Solemnidad de la Santísima Trinidad A - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Directorio Homilético - Solemnidad de la Santísima Trinidad
Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Las tres lecturas
Santos Padres: San Atanasio - La Trinidad santa y perfecta
Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Santísima Trinidad en nuestras vidas
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Una vida de comunón y amor perfecto
Aplicación: San Juan Pablo II - “Sursum corda”: ¡”Levantemos el corazón”!
Aplicación: Benedicto XVI - Dios es amor
Aplicación:P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La Santísima Trinidad
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas de la solemnidad
Directorio Homilético - Solemnidad de la Santísima Trinidad
CEC 202, 232-260, 684, 732: el misterio de la Trinidad
CEC 249, 813, 950, 1077-1109, 2845: en la Iglesia y en su Liturgia
CEC 2655, 2664-2672: la Trinidad y la oración
CEC 2205: la familia como imagen de la Trinidad
202 Jesús mismo confirma que Dios es "el único Señor" y que es preciso
amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y todas
las fuerzas (cf. Mc 12,29-30). Deja al mismo tiempo entender que él mismo es
"el Señor" (cf. Mc 12,35-37). Confesar que "Jesús es Señor" es lo propio de
la fe cristiana. Esto no es contrario a la fe en el Dios Unico. Creer en el
Espíritu Santo, "que es Señor y dador de vida", no introduce ninguna
división en el Dios único:
Creemos firmemente y afirmamos sin ambages que hay un solo verdadero Dios,
inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y
Espíritu Santo: Tres Personas, pero una Esencia, una Substancia o Naturaleza
absolutamente simple (Cc. de Letrán IV: DS 800).
I "EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO
Y DEL ESPIRITU SANTO"
228 Los cristianos son bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo" (Mt 28,19). Antes responden "Creo" a la triple pregunta que
les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: "Fides
omnium christianorum in Trinitate consistit" ("La fe de todos los cristianos
se cimenta en la Santísima Trinidad") (S. Cesáreo de Arlés, symb.).
229 Los cristianos son bautizados en "el nombre" del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo y no en "los nombres" de estos (cf. Profesión de fe del Papa
Vigilio en 552: DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre
todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
230 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y
de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la
fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es
la enseñanza más fundamental y esencial en la "jerarquía de las verdades de
fe" (DCG 43). "Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la
historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres,
apartados por el pecado, y se une con ellos" (DCG 47).
231 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el
misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la
doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las
misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su
"designio amoroso" de creación, de redención, y de santificación (III).
232 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la "Theologia" y la
"Oikonomia", designando con el primer término el misterio de la vida íntima
del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se
revela y comunica su vida. Por la "Oikonomia" nos es revelada la
"Theologia"; pero inversamente, es la "Theologia", quien esclarece toda la
"Oikonomia". Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente,
el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así
sucede, analógicamente, entre las personas humanas, La persona se muestra en
su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su
obrar.
233 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los
"misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son
revelados desde lo alto" (Cc. Vaticano I: DS 3015. Dios, ciertamente, ha
dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su
Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser
como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e
incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el
envío del Espíritu Santo.
II LA REVELACION DE DIOS COMO TRINIDAD
El Padre revelado por el Hijo
234 La invocación de Dios como "Padre" es conocida en muchas religiones. La
divinidad es con frecuencia considerada como "padre de los dioses y de los
hombres". En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf.
Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la alianza y del don
de la Ley a Israel, su "primogénito" (Ex 4,22). Es llamado también Padre del
rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente "el Padre de los pobres",
del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal
68,6).
235 Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica
principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad
transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos
sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también
mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más
expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura.
El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que
son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre.
Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que
pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene
recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos.
No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la
maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef
3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.
236 Jesús ha revelado que Dios es "Padre" en un sentido nuevo: no lo es sólo
en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el
cual eternamente es Hijo sólo en relación a su Padre: "Nadie conoce al Hijo
sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).
237 Por eso los apóstoles confiesan a Jesús como "el Verbo que en el
principio estaba junto a Dios y que era Dios" (Jn 1,1), como "la imagen del
Dios invisible" (Col 1,15), como "el resplandor de su gloria y la impronta
de su esencia" Hb 1,3).
238 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó
en el año 325 en el primer concilio ecuménico de Nicea que el Hijo es
"consubstancial" al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo
concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta
expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó "al Hijo Unico de
Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre"
(DS 150).
El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu
239 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de "otro Paráclito"
(Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn
1,2) y "por los profetas" (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora
junto a los discípul os y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn
14,16) y conducirlos "hasta la verdad completa" (Jn 16,13). El Espíritu
Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al
Padre.
244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El
Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre
en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al
Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras
la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de
la Santa Trinidad.
245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue confesada por el segundo
Concilio ecuménico en el año 381 en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre" (DS 150). La Iglesia
reconoce así al Padre como "la fuente y el origen de toda la divinidad" (Cc.
de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu
Santo está en conexión con el del Hijo: "El Espíritu Santo, que es la
tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de
la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, no se dice que
es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del
Hijo" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de
Constantinopla (año 381) confiesa: "Con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria" (DS 150).
246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu "procede del
Padre y del Hijo (filioque)". El Concilio de Florencia, en el año 1438,
explicita: "El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y
del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo
Principio y por una sola espiración...Y porque todo lo que pertenece al
Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su
ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo,
éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente" (DS
1300-1301).
247 La afirmación del filioque no figuraba en el símbolo confesado el año
381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y
alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447
(cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el
concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el
Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII
y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla
por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia
con las Iglesias ortodoxas.
248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen
primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu
como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede
del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer
lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el
Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice "de manera
legítima y razonable" (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden
eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el
Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que "principio sin
principio" (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Unico, sea
con él "el único principio de que procede el Espíritu Santo" (Cc. de Lyon
II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no
afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.
III LA SANTISIMA TRINIDAD EN LA DOCTRINA DE LA FE
La formación del dogma trinitario
249 La verdad revelada de la Santa Trinidad ha estado desde los orígenes en
la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo.
Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la
predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones
se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en
la liturgia eucarística: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios
Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros" (2 Co 13,13;
cf. 1 Cor 12,4-6; Ef 4,4-6).
250 Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe
trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para
defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los
Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la
Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.
251 Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una
terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico:
"substancia", "persona" o "hipóstasis", "relación", etc. Al hacer esto, no
sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo,
sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante
un Misterio inefable, "infinitamente más allá de todo lo que podemos
concebir según la medida humana" (Pablo VI, SPF 2).
252 La Iglesia utiliza el término "substancia" (traducido a veces también
por "esencia" o por "naturaleza") para designar el ser divino en su unidad;
el término "persona" o "hipóstasis" para designar al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término "relación" para
designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a
los otros.
El dogma de la Santísima Trinidad
253 La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres
personas: "la Trinidad consubstancial" (Cc. Constantinopla II, año 553: DS
421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada
una de ellas es enteramente Dios: "El Padre es lo mismo que es el Hijo, el
Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu
Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS
530). "Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la
substancia, la esencia o la naturaleza divina" (Cc. de Letrán IV, año 1215:
DS 804).
254 Las personas divinas son realmente distintas entre si. "Dios es único
pero no solitario" (Fides Damasi: DS 71). "Padre", "Hijo", Espíritu Santo"
no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son
realmente distintos entre sí: "El que es el Hijo no es el Padre, y el que es
el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo"
(Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus
relaciones de origen: "El Padre es quien engendra, el Hijo quien es
engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede" (Cc. Letrán IV, año 1215:
DS 804). La Unidad divina es Trina.
255 Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de
las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente
en las relaciones que las refieren unas a otras: "En los nombres relativos
de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el
Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres
personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o
substancia" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, "todo es uno (en
ellos) donde no existe oposición de relación" (Cc. de Florencia, año 1442:
DS 1330). "A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el
Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el
Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo" (Cc. de Florencia
1442: DS 1331).
256 A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, llamado
también "el Teólogo", confía este resumen de la fe trinitaria:
Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el
cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos
los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el
Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en
el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda
vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres,
y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de
substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior
que abaje...Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno,
considerado en sí mismo, es Dios todo entero...Dios los Tres considerados en
conjunto...No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me
baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la
unidad me posee de nuevo...(0r. 40,41: PG 36,417).
IV LAS OBRAS DIVINAS Y LAS MISIONES TRINITARIAS
257 "O lux beata Trinitas et principalis Unitas!" ("¡Oh Trinidad, luz
bienaventurada y unidad esencial!") (LH, himno de vísperas) Dios es eterna
beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada.
Tal es el "designio benevolente" (Ef 1,9) que concibió antes de la creación
del mundo en su Hijo amado, "predestinándonos a la adopción filial en él"
(Ef 1,4-5), es decir, "a reproducir la imagen de su Hijo" (Rom 8,29) gracias
al "Espíritu de adopción filial" (Rom 8,15). Este designio es una "gracia
dada antes de todos los siglos" (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del
amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia
de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del
Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).
258 Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas.
Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza,
así también tiene una sola y misma operación (cf. Cc. de Constantinopla, año
553: DS 421). "El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios
de las criaturas, sino un solo principio" (Cc. de Florencia, año 1442: DS
1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su
propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento
(cf. 1 Co 8,6): "uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un
solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu
Santo en quien son todas las cosas (Cc. de Constantinopla II: DS 421). Son,
sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del
Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.
259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la
propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida
cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas
de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu
Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44)
y el Espíritu lo mueve (cf. Rom 8,14).
260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas
en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero
desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: "Si
alguno me ama -dice el Señor- guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23).
Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo
para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en
la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi
inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu
Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar
de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí
enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin
reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad).
CAPITULO PRIMERO: EL MISTERIO PASCUAL EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA
Artículo 1: LA LITURGIA, OBRA DE LA SANTISIMA TRINIDAD
I. EL PADRE, FUENTE Y FIN DE LA LITURGIA
1077. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en
Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para
ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la
que nos agració en el Amado" (Ef 1,3-6).
1078 Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre.
Su bendición es a la vez palabra y don ("bene-dictio", "eu-logia"). Aplicado
al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su Creador en
la acción de gracias.
1079 Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra
de Dios es bendición. Desde el poema litúrgico de la primera creación hasta
los cánticos de la Jerusalén celestial, los autores inspirados anuncian el
designio de salvación como una inmensa bendición divina.
1080 Desde el comienzo, Dios bendice a los seres vivos, especialmente al
hombre y la mujer. La alianza con Noé y con todos los seres animados renueva
esta bendición de fecundidad, a pesar del pecado del hombre por el cual la
tierra queda "maldita". Pero es a partir de Abraham cuando la bendición
divina penetra en la historia humana, que se encaminaba hacia la muerte,
para hacerla volver a la vida, a su fuente: por la fe del "padre de los
creyentes" que acoge la bendición se inaugura la historia de la salvación.
1081 Las bendiciones divinas se manifiestan en acontecimientos maravillosos
y salvadores: el nacimiento de Isaac, la salida de Egipto (Pascua y Exodo),
el don de la Tierra prometida, la elección de David, la Presencia de Dios en
el templo, el exilio purificador y el retorno de un "pequeño resto". La Ley,
los Profetas y los Salmos que tejen la liturgia del Pueblo elegido recuerdan
a la vez estas bendiciones divinas y responden a ellas con las bendiciones
de alabanza y de acción de gracias.
1082 En la Liturgia de la Iglesia, la bendición divina es plenamente
revelada y comunicada: el Padre es reconocido y adorado como la fuente y el
fin de todas las bendiciones de la Creación y de la Salvación; en su Verbo,
encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y
por él derrama en nuestros corazones el Don que contiene todos los dones: el
Espíritu Santo.
1083 Se comprende, por tanto, que en cuanto respuesta de fe y de amor a las
"bendiciones espirituales" con que el Padre nos enriquece, la liturgia
cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia, unida a su
Señor y "bajo la acción el Espíritu Santo" (Lc 10,21), bendice al Padre "por
su Don inefable" (2 Co 9,15) mediante la adoración, la alabanza y la acción
de gracias. Por otra parte, y hasta la consumación del designio de Dios, la
Iglesia no cesa de presentar al Padre "la ofrenda de sus propios dones" y de
implorar que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma,
sobre los fieles y sobre el mundo entero, a fin de que por la comunión en la
muerte y en la resurrección de Cristo-Sacerdote y por el poder del Espíritu
estas bendiciones divinas den frutos de vida "para alabanza de la gloria de
su gracia" (Ef 1,6).
II LA OBRA DE CRISTO EN LA LITURGIA
Cristo glorificado...
1084 "Sentado a la derecha del Padre" y derramando el Espíritu Santo sobre
su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los
sacramentos, instituidos por él para comunicar su gracia. Los sacramentos
son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad
actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción
de Cristo y por el poder del Espíritu Santo.
1085 En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente
su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su
enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su
Hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no
pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a
la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un
acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente
singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y
son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el
contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte
destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció
por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los
tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento
de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.
...desde la Iglesia de los Apóstoles...
1086 "Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, él mismo envió
también a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al
predicar el Evangelio a toda criatura, anunciaran que el Hijo de Dios, con
su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y de la
muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que
realizaran la obra de salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los
sacramentos en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica" (SC 6)
1087 Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les
confía su poder de santificación (cf Jn 20,21-23); se convierten en signos
sacramentales de Cristo. Por el poder del mismo Espíritu Santo confían este
poder a sus sucesores. Esta "sucesión apostólica" estructura toda la vida
litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el
sacramento del Orden.
...está presente en la Liturgia terrena...
1088 "Para llevar a cabo una obra tan grande" -la dispensación o
comunicación de su obra de salvación-"Cristo está siempre presente en su
Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el
sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, `ofreciéndose
ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en
la cruz', sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está
presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien
bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues es El
mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está
presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que
prometió: `Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos' (Mt 18,20)" (SC 7).
1089 "Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente
glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la
Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por El rinde culto al
Padre Eterno" (SC 7)
...que participa en la Liturgia celestial.
1090 "En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia
celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos
dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre,
como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno
de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de
los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al
Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra
Vida, y nosotros nos manifestamos con El en la gloria" (SC 8; cf. LG 50).
III EL ESPIRITU SANTO Y LA IGLESIA EN LA LITURGIA
1091 En la Liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del Pueblo de
Dios, el artífice de las "obras maestras de Dios" que son los sacramentos de
la Nueva Alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la
Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en
nosotros la respuesta de fe que él ha suscitado, entonces se realiza una
verdadera cooperación. Por ella, la Liturgia viene a ser la obra común del
Espíritu Santo y de la Iglesia.
1092 En esta dispensación sacramental del misterio de Cristo, el Espíritu
Santo actúa de la misma manera que en los otros tiempos de la Economía de la
salvación: prepara la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y
manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace presente y actualiza el
misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu de
comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo.
El Espíritu Santo prepara a recibir a Cristo
1093 El Espíritu Santo realiza en la economía sacramental las figuras de la
Antigua Alianza. Puesto que la Iglesia de Cristo estaba "preparada
maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua
Alianza" (LG 2), la Liturgia de la Iglesia conserva como una parte
integrante e irremplazable, haciéndolos suyos, algunos elementos del culto
de la Antigua Alianza:
– principalmente la lectura del Antiguo Testamento;
– la oración de los Salmos;
– y sobre todo la memoria de los acontecimientos salvíficos y de las
realidades significativas que encontraron su cumplimiento en el misterio de
Cristo (la Promesa y la Alianza; el Exodo y la Pascua, el Reino y el Templo;
el Exilio y el Retorno).
1094 Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la
catequesis pascual del Señor (cf Lc 24,13-49), y luego la de los Apóstoles y
de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que
permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de
Cristo. Es llamada catequesis "tipológica", porque revela la novedad de
Cristo a partir de "figuras" (tipos) que la anunciaban en los hechos, las
palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el
Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co
3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el
Bautismo (cf 1 P 3,21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua
de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1 Co
10,1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía "el verdadero Pan
del Cielo" (Jn 6,32).
1095 Por eso la Iglesia, especialmente durante los tiempos de Adviento,
Cuaresma y sobre todo en la noche de Pascua, relee y revive todos estos
acontecimientos de la historia de la salvación en el "hoy" de su Liturgia.
Pero esto exige también que la catequesis ayude a los fieles a abrirse a
esta inteligencia "espiritual" de la Economía de la salvación, tal como la
Liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir.
1096 Liturgia judía y liturgia cristiana. Un mejor conocimiento de la fe y
la vida religiosa del pueblo judío tal como son profesadas y vividas aún
hoy, puede ayudar a comprender mejor ciertos aspectos de la Liturgia
cristiana. Para los judíos y para los cristianos la Sagrada Escritura es una
parte esencial de sus respectivas liturgias: para la proclamación de la
Palabra de Dios, la respuesta a esta Palabra, la adoración de alabanza y de
intercesión por los vivos y los difuntos, el recurso a la misericordia
divina. La liturgia de la Palabra, en su estructura propia, tiene su origen
en la oración judía. La oración de las Horas, y otros textos y formularios
litúrgicos tienen sus paralelos también en ella, igual que las mismas
fórmulas de nuestras oraciones más venerables, por ejemplo, el Padre
Nuestro. Las plegarias eucarísticas se inspiran también en modelos de la
tradición judía. La relación entre liturgia judía y liturgia cristiana, pero
también la diferencia de sus contenidos, son particularmente visibles en las
grandes fiestas del año litúrgico como la Pascua. Los cristianos y los
judíos celebran la Pascua: Pascua de la historia, orientada hacia el
porvenir en los judíos; Pascua realizada en la muerte y la resurrección de
Cristo en los cristianos, aunque siempre en espera de la consumación
definitiva.
1097 En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica,
especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un
encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad
de la "comunión del Espíritu Santo" que reúne a los hijos de Dios en el
único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas,
raciales, culturales y sociales.
1098 La Asamblea debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser "un
pueblo bien dispuesto". Esta preparación de los corazones es la obra común
del Espíritu Santo y de la Asamblea, en particular de sus ministros. La
gracia del Espíritu Santo tiende a suscitar la fe, la conversión del corazón
y la adhesión a la voluntad del Padre. Estas disposiciones preceden a la
acogida de las otras gracias ofrecidas en la celebración misma y a los
frutos de Vida nueva que está llamada a producir.
El Espíritu Santo recuerda el Misterio de Cristo
1099 El Espíritu y la Iglesia cooperan en la manifestación de Cristo y de su
obra de salvación en la Liturgia. Principalmente en la Eucaristía, y
análogamente en los otros sacramentos, la Liturgia es Memorial del Misterio
de la salvación. El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia (cf Jn
14,26).
1100 La Palabra de Dios. El Espíritu Santo recuerda primeramente a la
asamblea litúrgica el sentido del acontecimiento de la salvación dando vida
a la Palabra de Dios que es anunciada para ser recibida y vivida:
La importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es
máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que luego se explican en la
homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos
litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben
su significado las acciones y los signos (SC 24).
1101 El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las
disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de
Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen
la trama de una celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los
ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de
que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y
realizan en la celebración.
1102 "La fe se suscita en el corazón de los no creyentes y se alimenta en el
corazón de los creyentes con la palabra de la salvación. Con la fe empieza y
se desarrolla la comunidad de los creyentes" (PO 4). El anuncio de la
Palabra de Dios no se reduce a una enseñanza: exige la respuesta de fe, como
consentimiento y compromiso, con miras a la Alianza entre Dios y su pueblo.
Es también el Espíritu Santo quien da la gracia de la fe, la fortalece y la
hace crecer en la comunidad. La asamblea litúrgica es ante todo comunión en
la fe.
1103 La Anámnesis. La celebración litúrgica se refiere siempre a las
intervenciones salvíficas de Dios en la historia. "El plan de la revelación
se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; ... las palabras
proclaman las obras y explican su misterio" (DV 2). En la Liturgia de la
Palabra, el Espíritu Santo "recuerda" a la Asamblea todo lo que Cristo ha
hecho por nosotros. Según la naturaleza de las acciones litúrgicas y las
tradiciones rituales de las Iglesias, una celebración "hace memoria" de las
maravillas de Dios en una Anámnesis más o menos desarrollada. El Espíritu
Santo, que despierta así la memoria de la Iglesia, suscita entonces la
acción de gracias y la alabanza (Doxologia).
El Espíritu Santo actualiza el Misterio de Cristo
1104 La Liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos
salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El Misterio pascual de
Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten;
en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza
el único Misterio.
1105 La epíclesis ("invocación sobre") es la intercesión mediante la cual el
sacerdote suplica al Padre que envíe el Espíritu santificador para que las
ofrendas se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y para que los
fieles, al recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios.
1106 Junto con la Anámnesis, la Epíclesis es el centro de toda celebración
sacramental, y muy particularmente de la Eucaristía:
Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino...en
Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello
que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento...Que te baste oír que es por
la acción del Espíritu Santo, de igual modo que gracias a la Santísima
Virgen y al mismo Espíritu, el Señor, por sí mismo y en sí mismo, asumió la
carne humana (S. Juan Damasceno, f.o., IV, 13).
1107 El poder transformador del Espíritu Santo en la Liturgia apresura la
venida del Reino y la consumación del Misterio de la salvación. En la espera
y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con la
Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la
Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para
ellos, ya desde ahora, "las arras" de su herencia (cf Ef 1,14; 2 Co 1,22).
La comunión del Espíritu Santo
1108 La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica
es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es
como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn
15,1-17; Ga 5,22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre
el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece
indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento
de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del
Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y
comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).
1109 La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de
la Asamblea con el Misterio de Cristo. "La gracia de nuestro Señor
Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo" (2 Co
13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la
celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el
Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a
Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la
preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por
el testimonio y el servicio de la caridad.
La oración al Padre
2664 No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o
individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más
que si oramos "en el Nombre" de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues,
el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro
Padre.
La oración a Jesús
2665 La oración de la Iglesia, alimentada por la palabra de Dios y por la
celebración de la liturgia, nos enseña a orar al Señor Jesús. Aunque esté
dirigida sobre todo al Padre, en todas las tradiciones litúrgicas incluye
formas de oración dirigidas a Cristo. Algunos salmos, según su actualización
en la Oración de la Iglesia, y el Nuevo Testamento ponen en nuestros labios
y gravan en nuestros corazones las invocaciones de esta oración a Cristo:
Hijo de Dios, Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo
amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida nuestra, nuestra Luz, nuestra
Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres...
2666 Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe
en su encarnación: Jesús. El nombre divino es inefable para los labios
humanos (cf Ex 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir nuestra
humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: "Jesús", "YHVH
salva" (cf Mt 1, 21). El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y
toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir "Jesús" es
invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene
la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque
su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él (cf Rm 10,
13; Hch 2, 21; 3, 15-16; Ga 2, 20).
2667 Esta invocación de fe bien sencilla ha sido desarrolla da en la
tradición de la oración bajo formas diversas en Oriente y en Occidente. La
formulación más habitual, transmitida por los espirituales del Sinaí, de
Siria y del Monte Athos es la invocación: "Jesús, Cristo, Hijo de Dios,
Señor, ¡Ten piedad de nosotros, pecadores!" Conjuga el himno cristológico de
Flp 2, 6-11 con la petición del publicano y del mendigo ciego (cf Lc 18,13;
Mc 10, 46-52). Mediante ella, el corazón está acorde con la miseria de los
hombres y con la misericordia de su Salvador.
2668 La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la
oración continua. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente
atento, no se dispersa en "palabrerías" (Mt 6, 7), sino que "conserva la
Palabra y fructifica con perseverancia" (cf Lc 8, 15). Es posible "en todo
tiempo" porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación,
la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús.
2669 La oración de la Iglesia venera y honra al Corazón de Jesús, como
invoca su Santísimo Nombre. Adora al Verbo encarnado y a su Corazón que, por
amor a los hombres, se dejó traspasar por nuestros pecados. La oración
cristiana practica el Vía Crucis siguiendo al Salvador. Las estaciones desde
el Pretorio, al Gólgota y al Sepulcro jalonan el recorrido de Jesús que con
su santa Cruz nos redimió.
“Ven, Espíritu Santo”
2670 "Nadie puede decir: '¡Jesús es Señor!' sino por influjo del Espíritu
Santo" (1 Co 12, 3). Cada vez que en la oración nos dirigimos a Jesús, es el
Espíritu Santo quien, con su gracia preveniente, nos atrae al Camino de la
oración. Puesto que él nos enseña a orar recordándonos a Cristo, ¿cómo no
dirigirnos también a él orando? Por eso, la Iglesia nos invita a implorar
todos los días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y al terminar
cualquier acción importante.
Si el Espíritu no debe ser adorado, ¿cómo me diviniza él por el bautismo? Y
si debe ser adorado, ¿no debe ser objeto de un culto particular? (San
Gregorio Nacianceno, or. theol. 5, 28).
2671 La forma tradicional para pedir el Espíritu es invocar al Padre por
medio de Cristo nuestro Señor para que nos dé el Espíritu Consolador (cf Lc
11, 13). Jesús insiste en esta petición en su Nombre en el momento mismo en
que promete el don del Espíritu de Verdad (cf Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13).
Pero la oración más sencilla y la más directa es también la más tradicional:
"Ven, Espíritu Santo", y cada tradición litúrgica la ha desarrollado en
antífonas e himnos:
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos
el fuego de tu amor (cf secuencia de Pentecostés).
Rey celeste, Espíritu Consolador, Espíritu de Verdad, que estás presente en
todas partes y lo llenas todo, tesoro de todo bien y fuente de la vida, ven,
habita en nosotros, purifícanos y sálvanos. ¡Tú que eres bueno! (Liturgia
bizantina. Tropario de vísperas de Pentecostés).
2672 El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro
interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la
oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es
el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos. En la comunión en el
Espíritu Santo la oración cristiana es oración en la Iglesia.
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Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Las tres lecturas
Éxodo 34, 4-6. 8-9:
Moisés sube al Sinaí a renovar la Alianza que el pueblo acaba de quebrantar
con un masivo acto de idolatría. Los que vivimos plenamente en la Nueva
Eterna Alianza leemos con grande provecho esta página de la Escritura. La
Antigua Alianza prefiguraba y preparaba la Nueva:
— Dios se revela a Moisés como Misericordioso y grande en Gracia y Fidelidad
(6). En la Nueva Alianza gozamos la máxima revelación de Dios: la
Encarnación del Hijo de Dios. San Juan, que ha visto tan de cerca esta
suprema revelación de Dios, nos dirá: «Y el Verbo se hizo carne. Y habitó
entre nosotros. Y contemplamos su Gloria; Gloria del Unigénito del Padre,
lleno de Gracia y Fidelidad» (Jn 1, 14). En la Nueva Alianza todos vemos y
gozamos la Gracia y Fidelidad de Dios. Las vemos y gozamos reveladas
claramente en el Hijo de Dios Encarnado.
— Moisés se atreve a pedir a Dios: «Si he hallado gracia a tus ojos, ¡oh
Señor!, dígnese mi Señor venir en medio de nosotros» (5). Y el Señor acogió
benigno esta audaz plegaria. El Tabernáculo, el Arca Santa, era Trono de
Yahvé: «Allí me encontraré contigo. Allí hablaré contigo» (Ex 25, 22; Dt 4,
7). Presencia que llamaríamos convivencia. Y, sin embargo, era sólo signo y
prenuncio de una realidad que la sobrepasaría infinitamente en la Nueva
Alianza: «Y el Verbo se hizo carne. Y fijó entre nosotros su Tabernáculo»
(Jn 1, 14). La presencia de Dios se ha hecho tan cercana, tan sensible, tan
amable, que dirá San Juan: «Al que existía desde el principio, al Verbo de
la Vida, le hemos oído; y le hemos visto con nuestros ojos, y le hemos
contemplado, y le han tocado nuestras manos» (1 Jn 1, 1). En la Nueva
Alianza seguimos gozando la presencia y convivencia del que es «Emmanuel»
(=Dios-con-nosotros): «Con vosotros estaré hasta el fin de los tiempos» (Mt
28, 20). Presencia y convivencia que en la condición que nos cumple a los
que somos aún viadores tiene su máxima y plena realidad en la Eucaristía:
Presencia personal y sustancial.
— También las dos peticiones de Moisés a Dios: «Perdona nuestros pecados y
haznos tu heredad» (9), van a tener su cabal cumplimiento en la Nueva
Alianza. Por Cristo nuestro Mediador y Redentor quedan expiados y abolidos
todos los pecados. Por Cristo se nos participa la vida divina y la divina
filiación; y somos ya familia de Dios: sus hijos.
2 CORINTIOS 13, 11-13:
San Pablo cierra su Carta y despídese de sus neófitos. Y sólo esta cláusula
de despido valdría para hacerle inmortal:
— Resume como en ramillete espiritual los consejos ascéticos que les ha ido
dando a lo largo de la Carta. Y sintetiza y quintaesencia la ascética
cristiana en el ejercicio de estas virtudes: «Estad alegres, trabajad en
vuestra perfección, dejaos amonestar, vivid concordes, defended la paz»
(11). Quien llene este programa escala las cimas de la santidad.
— Pone ante nuestros ojos el premio y gozo que acompaña a todo cristiano
digno de este nombre: «Y el Dios de la Caridad y de la Paz morará en
vosotros» (11b). Se ve clara la alusión a Ex 34, 5. Dios, que es Dios de
Gracia y Fidelidad, de Misericordia y Verdad, de Amor y de Paz, morará con
nosotros. La presencia divina se traduce en una fructificación generosa de
Caridad, Gozo y Paz (Gál 5, 22). Nunca falla esta ley de la vida cristiana.
Y por ello el signo y termómetro para conocer y medir la presencia de Dios
en nosotros y en nuestras comunidades es atender a la caridad y a la paz que
hay en nuestro corazón y en nuestro ambiente; a la unidad y armonía en que
fructifican las celebraciones eucarísticas.
— Por fin sella y rubrica la Carta San Pablo con una magnífica invocación
Trinitaria: «La Gracia del Señor Jesús, la Caridad de Dios y la Comunión del
Espíritu Santo sea con todos vosotros» (12). El Padre nos ama. Todo depende
del Amor del Padre. La Obra Salvífica y nuestra elección personal son Amor
del Padre a nosotros.
— El Hijo nos redime, expía nuestros pecados y nos retorna a la gracia del
Padre. El Hijo nos hace partícipes de su filiación y nos deja agraciados a
los ojos del Padre. El Padre nos ve ya y nos ama en Cristo.
— El Espíritu Santo hace llegar a nosotros la Vida Eterna, la Vida Divina.
Nos entra y nos engolfa en el océano de la Vida, del Amor y del Gozo de
Dios. La vida cristiana es trinitaria.
JUAN 3, 16-18:
En el N. T. hemos conocido el misterio Trinitario por revelación de Jesús.
En la lectura de hoy se nos recuerda el Discurso o Diálogo de Jesús con
Nicodemo:
— Jesús revela a Nicodemo: Dios es Amor; y a la vez le muestra el acto
supremo, la obra maestra de Dios, la máxima manifestación de su amor a
nosotros: «Así amó Dios al mundo que le envió su propio Hijo Unigénito»
(16).
— Jesús se declara «Hijo Unigénito: Enviado del Padre al mundo». La
denominación «Hijo» no es mera apropiación. Es el «Unigénito». Reclama para
Sí una relación con Dios que sólo a Él le cumple. Pero le cumple con pleno
derecho. Es el Hijo de Dios. Es el Unigénito del Padre.
— Y Jesús da tanto relieve a esta revelación que lo esencial de la fe
cristiana, tan esencial que en ello nos va la salvación, es creer y confesar
que Jesús es Mesías-Hijo Unigénito de Dios (18): «El que no cree en el
nombre del Hijo Unigénito de Dios queda ya condenado.» Él, sólo Él, puede
salvarnos. Quien, pues, no acepta a este Salvador queda condenado sin
remedio.
— El Bautismo nos obliga a una personal y fervorosa vivencia del misterio
Trinitario. Somos por el Bautismo, adoradores: Del Padre que nos otorga la
vida de la gracia, por la cual somos partícipes y consortes de la naturaleza
divina (2 Pe 1, 4).
Del Hijo que nos hace partícipes de su filiación y coherederos con Él del
amor y de la gloria del Padre (Rom 8, 17).
Del Espíritu Santo que nos consagra templos santos de Dios e instala en
nosotros su morada (Rom 8, 11). De esta Vida Divina debemos ser
Conscientes: «Iluminados los ojos de nuestro corazón» (Ef 1, 18).
Consecuentes: «Los hijos de Dios por el Espíritu de Dios son guiados» (Rom
8, 14).
Fervientes: «Que os enfervorice el Espíritu Santo» (Rom 12, 11).
Vida Divina que incesantemente crece y se desarrolla; fructifica para gloria
de Dios en obras de santidad; se comunica e irradia a infinitas almas.
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona,
1979, pp. 137-140)
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Comentario Teológico: Reginald Garrigou-Lagrange - La Santísima
Trinidad, presente en nosotros, fuente increada de nuestra vida interior
Vamos a hablar ahora de la Santísima Trinidad que está presente en todas las
almas justas de la tierra, del purgatorio y del cielo.
En primer lugar, veremos lo que nos dice la Revelación divina, contenida en
la Escritura acerca de misterio tan consolador. Consideraremos después,
brevemente, el testimonio de la Tradición; y, en último lugar, veremos los
comentarios y aclaraciones que aporta la Teología, particularmente Santo
Tomás de Aquino, y las consecuencias espirituales de esta doctrina.
El testimonio de la Sagrada Escritura
La Escritura nos enseña que Dios está presente en todas las criaturas, con
una presencia general llamada con frecuencia presencia de inmensidad. Léese
en particular en el Salmo 138,7: "¿A dónde iré, Señor, que me esconda de tu
espíritu? ¿A dónde huir para escapar a tu mirada? Si me remonto hasta los
cielos, allí estás tú; si desciendo a la morada de los muertos, también
estás allí." Es lo que hace decir a San Pablo, predicando en el Areópago:
"Dios que creó el mundo y es Señor del cielo y de la tierra... no está lejos
de cada uno de nosotros, porque en él vivimos, nos movemos y somos" (Act.
Apost., XVII , 28). Dios, en efecto, lo ve todo, conserva todas las cosas en
su existencia e inclina a cada criatura a los actos que le convienen.
Es él como el foco de donde dimana la vida de la creación y la energía
central que todo lo atrae a sí. "Rerum, Deus, tenax vigor, immotus in te
permanens" (“Dios, tenaz vigor inamovible de todas las cosas, permanece en
ti”). Pero la Sagrada Escritura no nos habla solamente de esta presencia
general de Dios en cada cosa; nos habla también de otra presencia especial
de Dios en los justos. Así, ya en el Antiguo Testamento, en la Sabiduría,
1,4 está escrito: "La sabiduría divina no penetrará en un alma perversa, ni
habitará en un cuerpo sujeto al pecado." ¿Serán solamente la gracia creada o
el don creado de sabiduría los que vendrán a habitar en el alma del justo?
Las palabras de Nuestro Señor nos ofrecen nueva luz y nos enseñan que las
mismas Personas divinas vienen a aposentarse en nosotros. "Si alguien me
amare, dice, cumplirá mis mandamientos, y mi Padre le amará y vendremos a él
y en él haremos nuestra morada" (Juan, XIV, 23). Cada una de estas palabras
es muy de considerar: "Vendremos". ¿Quién va a venir? ¿Serán sólo los
efectos creados: la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones?
No; vienen los mismos que aman, las tres divinas Personas, el Padre y el
Hijo, de los que jamás se separa el Espíritu Santo, prometido por Nuestro
Señor y enviado visiblemente el día de Pentecostés.
Vendremos a él, al justo que ama a Dios; y vendremos no de una manera
transitoria, pasajera, sino que estableceremos en él nuestra morada, es
decir, habitaremos en él, mientras permanezca en la justicia o en estado de
gracia, mientras conserve la caridad. Así habla Nuestro Señor. Estas
palabras son confirmadas por aquellas otras de la promesa del Espíritu
Santo: "Yo rogaré a mi Padre y os dará otro Consolador, para que eternamente
permanezca en vosotros; éste es el Espíritu de verdad, que el mundo no puede
recibir, porque ni lo ve ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis, ya que
mora en medio de vosotros, y él estará en vosotros... Él os enseñará todas
las cosas, y os recordará todo lo que yo os he enseñado" (Juan, XIV, 26).
Estas palabras no fueron dichas solamente a los Apóstoles; en ellos fueron
realidad el día de Pentecostés, que se renueva en nosotros en la
Confirmación.
Este testimonio del Salvador es clarísimo y precisa admirablemente lo dicho
en el libro de la Sabiduría, 1,4. Las tres divinas Personas vienen a habitar
en las almas justas. Así lo entendieron los Apóstoles. San Juan escribe (I
Juan, IV, 9- I6): "Dios es caridad... y el que permanece en la caridad, en
Dios permanece y Dios en él." Ese tal posee a Dios en su corazón, pero más
lo posee Dios a él y lo contiene -en sí, conservándole, no sólo su
existencia natural, sino la vida de la gracia y la caridad. San Pablo dice
también: "La caridad de Dios se ha derramado en vosotros por el Espíritu
Santo que se os ha dado" (Rom., y, 5). Y no es solamente la caridad creada
lo que liemos recibido, sino que nos ha sido dado el mismo Espíritu Santo.
San Pablo habla especialmente de él, porque la caridad nos asimila más a ese
Santo Espíritu, que es el amor personal, que al Padre y al Hijo. Ambos
residen igualmente en nosotros, según testimonio de Jesús, pero no seremos
totalmente asimilados a ellos, sino cuando recibamos la luz de la gloria que
nos sellará asemejándonos al Verbo, que es esplendor del Padre.
En muchas ocasiones vuelve San Pablo sobre esta consoladora doctrina: "¡No
sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?" (1Cor 6,16). "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del
Espíritu Santo, que está en vosotros, que habéis recibido de Dios, y que ya
no os pertenecéis? Porque habéis sido rescatados por gran precio”.
Glorificad pues a Dios en vuestro cuerpo." (I Cor., VI, 19.) Así pues, con
toda claridad, nos enseña la Escritura que las tres Personas divinas habitan
en todas las almas justas, en todas las almas en estado de gracia.
El testimonio de la Tradición
La Tradición, por la voz de los primeros mártires, por la de los Padres y
por la enseñanza oficial de la Iglesia, demuestra, además que así
precisamente es como hay que entender lo que dice la Escritura. Al principio
del siglo II, San Ignacio de Antioquía dice en sus cartas, que los
verdaderos cristianos llevan a Dios en sí, y los llama "theophoroi" o
"portadores de Dios". Esta doctrina es común en la Iglesia primitiva; los
mártires la proclaman en alta voz delante de sus jueces. Santa Lucía
responde a Pascasio, prefecto de Siracusa: "Las palabras no pueden faltar a
los que en sí llevan al Espíritu Santo." "Entonces el Espíritu Santo está en
ti?" "Así es, todos los que llevan vida casta y piadosa son templo del
Espíritu Santo."
Entre los Padres griegos, San Atanasio dice que las tres divinas personas
están en nosotros. San Basilio declara que el Espíritu Santo, por su
presencia, nos hace cada vez más espirituales y conformes a la imagen del
Unigénito. San Cirilo de Alejandría trata igualmente de esta íntima unión
del justo con el Espíritu Santo. Entre los Padres latinos, San Ambrosio
enseña que lo hemos recibido con el bautismo y más aún con la confirmación.
San Agustín prueba que, según el testimonio de los Padres más antiguos no es
sólo la gracia lo que se nos da, sino Dios mismo, el Espíritu Santo y sus
siete dones.
Esta doctrina revelada nos es inculcada, en fin, por la enseñanza oficial de
la Iglesia. En el símbolo de San Epifanio, que recitaban los adultos antes
de recibir el bautismo, se dice: "Spiritus Sanctus qui... in apostolis
locutus est et in sanctis habitat" (“El Espíritu Santo, que habló por los
apóstoles y habita en los justos”).
El Concilio de Trento dice a su vez: "La causa eficiente de nuestra
justificación es Dios, quien en su misericordia, nos purifica gratuitamente
y nos santifica, ungiéndonos y marcándonos con el sello del Espíritu Santo,
que nos fue prometido y es la prenda de nuestra herencia".
Pero esa enseñanza oficial de la Iglesia, sobre esta materia, se nos da hoy
de una manera más precisa todavía en la Encíclica de León XIII, Divinum
illud munus (9 de mayo 1897), sobre el Espíritu Santo, en la que se nos
describe así la permanencia de la Santísima Trinidad en el alma de los
justos: "Conviene recordar las explicaciones dadas por los Doctores según
las enseñanzas de las Santas Escrituras: Dios está presente en todas las
cosas por su poder, en cuanto que todo le está sometido; por su presencia,
en cuanto que todo está patente a sus ojos; por su esencia, en cuanto que
está íntimamente en todos los seres como causa de su existencia (cf. Santo
Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 8, a. 3). Pero Dios no está en el
hombre solamente como está en las cosas; está además en cuanto que es
conocido y amado por él, ya que nuestra naturaleza nos lleva a amar, desear
y aspirar al bien. Dios, por su gracia, reside en el alma del justo como en
un templo, de un modo muy íntimo y especial. De ahí ese lazo que tan
estrechamente une al alma con Dios, más de lo que un amigo puede estarlo con
su mejor amigo, y le permite gozar de él con una gran dulzura.
"Esta admirable unión, llamada inhabitación y que sólo por su condición
difiere del estado bienaventurado de los moradores del cielo, es realizada
por la presencia de toda la Trinidad: «Vendremos a él y en él haremos
nuestra morada» (Juan. XIV, 23). Sin embargo se atribuye de un modo especial
al Espíritu Santo. En efecto, aun en un hombre perverso existen algunas
huellas del poder y de la sabiduría divina; pero sólo el justo participa del
amor, que es la característica del Espíritu Santo... Por eso el Apóstol, al
decir que los justos son templos de Dios, no los llama expresamente templos
del Padre y del Hijo, sino del Espíritu Santo: “¿No sabéis que vuestros
miembros son el templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis
recibido de Dios?” (I Cor., VI, 19).
"La abundancia de bienes celestiales que es efecto de la presencia del
Espíritu Santo en las almas piadosas, se manifiesta de múltiples maneras...
Entre estos dones se cuentan aquellas misteriosas invitaciones que, por un
impulso del Espíritu Santo, son hechas a las almas y sin las cuales no es
posible al hombre ni encauzarse por el camino de la virtud, ni progresar, ni
obtener la vida eterna."
Tal es, en sustancia, el testimonio de la Tradición expresada por el
magisterio de la Iglesia. Veamos ahora lo que la Teología añade, y así
entenderemos mejor este misterio revelado. Expondremos lo que de él nos dice
Santo Tomás.
Explicación teológica de este misterio
Diversas explicaciones se han propuesto. De todas ellas, la de Santo Tomás,
recogida por León XIII en su Encíclica sobre el Espíritu Santo, parece la
más verdadera; contiene, por lo demás, en una síntesis superior, todo lo que
se ha escrito sobre esta materia, en estos últimos tiempos; importa pues,
volver al texto mismo del artículo principal de Santo Tomás, que ha sido un
tanto olvidado.
El Doctor común de la Iglesia nos dice en efecto (I, q. 43, a. 3), dando por
supuesta la presencia general de Dios, que conserva todas las cosas en la
existencia: "Una persona divina nos es enviada en tanto que existe en
nosotros de una manera nueva; nos es dada en tanto que la poseemos. Ahora
bien, ninguna de estas dos cosas es posible sino por la gracia santificante.
Dios, en efecto, está ya en todas las cosas de una manera general, por su
esencia, potencia y presencia, como la causa en los efectos que participan
de su bondad. Pero, además de esta presencia general, hay en nosotros una
presencia especial, en cuanto poseemos a Dios como objeto conocido y amado,
cuando de hecho le conocemos y amamos. Y como por su operación, es decir por
el conocimiento y el amor (sobrenaturales) la criatura racional llega a Dios
mismo, en lugar de decir que, según este modo especial de presencia, Dios
está en el alma del justo, se dice que habita en ella como en su templo. Así
se explica el hecho de que una persona divina esté, de una nueva manera,
presente en nosotros...
"Igualmente, el tener una cosa supone poder gozar y servirse de ella. Y
nosotros no podemos gozar de una persona divina sino por la gracia
santificante y por la caridad." Sin la gracia santificante y la caridad, en
efecto, Dios no habita en nosotros; no basta conocerlo por conocimiento
natural, filosófico, ni siquiera por el conocimiento sobrenatural de la fe
informe unida a la esperanza, como lo conoce un cristiano que está en pecado
mortal. (Dios está, por decirlo así, alejado de un creyente desviado de él.)
Preciso es conocerle por la fe viva y por los dones del Espíritu Santo
conexos con la caridad. Este último conocimiento, que es como experimental,
llega a Dios, no como realidad distinta y simplemente representada, sino
como una realidad presente, poseída, de la que podemos gozar desde ahora.
Esto es lo que quiere decir Santo Tomás en el texto citado (I, q. 43, a. 3).
Se trata, dice, de un conocimiento que alcanza al mismo Dios, attingit ad
ipsum Deum (I, q. 43, a. 3 c), y hace que lo poseamos y gocemos de él, ut
creatura rationalis ipsa persona divina fruatur (I, q. 43, a. 3, ad 1). Para
que las divinas personas habiten en nosotros, preciso es que las podamos
conocer de una manera como experimental y amorosa, fundada en la caridad
infusa , que nos da cierta connaturalidad o simpatía con la vida íntima de
Dios.
No es necesario sin embargo, para que la Santísima Trinidad habite en
nosotros, que ese conocimiento sea actual; basta con que nos sea posible
mediante la gracia de las virtudes y de los dones. Así la permanencia de la
Santísima Trinidad dura en el justo, aun durante su sueño, y mientras está
en estado de gracia. Pero a veces sucede que Dios se hace sentir en nosotros
como alma de nuestra alma, y vida de nuestra vida. Es lo que San Pablo dice
en la Epístola a los Romanos (VIII, 14-16): "Habéis recibido un Espíritu de
adopción, en el que clamamos ¡Abba! ¡Padre! Este mismo Espíritu da
testimonio a nuestra alma de que somos hijos de Dios." Santo Tomás dice en
su comentario a esta Epístola: "El Espíritu Santo da ese testimonio a
nuestra alma por el efecto de amor filial que en nosotros produce". Por eso
dijeron los discípulos de Emaús después que Jesús desapareció: "¿No es
verdad que nuestro corazón ardía en nuestro pecho mientras, caminando, nos
hablaba y nos explicaba las Escrituras?" (Lc 24,32).
Mediante esa explicación, Santo Tomás no hace sino aclararnos el profundo
sentido de las palabras de Nuestro Señor anteriormente citadas: ‘Si alguien
me ama, cumplirá mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él
haremos nuestra morada’ (Jn 14,23). ‘El espíritu de verdad (que mi Padre os
enviará) estará en vosotros; él os enseñará las cosas que yo os he dicho’
(Jn 14,26). Según esta doctrina, la Trinidad augusta habita en el alma del
justo más y mejor, en cierto sentido, que el cuerpo del Salvador en la
hostia consagrada. En ella está real y sustancialmente, pero la hostia ni le
conoce ni le ama. Mientras que la Santa Trinidad está en el alma del justo
como en un templo vivo que conoce y ama a su augusto huésped. Habita en las
almas bienaventuradas que la contemplan cara a cara, sobre todo en la
santísima alma del Salvador a la que el Verbo está personalmente unido. Y ya
desde esta vida, entre las penumbras de la fe, la augusta Trinidad, oculta a
nuestros ojos, mora en nosotros, para vivificarnos más y más hasta la hora
de nuestra entrada en la gloria, en que se nos mostrará en toda su claridad.
Esta íntima presencia de la Santísima Trinidad en nosotros, no ha de ser
pretexto para dejar de acercarnos a la Eucaristía o de orar junto al
tabernáculo; porque esa augusta Trinidad habita con mucha mayor intimidad
que en nosotros, en el alma santísima del Salvador personalmente unido al
Verbo. Si nos trae gran provecho el acercarnos a un santo lleno de Dios,
como el Cura de Ars, ¡cuánto más provechoso no nos será aproximarnos al
Salvador! Podemos decirle, cuando estemos junto a él: "Ven y toma posesión
de mí, aun con tu Cruz; escucha mi plegaria, Señor; Tú en mí y yo en ti."
Pensemos también en la habitación de la Santísima Trinidad en el alma de la
Virgen María, aquí abajo y en el cielo.
Consecuencias para la espiritualidad
De lo dicho se desprende una muy importante consecuencia: si la inhabitación
de la augusta Trinidad en nosotros no se concibe sin que el justo pueda
tener una "especie de conocimiento experimental" de Dios en sí, síguese que
este conocimiento, lejos de ser una cosa extraordinaria, como las visiones,
revelaciones y estigmas, está dentro de la vía normal de la santidad.
Esta especie de conocimiento experimental de Dios presente en nosotros
deriva de la fe esclarecida por los dones de inteligencia y de sabiduría,
que están en conexión con la caridad. De ahí se sigue que normalmente irá
aumentando según se vaya progresando en caridad, tanto en el aspecto de la
contemplación como en el de la acción. También diremos más adelante que la
contemplación infusa, donde se desarrolla esa experiencia, comienza, según
San Juan de la Cruz, con la vía iluminativa y se perfecciona en la unitiva.
Este conocimiento de Dios y de su bondad crecerá con el de nuestra nada y
miseria, según las palabras que en revelación fueron dichas a Santa Catalina
de Siena: "Yo soy el que es, tú eres la que no es." Se sigue igualmente de
aquí que, cuando la caridad aumenta notablemente en nosotros, las divinas
Personas son enviadas de nuevo, dice Santo Tomás, porque se hacen más
íntimamente presentes en nosotros, en un nuevo grado o modo de intimidad.
Esto acaece, por ejemplo, en el momento de la segunda conversión que señala
el ingreso en la vía iluminativa.
Residen, finalmente, en nosotros, no solamente como objetos de conocimiento
y amor sobrenaturales, sino como principios de operaciones de esa misma
naturaleza. Jesús dijo: "Mi Padre opera siempre, y yo con él", sobre todo en
la intimidad del corazón, en el fondo del alma. Pero es importante desde el
punto de vista práctico no olvidar una cosa: que Dios no se comunica de
ordinario a la criatura sino en la medida de sus disposiciones. Cuando éstas
se hacen más puras, las divinas personas se hacen también más íntimamente
presentes y operantes. En tal caso Dios nos pertenece y nosotros a él, y
deseamos ardientemente progresar en su amor.
"Esta doctrina de las misiones invisibles de las divinas personas a nosotros
es uno de los más poderosos motivos de adelanto espiritual, escribe el P.
Chardon, porque mantiene al alma en constante aspiración a su
adelantamiento, y siempre en vela para realizar incesantes actos de
fortaleza y fervor en todas las virtudes; a fin de que, progresando en la
gracia, este nuevo adelantamiento atraiga a Dios de nuevo a ella... en una
unión más íntima, pura y vigorosa".
¿Cuáles son nuestros deberes para con nuestro Divino Huésped?
Él mismo nos dice: "Hijo mío, dame tu corazón" (Prov 23,26) . ‘Yo estoy a tu
puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su
morada, cenaré con él y él conmigo' (Apoc 3,20). El alma del justo es como
un cielo todavía oscuro, ya que la Santísima Trinidad está en él y un día la
ha de ver con claridad.
Nuestros deberes hacia ese huésped divino se pueden resumir así: Pensar con
frecuencia en él y decirse: "Dios mora en mí". Consagrar a las divinas
personas el día, cada hora, diciendo: "En el nombre del Padre, del Hijo, del
Espíritu Santo." Acordarse que el huésped interior es para nosotros fuente
de luz, de consuelo y de fortaleza. Orar a él con las palabras del Señor:
"Ora a tu Padre que está en lo más escondido (de tu alma); él accederá a tus
ruegos" (Mt 6,6). Adorarle diciendo: "Magnificat anima mea Dominum". Creer
en él, confiar en él y amarle con un amor cada día más puro, más generoso y
más encendido. Amarle, imitando sobre todo su bondad, según las palabras del
Señor: "Sed perfectos como es perfecto el Padre celestial" (Mt 5,48); "Que
todos sean uno, como vos, Padre mío, y yo somos uno" (Jn 17,21). Todas estas
cosas inclinan a pensar, y cada vez lo veremos más claramente, que la vida
mística, caracterizada por la actualidad del conocimiento de Dios
experimentado en nosotros, lejos de ser en sí extraordinaria, es la única
plenamente normal.
Solos los santos, que sin excepción la viven, están plenamente en el orden
donde deben estar. Antes de haber encontrado esta unión íntima con Dios
presente en nosotros, somos, en cierto modo, como almas medio dormidas; el
despertar espiritual todavía no ha llegado. Y de un misterio tan consolador,
como es la inhabitación de la augusta Trinidad en nosotros, sólo tenemos un
conocimiento superficial y teórico, a pesar de ser vida que se desborda y se
nos ofrece a todos.
Antes de haber entrado en la intimidad de la unión con Dios, aun no tenemos
hacia él toda la adoración y el amor debidos, ni consideramos de ordinario
al Único necesario como la cosa principal que necesitamos. De la misma
manera, aun no tenemos conciencia real y profunda del don que se nos ha dado
en la Eucaristía y sólo superficialmente comprendemos lo que es el Cuerpo
místico de Nuestro Señor.
El Espíritu Santo es el alma de ese Cuerpo místico, cuya cabeza es
Jesucristo. Como en nuestro cuerpo el alma está toda en todo él y en cada
una de sus partes, y ejerce sus funciones superiores en la cabeza, así el
Espíritu Santo está entero en todo el Cuerpo místico, todo entero en cada
uno de los justos, y ejerce sus funciones más elevadas en el alma santa del
Salvador y, por ella, en nosotros. El principio vital que así realiza la
unidad del cuerpo místico es mucho más unitivo que el alma que consigue la
unión de nuestro cuerpo, más que el espíritu de una familia o de una nación.
Y éste es el Espíritu Santo santificador, fuente de todas las gracias,
manantial de aguas vivas que brotan en duración perenne. El río de gracias
que procede del Espíritu Santo remonta incesantemente hacia Dios en forma de
adoración, de súplica, de méritos y de sacrificios; es la elevación hacia
Dios, preludio de la vida del cielo. Tales son las realidades sobrenaturales
en que nos debemos empapar cada vez más, y sólo en la vida mística se
ilumina verdaderamente el alma y sólo en ella comprende el don de Dios con
la conciencia viva, profunda y radiante, necesaria para responder plenamente
al amor con que Dios nos enaltece.
(Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades de la vida interior, Ediciones
Palabra, Madrid, 1995, p. 109 – 121)
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Santos Padres: San Atanasio - La Trinidad santa y perfecta
Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la
antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como
el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la
conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la
Iglesia, de manera que todo aquel que se aparta de esta fe deja de ser
cristiano y ya no merece el nombre de tal.
Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es
Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún
elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que
es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza, y
su actividad es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su
Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera, queda a salvo la unidad de la
santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo
trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en
cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade
todo, en el Espíritu Santo.
San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo
reduce todo al único Dios Padre, como al origen de todo, con esas palabras:
Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de
ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un
mismo Dios que obra todo en todos.
El Padre es quien da, por mediación de aquel que es su Palabra, lo que el
Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también
del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don
del Padre. De manera semejante, cuando el Espíritu está en nosotros, lo está
también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está
también el Padre realizándose así aquellas palabras: El Padre y yo vendremos
a él y haremos morada en él. Porque, donde está la luz, allí está también el
resplandor; y, donde está el resplandor, allí está también su eficiencia y
su gracia esplendorosa.
Es lo que nos enseña el mismo Pablo en su segunda carta a los Corintios,
cuando dice: La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión
del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros. Porque toda gracia o don
que se nos da en la Trinidad se nos da por el Padre, a través del Hijo, en
el Espíritu Santo. Pues, así como la gracia se nos da por el Padre, a través
del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu
Santo, ya que, hechos partícipes del mismo, poseemos el amor del Padre, la
gracia del Hijo y la comunión de este Espíritu.
(San Atanasio de Alejandría (1) De las cartas de san Atanasio, obispo (Carta
1 a Serapión, 28-30: PG 26, 594-595. 599). Liturgia de las Horas, Lectio
altera de la solemnidad de la Santísima Trinidad).
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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Santísima Trinidad en
nuestras vidas
Introducción
En el Nuevo Testamento hay una revelación clarísima de la Trinidad. Dios no
es un Dios solitario sino que es un Dios en el cual subsisten tres personas.
La unicidad de Dios la proclama claramente Jesucristo: “Escucha, Israel, el
Señor nuestro Dios es el único Señor…” (Mc 12,29). La persona del Padre está
atestiguada infinidad de veces en los evangelios. Y Jesucristo se proclama
igual al Padre: “Creéis en Dios, creed también en mí” (Jn 14,1). Y proclama
al Espíritu Santo como ‘otro’ consolador igual a Él, es decir, Dios como lo
es Él (cf. Jn 14,16).
La revelación clarísima y sin posibilidad de interpretaciones torcidas la
tenemos en Mt 28,19: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (eis tò
ónoma toû Patròs kaì toû Hyioû kaì toû Hagíou Pneúmatos)”. Al decir ‘el’
nombre, en singular, se está afirmando la unidad de naturaleza. Y al repetir
por tres veces la partícula ‘y’ (en griego: kaì) se está afirmando la
distinción de personas. Una sola naturaleza divina y tres personas o tres
hipóstasis.
La Iglesia Católica formula esta verdad de la siguiente manera: hay un solo
Dios en tres personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y las tres
reciben la misma adoración y gloria.
Inmediatamente después del domingo de Pentecostés con el que culmina todo el
tiempo pascual, la Iglesia abre la nueva etapa del tiempo ordinario
recordando el misterio fontal del cristiano: la realidad de Dios en cuanto
uno en naturaleza y trino en personas. Este es el fundamento de todo el
universo y, sobre todo, el fundamento de toda persona humana: “El hombre ha
sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor y
mediante esto salvar su alma”*1.
La confesión de que existe un solo Dios, que ese Dios único subsiste en tres
personas y que la segunda persona se hizo hombre es la confesión-base de la
fe cristiana. Ese es el fundamento sobre el que se construye todo el resto
del Credo. Pero, además, es el fundamento sobre el que se construye toda
nuestra vida.
La Iglesia quiere que abramos esta nueva etapa del tiempo ordinario con la
confesión del Dios Uno y Trino no sólo porque es la base de toda nuestra fe
sino, sobre todo, porque esta confesión tiene una incidencia real, concreta
y práctica en nuestra vida cotidiana.
En efecto, ese Dios Uno y Trino no solamente existe en sí sino que además ha
querido introducirse en nuestra propia vida, introduciéndose en nuestra alma
como un huésped entra a formar parte de nuestro hogar y aún mucho más.
1. Inhabitar y permanecer como en un templo
Dijo Jesús en la Última Cena: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi
Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Hay en
esta frase varias verdades dignas de ser notadas. En primer lugar, hay una
revelación de la Trinidad, porque tanto el Padre como Él, Jesús, el Hijo,
son capaces de amar, es decir, son personas y personas distintas. Pero el
amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo; y esto se confirma
porque antes Jesús dijo: “Al Espíritu de la verdad vosotros le conocéis,
porque mora con vosotros” (Jn 14,17). En segundo lugar, hay una afirmación
de que esas tres personas harán del alma del creyente un hogar; estarán en
el alma del cristiano como cuatro personas (las tres de la Trinidad más la
persona del cristiano) habitan en un mismo hogar y al modo de una familia
divina. En tercer lugar, esa vida hogareña y familiar tiene una condición:
que el creyente ame a Jesús y guarde sus mandamientos, es decir, que viva en
gracia de Dios.
De estas tres consecuencias de Jn 14,23 se sigue la clásica doctrina
católica: cuando una persona se bautiza le es borrado y cancelado el pecado
original y todos los pecados personales que hubiere cometido. Junto con el
perdón de todos sus pecados llega al alma la gracia santificante. La gracia
santificante es un hábito sobrenatural que inhiere en la sustancia o esencia
del alma y que consiste en una participación real de la misma naturaleza
divina. La gracia santificante es la que hace justo al que antes estaba en
estado de pecado. Cuando se pierde la gracia santificante a causa de un
pecado mortal se la recupera a través de la confesión sacramental con un
sacerdote católico. Junto con la gracia santificante vienen al alma las
virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Pero además, vienen a morar
en el alma del justo las tres personas divinas: el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
Para decir ‘haremos morada’, el texto griego usa la expresión monèn par’
autô poiésomen, que literalmente significa: ‘morada en él haremos’. La
palabra monén (= ‘morada’) proviene del verbo méno, que significa
‘permanecer de modo estable’. De hecho, Jesucristo usa en otros lugares este
mismo verbo méno para expresar la misma realidad de la inhabitación
trinitaria: “Permaneced (verbo méno) en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4);
“El que permanece (verbo méno) en mí y yo en él, ése da mucho fruto” (Jn
15,5). Por lo tanto, la expresión poieîn monén (= ‘hacer morada’) se puede
remplazar por el verbo méno (‘permanecer de modo estable’)*2.
Por lo tanto, las palabras ‘haremos morada’ significan: “Vendremos a él, al
justo que ama a Dios; y vendremos no de una manera transitoria, pasajera,
sino que estableceremos en él nuestra morada, es decir, habitaremos en él,
mientras permanezca en la justicia o en estado de gracia, mientras conserve
la caridad”*3.
La Trinidad habita en el hombre en gracia. Pero es necesario tener en cuenta
que el hombre no es solamente espíritu: es una unidad sustancial de cuerpo y
alma. El alma informa el cuerpo, pero el sustrato individual es uno solo. El
cuerpo del hombre también es sujeto de habitación de la Trinidad. La verdad
de la gracia santificante que hace posible la inhabitación trinitaria
convierte al hombre en un verdadero templo de Dios Trino.
Una imagen muy ilustrativa de la Trinidad habitando en el hombre íntegro es
el templo de Jerusalén inundado por la gloria de Dios. Narra el primer libro
de los Reyes: “Al salir los sacerdotes del Santuario, la nube llenó la Casa
de Yahveh. Y los sacerdotes no pudieron continuar en el servicio a causa de
la nube, porque la gloria de Yahveh llenaba la Casa de Yahveh. Entonces
Salomón dijo: Yahveh quiere habitar en densa nube” (1Re 8,10-12). Así el
Dios Trino inunda al cristiano en gracia de Dios.
A partir de la Encarnación del Verbo y de la Redención hecha en la cruz ya
no existirá ningún templo de piedra que pueda contener la gloria de Dios.
Después de la venida de Cristo los templos del Dios Uno y Trino serán los
hombres que amen a Jesús y guarden su palabra. Esto es, precisamente, lo que
Jesús le anunció a la Samaritana (cf. Jn 4,19-24). Ella le pregunta acerca
de cuál es el templo más adecuado para rendir culto a Dios, si el que está
en Jerusalén o el que está en el Monte Garizim, en Samaría, al pie del cual
estaban hablando. Jesús entonces, le responde: “Créeme, mujer, que llega la
hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Llega la
hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre
en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le
adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y
verdad” (4,21.23-24).
A partir de la venida de Cristo el verdadero templo del Dios Uno y Trino
será el hombre que acepte su palabra y se bautice. La nueva adoración se
dará en el mismo hombre en gracia de Dios, en quien habita la Trinidad:
Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta frase de Jesús a la Samaritana está
perfectamente delineada la inhabitación trinitaria: ‘adorar al Padre en
espíritu’ significa adorar al Padre que mora en el espíritu del hombre.
‘Adorar en espíritu’, significa también adorar al Espíritu Santo que mora en
nuestra alma. Y ‘adorar en verdad’, es adorar al Hijo, que dijo de sí mismo
“Yo soy la verdad” (Jn 14,6).
2. Poseer, usar y fruir
Sin embargo, la expresión ‘hacer morada en’, o el verbo ‘permanecer en’, o
la expresión ‘inhabitación trinitaria’ no deja de ser una metáfora. La
realidad teológica es mucho más profunda, más rica y más intensa.
En realidad, la palabra ‘inhabitación’ es más bien una figura. En efecto, la
relación entre el alma y la Trinidad que habita en el alma, más que ser al
modo de algo que ocupa un lugar dentro de una habitación, es al modo de una
unión estrechísima.
Se usa la metáfora de que las tres personas divinas ‘habitan en’ el alma, o
que ‘permanecen en’ el alma, o que ‘moran en’ el alma para expresar que, a
causa de la gracia santificante, el hombre tiene a Dios Uno y Trino a su
disposición para conocerlo y amarlo de un modo totalmente nuevo.
Dios Trino está de un modo nuevo en el alma porque no está solamente al modo
en que la causa está en el efecto sino al modo en que una persona amiga se
fusiona con otra persona amiga. Y el alma conoce y ama a Dios de una manera
nueva porque no lo conoce solamente por sus efectos ni lo ama solamente como
causa de su ser, sino que lo conoce profundamente por los dones de Sabiduría
e Inteligencia y lo ama con Caridad sobrenatural.
Esta nueva presencia de Dios Trino en el alma incluye el conocimiento que el
hombre tiene de Él y, por lo tanto, posee a Dios como la inteligencia posee
al objeto conocido. Además, esta nueva presencia de Dios en el alma incluye
también el amor que el hombre tiene de Él y, por lo tanto, es poseído por
Dios como el amante es poseído por el que es amado. Por el conocimiento el
hombre se apropia de Dios Trino; por el amor Dios Trino se apropia del
hombre.
Por lo tanto, lo que llamamos ‘inhabitación trinitaria’ es, en primer lugar,
una posesión real y recíproca entre el hombre y Dios. La metáfora de que
Dios Trino habita en nuestra alma indica en primer lugar, que poseemos a
Dios Trino con plenos derechos, y Dios nos posee a nosotros. Por eso dice
Santo Tomás de Aquino que por la inhabitación trinitaria “Dios está en la
criatura racional como lo conocido en el que conoce y el amado en el
amante”*4.
Ahora bien, dice Santo Tomás: “Solamente decimos que poseemos aquello de lo
cual libremente podemos usar y disfrutar”*5. Por lo tanto, la posesión
recíproca que implica la inhabitación trinitaria implica, a su vez, la
capacidad de usar y disfrutar libremente de las tres divinas personas.
¿Y qué significa ‘usar’ de las tres divinas personas? El verbo latino utor
(el que usa Santo Tomás) significa: ‘servirse de’, ‘usar’, ‘utilizar’,
‘emplear’. ‘Tener’, ‘gozar de’. ‘Tratar’, ‘tener relación con’. Se usa, por
ejemplo, para decir: ‘Tratar a alguien con gran familiaridad’ (aliquo
familiarissime uti). O también para decir: ‘Frecuentar la compañía de
hombres buenos’ (hominibus bonis uti)*6. Todas estas acepciones podemos
aplicarlas a la relación que se establece entre nosotros y Dios Trino
expresada por la metáfora ‘inhabitación’. Pero a esto hay que agregarle la
otra palabrita de Santo Tomás: libere, es decir, ‘libremente’.
¿Y qué significa ‘disfrutar’ de las tres divinas personas? El verbo fruor
significa: ‘disfrutar de’, ‘gozar’, ‘aprovechar’, ‘hacer uso’, ‘usar’*7. Del
verbo fruor proviene la palabra latina fructus, y de ésta proviene la
palabra castellana ‘fruto’. En castellano existe el verbo ‘fruir’, que
significa ‘gozar’*8. De acuerdo a esta etimología ‘fruir’ de las tres
divinas personas significa que las tres divinas personas se ofrecen a
nosotros como un fruto delicadísimo en el cual se esconde la noción de
perfección de la planta, la noción de alimento sustancial y la noción de
exquisitez en el gusto. Fruir o disfrutar de las tres divinas personas gozar
y deleitarse en ellas.
En castellano, además, existen otras dos palabras que nos indican qué
significa disfrutar o fruir de las tres divinas personas. Una de ellas es el
sustantivo ‘fruición’, que el Diccionario de la Real Academia Española lo
define así: “Goce muy vivo en el bien que alguien posee. Complacencia,
goce”. La otra es el adjetivo ‘fruitivo’: “Propio para causar placer con su
posesión” (DRAE). Por lo tanto, en la inhabitación trinitaria en el alma del
justo las tres divinas personas se convierten en algo ‘fruitivo’ que debe
causar ‘fruición’ en el hombre. Cada persona divina, por la inhabitación
trinitaria, se convierte en algo ‘propio para causar placer con su posesión’
y que, efectivamente, causa un ‘goce muy vivo en ese bien que se posee’, es
decir, en la posesión de las tres divinas personas*9.
3. Fusionarse
Sin embargo, la relación entre el hombre y Dios Trino expresada en la
metáfora de la inhabitación no se acaba en la posesión, en el usar y en el
fruir o disfrutar de la persona divina presente en el alma. Llega a un punto
mucho más hondo.
En efecto, dice Santo Tomás hablando de la inhabitación trinitaria en el
artículo ya citado: “Conociendo y amando, la criatura racional por su propia
operación alcanza (attingit) al mismo Dios”*10. El verbo attingere que hemos
traducido por ‘alcanzar’ significa, en realidad, ‘tocar’. “El attingere dice
inmediatez de unión y plenitud de comunicación”*11. Así como el ‘tocar’
expresa un contacto inmediato con la cosa alcanzada, así también el
‘attingere’ expresa esa inmediatez en el contacto con Dios que ni siquiera
la noción de participación puede expresar.
Para darnos cuenta la importancia que tiene el verbo attingere usado por
Santo Tomás para expresar la unión entre el alma y la persona divina que
habita en el hombre es bueno saber que Santo Tomás usa este mismo verbo para
expresar la unión inmediata que hay entre el cuerpo y el alma. También usa
el attingere para expresar la unión que hay entre el alma beatificada ya en
el cielo y Dios. E incluso usa el verbo attingere para expresar la unión
inmediata que hay entre la persona divina del Verbo y su naturaleza
humana*12.
Por lo tanto, el attingere al mismo Dios que se da en la inhabitación
trinitaria más que un ‘alcanzar’ o un ‘tocar’, es un fusionarse con Dios,
como el alma se fusiona con su cuerpo y hacen un solo principio sustancial.
Es por esto que “no se trata de un conocimiento filosófico y ni siquiera de
un conocimiento teológico, sino de un conocimiento ‘místico’: experimental,
por con-naturalidad, conocimiento amoroso, dirá repetidas veces Santo
Tomás”*13.
“De lo dicho se desprende una muy importante consecuencia: si la
inhabitación de la augusta Trinidad en nosotros no se concibe sin que el
justo pueda tener una "especie de conocimiento experimental" de Dios en sí,
síguese que este conocimiento, lejos de ser una cosa extraordinaria, como
las visiones, revelaciones y estigmas, está dentro de la vía normal de la
santidad.
“Esta especie de conocimiento experimental de Dios presente en nosotros
deriva de la fe esclarecida por los dones de inteligencia y de sabiduría,
que están en conexión con la caridad. (…)
“Todas estas cosas inclinan a pensar, y cada vez lo veremos más claramente,
que la vida mística, caracterizada por la actualidad del conocimiento de
Dios experimentado en nosotros, lejos de ser en sí extraordinaria, es la
única plenamente normal”*14.
Conclusión
El momento en el que de una manera más intensa se realiza este poseer a Dios
Trino, este hacer uso del Dios Trino, este fruir y disfrutar del Dios Trino,
este fusionarse con el Dios Trino es el Santo Sacrificio de la Misa.
En el ofertorio ponemos sobre la patena todo lo que somos y todos nuestros
sufrimientos, y luego se convierten en el mismo Cuerpo y Sangre de Jesús. En
la consagración, que es el momento en que se consuma el sacrificio de
Cristo, nosotros nos ofrecemos como víctimas junto con la Víctima divina.
Y en la comunión entramos en una unión tan grande con Jesucristo, Dios y
hombre verdadero, que solamente el verbo attingere puede expresar esa unión.
Por eso Jesucristo dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en
mí y yo en él” (Jn 6,56). La Eucaristía renueva, actualiza e intensifica la
unión estrechísima que hay entre el alma en gracia de Dios y las tres
personas divinas.
Pidámosle a la Virgen María la gracia de crecer siempre en esta unión
inefable con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
*1- San Ignacio de Loyola, El libro de los
Ejercicios Espirituales, nº 23.
*2- Cf. Strong, Tuggy y Vine en Multiléxico, nº
3306.
*3- Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades de la
vida interior, Ediciones Palabra, Madrid, 1995, p. 110.
*4- “In qua Deus dicitur esse sicut cognitum in
cognoscente et amatum in amante”, Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I,
q. 43, a. 3 c.
*5- “Illud solum habere dicimur, quo libere
possumus uti vel frui”, Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, ibidem.
*6- Cf. Diccionario Vox, Latín – Español.
*7- Cf. Diccionario Vox, Latín – Español.
*8- Diccionario de la Real Academia Española
(DRAE).
*9- Esto lo vuelve a repetir Santo Tomás en el ad
1 del artículo anteriormente citado: “Por el don de la gracia santificante
la criatura racional se perfecciona, de tal manera que no solo pueda hacer
uso de ese don creado sino también para que disfrute de la misma persona
divina” (“Per donum gratiae gratum facientis perficitur creatura rationalis,
ad hoc quod libere non solum ipso dono creato utatur, sed ut ipsa divina
persona fruatur���) (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 43, a. 3, ad
1).
*10- Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q.
43, a. 3 c.
*11- Fabro, C., La nozione metafisica di
partecipazione secondo San Tommaso d’Aquino, EDIVI, Roma, 2005, p. 314.
*12- Cf. Fabro, C., La nozione metafisica...,
ibidem.
*13- Fuster Perelló, S., Introducción a la Suma
Teológica, comentario a I, q. 43, a. 3 c, en Santo Tomás de Aquino, Suma
Teológica, BAC, Madrid, 20014.
*14- Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades…, p.
118.120.
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Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Una vida de comunón y amor
perfecto
Hoy celebramos la solemnidad de la santísima Trinidad, que presenta a
nuestra contemplación y adoración la vida divina del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo: una vida de comunión y de amor perfecto, origen y meta de
todo el universo y de cada criatura, Dios. En la Trinidad reconocemos
también el modelo de la Iglesia, en la que estamos llamados a amarnos como
Jesús nos amó. Es el amor el signo concreto que manifiesta la fe en Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es el amor el distintivo del cristiano, como
nos dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os
amáis unos a otros» (Jn 13, 35). Es una contradicción pensar en cristianos
que se odian. Es una contradicción. Y el diablo busca siempre esto: hacernos
odiar, porque él siembra siempre la cizaña del odio; él no conoce el amor,
el amor es de Dios.
Todos estamos llamados a testimoniar y anunciar el mensaje de que «Dios es
amor», de que Dios no está lejos o es insensible a nuestras vicisitudes
humanas. Está cerca, está siempre a nuestro lado, camina con nosotros para
compartir nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras esperanzas y
nuestras fatigas. Nos ama tanto y hasta tal punto, que se hizo hombre, vino
al mundo no para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por medio de
Jesús (cf. Jn 3, 16-17). Y este es el amor de Dios en Jesús, este amor que
es tan difícil de comprender, pero que sentimos cuando nos acercamos a
Jesús. Y Él nos perdona siempre, nos espera siempre, nos quiere mucho. Y el
amor de Jesús que sentimos, es el amor de Dios.
El Espíritu Santo, don de Jesús resucitado, nos comunica la vida divina, y
así nos hace entrar en el dinamismo de la Trinidad, que es un dinamismo de
amor, de comunión, de servicio recíproco, de participación. Una persona que
ama a los demás por la alegría misma de amar es reflejo de la Trinidad. Una
familia en la que se aman y se ayudan unos a otros, es un reflejo de la
Trinidad. Una parroquia en la que se quieren y comparten los bienes
espirituales y materiales, es un reflejo de la Trinidad.
El amor verdadero es ilimitado, pero sabe limitarse para salir al encuentro
del otro, para respetar la libertad del otro. Todos los domingos vamos a
misa, juntos celebramos la Eucaristía, y la Eucaristía es como la «zarza
ardiendo», en la que humildemente habita y se comunica la Trinidad; por eso
la Iglesia ha puesto la fiesta del Corpus Christi después de la de la
Trinidad. El jueves próximo, según la tradición romana, celebraremos la
santa misa en San Juan de Letrán, y después haremos la procesión con el
Santísimo Sacramento. Invito a los romanos y a los peregrinos a participar,
para expresar nuestro deseo de ser un pueblo «congregado en la unidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (san Cipriano). Os espero a todos el
próximo jueves, a las 19.00, para la misa y la procesión del Corpus Christi.
Que la Virgen María, criatura perfecta de la Trinidad, nos ayude a hacer de
toda nuestra vida, en los pequeños gestos y en las elecciones más
importantes, un himno de alabanza a Dios, que es amor.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 15 de junio de 2014)
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Aplicación: San Juan Pablo II - “Sursum corda”: ¡”Levantemos el
corazón”!
Hoy el corazón de la Iglesia reacciona con un fervor particular ante esta
invitación que introduce la plegaria eucarística. Hoy podemos responder con
una intensidad de fe muy especial: “Habemus ad Dominum”: ¡”Lo tenemos
levantado hacia el Señor”!
Contemplemos en la fe el misterio de Dios. Nuestra fe se vuelve precisamente
hacia Él. Un misterio insondable. Dios es Dios, el Ser más allá de todo lo
que podemos concebir, más grande de lo que pueda imaginarse el hombre. La
revelación cristiana sólo en parte levanta el velo que oculta su vida
íntima, pero guía nuestra fe hasta los umbrales de un misterio más profundo:
la unidad de la Trinidad. El que es Dios único es al mismo tiempo Padre,
Hijo y Espíritu Santo. Cada una de las personas divinas es increada,
inmensa, eterna, todopoderosa, Señor; y, sin embargo, no hay más que un Dios
increado, inmenso, todopoderoso, Señor. “El Padre no ha sido hecho por
nadie; no es ni creado, ni engendrado; el Hijo viene sólo del Padre; no ha
sido hecho ni creado, sino engendrado; El Espíritu Santo viene del Padre y
del Hijo; no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede de
ellos”. Así se expresa una antigua profesión de fe (el llamado símbolo de
San Atanasio).
Este Dios de infinita majestad que se manifiesta a Moisés y se mantiene
dentro de la misteriosa nube, este Dios trascendente que revela su
insondable vida, la ternura de su infinito amor, nos permite acercarnos a
Él, le adoramos, prosternados ante Él. En la fe se nos ha dado la dicha de
contemplar en Él a la Santísima Trinidad, antes de la plena visión de su
gloria.
“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3). “Tanto amó
Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito” (Jn 3,16). Mediante su Hijo, no
sólo ha revelado su nombre, su gloria como en una epifanía de Dios que le
manifiesta de manera única, sino que ha mostrado para con nosotros su
ternura, su misericordia, su amor, su fidelidad, bastante más allá de lo que
Moisés podía entrever: “Nos ha destinado por adelantado a ser hijos por
Jesucristo”, “a ser su pueblo” (cf. Ef 1,5.11). Nuestra adoración, nuestro
canto de alabanza es al mismo tiempo una acción de gracias por este “don
gratuito del que nos ha colmado en su Hijo bien amado”. Pues “el primer don
hecho a los creyentes” es el del Espíritu, que continúa la obra del Hijo y
“lleva a la perfección toda santificación” (cf. Plegaria Eucarística IV), el
Espíritu que confiere a la Iglesia la unidad del Cuerpo, la llama a
manifestar a los hombres la salvación, pues por Él la habita la presencia de
Dios.
“Tú harás de nosotros un pueblo que te pertenezca” (Ex 34,9).
“Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado
por los siglos” (Dan 3,52). La luz de la fe nos permite elevarnos hoy con el
espíritu y el corazón al misterio inescrutable de Dios, a su inaferrable
unidad trinitaria. Del seno de esa Trinidad Santísima vino el Hijo de Dios a
la humanidad: La Palabra eterna de Dios se hizo hombre, hijo de la Virgen
María. Por su muerte en la cruz y por su resurrección descendió sobre los
Apóstoles y permanece ahora presente en la Iglesia el Espíritu de Santidad.
De esta misión del Padre y del Espíritu brota la misión salvífica de la
Iglesia. De la misión del Hijo, el Siervo de Dios, que recibió la unción
profética, nace, en el Espíritu santo, el “sacerdocio real” de todos los
bautizados.
Por su ministerio de servicio todo el Pueblo de Dios participa en el
sacerdocio de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres.
(Homilía de ordenación sacerdotal en Sión, Suiza, 17 de junio 1984)
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Aplicación:
Benedicto XVI - Dios es amor
Queridos hermanos y hermanas:
En la primera lectura (cf. Ex 34, 4-9) escuchamos un texto bíblico que nos
presenta la revelación del nombre de Dios. Es Dios mismo, el Eterno, el
Invisible, quien lo proclama, pasando ante Moisés en la nube, en el monte
Sinaí. Y su nombre es: "El Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a
la ira y rico en gracia y fidelidad" (Ex 34, 6). San Juan, en el Nuevo
Testamento, resume esta expresión en una sola palabra: "Amor" (1 Jn 4, 8.
16). Lo atestigua también el pasaje evangélico de hoy: "Tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 3, 16).
Así pues, este nombre expresa claramente que el Dios de la Biblia no es una
especie de mónada encerrada en sí misma y satisfecha de su propia
autosuficiencia, sino que es vida que quiere comunicarse, es apertura,
relación. Palabras como "misericordioso", "compasivo", "rico en clemencia",
nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que
quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y perdonar, que desea
entablar un vínculo firme y duradero.
La sagrada Escritura no conoce otro Dios que el Dios de la alianza, el cual
creó el mundo para derramar su amor sobre todas las criaturas (cf. Misal
Romano, plegaria eucarística IV), y se eligió un pueblo para sellar con él
un pacto nupcial, a fin de que se convirtiera en una bendición para todas
las naciones, convirtiendo así a la humanidad entera en una gran familia
(cf. Gn 12, 1-3; Ex19, 3-6). Esta revelación de Dios se delineó plenamente
en el Nuevo Testamento, gracias a la palabra de Cristo. Jesús nos manifestó
el rostro de Dios, uno en esencia y trino en personas: Dios es Amor, Amor
Padre, Amor Hijo y Amor Espíritu Santo. Y, precisamente en nombre de este
Dios, el apóstol san Pablo saluda a la comunidad de Corinto y nos saluda a
todos nosotros: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y
la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2 Co 13, 13).
Por consiguiente, el contenido principal de estas lecturas se refiere a
Dios. En efecto, la fiesta de hoy nos invita a contemplarlo a él, el Señor;
nos invita a subir, en cierto sentido, al "monte", como hizo Moisés. A
primera vista esto parece alejarnos del mundo y de sus problemas, pero en
realidad se descubre que precisamente conociendo a Dios más de cerca se
reciben también las indicaciones fundamentales para nuestra vida: como
sucedió a Moisés que, al subir al Sinaí y permanecer en la presencia de
Dios, recibió la ley grabada en las tablas de piedra, en las que el pueblo
encontró una guía para seguir adelante, para encontrar la libertad y para
formarse como pueblo en libertad y justicia. Del nombre de Dios depende
nuestra historia; de la luz de su rostro depende nuestro camino.
De esta realidad de Dios, que él mismo nos ha dado a conocer revelándonos su
"nombre", es decir, su rostro, deriva una imagen determinada de hombre, a
saber, el concepto de persona. Si Dios es unidad dialogal, ser en relación,
la criatura humana, hecha a su imagen y semejanza, refleja esa constitución.
Por tanto, está llamada a realizarse en el diálogo, en el coloquio, en el
encuentro. Es un ser en relación.
En particular, Jesús nos reveló que el hombre es esencialmente "hijo",
criatura que vive en relación con Dios Padre, y, así, en relación con todos
sus hermanos y hermanas. El hombre no se realiza en una autonomía absoluta,
creyendo erróneamente ser Dios, sino, al contrario, reconociéndose hijo,
criatura abierta, orientada a Dios y a los hermanos, en cuyo rostro
encuentra la imagen del Padre común.
Se ve claramente que esta concepción de Dios y del hombre está en la base de
un modelo correspondiente de comunidad humana y, por tanto, de sociedad. Es
un modelo anterior a cualquier reglamentación normativa, jurídica,
institucional, e incluso anterior a las especificaciones culturales. Un
modelo de humanidad como familia, transversal a todas las civilizaciones,
que los cristianos expresamos afirmando que todos los hombres son hijos de
Dios y, por consiguiente, todos son hermanos. Se trata de una verdad que
desde el principio está detrás de nosotros y, al mismo tiempo, está
permanentemente delante de nosotros, como un proyecto al que siempre debemos
tender en toda construcción social.
El magisterio de la Iglesia, que se ha desarrollado precisamente a partir de
esta visión de Dios y del hombre, es muy rico. Basta recorrer los capítulos
más importantes de la doctrina social de la Iglesia, a la que han dado
aportaciones sustanciales mis venerados predecesores, de modo especial en
los últimos ciento veinte años, haciéndose intérpretes autorizados y guías
del movimiento social de inspiración cristiana.
Aquí quiero mencionar sólo la reciente Nota pastoral del Episcopado italiano
"Regenerados para una esperanza viva: testigos del gran "sí" de Dios al
hombre", del 29 de junio de 2007. Esta Nota propone dos prioridades: ante
todo, la opción del "primado de Dios": toda la vida y obra de la Iglesia
dependen de poner a Dios en el primer lugar, pero no a un Dios genérico,
sino al Señor, con su nombre y su rostro, al Dios de la alianza, que hizo
salir al pueblo de la esclavitud de Egipto, resucitó a Cristo de entre los
muertos y quiere llevar a la humanidad a la libertad en la paz y en la
justicia.
La otra opción es la de poner en el centro a la persona y la unidad de su
existencia, en los diversos ámbitos en los que se realiza: la vida afectiva,
el trabajo y la fiesta, su propia fragilidad, la tradición, la ciudadanía.
El Dios uno y trino y la persona en relación: estas son las dos referencias
que la Iglesia tiene la misión de ofrecer a todas las generaciones humanas,
como servicio para la construcción de una sociedad libre y solidaria.
Ciertamente, la Iglesia lo hace con su doctrina, pero sobre todo mediante el
testimonio, que por algo es la tercera opción fundamental del Episcopado
italiano: testimonio personal y comunitario, en el que convergen vida
espiritual, misión pastoral y dimensión cultural.
En una sociedad que tiende a la globalización y al individualismo, la
Iglesia está llamada a dar el testimonio de la koinonía, de la comunión.
Esta realidad no viene "de abajo", sino de un misterio que, por decirlo así,
tiene sus "raíces en el cielo", precisamente en Dios uno y trino. Él, en sí
mismo, es el diálogo eterno de amor que en Jesucristo se nos ha comunicado,
que ha entrado en el tejido de la humanidad y de la historia, para llevarlas
a la plenitud.
He aquí precisamente la gran síntesis del Concilio Vaticano II: La Iglesia,
misterio de comunión, "es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento
de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen
gentium, 1). También aquí, en esta gran ciudad, al igual que en su
territorio, la comunidad eclesial, con sus diversos problemas humanos y
sociales, hoy como ayer es ante todo el signo, pobre pero verdadero, de Dios
Amor, cuyo nombre está impreso en el ser profundo de toda persona y en toda
experiencia de auténtica sociabilidad y solidaridad.
Después de estas reflexiones, queridos hermanos, os dejo algunas
exhortaciones particulares. Cuidad la formación espiritual y catequística,
una formación "sustanciosa", más necesaria que nunca para vivir bien la
vocación cristiana en el mundo de hoy. Lo digo a los adultos y a los
jóvenes: cultivad una fe pensada, capaz de dialogar en profundidad con
todos, con los hermanos no católicos, con los no cristianos y los no
creyentes. Ayudad generosamente a los pobres y los débiles, según la praxis
originaria de la Iglesia, inspirándoos siempre y sacando fuerza de la
Eucaristía, fuente perenne de la caridad.
Animo con afecto especial a los seminaristas y a los jóvenes implicados en
un camino vocacional: no tengáis miedo; más aún, sentid el atractivo de las
opciones definitivas, de un itinerario formativo serio y exigente. Sólo el
alto grado del discipulado fascina y da alegría. Exhorto a todos a crecer en
la dimensión misionera, que es co-esencial para la comunión, pues la
Trinidad es, al mismo tiempo, unidad y misión: cuanto más intenso sea el
amor, tanto más fuerte será el impulso a extenderse, a dilatarse, a
comunicarse.
Quiero concluir con un deseo que tomo también de la estupenda oración de
Moisés que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor camine siempre en
medio de vosotros y haga de vosotros su herencia (cf. Ex 34, 9). Que os lo
obtenga la intercesión de María santísima, a la que los genoveses, tanto en
la patria como en el mundo entero, invocan como Virgen de la Guardia. Que
con su ayuda y con la de los santos patronos de vuestra amada ciudad y
región, vuestra fe y vuestras obras sean siempre para alabanza y gloria de
la santísima Trinidad. Siguiendo el ejemplo de los santos de esta tierra,
sed una comunidad misionera: a la escucha de Dios y al servicio de los
hombres. Amén
(Visita pastoral a Génova, domingo 18 de mayo de 2008)
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Aplicación:P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La Santísima Trinidad
La iniciativa de la Redención la tomó Dios.
Mirando la faz de la tierra veía tanta variedad de hombres y todos vivían
como si Él no existiera. Vivían mal y terminaban aún peor, en el infierno.
Dios se determina hacerse hombre y es enviado el Hijo para realizar la
Redención. El Padre lo envía y es el Espíritu Santo el encargado de formar
el cuerpo de Jesús y unir la naturaleza humana con el Hijo Unigénito del
Padre.
“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que
crea en él, no perezca sino que tenga vida eterna”.
La razón por la cual se encarnó Dios fue la salvación de los hombres, para
que alcancen la vida eterna que habían perdido por el pecado de Adán.
Dios envió a su Hijo no para juzgar sino para salvar a los hombres. ¡Cuánto
nos ama Dios!
Y el Hijo enviado es el que nos revela la vida íntima de Dios. Nos revela
cómo es Dios.
Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. En este Evangelio se nos habla de un
Hijo enviado y de un Enviador que si envía a su Hijo es Padre. También Jesús
nos revelará una tercera Persona, el Espíritu Santo consolador, el Espíritu
de verdad que Él enviará después de su ascensión a la derecha del Padre.
La Santísima Trinidad, Dios, es un misterio. Misterio, al cual, no
hubiésemos llegado si Cristo no lo hubiese revelado. Misterio, al cual, se
accede por la fe en Cristo, aceptando la revelación de Cristo, aceptando al
mismo Cristo como Enviado del Padre, “el que cree en él no es juzgado”.
¿Un misterio? Sí, un misterio. Misterio al que no podemos llegar con nuestra
mente sino sólo por la fe.
Decía Einstein: “la cosa más bella que podemos vivenciar es el misterio. Esa
es la fuente de todas las artes y ciencias verdaderas”.
No es que solucionemos nuestra limitación intelectual con la palabra
“misterio” como cree la ciencia moderna y el hombre moderno en general,
especialmente, los hombres escépticos.
El misterio de Dios nos habla de que rendimos culto a un Dios verdadero que
trasciende nuestra limitación. Si alcanzáramos a Dios con nuestra
inteligencia sería en perjuicio nuestro porque tendríamos un Dios a la
medida del hombre, lo que es decir un Dios imperfecto. En cambio, un Dios
que nos trasciende y al cual no podemos llegar por nuestras fuerzas nos
habla de un Dios verdadero.
La religión que incluye misterios es verdadera, en cambio, la que no incluye
misterios es dudosa y limitada, es decir, nos deja en nuestra angustia
existencial. La religión de los misterios nos abre las puertas a un mundo
superior con posibilidades a superar nuestras limitaciones. Al menos hay
posibilidades de solucionar las cosas que nos limitan, lo que no ocurre en
una religión gnóstica.
¿Y nos basta con creer en Jesús? Creer implica también vivir como se cree,
en una palabra, imitar. Tenemos que creer en Jesús con una fe “actuosa” que
obre lo que cree.
La cita que dimos más arriba tiene una verdad extraordinaria: “la cosa más
bella que podemos vivenciar es el misterio”. Vivenciar, en el caso que nos
ocupa, a Dios.
Tenemos que vivir el misterio. Tener una relación vivencial con Dios y no
sólo con Dios, única naturaleza, sin con Dios Trino. Relación vivencial con
el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
El alma en gracia posee en sí misma la presencia de la Santísima Trinidad.
Dios vive en nosotros. Ha puesto su morada en nuestra alma y cada acto de
fe, esperanza y amor que hacemos a Dios, Dios trino viene nuevamente a
nuestra alma acrecentando su vida en nosotros.
¿Hablo con la Santísima Trinidad? ¿Tengo un trato íntimo con Ella?
Un Dios trascendente, misterioso, viene a vivir en nosotros. ¡Cuánto nos ama
Dios! no es un Dios distante que se ha quedado en el empíreo cielo y desde
allí nos mira. Dios se ha hecho hombre, es “Dios con nosotros” para que
nosotros nos unamos a Él por Jesucristo que es el Camino.
El Padre de Jesús también es Padre nuestro. Nos lo ha revelado también
Jesús: “Padre nuestro que estas en el cielo…”. Acudamos a Él en nuestras
necesidades o más perfectamente abandonémonos en Él como el niño en brazos
de su madre porque así quiere que vivamos la relación con Él.
El Hijo se ha hecho hombre, es Jesucristo, se ha acercado a nosotros y es
nuestro hermano, nuestro “amigo”. Acudamos a Él para que nos alivie y nos
enseñe la fidelidad al Padre. “Venid a mí los que estáis cansados y
agobiados que yo os daré descanso. Aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón”. En Jesús tenemos un modelo acabado y cercano de virtudes. Su vida
nos revela la vida de Dios. Quien lo ha visto a Él ha visto al Padre, quien
lo imita obra como obraría el Padre.
El Espíritu Santo es el alma de nuestra alma, el que da vida, purifica,
santifica nuestra alma. Él hace “otros cristos”. Él ha modelado cada uno de
los santos. Él es el que nos inspira y nos dice que quiere el Padre de
nosotros. El irá modelando nuestra vida con sus dones y nos hará
conformarnos a imagen de Cristo. Él es el enviado por Jesús para llevarnos a
conocer la verdad de la revelación y para darnos la fuerza de vivirla en
plenitud.
Podemos hablar con Dios, o sea, con las tres divinas Personas, pero también
podemos hablar con cada una de las tres, con el Padre, con el Hijo y con el
Espíritu Santo y también hablamos con Dios porque el Padre es Dios, el Hijo
es Dios y el Espíritu Santo es Dios.
(cortesía iveargentina.org)