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Domingo 5 de Cuaresma C - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
Exégesis:· Manuel de Tuya - La mujer adúltera (Jn.8,1-11)
Comentario Teológico: San Agustín - La mujer adúltera
Comentario Teológico: P. Dr. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - El gran
perdonador
Santos Padres: San Agustín - Jesús viene como redentor no como condenador
Aplicación: S.S. Francisco pp - Dios perdona con una caricia
Aplicación: P. Alfredo Saenz S.J. - Tirar la primera piedra
Aplicación: Benedicto XVI - Sólo el amor de Dios puede cambiar desde dentro
la existencia del hombre
Aplicación: Directorio Homilético - Quinto domingo de Cuaresma
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis:· Manuel de Tuya - La mujer adúltera (Jn.8,1-11)
Se está en los días de la fiestas de los Tabernáculos (Jua_7:1.14;
Jua_8:2.12). Cristo tenía costumbre de retirarse, cuando estaba en
Jerusalén, a pasar la noche al monte de los Olivos (Mat_24:3; Mat_26:30
par.) y especialmente pernoctaba en Getsemaní (Jua_18:2). — Pero ya muy de
mañana volvió otra vez al templo, para aprovechar el concurso de los
peregrinos y enseñar. La frase de “todo el pueblo venía a El” es más de Lc
que de Jn (Luc_21:37.38), y es una forma redonda de hablar del gran concurso
de gentes que le escuchaban. Esta misma afluencia es una clara indicación de
ser uno de los días festivos.
Cristo estaba en uno de los atrios del templo y enseñaba a las gentes
estando “sentado.” No pretende decir el evangelista que estuviese sentado en
las cátedras de los doctores, sino en uno de los escaños o pequeña alfombra
en donde se sentaban los discípulos oyentes (Luc_2:46; Hec_22:3); y, aunque
éste era el modo ordinario de enseñar allí, esta precisión mira, sin duda, a
participar lo que se describe en el v.6: que Cristo escribía con su dedo en
tierra.
En esta situación es introducido un grupo de “escribas y fariseos.” Juan
nunca cita juntas estas dos expresiones, ni nunca cita a los escribas. Un
nuevo índice del origen adventicio de este pasaje.
Traían una mujer que “fue sorprendida” en flagrante delito de adulterio. No
se dice cuándo. La palabra “ahora” — modo — que pone la Vulgata, falta en el
griego. Podría pensarse que la traían al tribunal para juzgarla y que, al
pasar por allí y ver a Cristo, quisieron comprometerle. Pero tampoco sería
improbable el que se la trajesen ex profeso para enredarle en su resolución.
Se la pusieron en “medio” del círculo de gentes que lo rodeaban. No dicen
que ellos hayan sido los testigos (Dan_13:37). Pero, ya en sus manos, nadie
duda que sea verdad el delito del que la acusan.
Propusieron algunos (Fouard, Parrar) que este caso se explicaría bien,
puesto que la festividad de los Tabernáculos era ocasión de muchos
desórdenes morales por acampar la gente al aire libre y haber grandes
aglomeraciones: era la “fiesta más alegre”; pero otros (Edersheim) lo
niegan.
Asegurado el hecho, le plantean una cuestión más que de derecho, pues lo
decían “tentándole.” Le alegan lo que dice la Ley. Según Moisés, la adúltera
debía ser apedreada (Lev_20:10ss; Deu_22:23ss; Eze_16:40). En época más
tardía se legislará la estrangulación l. Y alegada la legislación mosaica,
le hacen, “tentándole,” la siguiente pregunta: y ante este caso, “tú, ¿qué
dices?” Con ello, resalta el evangelista, buscaban poder “acusarle” (cf.
Mat_22:15-22; Mat_19:3ss par.). Era un dilema claro en el que querían
meterle: si aprobaba la legislación mosaica en aquel caso, podrían
desvirtuarle, ante el pueblo, su misericordia; si no la aprobaba, lo
acusarían de ir contra la Ley de Moisés. La cuestión era malévolamente
planteada y hasta incluso apuntando a posibles complicaciones con el poder
civil romano, ya que la pena de muerte era de competencia exclusiva del
procurador romano (Jua_18:31).
Cristo, que estaba “sentado,” sin duda, en un pequeño y bajo escabel de los
oyentes, o sobre una estera o alfombra, “inclinándose, escribía con el dedo
en tierra.” ¿Qué significado tiene esto? “El sentido de este gesto no ha
sido dilucidado con certeza” 2.
San Jerónimo proponía, conforme a una interpretación material de Jeremías
(Jer_17:13), que escribía en tierra los nombres de los acusadores y sus
culpas 3.
El gesto podría muy bien ser el de una persona que no quería intervenir en
un asunto que se le propone (Luc_12:13.14). Power ha citado diversos casos
modernos tomados del ambiente árabe. Queriendo un tal Qasím hablar de la
actitud de su tribu, decía: “Cuando les piden regalos, se ponen a escribir
con sus bastones en el suelo, pretextando excusas.” 4
Sin embargo, en el evangelio “simbolista” de Jn, acaso pudiese estar
superpuesta por el evangelista la sugerencia, por sola evocación, de la
interpretación de Jeremías que daba San Jerónimo. El texto de Jeremías dice:
“Todos cuantos te abandonan (Yahvé) quedarán confundidos; quienes se apartan
de ti, serán escritos en la tierra porque abandonaron a Yahvé, fuente de
aguas vivas” (Jer_17:13). También era apartarse de Yahvé la maldad de ellos
contra Cristo y contra aquella mujer. Acaso en el detalle de este relato
esté el intento de sugerir también el sentido de este pasaje de Jeremías,
aunque no la interpretación material del mismo, por Cristo.
Y la prueba de esto es que nadie leyó lo que El escribía. Era, sin duda, el
gesto de una persona que no quiere inmiscuirse en un asunto ajeno y menos
aún en la celada que le tendían.
Por eso ellos “insistían en preguntarle.” Pero ante la malicia de su
intento, Cristo les da una doble lección de justicia y de misericordia. E
“incorporándose” en su asiento, pero sin ponerse de pie (v.8), mirándolos y
acaso señalándolos con el dedo, les dijo: “El que de vosotros esté sin
pecado, arrójele el primero la piedra.” En la represión de la apostasía
mandaba la Ley que los testigos denunciadores arrojasen los primeros las
piedras contra el condenado enjuicio (Deu_13:9; Deu_17:7). A esto es a lo
que alude la frase de Cristo. No es que Cristo negase el juzgar ni que los
jueces cambiasen su oficio; pues siempre está en pie el “dad al César lo que
es del César” (Mat_22:21 par.). Pero condenaba, en los que eran “sepulcros
blanqueados,” que estaban “llenos de hipocresía e iniquidad” (Mat_23:27.28),
un falso celo por el cumplimiento de la Ley en otros cuando ellos no la
cumplían.
Mas su palabra, que era acusación, pronto hizo su efecto. Empezaron a
marcharse los acusadores, “uno a uno, comenzando por los más ancianos.”
Rodeado de gentes que lo admiraban y que podían estallar abiertamente a su
favor, máxime si la acusación proseguía contundente, vieron que el mejor
partido era abandonar aquella situación enojosa. Y empezaron a salirse
hábilmente, inadvertidamente, uno a uno, comenzando por los más “ancianos.”
Acaso los más jóvenes, con un celo más exaltado, eran los que querían
mostrarse más celadores; pero, mientras, los más “ancianos,” con más
experiencia de la vida y de las multitudes, y posiblemente de otras
intervenciones del mismo Cristo, fueron los primeros en salirse de aquella
situación torpe y peligrosa. Y también una vida más larga de “fariseísmo”
les daba a su conciencia un mayor volumen de acusaciones.
Y “se quedó El solo, y la mujer en medio.” La contraposición se hace entre
los acusadores y la mujer, por lo que este quedarse ellos solos no excluye
la presencia de la turba que lo estaba escuchando (v.2) cuando le trajeron
aquella mujer.
Y hecha la lección de justicia contra los acusadores, da ahora la gran
lección de la misericordia. Si ellos no pudieron, en definitiva,
“condenarla,” cuando era lo que intentaban, menos lo hará Cristo, que vino a
salvar y perdonar. Por eso le dijo: “Ni yo te condeno.” Pero, contando con
un arrepentimiento y un propósito en ella: “Vete, y desde ahora no peques
más.” Y la adúltera encontró a un tiempo la vergüenza, el perdón, la gracia
y el cambio de vida.
Tres cuestiones sobre este pasaje.
Este pasaje es una cuestión debatida entre los autores. Son tres las
cuestiones que le afectan, y que se indican separadamente.
1. Inspiración — Que este pasaje está inspirado es doctrina de fe. Pues es
una de las perícopas que el concilio de Trento quiere incluir, al definir el
canon de los libros inspirados, en la expresión “libros íntegros cum ómnibus
suis partibus” 5. Es, pues, un pasaje bíblicamente inspirado.
2. Genuinidad__Este pasaje, ¿fue redactado e incluido en el cuarto evangelio
por el mismo San Juan? Hay razones muy serias que hacen pensar que no.
a) Argumentos Contra La Genuinidad. — 1) Falta en los códices griegos
mayúsculos más antiguos, y entre ellos el Alef, B, A, C, T, W, X, etcétera;
falta en muchos minúsculos.
2) En otros códices mayúsculos, v.gr., E, M, S, D, etc., y en muchos
minúsculos, el pasaje es anotado con un asterisco, indicando dudas sobre él
En el códice L y el Delta, queda espacio libre entre 7:52 y 8:12, lo que
indica la duda sobre su genuinidad.
3) En los códices que traen esta perícopa, aparece ésta con innumerables
vanantes, mucho más que en otros casos. Lo que indica una falta de fijeza en
el texto. Incluso códices que la traen la ponen sin fijeza de lugar. Unos la
ponen después de Luc_21:38; otros al fin del evangelio de Jn; otros después
de Jua_7:36 o Jua_7:44.
4) Falta en los manuscritos de las versiones antiguas principales: sean
latinas (a, 1, 1, q), sea en otras varías siríacas, en la versión sahídica,
en los más antiguos códices armenios.
5) Los escritores griegos que comentaron a San Juan, no comentan esta
anecdota, sino que Jn.7,52 pasan a 8:12. Así Orígenes, San Crisóstomo, San
Cirilo A., Teodoro de Mopsuestia.
Los más antiguos escritores latinos tampoco citan este pasaje. Tertuliano
silencia esta historia. También parece que fue desconocida por San Cipriano
y San Hilario.
Taciano, sirio, omite Jn 7:53-8:1-11 en su Diatessaron.
Falta en el papiro Bodmer u (p 66) y Bodmer (p 75).
6) Razones internas. — La estructura de la narrativa es más sinóptica que
yoannea, tanto por su contenido como por su lengua y estilo. Así la
expresión “escribas y fariseos,” tan usual en los sinópticos, no se
encuentra en Juan. Y su inserción aquí rompe la continuidad lógica de los
discursos del Señor.
b) Argumentos A Favor De La Genuinidad. — 1) Lo traen varios códices griegos
mayúsculos, entre ellos el D. Pero éste (siglo V-VI) se caracteriza por sus
muchas adiciones. Otros códices griegos mayúsculos son códices más
recientes. Y éstos lo traen, unas veces en el lugar en que hoy está, otros
después de otros pasajes de, Juan, o incluso después de Luc_21:36.
2) La traen muchos minúsculos.
3) Aparece en códices de antiguas versiones latinas; en la Vulgata, en
versiones siro-palestinense, etiópica, boaírica.
4) El pasaje es muy antiguo. Es ya conocido de Papías 6, por lo que llega al
siglo i. Se lo cita como parte del evangelio de Jn por Paciano (muerto antes
del 304), por San Ambrosio 7, San Jerónimo, que dice que figura “en muchos
códices griegos y latinos” 8; San Agustín es gran defensor de su genuinidad
9. Posteriormente es conocida unánimemente por los autores latinos.
5) Esta anecdota figura en la liturgia de la Iglesia; tanto entre los
latinos (evangelio de la misa del sábado después de la tercera dominica de
Cuaresma) como entre los griegos (en los días que se conmemora la festividad
de las Santas Pelagia, María Egipcíaca, etc.). De ahí el que se encuentre en
casi todos los “evangeliarios”; sólo se exceptúan 30. Pero este uso
litúrgico es ya tardío.
De lo expuesto, hoy se sostiene por la mayor parte de los autores lo
siguiente: basándose sobre todo en la autoridad de los códices griegos, esta
narracion no perteneció originariamente al evangelio de San Juan, sino que
fue insertada posteriormente en el mismo.
El haber sido insertada en este lugar puede explicarse porque Cristo, en
este capítulo octavo (v.15), dice que él no juzga — condena — a nadie. Y la
escena de la mujer adúltera, en que se termina diciendo: “Tampoco yo te
condeno,” venía a ser la introducción, con un hecho histórico, de esta
enseñanza de Cristo, al tiempo que la relación material de las palabras las
venía, materialmente, a aproximar 10.
3) Historicidad. — Esta narración es ya muy primitiva. Era conocida por
Papías 11, por lo que ya debe de llegar al siglo i; parece que fue conocida
por el Pastor de Hermas 12, también la citan el Evangelio según los Hebreos
13 y la Didascalia, sobre 250.
La histoncidad del pasaje nada tiene en contra. Los datos topográficos de
los versículos 1 y 2 son completamente exactos. Se la califica como “un
fragmento de la tradición apostólica” 14, y se dice que lleva ciertamente el
sello de la verdad intrínseca, y no presenta la más mínima huella de una
invención tardía (Weiss-Meyer).
Debe de provenir de la misma tradición apostólica. Y por su misma verdad
histórica y belleza doctrinal, fue conservada en la tradición. Y así
autorizada, se insertó, en un momento determinado, en el evangelio de Juan.
Pudo muy bien pertenecer, en cuanto a la sustancia del hecho, al mismo Juan,
y ser recogida por algún discípulo suyo o formulada por un escritor más
cercano al estilo sinóptico. Ni hay repugnancia en que proceda, por
literatura y contenido, de la misma tradición sinóptica. Pero ¿no habría
sido incorporada a los evangelios provenientes de ella? Querer precisar su
autor literario parece imposible en el estado actual.
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia
Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)
Comentario Teológico: San Agustín - La mujer adúltera
3. De allí se marchó Jesús al monte, pero al monte de los Olivos, monte
fructuoso, monte del ungüento, monte del crisma. ¿Dónde era conveniente que
enseñase Cristo sino en el monte de los Olivos? El nombre de Cristo viene de
la palabra griega Xrisma, que es unción en latín. Nos ungió precisamente
porque nos habilitó para luchar contra el diablo. Y de mañana volvió otra
vez al templo, y todo el pueblo vino a Él, y, sentado, les enseñaba. Y nadie
le prendía, porque todavía no se dignaba padecer.
4. Atended ya ahora en que pusieron a prueba sus enemigos la mansedumbre del
Señor. Le llevan los escribas y fariseos una mujer sorprendida en adulterio
y la colocan en medio y le dicen: Maestro, esta mujer acaba de ser cogida en
adulterio, y Moisés nos manda en la ley apedrear a esta clase de mujeres; tú
¿qué dices? Esto se lo decían tentándole, con el fin de poderle acusar. Pero
¿de qué podían acusarle? ¿Es que le habían sorprendido por ventura en algún
crimen o es que aquella mujer era considerada como si estuviera de algún
modo en relación con El? ¿Qué significa, pues: Tentándole, para tener de qué
acusarle?
Aquí se ve, hermanos, cómo descuella en el Señor su admirable mansedumbre.
Se dieron cuenta de que era dulce y manso en extremo, ya que de Él estaba ya
predicho: Ciñe tu espada sobre tu muslo, ¡oh poderosísimo! Enristra con tu
belleza y hermosura y marcha con prosperidad y reina por tu verdad,
mansedumbre y justicia1. Nos dio, pues, a conocer la verdad como maestro, y
la mansedumbre como libertador, y la justicia como juez. Por eso predijo el
profeta que reinaría en el Espíritu Santo2. Cuando hablaba, se reconocía la
verdad, y cuando no se enfurecía contra sus enemigos, se elogiaba su
mansedumbre. Pues como sus enemigos por estas dos cosas, es decir, por la
verdad y la mansedumbre, se consumían de odio y de envidia, le echaron un
lazo en la tercera, es decir, en la justicia. ¿Cómo? La ley preceptuaba
apedrear a las adúlteras; y la ley, ciertamente, no podía preceptuar
injusticia alguna: si decía algo distinto de lo que preceptuaba la ley, se
le sorprendería en la injusticia. Decían, pues, entre ellos: Se le cree
amigo de la verdad y parece amable; hay que poner a prueba con sagacidad su
justicia.
Presentémosle una mujer sorprendida en adulterio y digámosle lo que acerca
de ella la ley preceptúa. Si ordena que sea apedreada, dejará de ser amable;
y si juzga que se la debe absolver, será transgresor de la justicia. Pero
dicen ellos: Para no sacrificar su mansedumbre, por la que se ha hecho tan
amable al pueblo, dirá indudablemente que debe ser absuelta. Esta será la
ocasión de acusarle y hacerle reo como prevaricador de la ley, diciéndole:
Tú eres un enemigo de la ley; sentencias contra Moisés; mucho más: contra
Aquel que dio la ley; tú eres reo de muerte y tú mismo debes ser apedreado
junto con ella.
¡Qué palabras y razonamientos tan adecuados para encender más la pasión de
la envidia y hacer arder más el fuego de la acusación y para ser exigida con
instancia la condenación! Y todo esto, ¿contra quién? La perversidad contra
la Rectitud, y la falsedad contra la Verdad, y el corazón pervertido contra
el corazón recto, y la insipiencia contra la Sabiduría. ¿Cuándo iban ellos a
preparar lazos en los que no cayeran primero de cabeza ellos? Mirad cómo el
Señor en su respuesta pone a salvo la justicia sin detrimento de la
mansedumbre. No fue prendido Aquel a quien el lazo se tendía, sino que
fueron presos primero quienes lo tendían: es que no creían en Aquel que
podía librarlos de todos los ardides.
5. ¿Qué respuesta dio, pues, el Señor Jesús? ¿Cuál fue la respuesta de la
Verdad? ¿Cuál fue la de la Sabiduría? ¿Cuál fue la de la Justicia misma,
contra la que iba dirigida la calumnia? La respuesta no fue: «Que no sea
apedreada», no pareciese que procedía contra la ley; ni mucho menos esta
otra: «Que sea apedreada»; es que no había venido a perder lo que había
hallado, sino a buscar lo que había perecido3. ¿Qué respuesta fue la suya?
Mirad qué respuesta tan saturada de justicia, y de mansedumbre, y de verdad:
Quien de vosotros esté sin pecado, que tire contra ella la piedra el
primero. ¡Oh qué contestación la de la Sabiduría! ¡Cómo les hizo entrar
dentro de sí mismos! No hacían más que calumniar a los demás y no se
examinaban por dentro a sí mismos; clavaban los ojos en la adúltera y no los
clavaban en sí mismos. Siendo ellos transgresores de la ley, querían que se
cumpliese la ley, y esto a base de toda clase de astucias, no según las
exigencias de la verdad, como sería condenar al adulterio en nombre de la
propia castidad.
Acabáis de oír, judíos y fariseos y doctores de la ley, al Custodio de la
ley, pero que aún no habéis comprendido al Legislador. ¿Qué otra cosa, pues,
quiere daros a entender cuando escribe con el dedo en la tierra? La ley fue
escrita con el dedo de Dios, pero en piedra, por la dureza de los
corazones4. Ahora escribía ya el Señor en la tierra, porque quería sacar de
ella algún fruto. Lo habéis oído, pues. Cúmplase la ley; que sea apedreada.
Pero ¿es, por ventura, justo que la ley la ejecuten quienes, como ella,
deben ser castigados?
Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del
tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a hacer
confesión. Pues sabe quién es: No hay nadie que conozca la interioridad del
hombre sino el espíritu del hombre, que existe en él5. Todo el que dirige su
vista al interior, se ve pecador. Esto es claro que es así. Luego o tenéis
que dejarla libre o tenéis que someteros juntamente con ella al peso de la
ley.
Si su sentencia hubiera sido que no sea apedreada la adúltera, se pondría en
evidencia que era injusto; y si hubiera sido que sea apedreada, no parecería
ser manso. La sentencia del que es manso y justo, tenía que ser: Quien de
vosotros esté sin pecado, que arroje el primero contra ella la piedra. Es la
justicia la que sentencia: Sufra el castigo la pecadora; pero no por
pecadores; ejecútese la ley, pero no por sus transgresores. Esta es en
absoluto la sentencia de la justicia. Y ellos, heridos por ella como por un
grueso dardo, se miran a sí mismos y se ven reos y salen todos de allí uno
después de otro. Sólo dos se quedan allí: la miserable y la misericordia. Y
el Señor, después, de haberles clavado en el corazón el dardo de su
justicia, ni mirar se digna siquiera cómo van desapareciendo, sino que
aparta de ellos su vista y vuelve otra vez a escribir con el dedo en la
tierra.
6. Sola aquella mujer e idos todos, levantó sus ojos y los fijó en ella. Ya
hemos oído la voz de la justicia; oigamos ahora también la voz de la
mansedumbre. ¡Qué aterrada debió quedar aquella mujer cuando oyó decir al
Señor: Quien de vosotros esté sin pecado, que lance contra ella la piedra el
primero! Mas ellos se miran a sí mismos y, con su fuga confesándose reos,
dejan sola a aquella mujer con su gran pecado en presencia de aquel que no
tenía pecado. Y como le había ella oído decir: El que esté sin pecado, que
arroje contra ella la piedra el primero, temía ser castigada por aquel en el
que no podía hallarse pecado alguno. Más el que había alejado de sí a sus
enemigos con las palabras de la justicia, clava en ella los ojos de la
misericordia y le pregunta: ¿No te ha condenado nadie? Contesta ella: Señor,
nadie.
Y El: Ni yo mismo te condeno; yo mismo, de quien tal vez temiste ser
castigada, porque no hallaste en mí pecado alguno. Ni yo mismo te condeno.
Señor, ¿qué es esto? ¿Favoreces tú a los pecados? Es claro que no es así.
Mira lo que sigue: Vete y no quieras pecar más en adelante. Luego el Señor
dio sentencia de condenación, pero contra el pecado, no contra el hombre.
Pues, si fuera El favorecedor de los pecados, le habría dicho: Ni yo mismo
te condeno, vete y vive a tus anchas; bien segura puedes estar de mi
absolución; yo mismo, peques lo que peques, te libraré de todas las penas,
aun de las del infierno, y de sus verdugos. No fue ésta su sentencia.
7. Que se fijen en esto quienes aman en el Señor la mansedumbre y teman la
justicia; porque dulce y recto es el Señor6. Tú lo amas porque es dulce;
témelo también, porque es recto. Así habla como manso: Callé7; pero, como
justo, añade: ¿Callaré, por ventura, siempre? Misericordioso y compasivo es
el Señor8.
Así es, efectivamente. Todavía hay que añadir: y magnánimo; más todavía: y
muy misericordioso; pero teme lo último que añade: y veraz. A los que
soporta ahora como pecadores, los juzgará después como menospreciadores. ¿Es
que desprecias las riquezas de su magnanimidad y mansedumbre? ¿No sabes que
la paciencia de Dios te convida a penitencia? Más tú, por la dureza e
impenitencia de tu corazón, te vas atesorando ira para el día de la ira y
del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras9. Manso y
magnánimo y misericordioso es el Señor, pero también es el Señor justo y
veraz.
Él te da tiempo para tu corrección; pero tú amas la dilación más que la
enmienda. ¿Fuiste ayer malo? Sé hoy bueno. ¿Has pasado el día de hoy en el
pecado? No sigas así mañana. Tú siempre esperando y prometiéndote muchísimo
de la misericordia de Dios, como si el que te promete el perdón si te
arrepientes, te hubiera prometido también vida más larga. ¿Cómo sabes lo que
te proporcionará el día de mañana? Razón tienes cuando hablas así en tu
corazón: Cuando me corrija, me perdonará Dios todos mis pecados. No se puede
negar que Dios promete el perdón a los que se corrigen y convierten. Pero en
el profeta que tú me estás leyendo que Dios prometió el perdón al
arrepentido, no me lees tú que te prometió vida larga.
8. Por dos cosas, pues, están en peligro los hombres. Por la esperanza y por
la desesperación, que son cosas contrarias, efectos contrarios. Se engaña
esperando, se engaña el que dice: Dios es bueno y puedo hacer lo que me
plazca y lo que quiero; puedo soltar las riendas a mi concupiscencia y dar
satisfacción a los deseos de mi alma. ¿Y por qué esto? Porque Dios es bueno
y Dios es misericordioso y manso. La esperanza es un peligro para estos
hombres.
La desesperación, en cambio, pone en peligro a aquellos que, una vez caídos
en graves pecados, creen que ya no hay perdón para ellos, aunque se
arrepientan; y considerándose ya, sin duda alguna, como destinados al
infierno, dicen en sí mismos: Nosotros ya estamos condenados sin remedio,
¿por qué no hacemos todo lo que nos plazca? Su disposición de alma es como
la de los gladiadores destinados a morir por la espada. Por eso son tan
perjudiciales los desesperados: ya no tienen nada que temer y son
espantosamente temibles. El alma fluctúa entre la esperanza y la
desesperación. Teme no te mate la esperanza y, esperando mucho en la
misericordia de Dios, caigas en manos de su justicia. Teme también no te
mate la desesperación y, creyendo que no es posible que se te perdonen los
pecados que cometiste, te niegues a hacer penitencia e incurras en el juicio
de la Sabiduría, que dice: Yo me reiré también de vuestra ruina...10
¿Qué remedio proporciona el Señor a quienes están en peligro de muerte por
una u otra de estas enfermedades? A los que están en peligro de muerte por
la esperanza, les da este remedio: No demores tu conversión al Señor ni la
difieras un día por otro, porque pronto llegará la ira de Dios, y en el
momento de la venganza será tu ruina11. ¿Qué remedio da a quienes pone en
peligro de muerte la desesperación? En el momento mismo en que el inicuo se
convierta, olvidaré para siempre todas sus iniquidades12. Por causa de
aquellos que están en peligro por la desesperación, ofrece el puerto de la
indulgencia; y por los que pone en peligro la esperanza y son víctimas del
engaño por la dilación, deja en la incertidumbre el día de la muerte. No
sabes cuándo llegará el último día. ¿Eres ingrato, precisamente, porque
tienes el día de hoy para corregirte? En este sentido habla a esta mujer: Ni
yo te condenaré. Segura, pues, de lo pasado, ponte en guardia para el
futuro. Ni yo te condenaré. Yo he borrado los pecados que cometiste; observa
lo que te he preceptuado para que llegues a conseguir lo que te he
prometido.
Notas
1 Sal 44, 4.5 2 Is 11 3 Lc 10, 10 4 Ex 31, 18
5 1 Co 2, 11
6 Sal 24, 8 7 Is 42, 14 8 Sal 85, 15 9
Rm 2, 4
10 Pr 1, 26 11 Si 5, 7 12 Ez 18, 27
(SAN AGUSTÍN, Comentario al Evangelio de San Juan (I), Tratado 33, 3-8, O.C.
(XIII), BAC Madrid 1968-2, p. 667 - 675)
Comentario Teológico: P. Dr. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - El
gran perdonador
Probablemente ocurrió durante la octava de los Tabernáculos, mientras Jesús
enseñaba en el Templo (cf. Jn 8,1-11). Los escribas y fariseos
interrumpieron la enseñanza de Jesús echándole al medio una mujer que había
sido atrapada en flagrante adulterio; la habían arrastrado por la ciudad,
mostrándose así como los celosos custodios de la Ley y de la moral. El
Levítico, mandaba que tales mujeres fuesen lapidadas, es decir, apedreadas
hasta morir. La mujer, siendo judía, conocía la ley y sabía que no tenía
escapatoria humana: iba a ser condenada a muerte. Los escribas y fariseos,
sin embargo, quieren que sea Jesús quien la juzgue: si la condena,
respetando la ley mosaica, irá en contra de su predicación de misericordia
con los pecadores; si la absuelve prevaricará contra la ley. Por eso dice
san Juan: Decían esto para ponerle a prueba y tener de qué acusarlo. Jesús
demostró que la ley estaba bien, pero que si hubiese de aplicarse
estrictamente nadie tendría salvación: El que de vosotros esté sin pecado,
arroje la primera piedra. Ninguno se animó a proclamarse justo e inocente
delante de Cristo; era muy peligroso hacer eso delante del Rabí que leía las
conciencias y los corazones. Por eso fueron yéndose uno a uno, empezando por
los más ancianos, es decir, por los que cargaban con más delitos ante Dios.
Quedaron solos: Jesús y la mujer; la Misericordia y la miseria, dirá luego
San Agustín. Jesús le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te condenó? Y ella
entonces dijo: Ninguno, Señor. Dijo entonces Jesús: Tampoco yo te condeno.
Vete y desde este momento no peques más.
Séneca fue una de las mentes más lucidas del paganismo; sin embargo, él
escribió en su obra sobre la clemencia lo siguiente: “Yo considero [la
misericordia] un defecto del alma. Pertenece a aquel grupo de cosas que...
debemos repudiar... Los hombres honestos han de huir de la misericordia, que
es el vicio de la pusilanimidad respecto de los males ajenos... Suelen
sentirla los hombres peores. Son las viejas y las mujerzuelas las que se
conmueven con las lágrimas de los culpados, y ello hasta el punto que, de
serles permitido, los sacarían de las cárceles... Es la misericordia una
enfermedad del alma, originada por la apariencia de las miserias ajenas, o
una tristeza por los males de los demás, nacida de creer que les ocurren sin
merecerlo. Esta enfermedad no recae sobre el hombre sabio”. ¡Y el que así
escribe no es Nerón, ni Dioclesiano, ni Calígula, sino Séneca, el gran
moralista pagano!
En contraposición con esta oscura visión del paganismo, la figura de Cristo
puede resumirse en una sola estampa: la del “Gran Perdonador”. Dios al
Encarnarse se hizo Perdón. Sus actitudes y gestos más importantes son los
del perdón, porque grande es su compasión e infinita su misericordia.
1. El perdón en los motivos de la Encarnación
¿Qué interés, qué ganancias saca Dios haciendo tanto por nosotros? Ninguno
para Él; todo para nosotros. Lo que mueve a Dios a encarnarse son sólo sus
entrañas de misericordia. Por las entrañas de misericordia de nuestro
Dios... nos visitará el Sol que nace de lo alto (Lc 1,78). La palabra
misericordia viene de miseris-cor-dare, dar el corazón a los miserables, a
los desgraciados, a los afligidos. El vocablo usado a menudo en el Antiguo
Testamento es rahamim, derivado de rehem, el regazo materno; es decir, la
misericordia divina es todo un conjunto de sentimientos entre los que están
la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, la disposición al
perdón total; cualidades todas que identificamos con el amor maternal. Como
dice Dios por el Profeta Isaías: ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su
pequeñuelo, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ellas se
olvidaren, yo no te olvidaría (Is 49,15).
El Verbo se encarna para que tengamos Vida y en abundancia: Yo vine para que
tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10,10). Por eso dirá luego San
Pablo: Donde abundó el pecado, sobreabundó [por Cristo] la gracia (Rom
5,20). “Jesucristo con su muerte –confiesa San León Magno– nos trajo mayores
bienes que los males que nos trajo el diablo por el pecado”.
La abundancia se muestra en la enormidad de cuanto hizo Jesucristo por
nosotros. Para redimirnos, siendo Dios, le bastaba con un gesto, con una
sola oración, con sólo quererlo, con una gota de su sangre, pero bebió todas
las amarguras de la Pasión, del desprecio, de la ignominia, del dolor y
finalmente la muerte.
Y lo hizo siendo nosotros enemigos de Dios por el pecado. Nadie ama a sus
enemigos... salvo Dios y los hijos de Dios: Siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios (Rom 5,10); Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis
extraños y enemigos... os ha reconciliado (Col 1,21). Por eso dice San Pablo
de Cristo que Él ha dado en sí mismo muerte a la enemistad (Ef 2,16).
Jesucristo fue el primero en cumplir lo que Él mismo enseñó: Se dijo: amarás
a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persigan (Mt 5, 43-44). Por eso nos amó y
hasta el extremo. “Oh amor inmenso de nuestro Dios –dice San Bernardo– que,
para perdonar a los esclavos, ni el Padre perdonó al Hijo, ni el Hijo se
perdonó a sí mismo”.
2. El perdón en los gestos hacia los pecadores
Jesús se manifestó en todo momento como defensor de los pecadores. Los
hombres perdonan menos que Dios. Y aun cuando el hombre considera que algo
es imperdonable, todavía allí Dios ofrece el perdón. Por eso defiende a los
pecadores que son castigados y despreciados por los hombres: defiende a la
mujer sorprendida en adulterio, defiende a los samaritanos que lo rechazan
(El Hijo del hombre no vino a perder las almas de los hombres, sino a
salvarlas: Lc 9, 56), defiende a la pecadora que lava sus pies con sus
lágrimas en casa del fariseo (cf. Lc 7,36ss), defiende a María de Betania de
las murmuraciones de Judas (cf. Jn 12,4ss), defiende a sus verdugos durante
su crucifixión: Perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23,24).
Lo manifestó también saliendo a buscar a los pecadores, como el buen pastor
cuando se le pierde una oveja deja las noventa y nueve que están a salvo y
camina por el desierto hasta encontrar la descarriada (cf. Lc 15,4-7).
Lo manifestó también al afirmar que recibiría con ternura y generosidad a
los que retornaran a Él: como el padre de la parábola hace con el hijo
pródigo (cf. Lc 15,12). Porque hay más alegría en los cielos por un pecador
que se convierte que por 99 justos que no necesitan conversión (Lc 15,7).
3. El perdón en los llamados a los pecadores
Jesucristo se describe casi suplicando a los pecadores que tengan compasión
de sus propias almas. Todo aquél que venga a Mí, yo no lo echaré fuera (Jn
6,37). Ya estaba dicho en el Antiguo Testamento: No me complazco en la
muerte del pecador sino en que se convierta y viva (Ez 18,32). Con cuánta
razón escribió San Juan de Ávila: “Este Señor crucificado es el que alegra a
los que el conocimiento de sus pecados entristece, y el que absuelve a los
que la ley condena, y el que hace hijos de Dios a los que eran esclavos del
demonio. A éste deben procurar conocer y allegarse todos los adeudados con
espirituales deudas de pecados que han hecho, y que por ello están en
angustia y amargura de corazón cuando se miran, e irles ha bien... Quien
sintiere desmayo mirando sus culpas, alce sus ojos a Jesucristo, puesto en
cruz y cobrará esfuerzo”.
Cristo promete el perdón y da seguridad de su compasión a todos cuantos se
le acercan y oyen su llamado: Venid a Mí todos los que estáis agobiados, que
yo os aliviaré (Mt 11,28); Venid, hagamos cuentas, dice Yahvéh; aunque
vuestros pecados fuesen como la grana, los dejaré más blancos que la nieve;
aunque fuesen rojos como la púrpura, quedarán blancos como la lana (Is
1,18).
Ciertamente, más quiere Dios perdonar al hombre que el hombre ser perdonado.
Por eso su mejor imagen es la de la Cruz: allí, con los brazos abiertos es
el símbolo de la espera del pecador, de la misericordia, del perdón. Él es,
como lo describe Pemán en El divino impaciente:
“...Un condenado de amor
que nos amó de tal suerte,
que nos dio vida en su muerte
y esperanza en su dolor;
... un generoso Señor
que para todos tenía
una palabra de miel,
y a los parias atendía
y a los niños les decía
que se acercasen a Él;
¡... un Dios que en la Cruz clavados
tiene ya por los pecados
de todos los pecadores,
de tanto abrirlos de amores
los brazos descoyuntados!”.
Pedro Malón de Chaide, teólogo y poeta agustino, catedrático en Huesca y
Zaragoza, fallecido en 1589, discípulo de Fray de León, escribió una página
maravillosa jugando con dos expresiones evangélicas: el Ecce homo, “he aquí
al hombre” (Jn 19,5), que pronuncia Pilatos al mostrar a Cristo humillado
ante los judíos, y el Ecce mulier, las palabras con que San Lucas introduce
la aparición de la Magdalena arrepentida en casa del fariseo mientras Jesús
comía (“He aquí que una mujer pecadora...”: Lc 7,37). Es irresistible
transcribir su relato:
“Dos ecce hallo en la Sagrada Escritura que parecen contrapuestos el uno del
otro: el uno es este Ecce mulier, y el otro, el Ecce homo que se dijo del
Hijo de Dios...
Poned, pues, a una parte a Cristo llagado, atado, espinado, el rostro lleno
de cardenales y salivas, el cuerpo cubierto de sangre de los azotes,
aquellos divinos ojos llenos de lágrimas; poned a otra parte a Magdalena,
suelta, profana, llena de pecados, infame, sin nombre, hecha una añagaza del
demonio, un despeñadero de almas.
Oíd a Pilatos que dice: Ecce homo, y volved a San Lucas, que le contrapone:
Ecce mulier, y mirad ahora el misterio tan galán que ahí está: Ecce homo,
pues Ecce mulier. Para que haya un Ecce mulier, es menester que haya un Ecce
homo, que si éste no hay, no habrá aquél. Ecce homo, que se hizo hombre por
gracia; Ecce mulier, que es mujer flaca por naturaleza; Ecce homo, que es
justo; Ecce mulier, que es pecadora; Ecce mulier, que peca, pues Ecce homo,
que lo paga; Ecce mulier, culpada, pues Ecce homo, penado; Ecce mulier, que
merece el castigo, pues Ecce homo, que es azotado; Ecce mulier, suelta, pues
Ecce homo, atado; Ecce homo, que, siendo Dios, se hizo hombre, pues Ecce
mulier, que, siendo pecadora, queda santa; Ecce homo, que muere porque ésta
viva, pues Ecce mulier que vive porque éste muere; Ecce homo, que le
presentan por esta mujer a Pilatos, pues Ecce mulier, que la presentan por
este hombre al Padre. Pilatos da este Ecce homo a los hombres para su
rescate; Cristo da este Ecce mulier al Padre para su regalo. ¡Oh trueque
soberano! ¡Dulce bien nuestro, que te pones en competencia por una pecadora
porque tu amor te fuerza y tu Padre te lo manda!
... Ecce homo, remedio de mis males, hombre que paga mis deudas, sangre con
que se lavan mis culpas, precio con que se redime mi ofensa. Pilatos te me
muestra, Redentor de mi alma; tu Padre te me da, tú mueres por mí. Tú dices:
Esta es mi sangre, que derramo por vosotros. Tu padre dice: Así amo al
mundo, que le di un solo Hijo que tenía. Pilatos me dice: Pues veis ahí al
hombre que todo eso hace: Ecce homo. El me dice: Ecce homo; mas yo digo:
Ecce Deus. Hombre te me muestran, mas Dios te conozco. Ecce homo, que muere
por mí; Ecce Deus, que resucita por sí; Ecce homo, que muestra mi flaqueza
padeciendo; Ecce Deus, que me da su fortaleza venciendo. ¡Dulce retrato de
mi remedio, que así te había yo menester para mí, que te perdiese a Ti para
hallarme a mí!”.
En una iglesia de Würzburg hay un crucifijo poco común. Los brazos del
Salvador no están extendidos sobre el patíbulo sino hacia delante y
cruzados. Dice la leyenda que cuando los suecos ocuparon la ciudad y se
entregaron a amontonar el botín de guerra, un soldado penetró en el templo
durante la noche y quiso quitar de la cabeza del Redentor la corona de oro.
¡Oh prodigio! Los brazos del Crucificado se desclavaron de su Cruz y
abrazaron al sacrílego ladrón. Lo tenían sujeto; pero no lo apretaban con
rencor sino con ternura infinita. Por la mañana sus compañeros lo
encontraron todavía en la iglesia, entre los brazos del Cristo, bañado el
rostro en lágrimas de vergüenza y con el corazón contrito.
¿Es sólo la historia de un soldado? Es la historia del hombre.
(Fuentes, M. A., I.N.R.I. Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, Ediciones del
Verbo Encarnado, Dushambé – San Rafael (Mendoza), 1999, p. 223 – 228)
1. Séneca, De clemencia, 2,4-5.
2. San Juan de Ávila, Audi filia, c. 68.
3. Pedro Malón de Chaide, La conversión de la
Magdalena, P. 2ª, ca. XII.
Santos Padres: San Agustín - Jesús viene como redentor no como
condenador
4. ¡Señor, escucha mi oración! De esa calaña eran los judíos aquellos que
leemos en el Evangelio. Su propia lengua les condujo a la muerte. Lo
acabamos de escuchar en el Evangelio. Se nos narra que los judíos
presentaron a Jesús a una meretriz para tentarle diciendo: Maestro, esta
mujer fue sorprendida hace un instante en adulterio. Conforme a la ley de
Moisés hay que lapidar a cualquier mujer sorprendida en adulterio. Tú, ¿qué
dices? La lengua hablaba así, pero no conocía a su Creador. Aquellos judíos
no querían orar y decir: libera mi alma de la lengua mentirosa. Se habían
acercado a Jesús de manera dolosa, intentando llevar a efecto su propósito.
El Señor no había venido a derogar la ley, sino a cumplirla y a perdonar los
pecados. Se dijeron los judíos entre sí: «Sí dijere que hay que apedrearla
le diremos: ¿dónde está el que perdona los pecados? ¿No eres tú el que
dices: Perdonados te son tus pecados? Y si dijere: désele la libertad,
diremos: ¿Cómo es que viniste a cumplir la ley y no a destruirla?»
Contemplad una lengua mentirosa ante Dios. Jesús, que había venido como
redentor, no como condenador —había venido a redimir lo que había perecido—,
se apartó de ellos como no queriendo verlos.
No carece de sentido este alejamiento de ellos; algo especial se
transparenta en esta acción. Como si dijera: « ¡Vosotros, pecadores, me
traíais una pecadora! Si pensáis que debo condenar los pecados, comenzaré
por vosotros mismos». Y el que vino a perdonar los pecados dice: El que de
vosotros crea estar sin pecado, que lance la primera piedra contra ella. ¡Oh
respuesta! Si hubiesen intentado lanzar la piedra contra la pecadora, en ese
mismo instante se les hubiera dicho: Con el juicio que habéis juzgado seréis
también juzgados. Condenáis, luego seréis condenados. Los judíos, sin
embargo, aunque no conocían al Creador, conocían su propia conciencia. Por
eso, volviéndose la espalda mutuamente, ya que avergonzados no querían ni
verse a sí mismos, se fueron marchando todos, comenzando por los más
ancianos hasta los más jóvenes, según se nos narra en el Evangelio. El
Espíritu Santo había dicho: Todos se descarriaron; ya no hay quien haga
bien, no queda siquiera uno.
5. Se marcharon todos. Quedaron solos Jesús y la pecadora. Permaneció el
Creador con la criatura; permaneció la miseria con la misericordia;
permaneció la que reconoció su pecado con el que se lo perdonó. Esto
significa el escribir sobre la tierra. Cuando fue creado el hombre, se le
dijo: Eres tierra. Cuando Jesús ofrecía el perdón a la pecadora, escribía
sobre la tierra. Ofrecía el perdón; pero, al ofrecérselo, levantó hacia ella
el rostro y le dijo: ¿Nadie te apedreó? Ante esto, ella no dijo: ¿Por qué?
¿Qué hice, Señor? ¿Acaso soy reo?
No habló la pecadora de ese modo, sino que dijo: Nadie, Señor. Se acusó,
pues, a sí misma. Los judíos no pudieron probar el delito; y se marcharon.
Ella confesó el pecado que el Señor no ignoraba; pero el Señor, a la vez,
buscaba la fe y la confesión. ¿Nadie te apedreó? — Nadie, Señor, respondió
ella. Dijo nadie a causa de la confesión de los pecados; y dijo Señor a
causa del perdón. Nadie, Señor. Conozco ambas cosas: quién eres tú y quién
soy yo. Ante ti me confieso, ya que escuché: Confesad al Señor porque es
bueno. Reconocí mi culpa y reconocí tu misericordia. Y dijo: Guardaré mis
caminos para que mi lengua no sea falaz.
Los judíos pecaron al obrar con dolo, pero la pecadora se liberó confesando.
¿Nadie te condenó? —Nadie, y calla. Jesús escribe de nuevo. Escribió dos
veces, según se nos narra: Una, al otorgar el perdón; otra, al renovar los
preceptos. Ambas cosas se hacen cuando recibimos el perdón. Firmó el
emperador; y cuando se renueva esta formalidad, de nuevo se dan otros
preceptos. Estos preceptos son aquellos que hemos escuchado en el Apóstol
mandando observar la caridad. Anteriormente hemos escuchado esa lectura. Y
el mismo Señor lo dice: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con todas tus fuerzas; y amarás al prójimo como a ti mismo.
En estos dos preceptos se encierra toda la ley y los profetas.
6. Para que no tuviéramos dificultad en entender fueron proclamadas
solamente dos cosas: Dios y el prójimo; el que te hizo y con quien te hizo.
Nadie te ha dicho: «Ama el sol, ama la luna, ama la tierra y todo lo que se
ha hecho». En todas estas cosas Dios ha de ser alabado, el Creador ha de ser
bendecido. ¡Cuán grandiosas son tus obras; todas las cosas las hiciste
sabiamente! Son tuyas; tú las has hecho. ¡Gracias te sean dadas! Pero sobre
todas las cosas nos hiciste a nosotros. ¡Gracias también!
Somos tu imagen y tu semejanza. ¡Gracias! Hemos pecado y fuimos buscados por
ti. ¡Gracias! Te hemos abandonado, pero tú no nos abandonaste. Para que no
nos olvidásemos de tu divinidad y te perdiésemos, tú tomaste nuestra
humanidad. ¡Gracias te sean dadas! ¿Cuándo no hemos de darte gracias? Por
eso dije: Guardaré mis caminos para que no caiga con mi lengua. Aquella
mujer, presentada a Jesús como adúltera, acogió el perdón y fue absuelta.
¿Nos será a nosotros trabajoso recibir el perdón de todos nuestros pecados
mediante el bautismo, mediante la confesión y mediante la gracia?
Pero que nadie diga ahora: «Aquella mujer recibió el perdón. Yo todavía soy
un catecúmeno. Cometeré adulterios, ya que recibiré también el perdón.
Imagínate que soy como aquella mujer. Reconoció su pecado y fue absuelta.
Nuestro Dios es bueno. Si llegare a pecar, se lo confesaré y me
perdonará». Estás bien atento a su bondad, pero debes tener siempre presente
su justicia; ya que, al igual que es bueno perdonando, es también justo
condenando. Por eso dije: Guardaré mis caminos para que no caiga con mi
lengua. Me gustaría saber si ahora, mientras estoy predicando, nadie ha
pecado con su lengua. Posiblemente, en el tiempo que llevamos aquí, ninguno
de vosotros ha hablado mal; pero tal vez alguno haya pensado mal. ¡Estad
atentos! Guardaré mis caminos para que no caiga con mi lengua. Di de verdad:
Puse un candado a mi boca cuando el pecador se presentó contra mí.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (1º) (t. VII). Sermón 16A, 4-7, BAC Madrid 1981,
261-65)
Aplicación: S.S. Francisco pp - Dios perdona con una caricia
«Dios perdona no con un decreto sino con una caricia». Y con la misericordia
«Jesús va incluso más allá de la ley y perdona acariciando las heridas de
nuestros pecados». A esta gran ternura divina el Papa Francisco dedicó la
homilía de la misa del lunes 7 de abril.
«Las lecturas de hoy —explicó el Pontífice— nos hablan del adulterio», que
junto a la blasfemia y la idolatría era considerado «un pecado gravísimo en
la ley de Moisés», sancionado «con la pena de muerte» por lapidación. El
adulterio, en efecto, «va contra la imagen de Dios, la fidelidad de Dios»,
porque «el matrimonio es el símbolo, y también una realidad humana de la
relación fiel de Dios con su pueblo». Así, «cuando se arruina el matrimonio
con un adulterio, se ensucia esta relación entre Dios y el pueblo». En ese
tiempo era considerado «un pecado grave» porque «se ensuciaba precisamente
el símbolo de la relación entre Dios y el pueblo, de la fidelidad de Dios».
En el pasaje evangélico propuesto en la liturgia (Jn 8, 1-11), que relata la
historia de la mujer adúltera, «encontramos a Jesús que estaba sentado allí,
entre mucha gente, y hacía las veces de catequista, enseñaba». Luego «se
acercaron los escribas y los fariseos con una mujer que llevaban delante de
ellos, tal vez con las manos atadas, podemos imaginar». Y, así, «la
colocaron en medio y la acusaron: ¡he aquí una adúltera!». Se trataba de una
«acusación pública». Y, relata el Evangelio, hicieron una pregunta a Jesús:
«¿Qué tenemos que hacer con esta mujer? Tú nos hablas de bondad pero Moisés
nos dijo que tenemos que matarla». Ellos «decían esto —destacó el Pontífice—
para ponerlo a prueba, para tener un motivo para acusarlo». En efecto, «si
Jesús decía: sí, adelante con la lapidación», tenían la ocasión de decir a
la gente: «pero este es vuestro maestro tan bueno, mira lo que hizo con esta
pobre mujer». Si, en cambio, «Jesús decía: no, pobrecilla, perdonadla», he
aquí que podían acusarlo «de no cumplir la ley». Su único objetivo era
«poner precisamente a prueba y tender una trampa» a Jesús. «A ellos no les
importaba la mujer; no les importaban los adulterios». Es más, «tal vez
algunos de ellos eran adúlteros».
Por su parte, a pesar de que había mucha gente alrededor, «Jesús quería
permanecer solo con la mujer, quería hablar al corazón de la mujer: es la
cosa más importante para Jesús». Y «el pueblo se había marchado lentamente»
tras escuchar sus palabras: «El que esté sin pecado, que tire la primera
piedra».
«El Evangelio con una cierta ironía —comentó el obispo de Roma— dice que
todos se marcharon, uno por uno, comenzando por los más ancianos». He aquí,
entonces, «el momento de Jesús confesor». Queda «solo con la mujer», que
permanecía «allí en medio». Mientras tanto, «Jesús estaba inclinado y
escribía con el dedo en el polvo de la tierra. Algunos exegetas dicen que
Jesús escribía los pecados de estos escribas y fariseos. Tal vez es una
imaginación». Luego «se levantó y miró» a la mujer, que estaba «llena de
vergüenza, y le dijo: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha
condenado? Estamos solos, tú y yo. Tú ante Dios. Sin acusaciones, sin
críticas: tú y Dios».
La mujer no se proclama víctima de «una falsa acusación», no se defiende
afirmando: «yo no cometí adulterio». No, «ella reconoce su pecado» y
responde a Jesús: «Ninguno, Señor, me ha condenado». A su vez Jesús le dijo:
«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más, para no pasar un
mal momento, para no pasar tanta vergüenza, para no ofender a Dios, para no
ensuciar la hermosa relación entre Dios y su pueblo».
Así, pues, «Jesús perdona. Pero aquí hay algo más que el perdón. Porque como
confesor Jesús va más allá de la ley». En efecto, «la ley decía que ella
tenía que ser castigada». Pero Él «va más allá. No le dice: no es pecado el
adulterio. Ni tampoco la la condena con la ley». Precisamente «este es el
misterio de la misericordia de Jesús».
Y «Jesús para tener misericordia» va más allá de «la ley que mandaba la
lapidación»; y dice a la mujer que se marche en paz. «La misericordia
—explicó el Papa— es algo difícil de comprender: no borra los pecados»,
porque para borrar los pecados «está el perdón de Dios». Pero «la
misericordia es el modo como perdona Dios». Porque «Jesús podía decir: yo te
perdono, anda. Como dijo al paralítico: tus pecados están perdonados». En
esta situación «Jesús va más allá» y aconseja a la mujer «que no peque más».
Y «aquí se ve la actitud misericordiosa de Jesús: defiende al pecador de los
enemigos, defiende al pecador de una condena justa».
Esto, añadió el Pontífice, «vale también para nosotros». Y afirmó: «¡Cuántos
de nosotros tal vez mereceríamos una condena! Y sería incluso justa. Pero Él
perdona». ¿Cómo? «Con esta misericordia» que «no borra el pecado: es el
perdón de Dios el que lo borra», mientras que «la misericordia va más allá».
Es «como el cielo: nosotros miramos al cielo, vemos muchas estrellas, pero
cuando sale el sol por la mañana, con mucha luz, las estrellas no se ven». Y
«así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura». Porque
«Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia». Lo hace «acariciando
nuestras heridas de pecado porque Él está implicado en el perdón, está
involucrado en nuestra salvación».
Con este estilo, concluyó el Papa, «Jesús es confesor». No humilla a la
mujer adúltera, «no le dice: qué has hecho, cuándo lo has hecho, cómo lo has
hecho y con quién lo has hecho». Le dice en cambio «que se marche y que no
peque más: es grande la misericordia de Dios, es grande la misericordia de
Jesús: nos perdona acariciándonos».
(MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE.Lunes 7 de abril
de 2014
Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 15, viernes 11
de abril de 2014)
Aplicación: P. Alfredo Saenz S.J. - Tirar la primera piedra
Este domingo es el último de Cuaresma, por lo que la Iglesia propone a
nuestra consideración un relato evangélico que se sitúa en los días previos
a los trágicos acontecimientos de la Semana Santa. Los miembros del Sanedrín
seguían buscando la forma de matar a Jesús porque su presencia les resultaba
insoportable. El Señor, como era su costumbre, especialmente a la vigilia de
importantes eventos, se fue a orar al Monte de los Olivos. Este monte dista
sólo un kilómetro de la ciudad, de la que lo separa el torrente Cedrón. Sin
duda que desde ese punto elevado el Señor habrá contemplado, durante su
oración nocturna, la Ciudad Santa en la que se consumaría pronto "su hora",
la hora que tanto había deseado pero que al mismo tiempo lo llenaba de
angustia. "Jerusalén, Jerusalén –había dicho un día el Señor–, tú que matas
a los profetas y apedreas a los que te son enviados, ¡cuántas veces quise Yo
reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y
vosotros no lo habéis querido!". Al amanecer, Jesús volvió al Templo, donde
ya eran seguramente muchos los peregrinos presentes, porque se acercaba la
gran fiesta de la Pascua.
En este contexto, los escribas y fariseos seguían buscando algún pretexto
que pudiese justificar lo injustificable, es decir, la condena del Justo.
Como muchas veces ya lo habían hecho, tratan de poner a Jesús ante un dilema
insoluble, la aparente contradicción entre un precepto bíblico y la
enseñanza de Jesús mismo. Si Jesús elige dejar de lado el mandato bíblico
podría ser acusado de quebrantar la ley de Dios y, por ende, condenado; si
elige apartarse en este caso de lo que ha enseñado, contradiría sus propias
enseñanzas, perdiendo así toda autoridad. Sin embargo, como a lo largo de
todo el Evangelio, los enemigos se verán confundidos por la Sabiduría del
Maestro que los deja sin respuesta y los pone ante la obligación de cambiar,
ellos sí, de actitud ante la Verdad que les es anunciada.
La trampa que le es tendida a Jesús radica en la aparente oposición que
existe entre el precepto divino que manda castigar con firmeza el pecado y
su consabida misericordia hacia los pecadores. "Y tú, ¿qué dices?". El
precepto divino era aquel en que Moisés mandaba que la mujer sorprendida en
delito de adulterio fuera lapidada. Conocedores de la misericordia de Jesús,
con la imputación de amigo de publicanos y pecadores, juzgaron los escribas
y fariseos que se inclinaría, contra lo establecido por la ley, por una
sentencia absolutoria, con la que tendrían ya el motivo para acusarlo y
condenarlo. "Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo". Si
por el contrario, optaba por la pena de la lapidación, se pondría contra el
procurador romano que se reservaba el derecho de condenar a muerte; y si
aconsejaba llevar el caso ante el tribunal romano se lo vería como amigo de
los enemigos del pueblo judío, con lo que se enajenaría su simpatía, que era
la finalidad de toda la táctica farisaica.
En un primer momento, el Señor responde a la maldad de sus adversarios por
la indiferencia. "Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo
con el dedo". Ante la insistencia de sus acusadores, seguramente para salvar
la vida de esa pobre mujer y enseñar la verdad a todos los allí presentes,
Jesús da una habilísima respuesta que logra tres fines: ponerse del lado de
la ley, con lo que no podrán acusarlo; perdonar a la pecadora, que es lo que
su corazón quiere, y confundir la maldad de los hipócritas. "El que no tenga
pecado, que arroje la primera piedra", les dijo con imperio.
Jesús los hace entrar dentro de sí mismos. Clavaban sus ojos en la adúltera
pero no los clavaban en sí mismos. Siendo ellos transgresores de la ley,
querían que se cumpliese la ley, y esto por medio de toda clase de astucias,
no según las exigencias de la verdad. Todo el que dirige su vista al
interior, se ve pecador. Quien es incapaz de juzgar con severidad sus
propios pecados, será incapaz de juzgar con rectitud a los demás.
Nuevamente, el Señor pone de manifiesto el gran pecado de los escribas y
fariseos: la soberbia. La ceguera de quienes negándose a entrar en su propio
corazón, para no ver su propia miseria espiritual, rechazan la salvación que
les es ofrecida. La desesperación de aquellos que siguen predicando una
verdad que no creen posible de ser llevada a la práctica, escondiendo la
propia impotencia en una justicia puramente exterior.
¡Qué gran lección para todos nosotros, queridos hermanos! Un día estaremos
frente al Juez justo y veraz, que nos juzgará por lo que hay en nuestro
corazón. El no discrimina según las apariencias o según los criterios de los
hombres. Nos da tiempo para la corrección. No abusemos, sin embargo, de la
misericordia divina. Por dos cosas están en peligro los hombres, dice San
Agustín comentando este texto: por la pseudo esperanza y por la
desesperación. Se engaña el que espera falsamente, diciendo en su corazón:
Dios es bueno, puedo hacer lo que me plazca, porque es infinitamente
misericordioso. Se engaña también aquel que, habiendo caído en graves
pecados, cree que ya no hay perdón para ellos, aunque se arrepienta. El alma
fluctúa entre la pseudo esperanza y la desesperación. Al que abusa de su
misericordia, Dios le dice: "No demores tu conversión al Señor ni la
difieras de un día para otro, porque pronto llegará la ira de Dios, y en el
momento de la venganza será tu ruina" (Ecles. 5, 8); a los que están
tentados por la desesperación, el Señor dice: "En el momento mismo en que el
inicuo se convierta, olvidaré para siempre todas sus iniquidades" (Ez. 18,
27).
Los escribas y fariseos conocían la ley de memoria, pero no habían
comprendido el espíritu del Legislador, no conocían el corazón ni las
intenciones de Dios. Jesucristo es la Imagen visible del Dios invisible.
Cuando lo vemos recibir con compasión a la pecadora, el corazón de Dios se
nos manifiesta. Dios no promulgó su santa ley para complacerse en la
perdición del pecador, sino para corregirlo como Padre y llevarlo a la vida.
"Yo no quiero la muerte del pecador sino que se convierta y viva, dice el
Señor".
Como se ve, los fariseos utilizaban la ley de Dios con una finalidad opuesta
a la que Dios mismo le había dado. En el plan de Dios la ley era un remedio,
un correctivo, para llamar al hombre a la reflexión, a la conversión. Era
como una luz que iluminaba su camino para que su juicio moral no se
desviase, para que no llamase bien al mal y mal al bien. La finalidad de la
ley era -y es- la gloria de Dios y la salvación del hombre. Quien la aplica
sin caridad, sin buscar que el pecador se arrepienta y llegue a la dignidad
de hijo de Dios, contradice la voluntad de Dios mismo.
¡Ay de nosotros, queridos hermanos, si con la excusa de defender la causa de
Cristo nos gozamos en la vergüenza del pecador, en su castigo! ¡Ay de
nosotros si a costa del buen nombre de nuestro prójimo intentamos satisfacer
las bajas pasiones, los celos, las envidias, las conquistas miserables del
puesto, del honor, de los bienes! Y esto cubriéndonos con la máscara de la
justicia y de la virtud... Al contrario; que el Espíritu Santo modele
nuestro corazón en la fragua del corazón de Cristo: "Vete y no peques más en
adelante". Inflexible con el pecado, y lleno de misericordia con el pecador.
Considerando mucho más grave la simulación farisaica, tras un velo de
observancia de la ley, que los pecados de aquellos que se dejan arrastrar
por sus pasiones. Que este pasaje evangélico nos llene de confianza en el
amor generoso de Jesús, y nos haga más misericordiosos con los demás, pero
sin debilidad para con el pecado. Tal será la medida de nuestro propio
juicio, como bien nos lo dice el mismo Jesús: "Porque con la medida con que
medís se os medirá también".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994,
p. 114-118)
Aplicación: Benedicto XVI - Sólo el amor de Dios puede cambiar desde
dentro la existencia del hombre
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa Felicidad e Hijos,
mártires:
En la línea de lo que la liturgia nos propuso el domingo pasado, la página
evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de Dios puede
cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda
sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del pecado, que es la raíz
de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no hay que olvidar que es,
sobre todo, amor: si odia el pecado, es porque ama infinitamente a toda
persona humana.
Nos ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan profunda que no se
desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos
invita a la conversión interior: nos explica por qué perdona, y nos enseña a
hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el "pan nuestro de
cada día".
El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas
sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas
y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según
la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lv 20, 10),
condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y
conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de
la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo llaman "maestro"
(Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia
y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este
caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas.
Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar,
escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela,
pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase que se
ha hecho famosa: "Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa el término
anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le
arroje la primera piedra" ( Jn 8, 7) y comience la lapidación. San Agustín,
comentando el evangelio de san Juan, observa que "el Señor, en su respuesta,
respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre". Y añade que con sus palabras
obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a
descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, "golpeados por estas
palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro"
(In Io. Ev. tract. 33, 5).
Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús
se van, "comenzando por los más viejos". Cuando todos se marcharon, el
divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es
conciso y eficaz: "relicti sunt duo: misera et misericordia", "quedaron sólo
ellos dos: la miserable y la misericordia" (ib.).
Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta escena, donde
se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia
divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener
pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él,
que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra
los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta:
"Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?" (Jn 8, 10). Y su respuesta es
conmovedora: "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn
8, 11). San Agustín, en su comentario, observa: "El Señor condena el pecado,
no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho:
"Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus
pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento". Pero no dijo
eso" (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice: "Vete y no peques más".
Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece
indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus
interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no
le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de
la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación
sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto
morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para
decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del que
se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el
corazón a su amor.
Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero
enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra
existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: "Vete, y en
adelante no peques más". Le concede el perdón, para que "en adelante" no
peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora arrepentida, que
encontramos en el evangelio de san Lucas (cf. Lc 7, 36-50), acoge y dice
"vete en paz" a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la
adúltera recibe simplemente el perdón de modo incondicional. En ambos casos
—el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera— el mensaje es único. En
un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del
perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo
el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la
fuerza para resistir al mal y "no pecar más", para dejarnos conquistar por
el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la
actitud de Jesús se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad,
llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, en el camino cuaresmal que estamos recorriendo
y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que
Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de alegría y de paz;
es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y,
si es necesario, también hasta el martirio. Eso es lo que les sucedió a los
hijos y después a su valiente madre, santa Felicidad, patronos de vuestra
parroquia.
Que, por su intercesión, el Señor os conceda encontraros cada vez más
profundamente con Cristo y seguirlo con dócil fidelidad, para que, como
sucedió al apóstol san Pablo, también vosotros podáis proclamar con
sinceridad: "Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento
de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por
basura para ganar a Cristo" ( Flp 3, 8).
(Homilía en la Parroquia Santa Felicidad e hijos, mártires, Domingo 25 de
marzo de 2007)
Aplicación:
Directorio Homilético - Quinto domingo de Cuaresma
CEC 430, 545, 589, 1846-1847: Jesús manifiesta la misericordia del Padre
CEC 133, 428, 648, 989, 1006: la sublime riqueza del conocimiento de Cristo
CEC 2475-2479: el juicio temerario
III LAS OFENSAS A LA VERDAD
2475 Los discípulos de Cristo se han "revestido del Hombre Nuevo, creado
según Dios en la justicia y santidad de la verdad" (Ef 4,28). "Desechando la
mentira" (Ef 5,25), deben "rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías,
envidias y toda clase de maledicencias" (1 P 2,1).
2476 Falso testimonio y perjurio. Una afirmación contraria a la verdad posee
una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene
a ser un falso testimonio (cf. Pr 19,9). Cuando es pronunciada bajo
juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a
condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en
que ha incurrido el acusado (cf Pr 18,5); comprometen gravemente el
ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los
jueces.
2477 El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda
palabra susceptibles de causarles un daño injusto (cf CIC, can. 220). Se
hace culpable
– de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero,
sin fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo.
– de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los
defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran (cf Si 21,28).
– de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la
reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.
2478 Para evitar el juicio temerario, cada uno deberá interpretar en cuanto
sea posible en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de
su prójimo:
Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del
prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la
entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque
todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve (S.
Ignacio de Loyola, ex. spir. 22).
2479 Maledicencia y calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo.
Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y
cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a
su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la
justicia y la caridad.
I JESUS
430 Jesús quiere decir en hebreo: "Dios salva". En el momento de la
anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús
que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que "¿Quién
puede perdonar pecados, sino sólo Dios?"(Mc 2, 7), es él quien, en Jesús, su
Hijo eterno hecho hombre "salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21). En
Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los
hombres.
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545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a
llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a
la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra
de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos
(cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio
de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta
misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto
a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que
compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al
banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente, al perdonar
los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema.
Porque como ellas dicen, justamente asombradas, "¿Quién puede perdonar los
pecados sino sólo Dios?" (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús
blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5,
18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre
de Dios (cf. Jn 17, 6-26).
1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de
Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: "Tú le pondrás
por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21). Y
en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice:
"Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para
remisión de los pecados" (Mt 26,28).
1847 "Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin
nosotros" (S. Agustín, serm. 169,11,13). La acogida de su misericordia exige
de nosotros la confesión de nuestras faltas. "Si decimos: `no tenemos
pecado', nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos
nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y
purificarnos de toda injusticia" (1 Jn 1,8-9).
428 El que está llamado a "enseñar a Cristo" debe por tanto, ante todo,
buscar esta "ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo"; es
necesario "aceptar perder todas las cosas ... para ganar a Cristo, y ser
hallado en él" y "conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión
en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de
llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3, 8-11).
648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención
transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las
tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia
originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" (cf. Hch
2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta
su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela
definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por
su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la
manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1,
19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad
muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
Total, por un dedo...
El emperador Akbar fue
de caza con el visir Birbal. Akbar se rompió un dedo. Birbal le dijo que no
había que preocuparse: total, por un dedo... Esto enfadó a Akbar y tiró a su
visir a un pozo. Él siguió, unos salvajes lo raptaron y lo llevaron a su
jefe para sacrificarlo a su Dios. El hechicero lo rechazó por tener un
defecto: el dedo roto. Akbar volvió al pozo, sacó a Birbal y le pidió
perdón. Birbal replicó: «Si no me hubieras echado al pozo, me hubieran
sacrificado a mí».
Por tanto, obremos con buena intención y confiemos en Dios. «¿Deseas la vida
para tu amigo? Haces bien. ¿Deseas la muerte para tu enemigo? Haces mal,
aunque es posible que la vida sea inútil para tu amigo y la muerte sea útil
para tu enemigo. Nunca sabemos si el seguir viviendo es bueno o malo para
alguien» (San Agustín). La divina providencia sabe bien lo que nos conviene.
El confesor
El confesor no es dueño, sino el servidor, del
perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y
a la caridad de Cristo (cfr. PO 13). Debe tener un conocimiento probado del
comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y
delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio
de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia la curación y su
plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él, confiándolo a la
misericordia del Señor (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1466).