Domingo 5 de Pascua C - Mandamiento nuevo - Comentarios de Sabios y Santos I: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su servicio
Exégesis: Manuel de Tuya - Comienzo de los discursos de despedida (Jn 13,
31-35)
Comentario
Teológico: San Alberto Hurtado I - Amar
]
Santos Padres: San Agustín I - "Amaos los unos a los otros, como Yo os he
amado"
Santos
Padres: San Agustín II - Desea que sea tu igual
Aplicación: San Alberto Hurtado II - La orientación fundamental del
catolicismo
Aplicación: R. P. Raniero Cantalamessa - El Espíritu hace nuevas todas las
cosas
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El mandamiento nuevo
Aplicación: San Juan Pablo Magno - Resurrección esperanza y amor
Aplicación: Pere Tena - 'Yo hago nuevas todas las cosas'
Aplicación: Andrés Pardo - La novedad 'Como yo os he amado'
Aplicación:
Antonio Luís Martínez - Un amor nuevo
Aplicación: CE de Liturgia, Peru - Amar es gozar de la alegría de la Pascua
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Manuel de Tuya - Comienzo de los discursos de despedida
(Jn 13, 31-35)
31 Así que salió, dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre,
y Dios ha sido glorificado en El. 32 Si Dios ha sido glorificado en El, Dios
también le glorifícala a Él, y le glorificará en seguida.33 Hijitos míos, un
poco estaré todavía con vosotros: me buscaréis, y como dije a los judíos: A
donde Yo voy vosotros no podéis venir, también os lo digo a vosotros ahora.
34 Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como Yo os he
amado, que os améis mutuamente. 35 En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, si tenéis caridad unos para con otros.
Con estas palabras, sólo interrumpidas por la situación en que Jn pone la
predicción de Pedro, comienza el gran discurso de despedida. (Como Jn no
relata la institución de la Eucaristía, no se puede saber el momento
histórico a que corresponden estas palabras.)
La salida de Judas significa la “glorificación” de Cristo y del Padre.
Glorificación del Hijo, porque va a dar comienzo en seguida su prisión y
muerte, lo que es paso para su resurrección triunfal. Así decía a los de
Emaús: “¿No era necesario que el Mesías padeciese tales cosas y así entrase
en su gloria?” (Luc_24:26). Frente a “glorificaciones” parciales que tuvo en
vida con sus milagros (Jua_2:11; Jua_1:14, etc.), con esta obra entra en su
glorificación definitiva (Flp_2:8-11). El ponerse la glorificación como un
hecho pasado en aoristo (edoxásthe) es que, al estilo de usarse un presente
por un futuro inminente, se considera tan inminente esta glorificación — “en
seguida” (v.33) — que se da ya por hecha: “escatología realizada.” (Si no es
debido a la redacción de Jn, que lo ve a la hora de los sucesos ya pasados.)
Esta “glorificación” del Hijo aquí va a ser “en seguida,” por lo que es el
gran milagro de su resurrección. Va a ser obra que el Padre hace “en El.”
¿Cómo? La gloria de su resurrección descorrerá el velo de lo que El es,
oculto en la humanidad; con lo que aparecerá “glorificado” ante todos. Así
San Cirilo de Alejandría. Sería, pues, la glorificación del Hijo por su
exaltación a la diestra del Padre, la que se acusaría en los milagros. Es lo
que El pide en la “oración sacerdotal” (Jua_17:5.24).
Pero, si el Padre glorifica al Hijo, el Padre, a su vez, es glorificado en
el Hijo. Pues El enseñó a los hombres el “mensaje” del Padre (Jua_17:4-6), y
le dio la suprema gloria con el homenaje de su muerte; que era también el
mérito para que todos los hombres conociesen y amasen al Padre.
Y con ello les anuncia, algún tanto veladamente, tan del gusto oriental, su
muerte. Les vuelca el cariño con la forma con que se dirige a ellos:
“Hijitos” (te??ía). En arameo no existe este diminutivo en una sola palabra.
Pero Cristo debió de poner tal afecto en ella, que se lo vierte por esta
forma griega diminutiva.
El va a la muerte. Por eso estará un “poco” aún con ellos. Pero ellos no
pueden “ir” ahora. Las apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles
fueron transitorias y excepcionales. Si la forma literaria en que El se
refiere a lo mismo que dijo a los judíos es literariamente igual,
conceptualmente es distinta, ya que aquéllos lo buscaban para matarle, por
lo que morirán en sus pecados (Jua_8:21), mientras que a los apóstoles va a
“prepararles” un lugar en la casa de su Padre (Jua_14:2).
Y Cristo les deja, no un consejo, sino un “mandamiento” y “nuevo”: el amor
al prójimo.
Acaso surge aquí, evocado por las ambiciones de los apóstoles por los
primeros puestos en el reino, lo que hizo que, con la “parábola en acción”
del lavatorio de los pies, les enseñase la caridad.
Y este mandato de Cristo es “nuevo,” porque no es el amor al simple y
exclusivo prójimo judío, cómo era el amor en Israel (cf. Lev_19:18), sino
que es amor universal y basado en Dios: amor a los hombres “como Yo (Cristo)
os he amado.” Y será al mismo tiempo una señal para que todos conozcan que
“sois mis discípulos.” ¡Los discípulos del Hijo de Dios! Pues, siendo tan
arraigado el egoísmo humano, la caridad al prójimo hace ver que viene del
cielo: que es don de Cristo. Y así la caridad cobra, en este intento de
Cristo, un valor apologético. Tal sucedía entre los primeros cristianos
jerosolimitanos, que “tenían un solo corazón y una sola alma” (Hec_4:32).
Tertuliano refiere que los paganos, maravillados ante esta caridad, decían:
“¡Ved cómo se aman entre sí y cómo están dispuestos a morir unos por otros!”
Y Minucia Félix dice en su Octavius, reflejando este ambiente que la caridad
causaba en los gentiles: “Se aman aun antes de conocerse”.
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia
Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)
Volver Arriba
Comentario Teológico: San Alberto Hurtado - Amar
Grandeza del hombre: poderse dejar formar por el amor. El verdadero secreto
de la grandeza: siempre avanzar y jamás retroceder en el amor. ¡Estar
animado por un inmenso amor! ¡Guardar siempre intacto su amor! He aquí
consignas fundamentales para un cristiano.
¿A quiénes amar?
A todos mis hermanos de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus
miserias, con la opresión de que son víctima. Alegrarme de sus alegrías.
Comenzar por traer de nuevo a mi espíritu todos aquellos a quienes he
encontrado en mi camino: Aquellos de quienes he recibido la vida, quienes me
han dado la luz y el pan. Aquellos con los cuales he compartido techo y pan.
Los que he conocido en mi barrio, en mi colegio, en la Universidad, en el
cuartel, en mis años de estudio, en mi apostolado... Aquellos a quienes he
combatido, a quienes he causado dolor, amargura, daño... A todos aquellos a
quienes he socorrido, ayudado, sacado de un apuro... Los que me han
contrastado, me han despreciado, me han hecho daño. Aquellos que he visto en
los conventillos, en los ranchos, debajo de los puentes. Todos esos cuya
desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud. Todos esos niños
pálidos, de caritas hundidas... Esos tísicos de San José, los leprosos de
Fontilles... Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de
estudios... Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con
la palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los
que he encontrado en Europa, en América... Todos los del mundo: son mis
hermanos.
Encerrarlos en mi corazón, todos a la vez. Cada uno en su sitio, porque,
naturalmente, hay sitios diferentes en el corazón del hombre. Ser plenamente
consciente de mi inmenso tesoro, y con un ofrecimiento vigoroso y generoso,
ofrecerlos a Dios.
Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas
plenamente en la luz, y las de otras, como la mía, en luz y en tinieblas.
Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho;
movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad;
movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!.
Mi alma jamás se había sentido más rica, jamás había sido arrastrada por un
viento tan fuerte, y que partía de lo más profundo de ella misma; jamás
había reunido en sí misma tantos valores para elevarse con ellos hacia el
Padre.
¿A quiénes más amar?
Pero, entre todos los hombres, hay algunos a quienes me ligan vínculos más
particulares; son mis más próximos, prójimos, aquellos a quienes por
voluntad divina he de consagrar más especialmente mi vida.
Mi primera misión, conocerlos exactamente, saber quiénes son. Me debo a
todos, sí; pero hay quienes lo esperan todo, o mucho, de mí: el hijo para su
madre, el discípulo para su maestro, el amigo para el amigo, el obrero para
su patrón, el compañero para el compañero. ¿Cuál es el campo de trabajo que
Dios me ha confiado? Delimitarlo en forma bien precisa; no para excluir a
los demás, pero sí para saber la misión concreta que Dios me ha confiado,
para ayudarlos a pensar su vida humana. En pleno sentido ellos serán mis
hermanos y mis hijos.
¿Qué significa amar?
Amar no es vana palabra. Amar es salvar y expansionar al hombre. Todo el
hombre y toda la humanidad.
Entregarme a esta empresa, empresa de misericordia, urgido por la justicia y
animado por el amor. No tanto atacar los efectos, cuanto sus causas. ¿Qué
sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a cuerpo.
Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc
10,30-32). El agonizante del camino, es el desgraciado que encuentro cada
día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el
hombre sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro
tiempo, en todos sus sectores.
La miseria, toda la miseria humana, toda la miseria de las habitaciones, de
los vestidos, de los cuerpos, de la sangre, de las voluntades, de los
espíritus; la miseria de los que están fuera de ambiente, de los
proletarios, de los banqueros, de los ricos, de los nobles, de los
príncipes, de las familias, de los sindicatos, del mundo...
Tomar en primer lugar la miseria del pueblo. Es la menos merecida, la más
tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y el pueblo no tiene a nadie para
que lo preserve, para que lo saque de su estado. Algunos se compadecen de
él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se consagra en cuerpo y alma a
atacar las causas profundas de sus males? De aquí la ineficacia de la
filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la herida, pero no el
remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma a la vez.
Proveer a las necesidades inmediatas, es necesario, pero cambia poco su
situación mientras no se abre las inteligencias, mientras no rectifica y
afirma las voluntades, mientras no se anima a los mejores con un gran ideal,
mientras que no se llega a suprimir o al menos a atenuar las opresiones y
las injusticias, mientras no se asocia a los humildes a la conquista
progresiva de su felicidad.
Tomar en su corazón y sobre sus espaldas la miseria del pueblo, pero no como
un extraño, sino como uno de ellos, unido a ellos, todos juntos en el mismo
combate de liberación.
Desde que no se lance seriamente, eficazmente, a preocuparse de la miseria,
ella lloverá alrededor de uno; o bien, es como una marea que sube y lo
sumerge. Quien quiera muchos amigos no tiene más que ponerse al servicio de
los abandonados, de los oprimidos, y que no espere mucho reconocimiento. Lo
contrario de la miseria no es la abundancia, sino el valor. La primera
preocupación no es tanto producir riqueza cuanto valorar el hombre, la
humanidad, el universo.
¿A quiénes consagrarme especialmente?
Amarlos a todos, al pueblo especialmente; pero mis fuerzas son tan
limitadas, mi campo de influencias es estrecho. Si mi amor ha de ser eficaz,
delimitar el campo –no de mi afecto– pero sí de mis influencias. Delimitarlo
bien: tal sector, tal barrio, tal profesión, tal curso, tal obra, tales
compañeros. Ellos serán mi parroquia, mi campo de acción, los hombres que
Dios me ha confiado, para que los ayude a ver sus problemas, para que los
ayude a desarrollarse como hombres.
Lo primero, amarlos
Amar el bien que se encuentra en ellos. Su simplicidad, su rudeza, su
audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades
humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias...
Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias... Prevenir las causas de sus
desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas,
la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas
palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo como tranquilamente y
mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de
sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos,
la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, me desgarre a mí
también.
Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se expansione en ellos,
para que se abra su inteligencia y no queden retrasados; que sepan usar
correctamente de su razón, discernir el bien del mal, rechazar la mentira,
reconocer la grandeza de la obra de Dios, comprender la naturaleza, gozar de
la belleza; para que sean hombres y no brutos.
Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las
mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los
periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus
prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.
Y esto no es más que la traducción de la palabra “amor”. Los he puesto en mi
corazón para que vivan como hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo,
verdadera luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9).
Toda luz de la razón natural es luz de Cristo; todo conocimiento, toda
ciencia humana. Cristo es la ciencia suprema. Desde que los abrimos a la
verdad, comienza a realizarse en ellos la imagen de Dios. Cuando desarrollan
su inteligencia, cuando comprenden el universo, se acercan a Dios, se
asemejan más a Él.
Pero Cristo les trae otra luz, una luz que orienta sus vidas hacia lo
esencial, que les ofrece una respuesta a sus preguntas más angustiosas. ¿Por
qué viven? ¿A qué destino han sido llamados? Sabemos que hay un gran
llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para hacerlos felices en la
visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados
a ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios.
Y este llamamiento es para cada uno de ellos: para los más miserables, para
los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados entre
ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para ellos todos (cf. Jn
1,5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados.
Amarlos para que adquieran conciencia de su destino, para que se estimen en
su valor de hombres llamados por Dios al más alto conocimiento, para que
estimen a Dios en su valor divino, para que estimen cada cosa según su valor
frente al plan de Dios.
Amarlos apasionadamente en Cristo, para que el parecido divino progrese en
ellos, para que se rectifiquen en su interior, para que tengan horror de
destruirse o de disminuirse, para que tengan respeto de su propia grandeza y
de la grandeza de toda creatura humana, para que respeten el derecho y la
verdad, para que todo su ser espiritual se expansione en Dios, para que
encuentren a Cristo como la coronación de su actividad y de su amor, para
que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para que su sufrimiento complete
el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).
Amarlos apasionadamente. Si los amamos, sabremos lo que tendremos que hacer
por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere sobre todo mi
esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.
(SAN ALBERTO HURTADO, La búsqueda de Dios, Ediciones de la Universidad
Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 59-63)
Santos Padres: San Agustín - "Amaos los unos a los otros, como Yo os
he amado"
1. Nuestro Señor Jesucristo declara que da a sus discípulos un mandato nuevo
de amarse unos a otros: Un mandato nuevo os doy: que os améis unos a otros.
¿No había sido dado ya este precepto en la antigua Ley de Dios, cuando
escribió: Amaras a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, el Señor lo
llama nuevo, cuando se conoce su antigüedad? ¿Tal vez será nuevo porque,
despojándonos del hombre viejo, nos ha vestido del hombre nuevo? El hombre
que oye, o mejor, el hombre que obedece, se renueva, no por una cosa
cualquiera, sino por la caridad, de la cual, para distinguirla del amor
carnal, añade el Señor: "Como yo os he amado". Porque mutuamente se aman los
maridos y las mujeres, los padres y los hijos y todos aquellos que se hallan
unidos entre sí por algún vínculo humano; por no hablar del amor culpable y
condenable, que se tienen mutuamente los adúlteros y adúlteras, los
barraganes y las rameras y aquellos a quienes unió, no un vínculo humano,
sino una torpeza perjudicial de la vida humana. Cristo, pues, nos dio el
mandato nuevo de amarnos como Él nos amó. Este amor nos renueva para ser
hombres nuevos, herederos del Nuevo Testamento y cantores del nuevo cántico.
Este amor, carísimos hermanos, renovó ya entonces a los justos de la
antigüedad, a los patriarcas y profetas, como renovó después a los
apóstoles, y es el que también ahora renueva a todas las gentes; y el que de
todo el género humano, difundido por todo el orbe, forma y congrega un
pueblo nuevo, cuerpo de la nueva Esposa del Hijo unigénito de Dios, de la
que se dice en el Cantar de los Cantares: ¿Quién es esta que sube blanca?
Blanca, sí, porque está renovada, y ¿por quién sino por el mandato nuevo?
Por esto en ella los miembros se atienden unos a otros, y si un miembro
sufre, con él sufren los otros; y si un miembro es honrado, con él se
alegran todos los miembros. Oyen y observan el mandato nuevo que os doy, de
amaros unos a otros, no como se aman los hombres por ser hombres, sino como
se aman por ser dioses e hijos todos del Altísimo, para que sean hermanos de
su único Hijo, amándose mutuamente con el amor con que Él los ha amado, para
conducirlos a aquel fin que les sacie y satisfaga todos sus deseos.
Entonces, cuando Dios sea todo en todas las cosas, no habrá nada que desear.
Este fin no tiene fin. Nadie muere allí adonde nadie llega sin morir antes a
este mundo, no con la muerte común a todos, consistente en la separación del
alma del cuerpo, sino con la muerte de los justos, por la cual, aun
permaneciendo en la carne mortal, se coloca allá arriba el corazón. De esta
muerte decía el Apóstol: Estáis muertos y vuestra vida está escondida con
Cristo en Dios. Y quizá por esta razón se ha dicho: Fuerte es el amor como
la muerte. Este amor hace que muramos para este mundo aun cuando estemos en
esta carne mortal, y nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios; aún
más, el mismo amor es nuestra muerte para el mundo y nuestra vida con Dios.
Porque, si la muerte es la salida del alma del cuerpo, ¿cómo no ha de ser
muerte cuando del mundo sale nuestro amor? Fuerte como la muerte es el amor.
¿Qué puede haber más fuerte que aquello con que se vence al mundo?
2. No vayáis a pensar, hermanos, que, al decir el Señor: Un mandato nuevo os
doy: que os améis unos a otros, se excluya el precepto mayor, que manda amar
a nuestro Dios y Señor con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
facultades; como, si excluido éste, pareciera decirse que os améis unos a
otros, como si no estuviera incluido en Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
De estos dos preceptos dependen toda la Ley y los Profetas. Pero quienes
bien entienden, hallan a ambos el uno en el otro. Porque quien ama a Dios,
no puede despreciar su mandato de amar al prójimo. Y quien santa y
espiritualmente ama al prójimo, ¿qué ama en él sino a Dios? Es éste un amor
distinto de todo amor mundano, cuya distinción señala el Señor, diciendo:
"Como yo os he amado". ¿Qué amó en nosotros sino a Dios? No porque ya le
teníamos, más para que le tuviésemos, para conducirnos, como dije poco
antes, allí donde Dios es todo en todas las cosas. De esta manera se dice
que el médico ama a los enfermos; mas ¿qué otra cosa ama en ellos sino la
salud, que desea restituirles en lugar de la enfermedad, que viene a echar
fuera? Pues nuestro amor mutuo ha de ser tal, que procuremos por los medios
a nuestro alcance atraernos mutuamente por la solicitud del amor, para tener
a Dios en nosotros. Este amor nos lo da el mismo que dice: Como yo os he
amado, para que así vosotros os améis recíprocamente. Por esto Él nos amó,
para que nos amemos mutuamente, concediéndonos a nosotros, por su amor
estrechar con el amor mutuo los lazos de unión; y enlazados los miembros con
un vínculo tan dulce, seamos el cuerpo de tan excelente Cabeza.
3. Por esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis
mutuamente. Como si dijera: Los que no son míos tienen también otros dones
míos comunes a vosotros, no sólo naturaleza, vida, sentidos, la razón, y la
salud, que es común a todos los hombres y a la bestias; sino también el don
de lenguas, los sacramentos, el don de profecía, de ciencia, de la fe, de
repartir su hacienda a los pobres, de entregar su cuerpo a las llamas; pero,
porque no tienen caridad, hacen ruido como los címbalos, nada son, de nada
les aprovecha. No por estos dones míos, que pueden tener también quienes no
son discípulos míos; sino por esto conocerán que sois mis discípulos: si os
amáis unos a otros. ¡Oh Esposa de Cristo, hermosa entre las mujeres! ¡Oh la
que subes blanqueada y apoyada en tu Amado!, porque con su luz eres
iluminada para volverte blanca, y con su ayuda eres sostenida para que no
caigas. ¡Oh cuan merecidamente eres loada en aquel Cantar de los Cantares,
que es como tu epitalamio: Tus delicias están en el amor! El no pierde a tu
alma con la de los impíos; él defiende tu causa y es fuerte como la muerte,
y hace todas tus delicias. ¡Qué género de muerte tan admirable, que no sólo
no es penoso, sino que es delicioso! Cerremos aquí este tratado, porque al
siguiente hay que darle otro preámbulo.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratado 65,
1-3, BAC, Madrid, 1965, pp. 296-300)
Santos Padres: San Agustín II - Desea que sea tu igual
En modo alguno podemos desear los males con el pretexto de hacer obras de
misericordia. Tú das pan al que tiene hambre; pero mejor sería que ninguno
tuviese hambre y que no tuvieses que darlo a nadie. Tú vistes al desnudo,
pero ojalá que todos estuviesen vestidos y no existiera tal necesidad...
Todos estos servicios, en efecto, responden a necesidades. Suprime a los
desafortunados; esto será una obra de misericordia. ¿Se extinguirá entonces
el fuego del amor? Más auténtico es el amor con que amas a un hombre feliz,
a quien no puedes hacer ningún favor; este amor es mucho más puro y sincero.
Pues si haces un favor a un desgraciado, quizá desees elevarte a sus ojos y
quieras que él esté por debajo de ti, él que ha sido para ti la ocasión de
hacer el bien... Desea que sea tu igual: juntos estaréis sometidos a aquel a
quien nadie puede hacer ningún favor.
(SAN AGUSTIN, Comentario "In I Johannis", 5)
Aplicación: San Alberto Hurtado - La orientación fundamental del
catolicismo
“Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. En este
pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral
cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna,
renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de
Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.
Al iniciar este estudio sobre el deber social de los católicos nos ha
parecido que la mejor introducción es recordar el pensamiento básico que
funda toda la actitud moral del catolicismo. Sin una comprensión de esta
actitud, y sin entender exactamente el sitio que ocupa la caridad en el
pensamiento de la Iglesia, será muy difícil evitar una actitud de crítica,
de amarga protesta, ante las exigencias sociales, cuya razón íntima no se
podrá percibir.
Si llegamos a comprender a fondo el sitio que ocupa la caridad en el
cristianismo, la actitud de amor hacia nuestros hermanos, el respeto hacia
ellos, el sacrificio de lo nuestro por compartir con ellos nuestras
felicidades y nuestros bienes, fluirán como consecuencias necesarias y harán
fácil una reforma social. De lo contrario, cualquier petición a favor de los
que llevan una vida más dura encontrará resistencias de nuestra parte, y
sólo podrá ser obtenida con protestas y amargas quejas, y nunca con el gesto
amplio del amor y de la comprensión, sino que contentándose con dar el
mínimo necesario para tapar la boca de quienes exigen y amenazan.
Lo más interesante, por tanto, en un estudio del deber social de los
católicos es comprender su actitud, el estado de ánimo para abordar este
estudio; es poner al lector en el clima propio del catolicismo; es invitarlo
a mirar este problema con los ojos de Cristo, a juzgarlo con su mente, a
sentirlo con su corazón. No lograremos una visión social justa mientras el
católico del siglo XX no tenga ante el problema social la actitud de la
Iglesia que no es en el fondo sino, prolongado, Cristo viviendo entre
nosotros. Una vez que el católico haya entrado en esta actitud de espíritu,
todas las reformas sociales, todas las reformas que exige la justicia social
están virtualmente ganadas. Será necesaria la técnica económica social, un
gran conocimiento de la realidad humana, de las posibilidades de la
industria en un momento determinado, de la vinculación internacional de los
problemas sociales, pero todos estos estudios se harán sobre un terreno
propicio si la cabeza y el corazón del cristiano han logrado comprender y
sentir el mensaje de Cristo.
El Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El
Mensaje de Jesús fue comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más
inmediatos, los apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios”
(1Jn 2,1). “Si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano, mientes” (1Jn
4,20). “¿Cómo puede estar en él el amor de Dios, si rico en los bienes de
este mundo, si viendo a su hermano en necesidad le cierra el corazón?” (1Jn
3,17). Con qué insistencia inculca Juan esta idea: que es puro egoísmo
pretender complacer a Dios mientras se despreocupa de su prójimo. Santiago
apóstol con no menor viveza que San Juan dice: “La religión amable a los
ojos de Dios, no consiste solamente en guardarse de la contaminación del
siglo, sino en visitar a los huérfanos y asistir a las viudas en sus
necesidades” (Sant 1,27).
San Pablo, apasionado de Cristo: “Nacemos por la caridad, servidores los
unos de los otros, pues toda nuestra ley está contenida en una sola palabra:
Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). “El que ama a su prójimo
cumple la ley” (Rm 12,8). “Llevad los unos la carga de los otros y así
cumpliréis la ley de Cristo” (Gal 6,2). Todavía con mayor insistencia, San
Pablo resume todos los mandamientos no ya en dos, sino en uno que compendia
los dos mandamientos fundamentales: “Toda la ley se compendia en esta sola
palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rm 13,19). San Juan repite el
mismo concepto: “Si nos amamos unos a otros Dios mora en nosotros y su amor
es perfecto en nosotros” (1Jn 4,12). Y añade aún un pensamiento, fundamento
de todos los consuelos del cristiano: “Sabemos que hemos pasado de la muerte
a la vida sobrenatural si amamos a nuestros hermanos. El que no ama
permanece en la muerte” (1Jn, 3,14).
Después de recorrer tan rápidamente unos cuantos textos escogidos al azar
entre los mucho más numerosos que podríamos citar, de cada uno de los
apóstoles que han consignado su predicación por escrito, no podemos menos de
concluir que no puede pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón
al prójimo.
Se engaña, si pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo
pero no al conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña
quien piensa con frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de
la tierra en que vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se
creen buenos porque no aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces
de sacrificarse por sus prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los
malos pensamientos, pero también ha de abrirse a los que son de caridad.
La enseñanza Papal
La primera encíclica dirigida al mundo cristiano por San Pedro encierra un
elogio tal de la caridad que la coloca por encima de todas las virtudes,
incluso de la oración: “Sed perseverantes en la oración, pero por encima de
todo practicad continuamente entre vosotros la caridad” (1Pe 4,8-9).
Desfilan los siglos, doscientos cincuenta y ocho Pontífices se han sucedido,
unos han muerto mártires de Cristo, otros en el destierro, otros dando
testimonio pacífico de la verdad del Maestro, unos han sido plebeyos y otros
nobles, pero su testimonio es unánime, inconfundible, no hay uno que haya
dejado de recordarnos el mandamiento del Maestro, el mandamiento nuevo del
amor de los unos a los otros, como Cristo nos ha amado. Imposible sería
recorrer la lista de los Pontífices aduciendo sus testimonios: tales
citaciones constituirían una biblioteca.
La práctica del amor cristiano
Con mayor cuidado que la pupila de los ojos debe, pues, ser mirada la
caridad. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano,
deliberadamente admitidos, serán un estorbo más o menos grave a nuestra
unión con Cristo. Por eso nos dijo el Maestro que “si al ir a presentar una
ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo
contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a
reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt
5,23-24).
Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo, Nuestro Señor, y no
podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar su Cuerpo Místico.
Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea un principio de
unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros. Por esto San
Pablo, que había comprendido tan bien la doctrina del Cuerpo Místico, nos
dice: “Os conjuro hermanos... que todos habléis del mismo modo y no haya
disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un
mismo sentir y en un mismo querer” (1Co 1,10).
Este amor al prójimo es fuente para nosotros de los mayores méritos que
podemos alcanzar porque es el que ofrece los mayores obstáculos. Amar a Dios
en sí es más perfecto, pero, más fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de
carácter, desagradable, terco, egoísta, pide al alma una gran generosidad
para no desmayar. Por esto Marmión dice: “No temo afirmar que un alma que
por amor sobrenatural se entrega sin reservas a Cristo en las personas del
prójimo ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Cerrándose al
prójimo se cierra a Cristo el más ardiente deseo de su corazón: ‘Que todos
sean uno’”.
Este amor, ya que todos no formamos sino un solo Cuerpo, ha de ser
universal, sin excluir positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos y
todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los
pecadores deben ser objeto de nuestro amor puesto que pueden volver a ser
miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Que hacia ellos se extienda, por
tanto, también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles
el bien, y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.
El amor al prójimo ha de ser ante todo sobrenatural, esto es, amarlo con la
mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que lo lleva a
la bienaventuranza. Amar es querer bien, como dice Santo Tomás, y todo bien
está subordinado al [bien] supremo; por eso es tan noble la acción de
consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes sobrenaturales que son
los supremos valores de la vida.
Pero hay también otras necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un
enfermo que requiere medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia
que pide reparación... y sobre todo, los bienes positivos que deben ser
impartidos, pues aunque no haya ningún dolor que restañar, hay siempre una
capacidad de bien que recibir.
San Pablo resume admirablemente esta actitud: “Amaos recíprocamente con
ternura y caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las
señales de honor y deferencia... Alegraos con los que se alegran y llorad
con los que lloran, estad siempre unidos en unos mismos sentimientos...
vivid en paz y, si se puede, con todos los hombres” (Rm 12,10-18). “Os ruego
encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad; solícitos en
conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más
que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una
misma esperanza de vuestra vocación” (Ef 4,1-4).
El modelo del amor y su imitación por los cristianos
La ley de la caridad no es para nosotros ley muerta; tiene un modelo vivo
que nos dio ejemplos de ella desde el primer acto de su existencia hasta su
muerte, y continúa dán-donos pruebas de su amor en su vida gloriosa: ese es
Jesucristo.
Hablando de Él, dice San Pablo que es la Benignidad misma que se ha
manifestado a la tierra; y San Pedro, que vivió con Él tres años, nos resume
su vida diciendo que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hech 10,38). Como
el Buen Samaritano, cuya caritativa acción Él mismo nos ponderó, tomó al
género humano en sus brazos y sus dolores en el alma.
Viene a destruir el pecado, que es el supremo mal; echa a los demonios del
cuerpo de los posesos, pero, sobre todo, los arroja de las almas dando su
vida por cada uno de nosotros. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la
muerte por mí (cf. Gal 2,20). ¿Puede haber señal mayor que dar su vida por
sus amigos?
Junto a estos grandes signos de amor, nos muestra su caridad con los
leprosos que sanó, con los muertos que resucitó, con los adoloridos a los
cuales alivió. Consuela a Marta y María en la pena de la muerte de su
hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de dos jóvenes
esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo dolor que
encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros, el precepto de amar
es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he
amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!
Los verdaderos cristianos, desde el principio, han comprendido
maravillosamente el precepto del Señor. Citar sus ejemplos sería largo, pero
como resumen de todas estas realidades encontramos en un precioso libro de
la remota antigüedad llamado La enseñanza del Señor por medio de los doce
apóstoles a los gentiles: “Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la
muerte. La diferencia entre ambos es enorme. La ruta de la vida es así:
Amarás ante todo a Dios tu Creador y luego a tu prójimo como a ti mismo;
todo cuanto no quieres que se haga a ti, no lo hagas a otro. El contenido de
estas palabras significa: bendecid a los que os maldicen, orad por vuestros
enemigos, ayunad por los que os persiguen. ¿Qué hay en efecto de
sorprendente si amáis a los que os aman? ¿No hacen otro tanto los gentiles?
Pero vosotros amad a quienes os aborrecen y a nadie tendréis por enemigo.
Absteneos de apetitos corpóreos. Si alguien te da una bofetada en la mejilla
derecha, vuelve hacia él la otra y serás perfecto. Si alguien te contratare
para una milla, acompáñalo por dos; si alguien te quitare la capa dale
también la túnica... A todo aquel que te pidiere, dale, y no lo recrimines
para que te lo devuelva, porque el Padre quiere que todos participen de sus
dones”.
Esto fue escrito cuando Nerón acababa de quemar a centenares de cristianos
en los jardines de su palacio, como lo narra Tácito; cuando imperaba
Domiciano, mezquino y vil; cuando sangraba el anfiteatro por los miles de
mártires despedazados por las fieras. Los hombres que escribían, enseñaban y
aprendían la doctrina que acabamos de transcribir continuaban impertérritos
amando a Dios y al prójimo. No perdían el ánimo ante los horrores del
presente, ni se amedrentaban al tener siempre suspendida sobre la cabeza la
amenaza del martirio. Por encima de todo estaba en su corazón la certeza del
triunfo del amor. Cristo no sería para siempre vencido por Satán. No había
de ser en vano vertida la sangre del Salvador.
En la esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la
fuerza para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos
como cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.
Muchas comisiones designan todos los países para solucionar los problemas de
la post guerra, pero no podemos fiarnos demasiado en sus resultados mientras
no vuelva a florecer socialmente la semilla del amor.
Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar
los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad:
Amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la
fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la Cruz, símbolo del
amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha
amado.
(SAN ALBERTO HURTADO, La búsqueda de Dios, Ediciones de la Universidad
Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, pp. 128-134)
Aplicación: R. P. Raniero Cantalamessa - El Espíritu hace nuevas
todas las cosas
Hay una palabra que se repite varias veces en las lecturas de este domingo.
Se habla de «un nuevo cielo y una nueva tierra», de la «nueva Jerusalén», de
Dios, que hace «nuevas todas las cosas», y finalmente, en el Evangelio, del
«mandamiento nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a
los otros como Yo os he amado»
«Nuevo», «novedad» pertenecen a ese restringido número de palabras «mágicas»
que evocan siempre significados positivos. Nuevo flamante, ropa nueva, vida
nueva, nuevo día, año nuevo. Lo nuevo es noticia. Son sinónimos. El
Evangelio se llama «buena nueva» precisamente porque contiene la novedad por
excelencia.
¿Por qué nos gusta tanto lo nuevo? No sólo porque lo que es nuevo, no usado
(por ejemplo, un coche), en general funciona mejor. Si sólo fuera por esto,
¿por qué daríamos la bienvenida con tanta alegría al año nuevo, a un nuevo
día? El motivo profundo es que la novedad, lo que no es aún conocido y no ha
sido aún experimentado, deja más espacio a la expectativa, a la sorpresa, a
la esperanza, al sueño. Y la felicidad es precisamente hija de estas cosas.
Si estuviéramos seguros de que el año nuevo nos reserva exactamente las
mismas cosas que el anterior, ni más ni menos, nos dejaría de gustar.
Nuevo no se opone a «antiguo», sino a «viejo». De hecho, también «antiguo» y
«antigüedad» o «anticuario» son palabras positivas. ¿Cuál es la diferencia?
Viejo es lo que, con el paso del tiempo, se deteriora y pierde valor;
antiguo es aquello que, con el paso del tiempo, mejora y adquiere valor. Por
eso se procura evitar la expresión «Viejo Testamento» y se prefiere hablar
de «Antiguo Testamento».
Ahora, con estas premisas, acerquémonos a la palabra del Evangelio. Se
plantea inmediatamente un interrogante: ¿cómo se define «nuevo» un
mandamiento que era conocido ya desde el Antiguo Testamento (cfr. Lev 19,
18)? Aquí vuelve a ser útil la distinción entre viejo y antiguo. «Nuevo» no
se opone, en este caso, a «antiguo», sino a «viejo». El propio evangelista
Juan, en otro pasaje, escribe: «Queridos, no os escribo un mandamiento
nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio... Y sin
embargo os escribo un mandamiento nuevo» (1 Jn 2, 7-8). En resumen, ¿un
mandamiento nuevo o un mandamiento antiguo? Lo uno y lo otro. Antiguo según
la letra, porque se había dado desde hace tiempo; nuevo según el Espíritu,
porque sólo con Cristo se dio también la fuerza de ponerlo en práctica.
Nuevo no se opone aquí, decía, a antiguo, sino a viejo. Lo de amar al
prójimo «como a uno mismo» se había convertido en un mandamiento «viejo»,
esto es, débil y desgastado, a fuerza de ser trasgredido, porque la Ley
imponía, sí, la obligación de amar, pero no daba la fuerza para hacerlo.
Se necesita por ello la gracia. Y de hecho, per se, no es cuando Jesús lo
formula durante su vida que el mandamiento del amor se transforma en un
mandamiento nuevo, sino cuando, muriendo en la cruz y dándonos el Espíritu
Santo, nos hace de hecho capaces de amarnos los unos a los otros,
infundiendo en nosotros el amor que Él mismo tiene por cada uno.
El mandamiento de Jesús es un mandamiento nuevo en sentido activo y
dinámico: porque «renueva», hace nuevo, transforma todo. «Es este amor que
nos renueva, haciéndonos hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo,
cantores del cántico nuevo» (San Agustín). Si el amor hablara, podría hacer
suyas las palabras que Dios pronuncia en la segunda lectura de hoy: «He aquí
que hago nuevas todas las cosas»
(R. P. Raniero Cantalamessa - El Espíritu hace nuevas todas las cosas -
cortesía ReL)
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El mandamiento nuevo
Siempre que escuchamos el presente texto evangélico, viene a nuestro
recuerdo aquella anécdota que cuentan del apóstol San Juan. Siendo éste
anciano, se le acercaban sus discípulos para pedirle algún consejo, y el
Apóstol reiteradamente respondía: "Amaos los unos a los otros". Un día le
preguntaron por qué siempre respondía lo mismo, a lo que contestó: "Porque
ese es el mandato del Señor y su solo cumplimiento basta". Al parecer, había
quedado muy grabado en su mente aquel mandamiento nuevo que Cristo promulgó
en la Última Cena.
No deja de llamar la atención que el Señor diga que se trata de un
mandamiento "nuevo". El mandamiento del amor al prójimo ya existía en el
Antiguo Testamento, ya tenía vigencia en el pueblo de Israel. ¿En qué
consistía, pues, la novedad de este mandamiento? En el modo o la manera con
que se debe amar. Por eso Jesús aclara: "Así como Yo os he amado, amaos
también vosotros los unos a los otros". Eso es lo nuevo: amar al prójimo
hasta el punto de estar dispuesto a dar la vida por él, si así fuera
preciso.
El mandato de la caridad quedó tan grabado en el corazón no sólo de los
discípulos sino también de los primeros cristianos, que su ejercicio
constituyó el factor decisivo que hizo crecer la Iglesia naciente, según lo
atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles, hasta terminar por
convertir al Imperio Romano al cristianismo. De allí la famosa expresión que
los paganos empleaban refiriéndose a los cristianos: "Mirad cómo se aman".
Y es que la caridad, esa virtud sobrenatural que infunde Dios en nuestras
almas, por la que amamos a Dios sobre todas las cosas, y a nosotros y al
prójimo por Dios, es, a la vez, una fuerza de cohesión, ya que tiende a
unificar el cuerpo de la Iglesia, y una fuerza de expansión o irradiación,
ya que a lo largo de los siglos no deja de atraer a los hombres al seno de
la Iglesia. Por eso la caridad fue una originalidad del cristianismo, dado
que el mundo disperso por el pecado original y sus consecuencias no era
capaz de establecer una sólida cohesión entre sus miembros.
Si la caridad es una fuerza, nada más opuesto a ella que la debilidad
malsana. Bien decía San Agustín que "hay que amar al prójimo porque Dios
está en él o para que Dios esté en él". Si se lo quiere amar para tratar de
que Dios esté en él, se requiere que en el que ama haya esa fortaleza divina
que busca el bien en el otro y que es la caridad. Muchas veces la debilidad
de los buenos es por falta de caridad. La caridad no es complaciente ni
permisivista a ultranza. Si así lo fuera, no sería verdadera caridad. Si un
padre no corrige a su hijo que va por mal camino, en realidad no estaría
buscando su bien. Es cierto que la corrección deberá brotar de la caridad y
no del encono, y deberá hacerse buscando el modo y el momento, pero deberá
hacerse.
Tampoco debe confundirse el amor sobrenatural con el amor puramente
pasional, que fácilmente se desorbita y desordena. La caridad no es
solamente afectiva sino, por sobre todo, efectiva, buscando el bien natural
del amado pero considerándolo desde la óptica del bien sobrenatural.
Asimismo la caridad ha de evitar el error del ilusionismo, es decir, del
amor puramente abstracto, amando a los que están lejos sin tener en cuenta a
aquellos que nos rodean. Sería una evasión engañosa del verdadero concepto
de la caridad, ya que si bien la caridad es universal y debe extenderse a
todos, necesariamente habrá de concretarse en los que están más cerca, aquel
con el cual comparto el tiempo y el lugar.
De este modo la caridad tendrá las características que señalara San Pablo:
"es paciente, es servicial, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se
engríe, es decorosa, no busca su interés..." Podríase decir que el amor de
caridad concretado en el prójimo es algo así como el termómetro o el pulso
de nuestro amor a Dios. Bien ha escrito San Juan: "El que dice que ama a
Dios a quien no ve, pero odia a su hermano a quien ve, es un mentiroso". La
caridad es efectiva, operante. Debemos amar "no de palabra y con la lengua,
sino con obras y de verdad", como afirma el mismo San Juan. Si nuestra
caridad con el prójimo se acrecienta, señal es de que ha aumentado en
nosotros el amor a Dios.
Será preciso que tengamos especial cuidado por evitar todo lo que se oponga
a la verdadera caridad, como el odio, el rencor, la calumnia, la difamación,
el juicio temerario, la murmuración, el desear el mal a los demás...
Dentro de todas las posibles formas de caridad, el apostolado es la más
eminente, ya que no se limita a atender las necesidades materiales del
prójimo, sino que se dirige a subvenir su necesidad más apremiante que es la
sobrenatural, busca darle a Dios, llevarlo a la gracia, conducirlo a
Jesucristo. Precisamente en la primera lectura de este domingo hemos
escuchado cómo el apóstol San Pablo y su compañero Bernabé, encendidos por
el celo apostólico, recorrían pueblo tras pueblo, y retornaban una y otra
vez a las ciudades donde ya habían predicado, para confesar y exhortar a sus
discípulos a perseverar en la fe. Todo ello es una expresión de la caridad
apostólica que los caracterizaba.
El apostolado es una exigencia para el cristiano, exigencia derivada del
carácter bautismal. No se trata, por cierto, de un mero impulso proselitista
o propagandístico, sino que debe constituir una verdadera expresión de la
caridad, debe ser una especie de desborde de la caridad, de la
contemplación, que vuelca en el prójimo aquello de lo que se ha tenido
experiencia. Así lo entendía San Juan cuando escribía al comienzo de su
primera epístola: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... eso es lo que
os anunciamos". El celo apostólico es como un fuego interior. San Pablo, el
apóstol por antonomasia, se lanzaba a la labor apostólica sin importarle las
dificultades, amenazas, torturas, peligros de muerte, con tal de predicar a
Cristo.
Para terminar, aludamos a lo que nos refiere San Juan, en la segunda lectura
de hoy, tomada del Apocalipsis. Allí nos muestra cuál es el desemboque de la
caridad: el cielo. "Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía
del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir
a su esposo". El discípulo amado nos muestra ese término para animamos a
practicar aquí la caridad, para que las dificultades del camino no nos
desalienten o enfríen nuestra caridad. Al término de la carrera está el
cielo. Al fin y al cabo, ¿qué es la caridad sino el cielo que comienza aquí
en la tierra? Allí, nos sigue diciendo el Apocalipsis, "Dios secará toda
lágrima, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo
de antes pasó". Lo de "antes" es lo de la tierra, cuando todavía vivimos en
las penumbras de la fe, y en las ansiedades de la esperanza. Lo de allí
sería el triunfo de la caridad. Como lo ha enseñado San Pablo: "Ahora
permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad, pero la más
excelente de ellas es la caridad". La fe será reemplazada por la visión, la
esperanza por la posesión, pero la caridad permanecerá en el cielo, jamás
perecerá.
Dentro de algunos instantes recibiremos el Amor de los Amores, a aquel que
"habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Pidámosle que nos dé la
gracia para nos vayamos ejercitando en el amor al prójimo, para que hagamos
nuestro su mandamiento y logremos amar a los demás como Él nos ha amado.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed. Gladius, 1994)
Volver Arriba
Aplicación: Beato Juan Pablo Magno - Resurrección esperanza y amor
1. Razón de la esperanza cristiana
La vida a la luz de la Resurrección
Meditemos juntos sobre lo que nos dice la Iglesia en este domingo V de
Pascua. Nos habla de la resurrección de Cristo, y al mismo tiempo nos hace
ver nuestra vida a la luz de la resurrección.
La resurrección de Cristo es su glorificación en Dios. Jesús habla a sus
Apóstoles de esta glorificación la víspera de la pasión.
La glorificación se cumplirá en la cruz y será confirmada por la
resurrección. Mediante la cruz, Dios será glorificado en Cristo:
“Si Dios es glorificado en Él, también Dios lo glorificará en Sí mismo:
pronto lo glorificará” (Jn 13,32). Esto se realiza mediante la resurrección.
En el momento en que Cristo dice estas palabras a los Apóstoles -y es la
tarde del Jueves Santo- éstos todavía están con el Maestro. Pero son ya los
últimos momentos en que están todos juntos. Cristo se lo anuncia claramente:
“A donde yo voy, vosotros no podéis venir” (Jn 13,33).
El camino de la cruz y de la resurrección será la senda por la que Cristo
irá completamente solo.
La resurrección tuvo lugar en Jerusalén, en la antigua ciudad israelita.
Mediante la resurrección de Cristo comenzó a realizarse lo que el autor del
Apocalipsis, Juan Apóstol, ve en su primera visión: “Vi la ciudad santa, la
nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como
una novia que se adorna para su esposo” (21,2).
La antigua Jerusalén se ha renovado. Juntamente con la resurrección de
Cristo se ha hecho nueva, con una total novedad de vida. Se ha convertido en
el comienzo del nuevo cielo y de la nueva tierra. En ella -en Jerusalén- se
ha revelado el comienzo de los últimos tiempos.
Todo esto sucedió mediante la gloriosa resurrección de Cristo.
A la luz de la resurrección nuestra vida cristiana se construye sobre el
fundamento de la esperanza que se abre en la historia de la humanidad con la
nueva Jerusalén del Apocalipsis de Juan: “Esta es la morada de Dios con los
hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con
ellos” (21,3).
La esperanza que la resurrección de Cristo lleva consigo es esperanza de la
morada de Dios con los hombres. La esperanza del eterno Emmanuel. Los
hombres serán abrazados por Dios. Dios será todo en todos (cfr. Col 3,11).
2. La Resurrección y el mandamiento del amor
La esperanza que se abre ante la humanidad con la resurrección de Cristo es
esperanza de la resurrección definitiva y perfecta, que se manifestará
mediante la victoria sobre la muerte:
"Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto,
ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado.» Entonces dijo el que
está sentado en el trono: ‘Mira que hago un mundo nuevo.’ Y añadió:
‘Escribe: Estas son palabras ciertas y verdaderas’"
A la luz de la resurrección de Cristo nuestra vida cristiana se construye
sobre el fundamento de la esperanza de la vida nueva, que se abre ante el
hombre por encima de los límites de la muerte y de la temporalidad.
Sin embargo, la luz de la resurrección del Señor no sólo llega a la
esperanza del mundo futuro. Penetra simultáneamente nuestra vida y nuestra
peregrinación terrena.
La penetra ante todo con el mandamiento del amor. En el Cenáculo del Jueves
Santo Cristo recuerda a los Apóstoles este mandamiento y lo pone ante ellos
como un compromiso principal:
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como
yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los
otros” (Jn 13:34-35).
La separación de Cristo, mediante la cruz y la resurrección debe, de una
manera nueva, acercar recíprocamente a sus Apóstoles entre sí. El testimonio
del amor supremo, dado en la cruz, debe hacer brotar en ellos un amor
parecido. La resurrección proyecta sobre la vida cristiana la luz del amor.
Si se dejan guiar por esta luz, los cristianos dan un auténtico testimonio
de Cristo crucificado y resucitado.
3. La Resurrección y el apostolado
Al dar este testimonio, entran en el camino de la misión cristiana, o sea,
del apostolado. De este camino nos habla la primera lectura del domingo
actual, tomada de los Hechos de los Apóstoles, haciendo referencia a los
trabajos apostólicos de Pablo y Bernabé en diversos lugares de Oriente
Medio. Entre estos trabajos nacía la Iglesia y surgían las primeras
comunidades cristianas. Efectivamente, Dios actuaba por medio de sus
Apóstoles y abría “a los gentiles la puerta de la fe” (14,27).
Cuando la luz de la resurrección del Señor cae sobre nuestra vida, logra
ciertamente que también ella se haga “apostólica”. “Pues la vocación
cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado”, como
enseña el Concilio Vaticano II en el Decreto sobre el apostolado de los
laicos (n.2). El apostolado es fruto de este amor que nace en nosotros
mediante la intimidad con la cruz de Cristo resucitado. Ayuda también a la
esperanza del mundo futuro en el reino de Dios. Nosotros mantenemos esta
esperanza incluso en medio de los sufrimientos, porque “hay que pasar mucho
para entrar en el reino de Dios”, como leemos en la liturgia de hoy (Hch
14,22).
“Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas” (Sal
144/145,10-11).
La potencia del reino de Dios en la tierra se ha manifestado en la
resurrección de Cristo crucificado. Nosotros, como confesores de Cristo,
queremos vivir y obrar en esa luz, que nos viene de la resurrección del
Señor.
Roguemos a María, Madre del Resucitado, Madre de la Misericordia, a fin de
que nos acompañe en todas las partes por los caminos de la fe, la esperanza
y la caridad.
(Homilía del beato JUAN PABLO II en la parroquia romana de Santa María de la
Misericordia)
Aplicación: Pere Tena - 'Yo hago nuevas todas las cosas'
La segunda lectura suscita una imagen grandiosa: ¿cómo será finalmente esta
Iglesia que ahora se va edificando entre las lágrimas de la tribulación
presente? Será "nueva". Es decir, será totalmente según el mandamiento
nuevo, porque Dios lo será todo en todos. Y he aquí, también, una llamada
para la Iglesia presente: cuando los cristianos nos amamos como Cristo nos
ha amado, entonces se anticipa en la tierra la "novedad"; y las lágrimas, la
muerte, el duelo, los gritos y las penas, aunque no dejen de existir, quedan
iluminadas con una nueva perspectiva, y en cierto modo superadas. Con una
vida según el Espíritu Santo, la Iglesia vive "descendiendo del cielo,
enviada por Dios". Este es el dinamismo del amor cristiano, que transforma
proféticamente la sociedad, que hace solidarios a los hombres, que se
preocupa por su pan, que elimina cualquier discriminación.
La homilía de hoy debería tener un tono muy alentador. Vivir en la Iglesia
como comunidad del amor de Jesucristo, secando con el amor las lágrimas de
los ojos de los hombres, ¿no debe ser una buena propuesta? Y, por otro lado,
realizarlo con los ojos y el corazón puestos en el Evangelio, dejándose
iluminar por el Espíritu de Jesús. Esto elimina cualquier disyuntiva entre
"Iglesia del amor" e "Iglesia del derecho" (distinciones antiguas, que
tienen sus traducciones actuales en "la Iglesia de la base" y "la Iglesia
oficial"). Todo es la Iglesia de Jesucristo.
La celebración de la Eucaristía es la experiencia fontal de esta Iglesia. Es
en la Eucaristía donde celebramos el amor de Cristo (por eso la plegaría
eucarística IV es adecuada para hoy), y donde aprendemos constantemente a
ser Iglesia del amor, "haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y
vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna" (Poscomunión).
(PERE TENA, MISA DOMINICAL 1990, 9)
Aplicación: Andrés Pardo - La novedad 'Como yo os he amado'
Los textos bíblicos de este quinto domingo de Pascua hablan de "novedad".
"Vi un cielo nuevo y una tierra nueva" dice el Apocalipsis. "Os doy un
mandamiento nuevo" afirma Jesús. Después de veinte siglos de historia de la
Iglesia de práctica y vivencia del mandamiento primero y principal de la
ley, ¿se puede hablar sinceramente de "novedad"? ¿No suena a tópico decir
que la novedad cristiana se traduce en la palabra "amor", palabra tan
exaltada y a la vez tan desgastada? ¿Cuál es la novedad del amor cristiano?
Evidentemente que el amor no es algo nuevo. El afecto, el gozo, el cariño,
la pasión, el consentimiento son la expresión constante del amor humano. El
amor es sentimiento imperecedero del hombre en la tierra. La novedad
cristiana de amor está en la referencia "como yo os he amado", que
manifiesta su perfección y su meta. El amor no es una fría ley, no se puede
reducir a un organigrama caritativo y a una institución social, no debe
someterse a un calendario con días fijos para amar, no admite límites
cortados por un reglamento, una campana o un reloj. El amor auténtico
germina y vive siempre en la libertad de poderse expresar siempre.
Cristo nos amó hasta dar su vida. Por eso tiene sentido que el cristiano se
consagre al servicio exclusivo de sus hermanos hasta la muerte de uno mismo.
(Andrés Pardo, Mercaba.com)
Aplicación: Antonio Luís Martínez - Un amor nuevo
La lectura litúrgica del evangelio de este domingo pascual la tenemos que
hacer no en la cronología que supone san Juan la víspera de la muerte de
Jesús sino desde los resplandores de su resurrección.
En la misma perspectiva hemos de interpretar el mandamiento nuevo pues el
amor fraterno del que habla Cristo es un fruto más del Misterio Pascual.
Efectivamente, la novedad que atribuye Jesús al amor que debe presidir las
relaciones de sus discípulos proviene de que no se trata de simple
filantropía sino un amor muy especial: como yo os he amado, amaos también
entre vosotros.
Esa novedad que Jesús exige al amor fraterno de los suyos no es otra que la
Buena Noticia del amor gratuito de Dios a los hombres realizado, manifestado
y comunicado a través de la muerte y resurrección de Jesús.
Por eso, quien tiene en su corazón un amor de tal calibre testifica ante los
demás que pertenece a Jesús.
Así lo hace San Pablo según nos dice la primera lectura cuando por propia
experiencia exhorta a la perseverancia a sus incipientes comunidades
cristianas diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de
Dios. El Apóstol alude a la dimensión pascual de la vida cristiana y del
amor cristiano que comportan un morir a sí mismo o un llevar la cruz que son
los signos de comulgar con el amor de Cristo que le llevó a entregarse hasta
la muerte en cruz.
La segunda lectura presenta la riqueza del "amor nuevo" que atraviesa la
frontera de la muerte y consigue la comunión total: Esta es la morada de
Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios
estará con ellos y será su Dios.
(Antonio Luis Martínez)
Aplicación: CE de Liturgia, Peru - Amar es gozar de la alegría de la
Pascua
Estamos celebrando la Pascua y gozando la salvación que nos ha traído Jesús.
Tratemos de compartir la alegría plena de los apóstoles que se han lanzado a
la tarea evangelizadora anunciando a los hermanos que Jesús vive ¡Ha
resucitado!.
Pablo y Bernabé han dado un nuevo sentido a sus vidas desde que conocieron a
Jesús y no se han guardado el secreto, antes bien comparten con los hermanos
su experiencia de Dios, fortalecían a las comunidades, les anunciaban a
Jesús.
¿Qué sucedió en la vida de Pablo y Bernabé? La respuesta la encontramos en
el Evangelio de este domingo: es el amor a los hermanos con aquella fuerza y
grandeza con que Jesús nos ha amado.
Durante la última cena, al irse Judas, el ambiente es de profunda intimidad
con el Maestro, el cual como testamento les da el mandamiento nuevo; el
último y definitivo "Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los
otros" ¿Cómo medir este amor? "Ámense como yo les he amado". Seremos
identificados como discípulos de Jesús por nuestra apertura al amor de Dios
fuente del amor sincero y por nuestra capacidad de compartir este amor de
manera concreta cada día.
Amor, pues, según el mandamiento de Jesús, significa administrar el pan a
quien no lo tiene; significa administrar el pan que alimenta el cuerpo y la
fe; es amarse entre los que somos hermanos, pero también se proyecta al
enemigo.
Amar es gozar de la alegría de la Pascua, dejarse tocar por el Señor e
inspirarse en Él para servir y darse a los demás; sobretodo al pobre, al
enfermo, al débil.
(CE DE LITURGIA. PERU)
Ejemplos
Mirar al Cielo
Un joven tuvo desde niño gran afición al mar, y a los doce años entró de
aprendiz en un buque que viajaba para América. ¡Con qué ilusión vio salir el
buque del puerto y perderse en la inmensidad! Saltaba y reía cuando la ola
gigante barría la cubierta y la salpicaba de espumas.
A los pocos días de navegación el capitán le dijo:
- "Muchacho, ¿sabrás subir a ese palo tan alto?"
Él respondió con orgullo:
- "En mi pueblo subía a los árboles más elevados del bosque".
El capitán sonrió y le dijo:
- "¡Sube!"
El muchacho comenzó a elevarse con agilidad y llegó a la punta de mástil. El
mástil se balanceaba llevando el compás del barco que mecían las olas. El
muchacho miró abajo y no vio más que movimiento por todas partes. Le entró
el vértigo. Los árboles de su pueblo estaban quietos apoyados en sus raíces
bajo la tierra inmóvil. Tuvo miedo de caerse; se abrazó al mástil con ambas
manos y comenzó a gritar. El capitán cuando vio el espanto reflejado en sus
ojos le dijo:
- "¡Muchacho arriba! ¡No mires más que arriba!"
El pequeño marinero miró al cielo, se desvaneció el vértigo y perdió de
pronto todo temor.
Así pasa con nosotros, en el mar de la vida surge la tentación como una
tormenta; subidos en nuestra soberbia nos creemos seguros, pero pronto nos
entra el vértigo, y estamos a punto de caer. ¿Remedio? ¡Miremos siempre
arriba! Del cielo nos ha de venir la luz, la calma, la victoria. Mirando a
la tierra no veremos más que movimiento, caducidad, torbellino de olas
agitadas. Sólo en el cielo hallaremos quietud, estabilidad, firmeza. Mirad
al cielo y no caeréis.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 278)
¿Es usted la esposa de Dios?
Un
niño de unos 1z años, descalzo y tiritando de frío, miraba a través de un
escaparate. Viéndole una señora se le acercó y le preguntó:
¿Qué
estás mirando con tanto interés? A lo que el niño respondió: Le estaba
pidiendo a Dios que me diera un par de zapatos. La señora lo introdujo en la
tienda, pidió agua y una toalla, lo lavó y le compró calcetines y zapatos.
El niño se los puso radiante de felicidad.
Al despedirse de la señora, tomó su mano, y mirándola con lágrimas en los
ojos, le preguntó: ~¿Es
usted la esposa de Dios?
(Cortesía:
iveargentina.org et alii)