Fiesta del Bautismo del Señor C - Comentarios de Sabios y Santos: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa
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Exégesis: Alois Stöger - Bautismo de Jesús (Lc 3, 21-22)
Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Con su Bautismo, comienza la
vida pública del Redentor
Santos Padres: San Ambrosio - El Bautismo del Señor
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El Espíritu
Santo descendió sobre Jesús en forma de paloma
Aplicación: San Juan Pablo II - El bautismo es el sacramento primero y
fundamental de la Iglesia
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El Bautismo del Señor
Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - El Bautismo del Señor
Aplicación: Benedicto XVI - El Bautismo del Señor
Aplicación: Benedicto XVI - Bautismo de Jesús punto de partida
Aplicación P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El Testimonio del Padre sobre Jesús en su bautismo
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Homilético: El Bautismo de Jesús
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - Bautismo de Jesús (Lc 3, 21-22)
El bautismo de Jesús sólo se menciona de paso; se halla en segundo término.
La proclamación divina que glorifica a Jesús ocupa el primer plano del
relato. Dios se manifiesta después del bautismo, pero este hecho va
precedido de una triple humillación. Jesús es uno del pueblo, uno de tantos
que acude a bautizarse; se ha convertido en uno cualquiera. Jesús recibe el
bautismo de conversión y penitencia para el perdón de los pecados como uno
de tantos pecadores. Ora como oran los hombres que tienen necesidad de
ayuda. El bautismo de penitencia y la plegaria preparan para la recepción
del Espíritu. Pedro dice: «Convertíos, y que cada uno de vosotros se bautice
en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis
el don del Espíritu Santo» (Hec 2:38). El padre celestial dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan (Luc 11:13). El Espíritu Santo es enviado y
opera mientras se ora.
La triple humillación va seguida de una triple exaltación. El cielo se abre
sobre Jesús. Se espera que en el tiempo final se abra el cielo que hasta
ahora estaba cerrado: «¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras, haciendo
estremecer las montañas!» (Isa 64:1). Jesús es, el Mesías. En él viene Dios.
él mismo es el lugar de la manifestación de Dios en la tierra, el Betel
neotestamentario (cf. Jua 50:51), donde se abrió la puerta del cielo y Dios
se hizo presente a Jacob (Gen 28:17).
El Espíritu Santo descendió sobre Jesús. Vino en forma corporal, en forma de
paloma. Según Lucas, el acontecimiento del Jordán es un hecho que se puede
observar. La paloma desempeña gran papel en el pensamiento religioso. El
Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas cuando comenzó la obra de la
creación. La imagen de esta representación la ofrecía la paloma que se posa
sobre sus crías. La voz de Dios se comparaba con el arrullo de la paloma. Si
se buscaba un símbolo del alma, elemento vivificante del hombre, se recurría
a la imagen de la paloma, considerada también como símbolo de la sabiduría.
De ahora en adelante, el Espíritu de Dios hace en Jesús la obra mesiánica,
que causa nueva creación, revelación, vida y sabiduría.
Jesús, como engendrado por el Espíritu, posee el Espíritu (1,35). Lo
recibirá del Padre cuando sea elevado a la diestra de Dios (Hec 2:33), y
ahora lo recibe también. El Espíritu no se da a Jesús gradualmente, pero las
diferentes etapas de su vida desarrollan cada vez más la posesión del
Espíritu. Dios es quien determina este desarrollo.
La voz de Dios declara a Jesús, Hijo de Dios. Como es engendrado por Dios,
por eso es ya su Hijo (Hec 1:32.35). Después de su resurrección se le
proclama solemnemente como tal: «Dios ha resucitado a Jesús, como ya estaba
escrito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado» (Hec
13:33). La voz del cielo clama aplicando a Jesús este mismo salmo que canta
al Mesías como rey y sacerdote. En el «hoy» de la hora de la salvación lo da
Dios a la humanidad como rey y sacerdote mesiánico. A esta hora miraban los
tiempos pasados, a ella volvemos nosotros los ojos.
(STÖGER, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje,
Herder, Barcelona, 1969)
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Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Con su Bautismo, comienza la
vida pública del Redentor
Queridos hermanos y hermanas:
1. La fiesta litúrgica del Bautismo de Jesús, nos recuerda el acontecimiento
que inauguró la vida pública del Redentor, y comenzó así a manifestarse el
misterio ante el pueblo.
El relato evangélico pone de relieve la conexión que hay, desde el comienzo,
entre la predicación de Juan Bautista y la de Jesús. Al recibir aquel
bautismo de penitencia, Jesús manifiesta la voluntad de establecer una
continuidad entre su misión y el anuncio que el Precursor había hecho de la
proximidad de la venida mesiánica. Considera a Juan Bautista como el último
de la estirpe de los Profetas y "más que un profeta" (Mt 11, 9), ya que fue
encargado de abrir el camino al Mesías.
En este acto del Bautismo aparece la humildad de Jesús: Él, el Hijo de Dios,
aunque es consciente de que su misión transformará profundamente la historia
del mundo, no comienza su ministerio con propósitos de ruptura con el
pasado, sino que se sitúa en el cauce de la tradición judaica, representada
por el Precursor. Esta humildad queda subrayada especialmente en el
Evangelio de San Mateo, que refiere las palabras de Juan Bautista: "Soy yo
quien debe ser por Tí bautizado, ¿y vienes Tú a mí?" (3, 14). Jesús
responde, dejando entender que en ese gesto se refleja su misión de
establecer un régimen de justicia, o sea, de santidad divina, en el mundo:
"Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia" (3, 15).
2. La intención de realizar a través de su humanidad una obra de
santificación, anima el gesto del bautismo y hace comprender su significado
profundo. El bautismo que administraba Juan Bautista era un bautismo de
penitencia con miras a la remisión de los pecados. Era conveniente para los
que, reconociendo sus culpas, querían convertirse y retornar a Dios. Jesús,
absolutamente santo e inocente, se halla en una situación diversa. No puede
hacerse bautizar para la remisión de sus pecados. Cuando Jesús recibe un
bautismo de penitencia y de conversión, es para la remisión de los pecados
de la humanidad. Ya en el Bautismo comienza a realizarse todo lo que se
había anunciado sobre el siervo doliente en el oráculo del libro de Isaías:
allí el siervo es representado como un justo que llevaba el peso de los
pecados de la humanidad y se ofrecía en sacrificio para obtener a los
pecadores el perdón divino (53, 4-12).
El Bautismo de Jesús es, pues, un gesto simbólico que significa el
compromiso en el sacrificio para la purificación de la humanidad.
El hecho de que en ese momento se haya abierto el Cielo, nos hace comprender
que comienza a realizarse la reconciliación entre Dios y los hombres. El
pecado había hecho que el Cielo se cerrase; Jesús restablece la comunicación
entre el Cielo y la tierra. El Espíritu Santo desciende sobre Jesús para
guiar toda su misión, que consistirá en instaurar la alianza entre Dios y
los hombres.
3. Como nos relatan los Evangelios, el Bautismo pone de relieve la filiación
divina de Jesús: el Padre lo proclama su Hijo predilecto, en el que se ha
complacido. Es clara la invitación a creer en el misterio de la Encarnación
y, sobre todo, en el misterio de la Encarnación redentora, porque está
orientada hacia el sacrificio que logrará la remisión de los pecados y
ofrecerá la reconciliación al mundo. Efectivamente, no podemos olvidar que
Jesús presentará más tarde este sacrificio como un bautismo, cuando pregunte
a dos de sus discípulos: "¿Podéis beber el cáliz que Yo he de beber o ser
bautizados con el bautismo con que Yo he de ser bautizado?" (M 10, 38). Su
Bautismo en el Jordán es sólo una figura; en la Cruz recibirá el Bautismo
que va a purificar al mundo.
Mediante este Bautismo, que primero tuvo expresión en las aguas del Jordán y
que luego fue realizado en el Calvario, el Salvador puso el fundamento del
bautismo cristiano. El Bautismo que se practica en la Iglesia se deriva del
sacrificio de Cristo.
Es el Sacramento con el cual, a quien se hace cristiano y entra en la
Iglesia, se le aplica el fruto de este sacrificio: la comunicación de la
vida divina con la liberación del estado de pecado.
El rito del Bautismo, rito de purificación con el agua, evoca en nosotros el
Bautismo de Jesús en el Jordán. En cierto modo reproduce ese primer
Bautismo, el del Hijo de Dios, para conferir la dignidad de la filiación
divina a los nuevos bautizados. Sin embargo, no se debe olvidar que el rito
bautismal produce actualmente su efecto en virtud del sacrificio ofrecido en
la Cruz. A los que reciben el Bautismo se les aplica la reconciliación
obtenida en el Calvario.
He aquí, pues, la gran verdad: el Bautismo, al hacernos partícipes de la
Muerte y Resurrección del Salvador, nos llena de una vida nueva. En
consecuencia, debemos evitar el pecado o, según la expresión del Apóstol
Pablo, "estar muertos al pecado", y "vivir para Dios en Cristo Jesús" (Rom
6, 11).
En toda nuestra existencia cristiana el Bautismo es fuente de una vida
superior, que se otorga a los que, en calidad de hijos del Padre en Cristo,
deben llevar en sí mismos la semejanza divina.
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Santos Padres: San Ambrosio - El Bautismo del Señor
83. Y aconteció, al tiempo que todo el pueblo era bautizado, que, habiendo
sido también bautizado y estando en oración, se abrió el cielo, y descendió
el Espíritu Santo en figura corporal a manera de paloma sobre El, y una voz
vino del cielo: Tú eres mi Hijo amado; en ti me agradé. El Señor ha sido,
pues, bautizado: No quería El ser purificado, sino purificar las aguas, a
fin de que, limpias por la carne de Cristo, que jamás conoció el pecado,
tuviesen el poder de bautizar. Así el que viene al bautismo de Cristo deja
allí sus pecados. Bellamente el evangelista San Lucas se ha propuesto
resumir lo que habían dicho los otros y ha dado a entender que el Señor fue
bautizado por Juan, más que dejarlo expresado. En cuanto a la causa de este
bautismo del Señor, el mismo Señor nos lo explica con estas palabras:
Déjame hacer ahora, pues así nos cumple realizar plenamente toda justicia
(Mt 3,15).
84. Habiendo hecho tanto Dios por un favor divino, que, para la edificación
de su Iglesia, después de los patriarcas, de los profetas y de los ángeles,
descendiese el Hijo Unigénito de Dios y viniese al bautismo, ¿no
reconoceremos nosotros con cuánta verdad y divinamente se ha dicho de la
Iglesia: Si el Señor no edifica su casa, en vano trabajan los que la
construyen? No hay que extrañarse que el hombre no pueda edificar si no
puede custodiar: Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los que
la guardan (Ps 162,1). Por mi parte me atrevo a decir aún que el hombre no
puede andar en un camino si el Señor no le ha precedido antes; así está
escrito: Marcharás en pos del Señor tu Dios (Deut 13,4) y el Señor es el que
conduce los pasos del hombre (Prov 20,24). Finalmente, aquél, más perfecto,
que comprendía que sin el Señor no podía marchar, ha dicho: Enseñadme
vuestros caminos (Ps 24,4). Y, para venir a la historia —pues no debemos
sacar sólo la simple serie de los hechos, sino también ordenar nuestras
acciones conforme lo que está escrito—, de Egipto salió el pueblo. Ignoraba
el camino que conducía a la Tierra santa; Dios envía una columna de fuego a
fin de que, durante la noche, conociera el pueblo su camino; envió también
durante el día una columna de nubes para que no se desviasen ni a derecha ni
a izquierda. Mas no eres tal, ¡oh hombre!, que merezcas también tú una
columna de fuego; tú no tienes a Moisés; no tienes el signo; pues ahora, que
ha venido el Señor, se exige la fe y son retirados los signos. Teme al Señor
y cuenta sobre el Señor; pues el Señor enviará a sus ángeles en torno de los
que le temen y los librará (Ps 33,8). Observa atentamente que siempre el
poder del Señor colabora con los esfuerzos del hombre, de suerte que nadie
puede construir sin el Señor, nadie custodiar sin el Señor ni emprender
cosa alguna sin el Señor. Por eso, según el Apóstol: Ora comáis, ora bebáis,
hacedlo todo a la gloria de Dios (1 Cor 10,31), en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo; pues en dos epístolas nos prescribe obrar: en una, en el
nombre de nuestro Señor Jesucristo (Col 3,17), y en otra, a la gloria de
Dios, para que entiendas que el Padre y el Hijo tienen la misma gloria y el
mismo poder, que no existe diferencia alguna en cuanto a la divinidad entre
el Padre y el Hijo, que, para ayudarnos, no están en desacuerdo.
David me enseñó que nadie sin el Señor construye la casa ni guarda la
ciudad.
85. Moisés me ha enseñado que nadie más que Dios ha hecho el mundo; pues al
principio hizo Dios el cielo y la tierra (Gen 1,1). Igualmente me ha
enseñado que Dios creó al hombre con su trabajo, y no sin motivo ha escrito:
Hizo Dios al hombre del barro de la tierra y le sopló en su rostro un soplo
de vida (ibíd., 2,7), para que adviertas la actividad de Dios en la creación
del hombre como una especie de trabajo corporal. Me ha enseñado también que
Dios ha hecho a la mujer: pues Dios infundió un sueño a Adán y se durmió, y
tomó Dios una costilla de su costado y la llenó de carne, Y el Señor
transformó en mujer la costilla que tomó de Adán (ibíd., 2,21ss). No en
vano, he dicho, Moisés ha mostrado a Dios trabajando en la creación de Adán
y Eva como con manos de carne. Para el mundo, Dios ordena que sea hecho y
fue hecho, y por esta sola palabra indica la Escritura que la obra del mundo
fue acabada; al venir al hombre, el profeta ha cuidado de mostrarnos, por
decirlo así, las manos mismas de Dios en el trabajo.
86. Este trabajo de Dios en estas obras me obliga a entender aquí yo no sé
qué cosas más de las que leo. El Apóstol viene en ayuda de mi aturdimiento,
y lo que yo no entendía qué era: Hueso de mis huesos y carne de mi carne y
ésta se llamará mujer, porque ha sido tomada del varón, me lo ha revelado en
el Espíritu Santo, diciendo: Esto es un gran misterio. ¿Qué misterio? Porque
serán los dos en una sola carne, y dejará el hombre a su padre y a su madre,
para unirse a su mujer, y porque nosotros somos miembros de su cuerpo,
hechos de su carne y de sus huesos (Eph 5,30.32). ¿Quién es este hombre por
el cual ha de dejar la mujer a sus padres? La Iglesia ha dejado a sus
padres, ha reunido a los pueblos de la gentilidad, a la cual se ha dicho
proféticamente: Olvida a tu pueblo y la casa de tus padres (Ps 44,11). ¿Por
qué hombre? ¿No será por Aquel del cual ha dicho Juan: Detrás de mí viene un
hombre que ha sido hecho antes que yo? (Jn 1,30). De su costado, mientras
dormía, Dios ha tomado una costilla; pues él mismo es el que durmió,
descansó y resucitó, porque el Señor lo levantó. ¿Cuál es su costilla, sino
su poder? Pues en el mismo momento en que un soldado abrió su costado, al
instante salió agua y sangre, que se derramó para la vida del mundo (Jn
19,34).Esta vida del mundo es el costado de Cristo, el costado del segundo
Adán; ya que el primer Adán fue alma viviente, el segundo espíritu
vivificante (1 Cor 15,45); el segundo Adán es Cristo, el costado de Cristo
es la vida de la Iglesia. Nosotros somos, pues, miembros de su cuerpo,
hechos de su carne y de sus huesos (Eph 5,30). Y tal vez éste es el costado
del cual se ha dicho: Yo siento un poder que sale de mí (Lc 8,46); ésta es
la costilla que salió de Cristo, y no ha disminuido su cuerpo; pues no es
una costilla corporal, sino espiritual, ya que el espíritu no se divide,
sino que divide a cada uno según su agrado (1 Cor 12,11). He aquí a Eva,
madre de todos los vivientes. Si entiendes: Buscas al que vive entre los
muertos (Lc 24,5), entiendes que están muertos los que están sin Cristo, que
no participan de la vida; es decir, que no participan de Cristo, pues Cristo
es vida. La madre de los vivientes es, pues, la Iglesia que Dios ha
construido teniendo por piedra angular al mismo Jesucristo, en el cual toda
estructura compacta se levanta para formar un templo (Eph 2,20).
87. Que Dios venga, pues; que cree a la mujer: aquélla para la ayuda de
Adán, ésta para Cristo; no porque Cristo tenga necesidad de una auxiliar,
sino porque nosotros buscamos y deseamos ir a la gracia de Cristo por la
Iglesia. Ahora la mujer es construida, ahora es formada, ahora toma figura,
ahora es creada. Por eso la Escritura ha adoptado una expresión nueva, que
nosotros somos edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los
profetas (Eph 2,20). Ahora la casa espiritual se levanta para un sacerdocio
santo (1 Petr 2,5). Ven, Señor Dios, forma esta mujer, construye la ciudad.
Que venga también tu siervo; pues yo creo en tu palabra: El mismo edificará
para mí la ciudad (Is 44,13).
88. He aquí a la mujer, madre de todos; he aquí la mansión espiritual, he
aquí la ciudad que vive eternamente, pues no sabe morir. Es la ciudad de
Jerusalén, que ahora se ve en la tierra, pero que será transportada por
encima de Elías —Elías era una unidad—, transportada por encima de Enoch,
de cuya muerte nada se encuentra; pues fue arrebatado para que la maldad no
cambiase su corazón (Sap 4,11), mientras que ésta es amada por Cristo como
gloriosa, santa, inmaculada, sin arruga (Eph 5,27). ¡Y cuánto todo el
cuerpo no tiene más títulos que el ser elevado! Tal es en efecto la
esperanza de la Iglesia. Será ciertamente transportada, elevada y conducida
al cielo. He aquí que Elías fue tranportado en un carro de fuego, y la
Iglesia será transportada. ¿No me crees? Cree al menos a Pablo, en el cual
ha hablado Cristo. Nosotros, dice, seremos arrebatados sobre las nubes al
aire hacia el encuentro del Señor y así siempre estaremos con el Señor (1
Thess 4,17).
89. Para construida (la Iglesia) han sido enviados muchos: han sido enviados
los patriarcas, los profetas, el arcángel Gabriel; innumerables ángeles se
han aplicado a esa misión, y la multitud de los ejércitos celestiales
alababa a Dios porque se acercaba la construcción de esta ciudad. Muchos han
sido enviados, mas sólo Cristo la ha construido; en verdad no está solo,
porque está presente el Padre, y, si El sólo la construye, no reivindica
para sí solo el mérito de tal construcción. Se ha escrito del templo de Dios
que construyó Salomón, y que figuraba a la Iglesia, que eran setenta mil los
que transportaban sobre sus espaldas y ochenta mil los canteros (2 Sam 3).
Que vengan los ángeles, que vengan los canteros, que tallen lo superfluo de
nuestras piedras y pulimenten sus asperezas; que vengan también los que las
llevan sobre sus espaldas; pues está escrito: Serán llevados sobre las
espaldas (Is 49,22).
90. Vino, pues, a Juan —pues lo demás lo conocéis—. Vino al bautismo de
Juan. Mas el bautismo de Juan llevaba consigo el arrepentimiento de los
pecados. Y por eso se lo impide Juan, diciendo: Yo debo ser bautizado por
ti, ¿y tú vienes a mí? (Mt 3,14). ¿Por qué vienes a mí tú, que no tienes
pecado? Debe ser bautizado el que es pecador, más el que no ha cometido
pecados, ¿por qué habría de pedir un bautismo de penitencia? Deja por el
momento —es decir, mientras construyo la Iglesia—, pues así nos cumple
realizar toda justicia (ibíd., 15). ¿Qué es la justicia, sino la
misericordia?, pues Él ha distribuido, ha dado a los pobres, su justicia
permanece eternamente (Ps 111,9). Él me ha dado a mí, pobre, me ha dado a
mí, indigente, la gracia que antes no tenía: su justicia permanece
eternamente. ¿Qué es la justicia, sino que tú comiences primero lo que
quieres que otro haga y animar a los demás con tu ejemplo? ¿Qué es la
justicia, sino que, habiendo tomado carne, lejos de excluir como Dios la
sensibilidad o los servicios de la carne, triunfó de la carne como hombre,
para enseñarme a triunfar de ella? Pues me ha enseñado de qué manera yo
podría dar a esta carne, sujeta a los vicios de la tierra, la sepultura en
cuanto a los crímenes y la renovación de las virtudes.
91. ¡Oh providencia verdaderamente divina en la misma humillación del Señor!
Pues cuanto más profundo ha sido su abatimiento más divina ha sido su
providencia. Dios se entrega por el exceso de sus injurias; y para el empleo
de sus remedios, no tiene El necesidad de ningún remedio, se afirma Dios.
¿Hay cosa más divina, para llamar a los pueblos, que nadie rehúya el
bautismo de gracia, cuando el mismo Cristo no ha rehuido el bautismo de
penitencia? Nadie se considere exento de pecado cuando Cristo ha venido para
remedio de los pecadores. Si Cristo se bautizó por nosotros, más aún, si nos
bautizó en su cuerpo, ¿cuánto más debemos lavar nuestros delitos? ¿Qué obra
más grande, qué mayor misterio muestra a Dios, aunque Dios esté en todos,
que éste: a través del mundo entero donde se ha diseminado la raza y el
género humano, a través de las distancias y de los espacios que separan los
países, en un momento, en un solo cuerpo, Dios quita el fraude del antiguo
error y derrama la gracia del Reino de los cielos? Uno sólo ha sido
sumergido, pero ha levantado a todos; uno descendió para que todos
ascendiesen, uno recibió los pecados, para que en El fueran lavados los
pecados de todos. Purificaos, dice el apóstol (Iac 4,8), puesto que ha sido
purificado por nosotros Aquél que no tiene necesidad de purificación. Estas
cosas para nosotros.
92. Ahora consideremos el misterio de la Trinidad. Decimos que Dios es uno,
mas alabamos al Padre y alabamos al Hijo. Pues, cuando se ha escrito: Amarás
al Señor, tu Dios, y a Él sólo servirás (Deut 10,20), el Hijo ha declarado
que no está solo, al decir: Mas yo no estoy solo, pues mi Padre está conmigo
(Jn 16,32). En este momento tampoco está El solo: pues el Padre da
testimonio de su presencia. Está presente el Espíritu Santo; pues nunca la
Trinidad puede ser separada: El cielo se abrió y descendió el Espíritu
Santo, en figura corporal, a manera de paloma. ¿Cómo, pues, dicen los
herejes que Él está solo en el cielo, cuando no lo está en la tierra?
Prestemos atención al misterio. ¿Por qué como una paloma? Es que para la
gracia del bautismo se requiere la simplificación, de suerte que nosotros
seamos simples como paloMas (Mt 10,16). La gracia del bautismo requiere la
paz, que, según la figuración antigua, una paloma la llevó al arca, que sola
se salvó del diluvio. Lo que figuraba esta paloma, lo he aprendido de Aquel
que ahora se ha dignado descender bajo la figura de una paloma: Él me ha
enseñado que por este ramo y por esta arca eran figuradas la paz y la
Iglesia, y que, en medio de los cataclismos del mundo, el Espíritu Santo
lleva a su Iglesia la paz fructuosa. También me lo ha enseñado David cuando,
al ver en una inspiración profética el misterio del bautismo, ha dicho:
¿Quién me dará alas como a la paloma? (Ps 54,7).
93. El Espíritu Santo ha venido; mas estad atentos al misterio. Ha venido a
Cristo, pues, todo ha sido creado por El y subsiste en El (Col 1,16).
Observa la benevolencia del Señor, que solo se ha sometido a las afrentas y
solo Él no ha buscado el honor. ¿Y cómo ha construido la Iglesia? Yo rogaré
al Padre, dice, y os dará otro Consolador, que esté con vosotros
perpetuamente: El Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir,
-porque no le ve ni le conoce (Jn 14,16-17). Con razón, pues, se ha mostrado
corporalmente, pues en la sustancia de su divinidad no se le ve.
94. Nosotros hemos visto al Espíritu Santo, pero bajo una forma corporal.
Veamos también al Padre. Más, como no podemos verle, escuchémosle. Pues
está allí como Dios bienhechor; no dejará a su templo; quiere construir toda
alma y darla forma para la salvación; quiere transportar las piedras vivas
de la tierra al cielo. Ama a su templo, y nosotros amémosle. Amar a Dios es
observar sus mandamientos; amarle es conocerle, pues el que dice que le
conoce y no guarda sus mandamientos es mentiroso (1 Jn 2,4). ¿Cómo se puede
amar, en efecto, a Dios si no se ama la verdad, siendo Dios la verdad?
(ibíd., 5,6).
Escuchemos, pues, al Padre; pues el Padre es invisible. Pero el Hijo es
igualmente invisible en su divinidad, pues nadie ha visto jamás a Dios (Jn
1,18); pues siendo el Hijo Dios, en tanto que es Dios, no se ve el Hijo. Mas
Él ha querido mostrarse en un cuerpo; y como el Padre no tiene cuerpo, quiso
probar que está presente en el Hijo, al decir: Tú eres mi Hijo, en ti me he
complacido. Si quieres aprender que el Hijo está siempre presente con el
Padre, lee la palabra del Hijo que dice: Si subo al cielo, allí estás; si
desciendo al abismo, allí estás presente (Ps 133,8). Si deseas el testimonio
del Padre, lo has oído de Juan: ten confianza en aquel a quien Cristo se ha
confiado para ser bautizado, ante el cual el Padre ha acreditado al Hijo con
una voz venida del cielo, al decir: Este es mi Hijo muy amado, en el cual me
he complacido.
95. ¿Dónde están los arrianos, a los que desagrada este Hijo en el cual se
complace el Padre? Esto no lo digo yo ni lo ha dicho hombre alguno; pues
Dios no lo ha manifestado por un hombre, ni por los ángeles, ni por los
arcángeles, sino que el mismo Padre lo ha indicado con la voz venida del
cielo. Por lo demás, el mismo Padre lo ha repetido, al decir: Este es mi
Hijo muy amado, en el cual me he complacido; escuchadle (Mt 17,5); sí,
escuchadle cuando dice: Mi padre y yo somos una misma cosa (lo 10,30). No
creer en el Hijo es, pues, no creer en el Padre. Testigo es El del Hijo. Si
se duda del Hijo, tampoco se cree en el testimonio paterno. En fin, cuando
dice: En el cual me he complacido, no alaba cosa ajena en su Hijo, sino lo
suyo. ¿Qué es decir: En el cual me he complacido, sino que todas las cosas
que tiene el Hijo son mías, como el Hijo dice: Todas las cosas que tiene el
Padre son mías (Jn 16,15). El poder de una divinidad sin diferencia hace
que no exista diversidad entre el Padre y el Hijo, sino que el Padre y el
Hijo tienen parte en un mismo poder. Creamos al Padre, cuya voz dejaron oír
los elementos; creamos al Padre, a cuya voz prestaron los elementos su
ministerio. El mundo ha creído en los elementos, crea también en los
hombres; ha creído por los objetos inanimados, crea también por los
vivientes; ha creído por lo que es mudo, crea también por aquellos que
hablan; ha creído por esto que no tiene inteligencia, crea también por los
que han recibido la inteligencia para conocer a Dios.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1), nn. 83-95, BAC,
Madrid, 1966, pp. 135-145)
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Santos Padres: San Juan Crisóstomo (c 345-407), sacerdote en
Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia - Homilía
sobre el evangelio de Mateo, n° 12; PG 57, 201
“El Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma de paloma”
Consideremos el gran milagro que se produjo después del bautismo del
Salvador; es el preludio de los que iban a venir. No se abre el antiguo
Paraíso, sino el mismo cielo: " tan pronto como Jesús fue bautizado, se
abrieron los cielos " (Mt 3,16). ¿Por qué razón, pues, se abren los
cielos?—Para que os deis cuenta que también en vuestro bautismo se abre el
cielo, os llama Dios a la patria de arriba y quiere que no tengáis ya nada
de común con la tierra... Sin embargo, aun cuando ahora no se den esos
signos sensibles, nosotros aceptamos lo que ellos pusieron una vez de
manifiesto.
La paloma apareció entonces para señalar como con el dedo a los allí
presentes y a Juan mismo, que Jesús era Hijo de Dios. Más no sólo para eso,
sino para que tú también adviertas que en tu bautismo viene también sobre ti
el Espíritu Santo. Pero ahora ya no necesitamos de visión sensible, pues la
fe nos basta totalmente.
Pero ¿por qué apareció el Espíritu Santo en forma de paloma? —Porque la
paloma es un ave mansa y pura. Como el Espíritu Santo es espíritu de
mansedumbre aparece bajo la forma de paloma. La paloma por otra parte, nos
recuerda también la antigua historia. Porque bien sabéis que cuando nuestro
linaje sufrió el naufragio universal y estuvo a punto de desaparecer,
apareció la paloma para señalar el final de la tormenta, y, llevando un ramo
de olivo, anunció la buena nueva de la paz sobre toda la tierra. Todo lo
cual era figura de lo por venir... Y, en efecto, cuando entonces las cosas
habían llegado a un estado de desesperación, todavía hubo solución y
remedio.
Lo que llegó en otro tiempo por el diluvio de las aguas, llega hoy como por
un diluvio de gracia y de misericordia... No es tan solo a un hombre, a
quien la paloma llama a salir del arca para repoblar la tierra: atrae a
todos los hombres hacia el cielo. En lugar de una rama de olivo, trae a los
hombres la dignidad de su adopción como niños de Dios.
Aplicación: San Juan Pablo II - El bautismo es el sacramento primero y
fundamental de la Iglesia
«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).
La Iglesia celebra hoy la fiesta del Bautismo de Cristo, y también este año
tengo la alegría de administrar en esta circunstancia, el sacramento del
bautismo a algunos recién nacidos: diez niñas y nueve niños, de los cuales
catorce son italianos, dos polacos, uno español, uno mexicano y uno indio.
¡Sed bienvenidos queridos padres que habéis venido aquí con vuestros hijos!
También saludo a los padrinos y a las madrinas, así como a todos los
presentes.
Amadísimos hermanos y hermanas, antes de administrar el sacramento a estos
niños recién nacidos quisiera detenerme a reflexionar con vosotros en la
palabra de Dios que acabamos de escuchar. El evangelio de san Marcos, como
los demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La
liturgia de la Epifanía recuerda este acontecimiento, presentándolo en un
tríptico que comprende también la adoración de los Magos de Oriente y las
bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de
Nazaret constituye una revelación particular de su filiación divina. Las
Iglesias orientales subrayan particularmente esta celebración, denominada
simplemente «Jordán». La consideran un momento de la «manifestación» de
Cristo estrechamente relacionado con la Navidad. Más aún, la liturgia
oriental pone más de relieve la revelación de Jesús como Hijo de Dios que su
nacimiento en Belén. Esa revelación tuvo lugar con singular intensidad
precisamente durante su bautismo en el Jordán.
Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de
penitencia, para la conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba:
«Detrás de mí viene el que puede más que yo (...). Yo os he bautizado con
agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8). Anunciaba esto a
una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados,
arrepentidos y dispuestos a enmendar su vida.
De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la
Iglesia, fiel a su mandato, no deja de administrar. Este bautismo libera al
hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la
esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica
una vida nueva que es participación en la vida de Dios Padre y que nos
ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado.
Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una
paloma y, tras abrirse el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: «Tú
eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Por tanto, el
acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación
divina sino también, al mismo tiempo revelación de toda la santísima
Trinidad: el Padre --la voz de lo alto-- revela en Jesús al Hijo unigénito
consustancial con él, y todo esto se realiza en virtud del Espíritu Santo
que bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.
Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro
administró al centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro
realiza el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: «Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). El bautismo con el agua y el
Espíritu Santo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia,
sacramento de la vida nueva en Cristo.
Amadísimos hermanos y hermanas, también estos niños dentro de poco recibirán
ese mismo bautismo y se convertirán en miembros vivos de la Iglesia. Ante
todo, serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave
fortaleza de Cristo, que se les da para luchar contra el mal. Luego, se
derramará sobre ellos el agua bendita, signo de la purificación interior
mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz.
Inmediatamente después recibirán una segunda y más importante unción con el
«crisma», para indicar que son consagrados a imagen de Jesús, el ungido del
Padre. Por último, al papá de cada uno se le entregará una vela para
encenderla en el cirio pascual, símbolo de la luz de la fe que los padres
los padrinos y las madrinas deberán custodiar y alimentar continuamente, con
la gracia vivificante del Espíritu.
Queridos padres, padrinos y madrinas, encomendemos a estas criaturas a la
intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos de
las vestiduras blancas, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean
durante toda su vida auténticos cristianos y testigos valientes del
Evangelio.
Amén.
(BEATO JUAN PABLO II, Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 12 de
enero de 1997)
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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El Bautismo del Señor
En Jesucristo culminan las instituciones y figuras del Antiguo Testamento.
De manera más particular, con su Bautismo, terminan las muchas abluciones y
purificaciones judaicas, descansando así los bosquejos inquietos que lo
figuraban.
¿Cuáles fueron las grandes figuras del Antiguo Testamento que preludiaron el
misterio del Bautismo en el Jordán? Señalemos, entre otras, la liberación
del Pueblo elegido de la tiranía del Faraón, su paso por las aguas del Mar
Rojo y su peregrinar a la patria de la promesa. Asimismo el Diluvio, donde
las aguas se muestran bajo una doble razón: de muerte y de salvación. En
efecto, las aguas torrenciales arrasaron a la humanidad pecadora, pero, a su
vez, sirvieron de liberación para Noé y su familia, ya que prestaron sus
lomos para el Arca. Símbolo de paz lo constituyó, entonces, la paloma que
trajo una rama de olivo en su pico, mencionando la terminación del caos
producido por el agua.
Éstas, y otras tantas figuras del Antiguo Testamento, culminan hoy en el
Mesías que se sumerge en las aguas del Jordán. A eses mismas aguas accedía
el pueblo, para recibir la purificación predicada por el Bautista. No se
trataba de un mero lavado extintor del cuerpo, al modo de tantas abluciones
estiladas por los judíos, sino de una purificación que invitaba al recambio
de vida por medio de la penitencia. El Bautista exhortaba a convertirse del
vicio a la virtud. Sin embargo, su bautismo, por noble que fuera, no
producía la regeneración por medio de la gracia del Espíritu Santo.
Como lo relata el Evangelio de hoy, aconteció que también fue bautizado
Jesús, internándose con su Cuerpo santísimo en las aguas del Jordán. Al
contacto con esa carne bendita, las aguas resultaron purificadas. El Señor,
con su poder divino, santificó las aguas, para que ellas sirviesen de
ablución permanente a su descendencia. Allí, la Cabeza de la Iglesia hizo lo
que convenía al Cuerpo, para que éste se incorporara realmente a Ella. El
Señor nos dio el ejemplo. Él no necesitaba purificarse, ni desarraigar
vicios propios, ni corregir sendas torcidas. Si entró al agua, aparentando
ser pecador, necesitado de purificación, fue para darnos ejemplo.
Hemos de apreciar en este Misterio, la humildísima actitud del Salvador.
Siendo Él el Santo de los Santos, que no conoció ni la sombra del pecado, se
muestra acá como pecador. ¿Acaso no venía a tomar todo lo nuestro? Y lo
propio de nosotros es el pecado. ¿No lo veremos más tarde en su Cruz, hecho
maldición por nuestros pecados?
En su Humanidad quiso recapitular toda la larga progenie adámica, necesitada
del germen de vida. Cargando sobre sí al viejo Adán, lo sumerge en el agua,
sepultando allí su condición pecadora, y lo levanta victorioso. Entonces el
nuevo Adán puede decir, como antaño el sirio Naamán, que ha sido
rejuvenecido en los miembros de su cuerpo, por la sanación de la lepra del
pecado.
Así nos regenera el Señor. Desde su escuela de humildad, solicita a todos
los pecadores que se dejen bañar en las aguas del bautismo, reconociéndose
raza pecadora y deudora frente a Dios.
Con su Bautismo, el Señor nos regala el Bautismo cristiano. Y desde
entonces, las aguas cumplen con su doble propósito que manifestaron a lo
largo de la historia de la salvación, es decir, ser sepultura y salvación.
Porque en el Bautismo quedó sepultada nuestra condición pecadora, de manera
similar a como Cristo reposó en el sepulcro, pero allí también encontramos
la regeneración y la victoria, a semejanza de Cristo resucitado. No en vano
decía San Cirilo que las aguas bautismales son "sepulcro y madre". Sepulcro
para el viejo Adán, madre para el engendrado. Y todo esto gracias al poder
que Cristo otorgó al sacramento por su muerte y resurrección.
De esta manera, el Bautismo cristiano, cumpliendo con su cometido histórico,
realiza lo simbolizado en las figuras. Porque también las aguas del mar Rojo
fueron sepulcro para el Faraón y sus tropas, y madre libertadora para el
Pueblo de Dios. También ellas fueron, en el Diluvio, entierro para los
pecadores y salvación para el justo Noé y su familia.
El Bautismo, como todos los sacramentos de la Nueva Ley, recuerdan y
recapitulan el pasado, realizando en el presente lo que significan, pero
además son como promesas para el futuro. Si es cierto que el Bautismo
resucita nuestras almas, también nos da la esperanza de que algún día
nuestros propios cuerpos resucitarán del sepulcro, como el Señor lo hizo.
Será entonces cuando bendeciremos eternamente las maravillas que Dios
produjo por medio del agua.
El relato evangélico nos dice que el Espíritu Santo bajó sobre Jesús en
forma de paloma. La presencia del Espíritu, en el momento del Bautismo del
Señor, nos induce a comprender que la paz ha comenzado. Algo semejante
sucedió en el Diluvio, cuando al término del huracán y de las lluvias
incesantes, expresión de la cólera de Dios, sucedió la bonanza, apareciendo
una paloma con una ramita de olivo en su pico. El caos producido por el
pecado ha terminado. Hoy comienzan "los cielos nuevos y la tierra nueva". Se
inaugura la tranquilidad tan esperada por innúmeras generaciones. También el
Padre quiso estar presente, haciéndose oír por medio de una voz
testimoniante: "Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi
predilección". Desde siempre Él se ha complacido en la suma Bondad de su
Hijo. Si dice ahora estas palabras es por nosotros, para que tomemos cuenta
de ello. Ampliando los horizontes, podría decir que la complacencia del
Padre no recae sólo en su Hijo natural, sino también en cada uno de sus
hijos adoptivos, regenerados en el Bautismo. Cada uno de nosotros debe
suscitar la complacencia del Padre, debe ser "la alegría de sus pupilas". Él
nos ve en el Hijo, y nos reconoce como hijos. Él nos ama en su Hijo, y está
dispuesto a concedernos lo que dio a su Hijo. Entre otras cosas, el Espíritu
Santo, Don del amor, y la herencia del cielo.
Hemos de ser conscientes de lo que significa haber nuevamente nacido. No
según la carne, sino según el espíritu. Hemos sido engendrados para vivir
desde la tierra una vida según el cielo. Por eso nos dice el Apóstol que
desde ya somos ciudadanos de la Jerusalén celestial.
Por la sepultura del agua hemos muerto al pecado. Debemos vivir así: como
muertos. ¿En qué sentido? Muertos al pecado. Un muerto no piensa, no siente,
no habla. Así el cristiano no debe pensar, ni sentir, ni hablar nada que
tenga el vestigio del pecado. Será nuestra gran tarea, nunca del todo
terminada, concrucificarnos con Cristo, morir cada día siempre de nuevo,
como decía San Pablo.
Sin embargo, este es el aspecto negativo de nuestra justificación. No sólo
hemos de luchar para ir muriendo progresivamente al pecado, sino que hemos
de vivir, ya desde ahora, la alegría de la libertad de los hijos de Dios. En
el Paraíso terrenal, Adán y Eva eran como niños felices, que gozaban de la
amistad con su Creador. Hoy esto es posible por medio de la gracia.
Nuevamente hemos recuperado la dignidad de hijos de Dios, pertenecemos a la
Familia Trinitaria. Hemos de vivir como domésticos de su Casa. Debemos
mantener con Dios un trato realmente familiar. En razón del Bautismo, Dios
mismo ha querido dignarse tomar nuestra pobre morada, alma y cuerpo, como su
más preciado tabernáculo. Somos, pues, al decir de San Ignacio de Antioquía,
Medianos, es decir "portadores de Dios", tema muy meditado en la primitiva
Iglesia.
Refiriéndose a nuestra dignidad recuperada por el agua, decía San León
Magno: "Sé consciente, cristiano, de tu dignidad, y puesto que participas de
la naturaleza divina, no vuelvas a los errores de tu conducta pasada.
Recuerda quién es tu Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Recuerda que has
sido arrancado del poder de las tinieblas y transportado a la luz y al Reino
de Dios. Por el sacramento del Bautismo te has hecho templo del Espíritu
Santo. Procura no alejar a un huésped tan grande con tus malas acciones,
cayendo así nuevamente bajo el dominio del demonio. El precio de tu
salvación es la Sangre de Cristo". Seamos conscientes de nuestra dignidad de
hijos de tal Padre, de hermanos de Jesucristo, de amigos y consortes de
Dios, de Templos vivos consagrados para siempre al dominio del Espíritu.
Tratemos cosas de amores con Aquel que, aunque a veces parece esconderse,
siempre está en nuestra alma por la gracia, más íntimo a nosotros que
nuestra propia intimidad, según expresión de San Agustín.
Si en el Bautismo del Señor se abrió el cielo y se produjo esa admirable
Teofanía o manifestación de la Santísima Trinidad, ¡qué Teofanía magnífica y
nunca bien comprendida en su magnitud es aquella que se da en el alma,
cuando está en gracia de Dios! Mientras somos peregrinos, nuestra gran tarea
será la de conocer por el Espíritu a Jesucristo, el Enviado del Padre. Él, a
su vez, nos llevará como de la mano al conocimiento del Padre. En la última
Cena el Señor le dijo a Felipe: "El que me ha visto a Mí, ha visto al
Padre". La gran promesa de Jesús fue hacerse camino para mostramos al Padre
celestial. Esforcémonos, pues, por conocer cada día mejor al Padre y ser
siempre hijos de su complacencia, viviendo con la dignidad que nos ha
regalado por su Hilo.
El Bautismo nos capacita para ir progresando en el conocimiento del gran
Misterio Trinitario, por el cual ha comenzado nuestra peregrinación hacia la
luz. Dicho Misterio se develará de manera peculiar a aquellos que se hacen
como niños; ya que de ellos es el Reino de los cielos. Con todo, sólo cuando
se caiga el velo que nos separa de Dios, sólo entonces lo conoceremos y
amaremos de manera plena en aquella ciudadanía eternamente feliz.
Mientras tanto, no se nos concede que, asestando un solo golpe, lograremos
matar definitivamente al hombre viejo. Aunque sepultado en el agua,
constantemente intenta reflotar para apoderarse una vez más de nosotros.
Tengamos paciencia, si estamos trabajando, y confiemos en la acción de la
gracia. Ella hará que resurja, cada vez con más fuerzas, la crisálida del
hombre nuevo, hasta que un día podamos decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo,
sino Cristo vive en mí".
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C,
Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 63-67)
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Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - El Bautismo del Señor
En el bautismo de Jesús, por el que inicia su vida pública, oímos al Padre
entronizar a Cristo, "como Hijo muy amado" (Mt 3, 17; Mc 1,11; Lc 3,22), y
la enseñanza de Jesús a las almas, durante los tres años de su ministerio
exterior, es como continuo comentario de aquel testimonio. Veremos a Cristo
manifestarse en sus actos, y palabras, no como Hijo adoptivo de Dios, no
como un sujeto escogido para especial misión ante su pueblo, cual lo habían
sido los simples profetas, sino como el propio Hijo de Dios, Hijo por
naturaleza; de consiguiente, con las mismas prerrogativas divinas, los
mismos derechos absolutos del Ser soberano, por lo cual exige de nosotros la
fe en el carácter divino de su obra y de su persona.
Quien atentamente lee el Evangelio, luego ve que Cristo habla y obra, no
sólo como hombre, sino como Dios y superior a toda criatura.
[…]
Si nos preguntamos ahora por qué Cristo testifica así su divinidad, nos
convenceremos de que es para afianzar nuestra fe; verdad que tenéis harto
sabida, pero que por ser tan capital, la hemos de considerar muy despacio,
pues toda nuestra vida sobrenatural y toda nuestra santidad estriba en la
fe, y ella, a su vez, se funda en los testimonios que demuestran, la
divinidad del Salvador. San Pablo nos exhorta a que consideremos a Nuestro
Señor como Apóstol y Pontífice de nuestra fe. Considerate apostolum et
pontificem confessionis nostrae Jesum (Heb 3,11). “Por tanto, hermano
santos, partícipes de una vocación celestial, considerad al apóstol y Sumo
Sacerdote de nuestra fe, a Jesús…” “Apóstol” significa aquel que es enviado
para cumplir una misión, y San Pablo dice que Cristo es el Apóstol de
nuestra fe. ¿De qué manera?
El Verbo encarnado, en expresión de la Iglesia, es Magni consilii Angelus
(Intorito de la Tercera Misa de Navidad), el enviado del gran consejo, que
se halla en medio de los resplandores de la divinidad. ¿Para qué es enviado?
Para revelar al mundo "el misterio oculto en Dios desde todos los siglos",
el misterio de la salvación del mundo por el Hombre-Dios.
Tal es la verdad fundamental de la cual tiene Cristo que dar testimonio: Ego
in hoc natus sum et ad hoc veni in mundum, ut testimonium perhibeam veritati
(Jn 18, 37). “Para esto he nacido yo y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio de la verdad”
La gran misión de Jesús, en especial durante su vida pública fue manifestar
su divinidad al mundo: Ipse enarravit (Jn 1, 18). “ Él lo ha contado” Toda
su enseñanza, su vida, sus milagros propenden a grabar esta verdad en el
espíritu de sus oyentes. Vedle, por ejemplo, en el sepulcro de Lázaro: antes
de resucitar a su amigo, Cristo levanta los ojos al cielo. "¡Oh Padre!
—exclama— gracias te doy porque siempre me has oído; bien es verdad que yo
sabía que siempre me oyes: mas lo he dicho por razón de este pueblo que me
rodea, para que crean que tú eres el que me has enviado” Ut credant quia tu
me misiti (Jn 11, 41-42).”Para que crean que tú me has enviado” Nuestro
Señor, sin duda, va poco a poco insinuando esta verdad; a fin de no atacar
de frente las ideas monoteístas de los judíos, va como revelándose por
grados; pero con admirable táctica, lo encauza todo hacia esa manifestación
de su filiación divina. Al fin de su vida, cuando los espíritus rectos están
ya bastante preparados, ya no repara en proclamar su divinidad a boca llena
y ante sus mismos jueces, aún a riesgo de perder la vida.
Jesús es el Rey de los mártires, de todos aquellos que, derramando su
sangre, profesaron la fe en su divinidad; es el primero que fue entregado e
inmolado por haberse proclamado Hijo único de Dios.
En su última oración, parece que da cuenta al Padre de su misión, y la
resume en estas palabras; “Padre, cumplido he la obra que me encomendaste”.
Más ¿qué logró con todo ello? "Mis discípulos, aceptaron por su parte mi
testimonio; y han reconocido con certidumbre que yo salí de Ti, y han creído
que Tú eres el que me enviaste": Pater, opus consummavi, quod dedisti mihi
tu faciam et ipsi acceperunt et cogverunt vere quia a te exivi et
crediderunt quia tu me misisti (Jn 17, 4, 8). “ Yo te he glorificado en la
tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora Padre,
glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que
el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los que me has dado sacándolos
del mundo. Tuyos era y tú me los has dado, y han guardado tu Palabra. Ahora
ya saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he
comunicado lo que tú me comunicaste, ellos han aceptado que verdaderamente
vengo de ti, y han creído que tú me has enviado”.
De ahí que esta fe en la divinidad de su Hijo es, según la palabra misma de
Jesús, la obra por excelencia que Dios exige de nosotros: Hoc est opus Dei,
ut credatis in eum quem misit ille (Jn 6, 29) “Esta es la obra de Dios, que
creáis en quien Él ha enviado”.
Esta fe consigue la curación de muchos enfermos: Secundum fidem vestram fiat
vobis; Mc, 5, 34; “Hija tu fe te ha sanado vete en paz y queda curada de tu
enfermedad” “Hágase en vosotros según vuestra fe” (Mt 9, 29); a Magdalena,
el perdón de sus pecados: Fides tua te salvan fecit; vade in pace (Lc 7,50);
constituye a Pedro fundamento indestructible de la Iglesia, hace a los
Apóstoles gratos al Padre y objeto de su amor: Pater amat vos, quia vos me
amastis, et credidistis (Jn 16, 27) “Pues el Padre mismo os quiere, porque
me habéis queridoa mí y habéis creído que salí de Dios”.
Esta fe, además, nos hace nacer hijos de Dios: His qui credunt in nomine
ejus (Jn 1,12)” Pero a todos lo que lo recibieron les dio poder de hacerse
hijos de Dios a los que creen en su nombre”; hace brotar en nuestros
corazones las fuentes divínales de la. gracia del Espíritu Santo: Qui credit
in me, flumina de ventee ejus fluent aquae vivae ( Jn 7,38) El que crea en
Mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva”; disipa
las tinieblas de la muerte: Veni ut omnis qui credit in me in tenebris non
maneat (Jn 3, 15) “Para que todo el que crea tenga por Él vida Eterna”; nos
comunica la vida divina, porque hasta tal punto amó Dios al mundo, que nos
dio su único Hijo, a fin de que todos cuantos en El creyeren, no perezcan,
sino que posean la vida eterna": Ut omnis qui credit in ipsum non pereat,
sed habeat vitam aeternam (Jn 12, 46). “Todo el que crea en Él no perezca,
sino que tenga vida eterna”.
Por no haber tenido esta fe los enemigos de Jesús, perecieron, "Si Yo no
hubiera venido y no les hubiera predicado, no tuvieran culpa por no creer;
mas ahora no tienen excusa de su pecado” ( Jn 15, 22); por tanto, el que no
cree en Jesús, Hijo único de Dios, está ya desde ahora juzgado y condenado:
Qui autem non credit, jam fudicatus est: quia non credit in nomine Unigeniti
Filii Dei (Jn 3, 18). “El que cree en Él no es condenado, pero el que no
cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre (persona) del Hijo
Único de Dios.
Véis, pues, cómo todo se compendia en la fe en Jesucristo, Hijo eterno del
Padre; ella es la base de toda nuestra vida espiritual, la raíz profundísima
de toda justificación, la condición esencial de todo progreso, el medio
seguro para llegar a la cumbre esencial de toda santidad.
Postrémonos a los pies de Jesús y digámosle: "¡Oh divino Jesús, Verbo
encarnado, descendido del cielo para revelarnos los secretos que, como Hijo
único de Dios, contemplas continuamente en el seno del Padre!" creo y
confieso, que eres Dios como Él e igual a Él"; creo en Ti, creo ''en tus
obras'', creo en tu persona; creo que procedes de Dios", y eres "uno con el
Padre"; que el "que te ve, le ve a Él"; creo que "eres la resurrección y la
vida", Sí, lo creo, y al creerlo, te adoro y consagro todo mi ser a tu
servicio, con toda mi actividad y toda mi vida. En Ti, creo, Jesús mío,
aumenta mi fe. ¡Credo, Domine, sed adjuva incredulitatem meum!
Al revelar Cristo al mundo el dogma de su filiación eterna, lo hizo mediante
su santa Humanidad en la cual nos manifiesta las perfecciones de su
naturaleza divina. Aunque es verdadero Hijo de Dios, prefiere llamarse "Hijo
del hombre", dándose este mismo título en las ocasiones más solemnes en las
que reclama y defiende las prerrogativas del Ser divino.
En efecto, siempre que entramos en contacto con Él; nos hallarnos en
presencia de este sublime misterio: unión de dos naturalezas -divina y
humana- en una sola y misma persona, sin mezcla ni confusión de naturalezas,
ni división de la persona.
He aquí el misterio inicial que continuamente debernos tener ante los ojos
cuando contemplamos a Nuestro Señor. Cada uno de sus misterios hace
resaltar, o la unidad de su persona, o la verdad de su naturaleza divina, o
la realeza de su naturaleza humana.
Uno de los aspectos más profundos, y, a la vez, más tiernos del misterio de
la Encarnación, es la manifestación de las divinas perfecciones hecha a los
hombres mediante la naturaleza humana. Los atributos de Dios, sus
perfecciones eternas, que en este mundo nos son incomprensibles y exceden a
nuestro mezquino saber, los descubre el Verbo encarnado, haciéndose hombre,
aún a los espíritus más sencillos, con las palabras salidas de sus labios
humanos, con las obras realizadas en su naturaleza de hombre. Haciéndolas
sentir a nuestras almas por medio de acciones sensibles, nos embelesa y no
atrae. Ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc in invisibilium amorem
rapiamur. Durante la vida pública de Jesús es donde, sobre todo se declara y
realiza esta economía sapientísima y de infinita misericordia.
Entre todas las divinas perfecciones, el amor es, sin duda, la que el Verbo
encarnado con más insistencia se complace en revelar. Para que el corazón
humano llegue a entrever el amor inmenso que excede a todo humano cálculo,
necesita un amor tangible. Y es, que nada seduce tanto a nuestro pobre
corazón como contemplar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
traduciendo con hechos humanos la eterna bondad. Al verle derramar con
profusión, en derredor suyo, inagotables tesoros de compasión, innumerables
riquezas de misericordia, podemos en alguna manera concebir la infinidad de
este océano de bondad divina, de donde la Humanidad sacratísima saca tantos
bienes para nosotros.
Fijémonos en algunos rasgos y comprobaremos la extraña condescendencia de
nuestro Salvador que se rebaja hasta la humana miseria en todas sus formas,
hasta la de pecado; y no olvidéis que, aún cuando se inclina hacia nosotros,
persevera siendo el Hijo de Dios y Dios mismo, el Ser Todopoderoso que,
fijando todas las cosas en la verdad, nada hace que no sea cabal y perfecto.
De este modo comunica, a las palabras de bondad que profiere y a los actos
de misericordia que realiza, un precio inestimable que los realza
sobremanera, y acaba, sobre todo, por subyugar a nuestras almas,
manifestándonos los dulcísimos hechizos del corazón de nuestro Salvador y
nuestro Dios.
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, pp. 247-256)
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Aplicación: Benedicto XVI - El Bautismo del Señor
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras que el evangelista san Marcos menciona al inicio de su
evangelio: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1, 11), nos
introducen en el corazón de la fiesta de hoy del Bautismo del Señor, con la
que se concluye el tiempo de Navidad. El ciclo de las solemnidades navideñas
nos permite meditar en el nacimiento de Jesús anunciado por los ángeles,
envueltos en el esplendor luminoso de Dios. El tiempo navideño nos habla de
la estrella que guía a los Magos de Oriente hasta la casa de Belén, y nos
invita a mirar al cielo que se abre sobre el Jordán, mientras resuena la voz
de Dios. Son signos a través de los cuales el Señor no se cansa de
repetirnos: "Sí, estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino que desde mí
va hasta vosotros. Hay un camino que desde vosotros sube hacia mí". El
Creador, para poder dejarse ver y tocar, asumió en Jesús las dimensiones de
un niño, de un ser humano como nosotros. Al mismo tiempo, Dios, al hacerse
pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente
abajándose hasta la impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la
verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser Dios.
El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico,
es precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos
presentes en los acontecimientos de todos los días, a fin de que nuestro
corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre
todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al
misterio de un Dios que viene a estar con nosotros, la fiesta del Bautismo
de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la cotidianidad de una relación
personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a nosotros, mediante la
inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por decirlo así, el
puente que Jesús ha construido entre él y nosotros, el camino por el que se
hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre nuestra vida, la
promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo,
la señal que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para
encontrarlo y sentirnos amados por él.
Queridos amigos, estoy verdaderamente feliz porque también este año, en este
día de fiesta, tengo la oportunidad de bautizar a algunos niños. Sobre ellos
se posa hoy la "complacencia" de Dios. Desde que el Hijo unigénito del Padre
se hizo bautizar, el cielo realmente se abrió y sigue abriéndose, y podemos
encomendar toda nueva vida que nace en manos de Aquel que es más poderoso
que los poderes ocultos del mal. En efecto, esto es lo que implica el
Bautismo: restituimos a Dios lo que de él ha venido. El niño no es propiedad
de los padres, sino que el Creador lo confía a su responsabilidad,
libremente y de modo siempre nuevo, para que ellos le ayuden a ser un hijo
libre de Dios. Sólo si los padres maduran esta certeza lograrán encontrar el
equilibrio justo entre la pretensión de poder disponer de sus hijos como si
fueran una posesión privada, plasmándolos según sus propias ideas y deseos,
y la actitud libertaria que se expresa dejándolos crecer con plena
autonomía, satisfaciendo todos sus deseos y aspiraciones, considerando esto
un modo justo de cultivar su personalidad.
Si con este sacramento el recién bautizado se convierte en hijo adoptivo de
Dios, objeto de su amor infinito que lo tutela y defiende de las fuerzas
oscuras del maligno, es preciso enseñarle a reconocer a Dios como su Padre y
a relacionarse con él con actitud de hijo. Por tanto, según la tradición
cristiana, tal como hacemos hoy, cuando se bautiza a los niños
introduciéndolos en la luz de Dios y de sus enseñanzas, no se los fuerza,
sino que se les da la riqueza de la vida divina en la que reside la
verdadera libertad, que es propia de los hijos de Dios; una libertad que
deberá educarse y formarse con la maduración de los años, para que llegue a
ser capaz de opciones personales responsables.
Queridos padres, queridos padrinos y madrinas, os saludo a todos con afecto
y me uno a vuestra alegría por estos niños que hoy renacen a la vida eterna.
Sed conscientes del don recibido y no ceséis de dar gracias al Señor que,
con el sacramento que hoy reciben, introduce a vuestros hijos en una nueva
familia, más grande y estable, más abierta y numerosa que la vuestra: me
refiero a la familia de los creyentes, a la Iglesia, una familia que tiene a
Dios por Padre y en la que todos se reconocen hermanos en Jesucristo. Así
pues, hoy vosotros encomendáis a vuestros hijos a la bondad de Dios, que es
fuerza de luz y de amor; y ellos, aun en medio de las dificultades de la
vida, no se sentirán jamás abandonados si permanecen unidos a él. Por tanto,
preocupaos por educarlos en la fe, por enseñarles a rezar y a crecer como
hacía Jesús, y con su ayuda, "en sabiduría, en estatura y en gracia ante
Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52).
Volviendo ahora al pasaje evangélico, tratemos de comprender aún más lo que
sucede hoy aquí. San Marcos narra que, mientras Juan Bautista predica a
orillas del río Jordán, proclamando la urgencia de la conversión con vistas
a la venida ya próxima del Mesías, he aquí que Jesús, mezclado entre la
gente, se presenta para ser bautizado. Ciertamente, el bautismo de Juan es
un bautismo de penitencia, muy distinto del sacramento que instituirá Jesús.
Sin embargo, en aquel momento ya se vislumbra la misión del Redentor, puesto
que, cuando sale del agua, resuena una voz desde cielo y baja sobre él el
Espíritu Santo (cf. Mc 1, 10): el Padre celestial lo proclama como su hijo
predilecto y testimonia públicamente su misión salvífica universal, que se
cumplirá plenamente con su muerte en la cruz y su resurrección. Sólo
entonces, con el sacrificio pascual, el perdón de los pecados será universal
y total. Con el Bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del
Jordán para proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que se efunde
en nosotros la sangre redentora de Cristo, que nos purifica y nos salva. Es
el Hijo amado del Padre, en el que él se complace, quien adquiere de nuevo
para nosotros la dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente "hijos"
de Dios.
Dentro de poco reviviremos este misterio evocado por la solemnidad que hoy
celebramos; los signos y símbolos del sacramento del Bautismo nos ayudarán a
comprender lo que el Señor realiza en el corazón de estos niños, haciéndolos
"suyos" para siempre, morada elegida de su Espíritu y "piedras vivas" para
la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. La Virgen María,
Madre de Jesús, el Hijo amado de Dios, vele sobre ellos y sobre sus familias
y los acompañe siempre, para que puedan realizar plenamente el proyecto de
salvación que, con el Bautismo, se realiza en su vida. Y nosotros, queridos
hermanos y hermanas, acompañémoslos con nuestra oración; oremos por los
padres, los padrinos y las madrinas y por sus parientes, para que les ayuden
a crecer en la fe; oremos por todos nosotros aquí presentes para que,
participando devotamente en esta celebración, renovemos las promesas de
nuestro Bautismo y demos gracias al Señor por su constante asistencia. Amén.
(BENEDICTO XVI, Homilía del Domingo 11 de enero de 2009)
Aplicación Benedicto XVI Bautismo el comienzo punto de partida
Queridos hermanos y hermanas:
Se celebra hoy la fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el
tiempo de Navidad. La liturgia nos propone el relato del bautismo de Jesús
en el Jordán según la redacción de san Lucas (cf. Lc 3, 15-16. 21-22). El
evangelista narra que, mientras Jesús estaba en oración, después de recibir
el bautismo entre las numerosas personas atraídas por la predicación del
Precursor, se abrió el cielo y, en forma de paloma, bajó sobre él el
Espíritu Santo. En ese momento resonó una voz de lo alto: "Tú eres mi Hijo,
el amado, el predilecto" (Lc 3, 22).
Todos los evangelistas, aunque con matices diversos, recuerdan y ponen de
relieve el bautismo de Jesús en el Jordán. En efecto, formaba parte de la
predicación apostólica, ya que constituía el punto de partida de todo el
arco de los hechos y de las palabras de que los Apóstoles debían dar
testimonio (cf. Hch 1, 21-22; 10, 37-41). La comunidad apostólica lo
consideraba muy importante, no sólo porque en aquella circunstancia, por
primera vez en la historia, se había producido la manifestación del misterio
trinitario de manera clara y completa, sino también porque desde aquel
acontecimiento se había iniciado el ministerio público de Jesús por los
caminos de Palestina.
El bautismo de Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de sangre
en la cruz, y también es símbolo de toda la actividad sacramental con la que
el Redentor llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por eso la
tradición patrística se interesó mucho por esta fiesta, la más antigua
después de la Pascua. "Cristo es bautizado —canta la liturgia de hoy— y el
universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los pecados:
limpiémonos todos por el agua y el Espíritu" (Antífona del Benedictus,
oficio de Laudes).
Hay una íntima correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro bautismo.
En el Jordán se abrió el cielo (cf. Lc 3, 21) para indicar que el Salvador
nos ha abierto el camino de la salvación, y nosotros podemos recorrerlo
precisamente gracias al nuevo nacimiento "de agua y de Espíritu" (Jn 3, 5),
que se realiza en el bautismo. En él somos incorporados al Cuerpo místico de
Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con él, nos revestimos de
él, como subraya repetidamente el apóstol san Pablo (cf. 1 Co 12, 13; Rm 6,
3-5; Ga 3, 27).
Por tanto, del bautismo brota el compromiso de "escuchar" a Jesús, es decir,
de creer en él y seguirlo dócilmente, cumpliendo su voluntad. De este modo
cada uno puede tender a la santidad, una meta que, como recordó el concilio
Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados. Que María, la
Madre del Hijo predilecto de Dios, nos ayude a ser siempre fieles a nuestro
bautismo.
(Fiesta del Bautismo del Señor, Domingo 7 de enero de 2007)
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Directorio
Homilético El Bautismo de Jesús
535 El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo
por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba "un bautismo de
conversión para el perdón de los pecados" (Lc 3, 3). Una multitud de
pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf.
Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por él.
"Entonces aparece Jesús". El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el
bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús,
y la voz del cielo proclama que él es "mi Hijo amado" (Mt 3, 13-17). Es la
manifestación ("Epifanía") de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.
536 El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración
de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores (cf. Is
53, 12); es ya "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,
29); anticipa ya el "bautismo" de su muerte sangrienta (cf Mc 10, 38; Lc 12,
50). Viene ya a "cumplir toda justicia" (Mt 3, 15), es decir, se somete
enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte
para la remisión de nuestros pecados (cf. Mt 26, 39). A esta aceptación
responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc
3, 22; Is 42, 1). El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su
concepción viene a "posarse" sobre él (Jn 1, 32-33; cf. Is 11, 2). De él
manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, "se abrieron
los cielos" (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas
fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de
la nueva creación.
537 Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que
anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este
misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con
Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse,
en el Hijo, en hijo amado del Padre y "vivir una vida nueva" (Rm 6, 4):
Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos
con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados
con él (S. Gregorio Nacianc. Or. 40, 9).
Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el
Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que,
adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios. (S. Hilario,
Mat 2).
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Ejemplos Predicables
La palabra de Dios no engaña
Fe es creer lo que no vemos, pero además es creer más que si lo viéramos.
¡Menguada sería nuestra fe, si su certeza no fuera más firme que la que nos
ofrecen unos sentidos engañadores!
Un día nos sentamos a la orilla de un río. En una rama saliente de un árbol,
se posa una paloma blanca. El sol deja caer sus rayos en el cuello esponjoso
y ¡qué colores! ; ¡qué azul de ilusión, qué verde esperanza, qué rojo de
amor! De pronto el sol se oculta, y en aquel cuello no hay más que una
blancura de nieve. ¡Eran engaños de la luz!
Si viéramos los misterios de la fe, pudieran engañarnos los ojos.
Creyéndolos no nos engaña nunca la Palabra de Dios.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p.
11)
cortesía: ive.org et alii