Cuaresma Domingo 5 Ciclo B: Comentarios de Sabios y Santos - preparemos con ellos la acogida de la Palabra de Dios proclamada en la celebración eucarística del Domingo
Falta un dedo: Celebrarla
A su disposición:
Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. - sobre las tres lecturas
Exégesis:
Manuel de Tuya - Cristo anuncia su glorificación al ir a la muerte
Comentario Teológico: R. P. R. Cantalamessa OFMCap - Una nueva alianza
Comentario Teológico: Raniero Cantalamessa OFMCap - Si el grano de trigo no muere
Comentario Teológico: Mons. Fulton Sheen - “Si el grano de trigo no muere…”
Comentario Teológico: DR. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁ -
UNOS GENTILES DESEAN VER A JESÚS.
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - - El que ama su vida, la pierde; el que la aborrece, la guarda (Jn 12, 25-26)
Santos Padres: San Agustín -
CRISTO, AL APROXIMARSE SU PASIÓN, QUISO TURBARSE PARA CONFIRMARNOS Y CONSOLARNOS
Santos Padres: Proclo de Constantinopla - Queremos ver a Jesús
Magisterio:
Juan Pablo II
-VI - EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
Aplicación: R. P. R Garrigou Lagrange - La mortificación
Aplicación: Romano Guardini - EL FRACASO
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Cristo anuncia la proximidad de su “hora”
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Morir al mundo para engendrar vida sobrenatural
Ejemplos
Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. - sobre las tres lecturas
Sobre la Primera Lectura (Jer 31, 31-34)
Esta profecía es considerada la perla más preciosa del Libro de Jeremías:
- Prenuncia que tras el fracaso definitivo de la Alianza del Sinaí, va ella a ser sustituida por una Alianza Nueva y Eterna. A Jeremías debemos esta expresión: 'Nueva Alianza', que se nos ha hecho tan familiar.
- Como características de la Nueva Alianza, frente a la cual es muy imperfecta, y sólo prefigurativa, y por tanto abolida, la Vieja Alianza, señala Jeremías:
a) Su 'Interioridad'. En la Alianza Vieja, Ley escrita en tablas de piedra. En la Alianza Nueva, Ley escrita en los corazones.
b) La 'intimidad' y cordialidad de relaciones entre Dios y nosotros. Recogiendo este espíritu de la Nueva Alianza, cual la promete Jeremías y luego Ezequiel, resume San Pablo: 'Moraré y viviré en medio de ellos. Y seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y seré para vosotros Padre; y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor' (2Cor 6, 17; cfr. Ez 37, 27; Jer 31, 33).
c) El perdón total de todos los pecados. La iluminación interior de todas las almas (v. 35).
- Esta Nueva Alianza ha quedado inaugurada con la muerte y resurrección de Cristo. Esto nos enseña claramente el mismo Jesús cuando al instituir el Memorial perenne de su Sacrificio Redentor dice: 'Este Cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, la que por vosotros es derramada' (Lc 22, 20): 'Esta es mi sangre de la Alianza que es por todos derramada en remisión de los pecado' (Mt 26, 28).
San Pablo argumenta: 'Al decir 'nueva' declara caducada la anterior’ (Heb 8, 13). La 'Alianza' del Calvario nos da en verdad y plenitud lo que la del Sinaí sólo podía dar en sombra y figura: Perdón de los pecados; vivencia filial con el Padre; inhabitación del Espíritu Santo.
Sobre la Segunda Lectura (Heb 5, 7-9)
Cristo es el Único-Sumo-Eterno-Sacerdote de la Nueva Alianza:
- Primeramente se nos da la definición y condiciones del sacerdote (vv. 1-4):
El sacerdote debe ser:
a) Miembro de la familia humana;
b) Representar a los hombres ante Dios;
c) Ofrecer sacrificios expiatorios;
d) Tener entrañas de compasión con sus hermanos los hombres;
e) Ser llamado y aceptado por Dios al sacerdocio.
Es evidente que nadie como Cristo tiene estas condiciones: Verbo Encarnado, Hombre-Dios, es Pontífice sumo y único. Entre las figuras del Viejo Testamento prefigura el sacerdocio de Cristo, mejor aún que el sacerdocio de Aarón, el de Melquisedec. La Escritura presenta a Melquisedec Rey de Salem y sacerdote del Altísimo (Gen 14, 18), 'Tipo' muy logrado del Mesías: Rey-Sacerdote (Heb 7, 1-24).
- En los versículos de la lectura litúrgica de hoy nos pone de relieve cómo en el sacerdocio de Cristo, Sacerdote y Víctima forman una única unidad. El Decreto de Dios que le confiere el sacerdocio eterno (v. 6), le llama también a ser Víctima (Jn 10, 18). La aceptación voluntaria y amorosa con que el Hijo Encarnado cumple la voluntad del Padre, dan al 'Siervo-Hijo' la experiencia dolorosa de la obediencia; pero a la vez le constituyen Sacerdote Perfecto y Víctima perfecta:
a) 'Sacerdote Perfecto': 'Porque no tenemos un Pontífice incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas; antes bien, a excepción del pecado, ha sido en todo probado igual que nosotros' (Heb 4, 15). Nos gana el amor y la confianza este nuestro Pontífice 'que en los días de su vida mortal ofreció plegarias y súplicas con vehemente clamor y lágrimas' (v. 7)
b) 'Víctima Perfecta': consumado su Sacrificio-Obediencia, es glorificado a la diestra del Padre. 'Y glorificado, viene a ser para cuantos le obedecen (creen en El) autor de salvación eterna' (v. 9). En razón de este su sacerdocio eterno podemos orar así: 'Te pedimos, Dios Todopoderoso, que nos consideres siempre como miembros de Aquel en cuyo Cuerpo y Sangre comulgamos'.
Sobre el Evangelio (Jn 12, 20-33)
Muy cercanos ya a la conmemoración del ministerio Redentor leemos esta emotiva escena:
- Un grupo de gentiles, adheridos a la fe y esperanza de Israel (Hech 10, 2), buscan con grande deseo a Jesús. Jesús ve en ellos las primicias del fruto de su Pasión. A ésta la llama su 'glorificación', porque levantado en la cruz atraerá a Sí todos los corazones (Jn 8, 28).
- Los vv. 24-26 recogen hermosas instrucciones de Jesús sobre el valor del sufrimiento. El dolor es valorizado. Los seguidores de Cristo debemos ahora acompañarle en la cruz; con esto entramos en el misterio de la Redención y adquirimos el derecho de ser partícipes de su Gloria (vv .24-26).
- La escena de los vv. 27-29 evoca la de Getsemaní: La 'Hora' ya tan cercana sume el alma de Jesús en suma angustia. Jesús clama al Padre le libere de aquella Hora (v. 26). Como en Getsemaní, tras este grito de su voluntad natural, su voluntad racional se entrega totalmente a la del Padre. Acepta el Sacrificio para gloria del Padre (v. 28). También como en Getsemaní, el Padre envía consuelo y vigor a su Hijo (28b). El Hijo, por su amor y obediencia, con su Sacrificio, glorifica al Padre (v. 28), derrota a Satanás (v. 31) y salva a todos los hombres (v. 32).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)
Exégesis: Manuel de Tuya - Cristo anuncia su glorificación al ir a la muerte
Esta sección tiene dos pasajes: uno es el relato de unos griegos que quieren ver a Cristo (v.20-22); el segundo es un discurso de Cristo sobre su glorificación en su muerte (v.23-36).
1) Unos griegos quieren ver a Cristo. Jn. 2,20-22
Había algunos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta. Estos, pues, se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo: Señor, queremos ver a Jesús. Felipe fue y se lo dijo a Andrés; Andrés y Felipe vinieron y se lo dijeron a Jesús.
Este relato es propio de Juan. Generalmente se lo suele considerar como un episodio más en la entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén. Sin embargo, no es evidente. La forma como Juan lo introduce, aun suponiendo su desplazamiento de su inserción en el relato, por causa de la «inclusión semita», sugiere preferentemente un momento histórico distinto (v.20).
Además, van a decir que quieren «verlo» (v.21). Pero ¿«verlo» cuando ya lo habrían de estar viendo en el cortejo? Sugiere todos momentos distintos.
Se trata de un grupo de «griegos» (helenas). Con este término pueden designarse no sólo el griego de nación, sino también los que de alguna manera estaban imbuidos por los usos griegos, y, dentro de los que practicaban el judaísmo, también se llama así a los que no son de raza judía.
Si el término, aisladamente valorado, puede tener significaciones distintas, es el contexto del evangelio de Juan quien puede precisarlo. En un pasaje del mismo se cita con este nombre a los gentiles del Imperio, en contraposición a los judíos de la «Diáspora». Dicen los judíos de Cristo: «¿Acaso irá a la Dispersión de los griegos y enseñará a los griegos?» (Jn 7,35). El genitivo usado: «de los griegos», indica los pueblos entre los cuales se encuentran diseminados los judíos (1 Pe 1, 1). «Griegos», por tanto, son gentes no judías. Pero, como éstos que aquí se citan habían «subido a Jerusalén para adorar en la fiesta», se trata de gentiles muy afectos al judaísmo religioso, ya fuesen «prosélitos» o, al menos, fuertes simpatizantes con la religión judía, del tipo del centurión de Cafarnaúm (Lc 7,2ss) o el centurión Cornelio (Act IO,Iss).
La presencia de estos griegos en este pasaje, sea que perteneciese al episodio de la entrada mesiánica, sea que corresponda a otro momento histórico posterior, parece que, por su finalidad en la situación literaria en que se encuentra, es indicar que también se unen al triunfo mesiánico de Cristo gentes no judías, y por las cuales también Cristo hace su entrada y su redención. En el evangelio simbolista de Juan, este episodio histórico podría ser la sugerencia y símbolo de la universalidad de incorporación de las gentes al redil de Cristo, conforme a la doctrina antes relatada por Juan de «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn. 10,16), ya que lo que pretenden es «ver» a Cristo (v.21).
Este grupo de griegos, sea que oyeron hablar de Él o experimentaron la conmoción de aquel día en Jerusalén, quieren «ver» a Cristo. Seguro que esta pretensión no era una simple curiosidad. La inserción de este episodio aquí, junto con su valor simbólico, hace pensar que pretenden con este contacto buscar la «luz» (Jn. 1,37-39; cf.,39.50; 1, 14).
Felipe, sin tomar decisión por sí mismo, como en otros casos (Jn. 6, 4; 54, 8), se lo fue a consultar a Andrés, el hermano de Simón, ambos también de Betsaida (Jn 1, 44). Acaso más que simples razones de amistad o de ser compatriotas, pueda sugerir el cambiar impresiones sobre esas gentes, el que podrían ser griegos, abundantes en aquella región, conocidos de Andrés, o de los que se pudieran tener referencias de vecindad. Su nombre griego, Andrés, hace verosímil que no fuese tampoco ajeno a estos contactos helenistas.
Ambos vinieron y transmitieron al Señor este deseo. Pero nada más se dice explícitamente sobre este episodio. La historicidad del mismo se ve acusada en toda estructura y en su misma terminación abrupta.
2) Cristo anuncia su glorificación por su muerte. Jn. 12,23-36
El discurso de Cristo, literariamente, es respuesta a la comunicación de Felipe y Andrés (v.23). Aunque el verbo usado (aprokrínetai) lo mismo puede significar «responder» que «tomar la palabra», «hablar». Como aquí, en que el tono del mismo rebasa la respuesta directa. En cambio, se introduce después una «muchedumbre» que estaba presente (v.29) y que interviene en diálogo con Cristo (v.34. 3o). Todo esto hace pensar que el episodio de los «griegos» sirve de pretexto literario para evocar con ellos la universalidad del fruto de la muerte de Cristo, en el discurso que Cristo, con este motivo literarlo, pronuncia. No sería más que un caso concreto de la estructura sintética del evangelio de Juan.
Esta sección tiene diversas partes que se consideran separadamente.
LA ENSEÑANZA DE CRISTO SOBRE SU MUERTE (v.23-26)
La «hora» de la muerte de Cristo «ya llegó», pues es inminente. Hecho el ingreso mesiánico en Jerusalén, el período para su muerte está ya en marcha. Esta «hora» es la tantas veces anunciada (Jn. 2,4; 7,30; 8,20; 13,1; 17,1) y la que reguló su vida.
Pero esta «hora» es la hora en que el Hijo del hombre «será glorificado». Juan es el evangelista que, por excelencia, destaca la muerte de Cristo como su triunfo: no sólo victoria sobre el pecado, sino «paso», Pascua, al Padre (Jn. 13,1) e ingreso de su humanidad en la plenitud de sus derechos divinos (Jn. 17,1b.5.24). Es un tema eje en el enfoque del evangelio de Juan.
Ilustración de este triunfo es la comparación parabólica con el grano de trigo. Si éste no «cae» en tierra y «muere», no fructifica; queda él solo; pero, si «muere», es cuando fructifica y «da mucho fruto». No es una consideración científica del grano que muere, pues si esto sucediera, no surgiría la espiga. Es una apreciación popular, usual. Posiblemente un refrán o casi calcado en él. Lo que Cristo enseña, con un símil, es la riqueza del fruto universal (Jn. 11, 52) de su muerte.
Los dos versículos siguientes encierran una enseñanza calcada en el ejemplo de la muerte de Cristo. El que «sirve» a Cristo ha de «seguirle», Donde Cristo está, también deberá estar él. Si Él está ahora en la muerte, también e1 servidor ha de «seguirle» por este camino. Es el tema tan insistido por los sinópticos: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt. 16,24; par.). La enseñanza no selimita a solos los apóstoles o discípulos; la universalidad de la formulación lo indica. Esto exige, en «orden a la vida eterna»; perder su "alma" en este “mundo”. En Juan frecuentemente el «mundo» tiene el sentido de los hombres malos. Por eso, el que quiera «aguardarla intacta y preservada (Jn. 17,12), para la vida eterna, ha de perderla para la vida de este «mundo» malo, ha de «odiar su alma». “Alma”, conforme al modo semita, está por vida o persona. Y «odiar» es el modo semita, hiperbólico y rotundo, de expresar lo que no se quiere o no se debe hacer (Rom. 9,13; Mt 10, 37, comp. Lc 14, 26). El premio a este «servicio» y «seguimiento» a Cristo es que el Padre le «honrará».
LA TURBACIÓN DE CRISTO ANTE SU MUERTE (v.27)
La proximidad de la muerte hace sentir a Cristo su amargura: sintió «turbación». En Cristo no fue una turbación al margen de su consentimiento. Es un caso análogo a Getsemaní. Por eso, ante esta turbación, se pregunta qué ha de hacer. Los versículos con su respuesta presentan una interpretación diversa:
«Padre, líbrame de esta hora».
«Mas para esto he venido yo a esta hora».
¿Cuál es la interpretación de estos versículos? Para unos, en el versículo a, Cristo, al estilo de Getsemaní, pediría, permitiendo expresar a la naturaleza en un primer momento el dolor, que le librase de esta hora de muerte. Pero, al punto, como en el huerto, se sometería a la voluntad del Padre.
Otros interpretan el versículo a en forma interrogativa. Sabido es que la puntuación en los códices no se hizo hasta el siglo IV-V. El sentido sería: Cristo, ante la «turbación», se pregunta: « ¿Qué diré?» Y la respuesta sería interrogativa y dubitativamente: «¡Padre, líbrame de esta hora!» Dos formas interrogativas seguidas son frecuentes en el Nuevo Testamento (Jn. 11,56).
En todo caso, la respuesta plena de Cristo es clara. No pide esto, porque precisamente para morir por los hombres vino El a esta «hora». La segunda interpretación es más lógica.
CRISTO PIDE LA GLORIFICACIÓN DEL PADRE (v.28.33)
Sometiéndose así al plan del padre, pide abiertamente que «glorifique su nombre» [el del Padre]. Nombre es el conocido semitismo que está por la persona. La «glorificación» del Padre es el fin de toda la obra de Cristo. Es, abiertamente, todo el tema que recoge Juan en su evangelio. Y el mismo Cristo, poco después, en la «Oración sacerdotal», será lo que pide al Padre, como término de su obra: que glorifique en su muerte al Hijo, acreditándole y rubricando así su mesianismo y filiación divina, pero precisamente «para que el Hijo te glorifique» (Jn.17.4.5).
A esta oración de Cristo, resonó una «voz del cielo» que anunció que su oración fue oída: «Le glorifiqué [el nombre del Padre] y le glorificaré de nuevo». Le «glorificó» por la obra de Cristo (Jn. 17,4), y lo «glorificará» por la muerte triunfal de Cristo (v.23), con su resurrección (Jn. 17,1.5) y con el cumplimiento de la «promesa» que Cristo les hizo de enviar al Espíritu Santo; todo lo cual era la «glorificación» del Padre en el Hijo.
Esta oración y «elevación» de Cristo está enmarcada por una «muchedumbre de gentes», las cuales, al oír esta voz venida del cielo, la interpretan a su modo. Venida del cielo y como respuesta a la oración de Cristo, no podría ser sino una ratificación a la misma. Unos interpretaron aquel sonido diciendo que había «tronado», pero en el sentido de aquel ambiente en el que el trueno, como se leía en el Antiguo Testamento, era la voz de Dios (Sal 29,3-9; Job 37,4.5; I Sam 12,18; Ex 19,16). En el Exodo se dice que Moisés hablaba a Dios en el Sinaí, y «Yahvé le respondía mediante el trueno» (Ex 19c). Para otros, le «habló un ángel». La historia de Israel les hab��a familiarizado con apariciones de ángeles, como manifestadores de la voluntad de Dios. Exponiendo San Pablo su fe ante el sanedrín, lo defienden algunos diciendo: « ¿Y qué si le habló un espíritu o un ángel?» (Act 23,9).
Ante aquella expectación, Cristo les destaca el valor apologético de aquella voz (Jn 11,42). No fue por El. El no la necesitaba. El estaba siempre en plena comunicación con el Padre, no haciendo más que lo que el Padre quería. El signo de esta voz fue por causa de ellos, para que viesen cómo el Padre respondía a sus ruegos, y cómo ya así, de antemano, prometía rubricar la obra de Cristo.
La muerte de Cristo es la glorificación del Padre, porque en ella van a suceder tres cosas entonces.
«El juicio de este mundo». El juicio es aquí un semitismo bien conocido, cuyo sentido es la «condenación» (Jn 3,19; 5,29). El «mundo» es aquí en Juan los hombres malos, hostiles a Cristo y a la Luz (Jn 7,7; 8,23, etc.). El «mundo» se condena automáticamente por su postura ante la obra de Cristo, acreditada en su resurrección (Jn 3, 19)
«El príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 14,30; 16,11). Es el mismo título con que le designan los rabinos. Y es el título con que estos rabinos designan ciertos principados angélicos. La misma representación de Satán como moderador del mundo está en consonancia con la tradición talmúdica. Este príncipe es Satán. San Pablo le llega a llamar «el dios de este mundo» (2 Cor 4,4). Naturalmente, no es que Satanás tenga verdadero dominio sobre este mundo (Lc 4,6; par.); pero él influye en los hombres para apartarlos del reino de Cristo (Ef 2,2; 6,11.12). Y, conforme al concepto semita de «causalidad», se le aplica a El sin más lo que es sólo un influjo y sugestión sobre los hombres.
Pero la muerte de Cristo es la victoria sobre el pecado y sobre sus consecuencias en los hombres, entre los que está el imperio tiránico de Satanás (Col 1,13).
Cuando Cristo sea «levantado (hypsothó) de la tierra, atraeré a todos a mí». Varias palabras de Cristo, en sus momentos históricos, debieron de ser, en varios casos, enigma para los discípulos. Pero, a la hora de la composición del evangelio, Juan matiza que lo dijo indicando la muerte de cruz que le aguardaba (Jn 2,22; 20).
Si Cristo, como Juan simbolista destaca aquí, es «elevado» en la cruz, es elevación triunfal, posiblemente sugerida simbolísticamente por Juan de su ascensión, como parece indicarlo la misma construcción de la frase: cuando «sea levantado de la tierra», lo mismo que su semejanza con las alusiones que se hace en otros pasajes (Jn 3,14; 8,28; 6,62; 13,1; 17,1.4.24). Al «subir» Cristo así a su trono, es cuando comienza su obra de conquista en plenitud. Es la «hora» en la que atraerá a todos a sí. Es la hora de su reinado, porque «todos»—en la forma semita rotunda de expresión— podrán reconocerle por el Mesías Hijo de Dios. En su muerte verán el plan del Padre, y en su resurrección verán el sello divino. Abiertamente lo recalca Juan en otro pasaje. Dice Cristo: «Cuando levantéis al Hijo del hombre, entonces conoceréis que soy yo, y no hago nada de mí mismo, sino que, según me enseñó el Padre, así hablo» (Jn 8,28). Y así, la cruz no será signo de infamia (Gál 3,13), sino trono triunfal de la realeza espiritual de Cristo en el mundo.
Si Cristo es elevado para cumplir el plan del Padre y transformar la cruz en trono de su reino espiritual, en su redacción literaria, máxime en la estructura de este evangelio, pudiera pensarse que lo es también para ser visto. Y así vendría a ser la respuesta al deseo de los griegos que deseaban «verle».
DESCONCIERTO EN LA MUCHEDUMBRE ANTE ESTAS PALABRAS (v.34-36)
Ante la enigmática enseñanza de Cristo sobre su elevación de la tierra, la «multitud» se siente desconcertada. Sin estar en antecedentes, esta «elevación de la tierra» no podía pensarse que fuese, fundamentalmente, la elevación de Cristo en la cruz. El evangelista tiene buen cuidado en precisarlo a la hora de escribir su evangelio. La «multitud» que le oye sólo puede interpretarlo de una marcha o desaparición suya «de la tierra». Pero, en este caso, ¿cómo se compagina esto, dicen, con la Ley? Esta es aquí toda la Escritura (Jn 1,17; 10,34; 15,25). La Escritura habla del reinado eterno del Mesías (Is 9,6; Sal 110,4; Dan 7,13; Lc 1,33; 2 Sam 7,56). Esta es la creencia que tiene esta «multitud». Si el reinado del Mesías es «para siempre», ¿cómo dices tú que el Hijo del hombre ha de ser levantado, es decir, desaparecido?; acaso piensan en una desaparición o ascensión suya al modo de lo que se decía de Elías. Pero en esta objeción se ve un eco de la aclamación que se hizo a Cristo como Rey Mesías. La turba comprende de sobra que El se da por Mesías, y por eso se plantean esta dificultad. « ¿Quién es ese Hijo del hombre», el Mesías, que así desaparece y no cumple lo que la Escritura dice de El? El título de «Hijo del hombre», como título mesiánico, parece que fue usado sólo en círculos rabínicos.
La turba no sabe que esa desaparición efímera a la muerte por la cruz es condición del plan del Padre. La respuesta de Cristo evita estas cuestiones. Si se declara abiertamente Mesías, podía provocar excitaciones mesiánicas inoportunas.
En cambio, les advierte que se aprovechen del poco tiempo que aún está la «Luz en medio de vosotros» (Jn 8,14; 9,5). Que caminen a la luz de sus enseñanzas. Era el modo de aceptarlo por Mesías y lograr la luz de vida.
Dicho lo cual, se retiró, y se «ocultó» de ellos. Es fórmula literaria para indicar el fin de aquella enseñanza. No que se hubiese «ocultado» definitivamente hasta su muerte. Por eso, no tiene el menor compromiso con las enseñanzas de Cristo en Jerusalén en este corto período antes de su muerte, que narran los sinópticos.
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, “Biblia Comentada”, B.A.C., Madrid, 1964, p. 1201-1207)
PETICIÓN DE UNOS PROSÉLITOS PAGANOS (20-22). — Y había allí , en el Templo, probablemente en el atrio de los gentiles, que atravesaría Jesús al querer salir del Templo, algunos gentiles de aquellos que habían subido a adorar en el día de la fiesta . Por lo mismo, habían subido a adorar al Dios verdadero, y ofrecerle los sacrificios especiales que se consentían a los gentiles y que no importaban comunión con el pueblo de Dios. Los armenios creen que eran enviados de Abgar, rey de Edesa; pero no es ello probable, por más que críticos de nota hayan concedido valor histórico a las cartas que envió dicho rey a Jesús: si hubiesen sido enviados de aquel rey, no lo hubiese callado el Evangelista, tan minucioso en este pequeño relato. Más probable es que se tratara de prosélitos.
Estos, pues, se llegaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea : se llegan a Felipe porque sería el primero que encontraron, no pudiéndose atribuir a una razón especial: Y le rogaban, diciendo: Señor, queremos ver a Jesús : le piden les sirva de intermediario para presentarles a Jesús y rendirle sus homenajes. Vino Felipe, y lo dijo a Andrés , por ser el más antiguo de los discípulos, o el más familiar de Jesús y como el mayor de todos: Y Andrés y Felipe lo dijeron a Jesús . Esta minuciosidad de detalle es prueba indudable de la autenticidad e historicidad del cuarto Evangelio. No consta del Evangelio si lograron los gentiles su objeto. Ello fue causa del siguiente:
DISCURSO DE JESÚS: ANUNCIA SU MUERTE (23-26).—-La presencia de aquellos paganos evoca en el alma de Jesús el pensamiento de su misión universal: la defección de los judíos no será obstáculo a la glorificación del Señor; solicitado el Evangelista por la importancia de las ideas que emite Jesús en aquel momento, no habla ya más de los gentiles que le pidieron audiencia: Y Jesús les respondió, diciendo: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre : es la hora de su muerte, condición y comienzo de su gloria (Lc. 24, 26): los milagros en ella ocurridos fueron magnífico testimonio de la divinidad de Jesús; a más, ella es el gaje de la salvación y santificación del mundo; ella es el punto inicial de la predicación del nombre de Jesús a las naciones.
Pero antes de la glorificación es preciso pasar por la tortura y la humillación; lo que propone Jesús con un símil, exacto y profundo: En verdad, en verdad os digo , fórmula de aserción solemne, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muriere, él solo queda: mas si muriere, mucho fruto produce : el grano de trigo que no se esconde en el seno de la tierra y no se corrompe, no da fruto; de un solo grano que se siembra nace lozana espiga, con muchos granos. Jesús es el grano que ha de morir y ser sepultado; sin que haga presa en él la corrupción, su muerte será germen fecundo de vida, para él y para los que crean en él; toda la vida sobrenatural de los hombres, toda la gloria que en el cielo disfrutan, de la muerte de Jesús arranca.
De la muerte que va a sufrir, pasa Jesús a la mortificación y si es preciso, a la misma muerte de sus discípulos: quien quiera participar de su gloria, debe ser partícipe de su pasión; quien quiere la vida eterna, no debe temer la muerte temporal. Quien ama su alma, la perderá: y quien aborrece su alma en este mundo, para la vida eterna la guarda . Este seguimiento de Jesús, hasta la muerte si él la reclamare, es condición indispensable en aquellos que se ponen a su servicio: Si alguno me sirve, sígame , imíteme; no podrá servirme debidamente quien no pueda seguir mis pisadas. En cambio, el premio será, en la proporción debida, el mismo que él goza: Y en donde yo estoy, allí también estará mi servidor : Él está en el cielo (Ioh. 3, 13), en el seno del Padre (Ioh. 1, 18); allí gozará quien le siga, de su compañía inefable. El mismo Padre de Jesús, que es el que da el reino celestial (Lc. 12, 32), honrará a los que siguieren a su Hijo, dándoles la gloria bienaventurada: Y si alguno me serviere, le honrará mi Padre .
TURBACIÓN Y GLORIFICACIÓN DE JESÚS (27-32). — La aprehensión de la muerte dolorosísima y llena de afrenta que le aguardaba había ya turbado el alma de Jesús en otras ocasiones (Lc. 12, 50; Ioh. 11, 33.38); dentro de dos días la acongojará en Getsemaní en forma terrible e insólita. También en este momento en que habla de ella y la ve cercana, se turba el alma santísima de Cristo y dice: Ahora mi alma está turbada : es la pasión del temor sensible y de la tristeza que, sin perturbar la razón antes con pleno conocimiento y voluntad, invaden el alma en su parte emocional. Y ¿qué diré?, exclama Jesús, ¿qué socorro invocaré? como suelen hacerlo los que se hallan en inminente peligro de morir. La respuesta es análoga a la de Getsemaní: Padre, sálvame de esta hora , líbrame de la muerte, pasa de mí este cáliz: es la voz de la pasión. Pero se sobrepone en seguida la parte superior del espíritu, y dice, a semejanza de lo que dirá en el huerto: Mas, por eso , para sufrir pasión y morir, he venido con voluntad deliberada a esta hora, aceptando la que me tienes señalada. Y añade esta breve plegaria, que ya no es hija del temor, sino de la razón y de la libertad; Padre, glorifica tu nombre : aunque yo sé que para que sea glorificado he de sufrir tormentos y muerte; de ellos depende la redención, la predicación del Evangelio, la institución del Reino de Dios en el mundo.
Entonces ocurrió un suceso maravilloso: vino una voz del cielo, que dijo: Ya lo he glorificado , mi nombre, y otra vez lo glorificaré . Es la voz del Padre, que, como se dejó oír a orillas del Jordán, cuando el bautismo de Jesús, al inaugurar su ministerio público, así se deja oír ahora, cuando está para terminarlo. Se dice voz del cielo, porque se oyó en la región superior del aire. La voz «dijo», y por lo mismo fue una locución clara de un concepto: el de la glorificación del nombre del Padre, que ya había tenido lugar por la predicación y milagros de Jesús y principalmente por su santísima vida, y que se renovará en los misterios posteriores de su vida, su resurrección y ascensión, la misión del Espíritu Santo y la predicación del Evangelio en todo el mundo, con toda la gloria que consigo lleva en la historia.
Pero las gentes que estaban allí , muchas de ellas distraídas, ocupadas en otros negocios, en medio del murmullo confuso de las multitudes, cuando oyeron la voz, decían que había sido un trueno , tan recia fue la voz, aunque no percibieron sino un ruido confuso. Otros , que habían oído distintamente las palabras, decían: Un ángel le ha hablado , como solían los ángeles hablar a los profetas en el Antiguo Testamento (Gen. 16, 9; 21, 17; 22, 11; Núms. 22, 32; lud. 2, 1, etc.). A éstos, que habían entendido los conceptos expresados por la voz, respondió Jesús, y dijo: No ha venido esta voz por mí , para decirme lo que yo ya sabía en virtud de mis relaciones con el Padre, sino por vosotros , para que no podáis negaros a creer en mí en virtud de este testimonio del cielo.
Explicado el sentido de esta voz milagrosa, Jesús se para un momento en la visión de la trascendencia de aquella hora: Ahora , dice con énfasis que revela la próxima repetición del mismo adverbio, es el juicio del mundo , la crisis del mal por decirlo así: porque es la hora de mi victoria sobre el mundo porque lo es de mi victoria sobre Satanás, cuyo espíritu informa al mundo: Ahora será lanzado fuera el príncipe de este mundo (Gen. 3, 15; Rom. 16, 20; Col. 2, 15; Hebr. 2, 14): lo será por derecho en la hora de mi muerte; de hecho, lo será en la perduración de los siglos. A esta victoria sobre el espíritu infernal el levantamiento triunfal de todas las cosas con el propio levantamiento de Jesús: Y si yo fuere alzado sobre la tierra , cuando seré clavado en la cruz y alzado en ella, todo lo atraeré a mí mismo : hombres, instituciones, leyes, costumbres, todo lo atraerá Jesús hacia sí, como él es atraído por el Padre, de cuyas alturas había todo caído.
Lecciones morales . — A) v. 21. — Queremos ver a Jesús . — He aquí, dice San Agustín, que los gentiles quieren ver a Jesús, y los judíos quieren matarlo. Pero también eran judíos los que poco antes decían: « Bendito el que viene en el nombre del Señor ». Unos vienen del prepucio, otros, de la circuncisión, como dos paredes que vienen de partes opuestas y que se juntan en el ósculo de la fe de Cristo. Viene en ello representada la universalidad de la redención, la justicia de Dios, que no es aceptador de personas, y especialmente, la fortísima y dulcísima atracción de la persona y de la palabra de Jesús, imán del mundo, que ha aglutinado a sí a las gentes más diversas por la raza, costumbres, la civilización, las creencias religiosas.
B) v. 24. — Si el grano de trigo que cae en la tierra no muriere, él solo queda... — Jesús es la divina semilla que sale de los patriarcas, dice San Beda, y que fue sembrada en el campo de este mundo cuando se encarnó, para que, muriendo, resucitara multiplicado: porque murió solo, resucitó con muchos. Es asimismo, dice San Agustín, el grano que debía morir en el campo de la infidelidad de los judíos, y que debía multiplicarse por la fe de los pueblos gentiles. Pero sepamos que no se multiplicará en nosotros Jesús, ni resucitaremos con El de una manera necesaria y automática: porque Jesús se multiplica en nosotros cuando nosotros voluntariamente nos adherimos a El. Ni resucitarán con El sino los que voluntariamente se han hecho de El, por la fe y por el amor. Caben aquí las palabras de Santo Tomás, aplicadas a la comunión eucarística: «El cuerpo de Cristo aumenta cuando se le come» , porque la Santa Eucaristía es la aplicación personal de la redención y el medio más eficaz de que se multipliquen en nosotros sus frutos.
C) v. 25.— Quien ama su alma, la perderá... Nada debe haber tan querido para el hombre como la propia alma: el profeta la llama « su única » (Ps. 21, 21; 34, 17). Desde el punto de vista de nuestro ser, el alma es el asiento de las facultades específicas del hombre: la racionalidad y la voluntad; bajo el aspecto moral, el alma es el hombre, buena o mala, hace al hombre bueno o malo; si atendemos a nuestro fin, todo él se reduce a salvar el alma: « ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? » (Mt. 16, 26). Pero, ¡ay del que ama su alma indebidamente!, es decir, haciendo de ella la regla y el fin de su vida. La perderá, malogrará sus destinos, hasta el punto de que mejor le fuera no haber nacido; porque Dios quiso que poseyéramos nuestra alma a condición de que no la sustrajéramos a su ley: y que la amáramos en forma de que subordináramos el alma a la ley y al amor de Dios. Si queremos no perderla, pongámosla en las manos de Dios, que nos la dio.
D) v. 27. Ahora mi alma está turbada . — Cuando se acerca la hora de la cruz, túrbase Jesús, demostrando que e hombre pasible, porque a la naturaleza repugna morir, y está apegada a la presente vida, dice el Crisóstomo. Con ello demuestra que no estaba sin pasiones, porque como no es pecado el tener hambre, así tampoco lo es apetecer la vida. Jesucristo estaba libre de pecado, pero no quiso librarse de las humanas necesidades. En lo que, dice San Agustín, debemos admirar la misericordia del Señor, quien al sufrir esta turbación por voluntad de caridad, consuela y libra de la desesperación a aquellos que con tanta frecuencia y por tantos motivos sienten turbación. Turbóse a sí mismo. El, que es nuestra cabeza, para recibir y sustentar en sí todos los afectos de nosotros sus miembros.
E) v. 28.— Lo he glorificado, y otra vez lo glorificaré . — Dios es el glorioso por esencia y comunica su gloria a quien quiere. Se la comunicó a su hijo Jesús, en el Jordán, en el labor y sobre todo en la resurrección y ascensión; y más que todo en esta gloria , que supera toda gloria de pura criatura y de las criaturas juntas y que constituye «Rey de la gloria , Jesucristo» , como canta la Iglesia en el « Gloria » de la misa. Pero nosotros, miembros de Jesucristo, también seremos glorificados, hechos partícipes y herederos y compañeros de su gloria : seremos «conglorificados», dice el Apóstol (Rom. 8, 17). La gloria es el fin del nombre; Dios nos glorificara comunicándonos una fuerza especial de orden intelectual y sobre natural, el « lumen gloria e », para que le podamos ver cómo es; y de aquí resultará el gozo que nos hará gloriosos y que redundará hasta en nuestra pobre carne mortal. La realidad de la glorificación de Jesús es gaje de nuestra futura glorificación.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado , Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1967, p. 410-417)
Comentario Teológico: R.P. R. Cantalamessa OFMCap - Una alianza nueva
El evangelio de este domingo abre un respiradero en el alma de Jesús y nos permite ver cómo vivió interiormente al acercarse a “su hora”. Estamos en Jerusalén, al día siguiente de la entrada solemne de Jesús: en su alma ya comenzó la agonía de Getsemaní: Ahora -dice- mi alma esta turbada. Pero también comenzó su ‘fiat'; las palabras: Padre, glorifica tu nombre, significan de hecho: se cumpla en mí tu voluntad; acepto la cruz, por que sé que ésa será la suprema glorificación de tu nombre. Juan nos propone, en una palabra, en ésta su página, una meditación sobre la muerte-glorificación de Cristo. Es una prefiguración del misterio pascual, visto como todavía puesto delante para que se cumpla y por esto de manera más dramática.
Si el evangelio nos aparece como un preludio a la pasión, la primera lectura nos invita a considerar el fruto más hermoso de esta misma pasión: la nueva alianza. “He aquí que vendrán días -dice el Señor- en los que yo concluiré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva” . Este pasaje de Jeremías es uno de los textos proféticos más altos y más vibrantes del Antiguo Testamento. Nosotros lo tomaremos como tema de una meditación global sobre la alianza sabiendo que hacemos con ello un paso decisivo en el camino para acercarnos a la Pascua.
La idea de la alianza constituye una especie de nota continua en el diálogo entre Dios y el hombre. En torno a ella y sus renovaciones toma cuerpo la historia sagrada que se divide en dos partes: Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, antigua y nueva alianza.
La alianza hunde sus raíces en la misma creación; en la decisión: Hagamos al hombre a nuestra imagen , está expresado el proyecto de Dios de hacer del hombre una creatura inteligente y libre para que fuera para él un interlocutor y un amigo. La primera manifestación de esta libertad tomó, lamentablemente la forma de un “no” a Dios; “el hombre perdió la amistad de Dios, pero Dios no lo abandonó en poder de la muerte” (Plegaria euc. IV).
Para hacer entender al hombre su proyecto, Dios se sirve de realidades humanas como signos. La alianza es uno de éstos. Existía en tiempo de Abram una forma de solidaridad que, a falta de instituciones políticas y civiles más desarrolladas, representaba el vínculo más fuerte entre hombres y pueblos: la institución de la alianza. De ella habla tanto la Biblia (cfr. Gén. 21,22; 26,28; 1 Re. 5,26) como los documentos históricos del tiempo. Lo que la alianza crea entre los contrayentes está expresado con una palabra: shalom, paz (Gén. 26,30 ssq), es decir, equidad y estabilidad de relaciones, armonía entre derechos y necesidades de las dos partes. Pero no siempre la alianza es bilateral; a veces es la parte más fuerte la que ofrece o impone la alianza al más débil y le dicta las condiciones.
Tal es la alianza acordada por Dios a Abram; Estableceré mi alianza contigo (Gén. 17,7). Es un don, más que un pacto bilateral. En su fundamento, no está el temor o la necesidad sino la amistad.
Esta primera alianza ha sido un hecho si personal con Abram. Sólo con Moisés, en la experiencia de Sinaí, se extendió a todo el pueblo. El actuar de Dios comienza a revelar líneas constantes: la alianza con él supone una purificación y un dejar situaciones precedentes, naturales o de esclavitud, supone meterse en camino hacia la esperanza. Abram es llamado fuera de su tierra y el pueblo fuera de Egipto. La alianza supone éxodo, porque el pueblo debe ser liberado de esclavitudes humanas para ser libre de servir a Dios. El decálogo (recordado por la liturgia hace dos domingos) es precisamente la expresión de este servicio del hombre y por esto de la alianza (Ex. 20).
Bajo la guía de los profetas, Israel es conducido a una comprensión más interior de la alianza: los contenidos jurídicos y rituales pasan a segundo orden frente a la revelación de una alianza que es comunión con Dios. Yahvé se presenta, ora como un padre que ama y guía al propio hijo, ora como una madre que no abandona el fruto de su seno, ora como un pastor que cuida de sus ovejas, ora como un esposo de amor fuerte y celoso. Se realiza entre Dios y el hombre una mutua pertenencia, un ser el uno del otro, como en el amor humano entre novios y esposos: Ustedes serán “mi pueblo “y yo seré su “Dios” (Jer. 30,22).
El cuadro de las relaciones con Dios parece como si fuera todo feliz. Sin embargo, no es así; hay una nota dolorosa y dramática que en la Biblia acompaña todos los discursos sobre la alianza: la alianza está permanentemente en crisis por la infidelidad de uno de los contrayentes. El pueblo no mantiene el paso con Dios y camina tambaleándose como dice el profeta Elías (cfr. 1 Sam. 18,21); no hace más que recaer en sus ídolos y buscar aliados humanos en Egipto o en Asiria.
En este preciso punto se sitúa el texto de hoy de Jeremías: la alianza conocida hasta ahora ya no basta. Dios está preparando una “nueva” y distinta: no como la alianza concluida con sus padres que ellos violaron. La primera novedad es ésta: la alianza y la ley no serán ya escritas fuera del hombre, sobre tablas de piedra, sino dentro del corazón. Todos podrán reconocer a Dios dentro de sí. Él llegará a ser su Dios de un modo nuevo e insospechado. Dios dará a los hombres un corazón nuevo y un espíritu nuevo para que sean capaces de observar la ley y la alianza (cfr. también Ez. 34,23; 36,25 ssq). El realizador de esta transformación será el Mesías; sobre él, Dios derramará su Espíritu y él llegará a ser la alianza del pueblo y luz de las naciones (Is. 42, 1 ssq).
La profecía se detiene aquí. Sobre ella se cierra el Antiguo Testamento. Pero nosotros no podemos detenernos aquí, porque conocemos la realidad. En el año 15 del emperador Tiberio, en las orillas del río Jordán, es decir, en un punto preciso del tiempo y el espacio, aquella profecía se hizo realidad en Jesús de Nazaret, cuando el Espíritu se posó sobre él.
Jesús no es como Moisés que se limita a promulgar la alianza. El la realiza de un modo perfecto en su persona. En él, Dios y el hombre no se hablan ya a distancia; los dos aliados son una sola persona indivisa. Por esto, la alianza es no sólo nueva sino también eterna.
Antes de morir, Jesús instituye un memorial de esta nueva alianza que es la Eucaristía: Este es el cáliz de mi sangre de la nueva y eterna alianza, derramada para remisión de los pecados. No ya la sangre de un cordero o de un chivo (cfr. Ez. 24,8), sino la del Hijo. Es ésta la glorificación del nombre de Dios que hemos escuchado en el pasaje evangélico: sobre la cruz se perdonan los pecados, el hombre es reconciliado con su Creador, la soberanía y la santidad de Dios son reconocidas en la obediencia del Hijo del hombre. Cristo “atrae todo a sí” (evangelio de hoy), para entregarlo al Padre. La resurrección y Pentecostés manifiestan finalmente, en forma abierta, cuál es el “Espíritu nuevo” y la ley nueva que Dios había prometido poner en el corazón del hombre: el Espíritu de Jesús resucitado.
Al comienzo, con Abram, la alianza es ofrecida a un solo hombre y prometida a un pueblo; sobre el Sinaí y en los profetas es ofrecida a un solo pueblo y prometida a todas las naciones. Ahora, con Cristo, la salvación es finalmente ofrecida a toda la humanidad. Todos están llamados a entrar en esta alianza. Nadie está excluido. Más aún, los últimos pueden llegar a ser primeros (cfr. Mt. 19,30).
Pero sólo aquéllos que de hecho escucharon y acogieron la invitación y han sido bautizados forman actualmente el pueblo de la alianza, pueblo sacerdotal y nación santa (cfr. 1 Pe. 2,9). Estamos hablando, claro está, de la Iglesia que es el lugar y el fruto de la alianza. En ella, los discípulos de Cristo viven la experiencia maravillosa de ser conciudadanos de los santos, amigos y familiares de Dios (cfr. Ef. 2,19). Cada domingo, reuniéndose en torno a la mesa de la palabra y el pan de Cristo, la comunidad escucha de nuevo la historia profunda de su alianza con Dios, revive sus etapas y sus gestos fundamentales hasta el gesto supremo que ahora nos aprestamos a repetir con la consagración del cáliz de la nueva y eterna alianza.
(Raniero Cantalamessa, La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed. Claretiana, Bs. As., 1994, pp. 78-81)
Comentario Teológico: Raniero Cantalamessa OFM Cap - Si el grano de trigo no muere
"Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" . No se trata de la única enseñanza que Jesús saca de la vida de los campesinos. El Evangelio está lleno de parábolas, imágenes e ideas que proceden de la agricultura, que era en su tiempo (y aún lo es para distintos pueblos) la profesión que ocupa a un mayor número de personas. Él habla del sembrador, del trabajo de los campos, de la siega, de trigo, vino, aceite, de la higuera, de la viña, de la vendimia...
Pero Jesús no se detenía naturalmente en el plano agrícola. La imagen del grano de trigo le sirve para transmitirnos una enseñanza sublime que arroja luz, antes que nada, en su caso personal, y después también en el de sus discípulos.
El grano de trigo es, ante todo, Jesús mismo. Como un grano de trigo, Él cayó en tierra en su pasión y muerte, ha reaparecido y ha dado fruto con su resurrección. El "mucho fruto" que Él ha dado es la Iglesia que ha nacido de su muerte, su cuerpo místico.
Potencialmente, el "fruto" es toda la humanidad --no sólo nosotros, los bautizados--, porque Él murió por todos, todos han sido redimidos por Él, también quien aún no lo sabe. El pasaje evangélico concluye con estas significativas palabras de Jesús: "Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí".
Pero la historia del pequeño grano de trigo ayuda también, en otro versículo, a entendernos a nosotros mismos y el sentido de nuestra existencia. Después de haber hablado de trigo, Jesús añade: "El que ama su vida la pierde; y el que odia (otro evangelista dice pierde) su vida en este mundo la guardará para una vida eterna" (Mt 16, 25). Caer en tierra y morir no es, por lo tanto, sólo el camino para dar fruto, sino también para "salvar la propia vida", esto es, ¡para seguir viviendo! ¿Qué ocurre con el grano de trigo que rechaza caer en tierra? O viene algún pájaro y lo picotea, o se seca o enmohece en un rincón húmedo, o bien es molido en harina, comido y ahí termina todo. En cualquier caso, el grano, como tal, no ha continuado. Si en cambio es sembrado, reaparecerá y conocerá una nueva vida, como en esta estación vemos que ha sucedido con los granos de trigo sembrados en otoño.
En el plano humano y espiritual ello significa que si el hombre no pasa a través de la transformación que viene por la fe y el bautismo, si no acepta la cruz, sino que se queda agarrado a su natural modo de ser y a su egoísmo, todo acabará con él, su vida se encamina a un agotamiento. Juventud, vejez, muerte. Si en cambio cree y acepta la cruz en unión con Cristo, entonces se le abre el horizonte de eternidad.
Hay situaciones, ya en esta vida, sobre las cuales la parábola del grano de trigo arroja una luz tranquilizadora. Tienes un proyecto que te importa muchísimo; por él has trabajado, se había convertido en el principal objetivo en la vida, y he aquí que en poco tiempo lo ves como caído en tierra y muerto. Ha fracasado; o tal vez se te ha privado de él y se ha confiado a otro que recoge sus frutos. Acuérdate del grano de trigo y espera. Nuestros mejores proyectos y afectos (a veces el propio matrimonio de los esposos) deben pasar por esta fase de aparente oscuridad y de gélido invierno para renacer purificados y llenos de frutos. Si resisten a la prueba, son como el acero después de que ha sido sumergido en agua helada y ha salido "templado". Como siempre, constatamos que el Evangelio no está lejos, sino muy cerca de nuestra vida. También cuando nos habla con la historia de un pequeño grano de trigo.
Al final, estos granos de trigo que caen en tierra y mueren seremos nosotros mismos, nuestros cuerpos confiados a la tierra. Pero la palabra de Jesús nos asegura que también para nosotros habrá una nueva primavera. Resurgiremos de la muerte, y esta vez para no morir más.
Volver Arriba
Comentario Teológico: Mons. Fulton Sheen - “Si el grano de trigo no muere…”
En Caná, nuestro Señor había dicho a su Madre que su “hora” aun no había llegado; durante su ministerio público, nadie pudo ponerle la mano encima, porque “aún no había llegado su hora”; pero ahora anunciaba, pocos días antes de su muerte, que había llegado el momento en que sería glorificado. La glorificación se refería a los más hondos abismos de humillación en la cruz, pero se refería también a su triunfo. Él no decía que era para Él inminente la hora en que había de morir, sino la hora de ser glorificado. Asociaba el Calvario a su triunfo, de la misma manera que cuando dijo, después de su resurrección, a los dos discípulos de Emaús:
“¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria?” (Lc 24, 26)
De momento a sus seguidores les parecía la cruz el más profundo abismo de humillación; para Él constituía la cima de la gloria. Pero las palabras que dirigió a los griegos daban a entender que también los gentiles constituirían un elemento de glorificación. La muralla que separaba a los judíos de los gentiles iba a ser derribada. Desde el primer momento, veía Jesús crecer los frutos de la cruz en tierra pagana.
La respuesta que dio a los griegos fue sumamente apropiada. El ideal de aquellos hombres no era la renunciación a sí mismo, sino la belleza, el vigor, la sabiduría. Despreciaban las exageraciones, los extremismos. Apolo era el extremo opuesto a nuestro Señor, del que Isaías había profetizado que no habría en Él “Hermosura” cuando pendiera clavado en la cruz.
Para hacer familiar a los griegos la idea de la redención, Jesús empleó un ejemplo tomado de la naturaleza:
“En verdad, en verdad os digo que a menos que el grano de trigo caiga en tierra y muera, queda solo; mas si muere, lleva mucho fruto”.(Jn 12, 24 ss.)
Había usado a menudo muchas parábolas acerca de las semillas y la siembra, y se había designado a sí mismo como semilla; “La Palabra es una semilla”. En una parábola comparó su misión con una semilla que caía en diferentes clases de suelo, lo cual significaba el modo diferente como las diversas almas respondían a su gracia. Ahora revelaba que su vida alcanzaría su mayor influencia por medio de su muerte. La naturaleza, decía, está marcada con una cruz; la muerte es condición para una nueva vida. Los discípulos habrían querido conservarle a El como una semilla guardada en un granero de sus vidas mezquinas. Pero si no moría para poder dar una vida nueva, sería una cabeza sin cuerpo, un pastor sin rebaño, un rey sin reino.
Uno preguntaba si tal vez los griegos, conociendo que la vida de Jesús se hallaba en peligro, le sugirieron que fuera a Atenas para escapar del hado cruel que le amenazaba. Jerusalén, quizá le advirtieron, intentaba darle muerte; Atenas había dado muerte sólo a uno de los grandes maestros; y le había pesado profundamente desde entonces. Sea lo que fuere, el caso es que Jesús les recordó que Él no era simplemente un maestro; que si estuviera entre ellos no sería para desempeñar el papel de un Platón o de un Solón. De esta forma, puede que ciertamente salvara la vida, pero no podría cumplirse el propósito por el que había venido a este mundo.
La naturaleza humana, vino a decir a los griegos, no alcanza su grandeza por medio de la poesía y el arte, sino pasando a través de una muerte. Es probable que incluso hablara del “grano de trigo” para inferir en ello que Él era el Pan de Vida. La naturaleza es un libro de Dios, como el Antiguo Testamento, aunque no sobrenatural como este último. Pero el dedo de Dios escribió sobre ambos libros la misma lección. La simiente se corrompe para poder convertirse en planta. Aplicando la ley a la naturaleza, Él dijo a los griegos que, si seguía viviendo, su vida resultaría impotente, estéril. No había venido para ser un moralista, sino un Salvador. No venía para añadir algo a los preceptos de Sócrates, sino para dar una vida nueva; pero ¿cómo podía la semilla dar una vida nueva sin el Calvario? Como dijo San Agustín: “Él mismo fue el grano que había de ser muerto y multiplicado; muerto por la incredulidad de los judíos, multiplicado por la fe de todas las naciones”.
Inmediatamente vino la segunda lección; debían aplicar a sí mismo el ejemplo de su muerte:
“El que ama su vida, la perderá: y el que aborrece su vida en este mundo la guardará para vida eterna”. (Jn 12, 25)
Jamás se realiza algún bien verdadero sin que cueste algo al que lo realiza. Al igual que en las impurezas legales mencionadas en el Antiguo Testamento, toda purificación y limpieza se efectúa mediante derramamiento de sangre. La conducta basada en la propia suficiencia o en seguir ciegamente los instintos recibió su golpe de gracia en esta conversación de Jesús con los griegos. La cruz puesta en práctica es autodisciplina y mortificación del orgullo, de la sensualidad, de la avaricia, sólo de esta manera, dijo, pueden los corazones duros quebrantarse y los caracteres difíciles hacerse apacibles.
Los griegos habían venido a nuestro Señor diciendo: “Quisiéramos ver a Jesús”, probablemente debido a la majestad y belleza, que como adoradores del dios Apolo tanto apreciaban. Pero Él aludió al aspecto maltrecho que ofrecería una vez estuviera en la cruz, y añadió que únicamente mediante la cruz podría haber en la vida de ellos la belleza del alma en la nueva vida regenerada.
Luego hizo una pausa, mientras su alma se sentía acongojada ante la idea de su inminente pasión, ante la idea de que sería “hecho pecado”, traicionado, crucificado y abandonado. De las honduras de su sagrado corazón brotaron estas palabras:
“Ahora está turbada mi alma. ¿Y qué diré? Padre, ¡Sálvame de esta hora! Mas por esto mismo vine a esta hora”. (Jn 12, 27)
Estas son casi las mismas palabras que usó más adelante en el huerto de Getsemaní, palabras que resultan inexplicables salvo si se dice que Él estaba llevando el peso de los pecados del mundo. Era muy natural que nuestro Señor sufriera una lucha tanto era un hombre perfecto. Pero no eran sólo los padecimientos físicos los que le conturbaban; Él, al igual que los estoicos, los filósofos, hombres y mujeres de todas las épocas, podía haberse mostrado sereno frente a las grandes pruebas de orden físico. Pero su desolación era menos por el dolor que por la conciencia que tenía de la gravedad de los pecados del mundo que tales sufrimientos reclamaban. Cuanto más amaba a aquellos a quienes iba a servir de rescate tanto mayor era la angustia que afligía su alma, de la misma manera que las faltas de los amigos hacen sufrir más que las de los enemigos.
Desde luego, Él no pedía ser salvado de la cruz, puesto que había reprendido a los apóstoles por tratar de disuadirle de ir a ella. Dos extremos opuestos se juntaban en Él, aunque distintos solamente por su intensidad: el deseo de liberarse de los sufrimientos y la sumisión a la voluntad del Padre. Dijo a los griegos que el sacrificio de sí mismo no era cosa fácil, y se lo dijo entregando su propia vida. No debían ser fanáticos en cuanto a desear la muerte, ya que la naturaleza no desea crucificarse; pero, por otro lado, no habían de apartar sus ojos de la cruz, dominados por un cobarde temor. En su propio caso, ahora como siempre, los momentos más penosos se convertían en los más gozosos; no hay jamás cruz sin resurrección; la “hora” en la que el mal ejerce su dominio se convierte rápidamente en el “día” en el que Dios es vencedor.
Sus palabras fueron una especie de soliloquio. ¿A quién se volvería en esta hora? No a los hombres, porque ellos son precisamente quienes necesitan la salvación. “Solamente mi Padre, que me envió a esta misión de rescate, es quien puede sostenerme y librarme. Ésta era la hora para la cual fue creado el tiempo; a la que señalaban Abel, Abraham, y Moisés. He llegado a esta hora y debo someterme a ella”.
“Vino una voz del cielo: Ya le he glorificado, Y otra vez lo glorificaré”. (Jn 12, 28)
La voz del Padre había venido a Él en otras dos ocasiones: en su bautismo, cuando se presentó como el Cordero de Dios para ser sacrificado por el pecado; en su transfiguración, cuando hablaba de su muerte a Moisés y Elías, bañado de radiante gloria. Ahora la voz venía no junto a un río ni en la cima de una montaña, sino en el templo, a oídos también de los representantes de los gentiles. “Le he glorificado” podía referirse a la gloria que el Padre le había concedido hasta el momento de su muerte; “y otra vez le glorificaré” podría referirse a los frutos producidos por la gracia de Dios después de la resurrección y ascensión de su Hijo. Es posible también que, ya que Jesús estaba hablando a los gentiles en el recinto del templo de los judíos, la primera parte se refiriera a la revelación hecha a los judíos; y la segunda a la que se haría a los gentiles después de pentecostés.
En cada una de las tres manifestaciones del Padre, nuestro Señor se hallaba orando a éste y sus padecimientos estaban fijos en su mente. En esta ocasión, lo que se proclamó fueron los efectos de su muerte redentora.
“No por mi causa ha venido esta voz, sino por causa de vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera”. (Jn 12, 30-31)
El Padre habló para convencer a los oyentes de Jesús el propósito de su misión, no para dar al mundo otro código, sino para darle una nueva vida por medio de la muerte. Habló como si la redención se hubiera realizado ya. El juicio a que se sometía el mundo era su cruz. Todos los hombres, dijo, tienen que ser juzgados por ella. Estarán sobre ella, tal como él invitaba a los griegos a subir a la cruz, o bajo ella, como estarían los que le crucificaron. La cruz revelaría el estado moral del mundo. Por un lado, mostraría la profundidad del mal por medio de la crucifixión del Hijo de Dios; por otro lado, haría evidente la misericordia de Dios al perdonar a todos aquellos que “toman su cruz diariamente” y le siguen. No era Él, sino Satán, quien había de ser echado fuera. Lo único que importaba era la cruz; enseñanzas, milagros, cumplimiento de profetas, todo esto estaba subordinado a su misión sobre la tierra, había de ser igual que un grano de trigo que había de pasar por el invierno del Calvario y luego convertirse en el Pan de Vida. Más adelante san Pablo recogió también el tema de la semilla que muera para revivir, y lo expuso a los corintios.
“Y murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió, y resucitó por ellos. De manera que nosotros, de ahora en adelante, no conocemos a nadie según la carne: y aunque hayamos conocido a Cristo según la carne, ahora, empero, ya no le conocemos así”. (2Cor 5, 15-16)
(MONS. FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Barcelona, Ed. Herder, 1996, pp. 294-298)
Santos Padres: San Cirilo de Alejandría - La espiga no se puede considerar aisladamente
Al género humano se le puede comparar a las espigas de un campo. Nacen de la tierra, esperan obtener su máximo crecimiento y, en el momento querido, son cortadas por la guadaña de la muerte. Por eso Cristo dice a sus discípulos: « ¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos que blanquean ya para la siega. Ya el segador recibe el salario, y recoge el fruto para la vida eterna» (Jn 4,35-36). Ahora bien, Cristo nació en medio de nosotros, nació de la Virgen santa así como las espigas salen de la tierra. Por eso en otra parte él mismo se nombra grano de trigo: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12,24). Así es como se ofreció él mismo al Padre por nosotros, como una gavilla y como las primicias de la tierra.
Porque la espiga de trigo, por otra parte igual que nosotros, no se la puede considerar aisladamente. Lo vemos en una gavilla formada por numerosos espigas de una sola brazada. Jesucristo es uno solo, pero es y se nos presenta realmente como si fuera una brazada, en el sentido que en él están contenidos todos los creyentes, evidentemente en una unión espiritual. Si no fuera así ¿cómo podría san Pablo escribir: «Nos ha resucitado con él, y con él nos ha sentado en el cielo»? (Ef 2,6-7). Efectivamente, puesto que se ha hecho uno de nosotros, nosotros somos «miembros del mismo Cuerpo» (Ef 3,6)... Él mismo en otra parte dirige estas palabras a su Padre: «Ruego, Padre, que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21). El Señor es, pues, la primicia de la humanidad destinada a ser entrojada en los graneros del cielo. (San Cirilo de Alejandría, Comentario al Libro de los Números, 2)
Santos Padres: Proclo de Constantinopla - Queremos ver a Jesús
En Jerusalén la muchedumbre gritaba: "Hosanna en las alturas. Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel" (cf Mc 11,10). Está bien decir "el que viene", porque viene sin cesar, nunca nos deja: "el Señor está cerca de todos los que le invocan sinceramente. Bendito el que viene en nombre del Señor" (Sal. 144,18; 117,26).
El Rey manso y pacífico está a la puerta... Los soldados aquí abajo, los ángeles en los cielos, los mortales y los inmortales... gritaban: "Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel". Pero los fariseos se ponían a un lado (Jn 12,19), y los sacerdotes estaban aún más lejos. Estas voces que cantaban la alabanza de Dios resonaban sin cesar: la creación estaba feliz...
Por eso, aquel día, algunos griegos, empujados por esta magnífica aclamación que honra a Dios con fervor, se acercaron a un apóstol llamado Felipe y le dijeron: "Queremos ver a Jesús". Mira: es toda la muchedumbre quien ocupa el lugar del Heraldo e incita a estos griegos a que se conviertan. En seguida, éstos se dirigen a los discípulos de Cristo: "Queremos ver a Jesús".
Estos paganos imitan a Zaqueo; no se suben a un sicómoro [para ver a Jesús], sino que se apresuran a elevarse en el conocimiento de Dios (Lc 19,3). "Queremos ver a Jesús": no tanto contemplar su rostro, sino llevar su cruz. Porque Jesús, que veía su deseo, anunció sin ambages a los que se encontraban allí: "llega la hora en que el Hijo del hombre será glorificado", llamando gloria a la conversión de los paganos.
Y dio a la cruz el nombre de "gloria". Porque desde ese día hasta ahora, la cruz es glorificada; es la cruz, en efecto, lo que todavía ahora consagra a los reyes, unge a los sacerdotes, protege a las vírgenes, da firmeza a los ascetas, estrecha los lazos de los esposos, fortalece a las viudas. Es la cruz la que fecunda la Iglesia, ilumina los pueblos, guarda el desierto, abre el paraíso. (Proclo de Constantinopla(v. 390-446), obispo, Sermón para el día de Ramos; PG 65, 772 )
Magisterio: Juan Pablo II - VI - EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
25. Los testigos de la cruz y de la resurrección de Cristo han transmitido a la Iglesia y a la humanidad un específico Evangelio del sufrimiento. El mismo Redentor ha escrito este Evangelio ante todo con el propio sufrimiento asumido por amor, para que el hombre « no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(80) Este sufrimiento, junto con la palabra viva de su enseñanza, se ha convertido en un rico manantial para cuantos han participado en los sufrimientos de Jesús en la primera generación de sus discípulos y confesores y luego en las que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos.
Es ante todo consolador —como es evangélica e históricamente exacto— notar que al lado de Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar junto a Él está siempre su Madre Santísima por el testimonio ejemplar que con su vida entera da a este particular Evangelio del sufrimiento. En Ella los numerosos e intensos sufrimientos se acumularon en una tal conexión y relación, que si bien fueron prueba de su fe inquebrantable, fueron también una contribución a la redención de todos. En realidad, desde el antiguo coloquio tenido con el ángel, Ella entrevé en su misión de madre el « destino » a compartir de manera única e irrepetible la misión misma del Hijo. Y la confirmación de ello le vino bastante pronto, tanto de los acontecimientos que acompañaron el nacimiento de Jesús en Belén, cuanto del anuncio formal del anciano Simeón, que habló de una espada muy aguda que le traspasaría el alma, así como de las ansias y estrecheces de la fuga precipitada a Egipto, provocada por la cruel decisión de Herodes.
Más aún, después de los acontecimientos de la vida oculta y pública de su Hijo, indudablemente compartidos por Ella con aguda sensibilidad, fue en el Calvario donde el sufrimiento de María Santísima, junto al de Jesús, alcanzó un vértice ya difícilmente imaginable en su profundidad desde el punto de vista humano, pero ciertamente misterioso y sobrenaturalmente fecundo para los fines de la salvación universal. Su subida al Calvario, su « estar » a los pies de la cruz junto con el discípulo amado, fueron una participación del todo especial en la muerte redentora del Hijo, como por otra parte las palabras que pudo escuchar de sus labios, fueron como una entrega solemne de este típico Evangelio que hay que anunciar a toda la comunidad de los creyentes.
Testigo de la pasión de su Hijo con su presencia y partícipe de la misma con su compasión, María Santísima ofreció una aportación singular al Evangelio del sufrimiento, realizando por adelantado la expresión paulina citada al comienzo. Ciertamente Ella tiene títulos especialísimos para poder afirmar lo de completar en su carne —como también en su corazón— lo que falta a la pasión de Cristo.
A la luz del incomparable ejemplo de Cristo, reflejado con singular evidencia en la vida de su Madre, el Evangelio del sufrimiento, a través de la experiencia y la palabra de los Apóstoles, se convierte en fuente inagotable para las generaciones siempre nuevas que se suceden en la historia de la Iglesia. El Evangelio del sufrimiento significa no sólo la presencia del sufrimiento en el Evangelio, como uno de los temas de la Buena Nueva, sino además la revelación de la fuerza salvadora y del significado salvífico del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y luego en la misión y en la vocación de la Iglesia.
Cristo no escondía a sus oyentes la necesidad del sufrimiento. Decía muy claramente: « Si alguno quiere venir en pos de mí... tome cada día su cruz »,(81) y a sus discípulos ponía unas exigencias de naturaleza moral, cuya realización es posible sólo a condición de que « se nieguen a sí mismos ».(82) La senda que lleva al Reino de los cielos es « estrecha y angusta », y Cristo la contrapone a la senda « ancha y espaciosa » que, sin embargo, « lleva a la perdición ».(83) Varias veces dijo también Cristo que sus discípulos y confesores encontrarían múltiples persecuciones; esto —como se sabe— se verificó no sólo en los primeros siglos de la vida de la Iglesia bajo el imperio romano, sino que se ha realizado y se realiza en diversos períodos de la historia y en diferentes lugares de la tierra, aun en nuestros días.
He aquí algunas frases de Cristo sobre este tema: « Pondrán sobre vosotros las manos y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en prisión, conduciéndoos ante los reyes y gobernadores por amor de mi nombre. Será para vosotros ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preocuparos de vuestra defensa, porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados aun por los padres, por los hermanos, por los parientes y por los amigos, y harán morir a muchos de vosotros, y seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre. Pero no se perderá ni un solo cabello de vuestra cabeza. Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas ».(84)
El Evangelio del sufrimiento habla ante todo, en diversos puntos, del sufrimiento «por Cristo», « a causa de Cristo », y esto lo hace con las palabras mismas de Cristo, o bien con las palabras de sus Apóstoles. El Maestro no esconde a sus discípulos y seguidores la perspectiva de tal sufrimiento; al contrario lo revela con toda franqueza, indicando contemporáneamente las fuerzas sobrenaturales que les acompañarán en medio de las persecuciones y tribulaciones « por su nombre ». Estas serán en conjunto como una verificación especial de la semejanza a Cristo y de la unión con Él. « Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros... pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece... No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán... Pero todas estas cosas haránlas con vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado ».(85) « Esto os lo he dicho para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo ».(86)
Este primer capítulo del Evangelio del sufrimiento, que habla de las persecuciones, o sea de las tribulaciones por causa de Cristo, contiene en sí una llamada especial al valor y a la fortaleza, sostenida por la elocuencia de la resurrección. Cristo ha vencido definitivamente al mundo con su resurrección; sin embargo, gracias a su relación con la pasión y la muerte, ha vencido al mismo tiempo este mundo con su sufrimiento. Sí, el sufrimiento ha sido incluido de modo singular en aquella victoria sobre el mundo, que se ha manifestado en la resurrección. Cristo conserva en su cuerpo resucitado las señales de las heridas de la cruz en sus manos, en sus pies y en el costado. A través de la resurrección manifiesta la fuerza victoriosa del sufrimiento, y quiere infundir la convicción de esta fuerza en el corazón de los que escogió como sus Apóstoles y de todos aquellos que continuamente elige y envía. El apóstol Pablo dirá: « Y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones ».(87)
26. Si el primer gran capítulo del Evangelio del sufrimiento está escrito, a lo largo de las generaciones, por aquellos que sufren persecuciones por Cristo, igualmente se desarrolla a través de la historia otro gran capítulo de este Evangelio. Lo escriben todos los que sufren con Cristo, uniendo los propios sufrimientos humanos a su sufrimiento salvador. En ellos se realiza lo que los primeros testigos de la pasión y resurrección han dicho y escrito sobre la participación en los sufrimientos de Cristo. Por consiguiente, en ellos se cumple el Evangelio del sufrimiento y, a la vez, cada uno de ellos continúa en cierto modo a escribirlo; lo escribe y lo proclama al mundo, lo anuncia en su ambiente y a los hombres contemporáneos.
A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda conversión muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva dimensión de toda su vida y de su vocación. Este descubrimiento es una confirmación particular de la grandeza espiritual que en el hombre supera el cuerpo de modo un tanto incomprensible. Cuando este cuerpo está gravemente enfermo, totalmente inhábil y el hombre se siente como incapaz de vivir y de obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez interior y la grandeza espiritual, constituyendo una lección conmovedora para los hombres sanos y normales.
Esta madurez interior y grandeza espiritual en el sufrimiento, ciertamente son fruto de una particular conversión y cooperación con la gracia del Redentor crucificado. Él mismo es quien actúa en medio de los sufrimientos humanos por medio de su Espíritu de Verdad, por medio del Espíritu Consolador. Él es quien transforma, en cierto sentido, la esencia misma de la vida espiritual, indicando al hombre que sufre un lugar cercano a sí. Él es —como Maestro y Guía interior— quien enseña al hermano y a la hermana que sufren este intercambio admirable, colocado en lo profundo del misterio de la redención. El sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea del bien de la salvación eterna. Cristo con su sufrimiento en la cruz ha tocado las raíces mismas del mal: las del pecado y las de la muerte. Ha vencido al artífice del mal, que es Satanás, y su rebelión permanente contra el Creador. Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente los horizontes del Reino de Dios, de un mundo convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está edificando sobre el poder salvífico del amor. Y, de una forma lenta pero eficaz, Cristo introduce en este mundo, en este Reino del Padre al hombre que sufre, en cierto modo a través de lo íntimo de su sufrimiento. En efecto, el sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior, sino interior. Cristo, mediante su propio sufrimiento salvífico, se encuentra muy dentro de todo sufrimiento humano, y puede actuar desde el interior del mismo con el poder de su Espíritu de Verdad, de su Espíritu Consolador.
No basta. El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos. Como continuación de la maternidad que por obra del Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo moribundo confirió a la siempre Virgen María una nueva maternidad —espiritual y universal— hacia todos los hombres, a fin de que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedara, junto con María, estrechamente unido a Él hasta la cruz, y cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se convirtiera, desde la debilidad del hombre, en fuerza de Dios.
Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera. A menudo comienza y se instaura con dificultad. El punto mismo de partida es ya diverso; diversa es la disposición, que el hombre lleva en su sufrimiento. Se puede sin embargo decir que casi siempre cada uno entra en el sufrimiento con una protesta típicamente humana y con la pregunta del « por qué ». Se pregunta sobre el sentido del sufrimiento y busca una respuesta a esta pregunta a nivel humano. Ciertamente pone muchas veces esta pregunta también a Dios, al igual que a Cristo. Además, no puede dejar de notar que Aquel, a quien pone su pregunta, sufre Él mismo, y por consiguiente quiere responderle desde la cruz, desde el centro de su propio sufrimiento. Sin embargo a veces se requiere tiempo, hasta mucho tiempo, para que esta respuesta comience a ser interiormente perceptible. En efecto, Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo.
La respuesta que llega mediante esta participación, a lo largo del camino del encuentro interior con el Maestro, es a su vez algo más que una mera respuesta abstracta a la pregunta acerca del significado del sufrimiento. Esta es, en efecto, ante todo una llamada. Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: « Sígueme », « Ven », toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.
27. De esta alegría habla el Apóstol en la carta a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros ».(88) Se convierte en fuente de alegría la superación del sentido de inutilidad del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy profundamente en el sufrimiento humano. Este no sólo consuma al hombre dentro de sí mismo, sino que parece convertirlo en una carga para los demás. El hombre se siente condenado a recibir ayuda y asistencia por parte de los demás y, a la vez, se considera a sí mismo inútil. El descubrimiento del sentido salvífico del sufrimiento en unión con Cristo transforma esta sensación deprimente. La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre « completa lo que falta a los padecimientos de Cristo »; que en la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención. En la lucha « cósmica » entra las fuerzas espirituales del bien y las del mal, de las que habla la carta a los Efesios,(89) los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas.
Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un sujeto múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del sufrimiento se escribe continuamente, y continuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja. Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana. Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás. El hombre, cuanto más se siente amenazado por el pecado, cuanto más pesadas son las estructuras del pecado que lleva en sí el mundo de hoy, tanto más grande es la elocuencia que posee en sí el sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia siente la necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo.
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El que ama su vida, la pierde; el que la aborrece, la guarda (Jn 12, 25-26)
Dulce es la vida presente y llena está de abundante placer; pero no para todos, sino solamente para quienes a ella se aferran. Si alguno alza sus ojos al Cielo y a los bienes allá preparados, al punto la despreciará y la tendrá por nada. También la belleza corporal se estima mientras no aparece otra superior; pero una vez que se ve algo más bello, entonces aquélla se desprecia. En consecuencia, si queremos fijarnos en aquella hermosura de allá arriba, en aquella belleza del reino celeste, romperemos al punto las ataduras presentes. Porque ataduras son el amor y cariño a las cosas de acá.
Escucha lo que dice Cristo, persuadiéndonos lo mismo: El que ama su vida, la pierde; el que aborrece su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna. Quien quiera servirme, que me siga; y donde Yo estoy ahí estará también mi servidor. Todo esto parece un enigma, pero no lo es, sino cosa repleta de gran sabiduría. Mas ¿cómo es eso que quien ama su vida la pierde? Es decir, quien obedece a las perversas concupiscencias y a ellas se entrega; quien les concede más de lo conveniente.
Por tal motivo, un sabio amonesta: No vayas detrás de tus pasiones? Porque de este modo perderás tu vida, puesto que te desviarás del camino que lleva a la virtud. Y al contrario: El que aborrece su vida en este mundo, la guarda. ¿Qué quiere decir: el que la aborrece? El que le resiste cuando le pide cosas dañinas. Y no dijo: El que no se fía; sino: El que aborrece. Así como a quienes odiamos no podemos ni oírlos ni verlos plácidamente, así conviene contrariar al alma enérgicamente cuando pide y exige lo que contraría la voluntad de Dios.
Cristo va ya a hablar a sus discípulos acerca de su muerte y prevé que caerán en tristeza, por lo cual trata el asunto en forma más elevada. Como si dijera: No digo Yo que si no lleváis con fortaleza mi muerte, sino si vosotros mismos no morís, no tendréis ganancia alguna. Advierte cómo mezcla en sus palabras el consuelo. Muy duro y desagradable era eso de oír serle necesario al hombre, que tantísimo ama su vida, que ha de morir. ¿Para qué voy a traer testimonios antiguos de esta verdad; cuando aun ahora encontramos a muchos que gustosos lo sufren todo con tal de disfrutar de la vida presente, aun creyendo en la futura? Y cuando contemplan los edificios, las construcciones, las invenciones, con lágrimas exclaman: ¡Cuántas cosas inventa el hombre que luego se torna en polvo! ¡Tan grande es el anhelo de vivir!
Pues bien, rompiendo semejante atadura, dice Cristo: El que aborrece su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna. Por lo que sigue, advierte cómo esto lo dijo para amonestarlos y quitarles el miedo: Donde Yo estoy ahí estará el que me sirve. Habla de la muerte y exige que con obras se le siga. El servidor en absoluto debe acompañar a aquel a quien sirve. Observa cuándo dice esto. Cuando aún no están perseguidos sino plenamente confiados y pensaban estar en seguro porque muchos los seguían, honraban y veneraban; cuando podían estar animosos y capaces de oír que se les decía: Tome su cruz y sígame1. Como si les dijera: Estad continuamente preparados a los peligros, a la muerte, a salir de esta vida.
Tras de exponer lo que era molesto y pesado, añadió el premio. ¿Cuál es? Que lo siga, que esté junto con él. Declaraba con esto que a la muerte se seguiría la resurrección. Pues dice: Donde Yo estoy ahí estará mi servidor. Pero ¿en dónde está Cristo? En el Cielo. Entonces, aun antes de la resurrección trasladémonos allá con el alma y el pensamiento. A quien sea mi servidor lo honrará mi Padre. ¿Por qué no dijo: lo honraré Yo? Porque aún no tenían ellos la debida opinión de El, sino que la tenían mayor acerca del Padre. ¿Cómo podían tener de El tan alto concepto cuando ni siquiera sabían que resucitaría?
Por esta razón dijo a los hijos del Zebedeo: No me pertenece a mí el concederlo, sino a aquellos para quienes está destinado por el Padre2. Pero ¿acaso no es El quien juzga? Es que mediante esas palabras se declara genuino Hijo del Padre. Ahora mi alma está conturbada. Y ¿qué diré? ¡Padre, sálvame de esta hora! Estas palabras no son propias de quien persuade sufrir la muerte, al parecer; y sin embargo más aún son propias de quien exhorta a ello. Pues para que no dijeran que con facilidad hablaba de la muerte porque no experimentaba los humanos dolores, y que a ella nos exhortaba hallándose El fuera de peligro, demuestra aquí que, aun temiéndola, no la rehúsa por ser cosa útil. Todo esto lo habla en su carne que asumió y no en su divinidad. Por esto dice: Ahora mi alma está conturbada. Si no fuera este el sentido ¿cómo podía lógicamente seguir diciendo: ¡Padre! ¡Sálvame de esta hora!? Y fue tan grande su turbación que llegó a suplicar se le librara, si es que podía escapar de la muerte.
¡Tanta es la debilidad de la humana naturaleza! Es como si dijera: Sin embargo, nada tengo que decir, pues Yo mismo pido la muerte. Mas para esto he venido a esta hora. O sea que aun cuando sintamos turbación y estemos consternados, no huyamos de la muerte. Pues Yo mismo, dice El, así de perturbado como estoy, digo que no se ha de huir: hay que llevar las cosas tal como acontecen. Yo no digo: Líbrame de esta hora, sino: ¡Padre! ¡Glorifica tu nombre! Es decir: ¡crucifícame! Así declara cuál sea el afecto humano y que la naturaleza rehúye la muerte y quiere conservar la vida, y manifiesta que Jesús no carece de las humanas afecciones. Así como no se atribuye a pecado el tener hambre ni el dormir, tampoco es pecado el desear la vida presente.
Cristo poseyó un cuerpo exento de pecado, pero no de las naturales necesidades: de otro modo no habría sido cuerpo. Pero además con eso nos dio otra enseñanza. ¿Cuál? Que si alguna vez nos encontramos tristes y acobardados, no por eso abandonemos nuestros propósitos. ¡Padre! ¡Glorifica tu nombre! Declara que muere por la verdad al llamar a tal muerte gloria de Dios. Así aconteció después de la cruz. Iba a suceder que el mundo se convirtiera y conociera a Dios y lo sirviera; es decir, no únicamente al Padre, sino también al Hijo; pero esto segundo lo calla.
Se oyó entonces una voz venida del Cielo: Ya lo he glorificado y todavía lo glorificaré. ¿Dónde lo glorificó? En todo lo que precede. Y todavía lo glorificaré después en la cruz. Y ¿qué dice Cristo?: No ha venido por Mí esta voz, sino por vosotros. Las turbas pensaban que se trataba de un trueno o que un ángel le había hablado. ¿Por qué pensaron eso? ¿Acaso la voz no fue clara y manifiesta? Sí, pero pronto se les escapó por ser carnales, rudos, desidiosos. Unos solamente recordaban un sonido; otros cayeron en la cuenta de que era voz articulada, pero no supieron lo que significaba. ¿Qué les dice Cristo?: No ha venido por Mí esta voz, sino por vosotros. ¿Por qué les dice esto? Atendiendo a que ellos continuamente decían que El no venía de Dios. Pero, quien es glorificado por Dios ¿cómo puede ser que no venga de Dios siendo glorificado por Dios? Tal fue el motivo de que viniera aquella voz; y también de que El dijera: No ha venido por Mí esta voz, sino por vosotros.
Es decir, no ha venido para que por ella Yo aprenda algo que ignoraba, pues conozco todo lo de mi Padre; sino por vosotros. Porque decían que le había hablado un ángel o que había sido un trueno; y no caían en la cuenta de lo que era, les dice El: Por vosotros ha venido esta voz, para que por ella os excitarais a preguntar qué fue lo que dijo. Pero ellos, atontados, ni aun así lo preguntaron, a pesar de oír que por ellos había venido la voz. Con razón aquella voz no parecía notable a quienes ignoraban por quién se decía. Por vosotros ha venido la voz. ¿Adviertes cómo las cosas que Cristo obra como hombre se verifican en bien de ellos, pero no porque el Hijo necesite recurrir a otro para hacerlas?
Es la hora de la condenación de este mundo. Es la hora en que el príncipe de este mundo será arrojado fuera. ¿Cómo se compagina esto con aquello otro: Lo glorifiqué y todavía lo glorificaré? Muy bien y lógicamente. Pues dijo: Lo glorificaré. Y declarando Jesús el modo dice: El príncipe de este mundo será arrojado fuera. ¿Qué significa: es la hora de la condenación del mundo? Como si dijera: Vendrá la condenación y la venganza. ¿En qué forma? Ese príncipe mató primero al hombre pues lo encontró reo de pecado y por el pecado entró la muerte3. Pero en Mí no encontró pecado. Entonces ¿por qué se me echó encima y me entregó a la muerte? ¿Por qué entró en el ánimo de Judas para darme la muerte?
No me vayas a decir que fue simple disposición de Dios; porque esa muerte no fue obra del diablo, sino de la sabiduría de Dios. Explórese el pensamiento del Maligno. ¿En qué forma el mundo es condenado en mi muerte? Es como si, constituido el tribunal, se le dijera al Maligno: ¡Pase que hayas dado muerte a todos los hombres, puesto que los encontraste reos de pecado! Pero a Cristo ¿por qué lo mataste? ¿Acaso no fue eso una total injusticia? Ahora mediante Cristo todo el mundo se venga. Para que esto se vea más claro, usaré de un ejemplo. Sea algún tirano furioso que a todos cuantos caen en sus manos los colma de males infinitos. Este tal, si entrando en batalla contra el rey lo mata injustamente, la muerte del tirano puede constituir una venganza para los demás. Supongamos un hombre-que a todos los deudores les exija, los azote, los encarcele; y luego, con la misma arrogancia, ejecute eso mismo con un inocente. Pagará entonces la pena debida por lo que hizo con los otros. Porque ese inocente será para él la muerte.
Esto sucedió en el caso del Hijo de Dios. Por lo que se atrevió el diablo contra Cristo, sufrirá el castigo de lo que hizo con vosotros. Y que esto sea lo que se deja entender, óyelo: Ahora el príncipe de este mundo será echado fuera; es decir, mediante mi muerte. Y cuando yo fuere levantado de la tierra, atraeré a Mí a todos. Es decir, incluso a los gentiles. Y para que no diga alguno ¿cómo es eso de que será echado fuera, si lo vence? Responde: ¡No me vencerá! ¿Cómo ha de vencer a quien atrae a todos los demás? No habla de la resurrección, sino de algo más elevado que ella, pues dice: A todos los atraeré a Mí. Si hubiera dicho: Resucitaré, no aparece claro que ellos lo hubieran creído. Pero cuando dice: Creerán, declara ambas cosas y confirma así que resucitará. Si hubiera permanecido muerto y fuera puro hombre, nadie habría creído en El. Los atraeré a todos a Mí. Entonces ¿por qué asevera ser el Padre quien atrae? Porque atrayendo el Hijo, también atrae el Padre. Los atraeré, dice. Los libraré como a cautivos de un tirano, que no pueden por sí mismos librarse y escapar de las manos de ese tirano que se opone. En otra parte a esto lo llama rapiña diciendo: No puede nadie robar los bienes de un valiente, si primero no ata a ese valiente y luego le arrebata sus bienes4. Significa esto la violencia. Pues bien, lo que ahí llama rapiña, aquí lo llama atracción.
Sabiendo esto, enfervoricémonos, glorifiquemos a Dios no únicamente con nuestra fe, sino también con nuestro modo de vivir: lo contrario no sería glorificarlo, sino blasfemarlo. Porque tanto blasfema de Dios el gentil execrándolo, como el cristiano corrompiéndose. Os ruego, pues, que todo lo hagamos para glorificación de Dios. Pues dice la Escritura: ¡Ay del siervo aquel por quien el nombre de Dios es blasfemado! Y ese ¡ay! encierra toda clase de tormentos y castigos. En cambio, bienaventurado aquel por quien su nombre es glorificado. No caminemos como en tinieblas. Huyamos de todo pecado, pero sobre todo de los pecados que llevan consigo la ruina común de los demás, pues en tales pecados sobre todo es Dios blasfemado.
¿Qué perdón podemos obtener si cuando se nos ordena hacer limosna, nosotros, al revés, robamos lo ajeno? ¿Qué esperanza nos queda de salvación? Si no alimentas al hambriento serás castigado. Pero si al que anda vestido lo despojas ¿qué perdón alcanzarás? No nos cansaremos de repetir esto mismo con frecuencia. Quizá los que hoy no obedecen, obedecerán mañana; los que mañana no obedezcan, lo harán al día siguiente. Pero si hay algunos que del todo sean intratables, a lo menos nosotros seremos inocentes de eso y no sufriremos condenación, pues cumplimos con lo que era nuestro deber. Ojalá que ni nosotros tengamos que avergonzarnos de nuestras palabras, ni vosotros de vuestras obras; sino que todos podamos presentarnos confiados ante el tribunal de Cristo; y que nosotros podamos gloriarnos de vosotros y tener algún consuelo en nuestros sufrimientos, con ver que sois vosotros aprobados en Cristo Jesús, Señor nuestro, con el cual sea al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, la gloria, por los siglos. —Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía LXVII (LXVI), (t. 2), Tradición S.A., México, 1981, pp. 204-209)
1 Mt 16, 24, 2 Mc 10, 40, 3 Rm 5, 12, 4 Mt 12, 29
Volver Arriba
Despúes que nuestro Señor Jesucristo exhortó a sus ministros para que le siguiesen, habiendo anunciado su pasión diciendo: "Si el grano de trigo que cae en la tierra no muriere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva"; después que excitó a los que quisiesen seguirle al reino de los cielos para que aborreciesen su alma en este mundo si pensaban guardarla para la vida eterna, volvió a templar su afecto conforme a nuestra flaqueza, y dijo: "Ahora mi alma está turbada".
¿De dónde, Señor, está turbada tu alma? Seguramente dijiste poco antes: “Quien aborrece su alma en este mundo, para vida eterna la guarda". ¿Luego es amada tu alma en este mundo y por lo mismo está turbada al llegar la hora de salir de él? ¿Quién se atreverá a afirmar esto del alma del Señor? Pero nuestra cabeza nos transfirió en sí, nos recibió en sí y tomó sobre sí el afecto de sus miembros; y por lo mismo no fue turbada por alguno otro, sino que como se dijo del Señor, cuando resucitó a Lázaro, se turbó a sí mismo. Era, pues, necesario que el único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, así como nos levantó a las cosas supremas, padeciese también con nosotros las ínfimas.
Oigole decir primeramente: “Viene la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. Si el grano de trigo muriere, mucho fruto lleva". No se me permite sólo admirar, sino que se me manda imitar. Después le oigo decir: “Si alguno me sirve, sígame; y en donde yo estoy, allí también estará mi ministro"; con estas palabras soy inflamado para despreciar el mundo y nada es a mis ojos todo el vapor de esta vida por más que fuere; el amor de las cosas eternas hace que me sean viles todas las temporales, y después que con tales palabras me ha sacado de mi flaqueza y elevado a su firmeza, al mismo Señor mío le oigo decirme: “Ahora mi alma está turbada''. ¿Qué es esto? ¿De qué modo mandas a mi alma que te siga, si ves que la tuya está turbada? ¿Cómo soportar yo lo que siente pesado tan gran firmeza? ¿Cuál cimiento buscaré si la piedra se rinde? Empero, paréceme oír en mi interior al Señor que me responde y en cierto modo me dice: Me sigues más bien interponiéndome de este modo para que toleres; has oído la voz de mi fortaleza dirigida a ti, oye en mí la voz de tu flaqueza; te suministro fuerzas para que corras, no reprimo tu celeridad, sino que transfiero a mí lo que tiemblas y allano el camino por donde pases.
¡Oh Señor Mediador, Dios sobre nosotros y hombre por nosotros! Conozco tu misericordia; porque cuando tú siendo tan fuerte eres turbado por la voluntad de tu caridad, consuelas en tu cuerpo a muchos que son turbados por la necesidad de su flaqueza, a fin de que no perezcan desconfiando.
Oiga últimamente el hombre que quiera seguir al Señor, por dónde ha de seguirle. Vino quizá la hora terrible y se propone la opción, o de cometer la iniquidad, o de sufrir padecimientos; túrbase el alma enferma por quien se turbó voluntariamente el alma invencible; prefiere tú la voluntad de Dios a la tuya. Atiende, pues, a lo que añade a continuación tu Criador y tu Maestro que te hizo y que fue hecho para enseñarte él mismo lo que hizo: porque el que hizo al hombre fue hecho hombre, pero permaneció Dios inconmutable y conmutó al hombre en mejor. Oye, por fin, lo que añade: después de haber dicho: “Ahora mi alma está turbada"; continuó: "¿Y qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas por eso he venido a esta hora. Padre, glorifica tu nombre''. Así te enseñó lo que pienses, te enseñó lo que digas, a quién invoques, en quién esperes, a cuya voluntad cierta y divina antepongas a la tuya humana y enferma. No te parezca que caes de lo alto porque quiere que aproveches desde lo ínfimo. A este fin se dignó también ser tentado del diablo, lo cual, a no quererlo, no hubiera acaecido por cierto, así como no hubiera padecido si no hubiese querido, y respondió al diablo lo que tú debes responder en las tentaciones. Y él fue tentado en verdad, pero sin peligrar, para enseñarte a ti que peligras en las tentaciones el modo de responder al tentador, de no seguir sus sugestiones y de salir ileso del peligro. Y así como dijo aquí: "Ahora mi alma está turbada'', así también donde dijo: "Triste está mi alma hasta la muerte", y "Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz"; recibió la flaqueza del hombre para enseñar al contristado y conturbado a decir lo que sigue: “Mas no como yo quiero, sino como tú". De este modo, pues, es dirigido el hombre desde lo humano a lo divino cuando la voluntad divina es preferida a la voluntad humana. (Tract.
CRISTO, AL ACERCARSE SU PASIÓN, QUISO PADECER TRISTEZA PARA ALEGRARNOS Y ENSEÑARNOS A SEGUIR LA VOLUNTAD DE DIOS
¿Podemos acaso entender bien el pavor en Cristo al aproximarse la pasión, siendo así que por ella había venido al mundo? Cuando llegó lo mismo a que había venido, ¿temía por ventura el morir? Si fuera hombre absolutamente de tal manera que no fuera Dios, ¿se alegraría más bien por la resurrección futura que temería por la muerte próxima? Sin embargo, por cuanto se dignó tomar la forma de siervo y en ella vestirnos de sí, por cuanto no se desdeñó de tomarnos en sí, tampoco se desdeñó de transfigurarnos en sí, ni de hablar con nuestras palabras para que también nosotros hablásemos con las suyas. Hízose por cierto esta admirable permuta, ejecutáronse los divinos comercios y la mudanza de las cosas se celebró en este mundo por el celestial negociador. Vino a recibir afrentas y a dar honores, vino a agotar el dolor y a dar la salud, vino a sufrir la muerte y a dar la vida. Estando, pues, para morir en lo que tenía nuestro, no tenía temor en sí, si no en nosotros; por eso dijo que su alma estaba triste hasta la muerte, y verdaderamente todos nosotros estábamos con él. Porque nosotros sin él somos nada, mas en él somos el mismo Cristo y nosotros. Y la razón es, porque todo Cristo es la cabeza y el cuerpo. (Enar.
El mismo Unigénito, llevando tu flaqueza y representando en sí tu persona, al acercarse a la pasión se contristó en cuanto al hombre que llevaba, para alegrarte; se contristó para consolarte. El Señor que se ofrecía a la pasión pudo por cierto estar sin tristezas, porque si pudo el soldado ¿cómo no poder el emperador? ¿Y de qué modo pudo el soldado? Atiende al Apóstol San Pablo próximo a su pasión: "Yo —dice— ya estoy a punto de ser sacrificado y cerca está el tiempo de mi muerte. Yo he peleado buena batalla, he acabado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás me está reservada la corona de la justicia que el Señor, justo Juez, me dará en aquel día". Ved cómo se alegra al ver próxima su pasión. De consiguiente, se alegra el que ha de ser coronado y se entristece el que ha de coronar. ¿Qué llevaba, pues, sobre sí? Llevaba la flaqueza de aquellos que se contristan a vista de la tribulación o de la muerte. Pero ved de qué manera los conduce a la dirección del corazón. He aquí que tú querías vivir y no querías que te acaeciese nada en contrario; pero Dios ha querido otra cosa; dos son estas voluntades; mas encarécese la voluntad tuya hacia la voluntad de Dios y no pretendas que la voluntad de Dios se tuerza hacia la tuya. Tu voluntad es disforme y la de Dios es la regla; atiende, pues, con fijeza a la regla para que por ella sea enderezado lo que está torcido. Ved cómo así lo enseña nuestro Señor Jesucristo: ''Triste está mi alma hasta la muerte". Y añade: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz". He aquí cómo manifiesta la voluntad humana. Pero ve el corazón recto cuando dice: “Mas no como yo quiero, sino como tú". Haz tú, pues, lo mismo, gozándote en las cosas que te suceden, y si viniere el día último, alégrate; o si te sorprende la fragilidad de alguna voluntad humana, dirígela prontamente a Dios. (Enar.
Sufre con corazón recto todo lo que padeces: Dios conoce lo que conviene darte y lo que conviene quitarte. Lo que te da, valga para el consuelo y no para la corrupción; y lo que te quita, valga para la tolerancia y no para la blasfemia. Mas si blasfemas y Dios te desagrada agradándote tú a ti mismo, eres de corazón perverso y disforme, y lo peor es que quieres corregir el corazón de Dios según el tuyo para que él haga lo que tú quieres, siendo así que eres tú el que debes hacer lo que él quiere. ¿Y qué? ¿Pretendes torcer el corazón de Dios, siempre recto, acomodándole a la deformidad del tuyo? ¿Cuánto mejor te es el corregir tu corazón conforme a la rectitud de Dios? ¿Por ventura no te enseñó esto tu Señor de cuya pasión hablábamos ahora? ¿No representaba acaso tu flaqueza cuando dijo: ''Triste está mi alma hasta la muerte"? ¿Acaso no te figuraba en sí mismo cuando decía: "Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz?”. No son por cierto dos corazones y diversos el del Padre y el del Hijo, sino que en la forma de siervo llevó tu corazón para enseñarle con su ejemplo. Ve ya, supongamos que la tribulación ha hallado otro corazón tuyo deseoso de que pasase lo que le amenazaba, pero Dios no ha querido. Dios no se conforma con tu corazón y tú debes conformarte con el corazón de Dios. Oye su voz: "Mas no como yo quiero, sino como tú". (Enar. in Ps. 63, n. 18).
(San Agustín, Doctrina de vida espiritual, Tomo II,Emecé Editores, Buenos Aires, 1944, p. 181-187).
Aplicación: R. P. R Garrigou Lagrange - La mortificación
CAPÍTULO TERCERO - LA MORTIFICACIÓN SEGÚN SAN PABLO. RAZÓN DE SU NECESIDAD
La doctrina del Evangelio sobre la necesidad de la mortificación está largamente explicada por San Pablo en sus epistolas. Con frecuencia se han citado estas palabras de la I Cor., IX, 27: "Castigo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado." En otro lugar dice (Galat, y, 24): "Y los que son de Cristo tienen crucificada su propia carne con los vicios y las pasiones. Si vivimos por el Espíritu, procedamos también según el Espíritu."
Y no sólo afirma San Pablo la necesidad de la mortificación, sino que da varios motivos por los cuales debemos hacer penitencia.
Al repasar estos diversos motivos, veremos lo que es para San Pablo la mortificación interior y exterior; está ésta relacionada con distintas virtudes, ya que cada una excluye los vicios contrarios, pero particularmente con la virtud de penitencia, cuyo objeto es destruir en nuestras almas las reliquias del pecado en cuanto es ofensa de Dios; peni-tencia que debe ir inspirada por el amor del mismo Dios.
CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL
San Pablo hace en primer lugar un paralelo entre Jesucristo, autor de nuestra salud, y Adán, causante de nuestra ruina, y nota, a continuación, las consecuencias del pecado original. Dice así (Rom., y, 12): "Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte". (Ibid., 19-21): "Por la desobediencia de un solo hombre, fueron muchos constituidos pecadores... Pero cuanto más abundó el pecado, tanto más ha sobreabundado la gracia... por Jesucristo Nuestro Señor."
La muerte es una de las consecuencias del pecado, junto con las enfermedades y dolencias, así como la concupiscencia, de la que habla San Pablo cuando dice: "Proceded según el espíritu, y no satisfaréis los apetitos de la carne. Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu" (Galat., y, 17).
Que es lo que se ve, según expresión del Apóstol, en el viejo hombre, es decir en el hombre tal como nació de Adán, con su naturaleza caída y rebajada. Leemos en la Epístola a los Efesios, IV, 22: "Habéis aprendido a desnudaros del viejo hombre viciado, siguiendo la ilusión de sus pasiones. Renovaos, pues, ahora en el espíritu de vuestra mente y alma, y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdadera." Y en la Epístola a los Colosenses III, 9: "No mintáis los unos a los otros, desnudaos del hombre viejo con sus acciones, y vestíos del nuevo, de aquel que por el conocimiento se renueva según la imagen del que lo creó."
También escribe a los Romanos, VII, 22: "De aquí es que me complazco en la ley de Dios según el hombre interior. Pero echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu, y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?".
El viejo hombre, tal como nace de Adán, encierra un desequilibrio no pequeño en su naturaleza herida. Lo vemos claramente si consideramos lo que era el estado de justicia original. Era una armonía perfecta entre Dios y el alma creada para conocerle, amarle y servirle, y entre el alma y el cuerpo; en tanto el alma guardaba esa sumisión a Dios, las pasiones de la sensibilidad permanecían también sometidas a la recta razón iluminada por la fe, y a la voluntad vivificada por la caridad; el cuerpo participaba por privilegio de esta armonía, y no estaba sujeto ni a la enfermedad, ni a la muerte.
Esta armonía fué destruida por el pecado original. El primer hombre, por su pecado, como lo dice el Concilio de Trento, "perdió para sí y para nosotros la santidad y la justicia original", y nos trasmitió una naturaleza caída, privada de la gracia y herida. Sin caer en las exageraciones de los jansenistas, preciso es reconocer, con Santo Tomás, que venimos al mundo con la voluntad alejada de Dios, inclinada al mal, débil para el bien, con una razón que fácilmente cae en el error, y la sensibilidad violentamente inclinada al placer desordenado y a la cólera, fuente de injusticias de toda clase.
De ahí el orgullo, el olvido de Dios, el egoísmo en todas sus modalidades, un gran ego��smo demasiado frecuente y casi inconsciente, que a todo trance busca encontrar la felicidad aquí abajo, sin acordarse del cielo. En este sentido es verdad lo que dice la Imitación, III, 54: "Natura se semper pro fine habet, sed gratia ... omnia pure propter Deum facit. La naturaleza todo pretende reducirlo a sí misma, mientras que la gracia to-do lo dirige a Dios." Santo Tomás dice igualmente: "El amor desordenado de sí mismo es causa de todos los pecados".
Según los Padres, en particular el venerable Beda, en su comentario a la parábola del buen Samaritano, el hombre caído está, no solamente despojado de gracia y de los privilegios del estado de justicia original, sino que también está herido en su naturaleza, "per peccatum primi parentis, homo fuit spoliatus gratuitis et vulneratus in naturalibus."
Esto se explica sobre todo por el hecho de que nacemos con la voluntad aversa a Deo, desviada directamente del fin último sobrenatural e indirectamente del último fin natural; porque todo pecado contra la ley sobrenatural va indirectamente contra la ley natural, que nos obliga a obedecer a Dios en cualquier cosa que nos ordene.
Este desorden y esta flaqueza de la voluntad del hombre caído se manifiesta en que no nos es dado, sin la gracia que sana, amar eficazmente, y más que a nosotros mismos, a Dios autor de nuestra naturaleza. Existe, también el desorden de la concupiscencia, que es tan palpable oue Santo Tomás ve en él "una señal bastante probable del pecado original", serial que viene a confirmar lo que la revelación nos enseña acerca del pecado del primer hombre. En lugar de la triple armonía original entre Dios y el alma, entre el alma y el cuerpo, entre el cuerpo y las cosas exteriores, nació el triple desorden de que nos habla San Juan cuando escribe (I Jn II, 16): "Porque todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida; lo cual no nace del Padre, sino del mundo."
El bautismo nos sanó, indudablemente, del pecado original, aplicándonos los méritos del Salvador y dándonos la gracia santificante y las virtudes infusas; así, por la virtud de la fe, nuestra razón fué sobrenaturalmente esclarecida, y, por las virtudes de esperanza y caridad, nuestra voluntad se volvió hacia Dios; también recibimos las virtudes infusas que ponen orden en la sensibilidad. No obstante, aun continúa, en los bautizados en estado de gracia, la debilidad original y las heridas en vías de cicatrización, que a veces hacen sufrir, y que nos han sido conservadas, dice Santo Tomás, como ocasión de lucha y merecimientos.
Que no es otra cosa que lo que dice San Pablo a los Romanos, VI, 6-13: "Nuestro hombre viejo fué crucificado juntamente con él -con Cristo-, para que sea destruido el cuerpo del pecado, y ya no sirvamos más al pecado... No reine pues el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias."
A este "hombre viejo", no sólo hay que moderarlo y someterlo; es preciso mortificarlo y hacerle morir. De lo contrario, nunca conseguiremos el dominio sobre nuestras pasiones, y siempre seremos esclavos suyos. Y habrá oposición y perpetua guerra entre la naturaleza y la gracia. Si las almas inmortificadas no se dan cuenta de esa guerra, serial es de que la gracia lleva en ellas vida muy raquítica; la naturaleza egoísta es su dueña y señora absoluta, aunque posean algo de la virtud de la templanza y ciertas buenas inclinaciones naturales que se toman por verdaderas virtudes.
La mortificación nos es, pues, necesaria contra las consecuencias del pecado original, que continúa existiendo aun en los bautizados, como ocasión de lucha, y hasta de lucha indispensable para no caer en pecados actuales y personales. No tenemos por qué arrepentimos del pecado original que no fué voluntario sino en el primer hombre; pero debemos esforzamos por hacer desaparecer las pecaminosas consecuencias de ese pecado, en particular la concupiscencia, que inclina a los demás pecados. Si lo hacemos así, las heridas, de que antes nos hemos ocupado, se van cicatrizando más y más con el aumento de la gracia que sana y que, a la vez, nos levanta a una nueva vida: gratia sanans et elevans. Muy lejos de destruir la naturaleza, por la práctica de la mortificación, la gracia la restaura, la sana y la vuelve más dócil en las manos de Dios.
NECESIDAD DE LA IMITACIÓN DE JESÚS CRUCIFICADO
Uno de los motivos por cual nos es necesaria la mortificación, es la necesidad de imitar a Jesús crucificado. El mismo nos dijo: "Si alguno quiere ser mi discípulo, lleve su cruz todos los días".
San Pablo añade (Rom VIII, 12-18): "Y siendo hijos, somos también herederos: herederos de Dios, y coherederos con Cristo; con tal, no obstante, que padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados. A la verdad, yo estoy persuadido de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros."
Es evidente que este espíritu de desprendimiento nos obliga tanto más cuanto estamos llamados a vida interior más alta, más fecunda y comunicativa, en la que debemos seguir muy de cerca los ejemplos de Jesucristo, que vino, no a la manera de un filósofo o un sociólogo, sino como Salvador; y que, como tal, por salvarnos quiso morir en la Cruz. No vino a realizar obra humana de filantropía, sino una obra divina de caridad, hasta el sacrificio supremo, que es la mejor prueba del amor.
Este es el sentido de las enseñanzas de San Pablo.
El Apóstol de los Gentiles vivió profundamente lo que enseñó. Por eso pudo escribir (II Cor IV, 7-10), narrándonos su vida llena de sufrimientos: "Mas este tesoro lo llevamos en vasos de barro, para que se reconozca que la grandeza del poder (del Evangelio) es de Dios, y no nuestra. Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por eso perdemos el ánimo; nos hallamos en graves apuros, mas no desesperamos; somos perseguidos, mas no abandonados (por Dios); abatidos, mas no enteramente perdidos. Traemos siempre en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos... Así es que la muerte imprime sus efectos en nosotros, mas en vosotros la vida."
Santo Toms en su Comentario a esta II Epístola a los Cor escribe: "Si los Apóstoles hubieran sido ricos, poderosos y nobles según la carne, toda su obra hubiera sido atribuída a ellos mismos y no a Dios. Pero como fueron pobres y despreciados, todo lo que de sublime hubo en su ministerio, es atribuído a Dios. Por eso quiso el Señor que estuvieran expuestos a las tribulaciones y a la mofa... Y por haber tenido confianza en Dios y esperanza en Jesucristo, no fueron confundidos... Soportaron pacientemente las pruebas y los peligros de muerte para alcanzar así, como el Salvador, una vida gloriosa: Semper mortificationem Jesu Christi in corpore nostro circumferentes, ut et vita Jesu manifestetur in corporibus nostris.."
San Pablo airlade (I Cor., , 9): "Pues yo tengo para mí que Dios a nosotros, los Apóstoles, nos trata como a los últimos hombres ... Nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la sufrimos con paciencia; nos ultrajan, y retornamos súplicas; somos, en fin, tratados hasta el presente, como la basura del mundo, como la escoria de todos."
Lo que aquí describe San Pablo fué la vida de los Apóstoles, desde el día de Pentecostés hasta el de sus martirios. Así se lee en los Hechos de los Apóstoles, v, 41: "Entonces los Apóstoles se retiraron de la presencia del concilio muy go-zosos, porque habían sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje (los azotes) por el nombre de Jesús."
Verdaderamente llevaron sus cruces y fueron así formados a imagen de Jesús crucificado, para continuar la obra de la Redención con los mismos medios que empleara el Redentor.
Este espíritu de desprendimiento a imitación de nuestro Divino Redentor, fué notabilísimo durante los tres siglos de persecución que siguieron a la fundación de la Iglesia. No hay sino repasar las cartas de San Ignacio de Antioquía y las actas de los mártires.
Idéntico espíritu de menosprecio del mundo e imitación de Jesucristo se vuelve a encontrar en los santos todos, antiguos y modernos; en un San Benito, Bernardo, Domingo, Francisco de Asís, Teresa y Juan de la Cruz; más tarde en San Benito José de Labre y el santo Cura de Ars, y en los últimamente canonizados, como San Juan Bosco y San José Cotolengo.
Este espíritu de desasimiento y de abnegación es la condición de una estrecha unión con Dios, de la que se desborda, siempre renovada, la vida sobrenatural, a veces prodigiosa en favor del bien eterno de las almas. Esto nos lo demuestra la vida de los santos, sin excepción, con cuyos ejemplos deberíamos alimentar cada día nuestras almas.
El mundo tiene necesidad, no tanto de filósofos y sociólogos, como de santos que continúen siendo la via imagen del Redentor entre nosotros.
Tales son manifiestamente las razones que abogan por la necesidad de la mortificación o abnegación según San Pablo: 1º, las consecuencias del pecado original que nos inclinan al mal; 2º, las consecuencias de nuestros pecados personales; 3º, la infinita elevación de nuestro fin sobrenatural; 4º, la necesidad de imitar a Jesús crucificado. Y éstos son justamente los cuatro motivos olvidados por el naturalismo práctico que ha vuelto a brotar, hace algunos años, en el ame-ricanismo y el modernismo.
Estos cuatro motivos de mortificación pueden reducirse a dos: aborrecimiento del pecado y amor de Dios y de nuestro Señor Jesucristo. Tal es el espíritu de santo realismo y, en el fondo, de cristiano optimismo que ha de inspirar la mor-tificación externa e interna de la que hemos de hablar más detenidamente. La verdadera respuesta al naturalismo práctico es la del amor de Jesús crucificado, que inclina a hacerse semejantes a él y a salvar las almas por los mismos medios que él empleó.
Así entendida, la mortificación o abnegación, lejos de destruir la naturaleza, la hace libre, la restaura y la sana. Nos hace además comprender el profundo sentido de la máxima: servir a Dios es reinar, es decir, reinar sobre nuestras pasiones, sobre el espíritu del mundo, sobre sus falsas máximas y ejemplos, sobre el demonio y su malignidad. Es reinar con Dios, participando más y más de su vida íntima, en virtud de esta gran ley: Si la vida no desciende, va subiendo.
El hombre no puede vivir sin amor; y si renuncia al inferior que conduce a la muerte, es que abre más y más su alma al amor divino, y a las almas en Dios. Que es lo que dijo el Salvador: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba; y ríos de agua viva saldrán de su corazón" para provecho eterno de las almas.
(G.Lagrange, Tres edades de la vida interior, Ediciones Palabra, Madrid, 1982. pags. 331 - 345 )
Aplicación: R. P. Romano Guardini - EL FRACASO
Si no muere el grano de trigo que cae en la tierra…(Jn 12,24ss)
Hemos preguntado por la forma de la existencia de Jesús. Hemos creído encontrarla en que "estuvo de paso", en el tránsito. Jesús estuvo en el mundo, entró en todo lo que constituye el mundo, se entregó a la existencia humana en lo que ésta tiene de más hondo y de más externo. Se hizo realmente uno de nosotros, "semejante en todo a sus hermanos, excepto el pecado". Pero la manera como lo fue, la figura de su existencia en el mundo de los hombres, fue la del estar de paso, el tránsito. Y si nos adentramos en ello, sentimos la sublime extrañeza que desde ahí nos habla. Vamos a plantear de nuevo la misma pregunta, y ahora en esta forma: ¿Cómo se cumplió su obrar, su luchar y su crear? La respuesta reza: En forma de fracaso.
¿No es ya una predestinación al fracaso el hecho de que él, que quería ser salvador del mundo, naciera en Palestina, un rincón del mundo de entonces? Cuando los acusadores de Jesús gritan y gesticulan ante el gobernador romano porque éste ha de hacer esto o lo otro, Pilato les contesta: " ¿Es que soy yo judío?". En esta respuesta del romano percibimos todo el desprecio por este pedazo del mundo que no puede tomarse seriamente en consideración. Y dentro de este rincón del mundo, todavía nació o se crió en la parte más despreciada por el propio pueblo judío: en Galilea. Cuando Felipe va a Natanael y le dice: "Hemos encontrado al que anunció Moisés en la ley y los profetas: Jesús, hijo de José, de Nazaret" (Jn 1,45ss); Natanael, sorprendido, replica: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?". ¿Algo que merezca ser tomado en serio?
Para la forma de una existencia, significa ya una determinada decisión el hecho de que empiece en el plano abierto del mundo o en un rincón, en las zonas de vida intensa o a trasmano...
Mas ya que le estuviera previsto ese origen, hubiera sido un "éxito" salir de Galilea hacia aquellos ámbitos de su propia tierra en que se tomaban las decisiones espirituales e históricas. Más aún, que se hubiera arrancado de su tierra judía rumbo al ancho mundo. La cosa hubiera sido posible. Cuando dice a los judíos: "Donde yo voy no podéis ir vosotros" (Jn 7,34ss), aquéllos cuchichean: "Acaso va a irse con los que están dispersos entre los griegos, a predicar a los griegos?". Pero Jesús no abandonó su tierra. Sólo una vez atravesó tierra de gentilidad por el territorio de Tiro y Sidón. El viaje hubo de producir profunda impresión. Allí debió de sentir el ancho mundo y una humanidad mucho más abierta. Todavía se percibe un eco de ello en las imprecaciones a las ciudades galileas: "¡Ay de ti, Corazaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y Sidón hubieran ocurrido los milagros que ha habido en vosotras, hace mucho que, con saco y sentadas en la ceniza, se habrían convertido" (Lc 10,13). El Señor hubo de sentir lo mismo que a veces tan pesadamente nos oprime también a nosotros, que la humanidad más amplia, más noble, más recta no se halla siempre en los dominios de la ortodoxia... Pero su misión quería que permaneciera entre "los hijos de la casa de Israel".
Es más: ni siquiera fue a Jerusalén, a los sabios de su pueblo, a los escribas de la ley, a los cultos. Todos los cuales no se citan aquí en sentido despectivo. No es rasgo bueno, aunque se halla no raras veces entre personas religiosas, el de despreciar lo que en el mundo hay de grande, los trabajos del espíritu, los valores de la vida creadora, las luchas de la existencia histórica. También estas cosas proceden de Dios y están destinadas a su gloria... Mucho de serio, mucho de sabiduría, mucho de conciencia de responsabilidad y espíritu de sacrificio había entre los escribas y fariseos -dentro de toda la dureza, estrechez e hipocresía que Jesús fustiga en ellos-. Ellos custodiaban la herencia del pasado y llevaban la responsabilidad del pueblo. Humanamente hablando, hubiera valido la pena ir a ellos. Jesús no lo hizo. En Jn 7,24 percibimos algo de su posición, cuando sus hermanos, con incredulidad burlona, le dicen: "Deja esto y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque nadie actúa en lo oculto si busca a la vez ser conocido. Si haces estas cosas, muéstrate al mundo". Jesús no se mostró "al mundo". Su vida entera permaneció entre gentes humildes. Y a la verdad, permanecer de por vida en el mundo de las gentes humildes significa renunciar a cosas muy grandes y muy nobles. ¡Mucho de estrechez, mucho de pequeñez, mucho de justicia propia y arrogancia hay en ese mundo! ��Cuánto generoso impulso, cuánta poderosa idea se han ahogado en su aire! Y, sin embargo, Jesús no era verdaderamente "un hombre humilde". ¡Venía de alcurnia de reyes!
¿No significa espantosa limitación que viviera tan corto tiempo?
Aceptamos como cosa natural que hasta los treinta años viviera en la oscuridad de la vida oculta, trabajara luego durante un tiempo muy corto y muriera en la flor de la edad. Pero tratemos de representarnos lo que hubiera sido el hecho de que Jesús "creciera en edad y sabiduría delante de Dios y de los hombres", pero no sólo hasta el comienzo de los treinta años, sino siempre más. Momento a momento se hubiera levantado sobre sí mismo. Escalón tras escalón de la humana existencia se hubiera ido desenvolviendo en su personalidad y, con ello todas las posibilidades del hablar, del crear, del luchar... ¡Allí está finalmente en sus ochenta, en sus cien años! ¡Hubiera sido algo enorme, un Jesús a la edad de Abrahám, un Jesús a la edad de Moisés! ¡Qué plenitud de sabiduría, qué violencia del amor, qué fuerza de creación, qué majestad de porte no hubiera surgido ahí, en una suprema cima! En lugar de todo ello, unos cuantos breves arios. ¡Todas esas posibilidades enterradas!... Este ser maravilloso constantemente oprimido, coartado... ¡Y, finalmente, apenas iniciada su verdadera creación, destruida!
Pero ¡pase lo del corto tiempo! Por lo menos, que fuera tiempo de gloria radiante, de victoria irresistiblemente arrolladora. Pero, en realidad de verdad, no temamos decirlo, fracasó en todo. Apenas empezaron a obrar y atraer a los hombres les fuerzas divinas que había en él, se forma también la resistencia contra él. La desconfianza lo acecha. La hostilidad se coaliga y ello de parte de los que representan la autoridad y la responsabilidad.
¿Cuál hubiera sido el "éxito"? El éxito hubiera sido que él, entrando en la lucha con sus adversarios, que desde luego eran hombres de valor, los hubiera persuadido por la fuerza de su espíritu, por la luz de Dios que irradiaba en él, por la pureza de su amor, en una palabra: por ser el que era, y ellos hubieran reconocido: Verdaderamente, "éste es el que ha de venir". Realmente, persuadió a uno que otro. Así, al doctor de la ley que, tras la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el mayor de los mandamientos, replicó: "Maestro, has hablado bien"; y Jesús pudo responderle: "No estás lejos del reino de los cielos...". O aquellos de que nos habla Juan que creyeron, y algunos otros. Así debieron haber sido ganados todos. Eso hubiera sido victoria. Pero Jesús no la logró. Sus contrarios no se dejaron persuadir. Estaban convencidos de que era un impostor, y ello tanto más firmemente cuanto mayor fuerza sentían que obraba en él.
Éxito hubiera sido si, al menos, por el vigor de su personalidad, los hubiera reducido al silencio, si hubieran ellos tenido que retirarse y dejarle hacer. Pero tampoco sucede esto. Cierto que enmudecen de momento, cuando les llega certera su respuesta; pero ahí están otra vez inmediatamente. Y, a la postre, ellos son los que triunfan: lo envuelven en un proceso y lo llevan a una muerte no sólo espantosa, sino ignominiosa, y así queda, al parecer, aniquilado en lo que tenía que ser más importante para su pueblo, cuyo salvador pretendía ser.
Jesús se dirigió al pueblo... ¿Cuál hubiera sido aquí el éxito y la victoria? El éxito hubiera sido haberse ganado, con su amor sin límites, con su infalible firmeza divina, el corazón del pueblo. Que el pueblo se hubiera convencido de que en él estaba la salud. Pero no fue así. El mismo penetra los motivos por que el pueblo afluye a él: "Me buscáis no porque visteis seriales, sino porque comisteis el pan y os hartasteis" (In 6,26). Deseo de salud indudablemente; sentimiento, indudablemente, de la cercanía divina; pero todo vacilante, gusto de novedad, sentido terreno. Y cuando luego, después de los primeros éxitos, empieza el trabajo de los adversarios que saben adónde van, se pone bien de manifiesto que el pueblo es la masa sin rumbo... Victoria hubiera sido haber logrado que el pueblo lo hubiera defendido. Que por lo menos una parte hubiera resistido a su lado. Pero, a la postre, ¡todos prefirieron al héroe de bandidos!
Es más: ¿Venció Jesús por lo menos en el corazón de los suyos? La victoria hubiera aquí significado con-quistarlos íntimamente. Que ellos le hubieran comprendido profundamente. Que se hubieran rendido con amor y lealtad inconmovible... ¡Pero ya sabemos lo que pasó! ¡No! La verdad es que él era la luz; pero las tinieblas se alzaron ante él, como una muralla, y él no las forzó! -si entendemos "forzar" a la manera humana-. No rompió por ella en una acción histórica, de suerte que la luz pasara triunfante e irradiara en éxito visible.
Y aún hemos de mirar más hondo.
Miremos la batalla que, bajo acontecer histórico, se desarrolla en plano invisible: la batalla contra los poderes demoníacos. Al comienzo, en el desierto, se le acerca el enemigo. El Señor lo vence. Pero el evangelista advierte: "Terminada toda tentación, el diablo se retiró de él, hasta su oportunidad" (Lc 4,13). Y volvió. Volvió en las fuerzas demoníacas que operaban en los hombres enfermos; las fuerzas que con sus palabras daban gloria a Cristo y a la vez trataban de engañar a los que le rodeaban... Volvió en el odio enconado de sus adversarios, para los que en definitiva todo medio era bue-no... Volvió en el alma del traidor. Y, por fin, él mismo dice: "Esta es vuestra hora y el dominio de la tiniebla" (Lc 22,53).
En el sentido de que hubiera triunfado brillantemente sobre el mundo de las tinieblas, de manera visible, Jesús no venció. En sentido histórico, sucumbió a él... Eso sí, en Dios él sabe: "Yo he vencido al mundo". El talante de la vida de Jesús es el fracaso, el sucumbir. Humanamente hablando, jamás fracasó como él una gran personalidad, llena, por otra parte, de toda la gloria del espíritu, llena de todo el poder de la salvación. Es menester que nos abramos a este hecho; de lo contrario, la figura y la vida del Señor resultan algo minúsculo e idílico. Se pierde toda su inmensa grandeza.
Jesús mismo lo supo. Así lo ponen de manifiesto palabras como éstas: "El que pierde su alma, la ganará; el que la guarda, la perderá". Y otra vez: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo", se queda en mero grano. Jesús habla a todo oyente del misterio de la vida cristiana en general, que pasa por el dolor, y al perecer terrenamente produce abundancia divina. Pero habla también desde el misterio de su propia existencia: " ¿No era necesario que el Cristo padeciera todo eso para entrar en su gloria?" (Lc 24,26).
El fracaso radica profundamente en la figura de la vida de Jesús. Ese fracaso nos remite, lo mismo que el tránsito, el estar de paso, a lo que él es propiamente.
(Romano Guardini, Jesucristo, Ed. Lumen, Bs. As. 1989)
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Cristo anuncia la proximidad de su “hora”
Este domingo cierra la serie de los domingos de Cuaresma y, en cierto modo, nos introduce ya en el tema central del año litúrgico: el Misterio Pascual. El episodio que nos relata la perícopa evangélica que acabamos de escuchar se ubica en los últimos días de la vida de Jesús, en los días que precedieron inmediatamente a su Pasión. Durante toda su existencia, Cristo no soñó con otra cosa que con su Pasión, su bautismo de sangre, sus bodas de sangre. Los preliminares de ese acto supremo fueron su unción en Betania, su solemne entrada en Jerusalén, y este encuentro con los gentiles o griegos que, por intermedio de Felipe, quisieron conocer al Señor.
Los gentiles de nuestro evangelio eran extranjeros en Israel, pero simpatizaban con la religión de Moisés y hasta cierto punto observaban la Ley. El texto nos dice que habían venido a celebrar la fiesta, precisamente la fiesta de Pascua, en que Jesús había de morir. Su presentación ante el Señor fue como un presagio de la conversión del mundo gentil. En verdad tenía fundamento aquella frase envidiosa de los fariseos: "Todo el mundo se va tras él". Cristo sería glorificado también por los gentiles: como Buen Pastor daría su vida para congregar en la unidad a griegos y judíos, es decir, a los potenciales hijos de Dios que estaban dispersos. Sin duda que mientras Jesús conversaba con estos extranjeros, tendría en su mente el exaltante panorama de esa gran multitud que a lo largo de los siglos se congregaría en su Iglesia.
Jesús les explicó el misterio de la próxima Pascua. No sería una Pascua como las demás, como la que los judíos celebraban todos los años. Sería la Pascua final, la definitiva, la que daría todo su sentido a la Pascua judía, la Pascua del propio Jesús. "Ha llegado la hora —les dice— en que el Hijo del hombre va a ser glorificado". Esta expresión, "la hora", no es desdeñable. Pocos días después, diría Jesús en la Ultima Cena: "Padre, mi hora ha llegado". Y cuando Judas se acercara al Huerto: "He aquí que ha llegado la hora", exclamaría el Señor. Decir, pues, que ha llegado la hora significa que ha llegado el momento culminante de su vida, el momento soñado desde el instante de su encarnación. La hora de su glorificación. Pero esa hora pasaba inevitablemente por la cruz.
Impresiona escuchar de labios de Cristo la expresión que sigue: "Os aseguro que si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto". El mismo Jesús es el grano de trigo, que morirá en la cruz, que se hundirá en la tierra de su sepultura, que entrará en la oscuridad de la tumba. Pero esa, y no otra, es la condición de su fecundidad. Sólo así será capaz de comunicar la vida a los hombres que habían perecido. Si Cristo no hubiera muerto, permaneceríamos alienados, extraños a la vida de la gracia. La desintegración de la semilla es la condición de su fecundidad.
También a nosotros, amados hermanos, especialmente ahora que estamos ya por entrar en la Semana Santa, nos llega la invitación de Jesús: "El que quiera servirme, que me siga". El servidor de Cristo debe seguir a Cristo, y el camino de Cristo pasa por el sacrificio. Si quiere salvarse, no podrá amarse a sí mismo; deberá aborrecerse en este mundo, si quiere guardarse para la vida eterna. La expresión es dura, pero es del Señor. Y no tenemos derecho a omitirla. El que se pone como centro a sí mismo, el que elude toda mortificación, el que sólo busca su felicidad terrena, el que ha resuelto darse todos los gustos en esta vida, en una palabra, "el que ama su vida, la perderá".
Al decir estas cosas, Jesús comenzó a entrever lo amarga que sería su Pasión, y anticipó acá las palabras que luego pronunciaría con tono trágico en Getsemaní: "Mi alma ahora está turbada. ¿Y qué diré: Padre, líbrame de esta hora?". A este grito alude el autor de la epístola a los hebreos, en el texto elegido para la segunda lectura de hoy: "Cristo dirigió, durante su vida terrena, súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte". Porque si bien su espíritu estaba pronto, con todo su carne era aún flaca. Sin embargo, agrega enseguida: "¡Pero si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!". Y entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". Ya había sido glorificado en su Bautismo del Jordán, así como a través de sus milagros, y sobre todo en los fulgores de su Transfiguración. Pero su Padre lo volvería a glorificar, esta vez de manera irreversible, resucitándolo de entre los muertos.
¡Qué drama comienza a desatarse en el corazón de Jesús! Él quiere la vida. Pero para alcanzarla, debe pasar por la muerte. Y ello no implica una decisión fácil. Por eso se advierte un dejo de angustia en su expresión. Sin embargo, como haría luego en el Huerto, acepta desde ya su sacrificio, acepta atravesar "su hora" como un atleta, acepta hacer su pascua, su tránsito al Padre: por la muerte a la vida. Máxime sabiendo que su aparente derrota, su temporal abandono, sería el preludio del triunfo definitivo, de su inagotable fecundidad, de su victoria total sobre el Príncipe de este mundo, como lo llama al demonio en el evangelio de hoy, que por la muerte del Salvador sería radicalmente expulsado de sus dominios. La lucha de Cristo con el demonio, con el adversario, afecta a toda la humanidad. El triunfo del Señor signaría la derrota del enemigo del linaje humano.
Tal será el fin del drama. Porque el efecto último del Misterio Pascual no es el juicio del mundo y del demonio, sino la capacidad de atraer a toda la humanidad hacia Cristo. Y ello comenzará a realizarse cuando Jesús sea elevado en alto, tema al que nos referimos el domingo pasado. Lo dice el Señor al fin del evangelio de hoy: "Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". En este anuncio hay una alusión al género de muerte que se prepara a afrontar. Pero hay también un indicio de su elevación al cielo el día de su Ascensión, momento culminante de todo el proceso pascual.
Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo de Jesús en la comunión. La Eucaristía es el memorial de la cruz del Señor. Jesús es el grano de trigo que ha muerto por nosotros para volverse eucaristía, que se ha dejado moler en la cruz para ofrecerse como alimento nuestro. Así se ha hecho fecundo y quiere, al penetrar en nuestro interior, dar mucho fruto. No se lo impidamos por nuestra negligencia. Dejemos que se introduzca en nosotros como la levadura en la masa.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, pp. 100-103)
Volver Arriba
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Morir al mundo para engendrar vida sobrenatural
“En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”.
No temen la muerte los que desprecian la vida natural porque no la valoran. No temer la muerte es antinatural. Muchos ídolos del mundo actual no temen morir porque no aman la vida. Tientan a Dios arriesgando inútilmente la vida. Cuando se está muerto en vida, lo que más se desea es morir para no seguir viviendo muerto. El que está a un paso del suicidio no le importa arriesgar la vida inútilmente.
No temen la muerte los que mueren cada día a la vida del mundo. “Cada día estoy a la muerte”1…, “para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia”2…, “con Cristo estoy crucificado”3… Estos han superado el temor a la muerte, no antinaturalmente, sino, parangonando el valor real de la vida y la Vida. Han concluido que vale la pena entregar esta vida para alcanzar la Vida eterna.
Nosotros debemos temer la muerte natural, que es castigo del primer pecado, porque amamos la vida natural, que es don de Dios, y porque vivimos en esta vida la incoación de la otra vida y eso principalmente es lo que nos hace estar vivos en la vida. Sin embargo debemos aprender a superar el miedo a la muerte natural muriendo cada día al mundo y a nosotros mismos por la esperanza en la vida eterna.
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto”.
Jesús vino al mundo para darnos la vida eterna. Y nos la dio muriendo en la cruz.
Esto estaba en los planes de Dios. Así debía suceder. Dios lo había prefigurado desde antiguo: en la leña que cargó Isaac para su sacrificio y en el cordero que inmoló Abraham en lugar de su hijo; en el cordero inmolado en Egipto cuya sangre libró a los primogénitos de Israel y principalmente en la serpiente de bronce que mandó Dios construir a Moisés para librar de la muerte a los mordidos por las serpientes venenosas. Jesús se lo da a conocer a Nicodemo4 y a la gente próximo a su última Pascua entre los hombres5.
Jesús dijo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”6. Ese abandono del Padre celestial también estaba previsto en los planes de Dios sobre su Hijo. Este momento no se sustrajo a la providencia divina, como aparentemente parece indicar.
Jesús teme la muerte. “Ahora mi alma está turbada”7, “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa”8, pero se sobrepone por el amor “no sea como yo quiero, sino como quieres tu”9 “y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre glorifica tu Nombre”10.
Y el temor es superado por el amor. El temor a la muerte natural, superado por el amor a Dios, que es el martirio. Jesús dio testimonio de su Padre muriendo en la cruz: “he venido a dar testimonio de la verdad”11. Jesús dio infinitos frutos, “si el grano de trigo muere da mucho fruto”.
“El verdadero cristiano es deudor del martirio”12. Si Jesús murió por mí y me rescató, soy propiedad suya. El puede pedirme que dé la vida por El. De hecho, en su providencia, elige a algunos para el martirio cruento y a otros para el martirio incruento, como en el caso de los consagrados en religión o el cristiano que acepta cada día la voluntad de Dios, manifestada en su deber de estado y en la cruz que Dios le ha dado. Los enfermos terminales que conocen su enfermedad y aceptan sus dolores por amor a Dios y al prójimo sufren una especie de martirio cruento e incruento a la vez. Pero, en definitiva, todos somos deudores de dar la vida por Jesús.
El dar la vida por otro es la mayor obra de amor. Jesús dio la vida por nosotros, mostrándonos el camino más perfecto para llegar al cielo, la muerte a nosotros mismos y la vida en El.
Para ver a Dios hay que morir físicamente, pero sólo lo podrán ver en verdad los que hayan muerto en esta vida, al demonio, al mundo, a la carne, es decir, a sí mismos, lo cual, es de temer.
La muerte mística es más dolorosa que la muerte física pero es necesaria para ver a Dios. El temor reverencial a Dios es el principio de la sabiduría y es el que nos va purificando y va matando en nosotros el hombre viejo, pero no podemos terminar en él. El temor a la muerte mística se supera por el amor a Dios. El temor reverencial cede el lugar al temor filial, don del Amor Increado.
Y la muerte del hombre viejo renace en un hombre transformado, el hombre nuevo imagen de Jesús, que da muchos, abundantes frutos, porque el hombre nuevo vive en el amor y el amor produce obras grandes.
El hombre nuevo que surge vivificado por el amor, se manifiesta en la creatividad religiosa prevista por Dios eternamente para él. Ya se da esa creatividad al morir el hombre viejo y renacer el hombre nuevo pero se manifiesta en las obras. Una de ellas es el martirio cruento.
La creatividad religiosa es un colaborar libre con la providencia de Dios, poniéndonos en sintonía con ella, según nos mandó desde el principio Dios: “creced y multiplicaos y llenad la tierra”13. Todos estamos llamados a expandir el paraíso, el Reino de Dios y cada uno lo hará en la medida de la fidelidad al plan eterno de Dios sobre él. Señor ¿qué quieres que haga? Señor ¿para qué me quieres?
1 1Co 15, 31. 2 Flp 1, 21. 3 Ga 2, 19. 4 Jn 3, 14. 5 Cf. Jn 12, 32. 6 Mt 27, 46. 7 Jn 12, 27. 8 Mt 26, 39. 9 Mt 26, 39. 10 Jn 12, 27-28. 11 Jn 18, 37. 12 Castellani, Las Parábolas de Cristo, Jauja, Mendoza, 1994, p. 248. 13 Íbid, pp. 250-251.
Volver Arriba
Ejemplos
SANTA GEMMA GALGANI
Gemma significa: joya preciosa.
El 12 de abril de 1903 fue sepultada Santa Gemma Galgani, una de las santas modernas más famosas. Había nacido en Lucca, Italia en 1878.
Muy niña, cuando apenas tenía ocho años quedó huérfana de madre, y en medio
de su gran tristeza se arrodilló ante un imagen de la Santísima Virgen y le dijo: "Madre celestial, ya no tengo a mi mamá de la tierra. ¿Quieres tú reemplazarla y ser mi madre de ahora en adelante?". La Virgen Mar��a aceptó su petición y durante toda su vida la ayudó y la consoló de manera impresionante.
Su padre murió de tuberculosis y esta enfermedad se la transmitió a la hija y la hizo sufrir terriblemente durante toda su existencia. Al morir su padre, la niña quedaba muy desprotegida, pero una familia muy católica la recibió en su casa y la atendió siempre con especial cariño, más como una hija que como una sirvienta.
Siendo muy joven se sintió atacada por una serie de enfermedades que los médicos declararon incurables. Entonces rezó con toda su fe a San Gabriel de la Dolorosa y quedó curada instantáneamente.
Quiso ser religiosa, pero por su salud bastante débil no fue admitida en la Comunidad, y entonces dispuso quedarse en el mundo, pero viviendo con la santidad y el recogimiento y la pureza de una fervorosa religiosa.
Gemma fue dirigida espiritualmente por un Padre Pasionista, y por orden de su director espiritual escribió los fenómenos espirituales que le sucedían. Dice así en sus memorias: "En el año 1899, de pronto sentí un profundísimo arrepentimiento de todos mis pecados y se me apareció Jesucristo con sus cinco heridas y de cada una de ellas salían como llamas de fuego que vinieron a tocar mis manos y mis pies y mi pecho, y aparecieron en mi cuerpo las cinco heridas de Jesús". Desde 1899 tuvo permanentemente las cinco heridas de Jesús Crucificado que ella ocultaba cuidadosamente. Sus manos las cubría con unos sencillos guantes.
Desde entonces, cada semana, desde el jueves a las 8 de la noche hasta el viernes a las tres de la tarde, aparecían por toda su piel las heridas de los latigazos y en la cabeza las heridas de la corona de espinas y sentía en el hombro el peso de una gran cruz que le producía dolor y heridas y la hacía encorvarse dolorosamente.
Desde pequeñita, Gemma tuvo una gran devoción a la Pasión y Muerte de Jesús. Cuando joven bastaba oír leer la Pasión de Jesús para que ella se entusiasmara enormemente. Y más tarde cuando tenía angustias o la insultaban, le bastaba dedicarse a pensar en la Pasión de Cristo para hallar paz y consuelo. Siempre había deseado sufrir las mismas heridas que sufrió Nuestro Redentor y a los 21 años empezó a sentir en su propio cuerpo una serie de heridas que coincidían exactamente con las que mostraba el crucifijo ante el cual se arrodillaba a rezar.
La salud de Gemma en sus últimos años fue desastrosa. Un tumor canceroso en la columna vertebral era para ella un tormento de día y de noche. Vomitaba sangre y le llegaban terroríficas tentaciones de blasfemia (a ella que desde pequeña le bastaba escuchar una blasfemia o una palabra grosera para desmayarse de espanto y de horror). Perdió la vista y quedó ciega. Pero cuando cesaban los ataques del infierno, ella gozaba de una paz interior y sentía que Cristo y la Virgen María venían a hablarle y a consolarla. El Señor cumplía con Gemma lo que prometió en la S. Biblia: "Dios, a los hijos que más ama, los hace sufrir más, para que ganen mayor premio para la eternidad". Gemma es patrona
de los pecadores arrepentidos.
Había un tabernero, uno de los que se emborrachaban y hacía emborracharse a muchos más. Pero el hombre no daba muestras de querer convertirse. Y sucedió que un día cuando ella iba de su casa a la iglesia, alguien la insultó muy salvajemente y la joven no respondió ni una palabra a aquellos insultos y lo ofreció todo por la conversión de los pecadores. Al llegar al templo oyó que Nuestro Señor le decía: "El sufrimiento por ese insulto era la cuota que faltaba para que el tabernero se convirtiera. Me lo has ofrecido con paciencia y ahora ese hombre cambiará de comportamiento".
Al día siguiente los que estaban en el templo oyeron en un confesionario que un hombre lloraba fuertemente. Era el tabernero que había venido a confesarse muy arrepentido y en adelante vivió santamente. La paciencia de una mujer insultada había sido el último empujón que lo llevó a la conversión.
Y así como este, muchos más se convirtieron a causa de las oraciones y de los sufrimientos que Gemma ofrecía por la conversión de los pecadores. Fueron numerosas las personas que llegaron donde ella movidas únicamente por la curiosidad y volvieron a sus casas transformadas y convertidas. Porque la oración y el sufrimiento que se ofrecen a Dios nunca quedan sin conseguir conversiones y salvación para otros.
El Sábado Santo 11 de abril de 1903 cuando apenas tenía 25 años, Gemma Galgani, sencilla mujer seglar que con sus sufrimientos había tratado de pagarle a Dios sus propios pecados y los de muchos otros, voló a la eternidad a recibir el premio de sus sufrimientos y del gran amor que tuvo siempre a Jesucristo y a la Santísima Madre de Dios.
La gente empezó a considerarla como una verdadera santa y el Papa Pío XI la declaró beata apenas 30 años después de su muerte (en 1933). Pío XII la canonizó en 1940.
Gemma Galgani: alcánzanos de Dios que meditemos frecuentemente con gran amor en la Pasión y Muerte de Jesucristo: que tengamos enorme confianza en la protección de nuestra Madre Celestial María Santísima y que ofrezcamos todos nuestros sufrimientos por la salvación de las almas y la conversión de los pecadores.
SAN PABLO DE LA CRUZ
Presbítero
(1694-1775)
Pablo Francisco Danei nació en Ovada (Liguria, Italia) en 1694. Es el fundador de los Clérigos descalzos de la Santa Cruz y de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Un título tan largo fue inmediatamente reducido por los cristianos al nombre de "pasionistas" en el que está compendiado el carácter y la esencia de la nueva Congregación, cuyos miembros viven, meditan y predican la Pasión de nuestro Señor. Pablo Francisco Danei a la edad de 19 años escuchó una predicación sobre la pasión de Cristo y decidió ponerse al servicio de Cristo. Para ello pensó que lo que debía hacer inmediatamente era enrolarse como voluntario en el ejército que los venecianos estaban alistando para una expedición contra los turcos, pero dicha cruzada tenía como finalidad intereses materiales.
Su verdadera vocación maduró dedicándose a la oración y a duras penitencias. Alma eminentemente contemplativa, pasaba hasta siete horas consecutivas en profunda meditación. A los 26 años recibió del obispo de Alessandria, Gattinara, el hábito negro del penitente con los signos de la Pasión de Cristo: un corazón con una cruz encima, con tres clavos y el monograma de Cristo. Convenció al hermano Juan Bautista a que se uniera a él y ambos se retiraron a un yermo sobre el monte Argentario, cerca de Orbetello. Allí llevaron una vida eremítica, en duras penitencias corporales. El domingo dejaban su retiro y bajaban a los pueblos cercanos a predicar la Pasión de Cristo.
Su predicación apasionada y dramática (a menudo se flagelaban en público para hacer más viva la imagen de Cristo sufriente) conmovía a las muchedumbres y convertía aun a los más duros. Sus misiones, distinguidas por una cruz de madera, obtuvieron resultados sorprendentes. El Papa Benedicto XIII les concedió el permiso de convertir en Congregación su asociación, y ordenó de sacerdotes a los dos hermanos. La Regla que escribió al principio San Pablo de la Cruz era muy rígida. Pablo, que gozaba de la estimación de obispos y Papas (sobre todo Clemente XIV, que se enumeraba entre sus hijos espirituales), tuvo que mitigar bastante la primitiva Regla de los pasionistas para tener la definitiva aprobación eclesiástica.
La vida de los santos
Son innumerables los ejemplos en las vidas de los santos. Apenas se conciben las dificultades y peligros que hubieron de vencer en San Luis, rey de Francia, para ponerse al frente de la cruzada; una Santa Catalina de Siena para hacer regresar al papa a Roma; una Santa Teresa para reformar toda una orden religiosa; una Santa Juana de Arco para luchar con las armas contra los enemigos de Dios y de su patria, etc. Eran verdaderas montañas de peligros y dificultades las que les salían al paso; pero nada era capaz de detenerles: puesta su confianza únicamente en Dios, seguían adelante con energía sobrehumana hasta ceñir su frente con el laurel de la victoria. Era sencillamente un efecto maravilloso del don de fortaleza que dominaba su espíritu.
Acaso nadie con tanta fuerza y energía haya sabido exponer las disposiciones de estas almas como Santa Teresa de Jesús cuando escribe estas palabras: "Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (la perfección), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabajase lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera o en el camino o no tanga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo". Esto es francamente sobrehumano y efecto clarísimo del don de fortaleza.
(Royo Marín, El Gran Desconocido, BAC minor,Madrid, 1977, pp. 136;138)
En el picanillar
Unas vacaciones que pasé en Las Toscas, del Chaco santafecino, deben de haber sido las mejores de mi vida, según es la fuerza con que las recuerdo. Aquella naturaleza bravía y poderosa ha quedado impresa en mi memoria con un resabio de solemne pavor. Me acuerdo perfectamente del día que fuimos al picanillar por un matorral tupidísimo de juncos o pajas bravas. Puede ser que fuesen juncos porque era costeando el río. ¿Cuántos años hace de esto, alma mía? No se pueden contar ya con los dedos de mis manos, aunque tuviese yo tantos como los antepasados de Darwin. Las pajas o los juncos, o lo que fuesen, eran tan altos -o yo tan chico-que sobrepasaban mi cabeza con mucho. Y como por causa de la espesura y tupidez del pajonal íbamos a la deshilada, fila india espaciada; y la cortina rumorosa y cortante se cerraba a la espalda del que la cortaba como una ola verde que no dejaba estela, yo gritaba despavorido a cada momento, creyéndome extraviado:
- “¡Coleto!”
Y Coleto (Nicolás Dagaro), mi compañero y jefe, que, como los otros muchachos chacareros, andaba más que yo, repetía como un estribillo:
- “¡Apuráte!”
Pero a mí me pinchaban todas las espinas y cada una me parecía una víbora. Lo más gracioso es que yo iba calzado y Coleto descalzo.
Un día le dije:
- “¿Por qué no te calzás para andar por el monte?”
- “Un día me calcé -me respondió- ¡y entonces se me hincaron todas las espinas!”
Al fin se cansó de gritarme, y me dejó; y yo tuve que guiarme por el oído, abriendo paso afanosamente con las manos medio desolladas. Menos mal que llegábamos al picanillar. Se conocía por una picanilla altísima que había a un lado, que se distinguía de lejos.
No sé si exagero; pero la picanilla no debía de ser mucho menor, si es que era menor, que la torre de la iglesia de mi pueblo. Parado en la punta del cogollo más alto había un aguilucho comiéndose a una víbora y parecían una golondrina con una lombriz. Coleto revoleó su boleadora de alambre (un trozo de alambre grueso con un gancho en cada extremo que usábamos para las perdices) y el viborero voló graznando dejando caer la víbora, que era yarará y no pichón, casi encima del muchacho.
- “¡Maledetta! -dijo Coleto- no sentarse abajo de esta tacuara, muchachos, porque trae mal agüero”.
Me levanté rezongando de la superstición de Coleto y nos tumbamos en otro lado. Pero yo quería saber por qué traía mala suerte. Coleto no lo sabía a punto fijo.
- “¿No sabés que antes vivía aquí el Yaguareté? Aquí se comió un hombre. Por eso lo llaman Tacuaral del Tigre”.
Y otro día, así como sabía ya la fábula del Tigre y del Chajá, supe la fábula de la Picanilla Malagüera.
Resulta que era una caña que desde chica empezó a crecer más que las otras. Crecer es una cosa que hace Dios, que pone los jugos gordos del suelo al alcance osmótico de las raíces y de los frescos aires nitrogenados cerca de los estomas. Pero querer a toda costa crecer más que los otros, es peligroso.
Es cosa sabida que las cañas no deben crecer solamente para sí, sino para el cañaveral. Cuando una se siente ya fuerte y empieza a circular por sus fibras el cogüelmo de la savia, entonces manda desde su raíz por debajo de la tierra un rizoma, del que nacen muchas otras cañas chicas. Y la tacuara grande las ve crecer orgullosas y las amamanta con la enjundia más fresca de su savia, aunque ella no crezca tanto. Pues a esta Tacuara de mi cuento le dio por guardarlo todo para sí. Claro, pronto sobrepasó a todas. Un día una le dijo:
- “Hermana, veo que estás tentada de egoísmo y por tu bien te voy a decir una cosa. Es feísimo lo que estás haciendo; has gozado de los beneficios de la sociedad y ahora no quieres beneficiar a los otros. Eso es robar”.
- “¿Qué beneficio me han hecho todas ustedes?”
- “Mirá: una sola de nosotras, aunque sea la más alta, es tan poca cosa, que andamos hasta en proverbios como se lee en Job:"¿Qué es la vida del hombres sino como una caña seca?". Pero todas nosotras juntas entrecruzamos nuestras raíces y formamos terraplén al río Paraná caprichoso, que desde que estamos aquí nosotras no puede invadir como antes las sementeras de Dagaro. Pero todas nosotras formamos dique al pampero inexorable, que no hace más que arrancarnos las hojas secas o a lo más quebrar alguna débil. ¿Cuántas quebraría si no nos uniésemos? Pero todas nosotras juntas retenemos sobre la arena infructuosa de este suelo el inútil légamo del río y lo transformamos en canteros de verduras y de flores. Así juntas somos útiles. ¿Para qué querría yo mi vida -mi vida efímera de caña- si no creyera que mi vida será útil?”
- “Yo soy individualista” -dijo la caña altanera.
- “Bueno. Acuérdate que hay justicia en el cielo y a veces hasta en la tierra...”
Hubo justicia para la Caña que quería vivir para sí sola. No fue feliz. Como no crecieron cañitas a su lado, se quedó aislada y sola en medio de un claro. Después, con la rabia de verse sola y una sequía que vino, se repudrió y ahuecó por dentro, porque para aquel tamaño que tenía necesitaba mucha agua; y de verde que era se tornó amarilla. Una vez vana por dentro, fueron allí a hacer el nido la avispa, el mangangá, la rata, el carpintero, la carcoma y una que otra viborita yarará. Y un día, por fin, estando tan alta y tan sola y tan hueca, vino un ventarrón y la partió.
Fue cosa de verse la cantidad de alimañas sucias que al partirse fragosamente salieron en bandadas de allí dentro.
Así terminó la Caña Egoísta.
- “¡Ay del solo! -gimieron sus compañeras, apiñándose todas y quejándose bajo el pechazo del viento- si nuestras vidas no han de ser útiles, nosotras no las queremos”.
Esta fue su oración fúnebre...
Y esta es la fábula del picanillar.
Y para decir la verdad, ya no sé si esta fábula la inventé yo o me la contó el viejo Dagaro, que nos contaba cuentos todas las noches, y a quien regalé al partirme los “Cuentos y Fábulas” de Tolstoi, que me había mandado a Las Toscas mi madre. Lo que sé es que al exhumarla hoy en mi memoria, en medio del fragor de las ciudades inquietas, siento un perfume de aromo, de tierra húmeda y de yuyos chafados, la torridez azul de un cielo agobiante, el muelle lecho de la tierra fofa y cálida del picanillar y el cantar pacífico y lejano del coro de las alimañas del río...
(CASTELLANI, L., Camperas, Editorial Vórtice, Buenos Aires, 2003, pp. 81-84)
(cortesía: iveargentina.org et alii)