Domingo 3 de Cuaresma A - 'Dame de beber' - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa Dominical
A su
disposición
Directorio Homilético: Tercer Domingo de Cuaresma
Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Las tres lecturas
Comentario Teológico: Directorio Homilético - III, IV y V domingo de Cuaresma
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - HOMILIA XXXII (XXXI)
Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Samaritana (Jn 4,5-42)
Aplicación: San Juan Pablo II - La necesidad de la salvación
Aplicación: Benedicto XVI - El símbolo del agua
Aplicación: S.S.Francisco p.p. - La sed de Jesús
Recursos adicionales para la preparación
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentari9os a Las Lecturas del Domingo
Directorio Homilético: Tercer domingo de Cuaresma
CEC 1214-1216, 1226-1228: el Bautismo, renacer por medio del agua y
del Espíritu
CEC 727-729: Jesús revela al Espíritu Santo
CEC 694, 733-736, 1215, 1999, 2652: el Espíritu Santo, el agua viva, un don
de Dios
CEC 604, 733, 1820, 1825, 1992, 2658: Dios toma la iniciativa; la esperanza
del Espíritu
I EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO
1214 Este sacramento recibe el nombre de Bautismo en razón del carácter del
rito central mediante el que se celebra: bautizar (baptizein en griego)
significa "sumergir", "introducir dentro del agua"; la "inmersión" en el
agua simboliza el acto de sepultar al catecúmeno en la muerte de Cristo de
donde sale por la resurrección con El (cf Rm 6,3-4; Col 2,12) como "nueva
criatura" (2 Co 5,17; Ga 6,15).
1215 Este sacramento es llamado también “baño de regeneración y de
renovación del Espíritu Santo” (Tt 3,5), porque significa y realiza ese
nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual "nadie puede entrar en el
Reino de Dios" (Jn 3,5).
1216 "Este baño es llamado iluminación porque quienes reciben esta enseñanza
(catequética) su espíritu es iluminado..." (S. Justino, Apol. 1,61,12).
Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, "la luz verdadera que ilumina a
todo hombre" (Jn 1,9), el bautizado, "tras haber sido iluminado" (Hb 10,32),
se convierte en "hijo de la luz" (1 Ts 5,5), y en "luz" él mismo (Ef 5,8):
El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones de Dios...lo llamamos
don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de
regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido
a los que no aportan nada; gracia, porque, es dado incluso a culpables;
bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es
sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz
resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque
lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios (S.
Gregorio Nacianceno, Or. 40,3-4).
El bautismo en la Iglesia
1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el
santo Bautismo. En efecto, S. Pedro declara a la multitud conmovida por su
predicación: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el
nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don
del Espíritu Santo" (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el
bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos
(Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la
fe: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa", declara S. Pablo
a su carcelero en Filipos. El relato continúa: "el carcelero inmediatamente
recibió el bautismo, él y todos los suyos" (Hch 16,31-33).
1227 Según el apóstol S. Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la
muerte de Cristo; es sepultado y resucita con él:
¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en
la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una
vida nueva (Rm 6,3-4; cf Col 2,12).
Los bautizados se han "revestido de Cristo" (Ga 3,27). Por el Espíritu
Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1 Co
6,11; 12,13).
1228 El Bautismo es, pues, un baño de agua en el que la "semilla
incorruptible" de la Palabra de Dios produce su efecto vivificador (cf. 1 P
1,23; Ef 5,26). S. Agustín dirá del Bautismo: "Accedit verbum ad elementum,
et fit sacramentum" ("Se une la palabra a la materia, y se hace el
sacramento", ev. Io. 80,3).
Cristo Jesús
727 Toda la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los
tiempos se resume en que el Hijo es el Ungido del Padre desde su
Encarnación: Jesús es Cristo, el Mesías.
Todo el segundo capítulo del Símbolo de la fe hay que leerlo a la luz de
esto. Toda la obra de Cristo es misión conjunta del Hijo y del Espíritu
Santo. Aquí se mencionará solamente lo que se refiere a la promesa del
Espíritu Santo hecha por Jesús y su don realizado por el Señor glorificado.
728 Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha
sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere
poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su
Carne será alimento para la vida del mundo (cf. Jn 6, 27. 51.62-63). Lo
sugiere también a Nicodemo (cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (cf. Jn 4, 10.
14. 23-24) y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn
7, 37-39). A sus discípulos les habla de él abiertamente a propósito de la
oración (cf. Lc 11, 13) y del testimonio que tendrán que dar (cf. Mt 10,
19-20).
729 Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús
promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección
serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres (cf. Jn 14, 16-17.
26; 15, 26; 16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito,
será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el
Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha
salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará
con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y
nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos
conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo
acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.
Los símbolos del Espíritu Santo
694 El agua. El simbolismo del agua es significativo de la acción del
Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu
Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo
nacimiento: del mismo modo que la gestación de nuestro primer nacimiento se
hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que nuestro
nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo. Pero "bautizados
en un solo Espíritu", también "hemos bebido de un solo Espíritu"(1 Co 12,
13): el Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de
Cristo crucificado (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su manantial y que en
nosotros brota en vida eterna (cf. Jn 4, 10-14; 7, 38; Ex 17, 1-6; Is 55, 1;
Za 14, 8; 1 Co 10, 4; Ap 21, 6; 22, 17).
El Espíritu Santo, El Don de Dios
733 "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el primer don, contiene
todos los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5).
734 Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado,
el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La
Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia,
vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.
735 El nos da entonces las "arras" o las "primicias" de nuestra herencia
(cf. Rm 8, 23; 2 Co 1, 21): la Vida misma de la Santísima Trinidad que es
amar "como él nos ha amado" (cf. 1 Jn 4, 11-12). Este amor (la caridad de 1
Co 13) es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque
hemos "recibido una fuerza, la del Espíritu Santo" (Hch 1, 8).
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar
fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto
del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, templanza"(Ga 5, 22-23). "El Espíritu es nuestra
Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más
"obramos también según el Espíritu" (Ga 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos
restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción
filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la
gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la
gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).
1215 Este sacramento es llamado también “baño de regeneración y de
renovación del Espíritu Santo” (Tt 3,5), porque significa y realiza ese
nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual "nadie puede entrar en el
Reino de Dios" (Jn 3,5).
1999 La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida
infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y
santificarla: es la gracia santificante o deificante, recibida en el
Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn 4,14;
7,38-39):
Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo
es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo (2
Co 5,17-18).
2652 El Espíritu Santo es el "agua viva" que, en el corazón orante, "brota
para vida eterna" (Jn 4, 14). El es quien nos enseña a recogerla en la misma
Fuente: Cristo. Pues bien, en la vida cristiana hay manantiales donde Cristo
nos espera para darnos a beber el Espíritu Santo.
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su
designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a
todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como
propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de
que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros" (Rm 5, 8).
1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la
predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las
bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva
tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que
esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de
su pasión, Dios nos guarda en "la esperanza que no falla" (Rom 5,5). La
esperanza es "el ancla del alma", segura y firme, "que penetra...adonde
entró por nosotros como precursor Jesús" (Hb 6,19-20). Es también un arma
que nos protege en el combate de la salvación: "Revistamos la coraza de la
fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación" (1 Ts 5,8).
Nos procura el gozo en la prueba misma: "Con la alegría de la esperanza;
constantes en la tribulación" (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la
oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la
esperanza nos hace desear.
1825 Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf Rm
5,10). El Señor nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (cf Mt
5,44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10,27-37), que amemos
a los niños (cf Mc 9,37) y a los pobres como a él mismo (cf Mt 25,40.45).
El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: "La
caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa. no es
jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita;
no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co
13,4-7).
1992 La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se
ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre
vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres.
La justificación es concedida por el bautismo, sacramento de la fe. Nos
conforma a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el
poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el
don de la vida eterna (cf Cc. de Trento: DS 1529):
Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha
manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la
fe en Jesucristo, para todos los que creen -pues no hay diferencia alguna;
todos pecaron y están privados de la gloria de Dios- y son justificados por
el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a
quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre,
mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados
cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a
mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador
del que cree en Jesús (Rm 3,21-26).
2658 "La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). La
oración, formada en la vida litúrgica, saca todo del amor con el que somos
amados en Cristo y que nos permite responder amando como El nos ha amado. El
amor es la fuente de la oración: quien saca el agua de ella, alcanza la
cumbre de la oración:
Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi
vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a
vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte
eternamente... Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos
que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro (S. Juan
María Bautista Vianney, oración).
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Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Las tres lecturas
Éxodo 17, 3-7
La lectura de hoy nos presenta un episodio muy denso de contenido, no sólo
por sus enseñanzas, sino sobre todo por el significado Mesiánico que en él
late:
— Israel, una vez más, sucumbe a la tentación de desconfianza e infidelidad
para con Dios, de rebeldía contra Moisés. A la prueba de la sed, prueba
ciertamente muy dura en el desierto, responde con el propósito de volverse a
Egipto, abandonar para siempre su vocación a la Tierra Prometida.
— Moisés, fiel siempre a Dios y misericordioso con su pueblo, realiza la
maravilla: Al golpe de su vara, de las entrañas de la Roca fluyen ríos de
agua límpida. El pueblo ante el milagro, desiste de sus planes de deserción.
Pero deberá hacer penitencia y ser purificado del enorme pecado cometido al
desconfiar de Dios, despreciar su vocación y soliviantarse contra Moisés.
— Al leer la Biblia nunca debemos olvidar que todo debe interpretarse en
clave de Historia Salvífica. En esta página se nos ofrece, bajo el «signo»
de esta Roca que brota agua, uno de los dones Mesiánicos o Salvíficos más
claros y ricos. En efecto, cuidará el N. T. de decirnos que tanto la «Roca»
(1 Cor 10, 4) como «Agua» (Jn 7, 37) simbolizan, preanuncian y prometen a
Cristo. Mientras peregrinamos camino a la Patria nos acosará como a los
israelitas la tentación de la desconfianza e infidelidad, la tremenda
tentación de despreciar los bienes invisibles y eternos para saciarnos de
los caducos y sensibles. Pero tenemos siempre con nosotros la Roca de la que
mana Agua de Vida Eterna.
Recordemos el sermón de Jesús en la Fiesta de los Tabernáculos: «El último
día de la Fiesta, el más solemne, Jesús, de pie y en alta voz, decía: «Quien
tenga sed venga a Mí, y beba quien cree en Mí.» Como dice la Escritura,
«fluirán de sus entrañas avenidas de agua viva» (Jn 7, 37). Y comenta el
mismo Evangelista: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu Santo que habían
de recibir los que creerían en Él» (Jn 7, 39). A eso nos orienta la lección
de la Roca de Agua del Desierto: Quien cree en Cristo, tiene Vida Divina.
Vida saciativa. «Bebe a Cristo. Es la fuente de la Vida» (Amb in Ps. 1, 33).
La Eucaristía, máxima presencia de Cristo en nuestra etapa de viadores
(Desierto) es Sacramento de fe y Fuente de Vida Divina.
ROMANOS 5, 1-2. 5-8:
Israel, peregrinante del destierro a la Tierra Prometida, prefiguraba al
Israel de Dios, el Pueblo cristiano, la Iglesia Peregrina. San Pablo nos
traza el programa que ahora, viadores, debemos cumplir los renacidos del
Agua Bautismal, vigorizados en la Fuente de Agua Viva (Eucaristía).
— Firmes y perseverantes en la Fe (1). A la «Fe» en Cristo van anejas todas
nuestras riquezas: la Gracia, que es paz y reconciliación con Dios; que es
Vida Divina en nosotros (2).
— La Fe debe tener un fuerte latido de «Confianza». Peregrinos, vamos a ser
sometidos a pruebas y tentaciones. Pero nosotros, que nos «gloriamos en la
esperanza de la Gloria de Dios, nos gloriamos asimismo en las tribulaciones»
(5). Las tribulaciones no nos hacen zozobrar. Miramos siempre a la Patria.
Nuestro destino es la Gloria de Dios. Cristo nos ha hecho «Herederos,
coherederos con Él en la Gloria del Padre» (R 8, 17). Y de esta gloria
tenemos ya las más preciosas arras. Como garantía y testigo del amor de Dios
y del destino eterno que nos ha señalado, tenemos el Espíritu Santo que
inhabita nuestros corazones. Realmente «esta esperanza no defrauda. Pues el
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
dado a nosotros» (5). El Espíritu Santo que nos inhabita es a la vez testigo
y garante del amor que el Padre nos tiene, y latido filial del amor que
nosotros tenemos al Padre.
— Otro testimonio aún del amor que el Padre nos tiene: Testimonio que debe
tornar firme nuestra fe, inconmovible nuestra esperanza, urente nuestra
caridad: El Hijo de Dios ha muerto por quienes éramos enemigos de Dios.
Argumenta Pablo: Si cuando éramos enemigos tanto nos amó Dios que envió su
propio Hijo a que nos redimiera del pecado; ahora que estamos ya plenamente
en paz y amor con Dios: «mucho más al presente seremos por Cristo salvados y
en Cristo amados» (11). Acaba Pablo de proponernos el mejor itinerario para
nuestra vida peregrina: Fe-Esperanza-Caridad. Y para que los viadores no
erremos el camino, la Iglesia nos insiste: Qui nos per abstinentiam tibi
gratias referre voluisti, ut ipsa et nos peccatores ab insolentia mitigaret,
et, egentium proficiens alimento, imitatores tuae benignitatis efficeret
(Pref.)
JUAN 4, 5-42:
San Juan enmarca en el episodio del encuentro de Jesús con la Samaritana
preciosas enseñanzas:
— Jesús se revela a la Samaritana: a) Como Fuente de Agua Viva. Poco a poco
Jesús conduce a la Samaritana a desear otra Agua; la de verdad saciativa;
manantial en la misma entraña del alma (14).
b) Como Templo único,
espiritual y verdadero. Los otros templos, incluso el de Jerusalén, son
materiales, rituales, transitorios (23).
c) Y sobre todo se le revela como
Mesías: «Yo Soy; contigo habla» (26). Precisamente porque es el Mesías nos
puede dar Agua Viva y nos puede transformar en adoradores en espíritu. Es el
Mesías que nos va a saciar de Espíritu Santo. En el Espíritu de Cristo
viviremos; adoraremos y amaremos al Padre: «Cuando Jesús pide agua a la
Samaritana, ya crea en ella el don de fe; y se digna tener sed de su fe para
encender en ella el fuego del amor divino» (Pref.).
— Jesús hace también en este momento revelaciones importantísimas a los
Apóstoles:
a) Jesús hace la «Obra» del Padre. Esta Obra es nuestra
Salvación. Realizar esta Obra divina es su misión y su manjar (34).
b) Pero
Él deberá retornar al Padre; y quedarán ellos como continuadores de esa Obra
(35). Tienen, pues, que estar muy gozosos de que los haya asociado a su
Obra. Él ha sembrado. Ellos cultivarán y segarán las mieses. Un mismo gozo
debe unirlos, ya que los une una misma Obra y Premio (38).
— Ante sus ojos tienen un espectáculo consolador: la fe de los samaritanos
(40). Samaria ha sido el campo de cosecha más generosa. Oleadas y más
oleadas de samaritanos proclaman a voz en grito: «Creemos que Él es
verdaderamente el Salvador del mundo» (42). Precisamente también en Samaria
cosecharán Pedro y Juan su más rica siega de almas (Act 8, 14-17).
(José María Solé Roma, CMF Ministros de la Palabra, Editorial Herder pp
81-84)
Comentario Teológico: Directorio Homilético - III, IV y V domingo de
Cuaresma
69. (…) La fuerza catequética del Tiempo de Cuaresma es evidenciada por las
lecturas y las oraciones de los domingos del Ciclo A. Es manifiesta la
conexión de los temas del agua, de la luz y de la vida con el Bautismo: a
través de estos pasajes bíblicos y de las oraciones de la Liturgia, la
Iglesia guía a los elegidos hacia la Iniciación Sacramental en la Pascua. Su
preparación final es de fundamental importancia, como muestran los textos de
la oración empleados en los Escrutinios.
¿Y para los demás? Es útil que el homileta invite a los que le escuchan a
ver la Cuaresma como un tiempo para fortalecer la gracia del Bautismo y para
purificar la fe que han recibido. Este proceso puede ser explicado a la luz
de la comprensión que Israel ha tenido de la experiencia del éxodo. Un
acontecimiento crucial para la formación de Israel como pueblo de Dios, para
el descubrimiento de los propios límites e infidelidades pero, también, del
amor fiel e inmutable de Dios. Ha servido de paradigma interpretativo del
camino con Dios a lo largo de toda la historia siguiente de Israel. De este
modo, la Cuaresma es para nosotros el tiempo en el que en el desierto de
nuestra existencia presente, con sus dificultades, miedos e infidelidades,
descubrimos la cercanía de Dios que, a pesar de todo, nos está guiando hacia
nuestra tierra prometida. Es un momento fundamental para la vida de fe,
verdadero reto para nosotros. Las gracias del Bautismo, recibidas poco
después de nacer, no pueden ser olvidadas, aunque sí los pecados acumulados
y los errores humanos, que pueden hacer pensar en su ausencia. El desierto
es el lugar donde se pone a prueba nuestra fe pero, también, donde se
purifica y se refuerza, si aprendemos a confiar en Dios, a pesar de las
experiencias contradictorias. El tema de base, en estos tres domingos, se
centra en el modo en que la fe es continuamente alimentada a pesar del
pecado (la samaritana), la ignorancia (el ciego) y la muerte (Lázaro). Son
estos los «desiertos» que atravesamos en el curso de la vida y en los que
descubrimos que no estamos solos, porque Dios está con nosotros.
70. El nexo entre los que se preparan para el Bautismo y los demás fieles
intensifica el dinamismo del Tiempo de Cuaresma y el homileta tendría que
esforzarse en relacionar al conjunto de la comunidad con el camino de
preparación de los elegidos. (…). Nosotros los creyentes, estamos llamados,
como la samaritana, a compartir nuestra fe con los demás. Por ello, en
Pascua, los nuevos iniciados podrán anunciar al resto de la comunidad: «Ya
no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que
él es de verdad el Salvador del mundo».
71. El III domingo de Cuaresma nos traslada al desierto con Jesús y con
Israel, en una etapa precedente. Los israelitas tienen sed, y sufrir la sed
les lleva a dudar de la eficacia del viaje iniciado por invitación de Dios.
La situación parece sin esperanza, pero la ayuda llega de una fuente más
sorprendente que nunca: ¡en el momento en el que Moisés golpea la dura roca
de ella brota el agua! Aún existe una materia todavía más dura e inflexible:
el corazón humano. El salmo responsorial hace una llamada elocuente a todos
los que lo cantan y escuchan: «Ojalá escuchéis la voz del Señor: “No
endurezcáis vuestro corazón”». En la segunda lectura, Pablo anuncia cómo la
fe es el apoyo en el que poner el fundamento; ella, por medio de Cristo, da
acceso a la gracia de Dios, precursora a su vez de esperanza. Esta esperanza
después no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones, haciéndolos capaces de amar. Este amor divino no se nos ha dado
como recompensa a nuestros méritos, ya que se nos ha concedido cuando
todavía éramos pecadores, ya que Cristo ha muerto por nosotros pecadores. En
estos pocos versículos, el Apóstol nos invita a contemplar tanto el misterio
de la Trinidad como las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.
En este ámbito es donde se produce el encuentro de Jesús con la samaritana,
una conversación profunda porque habla de las realidades fundamentales de la
vida eterna y del culto verdadero. Es una conversación iluminante, ya que
manifiesta la pedagogía de la fe. Al comienzo, Jesús y la mujer discuten en
distintos niveles. El interés práctico y concreto de la mujer se centra en
el agua y el pozo. Jesús, sin atender a su preocupación concreta, insiste en
hablar del agua viva de la gracia. Hasta que sus discursos llegan a
encontrarse. Jesús aborda el hecho más doloroso de la vida de la mujer: su
situación matrimonial irregular. El haber reconocido su fragilidad le abre
inmediatamente la mente al misterio de Dios y, entonces, hace preguntas
sobre el culto. Cuando acepta la invitación a creer en Jesús como el Mesías,
se llena de gracia y se apresura a compartir todo lo que ha aprendido con
sus vecinos.
La fe, nutrida por la Palabra de Dios, por la Eucaristía y el poner en
práctica la voluntad del Padre, abre al misterio de la gracia, ilustrado con
la imagen del «agua viva». Moisés golpeó la roca y de ella brotó el agua; el
soldado traspasó el costado de Cristo y de él brotó sangre y agua. En su
recuerdo, la Iglesia pone estas palabras en los labios de cuantos se
encaminan en procesión para recibir la Comunión: «El que beba del agua que
yo le daré – dice el Señor –, no tendrá más sed; el agua que yo le daré se
convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida
eterna».
72. No somos los únicos que estamos sedientos. El prefacio de la Misa de
este día dice: «Quien al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en
ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer
fue para encender en ella el fuego del amor divino». Aquel Jesús que estaba
sentado al lado del pozo, estaba cansado y sediento. (El homileta, de suyo,
podría destacar cómo los pasajes evangélicos de estos tres domingos resaltan
la humanidad de Cristo: su cansancio mientras está sentado cerca del pozo,
el hacer una pasta con el barro y la saliva para curar al ciego y sus
lágrimas en la tumba de Lázaro). La sed de Jesús alcanzará el momento
culminante en los últimos instantes de su vida, cuando desde la Cruz, grita:
«¡Tengo sed!». Esto significa para Jesús hacer la voluntad de Aquel que le
ha enviado y cumplir su obra. Después, de su corazón traspasado, brota la
vida eterna que nos alimenta en los sacramentos, donándonos, a nosotros que
adoramos en Espíritu y en verdad, el alimento que necesitamos para avanzar
en nuestra peregrinación.
(Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos,
Directorio Homilético, 2014, nº 69 – 72)
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - HOMILIA XXXII (XXXI)
Jesús le respondió y dijo: Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de
nuevo; pero el que bebiere del agua que yo le daré, ya nunca jamás en lo
sucesivo tendrá sed, sino que el agua que yo le daré se tornará en él un
manantial que mana agua de vida eterna (Juan IV, 13-14).
LA SAGRADA ESCRITURA unas veces llama fuego a la gracia del Espíritu Santo y
otras agua, demostrando con esto que ambos nombres son aptos para designar
no la substancia de la gracia, sino sus operaciones. El Espíritu Santo no
consta de diversas substancias, puesto que es indivisible y simple. Lo
primero lo indicó el Bautista al decir: Él os bautizará en Espíritu Santo y
fuego. Lo segundo lo indicó Cristo: Fluirán de sus entrañas avenidas de agua
viva*1. También aquí, hablando con la samaritana, al Espíritu lo llama
agua: El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá ya jamás en lo
sucesivo sed. Llama pues al Espíritu fuego para significar la fuerza y
fervor de la gracia y el perdón de los pecados; y lo llama agua para indicar
la purificación que viene a quienes por su medio renacen en el alma.
Y con razón. Pues a la manera de un huerto frondoso de árboles fructíferos y
siempre verdes, así adorna el alma empeñosa y no la deja percibir ni sentir
tristezas ni satánicas asechanzas, sino que fácilmente apaga los dardos de
fuego del Maligno. Considera aquí la sabiduría de Cristo y en qué forma tan
suave va elevando el alma de aquella humilde mujer. Pues no le dijo desde un
principio: Si supieras quién es el que te dice: Dame de beber; sino hasta
después de haberle dado ocasión de llamarlo judío y acusarlo; y en esa
forma rechazó la acusación. Y luego, una vez que le hubo dicho: Si supieras
quién es el que te dice: Dame de beber, quizá tú le habrías pedido agua; y
una vez que mediante magníficas promesas la había inducido a traer al medio
el nombre del patriarca, por estos caminos le abrió los ojos de la mente.
Y como ella replicara: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Israel? no le
contestó Jesús: Así es; yo soy mayor; pues hubiera parecido que lo decía por
jactancia, no habiendo aún dado demostración ninguna de eso. Sin embargo con
lo que le dice la va preparando para llegar a esa afirmación. No le dijo
sencillamente: Yo te daré de esa agua; sino que callando lo de Jacob,
declaró lo que era propio suyo, manifestando la diferencia de personas por
la naturaleza del don y la diversidad de los regalos; y al mismo tiempo su
excelencia por encima del patriarca. Como si le dijera: Si te admiras de que
él os ha dado esta agua ¿qué dirás cuando yo te diere otra mucho mejor? Ya
anteriormente casi confesaste que yo soy mayor que Jacob, con preguntarme:
¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob?, puesto que prometes una agua
mejor. De modo que si recibes esta agua, abiertamente confesarás que yo soy
mayor.
¿Adviertes el juicio que hace esta mujer, sin acepción de personas, dando su
parecer basado en las cosas mismas, acerca del patriarca y de Cristo? No lo
hicieron así los judíos. Al ver que arrojaba los demonios lo llamaban
poseso; es decir, mucho menos que llamarlo menor que el patriarca. La mujer
va por otro camino; y profiere su parecer partiendo de donde Cristo quería,
o sea, de la demostración por las obras. El mismo sobre ese fundamento basa
su juicio cuando dice: Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; más si
las hago, ya que no me creéis a mí, creed en las obras*2. Por ese medio la
samaritana es conducida a la fe.
Jesús, cuando la oyó decir: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob?,
dejando a un lado al patriarca, le habla de nuevo del agua, y le dice: Todo
el que bebiere de esa agua tendrá sed de nuevo. Hace caso omiso de la
acusación y lleva la comparación a la preeminencia. No le dice: Esta agua de
nada sirve y todo eso hay que despreciarlo; sino que declara lo que la
naturaleza misma testimonia: Todo el que bebiere de esta agua tendrá sed de
nuevo. Pero el que bebiere del agua que yo le daré, ya no tendrá jamás en
adelante sed. La mujer había oído ya eso del agua viva, pero no lo había
entendido. Creía que se trataba del agua que se llama viva por ser
irrestañable, y si no se la corta, brota continuamente del manantial.
Por tal motivo, enseguida con mayor claridad Jesús se lo declara; y mediante
la comparación sigue demostrando la excelencia de esta otra agua: El que
bebiere del agua que yo le daré ya no tendrá jamás en adelante sed. Como ya
dije, por aquí le demuestra la excelencia de esta agua; pero también por lo
que sigue, pues el agua ordinaria no posee semejantes cualidades. Y ¿qué es
lo que sigue?: Se hará en él manantial que mana agua de vida eterna. Del
mismo modo que quien lleva en sí la fuente de las aguas no padecerá sed, así
quien tuviere esta agua nunca padecerá sed. Y la mujer al punto dio su
asentimiento, mucho mejor ella en esto que Nicodemo; y lo hizo no sólo con
más prudencia, sino con mayor fortaleza. Nicodemo, tras de largas
explicaciones, ni convocó a otros ni se fio él mismo. En cambio esta mujer
al punto desempeña el oficio de apóstol anunciándoles a todos, llamándolos a
Cristo y arrastrando a Él la ciudad entera. Nicodemo, tras de escuchar a
Cristo decía: ¿Cómo puede ser eso? y ni siquiera cuando Cristo le puso el
ejemplo tan claro del viento, aceptó sus afirmaciones.
De otro modo procedió esta mujer. Porque primero dudaba. Luego, sin andar
con tantas cautelas, sino recibiendo lo que se le decía como si fuera una
sentencia ya dictada, al punto se deja llevar al acto de fe. Y como había
oído a Jesús decir: Se tornará en él manantial que mana agua de vida eterna,
al punto le dice: Dame de esa agua para ya no tener sed en adelante ni que
venir acá a sacarla. ¿Observas en qué forma la va conduciendo a lo más alto
de la verdad? Primero, creyó ella que Jesús era un transgresor de la ley y
un judío cualquiera. Enseguida, pues Jesús rechazó semejante recriminación
—ni convenía que quedara con sospecha de eso quien venía para enseñar a
aquella mujer—, creyendo ella que se trataba del agua ordinaria y sensible,
lo manifestó así. Finalmente, como oyera que lo que se le decía todo era
espiritual, creyó que aquella otra agua podía acabar con la sed, aunque no
sabía a punto fijo qué sería esa agua, y así todavía dudaba. Juzgaba en
verdad que eran aquellas cosas más excelentes y levantadas de lo que pueden
percibir los sentidos; pero aún no sabía de cierto qué eran. Ya veía mejor,
pero aún no acertaba del todo.
Porque dice: Dame de esa agua para que no tenga yo más sed, ni tenga que
venir acá a sacarla. De manera que ya lo estimaba superior a Jacob, como si
dijera: Si yo recibo de ti esa agua, ya no necesito de esta fuente.
¿Observas cómo lo antepone al patriarca? Es esto indicio de un alma honrada
y sincera. Manifestó la opinión que tenía de Jacob; pero vio a uno más
excelente que Jacob, y ya no la cautivó su antecedente opinión. No sucedió,
pues, que fácilmente creyera ni que aceptara a la ligera lo que se le decía,
puesto que tan cuidadosamente investigó; ni se mostró incrédula ni
querellosa, como lo demostró finalmente con su petición.
En cambio a los judíos les dijo Cristo: El que comiere mi carne; y el que
cree en mí jamás padecerá sed*3, pero no sólo no creyeron sino que incluso
se escandalizaron. La samaritana, por el contrario, espera y pide. A los
judíos les decía Jesús: El que cree en Mí jamás padecerá sed. A esta mujer
no le dice así, sino de un modo más material y nido: El que bebiere de esta
agua no tendrá jamás sed en adelante. Porque la promesa era de cosas
espirituales y no visibles, Jesús, levantando el ánimo de aquella mujer
mediante las promesas, todavía se detiene en las cosas sensibles, puesto
que ella no podía comprender con exactitud las espirituales.
Si Jesús le hubiera dicho: Si crees en mí ya no padecerás sed, ella no lo
habría entendido, porque no sabía quién era el que le hablaba, ni de qué sed
se trataba. Mas ¿por qué a los judíos no les habló así? Porque éstos ya
habían visto muchos milagros, mientras que la samaritana no había visto
ninguno, sino que era la primera vez que oía semejantes discursos. Por esto,
mediante una profecía le demuestra su poder y no la reprende al punto, sino
¿qué le dice?: Anda, llama a tu marido y vuelve acá. Le responde la mujer:
No tengo marido. Verdad has dicho, le replica Jesús, que no tienes marido.
Pues cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido.
En esto has hablado verdad. Le dice la mujer: Señor, veo que eres profeta.
¡Válgame Dios! ¡Qué virtud tan grande la de esta mujer! ¡Con cuánta
mansedumbre recibe la reprensión! Preguntarás: pero ¿qué razón había para no
recibirla? ¿Acaso no reprendió Jesús muchas veces con mayor dureza? No es
propio de un mismo poder el revelar los secretos pensamientos del alma y el
revelar una cosa que se ha hecho a ocultas. Lo primero es propio y exclusivo
de Dios, puesto que nadie lo sabe sino sólo el mismo que lo piensa… Lo
segundo puede ser cosa conocida a lo menos para los de la misma familia.
Pero aquí el caso es que los judíos llevan a mal el ser reprendidos.
Diciéndoles Jesús: ¿Por qué queréis darme muerte? no sólo se admiran, como
la samaritana, sino que lo colman de denuestos e injurias, a pesar de tener
ya en favor de Jesús el argumento de otros milagros. En cambio la samaritana
no conocía sino éste.
Por lo demás, los judíos no únicamente no se admiraron, sino que injuriaron
a Jesús y le dijeron: Estás endemoniado. ¿Quién trata de matarte?*4 La
samaritana no sólo no lo injuria, sino que se admira y queda estupefacta y
lo tiene por profeta; y eso que a ella la ha reprendido ahora más duramente
que a los judíos entonces. Puesto que el pecado de ella era particular y
suyo, mientras que el de los judíos era colectivo y de todos. Y no solemos
molestarnos tanto cuando se acusan pecados comunes, como cuando se nos
recriminan los propios. Los judíos creían hacer una gran obra si mataban a
Cristo. En cambio, a los ojos de todos lo que había hecho la samaritana era
manifiesto pecado. Y sin embargo, la mujer no llevó a mal la reprensión,
sino que quedó admirada y estupefacta.
Igualmente procedió Cristo en el caso de Natanael. No comenzó por la
profecía, ni le dijo: Te vi bajo la higuera; sino que, hasta cuando aquél le
preguntó: ¿Dónde me conociste? Jesús le respondió eso otro. Quería que las
profecías y los milagros partieran de ocasiones dadas por los que se le
acercaban, tanto para mejor atraerlos, como para evitar cualquier sospecha
de vana gloria. Lo mismo procede en el caso de la samaritana. Juzgaba que
sería molesto y además superfluo el acusarla inmediatamente y decirle: No
tienes marido. Era más conveniente corregirle su pecado una vez que ella
diera ocasión, con lo que al mismo tiempo hacía a la oyente más mansa y
suave.
Preguntarás: pero ¿a qué venía decirle: Anda, llama a tu marido y vuelve
acá? Se trataba de un don espiritual y de un favor que sobrepasaba la humana
naturaleza. Instaba la mujer procurando alcanzarlo. Él le dijo: Anda, llama
a tu marido y vuelve acá, dándole a entender que también él debía participar
de aquellos bienes. Ella, ansiosa de recibirlos, oculta su vergüenza; y
pensando que hablaba con un puro hombre, le responde: No tengo marido.
Cristo de aquí toma ocasión para reprenderla oportunamente, aclarando ambas
cosas: porque enumeró a todos los anteriores y reveló al que ella ocultaba.
¿Qué hace la mujer? No lo llevó a mal; no abandonó a Cristo y se dio a huir,
no pensó que él la injuriaba, sino que más bien se llenó de admiración y
perseveró en su deseo. Porque le dice: Veo que eres profeta. Tú advierte su
prudencia. No se entrega inmediatamente, sino que aún considera las cosas y
se admira. Porque ese veo quiere decir: Me parece que eres profeta. Y ya
bajo esta sospecha, no pregunta nada terreno, ni suplica la salud corporal o
riquezas, y haberes, sino inmediatamente pregunta acerca del dogma y la
verdad. ¿Qué es lo que dice?: Nuestros padres dieron culto a Dios en este
monte, significando a Abraham, pues se decía que a ese monte llevó su hijo
Isaac. ¿Cómo decís vosotros que Jerusalén es el sitio en donde le debe dar
culto? Advierte cuánto se ha elevado su pensamiento. La que antes sólo
cuidaba de mitigar su sed, ya se interesa y pregunta sobre el dogma. ¿Qué
hace Cristo? No le responde resolviendo la cuestión (pues él no tenía
interés en ir contestando exactamente las preguntas, cosa que habría sido
inútil), sino que lleva a la mujer a mayores elevaciones. Sólo que no le
trató de estas cosas hasta que la mujer lo confesó como profeta, para que
así luego ella diera mayor crédito a sus palabras. Puesto que una vez que
eso creyera, ya no ponen duda lo que se le dijera.
Avergoncémonos y confundámonos. Esta mujer que había tenido cinco maridos,
que era una samaritana, demuestra tanto empeño en conocer la verdad y no la
aparta de semejante búsqueda ni la hora del día ni otra alguna ocupación o
negocio, mientras que nosotros no sólo no investigamos acerca de los dogmas,
sino que en todo nos mostramos perezosos y llenos de desidia. Por tal
motivo, todo lo descuidamos. Pregunto: ¿quién de vosotros allá en su hogar
toma un libro de la doctrina cristiana, lo examina, o escruta las Sagradas
Escrituras? ¡Nadie, a la verdad, podría responderme afirmativamente!
En cambio encontraremos en el hogar de la mayor parte de vosotros cubos y
dados para juegos, pero libros o ninguno o apenas en pocos hogares. Y estos
pocos que los poseen se portan como si no los tuvieran, pues los guardan
bien cerrados y aun abandonados en su escritorio. Todo el cuidado lo ponen
en que las membranas sean muy finas, o los caracteres muy lindos, pero no
en leerlos. Es que no los adquieren en busca de la utilidad, sino para poner
manifiesta su ambiciosa opulencia. ¡Tan grande fausto les exige la
vanagloria! De nadie oigo que ambicione entender los libros; pero en cambio
sí se jactan muchos de poseer libros con letras de oro escritos. ¿Qué
utilidad se saca de eso?
Las Sagradas Escrituras no se nos han dado para eso, o sea para tenerlas
únicamente en los libros, sino para que las grabemos en nuestros corazones.
Semejante forma de poseer los Libros santos es propia de la ostentación
judaica; quiero decir, cuando los preceptos divinos se quedan en los
escritos. No se nos dio al principio así la ley, sino que se nos grabó en
nuestros corazones de carne. Y no digo esto como para prohibir la
adquisición de los Libros. Más aún, la alabo y anhelo que se realice. Pero
quisiera que sus palabras y sentido de tal modo los traigamos en nuestra
mente que quede ella purificada con la inteligencia de lo escrito.
Si el demonio no se atreve a entrar en una casa en donde tienen los
evangelios, mucho menos se atreverán ni el demonio ni el pecado a acercarse
a un alma compenetrada con las sentencias de los evangelios. Santifica,
pues, tu alma, santifica tu cuerpo; y para esto continuamente revuelve estas
cosas en tu mente y acerca de ellas conversa. Si las palabras torpes manchan
y atraen a los demonios, es claro con toda certeza que la lectura espiritual
santifica y atrae las gracias del Espíritu Santo. Son las Escrituras
cantares divinos. Cantemos en nuestro interior y pongamos este remedio a las
enfermedades del alma. Si cayéramos en la cuenta del valor que tiene lo que
leemos, lo escucharíamos con sumo empeño.
Constantemente repito esto y no dejaré de repetirlo. ¿Acaso no sería absurdo
que mientras los hombres sentados en la plaza refieren los nombres de los
bailarines y de los aurigas y aun describen cuál sea el linaje, la ciudad,
la educación y aun los defectos y las cualidades de los corceles, los que
acá acuden a estas reuniones nada sepan de lo que aquí se hace y aun
ignoren el número de los Libros sagrados? Y si me objetas que en referir
aquellas cosas se experimenta grande deleite, yo demostraré que mayor se
obtiene de las Sagradas Escrituras. Porque pregunto: ¿qué hay más suave, qué
hay más admirable? ¿Acaso el contemplar cómo un hombre lucha con otro, o más
bien el ver cómo un hombre lucha contra el demonio, y cómo combatiendo uno
que tiene cuerpo contra otro incorpóreo, sin embargo, aquél supera y vence a
éste?
Pues bien: contemplemos estas batallas; éstas, digo, que es honroso y útil
imitar y quienes las imitan reciben la corona; y no aquellas otras cuyo
anhelo cubre de ignominia a quienes las imitan. Esas las contemplarás en
compañía de los demonios, si te pones a verlas; aquellas otras, en compañía
de los ángeles y del Señor de los ángeles. Dime: si pudieras tú disfrutar de
los espectáculos sentado entre los príncipes y los reyes ¿no lo tendrías
como sumamente honorífico? Pues bien, acá, viendo tú al diablo cómo es
castigado en las espaldas, mientras te sientas con el Rey; y cómo forcejea y
procura vencer pero en vano ¿no correrás a contemplar este espectáculo?
Preguntarás: ¿cómo puede ser eso? Pues con sólo que tengas en tus manos el
Libro Sagrado. Porque en él verás los fosos y límites de la palestra y las
solemnes carreras y las oportunidades de dominar al adversario y artificio
que usan las almas justas. Si tales espectáculos contemplas, aprenderás el
modo de combatir y vencerás a los demonios. Aquellos otros espectáculos
profanos son festivales diabólicos y no reuniones de hombres. Si no es
lícito entrar en los templos de los ídolos, mucho menos lo será entrar a
esas solemnidades satánicas.
No cesaré de decir y repetir estas cosas, hasta ver que cambiáis de
costumbres. Porque decirlas, afirma Pablo, a mí no me es gravoso y a
vosotros os es salvaguarda*5. Así pues, no llevéis a mal nuestra
exhortación. Si fuera cuestión de no molestarse, más bien me tocaría a mí,
puesto que no se me hace caso, que no a vosotros, que continuamente las oís
pero nunca las obedecéis. Mas ¡no! ¡lejos de mí que me vea obligado a
siempre acusaros! Haga el Señor que libres de semejante vergüenza, os hagáis
dignos de los espirituales espectáculos y gocéis además de la gloria futura,
por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria
en unión con el Padre y el Espíritu santo, por los siglos de los
siglos.—Amén.
(San Juan Crisóstomo, Explicación del Evangelio de San Juan (1), Homilía
XXXII (XXXI), EDITORIAL TRADICIÓN, S.A., MEXICO, 1981, 264-72)
________________________________________________________
*1- Jn 7, 38-39
*2- Jn 10, 37
*3- Jn 6, 35
*4- Jn 7
*5- Flp 3, 1
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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Samaritana (Jn 4,5-42)
Introducción
La Iglesia ha dado a cada domingo de Cuaresma un sentido particular. Los
tres últimos domingos de Cuaresma tienen como temática principal el
Bautismo. Se reasume así lo que fue en el antiguo catecumenado (y en el
catecumenado actual restaurado*1) el ‘segundo orden de la iniciación
cristiana’, el ‘tiempo de purificación e iluminación’, que duraba las tres
últimas semanas de Cuaresma. Al tercer domingo de Cuaresma, el domingo de
hoy, se le asignaba el evangelio de la Samaritana (Jn 4,5-42).
El tercer domingo de Cuaresma se hacía el primer examen de los elegidos al
Bautismo, examen llamado ‘escrutinio’*2. Ese escrutinio consta de una
oración de exorcismo y una oración sobre los elegidos. Ambas oraciones
explican el sentido bautismal que tiene el evangelio de la Samaritana.
Oración de exorcismo: “Oh Dios, que nos enviaste como Salvador a tu Hijo,
concédenos que estos catecúmenos, que desean sacar agua viva como la
Samaritana, convertidos como ella con la palabra del Señor, se confiesen
cargados de pecados y debilidades. No permitas, te suplicamos, que con vana
confianza en sí mismos, sean engañados por la potestad diabólica, mas
líbralos del espíritu pérfido, para que, reconociendo sus maldades, merezcan
ser purificados interiormente para comenzar el camino de la salvación” *3.
Oración sobre los elegidos: “Señor Jesús, tú eres la fuente a la que acuden
estos sedientos y el maestro al que buscan. Ante ti, que eres el único
santo, no se atreven a proclamarse inocentes. Confiadamente abren sus
corazones, confiesan su suciedad, descubren sus llagas ocultas. (…). Domina
al espíritu maligno, derrotado cuando resucitaste. Por el Espíritu Santo
muestra el camino a tus elegidos para que, caminando hacia el Padre, le
adoren en la verdad”*4.
Como podemos ver, ambas oraciones están impregnadas de referencias al
evangelio de la Samaritana. En esta homilía trataremos de explicitar y
explicar dichas referencias.
1. El agua que da Jesús es el Espíritu Santo
El comienzo del capítulo 4 de San Juan marca un momento importante de la
vida de Jesús. En efecto, es el momento clave del inicio de la segunda etapa
de su vida pública, la etapa que se desarrollará durante 21 meses en
Galilea. Para ir hacia allí, procedente de Judea, debe atravesar Samaría.
Sin embargo, normalmente los judíos que iban a Galilea evitaban pasar por
Samaría debido a una fuerte rivalidad religiosa y daban un rodeo atravesando
el Jordán a la altura de Jericó, caminando por la Transjordania y volviendo
a cruzar el Jordán ya en tierra galilea.
Esta fuerte rivalidad religiosa se debía al hecho de que los samaritanos
eran descendientes de antiguos colonos persas (cf. 2Re 17,5-41) que habían
abrazado a medias la religión judía, quedándose sólo con el Pentateuco y
rechazando todos los demás libros de la Sagrada Escritura judía. Para los
judíos la religión samaritana era una despreciable herejía de su religión.
El samaritano era profundamente despreciado por el judío y viceversa. En el
AT y en el mismo evangelio hay muchos testimonios de este desprecio mutuo
entre judíos y samaritanos (cf. Esd 4,1-24; Sir 50,25-26; Lc 9,52-56; Jn
8,48).
Jesús hace caso omiso a esa rivalidad y desafía abiertamente las tradiciones
humanas que amenazaban anquilosar la religión pura. Por eso comete tres
‘infracciones’: atraviesa el territorio de Samaría, conversa amistosamente
sobre religión con un hereje, y ese hereje es nada más y nada menos que una
mujer, que no estaban autorizadas a recibir lecciones de un rabí. El
‘escandalo’ por las dos últimas ‘infracciones’ está atestiguado en el mismo
texto de hoy: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una
mujer samaritana?” (Jn 4,9). “En esto llegaron sus discípulos y se
sorprendían de que hablara con una mujer” (Jn 4,27).
La conversación se desarrolla en la antigua ciudad de Siquem (llamada Sicar
en tiempos de Jesús), al pie del Monte Garizim, donde los samaritanos habían
levantado un templo, rival del de Jerusalén.
Jesús tiene una doble sed. En primer lugar, una sed natural, porque está
realmente cansado y hace calor. Pero más sed tiene todavía del alma de la
Samaritana. Cuando decimos que Jesús tiene sed del alma de la Samaritana
queremos decir los siguiente: tiene sed de anunciarle la verdadera
revelación respecto a la verdadera religión, tiene sed de hacer la voluntad
de Dios anunciando dicha revelación (Jn 4,34), tiene sed de que la
Samaritana se bautice y adquiera la gracia santificante, tiene sed de que la
Samaritana beba del Espíritu Santo, tiene sed de que la Samaritana se una a
Él, verdadero Esposo del alma, a través de la gracia santificante.
Jesús va a estructurar todo su anuncio de la verdadera religión partiendo de
su sed natural, pero queriendo llegar a conquistar el alma de la Samaritana.
Hablará abiertamente de su sed natural, pero en esas palabras esconderá su
sed de beber el alma de la Samaritana. Inicia de su propia sed natural pero,
a través de la manifestación de su propia sed natural, logrará que la
Samaritana tenga sed del agua viva, el Espíritu Santo.
Por eso es que Jesús habla en un doble sentido. Y esto es común en el
evangelio de San Juan. San Juan es el evangelista que mejor ha
transparentado este modo de hablar de Jesús con doble sentido. En efecto,
“en el cuarto evangelio, no raramente el autor pretende que su lector sepa
individuar diversos niveles de significado en el mismo relato o en la misma
metáfora (lenguaje figurado)”*5. Esto se debe a que “Jesús proviene de otro
mundo, del alto. Sin embargo, habla el lenguaje de este mundo.
Inevitablemente, todos los que se encuentran con Él, con una experiencia a
un nivel más bajo, cuando Él habla del agua, del pan, de la carne, etc. mal
entienden el sentido que Él intenta darle a estas palabras”*6. Así sucede
con la Samaritana.
Jesús pasa de su propia sed natural de agua material a la sed sobrenatural
que la Samaritana debe tener de un agua sobrenatural. Esta es la finalidad
de su lenguaje de doble sentido. Notemos entonces el punto de partida y el
punto de llegada. El punto de partida es: 1. Sed de Jesús; 2. Sed natural;
2. Sed de agua material. El punto de llegada, intentado por Jesús es: 1. Sed
de la Samaritana; 2. Sed sobrenatural; 3. Sed de agua sobrenatural.
Los dos versículos claves del evangelio de hoy son Jn 4,14-15: “El que beba
del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se
convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna. Le dice la
mujer: Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que
venir aquí a sacarla”. En estos dos vers��culos está escondido todo el
sentido bautismal y cuaresmal del evangelio de hoy.
El agua que Jesús da y que se convierte en fuente que brota para vida eterna
es, en el evangelio de San Juan, claramente, el Espíritu Santo, tercera
persona de la Santísima Trinidad. Así lo dice explícitamente, en otro lugar,
el mismo evangelista San Juan: “El último día de la fiesta, el más solemne,
Jesús puesto en pie, gritó: ‘Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que
crea en mí’; como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua
viva’. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que
creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había
sido glorificado” (Jn 7,37-39). En la conversación que Jesús tiene con
Nicodemo se hace la misma afirmación: “El que no nazca de agua y de Espíritu
no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5).
Esto lo confirma San Juan Crisóstomo: “La Sagrada Escritura unas veces llama
fuego a la gracia del Espíritu Santo y, otras, agua, demostrando con esto
que ambos nombres son aptos para designar no la substancia de la gracia,
sino sus operaciones. (…) También aquí, hablando con la samaritana, al
Espíritu lo llama agua: El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá ya
jamás en lo sucesivo sed. (…) Llama pues al Espíritu fuego para significar
la fuerza y fervor de la gracia y el perdón de los pecados; y lo llama agua
para indicar la purificación que viene a quienes por su medio renacen en el
alma”*7.
También lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Los símbolos del
Espíritu Santo. El agua. El simbolismo del agua es significativo de la
acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación
del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del
nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de nuestro primer
nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que
nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo” (CEC,
694, cf. también CEC, 2652).
Por lo tanto, Nuestro Señor Jesucristo, al hablar del agua que Él quiere dar
a la Samaritana se refiere al Espíritu Santo y al agua del Bautismo que
borra el pecado original, perdona todos los pecados de una persona adulta,
da la gracia santificante y otorga el Espíritu Santo para que habite en el
alma del justo. Dado que el Bautismo sólo tiene eficacia por la pasión,
muerte y resurrección de Jesucristo, dentro de esta agua que Jesucristo
quiere dar a la Samaritana está incluida la redención que Él llevará a cabo.
De hecho, la fe terminal de la Samaritana acabará en esta afirmación: “Éste
es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42). Éste es el sentido
exacto del agua de la que habla Jesús en su conversación con la Samaritana.
El sentido del agua que da Jesús se completa, en la conversación con la
Samaritana, con otras dos afirmaciones importantísimas: 1. Él es el Mesías
(Jn 4,26); 2. Una insinuación notable de su divinidad: “Llega la hora (ya
estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en
espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.
Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad” (Jn
4,23-24). Pero Jesús dijo: “Yo soy la verdad” (Jn 14,6). Por lo tanto, la
adoración a Dios se da en la persona de Jesús.
2. El agua viva del Espíritu y el cristiano de hoy
Queda clarísimo, entonces, tal como lo han hecho notar los Santos Padres y
lo ha indicado la antigua Iglesia en su ritual del catecumenado, que en su
conversación con la Samaritana Jesucristo ha anunciado la eficacia del
Bautismo, el agua que destruye el pecado y da el Espíritu Santo.
Tal como lo indica el Directorio Homilético, “el homileta tendría que
esforzarse en relacionar al conjunto de la comunidad con el camino de
preparación de los elegidos”*8. Por lo tanto, la intención de la Iglesia es
que los fieles que escuchan este evangelio, aun cuando ya estén bautizados,
recuerden la virtualidad del Bautismo y sus exigencias.
La primera ayuda para recordar la virtualidad del Bautismo y sus exigencias
nos viene del hecho de que las oraciones del escrutinio de hoy nos ponen
claramente a la Samaritana como ejemplo de buena disposición frente al
Bautismo. Dice San Juan Crisóstomo: “La Samaritana antepone a Cristo al
patriarca Jacob. Es esto indicio de un alma honrada y sincera”*9. Y
refiriéndose a la reprensión que le hace Cristo a causa de sus desórdenes
matrimoniales y a la respuesta de la Samaritana (“Señor, veo que eres
profeta”, Jn 4,19), dice San Juan Crisóstomo: “¡Válgame Dios! ¡Qué virtud
tan grande la de esta mujer! ¡Con cuánta mansedumbre recibe la
reprensión!”*10. “¿Qué hace la mujer? No lo llevó a mal; no abandonó a
Cristo y se dio a huir, no pensó que él la injuriaba, sino que más bien se
llenó de admiración y perseveró en su deseo. (…) Y ya bajo la sola sospecha
de que Jesús es profeta, no pregunta nada terreno, ni suplica la salud
corporal o riquezas, y haberes, sino inmediatamente pregunta acerca del
dogma y la verdad. (…) Avergoncémonos y confundámonos”*11. Esta actitud de
humildad y contrición es la correcta de aquel que quiere recibir el perdón
de sus pecados. Si imitamos a la Samaritana pondremos en práctica la oración
de exorcismo correspondiente al escrutinio de hoy y citada más arriba.
Otra cosa necesaria para recordar la virtualidad del Bautismo y sus
exigencias es hacer que se verifique en nosotros lo que se verificó en la
Samaritana, es decir, que nazca en nosotros una gran sed del Bautismo y del
Espíritu Santo, representados en el agua viva. “Dame de esa agua para que no
tenga más sed”, dice la Samaritana a Cristo (Jn 4,15). Tanto el adulto que
se prepara para el Bautismo como todos nosotros que ya estamos bautizados,
debemos desear el agua viva de la purificación de los pecados y de la
comunión con el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es, al mismo tiempo, agua que ahoga y destruye los
pecados, y agua que alimenta y hace reverdecer, es decir, da la gracia
santificante. El Espíritu Santo es una y la misma agua que produce los dos
efectos. Eso es lo que San Pablo quiere decir cuando dice: “Todos fuimos
bautizados (o sumergidos) en un mismo Espíritu” (1Cor 12,13). Fuimos
sumergidos en el Espíritu Santo para que nuestros pecados sean destruidos.
Pero al mismo tiempo y en el mismo versículo dice San Pablo: “Y todos hemos
bebido de un mismo Espíritu” (1Cor 12,13), lo cual significa que nos
alimentamos del Espíritu Santo que nos da la gracia y la resurrección del
alma.
Al decir ‘dame de esa agua viva para que no tenga más sed’ estamos diciendo:
a. Señor, envía sobre mí el diluvio de agua que destruya el pecado original
y todos mis pecados y maldades y debilidades. Al igual que el diluvio
universal acabó con los malos de la tierra o el mar Rojo aniquiló el
ejército egipcio, símbolo del mal, así también, Señor, destruye todos mis
pecados. Señor, que me sumerja en el agua que acaba con mis pecados. Señor,
que en el Sacramento de la Confesión, donde está realmente presente el agua
que es tu Espíritu (cf. Jn 20,22-23), encuentre el perdón de mis pecados y
la paz para el alma.
b. Señor, que yo resurja del agua y vuelva a tomar aire y ver el sol, es
decir, que mi alma resucite de la muerte, que me vea revestido de la gracia
santificante, la cual me hace justo y me hace hijo de Dios.
c. Señor, dame el agua que es el Espíritu Santo, para que mi alma no tenga
nunca más sed. Que en el contacto íntimo con vos a través de la oración
silenciosa delante de tu Sagrario o delante del Santísimo Sacramento
expuesto, beba yo el Espíritu Santo (cf. 1Cor 12,13) y me sacie de tal
manera que no vuelva nunca más a tener sed … hasta que necesite otra vez
volver a beberlo en la oración. Por eso dice el Catecismo de la Iglesia
Católica: “El Espíritu Santo es el "agua viva" que, en el corazón orante,
"brota para vida eterna" (Jn 4,14). Él es quien nos enseña a recogerla en la
misma Fuente: Cristo. Pues bien, en la vida cristiana hay manantiales donde
Cristo nos espera para darnos a beber el Espíritu Santo” (CEC, 2652).
Y esta petición, que es la misma que la de la Samaritana debe ser hecha con
gran confianza: “Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros
hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a
quienes se lo piden?” (Lc 11,13).
3. El agua que brota de Jesús y la Eucaristía
Además, este ‘dame de beber’ de la Samaritana tiene también una aplicación
muy concreta al Santo Sacrificio de la Misa. Se trata de una conexión no
acomodada ni figurada, sino literal y textual. El razonamiento es el
siguiente.
Dijimos que el agua viva que Jesucristo da a la Samaritana es, sin duda, el
Espíritu Santo. Esto se confirma con Jn 7,38 donde se dice que del seno de
Jesús correrán ríos de agua viva, y San Juan aclara, en el v. 39, que esa
agua es el Espíritu Santo. Además, en ese mismo versículo de Jn 7,39 San
Juan dice que se trata del Espíritu Santo que iban a ‘recibir’ (lambánein)
los que creyeran en Cristo. Resaltamos esta palabra: ‘recibir’. Además, allí
mismo dice que “todavía no había Espíritu Santo porque Jesús todavía no
había sido glorificado”.
Ahora bien, estando Jesús en la cruz, los evangelistas narran de distinta
manera la muerte de Jesús. Mateo (27,50) dice que Jesús ‘dejó’ o ‘abandonó’
(afêke, verbo afíemi) el espíritu. Marcos no nombra al espíritu ni al
Espíritu (con mayúsculas) en la muerte de Jesús. San Lucas dice que Jesús
‘puso’ o ‘encomendó’ (paratíthemai, verbo paratíthemi) su espíritu en manos
del Padre. Pero San Juan usa un verbo que significa ‘entregar algo a otro’,
el verbo paradídomi; dice: ‘entregó su Espíritu’ (parédoke tò Pneûma, Jn
19,30).
E inmediatamente el discípulo amado, San Juan, narra algo que no está en los
sinópticos: la perforación del costado de Jesús muerto de dónde salió, dice
textualmente, “sangre y agua” (Jn 19,34). Por lo tanto, otra vez tenemos el
binomio agua y Espíritu que brota del seno de Jesús y es entregado a un
discípulo que ha creído en Él. En realidad, se trata de un tri-nomio, porque
el agua salió mezclada con sangre. Esto indica aún con más claridad la
realidad del Bautismo, el cual dona el Espíritu Santo (agua) como fruto de
la donación redentora de Cristo (sangre). La donación redentora de Cristo,
significada literal y textualmente en la sangre, significa la Eucaristía:
“Esta es mi sangre, derramada para el perdón de los pecados” (Mt 26,28)*12.
Respecto a esto dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Bautizados en un
solo Espíritu, también "hemos bebido de un solo Espíritu" (1Cor 12,13): el
Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo
crucificado (cf. Jn 19,34; 1Jn 5,8) como de su manantial y que en nosotros
brota en vida eterna (cf. Jn 4,10-14; 7, 38; Ex 17,1-6; Is 55,1; Zac 14,8;
1Co 10,4; Ap 21,6; 22,17)” (CEC, 694).
Por lo tanto, el mejor modo de poner en práctica el evangelio de hoy y de
actualizar nuestro Bautismo es acercarnos, con el alma en gracia de Dios,
libre de pecado, a comulgar el Cuerpo de Cristo luego que ha perfeccionado
su sacrificio sobre el altar durante la consagración del pan y del vino. De
una manera real, el participar del Santo Sacrificio de la Misa y el comulgar
de su Cuerpo y su Sangre, es acercar los labios al costado traspasado de
Jesús y de allí beber el Espíritu Santo, que brota del seno de Jesús en
forma de agua viva y de sangre mezclada con el agua.
Pidámosle esta gracia a la Santísima Virgen.
________________________________________________
*1- Conferencia Episcopal Española, Ritual de la
Iniciación Cristiana de Adultos, reformado según los decretos del Concilio
Vaticano II, promulgado por mandato de Pablo VI, aprobado por el Episcopado
Español y confirmado por la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el
Culto Divino, Barcelona, 1976.
*2- Escrutinio. (Del lat. scrutinium). m. Examen
y averiguación exacta y diligente que se hace de algo para formar juicio de
ello (DRAE).
*3- Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos,
nº 164.
*4- Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos,
nº 164.
*5- Brown, R., Il Vangelo e le Lettere di
Giovanni. Breve commentario, Editrice Queriniana, Brescia, 1994, p. 20.
*6- Brown, R., Il Vangelo..., p. 21
*7- San Juan Crisóstomo, Explicación del
Evangelio de San Juan (I), Homilía XXXII (XXXI), Editorial Tradición,
México, 1981, p. 264 – 272.
*8- Congregación para el culto divino y la
disciplina de los sacramentos, Directorio Homilético, 2014, nº 70.
*9- San Juan Crisóstomo, ibídem.
*10- San Juan Crisóstomo, ibídem.
*11- San Juan Crisóstomo, ibídem.
*12- Cf. Brown, R., Il Vangelo..., p. 133 – 134;
traducción nuestra.
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Aplicación: San Juan Pablo II - La necesidad de la salvación
"Señor, dame esa agua: así no tendré más sed" (Jn 4, 15; cf. Aleluya). La
petición de la samaritana imprime un giro decisivo al largo e intenso
diálogo con Jesús, que se desarrolla junto al pozo de Jacob, cerca de la
ciudad de Sicar. Nos lo narra san Juan en la página evangélica de hoy.
Cristo dice a la mujer: "Dame de beber" (Jn 4, 7).
Su sed material es signo de una realidad mucho más profunda: expresa el
deseo ardiente de que su interlocutora y los paisanos de ella se abran a la
fe. Por su parte, la mujer de Samaría, cuando le pide agua, manifiesta en el
fondo la necesidad de salvación presente en el corazón de toda persona. Y el
Señor se revela como el que ofrece el agua viva del Espíritu, que sacia para
siempre la sed de infinito de todo ser humano.
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos propone un espléndido
comentario del episodio joánico, cuando en el Prefacio se dice que Jesús
"quiso estar sediento" de la salvación de la samaritana, para "encender en
ella el fuego del amor divino".
El episodio de la samaritana delinea el itinerario de fe que todos estamos
llamados a recorrer. También hoy Jesús "está sediento", es decir, desea la
fe y el amor de la humanidad. Del encuentro personal con él, reconocido y
acogido como Mesías, nace la adhesión a su mensaje de salvación y el deseo
de difundirlo en el mundo.
Esto es lo que sucede en la continuación del relato del evangelio de san
Juan. El vínculo con Jesús transforma completamente la vida de la mujer que,
sin demora, corre a comunicar la buena noticia a la gente del pueblo vecino:
"Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el
Mesías?" (Jn 4, 29). La revelación acogida con fe impulsa a transformarse en
palabra proclamada a los demás y testimoniada mediante opciones concretas de
vida. Esta es la misión de los creyentes, que brota y se desarrolla a partir
del encuentro personal con el Señor.
"La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 5).
También estas palabras del apóstol san Pablo, proclamadas en la segunda
lectura, se refieren al don del Espíritu, simbolizado por el agua viva
prometida por Jesús a la samaritana. El Espíritu es la "prenda" de la
salvación definitiva que Dios nos ha prometido. El hombre no puede vivir sin
esperanza. Sin embargo, muchas esperanzas naufragan contra los escollos de
la vida. Pero la esperanza del cristiano "no defrauda", porque se apoya en
el sólido fundamento de la fe en el amor de Dios, revelado en Cristo.
A María, Madre de la esperanza, le encomiendo vuestra parroquia y el camino
cuaresmal hacia la Pascua. María, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz,
nos ayude a todos a ser discípulos fieles de aquel que hace saltar en
nuestro corazón agua para la vida eterna (cf. Jn 4, 14).
(Parroquia romana de San Gelasio, domingo 3 de marzo de 2002)
Aplicación: Benedicto XVI - El símbolo del agua
A través del símbolo del agua, que encontramos en la primera lectura y en el
pasaje evangélico de la samaritana, la palabra de Dios nos transmite un
mensaje siempre vivo y actual: Dios tiene sed de nuestra fe y quiere que
encontremos en él la fuente de nuestra auténtica felicidad. Todo creyente
corre el peligro de practicar una religiosidad no auténtica, de no buscar en
Dios la respuesta a las expectativas más íntimas del corazón, sino de
utilizar más bien a Dios como si estuviera al servicio de nuestros deseos y
proyectos.
En la primera lectura vemos al pueblo hebreo que sufre en el desierto por
falta de agua y, presa del desaliento como en otras circunstancias, se
lamenta y reacciona de modo violento. Llega a rebelarse contra Moisés; llega
casi a rebelarse contra Dios. El autor sagrado narra: «Habían tentado al
Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"» (Ex 17,
7). El pueblo exige a Dios que salga al encuentro de sus expectativas y
exigencias, más bien que abandonarse confiado en sus manos, y en la prueba
pierde la confianza en él. ¡Cuántas veces esto mismo sucede también en
nuestra vida! ¡En cuántas circunstancias, más que conformarnos dócilmente a
la voluntad divina, quisiéramos que Dios realizara nuestros designios y
colmara todas nuestras expectativas! ¡En cuántas ocasiones nuestra fe se
muestra frágil, nuestra confianza débil y nuestra religiosidad contaminada
por elementos mágicos y meramente terrenos!
En este tiempo cuaresmal, mientras la Iglesia nos invita a recorrer un
itinerario de verdadera conversión, acojamos con humilde docilidad la
recomendación del salmo responsorial: «Ojalá escuchéis hoy su voz: "No
endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto,
cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían
visto mis obras"» (Sal 94, 7-9).
El simbolismo del agua vuelve con gran elocuencia en la célebre página
evangélica que narra el encuentro de Jesús con la samaritana en Sicar, junto
al pozo de Jacob. Notamos enseguida un nexo entre el pozo construido por el
gran patriarca de Israel para garantizar el agua a su familia y la historia
de la salvación, en la que Dios da a la humanidad el agua que salta hasta la
vida eterna. Si hay una sed física del agua indispensable para vivir en esta
tierra, también hay en el hombre una sed espiritual que sólo Dios puede
saciar. Esto se refleja claramente en el diálogo entre Jesús y la mujer que
había ido a sacar agua del pozo de Jacob.
Todo inicia con la petición de Jesús: «Dame de beber» (Jn 4, 7). A primera
vista parece una simple petición de un poco de agua, en un mediodía
caluroso. En realidad, con esta petición, dirigida por lo demás a una mujer
samaritana —entre judíos y samaritanos no había un buen entendimiento—,
Jesús pone en marcha en su interlocutora un camino interior que hace surgir
en ella el deseo de algo más profundo. San Agustín comenta: «Aquel que pedía
de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer» (In Io. ev. Tract. XV, 11:
PL35, 1514). En efecto, en un momento determinado es la mujer misma la que
pide agua a Jesús (cf. Jn 4, 15), manifestando así que en toda persona hay
una necesidad innata de Dios y de la salvación que sólo él puede colmar. Una
sed de infinito que solamente puede saciar el agua que ofrece Jesús, el agua
viva del Espíritu. Dentro de poco escucharemos en el prefacio estas
palabras: Jesús, «al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella
la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue
para encender en ella el fuego del amor divino».
Queridos hermanos y hermanas, en el diálogo entre Jesús y la samaritana
vemos delineado el itinerario espiritual que cada uno de nosotros, que cada
comunidad cristiana está llamada a redescubrir y recorrer constantemente.
Esa página evangélica, proclamada en este tiempo cuaresmal, asume un valor
particularmente importante para los catecúmenos ya próximos al bautismo. En
efecto, este tercer domingo de Cuaresma está relacionado con el así llamado
«primer escrutinio», que es un rito sacramental de purificación y de gracia.
Así, la samaritana se transforma en figura del catecúmeno iluminado y
convertido por la fe, que desea el agua viva y es purificado por la palabra
y la acción del Señor. También nosotros, ya bautizados, pero siempre
tratando de ser verdaderos cristianos, encontramos en este episodio
evangélico un estímulo a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra
vida cristiana, el verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesús
quiere llevarnos, como a la samaritana, a profesar con fuerza nuestra fe en
él, para que después podamos anunciar y testimoniar a nuestros hermanos la
alegría del encuentro con él y las maravillas que su amor realiza en nuestra
existencia. La fe nace del encuentro con Jesús, reconocido y acogido como
Revelador definitivo y Salvador, en el cual se revela el rostro de Dios. Una
vez que el Señor conquista el corazón de la samaritana, su existencia se
transforma, y corre inmediatamente a comunicar la buena nueva a su gente
(cf. Jn 4, 29).
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María Liberadora, la
invitación de Cristo a dejarnos implicar por su exigente propuesta
evangélica resuena con fuerza esta mañana para cada miembro de vuestra
comunidad parroquial. San Agustín decía que Dios tiene sed de nuestra sed de
él, es decir, desea ser deseado. Cuanto más se aleja el ser humano de Dios,
tanto más él lo sigue con su amor misericordioso.
Santa María Liberadora, tan amada y venerada por vosotros, que juntamente
con su esposo san José educó a Jesús niño y adolescente, proteja a las
familias, a los religiosos y a las religiosas en su tarea de formadores y
les dé la alegría, como deseaba don Bosco, de ver crecer en este barrio
«buenos cristianos y ciudadanos honrados». Amén.
(Parroquia romana de Santa María Libertadora, domingo 24 de febrero de 2008)
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Aplicación: S.S.Francisco p.p. - La sed de Jesús
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con la mujer
samaritana, acaecido en Sicar, junto a un antiguo pozo al que la mujer iba
cada día a sacar agua. Ese día encontró allí a Jesús, sentado, «fatigado por
el viaje» (Jn 4, 6). Y enseguida le dice: «Dame de beber» (v. 7). De este
modo supera las barreras de hostilidad que existían entre judíos y
samaritanos y rompe los esquemas de prejuicio respecto a las mujeres. La
sencilla petición de Jesús es el comienzo de un diálogo franco, mediante el
cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de una persona a la
cual, según los esquemas sociales, no habría debido ni siquiera dirigirle la
palabra. ¡Pero Jesús lo hace! Jesús no tiene miedo. Jesús cuando ve a una
persona va adelante porque ama. Nos ama a todos. No se detiene nunca ante
una persona por prejuicios. Jesús la pone ante su situación, sin juzgarla,
sino haciendo que se sienta considerada, reconocida, y suscitando así en
ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.
Aquella sed de Jesús no era tanto sed de agua, sino de encontrar un alma
endurecida. Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle
el corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que había en
ella misma. La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Jesús esos
interrogantes profundos que todos tenemos dentro, pero que a menudo
ignoramos. También nosotros tenemos muchas preguntas que hacer, ¡pero no
encontramos el valor de dirigirlas a Jesús! La cuaresma, queridos hermanos y
hermanas, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro, para hacer emerger
nuestras necesidades espirituales más auténticas, y pedir la ayuda del Señor
en la oración. El ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así:
«Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed eternamente».
El Evangelio dice que los discípulos quedaron maravillados de que su Maestro
hablase con esa mujer. Pero el Señor es más grande que los prejuicios, por
eso no tuvo temor de detenerse con la samaritana: la misericordia es más
grande que el prejuicio. ¡Esto tenemos que aprenderlo bien! La misericordia
es más grande que el prejuicio, y Jesús es muy misericordioso, ¡mucho! El
resultado de aquel encuentro junto al pozo fue que la mujer quedó
transformada: «dejó su cántaro» (v. 28) con el que iba a coger el agua, y
corrió a la ciudad a contar su experiencia extraordinaria. «He encontrado a
un hombre que me ha dicho todas las cosas que he hecho. ¿Será el Mesías?»
¡Estaba entusiasmada! Había ido a sacar agua del pozo y encontró otra agua,
el agua viva de la misericordia, que salta hasta la vida eterna. ¡Encontró
el agua que buscaba desde siempre! Corre al pueblo, aquel pueblo que la
juzgaba, la condenaba y la rechazaba, y anuncia que ha encontrado al Mesías:
uno que le ha cambiado la vida. Porque todo encuentro con Jesús nos cambia
la vida, siempre. Es un paso adelante, un paso más cerca de Dios. Y así,
cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, siempre es así.
En este Evangelio hallamos también nosotros el estímulo para «dejar nuestro
cántaro», símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pero que
pierde valor ante el «amor de Dios». ¡Todos tenemos uno o más de uno! Yo os
pregunto a vosotros, también a mí: ¿cuál es tu cántaro interior, ese que te
pesa, el que te aleja de Dios? Dejémoslo un poco aparte y con el corazón
escuchemos la voz de Jesús, que nos ofrece otra agua, otra agua que nos
acerca al Señor. Estamos llamados a redescubrir la importancia y el sentido
de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y, como la samaritana, a
dar testimonio a nuestros hermanos. ¿De qué? De la alegría. Testimoniar la
alegría del encuentro con Jesús, porque he dicho que todo encuentro con
Jesús nos cambia la vida, y también todo encuentro con Jesús nos llena de
alegría, esa alegría que viene de dentro. Así es el Señor. Y contar cuántas
cosas maravillosas sabe hacer el Señor en nuestro corazón, cuando tenemos el
valor de dejar aparte nuestro cántaro.
(Basílica Vaticana, domingo 23 de marzo de 2014)
(cotesía de Homiletic IVE)