aparición
de la estrella no podía explicarse de una forma puramente natural, sino que
era un suceso prodigioso (v 9). Una señal es dada por Dios, el Dios de las
naciones y del mundo. Lo principal no son las circunstancias externas de la
aparición, sino su finalidad interna. Pero ¿qué significa la señal para la
gente instruida? Para ésta el país de los judíos es ridículamente pequeño,
carece de importancia desde el punto de vista político, desde hace siglos ya
no se hace sentir por su función independiente dentro del próximo Oriente.
¿Cómo se explica que no les baste un mensaje, una averiguación por medio de
emisarios? ¿Por qué les estimula el deseo de ir a ver y de adorar? La
Sagrada Escritura no contesta a estas preguntas, sino que solamente informa
sobre lo que ha sucedido. Pero el asombro que nos causan estas preguntas,
nos conduce a descubrir el profundo sentido de este relato... Dios no
solamente había elegido a su pueblo sacándolo de la servidumbre de Egipto,
sino que había elegido para sí una ciudad santa: Jerusalén, y había
escogido, por así decir, como domicilio un monte santo: el monte de Sión.
Para el comienzo de la salvación Israel no solamente espera la llegada del
Mesías y el establecimiento del reino davídico, sino mucho más: la bendición
de todas las naciones por medio de Israel. La ciudad y el monte son la sede
y el origen de la salvación, que ha deparado Dios a las naciones. Allí
resplandece la luz, allí se tiene que adorar. El monte-Sión se convierte en
el monte de todos los montes, en el más alto y más santo de todos. En los
últimos días muchos pueblos se ponen en marcha desde los cuatro vientos y
van en romería a Jerusalén, para que Dios les enseñe sus caminos, y anden
por las sendas de Dios (cf. Isa 2:2 s). Allá van reyes y príncipes de todo
el mundo y llevan sus dones a la ciudad de Jerusalén iluminada por el fulgor
de la luz: «Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al resplandor de tu
claridad naciente. Tiende tu vista alrededor tuyo, y mira; todos ésos se han
congregado para venir a ti; vendrán de lejos tus hijos, y tus hijas acudirán
a ti de todas partes. Entonces te verás en la abundancia; se asombrará tu
corazón, y se ensanchará, cuando vengan hacia ti los tesoros del mar; cuando
a ti afluyan las riquezas de los pueblos. Te verás inundada de una
muchedumbre de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá; todos los sabeos
vendrán a traerte oro e incienso, y publicarán las alabanzas del Señor» (Isa
60:3-6; cf. Sal 71:10 s). (La peregrinación de los pueblos al fin del
tiempo. ¿Tiene el evangelista esta escena ante su mirada? ¿Ve cumplido el
«fin de los días»? Jesús no vino al mundo en la ciudad real de David, sino
en la pequeña y mucho menos importante ciudad de Belén. ¿Cómo puede
explicarse que todos los demás indicios de la expectación señalen a Belén?
¿Y cómo es posible que el Mesías no nazca en el palacio real de Herodes,
sino en cualquier parte, desconocido e ignorado? ¿Puede ser este niño el
verdadero Mesías? Es difícil responder a estas preguntas. La respuesta tenía
preocupada a la primitiva Iglesia, especialmente entre los judíos. Hasta que
un día el Espíritu Santo también le indicó el camino. Todo esto también lo
atestigua la Escritura).
El profeta Miqueas nombra y ensalza adrede este pueblo de Belén, que es poco
importante y pequeño, pero que es grande a causa de que de él debe salir el
dominador de Israel. San Mateo ha reproducido con alguna libertad el texto
del profeta Miqueas. El texto original dice así: «Y tú, Belén, Efratá,
pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el que ha de ser dominador de
Israel; su origen es desde tiempos remotos, desde días muy antiguos... Y él
permanecerá firme, y apacentará la grey con la fortaleza del Señor. En el
nombre altísimo del Señor Dios suyo, y ellos se establecerán, porque ahora
será glorificado él hasta los últimos términos del mundo. Y él será paz»
(Miq 5:1.3-4). Efratá era una estirpe numéricamente pequeña de Israel, de la
cual procedía David (lSam 17,12). Dios eligió una vez lo que era débil, y
volverá a hacerlo en la consumación del tiempo.
3 Cuando lo oyó el rey Herodes, se sobresaltó, y toda Jerusalén con él. 4 Y
convocando a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, les estuvo
preguntando dónde había de nacer el Cristo. 5 Ellos le respondieron: En
Belén de Judea; pues así está escrito por el profeta: 6 y tú, Belén, tierra
de Judá, de ningún modo eres la menor entre las grandes ciudades de Judá;
porque de ti saldrá un jefe que gobernará a mi pueblo Israel. 7 Entonces
Herodes llamó en secreto a los sabios y averiguó cuidadosamente el tiempo
transcurrido desde la aparición de la estrella. 8 y encaminándolos hacia
Belén, les dijo: Id e informaos puntualmente acerca de ese niño; y cuando lo
encontréis, avisadme, para que también yo vaya a adorarlo.
Precisamente Herodes es interrogado acerca del lugar. La pregunta le
estremece, porque ahora ha de temer a un nuevo competidor, y la pregunta
estremece a la ciudad, porque tiembla por el miedo de nuevas medidas de
terror. Puesto que Herodes no sabe el lugar (¿qué sabe de la Escritura el
rey de sangre extranjera y amigo de los paganos?), tiene que convocar un
consejo de personas constituidas en dignidad: sumos sacerdotes y escribas,
para que oficialmente le den respuesta. El lugar, pues, no lo han inventado
los cristianos creyentes ni lo han dispuesto posteriormente. Los judíos e
incluso Herodes tienen que testificar que Belén es la ciudad del Mesías. Por
la mediación de Dios la romería de los sabios no termina en Jerusalén, sino
más allá de la ciudad, en la cercana Belén. ¡Singular providencia! Jerusalén
no es la ciudad de la luz, en la que los pueblos pueden disponer del derecho
y de la salvación. Jerusalén está en pecado, es la ciudad de los asesinos de
los profetas (23,37-39), la ciudad de la desobediencia y de la sublevación,
del desprecio de la voluntad de Dios. El Mesías no viene a Jerusalén, a no
ser para morir en ella. Entonces también sale la luz de esta ciudad, pero de
una forma muy distinta de la que se esperaba.
9 Después de oir al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en
Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar
donde estaba el niño. 10 Al ver la estrella, sintieron inmensa alegría. 11 Y
entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrados en
tierra, lo adoraron; abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro,
incienso y mirra. 12 y advertidos en sueños que no volvieran a Herodes,
regresaron a su tierra por otro camino.
Con toda pobreza y estrechez ocurre en Belén algo de la gran promesa: los
hombres doctos encuentran al niño y a María su madre, le presentan su
homenaje y sus valiosos regalos, propios de reyes: oro, incienso y mirra. Su
alegría sobrepasa toda medida: sintieron inmensa alegría, la alegría del
hallazgo, del anhelo cumplido. Es un comienzo, el principio de la adoración
de todos los pueblos en la presencia del único Señor. La luz no sólo brilla
para los judíos; el dominador no solamente «gobernará a mi pueblo Israel»
(v. 6), los gentiles también participan de la luz; antes que los demás,
antes que un solo judío haya logrado la fe. Mientras Herodes se queda
inmovilizado con sombríos pensamientos homicidas, estos gentiles venidos de
Oriente se arrodillan delante del niño.
Se atestigua que en Jesús vino la salvación para todo el mundo. No podía ser
atestiguado de una forma más solemne que mediante este grandioso
acontecimiento. Empieza a llegar el fin de los tiempos. Se presentan las
primeras grandes señales. Herodes no consigue su objetivo. Su intención
hipócrita de ir a adorarlo es desbaratada: con un medio fácil Dios ordena
que regresen por otro camino. Se requiere solamente una indicación, y el mal
queda alejado...
(TRILLING, W., El Evangelio de San Mateo, en El Nuevo Testamento y su
mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Las distintas Epifanías
de Dios
1. El designio salvífico de Dios se manifiesta, durante el período navideño
que estamos viviendo intensamente, con una cadena de festividades litúrgicas
muy idóneas para presentarnos a lo largo de pocos días una amplia visión de
conjunto. De la contemplación del Hijo de Dios, que se hizo Niño por
nosotros en la gruta de Belén, pasamos a través del modelo inalcanzable de
la Sagrada Familia, y así sucesivamente hasta llegar al acontecimiento del
Bautismo del Señor, al comienzo de su vida pública.
La audiencia general de este miércoles cae en medio de dos festividades
características: La Maternidad divina de María, y la Epifanía. Son dos
misterios altamente significativos, que tienen entre ellos una profunda
vinculación, sobre la cual hay que reflexionar.
2. El término “epifanía” significa manifestación: en ella se celebra la
primera manifestación al mundo pagano del Salvador recién nacido.
En la historia de la Iglesia, la Epifanía aparece como una de las fiestas
más antiguas, con vestigios ya en el siglo II, y es vivida como el día
“teofánico” por excelencia, “dies sanctus”. En los primeros tiempos, la
celebración estuvo sobre todo vinculada al recuerdo del Bautismo del Señor,
cuando el Padre celestial dio testimonio público de su Hijo en la tierra,
invitando a todos a escuchar su Palabra. Pero muy pronto prevaleció la
visita de los Magos, en los cuales se reconocen los representantes de los
pueblos, llamados a conocer a Cristo desde fuera de la comunidad de Israel.
San Agustín, testigo atento de la tradición eclesial, explica sus razones de
alcance universal afirmando que los Magos, primeros paganos en conocer al
Redentor, merecieron significar la salvación de todas las gentes (cf. Hom.
203). Y así, en el arte cristiano primitivo, la escena fascinante de hombres
doctos, ricos y poderosos, que hablan venido de lejos para arrodillarse ante
el Niño, mereció el honor de ser la más representada de entre los
acontecimientos de la infancia de Jesús.
Más tarde, en la misma festividad, se empezó a celebrar también la teofanía
de las Bodas de Caná, cuando Jesús, al realizar su primer milagro, se
manifestó públicamente como Dios. Muchas son, pues, las epifanías, porque
son varios los caminos por los que Dios se manifiesta a los hombres. Hoy
quiero subrayar cómo una de ellas, más aún, la que es fundamento de todas
las demás, es la Maternidad de María.
3. En la antiquísima profesión de fe, llamada “Símbolo Apostólico”, el
cristiano proclama que Jesús nació “de” la Virgen María. En este artículo
del “Credo” están contenidas dos Verdades esenciales del Evangelio.
La primera es que Dios nació de una Mujer (Gál 4, 4). Él quiso ser
concebido, permanecer nueve meses en el seno de la Madre y nacer de Ella de
modo virginal. Todo esto indica claramente que la Maternidad de María entra
como parte integrante en el misterio de Cristo para el plan divino de
salvación.
La segunda es que la concepción de Jesús en el seno de María sucedió por
obra del Espíritu Santo, es decir, sin colaboración de padre humano. “No
conozco varón” (Lc 1, 34), puntualiza María al enviado del Señor, y el
arcángel le asegura que nada hay imposible para Dios (Lc 1, 37). María es el
único origen humano del Verbo Encarnado.
4. En este contexto dogmático no es difícil ver cómo la Maternidad de María
constituye una epifanía nueva y totalmente característica de Dios en el
mundo.
En efecto, la misma opción de virginidad perpetua que hizo María antes de la
Anunciación, tiene ya un valor “epifánico” como llamada a las realidades
escatológicas, que están más allá de los horizontes de la vida terrena. Pues
esa opción indica una voluntad decidida de consagración total a Dios y a su
amor, capaz por si solo de apagar plenamente las exigencias del corazón
humano. Y el hecho de la concepción del Hijo, que sucede fuera del contexto
de las leyes biológicas naturales, es otra manifestación de la presencia
activa de Dios. Finalmente, el alegre suceso del nacimiento de Jesús
constituye el culmen de la revelación de Dios al mundo en María y por medio
de María.
Es significativo que el Evangelio ponga también a la Virgen en el centro de
la visita de los Magos, cuando dice que ellos “entraron en la casa, vieron
al niño con María, su madre y, postrándose, lo adoraron” (Mt 2, 11).
A la luz de la fe, la Maternidad de la Virgen aparece de este modo como
signo elocuente de la divinidad de Jesús, que se hace hombre en el seno de
una Mujer, sin renunciar a la personalidad de Hijo de Dios. Ya los Santos
Padres, como San Juan Damasceno, habían hecho notar que la Maternidad de la
Santa Virgen de Nazaret contiene en sí todo el misterio de la salvación, que
es puro don proveniente de Dios.
María es la Theotokos, como proclamó el Concilio de Éfeso, pues en su seno
virginal se hizo carne el Verbo para revelarse al mundo. Ella es el lugar
privilegiado escogido por Dios para hacerse visiblemente presente entre los
hombres.
Al mirar a la Virgen Santísima estos días de Navidad, cada uno ha de sentir
un interés más vivo en acoger, como Ella, a Cristo en su vida, para
convertirse luego en su portador al mundo. Cada uno ha de esforzarse, dentro
de su familia y en su ambiente de trabajo, por ser una pequeña, pero
luminosa, “epifanía de Cristo”.
Este es el deseo que dirijo a todos vosotros, amadísimos, en esta primera
audiencia general del año nuevo.
(BEATO JUAN PABLO II, Audiencia General del miércoles 4 de enero de 1989)
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Santos Padres: San Ambrosio - La Epifanía del Señor
San Mateo nos ha enseñado un misterio que no podemos pasar por alto. San
Lucas, al encontrarlo ya relatado extensamente, ha creído callar, juzgándose
bastante rico si entre los demás reivindica para sí el pesebre de su Señor.
A este Niño pequeño que la falta de fe te hace encontrar despreciable, los
Magos de Oriente lo han seguido durante un largo camino, se postran para
adorarle, le llaman rey y reconocen que El resucitará, al ofrecerle de sus
tesoros oro, incienso y mirra. ¿Qué son estos dones de una fe verdadera? El
oro por el rey, el incienso por Dios y la mirra por la muerte; uno es, en
efecto, el signo de la realeza, otro el sacrificio ofrecido al poder divino,
otro el honor de la sepultura que, lejos de descomponer el cuerpo del
difunto, lo conserva. También nosotros, que hemos escuchado y leído estas
cosas, saquemos de nuestros tesoros, hermanos míos, dones semejantes; pues
nosotros tenemos un tesoro en vasos frágiles (2 Cor 4,7). Si, pues, aun en
ti, no debes considerar lo que eres como procedente de ti, sino de Cristo,
¿cuánto más has de considerar en Cristo no lo que es tuyo, sino lo que es de
Cristo?
Los Magos ofrecieron sus dones de sus tesoros. ¿Quieres conocer qué
recompensa recibieron ellos? La estrella es visible para ellos, pero
invisible donde está Herodes; donde está Cristo se hace de nuevo visible y
muestra el camino. Luego esta estrella es camino, y el camino es Cristo (Jn
14,6), porque, según el misterio de la Encarnación, Cristo es la estrella:
pues saldrá una estrella de Jacob, y un hombre surgirá de Israel (Num
24,17). En fin, donde está Cristo, está también la estrella, pues él es la
estrella brillante de la mañana (Apoc 22,16). El mismo se indica, pues, con
su propia luz.
Recibe otra enseñanza. Los Magos han venido por un camino y regresan por
otro; pues, después de haber visto a Cristo y de haberle entendido, ellos
vuelven mejores de cómo habían venido. Hay, pues, dos caminos: uno que
conduce a la muerte y otro que lleva al Reino: aquél es el de los pecadores,
que conduce a Herodes; éste es el de Cristo, y por él se va a la patria;
pues aquí abajo no hay más que un destierro pasajero, como está escrito: Mi
alma ha sido desterrada mucho tiempo (Ps 119,6). Guardémonos, pues, de
Herodes y de los que tienen sólo por un tiempo el poder de este mundo, para
que consigamos una morada eterna en la patria celeste.
No se han ofrecido sólo estas recompensas a los elegidos, porque Cristo
está todo y en todos (Col 3,11). Observa, en efecto, que no en vano, entre
los caldeos, que pasan por ser los más peritos en los misterios de los
números, Abrahán ha creído en Dios, o que los magos, que se entregan a los
artificios de la magia por el deseo de ser favorables a la divinidad, han
creído en el nacimiento del Señor sobre la tierra; no en vano, he dicho,
sino a fin de que los pueblos enemigos diesen un testimonio de la santa
religión y un ejemplo del temor de Dios.
Sin embargo, ¿ quiénes son estos magos, sino, como nos lo enseña una
historia, los descendientes de Balaán, que ha profetizado: Una estrella
saldrá de Jacob (Num 24,17). Ellos son sus herederos por la fe no menos que
por su descendencia. Aquél vio la estrella en espíritu, éstos la han visto
con sus ojos y han creído. Ellos vieron una estrella que no se había visto
desde la creación del mundo; ellos han visto una nueva criatura y buscaban,
no sobre la tierra, sino en el cielo, la gracia del hombre nuevo, según el
texto profético de Moisés: Una estrella saldrá de Jacob, y un hombre surgirá
de Israel; y ellos han reconocido que esta estrella era la que indica al
Hombre-Dios. Ellos han adorado al niño chiquito; y, ciertamente, no le
hubieran adorado si hubieran creído que sólo era un niño de pecho. El mago
comprendió que sus artificios habían terminado; ¿y no comprendes tú que han
venido tus riquezas? El rinde homenaje a un extraño; y ¿tú no reconoces al
que había sido prometido? El creyó contra sí, ¿tú no piensas que has de
creer en favor tuyo?
Los magos anuncian el nacimiento de un rey: Herodes se turba, reúne a los
escribas y príncipes de los sacerdotes y les pregunta dónde ha de aparecer
Cristo. Los magos anuncian simplemente un rey; Herodes requiere a Cristo;
reconoce, pues, que es rey aquel por el cual preguntan. En fin, si preguntan
dónde ha de nacer, es señal que había sido anunciado: no se le hubiera
podido buscar si no hubiera sido anunciado. ¡Oh judíos insensatos!, ¡no
creéis en la venida de Aquel que veis, no creéis en la venida de Aquel que
vosotros mismos afirmáis que ha de venir!
Informadme, dice, para que yo mismo vaya a adorarle. Herodes tiende una
trampa, pero no niega la divinidad del que quiere adorar. Finalmente, manda
matar a los niños. ¿A qué otro sino a Dios convenía un tal sacrificio?
Aunque privada de sentimiento, la infancia rinde homenaje a Dios por el
cual es inmolada. Hemos presentado algunos pasajes de San Mateo para poner
en evidencia que el tiempo de la infancia no ha sido desprovisto de obras de
la divinidad. Si la edad de su carne era incapaz de obrar, mas allí estaba
Dios, que empleaba en las obras de la divinidad la edad de su carne, que
hacía velar en aquella región a los pastores, que guardaban la vigilia de la
noche sobre su rebaño.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 44-49, BAC,
Madrid, 1966, pp. 111-115)
Santos Padres: San Gregorio Magno . Los Magos de oriente
Habéis oído, hermanos carísimos, en la lectura del Evangelio de este día,
que, habiendo nacido el Rey del cielo, se turbó el rey de la tierra; porque
la grandeza de este mundo se anonada en el momento que aparece la majestad
del cielo. Más se nos ocurre preguntar: ¿qué razones hubo para que
inmediatamente que nació a este mundo nuestro Redentor fuera anunciado por
los ángeles a los pastores de la Judea, y a los magos del Oriente no fuera
anunciado por los ángeles, sino por una estrella, para que viniesen a
adorarle? Porque a los judíos, como criaturas que usaban de su razón, debía
anunciarles esta nueva un ser racional, esto es, un ángel; y los gentiles,
que no sabían hacer uso de su razón, debían ser guiados al conocimiento de
Dios, no por medio de palabras, sino por medio de señales. De aquí que
dijera San Pablo: «Las profecías fueron dadas a los fieles, no a los
infieles; las señales a los infieles, no a los fieles» , porque a aquéllos
se les han dado las profecías como fieles, no a los infieles, y a éstos se
les han dado señales como infieles, no a los fieles. Es de advertir también
que los Apóstoles predicaron a los gentiles a nuestro Redentor cuando era ya
de edad perfecta; y que mientras fue niño, que no podía hablar naturalmente,
es una estrella la que le anuncia; la razón es porque el orden racional
exigía que los predicadores nos dieran a conocer con su palabra al Señor que
ya hablaba, y cuando todavía no hablaba le predicasen muchos elementos.
Debemos considerar en todas estas señales que fueron dadas tanto al nacer
como al morir el Señor, cuánta debió ser la dureza de corazón de algunos
judíos, que no llegaron a conocerle ni por el don de profecía, ni por los
milagros. Todos los elementos han dado testimonio de que ha venido su Autor.
Porque, en cierto modo, los cielos le reconocieron como Dios, pues
inmediatamente que nació lo manifestaron por medio de una estrella. El mar
le reconoció sosteniéndole en sus olas; la tierra le conoció porque se
estremeció al ocurrir su muerte; el sol le conoció ocultando a la hora de su
muerte el resplandor de sus rayos; los peñascos y los muros le conocieron
porque al tiempo de su muerte se rompieron; el infierno le reconoció
restituyendo los muertos que conservaba en su poder. Y al que habían
reconocido como Dios todos los elementos insensibles, no le quisieron
reconocer los corazones de los judíos infieles y más duros que los mismos
peñascos, los cuales aún hoy no quieren romperse para penitencia y rehúsan
confesar al que los elementos, con sus señales, declaraban como Dios. Aun
ellos, para colmo de su condenación, sabían mucho antes que había de nacer
el que despreciaron cuando nació; y no sólo sabían que había de nacer, sino
también el lugar de su nacimiento. Porqué preguntados por Herodes,
manifestaron este lugar que habían aprendido por la autoridad de las
Escrituras. Refirieron el testimonio en que se manifiesta que Belén sería
honrada con el nacimiento de este nuevo caudillo; para que su misma ciencia
les sirviera a ellos de condenación y a nosotros de auxilio para que
creyéramos. Perfectamente los designó Isaac cuando bendijo a Jacob su hijo ,
pues estando ciego y profetizando, no vio en aquel momento a su hijo, a
quien tantas cosas predijo para lo sucesivo; esto es, porque el pueblo
judío, lleno del espíritu de profecía y ciego de corazón, no quiso reconocer
presente a aquel de quien tanto se había predicho.
Inmediatamente que supo Herodes el nacimiento de nuestro Rey, recurre a la
astucia con el fin de no ser privado de su reino terreno. Suplica a los
magos que le anunciasen a su vuelta el lugar en que estaba el Niño; simula
que quiere ir también a adorarle, para si pudiera haberle a las manos,
quitarle la vida. ¿Más qué vale la malicia de los hombres contra los
designios de Dios? Escrito está: «No hay sabiduría, ni prudencia, ni consejo
contra el Señor» . Así la estrella que apareciera guio a los Magos, que
hallan al Rey recién nacido, le ofrecen sus dones y son avisados en sueños
para que no volviesen a ver a Herodes, y de esta manera sucedió que Herodes
no pudiera encontrar a Jesús, a quien buscaba. ¿Quiénes están representados
en la persona de Herodes sino los hipócritas, los cuales, pareciendo que con
sus obras buscan al Señor, nunca merecen hallarle?
Los Magos ofrecen oro, incienso y mirra; el oro conviene al rey, el incienso
se ponía en los sacrificios ofrecidos a Dios; con la mirra eran embalsamados
los cuerpos de los difuntos. Por consiguiente, con sus ofrendas místicas
predican los Magos al que adoran: con el oro, como rey; con el incienso,
como Dios, y con la mirra, como hombre mortal. Hay algunos herejes que creen
en Jesús como Dios, pero niegan su reino universal; éstos le ofrecen
incienso, pero no quieren ofrecerle también el oro. Hay otros que le
consideran como rey, pero no le reconocen como Dios: éstos le ofrecen el oro
y rehúsan ofrecerle el incienso. Y hay algunos que le confiesan como Dios y
como rey, pero niegan que tomase carne mortal: éstos le ofrecen incienso y
oro, y rehúsan ofrecerle la mirra de la mortalidad. Ofrezcamos nosotros al
Señor recién nacido oro, confesando que reina en todas partes; ofrezcámosle
incienso, creyendo que Aquel que se dignó aparecer en el tiempo era Dios
antes de todos los siglos; ofrezcámosle mirra, confesando que Aquel de quien
creemos que fue impasible en su divinidad, fue mortal por haber tomado
nuestra carne.
En el oro, incienso y mirra puede darse otro sentido. Con el oro se designa
la sabiduría, según Salomón, el cual dice: «Un tesoro codiciable descansa en
boca del sabio» . Con el incienso que se quema en honor de Dios se expresa
la virtud de la oración, según el Salmista, el cual dice: «Diríjase mi
oración a tu presencia a la manera del incienso» . Por la mirra se
representa la mortificación de nuestra carne; de, aquí que la Santa Iglesia
diga de los operarios que trabajan hasta la muerte por Dios: «Mis manos
destilaron mirra» .
Por consiguiente, ofrecemos oro a nuestro rey recién nacido si
resplandecemos en su presencia con la claridad de la sabiduría celestial. Le
ofrecemos incienso, si consumimos los pensamientos carnales, por medio de la
oración, en el ara de nuestro corazón, para que podamos ofrecer al Señor un
aroma suave por medio de deseos celestiales. Le ofrecemos mirra, si
mortificamos los vicios de la carne por medio de la abstinencia. La mirra,
como hemos dicho, es un preservativo contra la putrefacción de la carne
muerte. La putrefacción de la carne muerta significa la sumisión de este
nuestro cuerpo mortal al ardor de la impureza, como dice el profeta de
algunos: «Pudriéronse los jumentos en su estiércol» . El entrar en
putrefacción los jumentos en su estiércol significa terminar los hombres su
vida en el hedor de la lujuria. Por consiguiente, ofrecemos la mirra a Dios
cuando preservamos a este nuestro cuerpo mortal de la podredumbre de la
impureza por medio de la continencia.
Al volver los Magos a su país por otro camino distinto del que trajeron nos
manifiestan una cosa que es de suma importancia. Poniendo por obra la
advertencia que recibieron en sueños, nos indican qué es lo que nosotros
debemos hacer. Nuestra patria es el paraíso, al que no podemos llegar,
conocido Jesús, por el camino por donde vinimos. Nos hemos separado de
nuestra patria por la soberbia, por la desobediencia, siguiendo el señuelo
de las cosas terrenas y gustando el manjar prohibido; es necesario que
volvamos a ella, llorando, obedeciendo, despreciando las cosas terrenas y
refrenando los apetitos de nuestra carne. Por consiguiente, volvemos a
nuestra patria por un camino muy distinto, porque los que nos hemos separado
de los goces del paraíso con los deleites de la carne, volvemos a ellos por
medio de nuestros lamentos. De aquí que sea necesario, hermanos carísimos,
que con mucho temor y temblor pongamos siempre ante nuestra vista, por una
parte las culpas de nuestras obras, y por otra el estrecho juicio a que se
nos ha de someter. Pensemos en la severidad con que ha de venir el justo
juez, que nos amenaza con un estrechísimo juicio y ahora está oculto a
nuestra vista; que amenaza con severos castigos a los pecadores, y, no
obstante, todavía los espera: que está dilatando su segunda venida para
encontrar menos a quienes condenar. Castiguemos con el llanto nuestras
culpas, y prevengamos su presencia por medio de la confesión, poniendo por
obra lo que dice el Salmista . No nos dejemos engañar por fugaces placeres,
ni tampoco nos dejemos seducir por vanas alegrías. No tardaremos en ver al
juez que dijo: « ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y
lloraréis»! Por eso dijo Salomón: «La risa será mezclada con el dolor, y el
fin de los goces será ocupado por el llanto» .
Y en otro lugar dice: «He considerado la risa como un error, y he dicho al
gozo: ¿por qué engañas en vano?» . Temamos mucho los preceptos de Dios, si
con sinceridad celebramos las fiestas de Dios; porque es un sacrificio muy
grato a Dios la aflicción de los pecados, como dice el Salmista: «Es un
sacrificio a Dios el espíritu atribulado» . Nuestros pecados antiguos
quedaron borrados al recibir el bautismo; más después de recibido hemos
cometido muchísimos, pero no nos podemos volver a lavar con su agua. Puesto
que hemos manchado nuestra vida después de recibido el bautismo, bauticemos
con lágrimas nuestra conciencia, para que, volviendo a nuestra patria por
distinto camino del que llevamos, los que nos hemos separado de él atraídos
por los bienes terrenales volvamos a él llenos de amargura por los males que
hemos obrado, con el auxilio de Nuestro Señor Jesucristo.
(San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, Rialp)
Aplicación; P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Seguidores
“Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón”.
Una cosa, entre otras, en las que María meditaba:
+ Su Hijo pobre adorado por unos reyes venidos de Oriente.
María recordaba cuando estaba en Belén, en una casa con el Niño y como de
pronto entraron en la casa unos reyes magos y se postraron ante el Niño y lo
adoraron y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Ellos comenzaron a
contarle porque estaban allí. La aparición de la estrella, su largo viaje,
la llegada a Jerusalén y su entrevista con Herodes y los sumos sacerdotes,
la detención de la estrella sobre la casa. Después de contarle todo se
marcharon.
La Virgen comprende muchas cosas pero principalmente el valor de la fe. Con
mucha razón su prima la felicitó “feliz la que ha creído”. Los magos
llegaron a adorar al Niño movidos por la fe.
La estrella es la fe. San Agustín dice “hemos visto su estrella en el
Oriente. Dan la buena nueva y al mismo tiempo preguntan; creen y buscan a
imagen de aquellos que caminan en la fe y desean la realidad”. Y San León:
“Además de esta aparición de la estrella que hirió su vista corporal, el
rayo más resplandeciente de la verdad instruyó sus corazones, lo cual
correspondía a la iluminación de la fe”. Y la Glosa: “La estrella es la fe
iluminando nuestras almas, llevándolas a Cristo”.
El camino de los magos y nuestro itinerario en la fe
+ La fe es una gracia.
Es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El.
Los magos conocen la revelación confusamente, han visto el signo de Dios en
la estrella y son movidos interiormente a emprender el viaje.
Dios toma la iniciativa y se manifiesta a los magos.
+ La fe es un acto humano.
Creer no es contrario ni a la libertad, ni a la inteligencia del hombre. En
el caso de los Magos, sus estudios astrológicos le sirvieron para creer.
Dice San Agustín “creo para entender, entiendo para creer”. Los magos
indagan al llegar a Jerusalén a semejanza de María en la anunciación.
Dice San Juan Crisóstomo: “Dios al movernos a bien obrar no nos quita la
libertad” y hace ver como los magos superaron todos los obstáculos del viaje
y de los personajes en los que hallaron tropiezos al seguimiento de la
estrella. Su libertad en el obrar los hizo superar todo.
Los magos creen que la estrella es manifestación de la divinidad y se ponen
en camino porque “la fe, la inteligencia y la voluntad humana cooperan con
la gracia divina”.
En todo acto de fe es necesario arrojarse en manos de Dios, poner la
confianza en Dios “que es el motivo de creer”. Creemos por la autoridad de
Dios que se revela.
Los magos dejaron su ciudad y sus comodidades confiados en que encontrarían
al rey universal, movidos por la luz de la estrella y de la gracia interior.
Vivir en la fe, que es la conversión, implica una nueva vida, significa
dejar atrás un montón de cosas pero principalmente la vida mundana en el
pensar, en el hablar y en el obrar.
La tentación de volver estará siempre. Los magos habrán tenido la tentación
de volver a su patria. Si volvemos atrás, a vivir como el hombre viejo
perderemos la fe. “La trasgresión continua y culpable de la ley de Dios
produce en el alma del pecador un desasosiego cada vez mayor contra la ley
de Dios, que le prohíbe entregarse con tranquilidad a sus desórdenes. Esta
situación psicológica tiene que desembocar lógicamente, tarde o temprano, en
una de estas dos soluciones: el abandono del pecado o el abandono de la fe”.
+ La fe es comienzo de la vida eterna, es comienzo de la visión. El
peregrinar de los magos siguiendo la estrella de la fe terminó en la visión
del Niño Dios “creen y buscan a imagen de aquellos que caminan en la fe y
desean la realidad” (San Agustín) aunque el termino de nuestro peregrinar en
la fe termina en una visión mucho más perfecta.
La fe es a la vez luminosa porque es preludio de la visión pero es oscura
porque todavía no es la visión. Y por eso “la fe puede ser puesta a prueba”
como la de los magos.
Renuncian a Babilonia o a su ciudad, caminan por el desierto que es la
experiencia de la cruz en nuestra vida.
Su encuentro con Herodes, príncipe de Judea, nos recuerda la decepción que
experimentamos al ver las leyes, las doctrinas, la descristianización del
mundo y de sus príncipes. Esto produce desaliento. Y ante esta tentación
recordemos las palabras del Papa Juan Pablo II: “sois los preferidos, los
íntimos del Señor. No olvidéis esta realidad […] saber que en medio de las
dificultades, está con nosotros. Aquel que nos comprende, nos ayuda y recoge
el valor de cada esfuerzo hecho por El”.
Herodes tiene falta de rectitud. Quiere averiguar donde había nacido el Niño
pero no con el fin de adorarlo sino de matarlo. También en nuestras vidas
nos encontraremos con personas que piden que les demos razón de nuestra fe,
pero no para creer sino para destruirla. Debemos estar atentos para no echar
las perlas a los puercos, como Jesús que ante el otro Herodes calló.
Nuestra fe choca contra los malos ejemplos en la Iglesia. El más terrible,
el escepticismo religioso, la fe muerta, el conocimiento cadavérico de la
fe. Los judíos de Jerusalén conocían el lugar donde nacería el Niño, lo
dicen a Herodes, pero no se mueven de su comodidad para ir a buscar al Niño.
Dice el Apóstol Santiago hablando de la fe muerta: “muéstrame tu fe sin
obras y yo te mostraré por las obras mi fe”. De los fariseos decía el Señor
“dicen y no hacen”. Este puede ser un escándalo grande para nuestra fe.
¿Nuestra fe la trasmitimos con convicción? ¿Buscamos a Jesús después de
haber enseñado donde esta Jesús? Dice San Pablo en la carta a los Gálatas
“la fe que actúa por la caridad”. Así debe ser nuestra fe.
También se ve en los judíos de Jerusalén un desconocimiento de los signos de
los tiempos que es resultado de la falta de oración. Dice San Agustín: “en
esto, los judíos fueron semejantes a los artífices que construyeron el arca
de Noé y que perecieron en el diluvio, después de haber preparado a otros
los medios de salvarse”.
Por eso la fe es permanentemente atacada por los escándalos de los malos
cristianos y del mundo con sus respectivos jefes, en los cuales, los
escándalos se magnifican.
¿Puede perderse la fe sin haber pecado contra ella? Si. Dios castiga a
algunos hombres los pecados contra algunas virtudes que no son la fe
dejándolos en tinieblas y entonces sobreviene la pérdida de la fe. Cuando se
da un largo período de descristianización surgen necesariamente multitud de
dudas contra la fe que producen la lejanía de Dios.
Lo que es del todo claro es que nadie puede perder la fe sin culpa propia,
porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocable” (Rm 11,29).
Siguiendo el ejemplo de los magos debemos perseverar en la fe.
San Pablo le dice a Timoteo: “combate el buen combate, conservando la fe y
la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe”.
Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla
con la Palabra de Dios (estudio de la fe en general), debemos pedir al Señor
que la aumente (oración); debe actuar por la caridad, ser sostenida por la
esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe tiene (como antes dijimos) luces y sombras. Desierto y consolación. A
los magos en su camino se les desapareció la estrella, pero también se les
apareció nuevamente y por eso “al ver la estrella sintieron grandísimo
gozo”. La fe nos da alegría. Dice comentando el pasaje San Juan Crisóstomo
“se regocijaron porque en vez de ver fallidas sus esperanzas, fueron por el
contrario, confirmadas más y más, y porque veían recompensadas las
penalidades de un camino largo”.
La fe verdadera termina en la visión.
Encontraron a Jesús y lo adoraron, reconocieron en Él a un Rey y por eso le
ofrecieron oro, el Rey de las naciones; lo reconocieron Dios y le ofrecieron
incienso y hombre verdadero por eso le dieron mirra. Creyeron con pureza de
fe: “aunque ellos no comprendieron que misterio era este ni que significaba
cada uno de sus dones, poco importaba, porque la misma gracia que los
inducía a hacer estas cosas; lo tenía todo dispuesto y ordenado” (San Juan
Crisóstomo).
También debemos alegrarnos en los magos de Oriente, primicias de nuestro
llamado a la fe católica. “Los tres hombres que ofrecen a Dios sus dones
representan a sus pies, las naciones venidas de las tres partes del mundo:
mientras abren sus tesoros, hacen salir del fondo del corazón la confesión
de la fe” (La glosa).
La Virgen vio en aquellos magos las primicias de las naciones a las cuales
también se iba a manifestar su Hijo según habían dicho los profetas y
también el homenaje de las naciones a su Hijo rey.
María va contemplando con más claridad el misterio de su Hijo, el Verbo
Encarnado.
La Virgen recuerda a aquellos seguidores perseverantes de la estrella que
desde Oriente vinieron buscando incansablemente al rey universal y no se
detuvieron hasta alcanzar su fin, ver al Niño Dios. En ellos María seguirá
viendo a través del tiempo muchos hijos suyos buscadores incansables de su
Hijo.
Notas
Lc 2, 51
Cf. Mt 2, 11
Cf. Mt 2, 1-11
Lc 1, 45
Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, comentario a
Mt 2,2. En adelante Catena Áurea…
Cat. Ig. Cat., 153
Cat. Ig. Cat, 154
Cat. Ig. Cat, 155
Ct. Ig. Ct, 156
Royo Marín, Teología Moral para Seglares (I), BAC
Madrid 1973, 253.
Ct. Ig. Cat, 163
Ct. Ig. Cat, 164
A los sacerdotes del seminario de Moncada,
21-09-1982, Valencia (España).
Cf. Mt 7,6
Cf. Lc 23, 7-9
St 2, 18
Mt 23, 3
5, 6
Cf. Royo Marín, Teología Moral para Seglares
(I)…, 246-47.
1 Tim 1, 18-19
Cf. Cat. Ig. Cat, 162
Mt 2, 10
Las citas de los Santos Padres son de la Catena
Áurea, comentario a Mt 2, 1-12 y de San Juan Crisóstomo, comentario a Mt 2,
1-12.
Jr 23, 5 ss.; 33, 15; Is 11.32 y 60; Ez 37, 23
ss.
Nm 24,17; Is 49, 23; 60, 5 ss.; Sal 77, 10-15
Directorio Homilético - Solemnidad de la Epifanía del Señor
CEC 528, 724: la Epifanía del Señor
CEC 280, 529, 748, 1165, 2466, 2715: Cristo, luz de las naciones
CEC 60, 442, 674, 755, 767, 774-776, 781, 831: la Iglesia, el sacramento de
la unidad del
género humano
528 La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de
Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas
de Caná (cf. LH Antífona del Magnificat de las segundas vísperas de
Epifanía), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos "magos"
venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos "magos", representantes de religiones
paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones
que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada
de los magos a Jerusalén para "rendir homenaje al rey de los Judíos" (Mt 2,
2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David
(cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24,
17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y
adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los
judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como
está contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía
manifiesta que "la multitud de los gentiles entra en la familia de los
patriarcas"(S. León Magno, serm.23 ) y adquiere la "israelitica dignitas"
(MR, Vigilia pascual 26: oración después de la tercera lectura).
724 En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de
la Virgen. Ella es la zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del
Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne dándolo a
conocer a los pobres (cf. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones
(cf. Mt 2, 11).
Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - Sagrada Familia
Los Padres de la Iglesia han visto en el llamamiento de los Magos, a la cuna
de Jesús, la vocación de los pueblos paganos a la luz de la fe. Esta es la
característica del misterio, explícitamente señalada por la Iglesia en la
oración en que resume los votos de sus hijos en esta solemnidad: Dios que en
este día revelaste a tu Hijo Único a los pueblos paganos, guiándolos por
medio de una estrella, conduce a quienes te conocemos por la fe, a la
contemplación de la hermosura de tu grandeza.
El Verbo encarnado se manifestase primero a los judíos en la persona de los
pastores, por ser ellos el pueblo escogido, del cual debía salir el Mesías,
hijo de David; a él se habían hecho las magníficas promesas cuya realización
constituiría el reino mesiánico; a él le tenía Dios confiadas las Escrituras
y la Ley; aquella Ley cuyos elementos no eran sino figura de la gracia que
debía traernos Jesucristo. Por tanto parecía justo que el Verbo Encarnado se
manifestase primero a los judíos.
Los pastores, gente sencilla y de recto corazón, representaron en el
pesebre al pueblo escogido: Evangelizo vobis gaudium magnum quia natus
vobis hodie Salvator (Lc 2, 10-11).
Más tarde, en su vida pública, se manifestaría Nuestro Señor a los judíos
por la sabiduría de su doctrina y por la aureola de sus milagros. En efecto,
podemos comprobar que su predicación se ciñó a los judíos.—Ved, por ejemplo,
qué responde Jesucristo a sus discípulos cuando abogan en favor de la mujer
cananea, natural de las regiones infieles de Tiro y Sidón, al presentarse
ella a Jesús pidiéndole un favor: "No he venido sino para las ovejas
descarriadas de Israel" (Mt 15, 24). Se necesitaba, en verdad, la fe viva y
profunda humildad de aquella pobre pagana, para arrancar, por decirlo así, a
Jesús la gracia que imploraba. —Cuando, en su vida pública, enviaba Nuestro
Señor a sus Apóstoles a predicar como Él la buena nueva, les decía asimismo:
"No vayáis a tierras de gentiles, ni os distingáis entre los samaritanos;
antes por lo contrarío, buscad las ovejas extraviadas de Israel" (Mt 10,
5-6). ¿Por qué encargo tan extraño? ¿Acaso habían sido excluidos los paganos
de la gracia de la redención y de la salvación obtenida por Jesucristo?
Ciertamente que no; pero es que, según el trazado del plan divino, estaba
reservada a los Apóstoles la evangelización de las naciones paganas,
después que los judíos, crucificando al Mesías, hubieron desechado
definitivamente al Hijo de Dios; lo cual se cumplió al morir Nuestro Señor
en la cruz, cuando el velo del templo se rasgó en dos partes, en señal de
que había cesado la Alianza Antigua con el pueblo hebreo.
A ellos aludía San Juan cuando dijo: "La luz brilló en las tinieblas y las
tinieblas no la vieron; bajó a su heredad y. los suyos no le recibieron"
(Jn 1, 5,11). Por eso decía Nuestro Señor a los judíos incrédulos: "El reino
de Dios os será quitado y transferido a los gentiles'' (Mt 21, 43).
Las naciones paganas fueron llamadas a ocupar la herencia prometida por el
Padre Eterno a su Hijo Jesús: Postula a me, et dabo tibi gentes hcereditatem
tuam (Sal. 2,4). Nuestro. Señor se decía a Sí mismo “el buen pastor que
entrega su vida por sus ovejas”, y añadía luego: “No tengo solamente ovejas
entre mi pueblo, tengo también otras que no pertenecen a este aprisco”; “es
necesario que las traiga a mí; ellas oirán mi voz y no habrá sino un solo
rebaño y un solo pastor” (Jn 10, 11,16). Por eso. antes de subir al cielo,
envía a sus Apóstoles a continuar su misión salvadora, no sólo entre las
ovejas perdidas de Israel, sino en todos los pueblos, dirigiéndoles las
siguientes palabras: “Id, predicad a toda criatura y enseñad a todas las
gentes. Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglo” ( Mt 28,
19-20) .
Con todo eso, no esperó el Verbo encarnado a su ascensión para derramar
entre la gentilidad la gracia de la buena Nueva. Ya desde su aparición en
este mundo, la invita al establo en la persona de los Magos. La Sabiduría
eterna, como Él es, quiso mostrarnos así que era el portador de la paz. Pax
hominibus bonae voluntatis (Lc 2,14), “no sólo a los que se hallaban cabe
él”—los judíos fieles representados por los pastores,— sino también a los de
lejanos países, cuales eran los paganos representados por los Magos. De este
modo, "de dos pueblos, al decir de San Pablo, no resultaba sino uno solo":
Qui fecit utraque unum, por ser Él uno, por la unión de su humanidad a la
divinidad el medianero perfecto, y "por quien Únicamente tenemos entrada
ante el Padre en un solo y único Espíritu.
La vocación de los Magos y su santificación significan el llamamiento de la
gentilidad a la fe y a la salvación. Dios envía un ángel a los pastores,
parque el pueblo escogido estaba avezado a las apariciones de los espíritus
celestiales; pero a los Magos, observadores de los astros, se les parece una
maravillosa estrella, símbolo, de la iluminación interior que irradia sobre
las almas para llamarlas a Dios. Cada una de las almas de los adultos es
alumbrada a lo menos una vez, como los Magos, por la estrella de la vocación
de la salvación eterna. A todos se da luz suficiente, y dogma de nuestra fe
es que “Dios quiere salvar a todos los hombres”:(I Tm 2,4). “Que quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”
En el día del juicio, todos, sin dejar uno, reclamarán con la convicción
arrancada por la evidencia, la justicia infinita de Dios y la perfecta
rectitud de sus sentencias: Justus es, Domine, et rectum juidicum tuum. (Sal
118). “Justo eres Señor, y rectos tus juicios”. Los que por toda la
eternidad haya Dios arrojado de Sí, reconocerán que ellos han sido los
causantes de su perdición.
Pero no fuera esto verdadero si los precitos no hubiesen tenido la
posibilidad de conocer y recibir la luz divina de la fe pues repugna no sólo
a la bondad infinita de Dios, sino también a su justicia el condenar a un
alma sumida en invencible ignorancia.
Sin duda, la estrella conductora de los hombres a la fe, no es una misma
para todos; tiene destellos y matices varios: pero su fulgor es asaz visible
para que los corazones de buena voluntad puedan reconocerla y descubrir en
ella la señal de la vocación divina. Dios, en su providencia sapientísima,
varía incesantemente su acción. Incomprensible como El mismo, la cambia,
siguiendo las reales esplendideces, siempre activas, de su amor, y las
exigencias, siempre santas, de su justicia. Aquí debemos adorar, con San
Pablo, "la profundidad insondable de los caminos de Dios, y proclamar cómo
trasciende infinitamente a todo cuanto puede alcanzar el ojo humano".
-¿Quién penetró jamás en los arcanos del Señor o fue su consejero?" O
altitudo divitiarum sapientiae et scientiae Dei! Quam incomprehensibilia
sunt judicia ejus et investigabiles viae. ejus! (Rm 11,33).
Nosotros hemos tenido la dicha de haber "visto la estrella" y de haber
reconocido por Dios nuestro al Niño en el pesebre, y nos ha cabido la suerte
de pertenecer a la. Iglesia, cuyas primicias fueron los Magos.
En el oficio de la festividad, la liturgia denomina esta vocación de todo el
género humano a la fe y a la salvación en la persona de los Magos, "las
bodas de la Iglesia con el Esposo". Mirad con qué alegría, y en qué
términos tan magníficos y simbólicos, extractados del profeta Isaías,
proclama, en la epístola de la misa, el esplendor y gloria de esta Jerusalén
espiritual, que debe acoger en su maternal regazo a las naciones: “Levántate
y resplandece, Jerusalén, porque ha venido tu deseada luz y se ha
manifestado sobre ti, la gloria del Señor. Cuando las tinieblas cubran la
tierra y la obscuridad los pueblos, nacerá sobre ti el Señor y veráse en ti
su gloria. Las gentes caminarán guiadas de tu luz y los reyes al resplandor
de tu aurora. Alza tus ojos en derredor y mira: todos se han juntado y
vienen a ti: de lejos vendrán tus hijos, y del lado surgirán tus hijas.
Entonces verás y quedarás radiante de alegría y tu corazón se maravillará, y
dilatará. porque te traerán las riquezas de la mar y los tesoros de las
naciones” (Is 9,1-5).
Demos incesantemente acción de gracias por. “habernos hecho dignos de
compartir la herencia de los santos en la luz, al librarnos del poder de las
tinieblas para trasladarnos al reino de su Hijo” (Col 1, 13), es decir, su
Iglesia.
El llamamiento a la fe es un insigne beneficio, porque contiene en germen la
vocación a la eterna bienaventuranza de la visión divina. No olvidemos que
ella ha sido la alborada de todas las misericordias de Dios, y que la
felicidad del hombre se resume en la fidelidad a esta vocación: la fe ha de
conducirnos hasta la visión beatífica (Oración colecta de la fiesta).
Debemos agradecer a Dios esta singular gracia de la fe cristiana, y
esforzarnos en ser cada día más dignos de ella, defendiéndola contra todos
los peligros a que la provoca el naturalismo, el escepticismo, la
indiferencia o el respeto humano de nuestro siglo, y procurando ser siempre
fieles en nuestra vida práctica a los dictados y normas de nuestra santa fe.
Pidamos también a Dios que otorgue este don preciadísimo de la fe a todas
las almas que “de asiento yacen en las tinieblas y sombras de la muerte”;
supliquemos al Señor que las ilumine con su estrella y que Él mismo sea “el
Sol que las visite desde lo alto con su dulce misericordia”: Per viscera
misericordiae Dei nostri in quibus visitavit…Oriens ex alto (Lc 1, 78-79).
Mucho agrada a Nuestro Señor que pidamos sea conocido y glorificado como el
Salvador de todos los hombres y Rey de los que dominan. Lo es asimismo al
Padre eterno, pues no desea otra cosa sino la glorificación de su Hijo.
Repitamos muy a menudo, en estos santos días, la oración que el mismo Verbo
encarnado ha puesto en nuestros labios: Oh Padre Celestial, "Padre de las
luces" haced que llegue vuestro reino, el reino que tiene por jefea vuestro
Hijo Jesús: ¡Adveniat regnum tuum! Sea vuestro Hijo cada vez más y más
conocido, amado, servido y glorificado, para que a su vez, manifestándoos
más aún a los hombres, os glorifique en la unidad de vuestro común Espíritu:
Pater, clarifica Filium tuum, ut Filius tuus clarificet te!
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, pp. 171-177)
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La adoración de los magos
Acerquémonos juntamente con los Magos al pesebre, para adorar al Niño Dios.
Ellos vinieron desde tierras muy lejanas, llamados por el Amor eterno para
la gran cita de Belén. Eran hombres importantes, sabios y filósofos,
dedicados a la ciencia, en especial a la medicina y a la astrología. El
Martirologio los ha colocado en el catálogo de los santos.
Vinieron desde Oriente a Jerusalén con un designio, el de preguntar dónde
estaba el Rey de los judíos que había nacido. Sin duda que era Dios quien
les había revelado el hecho del Nacimiento de Cristo. Ellos no eran judíos,
eran paganos. Por eso en el día de hoy festejamos con gran júbilo, la
epifanía o manifestación del Señor, no a los judíos, sino a los pueblos
gentiles. Los Magos sabían que aquel en cuya busca estaban era un Rey, y por
lo que se lee en el texto de la Escritura, que tal Rey era a su vez Dios, ya
que aseguran haber venido con el propósito de adorarle.
Sabemos que el pueblo elegido, al menos en sus dirigentes, no quiso recibir
al Enviado. Por eso en el momento crucial de la Pasión de Cristo, afirmaron
decididamente: "No queremos que éste reine sobre nosotros". Fueron, pues,
los suyos quienes se negaron a recibirlo. Pero Dios, rico en misericordia,
no sólo había invitado a los judíos a la salvación, sino que quiso extender
su llamado a todas las naciones. Por eso Jesús Resucitado enviaría a los
Apóstoles a predicar en todas las direcciones, hasta los confines del mundo.
La semilla de la Palabra no es exclusividad del campo judío. Quiso el Señor
esparcirla por todos lados, en cada lugar y sobre cada alma. Señala al
respecto San Ireneo: "Del mismo modo que el sol, creatura de Dios, es uno e
idéntico en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en
todas partes e ilumina a todos los hombres que quieren llegar al
conocimiento de la verdad".
San Pablo será el vaso de elección de Dios, llamado a ser como un morral
esparcidor de la semilla de la Palabra sobre tierra de paganos. Por eso se
lo llama, por eminencia, Apóstol de los gentiles. Es él quien en la lectura
de hoy a los efesios nos afirma que los gentiles "participan de una misma
herencia, son miembros de un mismo Cuerpo y beneficiarios de la misma
promesa en Cristo Jesús, por medio del Evangelio".
Pero volvamos a los que nos ocupa. Los Magos son representantes conspicuos
de los pueblos paganos, la primicia de lo que los antiguos llamaban "las
naciones", es decir, los pueblos que no pertenecían a la nación
especialmente elegida. Valiéndose de las profecías hechas por Dios durante
tantos siglos al pueblo elegido, se servirán de ellas para allegarse a Belén
y adorar al Niño. Cuando preguntan dónde estaba el Rey de los judíos que
acababa de nacer, los sacerdotes y escribas les respondieron, por voz del
profeta Miqueas, que según estaba escrito había de nacer en la humilde aldea
de Belén en Judá. El Mesías no debía ser engendrado entre los poderosos de
este mundo. Porque en la debilidad se mostraría su grandeza; por eso quiso
nacer en un lugar pobre y despreciado, y en un paraje tan desolado como lo
ea une gruta de animales. Eligió todo lo pobre y humilde, para que no
hubiese duda que era el Poder Divino el que venía a transformar el Universo
entero.
Los judíos tenían en sus manos la posibilidad de interpretar las Escritura y
sus profecías. Pero no supieron barruntar los signos de los tiempos
mesiánicos. "Dios –dice San Teófilo de Antioquía–se deja ver de los que son
capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos
tienen ojos, pero algunos los tienen bañados en tinieblas y no pueden ver la
luz del sol. Y no porque los ciegos no la vean deja por eso de brillar la
luz solar, sino que ha de atribuirse esta oscuridad a su defecto de visión.
Así tú tienes los ojos entenebrecidos por tus pecados y malas acciones". Hay
en los judíos un defecto de visión. Tienen todo para creer en el Mesías: la
revelación, las profecías referidas a Él, los hechos portentosos, la Ley
como guía moral. Pero están como ciegos...
Los Magos suman a la fe que ya tienen, las profecías sobre el Mesías, y
creen aún más, disponiéndose a adorar a Aquel que, a no dudarlo, es Dios que
ha venido a habitar entre nosotros.
La estrella de la fe
El llamado a creer en Cristo es universal. Dios es quien invita, de Él es
la iniciativa. El hombre, poseedor del libre albedrío puede responderle que
sí, con lo cual se acerca a la luz, o puede negarse a la convocatoria, en
cuyo caso permanece en la noche tenebrosa.
La estrella de Belén invitó a los Magos a seguirla a través de un largo y
dificultoso camino. Fatigas, hambre, vigilias, acecharon el itinerario.
Pero ellos no se amedentrarón, deseosos como estaban de encontrar a quien ya
no se hallaba lejos de sus corazones. La estrella de la fe brilla en la
oscuridad de este mundo, haciéndonos buscar a Dios incansablemente. Ella no
sólo será la luz que nos ilumina para poder ver, sino la guía del camino.
Tal es el cometido de la estrella, figura de la fe, conducimos por el
sendero de la vida, hasta el encuentro definitivo con Cristo.
Los Magos la siguieron, y encontraron efectivamente al Señor. Su
"orientadora" no les falló. Así también la fe, luz que guía nuestra
inteligencia, no nos defraudará. Nos llevará hasta el final, y hasta el
término en el camino de este peregrinar, que no es otro que el descanso en
la contemplación del Verbo Encamado, y a través de Él, de la Santísima
Trinidad.
Escribe San Juan de la Cruz: "La fe y el amor serán los lazarillos que te
llevarán a Dios por donde tú no sabes ir. La fe son los pies que llevan a
Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina".
Cuando los Magos llegaron a Belén, al final de tantas fatigas, de tanto
buscar al que con Amor eterno ya los había llamado y germinalmente
encontrado, por fin descansaron. Quizás esperaban hallar un palacio,
riquezas, lujo y ostentación. Sólo vieron a un Niño en brazos de su Madre.
Sin embargo, la luz que los trajo, suscitó en su interior un sagrado deber
de piedad y religiosidad. Se arrodillaron entonces, ante el Niño, para
expresar con tal postura su tributo de adoración. Habían encontrado, por
fin, a su Dios y Señor. La fe, infatigable en su labor de alfarero sobre las
almas, había consumado su labor, haciendo que estos hombres acabasen por
descubrir detrás de la presencia de un Niño encantador el Misterio
insondable de la divinidad del Dios todopoderoso. Se encontraron con
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Es claro que en el marco de la
fe. Detrás de lo que sus ojos carnales veían, estaba la nube que ocultaba la
divinidad. Era una captación claroscuro, ya que todavía caminaban en la fe
y no en la visión. La fe es luminosa porque enfoca a Aquel en quien se cree,
pero a su vez deja escapar algo. Cuando se cierre el telón del primer acto
de la vida, y se abra el de las verdaderas realidades, entonces veremos a
Dios cara a cara, y en Él todo lo demás.
"Hallaron al niño con María su madre"
Dónde más podían reconocer al Mesías sino en brazos de su Medre? Fieles
continuadores de la descendencia de Abraham según la fe, los Magos vieron
juntos al Niño y a su Madre, inescindiblemente unidos. Así "las naciones"
fueron evangelizadas en Cristo y en María. Así nació la fe en nuestra
América indígena y gentil. Heredera de esta fe, por designio de la
Providencia, se puso detrás de los Magos para adorar al Niño de Belén. Ella
también supo utilizar las profecías del pueblo de Dios, y hoy es Mundo Nuevo
y Nación Santa.
Sigue diciendo el evangelio que los Magos ofrecieron dones diversos al Niño:
"oro, incienso y mirra", el oro de la fe y las buenas obras, el incienso de
la oración y la piedad, y la mirra de la mortificación y la castidad. Tres
dones que la Iglesia ofrece constantemente a su Divino Esposo. El oro de la
fe, que refulge hasta palidecer frente al Sol de la Gloria. El incienso de
la oración, que se levanta de la tierra al cielo, en espera de la
consumación total de los tiempos. La mirra de la mortificación, hasta que
todos los hombres que han contemplado lo que falta a la pasión de Cristo,
reciban el premio de la corona por sus esfuerzos y luchas.
Cuenta una tradición antigua que Herodes, al enterarse de que los Magos
habían vuelto por otro camino, mandó esbirros en su persecución para
matarlos. Ignoramos si esto se concretó. No sería extraño, ya que quien odia
a Cristo, quiere perseguir y matar a sus seguidores. Pero el Señor también
les dice a los Magos, a través de la estrella de la fe que los fortifica:
"No temáis, Yo he vencido al mundo".
Festejamos hoy en la figura de los Magos nuestro nacimiento a la luz de
Dios. Ellos vieron con sus ojos carnales al Niño Jesús, nosotros los vemos
con los solos ojos de la fe. En este tiempo de Navidad que se nos escapa,
retornemos al pesebre para agradecerle a Jesús el nacimiento nuestro a la
vida de la gracia. Pidámosle al Niño que nos afirme en este camino, guiados
por la fe, y que toda América cristiana y los antiguos pueblos gentiles que
hoy rezan a Jesucristo, no se aparten de la estrella que conduce a la
definitiva manifestación del Señor en su gloria.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C,
Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 32-37)
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Aplicación: Benedicto XVI - “Cayendo de rodillas lo adoraron”
Queridos jóvenes:
En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos llegado
al momento que san Mateo describe así en su evangelio: "Entraron en la casa
(sobre la que se había detenido la estrella), vieron al niño con María, y
cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). El camino exterior de aquellos
hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo
camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida.
Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién
nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey
local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían que el
mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos. Estaban convencidos de
que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído
hablar también de las grandes profecías en las que los profetas de Israel
habían anunciado un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su
nombre y de parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto
en camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el
derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese Rey,
postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación del mundo.
Eran de esas personas que "tienen hambre y sed de justicia" (Mt 5, 6). Un
hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos
para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su
servicio.
Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en
realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el
mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la
promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se postran ante una
criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes -el rey al que
habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la familia no le
quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el que se
postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían,
pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se
postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero
debían aún interiorizar estos gozosos gestos.
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así
cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es
diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto
de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este
mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No
contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto
de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf.
Mt 26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el
poder inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia-
sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a
la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan
cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser
diferentes, han de aprender el estilo de Dios.
Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad
sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su
adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro, incienso
y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La adoración
tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que
venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño
como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias
posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían
servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto
tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a
través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben
entregarse a sí mismos: un don menor que este es poco para este Rey.
Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder,
a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la
verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se
preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo
contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a
perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de
Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el
seguimiento de Jesús.
Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para
nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios,
que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y
difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de
Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en
su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han
buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica
el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos-
mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el
Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se
revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la
estela luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue
dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí
con nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de
personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso
demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida
del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos
han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad,
sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por
la luz de Cristo.
De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se
consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la
historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado
a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro
de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la
posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar
la obra de la creación: "Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san
Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola,
san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo
XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de
nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío.
Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que
quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de
Dios mismo.
Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora
quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de
Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el
siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de
Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para
transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se
tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de
orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se
llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y
lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo
dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de
nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La
revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida
de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede
salvarnos sino el amor?
Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos hablan
de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica la
violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios.
Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de
Belén. "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn
14, 9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera
traspasado, se ha manifestado el verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos
junto con la muchedumbre de los que nos han precedido. Entonces iremos por
el camino justo.
Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado,
sino que creemos y nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas
Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se
manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante
nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo
nos lo dijo: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y
cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la
Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón
por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o los
actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha
hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos
nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó
a formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la
cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos
esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente
a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también al
mismo tiempo la gran familia de Dios, mediante la cual él establece un
espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones.
Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia que vemos aquí; de
tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo aquí, en Colonia,
experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como el
mundo, que comprende el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el
futuro de todas las partes de la tierra. En esta gran comitiva de
peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la estrella que
ilumina la historia.
"Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de
rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). Queridos amigos, esta no es una historia
lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia
consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta
misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente
así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que
cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24).
Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación
interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta
peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe. Amén.
(BENEDICTO XVI, Discurso con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud,
Vigilia con los jóvenes, Colonia, Explanada de Marienfeld, Sábado 20 de
agosto de 2005)
Aplicación: Benedicto XVI - La gran luz de Epifanía
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, solemnidad de la Epifanía, la gran luz que irradia desde la cueva de
Belén, a través de los Magos procedentes de Oriente inunda a toda la
humanidad. La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, y el
pasaje del Evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, ponen la
promesa junto a su cumplimiento, en la tensión particular que se produce
cuando se leen sucesivamente pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Así
se nos presenta la espléndida visión del profeta Isaías, el cual, tras las
humillaciones infligidas al pueblo de Israel por las potencias de este
mundo, ve el momento en el que la gran luz de Dios, aparentemente sin poder
e incapaz de proteger a su pueblo, surgirá sobre toda la tierra, de modo que
los reyes de las naciones se inclinarán ante él, vendrán desde todos los
confines de la tierra y depositarán a sus pies sus tesoros más preciosos. Y
el corazón del pueblo se estremecerá de alegría.
En comparación con esa visión, la que nos presenta el evangelista san Mateo
es pobre y humilde: nos parece imposible reconocer allí el cumplimiento de
las palabras del profeta Isaías. En efecto, no llegan a Belén los poderosos
y los reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes desconocidos, tal vez
vistos con sospecha; en cualquier caso, no merecen particular atención. Los
habitantes de Jerusalén son informados de lo sucedido, pero no consideran
necesario molestarse, y parece que ni siquiera en Belén hay alguien que se
preocupe del nacimiento de este Niño, al que los Magos llaman Rey de los
judíos, o de estos hombres venidos de Oriente que van a visitarlo. De hecho,
poco después, cuando el rey Herodes da a entender quién tiene efectivamente
el poder obligando a la Sagrada Familia a huir a Egipto y ofreciendo una
prueba de su crueldad con la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18), el
episodio de los Magos parece haberse borrado y olvidado. Por tanto, es
comprensible que el corazón y el alma de los creyentes de todos los siglos
se hayan sentido más atraídos por la visión del profeta que por el sobrio
relato del evangelista, como atestiguan también las representaciones de esta
visita en nuestros belenes, donde aparecen los camellos, los dromedarios,
los reyes poderosos de este mundo que se arrodillan ante el Niño y depositan
a sus pies sus dones en cofres preciosos. Pero conviene prestar más atención
a lo que los dos textos nos comunican.
En realidad, ¿qué vio Isaías con su mirada profética? En un solo momento,
vislumbra una realidad destinada a marcar toda la historia. Pero el
acontecimiento que san Mateo nos narra no es un breve episodio
intrascendente, que se concluye con el regreso apresurado de los Magos a sus
tierras. Al contrario, es un comienzo. Esos personajes procedentes de
Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de
aquellos que, a lo largo de todas las épocas de la historia, saben reconocer
el mensaje de la estrella, saben avanzar por los caminos indicados por la
Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquel que aparentemente es débil
y frágil, pero que en cambio puede dar la alegría más grande y más profunda
al corazón del hombre. De hecho, en él se manifiesta la realidad estupenda
de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, de que su grandeza y su
poder no se manifiestan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un niño
inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se confía a nosotros. A lo largo
de la historia siempre hay personas que son iluminadas por la luz de la
estrella, que encuentran el camino y llegan a él.
Todas viven, cada una a su manera, la misma experiencia que los Magos.
Llevaron oro, incienso y mirra. Esos dones, ciertamente, no responden a
necesidades primarias o cotidianas. En ese momento la Sagrada Familia habría
tenido mucha más necesidad de algo distinto del incienso y la mirra, y
tampoco el oro podía serle inmediatamente útil. Pero estos dones tienen un
significado profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la mentalidad
vigente en aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una
persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren decir
que desde aquel momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su
autoridad. La consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no
pueden proseguir por su camino, ya no pueden volver a Herodes, ya no pueden
ser aliados de aquel soberano poderoso y cruel. Han sido llevados para
siempre al camino del Niño, al camino que les hará desentenderse de los
grandes y los poderosos de este mundo y los llevará a Aquel que nos espera
entre los pobres, al camino del amor, el único que puede transformar el
mundo.
Así pues, no sólo los Magos se pusieron en camino, sino que desde aquel acto
comenzó algo nuevo, se trazó una nueva senda, bajó al mundo una nueva luz,
que no se ha apagado. La visión del profeta se ha realizado: esa luz ya no
puede ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y
serán iluminados por la alegría que sólo él sabe dar. La luz de Belén sigue
resplandeciendo en todo el mundo. San Agustín recuerda a cuantos la acogen:
"También nosotros, reconociendo en Cristo a nuestro rey y sacerdote muerto
por nosotros, lo honramos como si le hubiéramos ofrecido oro, incienso y
mirra; sólo nos falta dar testimonio de él tomando un camino distinto del
que hemos seguido para venir" (Sermo 202. In Epiphania Domini, 3, 4).
Por consiguiente, si leemos juntamente la promesa del profeta Isaías y su
cumplimiento en el Evangelio de san Mateo en el gran contexto de toda la
historia, resulta evidente que lo que se nos dice, y lo que en el belén
tratamos de reproducir, no es un sueño ni tampoco un juego vano de
sensaciones y emociones, sin vigor ni realidad, sino que es la Verdad que se
irradia en el mundo, a pesar de que Herodes parece siempre más fuerte y de
que ese Niño parece que puede ser relegado entre aquellos que no tienen
importancia, o incluso pisoteado. Pero solamente en ese Niño se manifiesta
la fuerza de Dios, que reúne a los hombres de todos los siglos, para que
bajo su señorío recorran el camino del amor, que transfigura el mundo. Sin
embargo, aunque los pocos de Belén se han convertido en muchos, los
creyentes en Jesucristo parecen siempre pocos. Muchos han visto la estrella,
pero son pocos los que han entendido su mensaje. Los estudiosos de la
Escritura del tiempo de Jesús conocían perfectamente la Palabra de Dios.
Eran capaces de decir sin dificultad alguna qué se podía encontrar en ella
acerca del lugar en el que habría de nacer el Mesías, pero, como dice san
Agustín: "Les sucedió como a los hitos (que indican el camino): mientras dan
indicaciones a los caminantes, ellos se quedan inertes e inmóviles" (Sermo
199. In Epiphania Domini, 1, 2).
Entonces podemos preguntarnos: ¿cuál es la razón por la que unos ven y
encuentran, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les
falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el
camino pero no se mueven? Podemos responder: la excesiva seguridad en sí
mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de
haber formulado ya un juicio definitivo sobre las cosas hacen que su corazón
se cierre y se vuelva insensible a la novedad de Dios. Están seguros de la
idea que se han hecho del mundo y ya no se dejan conmover en lo más profundo
por la aventura de un Dios que quiere encontrarse con ellos. Ponen su
confianza más en sí mismos que en él, y no creen posible que Dios sea tan
grande que pueda hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a
nosotros.
Al final, lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que
es más grande, pero también la valentía auténtica, que lleva a creer en lo
que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme. Falta
la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse y de salir
de sí para avanzar por el camino que indica la estrella, el camino de Dios.
Sin embargo, el Señor tiene el poder de hacernos capaces de ver y de
salvarnos. Así pues, pidámosle que nos dé un corazón sabio e inocente, que
nos permita ver la estrella de su misericordia, seguir su camino, para
encontrarlo y ser inundados por la gran luz y por la verdadera alegría que
él ha traído a este mundo. Amén.
(Basílica Vaticana, Martes 6 de enero de 2010)
Ejemplos Predicables
Buscando a Dios
Había una vez un niño que quería conocer a Dios. Pensaba que sería un largo
viaje para llegar a donde vivía Dios. Empacó su pequeña maleta, con
panecillos y una media docena de jugos y emprendió la partida.
Apenas había recorrido tres cuadras, cuando vio a una viejecita sentada en
el parque, observando las palomas. El niño se sentó a su lado y abrió su
maletita. Estaba a punto de tomar su jugo, cuando le pareció que la
viejecita tenía hambre, así que le ofreció un panecillo. Ella, agradecida,
lo aceptó y sonrió. Su sonrisa era tan hermosa que el niño quiso verla
nuevamente. Entonces, le ofreció un jugo y la viejita volvió a sonreír.
¡El niño estaba encantado! Ambos se quedaron sentados toda la tarde,
comiendo y sonriendo, pero no intercambiaron una sola palabra. Al oscurecer,
el niño estaba cansado y se levantó para irse. Se dio la vuelta y le dio un
abrazo a la viejecita. Ella le devolvió entonces una hermosa sonrisa como
nunca antes había sonreído.
El niño regresó a su casa y cuando abrió la puerta, su madre, sorprendida
por la cara de felicidad que tenía su hijo, le preguntó:
- "¿Qué hiciste en el día de hoy que te ha hecho tan feliz?".
- "He comido con Dios. Y sabes qué? Tiene la sonrisa más bella que he
visto!".
Mientras tanto, la viejecita, también con mucha felicidad, radiante, regresó
a su casa. Su hijo quedó anonadado por la paz que se pintaba en el rostro de
su madre y preguntó:
- "Mamá, ¿qué hiciste el día de hoy, que te hizo tan feliz?".
Ella contestó:
- "Comí panecillos en el parque, con Dios. Y ¿sabes qué? Es más joven de lo
que yo esperaba".
Podemos estar seguros de que Dios está presente en cada uno de nosotros,
como nos enseña esta linda historia.
(cortesía: ive.org et alii)