Solemnidad de Pentecostés A-B-C - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: José Ma. Solé Roma O.M.F. - Las lecturas de Pentecostés
Exégesis: Joseph Kurzinger - La venida del Espíritu Santo (Hech. 2,1-13)
Exégesis: Dr. Isidro Gomá - APARECE JESÚS A LOS DISCÍPULOS REUNIDOS
Comentario teológico: Manuel de Tuya - Apariciones a los discípulos.
20,19-29 (Lc 24,36-42)
Comentario teológico: Dom Columba Marmion - MISIÓN DEL ESPÍRITU SANTO
Comentario Teológico: Catecismo de la Iglesia Católica - El Espíritu y la
Iglesia en los últimos tiempos
Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino - CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
Comentario Teológico: Gran Enciclopedia RIALP - Pentecostés en la Sagrada
Escritura
Santos Padres: San León Magno - El Espíritu Santo, la tercera persona de la
Santísima Trinidad
Santos Padres: Basilio de Cesarea - El Espíritu es la luz de los creyentes
Santos Padres: San Agustín - A quienes perdonéis... Por qué no se da hoy el
don de lenguas
Santos Padres: San Agustín: El don de Dios, la gracia de Dios y la
abundancia de su misericordia
Aplicación: San Juan Pablo II - Y se llenaron todos del Espíritu Santo
Aplicación: San Juan Pablo II - En Pentecostés se cumple el proyecto de Dios
Aplicación: San Juan Pablo - La Misión del Hijo, del Espíritu Santo,
de la Iglesia
Aplicación:
R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Pentecostés
Aplicación: Beato Columba Marmion - Nuestra devoción al Espíritu Santo:
invocarle y ser fieles a sus inspiraciones
Aplicación: R.P. Carlos M. Buela, I.V.E. - El Espíritu Santo y la Misa
Aplicación: P. Alfonso Torres, S.I. - El Espíritu Santo muy olvidado
Aplicación: San Juan de Ávila - ¿Ha venido hasta ti este tal Consolador?
Aplicación: Juan Pablo II - El Espíritu Santo, principio vital de la
apostolicidad de la Iglesia
Aplicación: R. P. Royo Marín - El Espíritu Santo desconocido
Aplicación: Papa Francisco - El Espíritu Santo que lleva a la Verdad, a
Jesús
Aplicación: Papa Francisco - Abrirse a la novedad del Espíritu Santo
Ejemplos
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Falta un dedo: Celebrarla
Exégesis: José Ma. Solé Roma O.M.F. - Las lecturas de Pentecostés
HECHOS 2, 1-11
Resurrección-Apariciones- Ascensión: Son ya Era del Espíritu Santo: Qui
(Jesus) post resurrectionem suam omnibus discipulis suis manifestus
apparuit; et ipsis cernentibus este elevatus in coelum, ut nos divinitaris
suae tribueret esse participes. San Lucas, que nos presentó en el Evangelio
la vida de Jesús dirigida por el Espíritu, nos quiere, ahora demostrar cómo
la Iglesia e Jesús tiene también el Espíritu como guía y motor:
-La Era Mesiánica es esperada como efusión del Espíritu Santo. Los Profetas
así lo prometen: Joel es el más explícito: "Derramaré mi espíritu sobre toda
carne. Obraré prodigios en los cielos y sobre toda la tierra" (Jl. 3, 1). Y
Habacuc nos describe la nueva teofanía en luz y en fuego, en huracán y en
terremoto (Hbc. 3, 3). Pentecostés es el nacimiento de la Iglesia, el
comienzo de una nueva Era; el Padre y el Hijo nos envían al Espíritu Santo.
La Era Mesiánica, Era escatológica en la perspectiva de los Profetas, tiene
como inauguración y primicias un diluvio de Espíritu Santo.
-Dios habla en "signos", que es el mensaje que todos entienden. Los "signos"
que anuncian solemnemente la misión del Espíritu Santo a la Iglesia son: Un
ruido del cielo; un viento impetuoso; un diluvio de fuego en forma de
lenguas ígneas: Este fragor celeste, este huracán, esta lluvia de fuego son
expresivos símbolos de la llegada y de la obra que va a realizar el Espíritu
Santo: Fragor celeste que despierta; llama que enardece: viento que eleva,
espiritualiza; fuego que ilumina, purifica, caldea. De hecho, los Apóstoles,
recibido el Espíritu Santo, quedan transmudados, re-nacen. Son ya valientes,
iluminados, puros, fieles, espirituales. A la luz del Espíritu Santo
penetran el sentido de las enseñanzas de Cristo, hasta entonces enigmáticas
para ellos.
-El Don de lenguas, o "glosolalia", es un carisma para alabar a Dios (Cf. 1
Cor 10, 14). Como en estado extático cantan los Apóstoles la Gloria de Dios
en todas las lenguas. Los oyentes, a su vez, a la luz del Espíritu Santo,
los comprenden y se unen a ellos. Este fenómeno sobrenatural quiere
demostrar que han cesado las disgregaciones (de lengua, raza, cultura,
religión) que pesaban como maldición sobre los hombres (Gn. 11, 1-9). El
Espíritu Santo hará de todos los redimidos por Cristo un único Pueblo de
Dios. La única condición para ser beneficiarios de esa gracia, en esa nueva
creación, es la conversión y la fe: "Convertíos y recibid el Bautismo en el
nombre de Jesucristo, en remisión de vuestros pecados. Y recibiréis el don
del Espíritu Santo" (Hch. 2, 38). Si el orgullo produjo discordia y
frustración, la fe da armonía y salvación.
1 CORINTIOS 12, 3-7. 12-13
San Pablo nos presenta un cuadro muy interesante de la actuación interior
del Espíritu Santo en las almas; y también de las manifestaciones
carismáticas y maravillosas que enriquecieron desde los principios a la
Iglesia y la mostraron: "Sacramento universal de Salvación" (L.G. 48)
-E don de la fe y la confesión de la fe son gracias del Espíritu Santo. Sin
esta gracia no podemos llegar a la zona de la fe (3b). A la vez, la gracia
del Espíritu Santo salvaguarda de todo error y desorientación de nuestra fe
(3a). Si queremos que nuestra fe no sufra titubeos, confusionismo y
desviaciones, pidamos humildemente la gracia del Espíritu Santo.
-En la primitivas Comunidades, en las que Jerarquía no podía actuar con la
trabazón o institución que adquirió con el desarrollo de la iglesia, el
Espíritu Santo suplía con una profusión de dones carismáticos: los que hoy
llama la Teología: gratias gratis datas. Los carismas, de nuevo puestos de
relieve por el Vaticano II, no se dan al fiel directamente para su
santificación, sino para el bien inminente de la Comunidad (7). Fueron en
las primeras Comunidades cristinas un factor importante para la
consolidación de la fe y para su propagación. San Pablo nos da diferentes
listas de los carismas más importantes (8-10; 12, 27.28: Rom 12, 6-8; Ef 4,
11). Siempre insiste que no se dan para provecho propio, ni menos para
fomento de vanidad, ni como exhibicionismo religioso. Todos provienen del
mismo Espíritu y van ordenados al bien de la Iglesia; y sobre todos ellos,
está la caridad, don esencial del Espíritu Santo, al que todos debemos
aspirar y que debemos valorizar más que los carismas.
-En la ordenación y regulación y uso de los carismas hay que tener presente:
al defender la unidad de la Iglesia, no impedir la diversidad de los
carismas, no dañar la Unidad de la Iglesia. E ilustra su enseñanza con el
símil del cuerpo humano: uno con variedad de miembros; pero en el que todos
los miembros actúan en razón de la unidad. En este Cuerpo Místico, que s la
Iglesia, el Espíritu Santo es el Alma que lo informa, lo vivifica, lo
santifica, lo vigoriza, lo unifica: "Bautizados en un espíritu para formar
un Cuerpo" (13). Por la Eucaristía el Espíritu único de Cristo unifica y
vivifica el que por eso es su ünico Cuerpo Místico: A te, Pater, missit
Spiritum Sanctum primitias credentibus, qui opus tuum in mundo perficiens,
omnem sanctificationem compleret (Prex Euc IV).
JUAN 20, 19-23
San Juan nos da en este contexto la misión del Espíritu Santo que San Lucas
describe en Pentecostés:
-El Resucitado se presenta a sus Apóstoles y les enseña las cicatrices de
sus llagas, precio con el cual nos ha ganado el Espíritu Santo. Y les da el
"signo" de la misión del Espíritu Santo: "Sopla sobre ellos" (20). En
hebreo, soplo y Espíritu se indican con la misma palabra. La Iglesia vive
del Espíritu de Cristo.
-Con el don del Espíritu Santo les inunda de paz: "Paz a vosotros" (19.20).
"Paz" en la Escritura es la síntesis de todos los bienes; y, ya en clave de
Espíritu Santo, indica todos los dones, frutos y carismas del Paráclito. Los
Apóstoles tendrán en todos primacía y plenitud.
-Para le Era del Espíritu Santo estaba prometida la remisión de los pecados
(Jr 31, 34). Queda en manos de los Apóstoles el poder de perdonar (23), pues
Cristo los envía como continuadores de su obra salvífica y les entrega la
plenitud de sus poderes y autoridad (21).
(José Ma. Solé Roma O.M.F.,"Ministros de la Palabra", ciclo "C", Herder,
Barcelona, 1979, p. 112-115)
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Santos Padres: San León Magno: El Espíritu Santo, la tercera persona
de la Santísima Trinidad
Todos los católicos saben, mis amados hermanos, que la festividad de hoy
merece celebrarse entre las principales y nadie discute la reverencia
especial que este día se merece, puesto que fue santificado por el Espíritu
Santo con un señaladísimo milagro de su bondad. Este es el día décimo a
partir de aquel en que subió el Señor sobre lo más encumbrado del cielo para
sentarse a la diestra de Dios Padre y es el quincuagésimo contando desde el
día de su Resurrección, brillando ahora en todo su esplendor lo que entonces
se anunció y encerrando en sí maravilloso cúmulo de antiguos y nuevos
misterios, que finalmente en esta fiesta se aclaran al adivinarse ya la
gracia en la antigua ley y aparecer ahora la ley plenamente cumplida por la
gracia. Como en otro tiempo fue dada la ley al pueblo hebreo, libertado de
los egipcios, en el día quincuagésimo después de la inmolación del cordero
en el monte Sinaí, así también, después de la Pasión de Cristo, en que fue
sacrificado el verdadero Cordero de Dios, el día quincuagésimo después de su
Resurrección el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y sobre todo el
pueblo de creyentes, para que fácilmente el cristiano sagaz conozca que los
comienzos del Viejo Testamento prefiguraban ya los principios del Evangelio,
estableciendo la segunda alianza el mismo Espíritu que instituyó la primera.
Pues como nos narran los Hechos apostólicos al cumplirse los días de
Pentecostés y estando todos los discípulos en un mismo lugar, se percibió un
ruido que venía del cielo, como de viento impetuoso que se acerca, y llenó
toda la casa en donde estaban reunidos. Y aparecieron distribuidas entre
ellos como lenguas de fuego que se posasen sobre las cabezas de cada uno, y
fueron llenos del Espíritu Santo, comenzando a hablar con otras lenguas,
conforme el Espíritu Santo hacía que hablasen (Hch 2,1). ¡Oh, cuán veloz es
la palabra de la sabiduría, y siendo Dios el maestro que pronto se aprende
lo que se enseña! No necesitaron de intérprete para entender, ni de práctica
para hablar, ni de tiempo para consagrarse al aprendizaje, sino que
iluminando cuando quiso el Espíritu de verdad los vocablos peculiares de las
diversas lenguas se hicieron familiares en la boca de la Iglesia. En este
día empezó a resonar la trompeta de la predicación evangélica y desde
entonces las lluvias de carismas y los ríos de bendiciones cayeron sobre la
tierra desierta y árida, porque para reanimar el aspecto del mundo el
Espíritu Santo se cernía sobre las aguas (Gen., 1, 2), y para ahuyentar las
viejas tinieblas refulgían los rayos de la nueva luz y con el brillo de las
lenguas de fuego aparecía la palabra de Dios iluminada y su elocuencia como
encendida, puesto que estaban dotadas de fuerza para iluminar el
entendimiento y de fuego para consumir el pecado.
Mas aunque el mismo acontecimiento aparezca admirable, mis amados hermanos,
y no quepa duda de que en aquel alegre concierto de todas las voces humanas
estaba presente la majestad del Espíritu Santo, a nadie se le ocurra pensar,
sin embargo, que en esto que ven los ojos corporales aparece su divinidad,
pues es por naturaleza invisible e igual en este punto con el Padre y el
Hijo, dando a conocer con la señal que le plugo la excelencia de su obra y
don pero guardando en su misma Divinidad la propiedad de su esencia, porque
como ni el Padre ni el Hijo así tampoco el Espíritu Santo pueden ser vistos
por ojo humano. En la Trinidad divina nada es desemejante, nada es desigual,
y todas las cosas que puedan pensarse de su ser ni en poder, ni en gloria,
ni en eternidad son diferentes. Y siendo, en lo que se refiera a las
propiedades de las divinas Personas, uno el Padre, otro el Hijo y otro el
Espíritu Santo, empero no hay diversidad de Divinidad ni de naturaleza. Y
procediendo el Hijo Unigénito del Padre y siendo el Espíritu Santo espirado
por el Padre y el Hijo, no procede como las demás criaturas que dependen del
Padre y del Hijo, sino que vive y reina con ambos y sempiternamente por
subsistir juntamente con el Padre y el Hijo. Por donde al prometer el Señor
antes de su Pasión a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, dijo:
Todavía tengo muchas cosas que deciros, mas no podéis ahora comprenderlas.
Pero cuando venga aquel Espíritu de verdad él os llevará al conocimiento de
la verdad. No hablará de su caudal, sino que dirá cuanto hubiere oído y os
predecirá lo futuro. Todas las cosas que tiene el Padre son mías, por eso os
dije que recibirá de mi caudal y os lo anunciará (Jn 16,13). No son
distintas las cosas del Padre y del Hijo y del Espíritu, sino que todo lo
que tiene el Padre también lo tiene el Hijo y el Espíritu Santo y nunca
faltó esta mutua comunicación en aquella Trinidad, porque la razón de poseer
todos los bienes es su preexistencia eterna. Allí nadie puede pensar en
tiempos, jerarquías o distinciones, y si nadie es capaz de definir lo que es
Dios, tampoco nadie ose decir que no es, pues más excusable parece no decir
cosas dignas de una Naturaleza inefable que atribuirle las que le sean
contrarias. Así, pues, cuanto sean capaces de concebir los corazones
piadosos de la eterna e inmutable gloria del Padre, otro tanto atribuyen al
Hijo y al Espíritu Santo, sin restricciones ni diferencias. Por tanto,
confesamos a esta beatísima Trinidad como un solo Dios, pues en estas tres
Personas no puede darse diversidad, ni sustancial, ni de poder, ni de
voluntad, ni de modo de obrar.
Y como aborrecemos a los Arrianos que pretenden ver distancias entre el
Padre y el Hijo, así también detestamos a los Macedonianos que aunque
concedan la igualdad entre el Padre y el Hijo, sin embargo aseguran que el
Espíritu Santo es de inferior naturaleza, no reparando que cometen una
blasfemia tal que no se les perdonará ni en el siglo presente ni en el
juicio futuro, pues dice el Señor: Quien hablare contra el Hijo del hombre
será perdonado, mas el que hablare contra el Espíritu Santo no tendrá perdón
ni en este siglo ni el venidero (Mt 12,32). Así que quien persista en esta
impiedad no será perdonado, pues arroja de sí a aquel por cuya virtud podía
confesar su fe, de forma que nunca alcanzará el remedio del perdón quien no
tiene abogado que interceda por él. De este divino Espíritu procede el poder
invocar al Padre, de él las lágrimas de los penitentes, de él los gemidos de
los que oran y nadie puede decir Señor Jesús, si no es por el Espíritu Santo
(1Cor 12,4), cuya igual omnipotencia con el Padre y con el Hijo, formando
con ellos una única Divinidad, la proclama claramente el Apóstol cuando
dice: Danse, claro está, gracias diversas, pero es uno mismo el Espíritu. Y
también hay diversidad de ministerios, pero es uno mismo el Señor, y
diversidad de operaciones, mas es el mismo Dios quien obra en todas las
cosas (1Cor 12,5).
Con éstos y con otros textos, queridísimos, con que brilla abundantemente la
autoridad de las divinas Letras, debemos animarnos a reverenciar todos de
consuno este día de Pentecostés, saltando de gozo en honor del Espíritu
Santo, santificador de toda la Iglesia, maestro del alma fiel, inspirador de
las creencias, doctor de la sabiduría, fuente de amor, símbolo de castidad y
principio de toda virtud. Alégrense hoy las almas de los cristianos porque
en todo el mundo es alabado el solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con la
general confesión de todas las lenguas y porque todavía ahora el misterio
que se descubrió bajo la forma de lenguas de fuego aún sigue obrando y
comunicando sus dones Este mismo Espíritu de verdad hace brillar su mansión
con el esplendor de su gloria, y de su luz y no quiere que en su templo haya
tinieblas ni tibieza. Para participar de su obra y doctrina usemos de la
reparación de ayunos y limosnas, pues a este venerable día va unida la
costumbre de una práctica saludable que experimentaron ser muy útil los
santos de todos los tiempos, y a ejercitarla con interés os exhortamos con
pastoral solicitud, para que si la incauta negligencia contrajo algunas
manchas en los días pasados, las repare la aspereza del ayuno y las subsane
la piadosa devoción. Así, pues, ayunemos las ferias cuarta y sexta y el
sábado celebremos las vigilias con el fervor acostumbrado. Por Jesucristo
nuestro Señor que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los
siglos de los siglos. Amén.
(San León Magno, Sermones Escogidos, Apostolado Mariano, p. 88-91)
Exégesis: Joseph Kurzinger - La venida del Espíritu Santo (Hech.
2,1-13)
El siguiente relato ocupa un puesto preeminente en el mensaje de la
salvación, tal como san Lucas lo entiende y lo quiere proclamar. Hacia él va
encauzada la conclusión del Evangelio (Luc_24:48s) y el principio de los
Hechos de los apóstoles. La imagen de la Iglesia que a continuación se
presenta ante nuestra mirada, recibe de dicho relato su profundo y verdadero
fundamento y su decisiva declaración.
(...)
1. El acontecimiento de Pentecostés (Luc_2:1-13)
a) La manifestación del Espíritu (Hch 2,01-04)
1 Y al llegar el día de pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo
lugar, 2 cuando de repente vino del cielo un estruendo como de viento que
irrumpe impetuoso, el cual llenó toda la casa donde estaban. 3 Y vieron
sendas lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos; 4 se
sintieron todos llenos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras
lenguas según que el Espíritu les concedía expresarse.
Se percibe la tensión expectante de la nueva comunidad. El bautismo en
Espíritu debía tener lugar «dentro de no muchos días». Así lo había dicho el
Señor en su última aparición. En pentecostés debía cumplirse la promesa, en
el día que se designaba como el «quincuagésimo» después de pascua,
exactamente: después del 16 de nisán. Era una de las tres grandes fiestas de
peregrinos. Las otras dos eran la fiesta de pascua y la de los tabernáculos.
Pentecostés, era, al principio del culto judío, una fiesta de la cosecha
(cf. Deu_16:9-12; Lev_23:15-21). Más tarde también fue dedicada a recordar
las revelaciones del monte Sinaí y la legislación que allí se dio. (…) Se
han señalado en la tradición judía del Sinaí pormenores tales como los que
también aparecen en nuestra narración de pentecostés. Es digno de notarse
que en un escrito de Filón de Alejandría (muerto hacia el año 40 después de
Cristo) se informa acerca de las revelaciones del Sinaí que fueron
acompañadas de un estruendo sobrenatural y de misteriosas señales ígneas,
que se transformaban en palabras divinas. También se dice en aquel escrito
que las setenta naciones paganas percibieron la proclamación de la ley en la
lengua de su propio país.
(…) En la historia de la revelación del Antiguo Testamento el viento y el
fuego son símbolos de la divinidad. Sabemos que las palabras hebreas,
griegas y latinas que significan «espíritu», tanto designan los fenómenos
naturales del viento que sopla (exhalación, aliento) como también el mundo
misterioso de la divinidad. Dios se revela en acontecimientos alegóricos.
Eso también se indica en el relato con la manera de explicar por medio de
comparaciones («como de viento..., como de fuego»).
(…)
Del fuego, símbolo de la vida y de la gloria divinas, descienden distintas
lenguas luminosas como revelación gráfica de que todos, según su manera
personal de ser, reciben del único Espíritu, como lo explica y expone san
Pablo hablando de los dones carismáticos del Espíritu (1Co_12:4 ss). Este
Espíritu, que Jesús ha prometido, dirige y hace efectivas las palabras y las
acciones de los discípulos. Así tiene un especial sentido que se testifique
que precisamente en pentecostés se hablaba en otras lenguas. Esto podía
hacer pensar la palabra griega glossa. Con ello, el Espíritu, que se
manifestaba en lenguas de fuego, capacitaría a los discípulos para hablar en
otras lenguas que les eran desconocidas. Nuestro relato no excluye esta
posibilidad, pero más bien parece, si hemos de ser fieles a la letra, que
evoca una mutua comunicación de lenguas obrada por el Espíritu. Si
principalmente se trata de un lenguaje ininteligible, extático, que debe
explicarse con la ayuda de una interpretación profética, entonces el
Espíritu en la revelación de pentecostés podría al mismo tiempo haber movido
también el alma dispuesta de los oyentes a que gracias a un milagro de
audición pudieran entender en su propia lengua nativa como mensaje de
salvación lo que los discípulos decían «en lenguas».
b) Los testigos del acontecimiento (Hch 2,05-13)
5 Paraban entonces en Jerusalén judíos devotos procedentes de todos los
países que hay bajo el cielo. 6 Al producirse este ruido, se congregó la
muchedumbre, y no salían de su asombro al oírlos hablar cada uno en su
propia lengua. 7 Estaban como fuera de sí y maravillados decían: «¿Pero no
son galileos todos estos que hablan? 8 ¿Pues cómo nosotros los oímos hablar
cada uno en nuestra propia lengua nativa? 9 Partos, medos, elamitas y los
habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, 10
de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de la región de Libia que está junto a
Cirene, 11 y los peregrinos romanos, tanto judíos como prosélitos, cretenses
y árabes los estamos oyendo expresar en nuestras propias lenguas las
grandezas de Dios.» 12 Estaban todos fuera de sí y perplejos, y se decían
unos a otros: «¿Qué significa esto?» 13 Otros, en plan de burla, decían:
«Están borrachos de mosto.»
(…) Cuando se habla de los «judíos devotos procedentes de todos los países
que hay bajo el cielo», ¿se alude a quienes como antiguos judíos de la
diáspora por interés religioso, impulsados por una particular expectación
del Mesías, querían pasar en Jerusalén el ocaso de su vida? ¿No hay que
pensar más bien en los muchos peregrinos venidos para la fiesta de
pentecostés de todas las naciones de la tierra? Dejamos la cuestión en
suspenso. El versículo 5 no sólo muestra la dispersión universal del pueblo
judío, sino que también prepara la lista de países (Hech.2:9-11) y de este
modo deja adivinar el gran campo de trabajo, ante el que se afanarán los
apóstoles y la Iglesia.
La lista de países (…) quiere representar de una forma gráfica y viva la
diversidad de los testigos de la fiesta de pentecostés, y así mostrar de un
modo tan impresionante como sea posible el milagro lingüístico y auditivo.
(…) La lista presentada es suficiente para la intención del autor. Se puede
preguntar si la observación «tanto judíos como prosélitos» se refiere a
todos los nombres precedentes o tan sólo a los «romanos», a quienes se acaba
de nombrar. Dado el interés de los Hechos de los apóstoles por Roma y por
los lectores romanos, no hay que desechar la suposición de que san Lucas con
esta advertencia quiere indicar que los peregrinos romanos de pentecostés
trajeron el mensaje cristiano a Roma y que la comunidad que allí se formó
desde un principio constaba de judeocristianos y de etnicocristianos, aunque
estos últimos vinieron a la Iglesia por el camino del proselitismo judío. Si
se admite esta interpretación, se podrían considerar los dos nombres
siguientes «cretenses y árabes» simplemente como continuación de la lista,
en la que los nueve nombres de países están flanqueados probablemente a
propósito, por tres nombres de pueblos al principio y por otros tres al
final.
Las «grandezas de Dios» son el tema de que se habló el día de pentecostés.
Debió ser una erupción de jubilosa alegría, una manifestación de la
felicidad que se siente por la revelación salvífica de Dios, que le cupo en
suerte al mundo en Cristo Jesús. Había llegado la primera ocasión y con ella
el principio para dar el testimonio (según la orden de 1,8) de Cristo y de
su gracia. Es la primera revelación de la «fuerza» del Espíritu Santo que se
difunde en la Iglesia. ¿Cómo acogen los hombres esta fuerza? Un asombro
perplejo conmovió a unos, otros hicieron una burla recusante. Puede ser que
para las personas a quienes no se descubrió el sentido oculto de «hablar en
lenguas», la pronunciación que les producía una impresión extraña les
hiciera recordar el estado de embriaguez. Solamente los que habían sido
penetrados por el Espíritu, percibieron en aquel hecho el mensaje de
salvación en la lengua familiar de la patria. ¿Por qué este mensaje
permaneció cerrado para otros? ¿No estaba bien dispuesto el corazón? Se
denota el gobierno misterioso de la gracia. Pero también se deja ver la
culpa y la complicidad del hombre. La Iglesia desde un principio experimenta
lo mismo que experimentó el Verbo eterno. «Y esta luz resplandece en las
tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron» (Jua_1:5).
(KURZINGER, J., Los Hechos de los Apóstoles, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
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Exégesis: Dr. Isidro Gomá - APARECE JESÚS A LOS DISCÍPULOS REUNIDOS
Y LES ENTREGA EL ESPÍRITU SANTO
La relación de las santas mujeres, y aun la de Pedro, afirmando ante los
discípulos que habían visto a Jesús resucitado, no disipó todas sus dudas.
Ni la detallada descripción de los discípulos de Emaús mereció por un
momento más crédito: "Ni a éstos creyeron" (Mc 16,13). Jesús va a coronar
sus apariciones con la que aquí se narra, hecha en conjunto a todos los
Apóstoles y algunos discípulos que con ellos estaban. Marcos no hace más que
una alusión rápida a esta aparición; Lucas y Juan dan de ella preciosos
detalles, que mutuamente se completan. Distinguimos en este relato: la
aparición (Jn v.19; Lc v.37-39); pruebas que les da de la verdad de su
resurrección (Jn v.20; Lc v.41-44); poderes que les confiere (Jn v.21-23).
La Aparición
Tuvo lugar en el mismo momento en que los discípulos de Emaús narraban a la
asamblea de los Apóstoles y discípulos lo que acababa de ocurrirles aquella
tarde: Y mientras hablaban de estas cosas..., sucedía ello el mismo día de
la resurrección, al anochecer, y estando los discípulos congregados y
encerrados por el miedo que los sinedritas les inspiraban, y con razón, pues
estarían irritados con el supuesto robo del cuerpo del Señor: siendo ya
tarde, aquel día, el primero de la semana, y estando cerradas las puertas en
donde se hallaban juntos los discípulos por miedo de los judíos... Acababan
de cenar, cuando estaban a la mesa. La aparición de Jesús en medio de ellos
fue súbita; el cuerpo de Jesús, glorificado ya, no necesitó se le abriese
paso para entrar en el local cerrado: tenía las condiciones del cuerpo
"espiritual", de que nos habla el Apóstol (1Cor 15,44):
Vino Jesús, y se puso en medio, y les saludó con la fórmula corriente entre
los judíos: Y les dijo: Paz a vosotros. Esta paz es ya más fecunda: es la
paz del Príncipe de la paz, la paz mesiánica, fecunda en toda suerte de
bienes. Como si quisiese Jesús darles un presagio de los bienes de esta paz,
añade: Yo soy, no temáis.
A pesar de las dulces palabras de Jesús, su aparición súbita les había
llenado de terror; sin embargo, sin ruido, a través de paredes y puertas han
visto a un hombre aparecer ante ellos; creyeron se trataba de un espectro o
fantasma, no de un cuerpo real: Mas ellos, turbados y espantados, pensaban
que veían algún espíritu: ¡tanto les costaba persuadirse de la resurrección
del Señor, a pesar de ser ya la cuarta vez que se aparece! Jesús les
tranquiliza, dándoles a entender que es él, único que puede leer en sus
pensamientos: Y les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y por qué dais lugar en
vuestro corazón a tales pensamientos?, haciendo conjeturas de si soy o no un
espíritu? No lo soy; mirad, para convenceros, que conservo aún en mis manos
y pies las señales de los clavos de la crucifixión: Ved mis manos y mis
pies, que yo mismo soy: no me miréis ya sólo la cara, por la que se conoce
el hombre, sino mis miembros con los vestigios de mi suplicio. Pero, por si
temieseis engaño de la vista, os ofrezco mi cuerpo para que lo palpéis, y os
convenzáis de que no soy fantasma o visión, sino que tengo carne y hueso
como vosotros: Palpad y ved: que el espíritu no tiene carne ni huesos, como
veis que yo tengo.
Pruebas de la verdad de la resurrección
De las palabras pasa Jesús a los hechos: les enseña aquellas partes del
cuerpo en que quedaron más profundamente impresos los estigmas de la pasión:
Y cuando esto hubo dicho, les mostró las manos, y los pies, y el costado:
Los Apóstoles y discípulos mirarían y tocarían con atención y reverencia las
cicatrices sagradas; es el primer argumento que les da: el de la vista y
tacto, sentidos los más fidedignos. La certeza de que están viendo a Jesús
les inunda de gozo: Y se gozaron los discípulos viendo al Señor: empiezan a
realizarse las palabras que les había dicho, de que les vería otra vez y se
alegraría su corazón (cf. Jn 16,22). Aprovecha Jesús estos momentos de santa
expansión de sus discípulos para darles una lección de docilidad de
espíritu, cuando hay motivos bastantes para creer: Y los reprendió por su
incredulidad y dureza de corazón: porque no habían creído a los que lo
vieron resucitado.
Pero les confirma en la verdad de su resurrección dándoles un segundo
argumento. Es fenómeno psicológico universal que difícilmente creamos, por
instintivo temor de que frustre el gozo, los faustísimos sucesos que nos
atañen; esto les ocurre a los discípulos: han oído las referencias de los
compañeros que han visto a Jesús resucitado; le tienen presente; han mirado
y palpado su cuerpo sagrado; pero el mismo gozo es obstáculo a la fe
completa: Mas, como aún no lo acaban de creer, y estuviesen maravillados de
gozo, dándoles una prueba aún más fehacientes, les dijo: ¿Tenéis aquí algo
de comer? Los espectros y los espíritus no comen; si Jesús come, la prueba
es decisiva: Y ellos le presentaron parte de un pez asado y un panal de
miel, un trozo de panal, ambos manjares probablemente restos de la cena
frugal que acababan de tomar. Jesús comió; los cuerpos glorificados no
tienen necesidad de comer, pero pueden hacerlo y absorberlos en alguna
manera: Y habiendo comido delante de ellos, tomó las sobras, y se las dio.
Finalmente les da una razón sintética para acabar de disipar las dudas que
sobre su resurrección pudiesen aún abrigar. La causa de su incredulidad ha
sido la decepción o desengaño sufrido al ver padecer y morir a Cristo; como
los discípulos de Emaús, habían creído las cosas gloriosas de Jesús, no las
humillaciones; cuando éstas vinieron, se llamaron a engaño. Jesús afirma de
un modo general que todo ello estaba ya predicho en los Libros Sagrados, y
que El mismo se lo había advertido en tiempo, cuando convivía con ellos en
su vida mortal: Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún
con vosotros, que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de
mí en la Ley de Moisés, y en los Profetas, y en los Salmos: son las tres
grandes divisiones de los Sagrados Libros, según los judíos: el Pentateuco,
los Profetas y los Libros poéticos, de los que los principales son los
Salmos.
Poderes que da Jesús a sus discípulos
En aquel recinto cerrado está la Iglesia naciente, con Cristo vivo y aun
presente según su presencia visible; el gozo de que están inundados los
discípulos va a transfundirse a toda la Iglesia, de todos los siglos, en
virtud de los poderes que va a conferirles. Antes de hacerlo, vuelve Jesús a
saludarles con solemnidad enfática: Y otra vez les dijo: Paz a vosotros. La
palabra de Jesús es eficaz: Él vino para pacificar a los hombres con Dios;
el primer poder que dará a sus Apóstoles será el de ser continuadores de
esta obra de pacificación (cf. 2Cor 5,18-20): Como el Padre me envió, así
también yo os envío: Jesús se hace igual al Padre en el poder de enviar; y
envía a los Apóstoles para que sean, como Él, ministros de pacificación.
Para esta grande obra necesitan los Apóstoles y sus sucesores la fuerza
vivificadora del Espíritu Santo. Jesús se lo da, por medio de una acción
material simbólica, que podríamos llamar sacramental, porque obra lo que
significa, la insuflación: Y dichas estas palabras, sopló sobre ellos. El
soplo es símbolo del Espíritu: hálito y espíritu se designan en griego con
la misma palabra "pneuma". Al soplo acompañó unas palabras expresivas del
símbolo: Y les dijo: Recibid el Espíritu Santo: ya le tenían los discípulos
al Espíritu Santo por la justificación, pero ahora lo reciben en orden a los
oficios que deberán llenar; no con toda su plenitud y en forma solemne y
visible, como el día de Pentecostés, sino para determinados fines y como
preparación para la venida solemne. Por esta insuflación expresa Cristo que
el Espíritu Santo procede del Padre y de El, y que como es del Padre, así
también es suyo.
Parte principal de aquel ministerio de pacificación y fruto capital del
Espíritu que acaba de darles es el perdón de los pecados, porque es el
pecado el que pone la discordia entre Dios y el hombre. Jesús tenía este
poder (cf. Mt 9,6); ahora se lo da a los Apóstoles: A quienes perdonareis
los pecados, quédanles perdonados: y a quienes se los retuviereis, no
desatándolos por el perdón, porque el perdón es el que libra del pecado,
retenidos les quedan. Por lo mismo, los Apóstoles y sus sucesores serán
jueces que deberán discernir los casos en que deberán retener o perdonar los
pecados: luego éstos les deberán para ello ser declarados. Por esto la
Iglesia ha visto siempre en estas palabras contenido el precepto de la
confesión distinta de los pecados.
Lecciones morales
A) Jn v. 19 - Estando cerradas las puertas... vino Jesús... - Era de noche,
cuando suele agravarse el miedo; los enemigos eran muchos, poderosos,
enconados; los discípulos pocos e inermes; faltábales el sostén, que era
Jesús; el recuerdo de los pasados sucesos había deprimido su espíritu: por
todo ello, el temor sobrepuja a la esperanza y se encierran todos en un
mismo lugar; tienen a lo menos el consuelo de estar juntos. En estos
aprietos es cuando Jesús les visita; y con su visita les devuelve el gozo,
la fuerza, la esperanza en días mejores. Antes de la visita de Jesús la
cerrazón cubría los horizontes de su vida; ahora se ha abierto de par en par
su corazón. Confiemos en la misericordia de Jesús, que tiene sus consuelos
más llenos para nuestras horas más desoladas.
B) v. 19 - Paz a vosotros. - Avergoncémonos, dice San Gregorio Nacianceno,
de abandonar este don precioso de la paz que nos dejó Cristo al salir de
este mundo. La paz es nombre y cosa dulce: es de Dios (Flp 4,7), y Dios es
de ella, porque El es nuestra paz (Ef 2,14). Y no obstante, siendo la paz un
bien alabado y recomendado por todo, es conservado por pocos. ¿Cuál es la
causa de ello? Quizá la ambición de dominio o de riquezas; tal vez la ira,
el odio, el desprecio del prójimo, o alguna otra cosa análoga en que
incurrimos ignorantes de Dios; porque Dios es la suma Paz que lo aúna todo;
de quien nada es más propio que la unidad de naturaleza y el ser y vivir
pacífico. De Él se deriva la paz y tranquilidad a los espíritus angélicos,
que viven en paz con Dios y consigo mismos; de Él se difunde a toda
criatura, cuyo principal ornato es la tranquilidad; a nosotros viene
espiritualmente por la práctica de las virtudes y la unión con Dios.
C) Lc v. 39 - Palpad y ved: que el espíritu no tiene carne ni huesos... -
Dijo esto Jesús, dice San Ambrosio, para que conociéramos la naturaleza de
los cuerpos resucitados: porque lo que se palpa, cuerpo es. Siendo, pues, la
resurrección de Jesús causa y modelo de la nuestra, estemos ciertos que
resucitaremos en nuestra propia carne, según la misma naturaleza que
actualmente tiene, y según sus mismos elementos, aunque con distintas
propiedades. No será nuestro cuerpo una sombra impalpable, dice San
Gregorio, más sutil que cualquier gas, como quiso Eutiques, sino que será
sutil por la virtud espiritual que le informará, palpable por su naturaleza.
Podemos decir lo del Apóstol: se siembra un cuerpo animal; se levantará o
resurgirá un cuerpo espiritual (1Cor 15,44). Será la glorificación de la
materia, levantada a la participación de las mismas cualidades del espíritu
en lo que puede participarlas. Como el espíritu, será el cuerpo glorificado
ágil, sutil, luminoso, permeable para todo y todo permeable para él. Todo ha
querido restaurarlo Cristo Jesús.
D) v. 41 - ¿Tenéis aquí algo de comer? - Aparece aquí la gran misericordia
de Jesús, para sus discípulos y para nosotros. Para ellos, porque multiplica
ante ellos, que le habían visto muerto, las pruebas de su resurrección: han
visto sus cicatrices, les ha dejado palpar las hendiduras de los clavos, les
ha hablado, y le han visto como a cualquier otro mortal; ahora, para que se
acaben de convencer de la verdad de su carne, ya que todavía titubeaban, les
pide de comer; y come, no por necesidad, sino porque quiere, e ingiere una
cantidad de alimentos y da a ellos las sobras. Tiene delante un hombre no de
sola apariencia, sino tan real como ellos. Y para nosotros, porque la
irresolución de los discípulos en creer y la prodigalidad de pruebas con que
arranca definitivamente su asentimiento, son multiplicadas razones, de
carácter absolutamente histórico, que nos inducen a nosotros a admitir una
verdad que es fundamental en el cristianismo. Nunca es Dios avaro de luz
cuando se trata de enseñarnos una verdad; y jamás ha tratado de violentar
las condiciones naturales de nuestro conocimiento, hasta para darnos la
doctrina sobrenatural.
E) Jn v. 21 - Como el Padre me envió, así también yo os envío. - Esta misión
es uno de los misterios más profundos y consoladores de nuestra doctrina
cristiana. Misión es apostolado, es legación, es poder representativo. El
Padre destaca de su seno, si así puede hablarse, al Hijo para que se haga
hombre Y redima al mundo y le enseñe la doctrina divina y funde su Iglesia.
Y el Hijo destaca de sí a sus Apóstoles, y éstos a sus sucesores los
Obispos, y éstos a los sacerdotes sus colaboradores, para que continúen su
obra. Jesús, con la plenitud de los poderes que ha recibido del Padre, ha
hecho lo fundamental; y luego comunica la plenitud de estos poderes a sus
Apóstoles, en cuanto son necesarios para seguir su obra. Así nuestra misión
sacerdotal sube, por Cristo quenos envía, al Padre que le envió a El.
Acordémonos, los que somos enviados, de nuestra dignidad, de nuestra
autoridad y de la santidad y celo que nuestra misión exige. Y aprenda el
pueblo el respeto, la docilidad, el amor, el auxilio que debe a los
ministros y enviados de Dios.
F) Jn v. 22 - Recibid el Espíritu Santo. - ¡Palabra fecunda la de Jesús en
estos momentos! Apenas salido de la tumba, vivo y glorioso, da a sus
discípulos el Espíritu Santo, que es el Espíritu vivificador. Es su propio
Espíritu, el Espíritu de Jesús, que va a animar ya sobrenaturalmente a su
Iglesia. Vendrá más tarde, el día de Pentecostés, de una manera solemne y en
toda su plenitud; pero, interinamente, ya tienen los discípulos el Espíritu
de Dios en ellos y con ellos. Y este Espíritu ya no estará ocioso; lo
vivificará todo; renovará la faz de la tierra; será Dedo de Dios, Voz de
Dios, Fuego de Dios: todo lo tocará, lo hará retemblar, lo purificará todo.
¡Ven, Espíritu Santo, y llena nuestros corazones!
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. I, Ed. Acervo, 6ª
ed., Barcelona, 1966, p. 714-719)
Comentario teológico: Manuel de Tuya - Apariciones a los discípulos.
20,19-29 (Lc 24,36-42)
Estas apariciones a los apóstoles son destacadas en Jn por su excepcional
importancia.
La primera tiene lugar en la "tarde" del mismo día de la resurrección, cuyo
nombre de la semana era llamado por los judíos como lo pone aquí Jn: "el
primer día de la semana".
Los once apóstoles están juntos; acaso hubiese con ellos otras gentes que no
se citan. No se dice el lugar; verosímilmente podría ser en el Cenáculo (Act
1, 4.13). El temor a que la resurrección de Cristo, o su "desaparición" del
sepulcro, hiciese tomar medidas de represalia a los dirigentes judíos,
informados por los guardias de la custodia (Mt 28,11), les hacía cerrar bien
las puestas y disimular su presencia allí. Pero la consignación de este
detalle tiene también por objeto demostrar el estado "glorioso" en que se
halla Cristo resucitado cuando se presenta ante ellos.
Inesperadamente, Cristo se apareció en medio de ellos. Lc, que narra esta
escena, dice que quedaron "aterrados", pues creían ver un "espíritu" o un
fantasma. Cristo les saludó deseándoles la "paz". Con ello les confirió lo
que ésta llevaba anejo.
Jn omite lo que dice Lc: cómo les dice que no se turben ni duden de su
presencia. Aquí, al punto, como garantía, les muestra "las manos", que con
sus cicatrices les hacían ver que eran las manos días antes taladradas por
los clavos, y "el costado", abierto por la lanza; en ambas heridas,
mostradas como títulos e insignias de triunfo, Tomás podría poner sus dedos.
En Lc se cita que les muestra "sus manos y pies", y se omite lo del costado,
sin duda porque se omite la escena de Tomás. Ni quiere decir esto que Cristo
tenga que conservar estas señales en su cuerpo. Como se mostró a Magdalena
seguramente sin ellas, y a los peregrinos de Emaús en aspecto de un
caminante, así aquí, por la finalidad apologética que busca, les muestra sus
llagas. Todo depende de su voluntad.
Bien atestiguada su resurrección y su presencia sensible, Jn transmite esta
escena de trascendental alcance teológico.
Les anuncia que ellos van a ser sus "enviados", como El lo es del Padre. Es
un tema constante en los evangelios. Ellos son los "apóstoles" (Mt 28,19; Jn
17,58, etc.).
El, que tiene todo poder en cielos y tierra, les "envía" ahora con una
misión concreta. Van a ser sus enviados, con el poder de perdonar los
pecados. Esto era algo insólito. Sólo Dios en el A. T. perdonaba los
pecados. Por eso de Cristo, al considerarle sólo hombre, decían los fariseos
escandalizados: Este "blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo
Dios?" (Mc 2,7; par.).
Al decir esto, "sopló" sobre ellos. Es símbolo con el que se comunica la
vida que Dios concede (Gén 2,7; Ez 37,9-14; Sab 15,11). Por la penitencia
Dios va a comunicar su perdón que es el dar a los hombres el "ser hijos de
Dios" (Jn 1,12): el poder de perdonar, que es dar vida divina. Por eso, con
esta simbólica insuflación, explica su sentido, que es el que "reciban el
Espíritu Santo". Dios les comunica su poder y su virtud para una finalidad
concreta; "A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a
quienes se los retuviereis, les serán retenidos".
Este poder que Cristo confiere personalmente a los apóstoles no es:
1) Pentecostés. Esta donación del Espíritu en Pentecostés es la que recoge
Lc en la aparición de Cristo resucitado (Lc 24,49) preparando la exposición
de su cumplimiento en los Hechos (Act I, 4-8; c.2). Pero esta "promesa" es
en Lc-Evangelio y Hechos-, junto con la transformación que los apóstoles
experimentaron, la virtud de la fortaleza, en orden a su misión de
"apóstoles"-"testigos".
2) La "promesa" del Espíritu Santo que les hace en el evangelio de Jn, en el
sermón de la cena (Jn 14,16.17.26; 16,7-15), ya que en esos pasajes se le da
al Espíritu Santo, que se les comunicará en Pentecostés, una finalidad
"defensora" de ellos e "iluminadora" y "docente". Jn no puede estar en
contradicción consigo mismo. En cambio, aquí la donación del Espíritu Santo
a los apóstoles tiene una misión de "perdón". Los apóstoles se encuentran en
adelante investidos del poder de perdonar los pecados. Este poder exige para
su ejercicio un juicio. Si han de perdonar o retener todos los pecados,
necesitan saber si pueden perdonar o han de retener. Evidentemente es éste
el poder sacramental de la confesión.
De este pasaje dio la Iglesia dos definiciones dogmáticas. La primera fue
dada en el canon 12 del quinto concilio ecuménico, que es el
Constantinopolitano II, de 552, y dice así, definiendo:
"Si alguno defiende al impío Teodoro de Mopsuestia, que dijo.., que, después
de la resurrección, cuando el Señor insufló a los discípulos y les dijo;
"Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22), no les dio el Espíritu Santo, sino
que tan sólo se lo dio figurativamente..., sea anatema"
La segunda definición dogmática la dio el concilio de Trento cuando,
interpretando dogmáticamente este pasaje de Jn, dice en el canon 3, "De
sacramento paenitentiae":
"Si alguno dijese que aquellas palabras del Señor Salvador: Recibid el
Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a
quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,22ss), no han de
entenderse de la potestad de perdonar y retener los pecados en el sacramento
de la penitencia, como la Iglesia católica, ya desde el principio, siempre
lo entendió así, sino que lo retorciese, contra la institución de este
sacramento, a la autoridad de predicar el Evangelio, sea anatema".
En este pasaje de Jn, es de fe: a) que Cristo les comunicó el Espíritu
Santo-quinto concilio ecuménico-; b) y que se lo comunicó al concederles el
sacramento de la penitencia-concilio de Trento-.
En esta aparición del Señor a los apóstoles no estaba el apóstol Tomás, de
sobrenombre Dídimo (=gemelo, mellizo) Si aparece, por una parte, hombre de
corazón y de arranque (Jn 11,16), en otros pasajes se le ve un tanto
escéptico o que tiene un criterio un poco "positivista" (Jn 14,5) . Se diría
que es lo que va a reflejarse aquí. No solamente no creyó en la resurrección
del Señor por el testimonio de los otros diez apóstoles, y no sólo exigió
para ello el verle él mismo, sino el comprobarlo "positivamente": necesitaba
"ver" las llagas de los clavos en sus manos y "meter" su dedo en ellas, lo
mismo que su "mano" en la haga de su "costado", abierta por el golpe de
lanza del centurión. Sólo a este precio "creerá".
Pero a los "ocho días" se realizó otra vez la visita del Señor. Estaban los
diez apóstoles juntos, probablemente en el mismo lugar, y Tomás con ellos. Y
vino el Señor otra vez "cerradas las puertas". Jn relata la escena con la
máxima sobriedad. Y después de desearles la paz-saludo y don-se dirigió a
Tomás y le mandó que cumpliese en su cuerpo la experiencia que exigía. No
dice el texto si Tomás llegó a ello. Más bien lo excluye al decirle Cristo
que creyó porque "vio", no resaltándose, lo que se esperaría en este caso,
el hecho de haber cumplido Tomás su propósito para cerciorarse.
Probablemente no. La evidencia de la presencia de Cristo había de deshacer
la pertinacia de Tomás. Creyó al punto. Su exclamación encierra una riqueza
teológica grande. Dice: " ¡Señor mío, y Dios mío!"
La frase no es una exclamación; se usaría para ello el vocativo (Apoc 11,17;
15,3). Es un reconocimiento de Cristo: de quién es El. Es, además, lo que
pide el contexto (v.29). Esta formulación es uno de los pasajes del
evangelio de Jn, junto con el prólogo, en donde más explícitamente se
proclama la divinidad de Cristo (I Jn 5,20).
Dado el lento proceso de los apóstoles en ir valorando en Cristo su
divinidad, hasta la gran clarificación de Pentecostés, acaso la frase sea
una explicitación de Jn a la hora de la composición de su evangelio.
La respuesta de Cristo a esta confesión de Tomás acusa el contraste, se
diría un poco irónico, entre la fe de Tomás y la visión de Cristo
resucitado, para proclamar "bienaventurados" a los que creen sin ver, No es
censura a los motivos racionales de la fe y la credibilidad, como tampoco lo
es a los otros diez apóstoles, que ocho días antes le vieron y creyeron,
pero que no plantearon exigencias ni condiciones para su fe: no tuvieron la
actitud de Tomás, que se negó a creer a los "testigos" para admitir la fe si
él mismo no veía lo que no sería dable verlo a todos: ni por razón de la
lejanía en el tiempo, ni por haber sido de los "elegidos" por Dios para ser
"testigos" de su resurrección (Act 2,32; 10,40-42). Es la bienaventuranza de
Cristo a los fieles futuros, que aceptan, por tradición ininterrumpida, la
fe de los que fueron "elegidos" por Dios para ser "testigos" oficiales de su
resurrección y para transmitirla a los demás. Es lo que Cristo pidió en la
"oración sacerdotal": "No ruego sólo por éstos (por los apóstoles), sino por
cuantos crean en mí por su palabra" (Jn 17,20).
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid,
1964, p. 1313-1318)
Comentario Teológico: Gran Enciclopedia RIALP - Pentecostés en la
Sagrada Escritura
Pentecostés etimológicamente significa quincuagésimo. Designa la fiesta que
se celebra cincuenta días después de la Pascua (v.). Su origen se encuentra
en el A. T., siendo allí una fiesta, al parecer, de origen agrícola. Su
sentido, en el judaísmo extrabíblico, pasó a ser la conmemoración de la
Alianza del Sinaí (v.). A partir del envío del Espíritu Santo en ese día por
Cristo glorioso, la fiesta de P. tiene para los cristianos un sentido nuevo.
En ella se celebra la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia cincuenta
días después de la resurrección de Cristo.
1. La fiesta de Pentecostés en el Antiguo Testamento
En el A. T. esta fiesta recibe diversos nombres. Sólo tardíamente, y en los
libros escritos en griego, se la denomina Pentecostés (Tob 2,1; 2 Mac 12,31
ss.; Act 2,1) debido al cómputo de tiempo con que se establecía (v. FIESTAS
II, 2b).
a. La fiesta y el día de su celebración. En Ex 23,14-17, donde se enumeran
las tres fiestas principales de los judíos, aparece, tras la fiesta de los
Ázimos y con anterioridad a la fiesta de la recolección al término del año,
la fiesta de la Siega. Esta designación indica, dentro del carácter
religioso de tal fiesta, su origen agrícola: era la acción de gracias a Dios
por la recogida de la cosecha. Ese día el verdadero israelita debía
presentarse ante Yahwéh con las primicias de su trabajo, de lo que hubiese
sembrado en el campo (Ex 23,16). También se la denomina fiesta de las
Semanas (Ex 34,22; Dt 16,10; Num 28,26; 2 Par 8,13), nombre derivado del
hecho de celebrarse siete semanas después que la hoz comience a cortar las
espigas (Dt 16,9); así el día de la fiesta quedaría flotante, en dependencia
del ritmo de la agricultura. Sin embargo, en Ley 23,15-16 se fija el día
desde el que ha de empezarse a contar: «Contaréis siete semanas enteras a
partir del día siguiente al sábado, desde el día en que habréis llevado la
gavilla de la ofrenda mecida, hasta el día siguiente al séptimo sábado,
contaréis cincuenta días...». Con todo, esta fijación reviste varias
interpretaciones, según el sentido que se le dé a «sábado». Si éste se
entiende como el día festivo -día de la Pascua-, se empezaría a contar al
día siguiente (así Filón y Flavio Josefo); si se entiende como el séptimo
día de la semana, se empezaría a contar el domingo siguiente a la Pascua
(así los fariseos y una tradición samaritana). También queda la duda si se
contaba a partir de la terminación de la semana de los Ázimos (Targúm
Onqelos Lev 23,11.15) o a partir del domingo siguiente (libro de los
Jubileos). Lo cierto es que el nombre de la fiesta, tal como ha prevalecido,
procedente del griego, Pentecostés (Tob 2,1; 2 Mac 12,31-32; Act 2,1),
indica que la fiesta guarda relación con el cómputo de las siete semanas o
los cincuenta días después de la celebración de la Pascua, que venía a
coincidir con el inicio de la siega.
b. Evolución del sentido de la fiesta en el judaísmo. La festividad daba,
pues, un carácter religioso, al acontecimiento anual agrícola, la fiesta de
la siega del trigo (Ex 23,16), explicable en el ambiente sedentario del
pueblo de Israel en la tierra de Canaán. Las siete semanas marcan el tiempo
transcurrido entre el inicio de la siega de la cebada y el fin de la siega
del trigo. Este día se ofrecía a Yahwéh las primicias de la cosecha; de ahí
que también reciba el nombre de «día de las primicias» (Num 28,26); éstas
consistían en la presentación de los nuevos frutos: «Llevaréis de vuestra
casa, para agitarlos, dos panes hechos con dos décimas de flor de harina, y
cocidos con levadura. Son las primicias de Yahwéh» (Lev 23,17). Dado su
carácter de fiesta de acción de gracias, los panes que se ofrecían eran
fermentados y no los consumía el fuego, sino que únicamente se agitaban ante
Yahwéh, junto con dos corderos de un año, como sacrificio de comunión de
todo el pueblo, y se dejaban para los sacerdotes. Al mismo tiempo, se
ofrecían también, como ofrenda de todo el pueblo, siete corderos de un año,
un novillo y dos carneros como holocausto a Yahwéh, y un macho cabrío como
sacrificio por el pecado. Era un día de descanso y alegría en el que se
convocaba reunión sagrada (Lev 23,18-21; Dt 28,26-31).
Parece ser que fue en la época del destierro y a partir de ella cuando la
fiesta de P. se relaciona con la Alianza (v.) del Sinaí (v.), adquiriendo el
carácter de commemoración de un hecho histórico pasado de la historia
sagrada. Un punto de apoyo para esta significación lo da Ex 19,1 que dice
que los israelitas llegaron al Sinaí al tercer mes -aproximadamente
cincuenta días- después de la salida de Egipto, pues ésta tuvo lugar a mitad
del primer mes y llegaron a principios del tercer mes. En la S. E., no
obstante, no se encuentra esta significación de la fiesta de P., pero sí en
el libro de los Jubileos (s. II a. C.; v. APÓCRIFOS BÍBLICOS 1, 3,2), según
el cual fue en esta fecha cuando se realizaron las Alianzas con Dios, y, por
tanto, en esa misma fecha cuando había que celebrarlas. Otro indicio de esta
tradición se encuentra en 2 Par 15,10-15, donde aparece la renovación de la
Alianza y el juramento del pueblo de buscar a Yahwéh, que el Targúrn
identifica con la fiesta de Pentecostés. (…)
En Qumrán (v.), la fiesta de las Semanas se celebraba en día fijo: el quince
del tercer mes, y al mismo tiempo se celebraba también la renovación de la
Alianza. Pero, por otra parte, tanto Filón como F. Josefo, testigos del
judaísmo ortodoxo, no dan a P. otra significación que la religioso-agrícola.
Es tras la destrucción del templo de Jerusalén en el a. 70, cuando la fiesta
de P. celebra la entrega de la ley por Dios a Moisés en el Sinaí. Los
rabinos y algunos escritos apócrifos judíos de ese tiempo afirman claramente
que en P. fue dada la ley.
2. La fiesta de Pentecostés en el Nuevo Testamento
Para la Iglesia la fiesta de P. se llena de un significado distinto, pues es
en ese día cuando le es enviado el Espíritu Santo. El relato del libro de
los Hechos de los Apóstoles es, más que una narración minuciosa y detallada,
un resumen significativo de lo ocurrido y de su repercusión para la Iglesia
y para todo el mundo. Con el día de P. empieza la presencia activa del
Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, en la vida de
la Iglesia, infundiendo a ésta la fuerza de Cristo Salvador (V. ESPÍRITU
SANTO II).
a. El acontecimiento del día de Pentecostés. Ese día se hallaban reunidos,
al parecer en el Cenáculo (v.), losDoce y, sin duda, también María, la madre
de Jesús (Act 1,13-14); ésta es la interpretación más aceptada del «todos»
de Act 2,1. «De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de
viento impetuoso que llenó toda la casa en que se encontraban» (Act 2,2). La
primera de las señales de la presencia del Espíritu aparece en el viento;
hay cierta identificación -incluso terminológica-, entre viento y Espíritu
(ruaj, en hebreo; pneuma, en griego) (cfr. lo 3,8), y el viento aparece en
el A. T. como una de las manifestaciones de la divinidad; a veces va
investido del poder creador de Dios (Ps 104, 30; Gen 1,2; 2,7; Ps 33,6). «Se
les aparecieron unas lenguas como de fuego que dividiéndose se posaron sobre
cada uno de ellos» (Act 2,3); también el fuego es uno de los signos
teofánicos en el A. T. (cfr. Gen 15, 17; Ex 3,2; etc.); la forma de lenguas
guarda cierta relación con el don de lenguas que entonces se les comunica
(cfr. Is 5,24; 6,6-7). «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se
pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse» (Act 2,4); este don de lenguas parece a primera vista similar al
don de la glosolalia (v.) que aparece con frecuencia en otros lugares (Act
10,46; 19,6; 1 Cor 12,14; cfr. Mc 16,17), pero se distinguen en que el día
de P. todos -partos, medos, elamitas, etc- entendían a los Apóstoles cada
uno en su propia lengua, mientras que al que tenía el don de la glosolalia
nadie le entendía, pues hablaba no para los hombres sino para Dios (1 Cor
14,2). En el milagro de P. el don de lenguas por el que todos los pueblos
pueden oír hablar de las maravillas de Dios, además de ser una señal de la
presencia del Espíritu Santo, encierra una honda significación; con ello se
hace realidad la promesa del Señor (Act 1,8; Lc 24,47-48; Mt 28,10) de que
los Apóstoles serán sus testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y
hasta los extremos de la tierra; y se muestra así que la Iglesia fundada por
Cristo está abierta a todos los pueblos; el entendimiento universal es a la
vez el signo de la unidad de todos los pueblos en Cristo por el Espíritu,
antítesis de la dispersión por la confusión de lenguas en Babel (Gen
11,1-9). La reacción de los que escuchan a los Apóstoles agraciados con este
don es de admiración y sorpresa, aunque debido, sin duda, al entusiasmo y
exaltación de sus palabras algunos piensan que están ebrios (Act 2,12-13).
La fuerza del Espíritu Santo que han recibido impulsa a los Apóstoles a
presentarse al pueblo y predicar, haciéndolo S. Pedro como cabeza de los
once que le acompañan (Act 2,14).
El milagro de P. ha recibido diversas explicaciones. Puede pensarse que el
Espíritu Santo comunica a los Apóstoles en aquel momento el conocimiento de
otras lenguas que las propias y por eso pueden entenderles los oyentes; con
ello les facilita la predicación del Evangelio a todas las gentes. Algunos
exegetas piensan que el milagro se produjo en el escuchar de los oyentes;
los Apóstoles habrían hablado una sola lengua, pero todos les comprendieron
como si fuese en la propia de cada uno; esta opinión, sin embargo, no está
de acuerdo con la afirmación de vers. 4 «se pusieron a hablar en otras
lenguas». Representantes de la crítica liberal opinan que se trata de una
leyenda inventada por el autor a imitación de otra existente en la
literatura rabínica, según la cual, la voz de Dios cuando promulgó la ley en
el Sinaí fue oída por todas las naciones, dividiéndose para ello en setenta
lenguas, tantas como pueblos había; pero esta leyenda es, sin duda,
posterior al libro de los Hechos de los Apóstoles, y nada tiene que ver con
el relato de S. Lucas como muestran los testimonios rabínicos aducido por
Strack Billerbeek, Kommentar zum Neuen Testament, II,605-606. Según el
relato, se ha de aceptar el milagro de que en aquel momento, el Espíritu
Santo comunicado a los Apóstoles les capacita para hablar diversas lenguas y
de hecho las hablan, sin que ello suponga que este don de lenguas fuese
permanente en lo sucesivo.
b. Significación del acontecimiento de Pentecostés. En primer lugar S.
Pedro, en el discurso pronunciado el mismo día de P. (Act 2,14-36), es quien
da su verdadero significado. Pentecostés ha sido el inicio de la efusión
plena del Espíritu Santo, prometida por Dios para la plenitud de los
tiempos: «Es lo que dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice
Dios, que derramaré mi espíritu sobre toda carne y profetizarán sus hijos y
sus hijas... y Yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi
Espíritu... y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (Act
2,16-18; Ioel 3,1-5; cfr. Ez 36,27). Los tiempos «últimos» han empezado ya
con la venida, muerte y resurrección de Cristo; señal de ello es la efusión
del Espíritu que hace hablar a los Apóstoles como verdaderos profetas, de lo
cual son testigos quienes les escuchan. Esta efusión había sido también
profetizada por Juan Bautista hablando del bautismo en Espíritu Santo que
realizaría el Mesías (Mc 1,8; lo 1,26. 33); y el mismo Jesús la había
prometido para después de su resurrección y ascensión al cielo (lo 14,26;
16,7; Act 1,5). Con la efusión del Espíritu Santo en P. culmina la Pascua de
Cristo: la Resurrección (v.) y Ascensión (v.) han sido la exaltación de
Cristo y «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu
Santo y ha derramado lo que veis y oís» (Act 2,33). S. Pedro prueba primero
la resurrección de Cristo por las palabras del Ps 16,8-11, y por el
testimonio de los que han sido sus discípulos (Act 2,22-32); en Cristo se
han cumplido las promesas divinas de resurrección (Ps 118,16; 110,1), y
también de donación del Espíritu (Ez 36,27), pues Cristo, ascendido a los
cielos es quien concede el don del Espíritu Santo a los suyos (Eph 4,8; cfr.
Ps 68,19), para la edificación de su Cuerpo, la Iglesia.
P. marca el comienzo del tiempo de la Iglesia (v.), comunidad mesiánica,
anunciada por los profetas, en la que serán congregados todos los que
estaban dispersos (Ez 36,24; Is 42,1; cfr. lo 11,51-52). El milagro de las
lenguas, la variedad de los oyentes; y la promesa de Jesús en Act 1,8,
muestran la catolicidad de esta Iglesia animada por el Espíritu, para quien
no existen fronteras, pues la promesa es para judíos y gentiles (Act
2,38-39; 10,44-48). P. supone, por tanto, la manifestación pública y el
comienzo de la actividad misional de la Iglesia, confirmado a lo largo de
todo el libro de los Hechos de los Apóstoles por la presencia del Espíritu,
que comunica la fuerza para anunciar a Jesucristo (Act 4,8.31; 5,32; 6,10;
cfr. Philp 1,19) e interviene en las principales decisiones con respecto a
los gentiles (Act 8,29.40; 10,19.44-47; 11,12-16; 15,8.28; 13,21; 16,6-7;
19,1).
Los Santos Padres han descubierto en el acontecimiento de P. además otras
significaciones. Así establecen la relación entre P. cristiano y la donación
de la Ley en el Sinaí. Escribe el Papa Siricio: «Fue en el mismo día, en el
de Pentecostés, en el que se dio la Ley, y en el que el Espíritu Santo
descendió sobre los discípulos para que éstos se revistieran de autoridad y
supieran predicar la Ley evangélica» (PL X,200). Esta relación hace de la
Ley del Sinaí una figura de la predicación evangélica, lo mismo que el
cordero pascual, era figura de la pasión del Señor. Aunque no aparece
explícitamente en el relato de Act 2 una referencia a la entrega de la Ley
en el Sinaí, hay vestigios que pueden apoyar esta interpretación de los
Padres. Tales son: a) el paralelismo entre Cristo y Moisés, ambos ocultados
por la nube (Act 1,9; Ex 19,9); b) el que cada uno de los asistentes oyese
hablar a los Apóstoles en su propia lengua -recordar la tradición rabínica
de que la Ley se escuchó en setenta lenguas-; c) el que viese lenguas de
fuego, que puede guardar relación con Ex 20,18: «todo el pueblo vio las
voces», al menos tal como interpreta esta frase una tradición midráshica
conservada por Filón: «la flama se convirtió en una palabra articulada, en
un lenguaje familiar al auditorio»; d) el que los Apóstoles proclamasen «las
maravillas de Dios» que en el A. T. significan los prodigios obrados por
Dios con su pueblo a la salida de Egipto. (…)
Otra significación que la patrística encontró en P. es su carácter de nueva
creación en la Iglesia, cuya imagen fue la creación antigua en la que
también intervino el Espíritu de Dios (Gen 1,2; cfr. Is 32,15; Ez 13,7).
Igualmente se ve en P. la solemne investidura de la Iglesia para su tarea
apostólica en el mundo, de modo parecido a como fue investido Jesús en su
bautismo en el Jordán (Mt 3,16; lo 1,32).
c. Pentecostés en la Iglesia. P., como suceso histórico se determina en un
tiempo concreto de la vida de la Iglesia; pero el don del Espíritu Santo,
que entonces se le otorga, queda como algo permanente. Desde aquel día la
Iglesia recibe constantemente el Espíritu Santo que la congrega en la unidad
de la fe y de la caridad (2 Cor 3,3; Eph 4,3-4; Philp 2,1); suscita en ella
los carismas para su edificación (1 Cor 12,4-11; Act 6,6; 8,17; 19, 2-6);
habita en los creyentes llevándoles a confesar a Cristo y a alabar al Padre
(1 Cor 12,3; Eph 1,17; Philp 2,1). El Espíritu Santo queda íntimamente unido
a la comunidad de la Iglesia como el principio dinámico que le ha dado
origen y por el que se realiza (v. 11, 2). Al mismo tiempo el Espíritu
Santo, enviado en P. va llevando a la Iglesia a preparar el gran día de
Yahwéh al final de los tiempos (Act 2,20). Ese día será el de la vuelta
gloriosa de Jesucristo (Math 24,1 ss.), y entonces se salvarán todos los que
hayan invocado su nombre (Act 2,21; Rom 10,9-13), lo cual nadie puede hacer
sino bajo la fuerza del Espíritu Santo derramado en Pentecostés (1 Cor
12,3).
Bibliografía:
- RAMOS, Significación del fenómeno del
Pentecostés apostólico, «Estudios Bíblicos» 3 (1944) 469-494;
- F. FERNÁNDEZ, Pentecostés, en Enc. Bibl.
VI,1009-1014; M. DELCOR, Pentecóte, en DB (Suppl.) VIII,858-883;
- U. Hotzmeister, Questiones pentecostales,
«Verbum Domini» 20 (1940) 129-138;
- B. N. WAMBACQ, Pentecostés, en Diccionario
Bíblico, dir. F. SPADAFORA, Barcelona 1959, 463-464.
G. ARANDA PÉREZ
(Gran Enciclopedia Rialp, Editorial Rialp, 1991)
Santos Padres: Basilio de Cesarea - El Espíritu es la luz de los
creyentes
¿Podrían los Tronos y las Dominaciones y las Potestades conducir a la vida
Bienaventurada si no viesen continuamente el rostro del Padre que está en
los cielos? (cf. Mt, 18, 10). Tal visión no se puede tener sin el auxilio
del Espíritu. De hecho, si de noche tu alejas de ti la candela, y tus ojos
quedan ciegos, las potencias inertes, y los valores indistintos, el oro
parece hierro, lo cual ocurriría a causa de la ignorancia.
Análogamente, en el orden intelectual, es imposible conducir al fin una vida
conforme a las leyes; así como es imposible, en verdad, observar la
disciplina en el ejército sin un comandante o tener los acordes de un coro
sin el maestro...
Razonando bien, se puede concluir, que también en el tiempo en el cual hará
su esperada aparición de lo alto de los cielos el Señor, el Espíritu Santo
os será asociado, al decir de algunos, estará presente también él en el día
de la revelación del Señor. (cf. Rom.2,5), cuando el beato y único Soberano
(cf. I Tm 6, 15) juzgará la tierra con justicia.
En efecto, ¿quién podría ser así de ignorante acerca de los bienes que Dios
prepara para aquellos que le resultan dignos, de no ver en la corona de
justicia la gracia del Espíritu Santo, entonces ofrecida más abundantemente
y más perfecta, en el momento en cual la gloria espiritual vendrá
distribuida a cada uno en relación a sus actos virtuoso?
(Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto, 16, 38. 40)
Santos Padres: San Agustín - A quienes perdonéis... Por qué no se da
hoy el don de lenguas.
Antes de la Pasión, como sabéis, selecciona el Señor Jesús a los discípulos,
que denominó apóstoles, y, entre todos, sólo Pedro mereció personificar a la
Iglesia casi en todas partes. Y por esta personificación que sólo él
ostentaba, mereció al oír: Yo te daré las llaves del reino de los cielos.
Estas llaves no las recibió un hombre, sino la unidad de la Iglesia.
Lo que hace, pues, descollar la preeminencia de Pedro, es haber
personificado la universalidad y unidad de la Iglesia cuando le fue dicho:
Te doy a ti... lo que se le dio a los apóstoles todos. Para convencernos de
haber sido la Iglesia quien recibió las llaves del reino de los cielos, oíd
lo que dijo en otra ocasión el Señor a todos los apóstoles: Recibid el
Espíritu Santo; y de seguida: A quienes le perdonéis los pecados, le serán
perdonados, y a quien se los retuviereis, seránles retenidos. A las llaves
aluden las palabras: Lo que desatareis en la tierra será desatado en el
cielo, y lo que atareis en la tierra, atado será también en el cielo. Mas en
esta ocasión sólo a Pedro se dirigió. ¿Quieres ver que Pedro cifraba
entonces a la Iglesia toda? Oye lo que se le dice a él, y en él a todos los
buenos fieles: Si te ofendiere tu hermano, anda y demuéstraselo a solas con
él; mas si no te escuchare, toma contigo a otro o a otros dos, puesto que en
boca de dos o tres testigos es firme toda palabra; pero si te desoyere,
díselo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoyere, tenle por gentil y
publicano. Digoos en verdad que cuanto atareis en la tierra, atado quedará
en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra, desatado quedará en el cielo.
Si, pues, la paloma liga y desliga, el edificio fundado en la piedra liga y
desliga también. Teman los ligados, teman los sueltos. Los sueltos teman no
ser atados; los atados imploren se les desate. Cada uno está ligado por los
lazos de sus pecados, y fuera de la Iglesia nadie es desatado. A un muerto
cuatriduano le dice: Lázaro, sal fuera, y salió del sepulcro, ligados pies y
manos por las fajas. A ese modo, moviendo el alma a exteriorizar la
confesión del pecado, excita el Señor al muerto a salir de su tumba; pero
aún no está de todo punto desligado. El Señor, que había dicho a sus
discípulos: Lo que desatareis en la tierra, queda desatado en el cielo,
cuando Lázaro surge del sepulcro, dice: Desatadle y dejadle ir. Le resucitó
por sí mismo y le desató por medio de sus discípulos.
(San Agustín,Sermón 295, 2.3)
¿Por qué no se da hoy el don de lenguas?
¿Por ventura no se da hoy el Espíritu Santo? Mereciera no recibirle que tal
dijese. Se da, pues. Entonces ¿por qué nadie habla hoy en todas las lenguas
como los fieles primitivos sobre los que descendió el Espíritu Santo? ¿Por
qué? Por haberse ya cumplido lo por el don de lenguas simbolizado. Y ¿Qué
simbolizaba? Acudid a vuestra memoria. Cuando festejamos el día cuarenta
posterior a la Pascua, os hicimos ver que nuestro Señor Jesucristo,
inmediatamente antes de subir a los cielos, encomendó nuestra piedad a su
Iglesia (Serm. 265). Habíanle preguntado sus discípulos el fin del mundo, y
la respuesta fue: Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y me seréis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y Samaría, y
hasta las extremidades de la tierra. Reunida en una sola casa, recibió
después la Iglesia el Espíritu Santo. Contaba unos pocos miembros, mas ya se
hallaba en las lenguas de todo el orbe. He ahí lo que simbolizaba. Aquella
diminuta Iglesia naciente, que hablaba todos los idiomas, ¿no era figura
inequívoca de la grande Iglesia de hoy, desde el oriente al ocaso ya
difundida, que habla todas las lenguas? Ahora es el cumplimiento de aquella
promesa. Hemos oído la promesa, y vemos su realización. Oye, hija, y ve; oye
la promesa, mira su cumplimiento. No te ha engañado Dios, no ha engañado tu
Esposo, no te ha engañado quien de fea te hizo hermosa, y de ramera, virgen.
Hízote una promesa, y la promesa eres tú misma; hízotela cuando eras
pequeñita, ya ves el cumplimiento en tu grandeza de ahora.
(San Agustín, Sermón 267-3)
Santos Padres: San Agustín: El don de Dios, la gracia de Dios y la
abundancia de su misericordia
1. Hoy celebramos la santa festividad del día sagrado en que vino el
Espíritu Santo. La fiesta, grata y alegre, nos invita a deciros algo sobre
el don de Dios, sobre la gracia de Dios y la abundancia de su misericordia
para con nosotros, es decir, sobre el mismo Espíritu Santo. Hablo a
condiscípulos en la escuela del Señor. Tenemos un único maestro, en el que
todos somos uno; quien, para evitar que podamos vanagloriarnos de nuestro
magisterio, nos amonestó con estas palabras: No dejéis que los hombres os
llamen maestro, pues uno es vuestro maestro: Cristo. Bajo la autoridad de
este maestro, que tiene en el cielo su cátedra —pues hemos de ser instruidos
en sus escritos—, poned atención a lo poco que voy a decir, sí me lo concede
quien me manda hablaros. Quienes ya lo sabéis, recordadlo; quienes lo
ignoráis, aprendedlo. Con frecuencia estimula al espíritu dotado de una
santa curiosidad el que la fragilidad y debilidad humana sea admitida a
investigar tales misterios. Ciertamente es admitida. Lo que está oculto en
las Escrituras, no lo está para negar el acceso a ello, sino más bien para
abrirlo a quien llame, según las palabras del mismo Señor: Pedid, y
recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Con frecuencia,
pues, al espíritu de los interesados en estas cosas le intriga el por qué el
Espíritu Santo prometido fue enviado a los cincuenta días de su pasión y
resurrección.
2. Ante todo, exhorto a vuestra caridad a que no sea perezosa en reflexionar
un poquito sobre las razones por las que dijo el Señor: Él no puede venir
sin que yo me vaya. Como si —por hablar a modo carnal—, como si Cristo el
Señor tuviese algo guardado en el cielo y lo confiase al Espíritu Santo que
venía de allí, y, por tanto, él no pudiese venir a nosotros antes de que
volviera aquél para confiárselo; o como si nosotros no pudiéramos soportar a
ambos a la vez o fuéramos incapaces de tolerar la presencia de uno y otro; o
como si uno excluyera al otro, o como si, cuando vienen a nosotros,
sufrieran ellos estrecheces en vez de dilatarnos nosotros. ¿Qué significa,
pues: Él no puede venir sin que yo me vaya? Os conviene, dijo, que yo me
vaya; pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. Escuche vuestra
caridad lo que estas palabras significan, según yo he entendido o creo haber
entendido, o según he recibido por don suyo. Hablo lo que creo. Yo pienso
que los discípulos estaban centrados en la forma humana de Jesús, y en
cuanto hombres, el afecto humano los tenía apresados en el hombre.
El, en cambio, quería que su amor fuese más bien divino, para transformarlos
de esta forma, de carnales, en espirituales, cosa que no consigue el hombre
más que por don del Espíritu Santo. Algo así les dice: «Os envío un don que
os transforme en espirituales, es decir, el don del Espíritu Santo. Pero no
podéis llegar a ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Más dejaréis
de ser carnales si desaparece de vuestros ojos mi forma carnal para que se
incruste en vuestros corazones la forma de Dios.» Esta forma humana, o sea,
esta forma de siervo, por la que el Señor se anonadó a sí mismo, tomando la
forma de siervo; esta forma humana tenía cautivado el afecto del siervo
Pedro cuando temía que muriese aquel a quien tanto amaba. Amaba, en efecto,
a Jesucristo el Señor, pero como un hombre a otro hombre, como hombre carnal
a otro hombre carnal, y no como espiritual a la majestad. ¿Cómo lo
demostramos? Pues, habiendo preguntado el Señor a sus discípulos quién decía
la gente que era él y habiéndole recordado ellos las opiniones ajenas, según
las cuales unos decían que era Juan, otros que Elías, o Jeremías, o uno de
los profetas, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y Pedro, él
solo en nombre de los demás, uno por todos, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo
del Dios vivo. ¡Estupenda y verísima respuesta! En atención a la misma
mereció escuchar: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque no te lo reveló la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Puesto que tú me
dijiste, yo te digo; dijiste antes, escucha ahora; proclamaste tu confesión,
recibe la bendición. Así, pues, también yo te digo: «Tú eres Pedro»; dado
que yo soy la piedra, tú eres Pedro, pues no proviene «piedra» de Pedro,
sino Pedro de «piedra», como «cristiano» de Cristo, y no Cristo de
«cristiano». Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; no sobre Pedro, que
eres tú, sino sobre la piedra que has confesado. Edificaré mi Iglesia: te
edificaré a ti, que al responder así te has convertido en figura de la
Iglesia. Esto y las demás cosas las escuchó por haber dicho: Tú eres Cristo,
el Hijo del Dios vivo; como recordáis, había oído también: No te lo ha
revelado la carne ni la sangre, es decir, el razonamiento, la debilidad, la
impericia humanas, sino mi Padre que está en los cielos. A continuación
comenzó el Señor Jesús a predecir su pasión y a mostrarles cuánto iba a
sufrir de parte de los impíos. Ante esto, Pedro se asustó y temió que al
morir Cristo pereciera el Hijo del Dios vivo.
Ciertamente, Cristo, el Hijo del Dios vivo, el bueno del bueno, Dios de
Dios, el vivo del vivo, fuente de la vida y vida verdadera, había venido a
perder a la muerte, no a perecer él de muerte. Con todo, Pedro, siendo
hombre y, como recordé, lleno de afecto humano hacia la carne de Cristo,
dijo: Ten compasión de ti, Señor. ¡Lejos de ti el que eso se cumpla! Y el
Señor rebate tales palabras con la respuesta justa y adecuada. Como le
tributó la merecida alabanza por la anterior confesión, así da la merecida
corrección a este temor. Retírate, Satanás, le dice. ¿Dónde queda aquello:
Dichoso eres, Simón, hijo de Juan? Distingue sus palabras cuando lo alaba y
cuando lo corrige; distingue las causas de la confesión y del temor. La de
la confesión: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos. La causa del temor: Pues no gustas las cosas de Dios,
sino las de los hombres. ¿No vamos a querer, pues, que a los tales se les
diga: Os conviene que yo me vaya. Pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá
a vosotros. Hasta que no se sustraiga a vuestra mirada carnal esta forma
humana, jamás seréis capaces de comprender, sentir o pensar algo divino. Sea
suficiente lo dicho. De aquí la conveniencia de que se cumpliese su promesa
respecto al Espíritu Santo después de la resurrección y ascensión de
Jesucristo el Señor. Haciendo referencia al mismo Espíritu Santo, Jesús
había exclamado y dicho: Quien tenga sed, que venga a mí y beba, y de su
seno fluirán ríos de agua viva. A continuación, hablando en propia persona,
dice el mismo evangelista Juan: Esto lo decía del Espíritu que iban a
recibir los que creyeran en él. Pues aún no se había otorgado el Espíritu,
porque Jesús aún no había sido glorificado. Así, pues, una vez glorificado
nuestro Señor Jesucristo con su resurrección y ascensión, envió al Espíritu
Santo.
3. Como nos enseñan los libros santos, el Señor pasó con sus discípulos
cuarenta días después de su resurrección, apareciéndoseles para que nadie
pensara que era una ficción la verdad de la resurrección del cuerpo,
entrando a donde estaban ellos y saliendo, comiendo y bebiendo. Más a los
cuarenta días, lo que celebramos hace exactamente diez, en su presencia
ascendió a los cielos, prometiendo que volvería tal como se iba. Lo que
significa que será juez en la misma forma humana en la que fue juzgado.
Quiso enviar el Espíritu en un día distinto al de su ascensión; no ya
después de dos o tres días, sino después de diez. Esta cuestión nos compele
a investigar y preguntarnos por algunos misterios encerrados en los números.
Los cuarenta días resultan de multiplicar 10 por 4. En este número, según me
parece, se nos confía un misterio. Hablo en cuanto hombre a hombres, y
justamente se nos llama expositores de las Escrituras, no afirmadores de
nuestras propias opiniones. Este número 40, que contiene cuatro veces el 10,
significa, según me parece, este siglo que ahora vivimos y atravesamos, y en
el que nos hallamos envueltos por el pasar del tiempo, la inestabilidad de
las cosas, la marcha de unos y la llegada de otros; por la rapacidad
momentánea y por cierto fluir de las cosas sin consistencia. En este número,
pues, está simbolizado este siglo, en atención a las cuatro estaciones que
completan el año o a los mismos cuatro puntos cardinales del mundo,
conocidos por todos y frecuentemente mencionados por la Sagrada Escritura:
De oriente a occidente y del norte al sur. A lo largo de este tiempo y de
este mundo, divididos ambos en cuatro partes, se predica la ley de Dios,
cual número 10. De aquí que, ante todo, se nos confía el decálogo, pues la
ley se encierra en diez preceptos, porque parece que este número contiene
cierta perfección.
El que cuenta, llega en orden ascendente hasta él, y luego vuelve a comenzar
con el 1 para llegar de nuevo al 10 y volver al 13 , tanto si se trata de
centenas como de millares o de cifras superiores: a base de añadir decenas,
se forma la selva infinita de los números. Así, pues, la ley perfecta,
indicada en el número 10, predicada en todo el mundo, que consta de cuatro
partes, es decir, 10 multiplicado por 4, da como resultado 40. Mientras
vivimos en este siglo, se nos enseña a abstenernos de los deseos mundanos;
esto es lo que significa el ayuno de cuarenta días, conocido por todos bajo
el nombre de cuaresma. Esto te lo ordenó la ley, los profetas y el
Evangelio. Como lo manda la ley, Moisés ayunó cuarenta días; como lo mandan
los profetas, ayunó Elías cuarenta días; y como lo manda el Evangelio, ayunó
cuarenta días Cristo el Señor. Cumplidos otros diez días después de los
cuarenta que siguieron a la resurrección, solamente diez días, no 10
multiplicado por 4, vino el Espíritu Santo, para que con la ayuda de la
gracia pueda cumplirse la ley. En efecto, la ley sin la gracia es letra que
mata. Pues, si se hubiese dado una ley, dice, que pudiese vivificar, la
justicia procedería totalmente de la ley. Pero la Escritura encerró todo
bajo pecado, para que la promesa se otorgase a los creyentes por la je en
Jesucristo. Por eso, la letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica; no
para que cumplas otros preceptos distintos de los que se te ordenan en la
letra; pero la letra sola te hace culpable, mientras que la gracia libra del
pecado y otorga el cumplimiento de la letra. En consecuencia, por la gracia
se hace realidad la remisión de todos los pecados y la fe que actúa por la
caridad.
No penséis, pues, que por haber dicho: La letra mata, se ha condenado a la
letra. Significa solamente que la letra hace culpables. Una vez recibido el
precepto, si te falta la ayuda de la gracia, inmediatamente advertirás no
sólo que no cumples la ley, sino que además eres culpable de su
transgresión. Pues donde no hay ley, tampoco hay transgresión. Al decir: La
letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica, no se dice nada en contra de
la ley, cual si se la condenara a ella y se alabase al espíritu; lo que se
dice es que la letra mata, pero la letra sola, sin la gracia. Tomad un
ejemplo. Con idéntica forma de hablar se ha dicho: La ciencia infla. ¿Qué
significa que la ciencia infla? ¿Se condena la ciencia? Si infla, nos sería
mejor permanecer en la ignorancia. Mas como añadió: La caridad, en cambio,
edifica, del mismo modo que antes había añadido: El Espíritu, en cambio,
vivifica, y debe entenderse que la letra sin el Espíritu mata y con él
vivifica, así también la ciencia sin caridad infla, mientras que la caridad
con ciencia edifica. Así, pues, se envió al Espíritu Santo para que pudiera
cumplirse la ley y se hiciese realidad lo que había dicho el mismo Señor: No
vine a derogar la ley, sino a cumplirla. Esto lo concede a los creyentes, a
los fieles y a aquellos a quienes otorga el Espíritu Santo. En la medida en
que uno se hace capaz de él, en esa misma medida adquiere facilidad para
cumplir la ley.
4. Estoy diciendo a vuestra caridad algo que también vosotros podréis
considerar y ver fácilmente: que la caridad cumple la ley. El temor al
castigo hace que el hombre la cumpla, pero todavía como si fuera un esclavo.
En efecto, si haces el bien porque temes sufrir un mal o si evitas hacer el
mal porque temes sufrir otro mal, si alguien te garantizase la impunidad,
cometerías al instante la iniquidad. Si se te dijera: «Estáte tranquilo;
ningún mal sufrirás, haz esto», lo harías. Sólo el temor al castigo te
echaría atrás, no el amor a la justicia. Aún no actuaba en ti la caridad.
Considera, pues, cómo obra la caridad. Amemos al que tememos de manera que
lo temamos con un amor casto. También la mujer casta teme a su esposo. Pero
distingue entre temor y temor. La esposa casta teme que la abandone el
marido ausente; la esposa adúltera teme ser sorprendida por la llegada del
suyo. La caridad, pues, cumple la ley, puesto que el amor perfecto expulsa
el temor; es decir, el temor servil, que procede del pecado, pues el casto
temor del Señor permanece por los siglos de los siglos. Si, pues, la caridad
cumple la ley, ¿de dónde proviene esa caridad? Haced memoria, prestad
atención, y ved que la caridad es un don del Espíritu Santo, pues el amor de
Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos
ha dado. Con toda razón, pues, envió Jesucristo el Señor al Espíritu Santo
una vez cumplidos los diez días, número en que simboliza también la
perfección de la ley, puesto que gratuitamente nos concede cumplir la ley
quien no vino a derogarla, sino a cumplirla.
5. El Espíritu Santo, en cambio, suele confiársenos en las Sagradas
Escrituras no ya bajo el número 10, sino bajo el 7; la ley, en el número 10,
y el Espíritu Santo, en el 7. La relación entre la ley y el 10 es conocida;
la relación entre el Espíritu Santo y el 7 vamos a recordarla. Antes que
nada, en el primer capítulo del libro denominado Génesis se mencionan las
obras de Dios. Se hace la luz; se hace el cielo, llamado firmamento, que
separa unas aguas de las otras; aparece la tierra seca, se separa el mar de
la tierra, y se otorga a ésta la fecundidad de toda clase de especies; se
crean los astros, el mayor y el menor, el sol y la luna, y todos los demás;
las aguas producen los seres que le son propios, y la tierra los suyos; se
crea al hombre a imagen de Dios. Dios completa todas sus obras en el sexto
día, pero no se oye hablar de santificación al enumerar a todas y cada una
de tales obras. Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo, y vio Dios que
la luz era buena. No se dijo: «Santificó Dios la luz.» Hágase el firmamento,
y se hizo, y vio Dios que era bueno; tampoco aquí se dijo que hubiera sido
santificado el firmamento. Y para no perder el tiempo en cosas evidentes,
dígase lo mismo de las demás obras, incluidas las del sexto día, con la
creación del hombre a imagen de Dios; se las menciona a todas, pero de
ninguna se dice que fuera santificada.
Mas, llegados al día séptimo, en el que nada se creó, sino que se hace
referencia al descanso de Dios, Dios lo santificó. La primera santificación
va unida al séptimo día; examinados todos los textos de la Escritura, allí
se la encuentra por primera vez. Donde se menciona el descanso de Dios se
insinúa también nuestro propio descanso. En efecto, el trabajo de Dios no
fue tal que requiriera descanso, ni santificó aquel día en que está
permitido no trabajar como congratulándose con un día de vacaciones después
del trabajo. Esta forma de pensar es carnal. Aquí se hace referencia al
descanso que ha de seguir a nuestras buenas obras, de la misma manera que se
menciona el descanso de Dios después de haber hecho buenas todas las cosas.
Pues Dios creó todas las cosas, y he aquí que eran muy buenas. Y en el
séptimo día descansó Dios de todas las buenas obras que había hecho.
¿Quieres descansar también tú? Haz antes obras de todo punto buenas. Así, la
observancia carnal del sábado y de las demás prescripciones se dio a los
judíos como ritos llenos de simbolismo. Se les impuso un cierto descanso;
haz tú lo que simboliza aquel descanso. El descanso espiritual es la
tranquilidad del corazón, tranquilidad que proviene de la serenidad de la
buena conciencia. En conclusión, quien no peca es quien observa
verdaderamente el sábado. Y a los que se les ordena guardar el sábado, se
les da también este precepto: No haréis ninguna obra servil. Todo el que
comete pecado es siervo del pecado. Así, pues, el número 7 está dedicado al
Espíritu Santo, como el 10 a la ley. Esto lo insinúa también el profeta
Isaías allí donde dice: Lo llenará el Espíritu de sabiduría y entendimiento
—vete contándolo—, de consejo y fortaleza, de ciencia y de piedad, el
espíritu del temor de Dios. Como presentando la gracia espiritual en orden
descendente hasta nosotros, comienza con la sabiduría y concluye con el
temor; nosotros, en cambio, al tender o ascender de abajo arriba, debemos
comenzar por el temor y terminar con la sabiduría, pues el temor del Señor
es el comienzo de la sabiduría. Sería cosa larga y superior a mis fuerzas,
aunque no a vuestra avidez, el recordar todos los testimonios acerca del
número 7 en relación con el Espíritu Santo. Baste, pues, con lo dicho.
6. Considerad ahora con atención cómo era necesario que se nos trajese a la
memoria y se confiase a nuestra reflexión, según hemos ya mostrado, el
número 10, puesto que la ley se cumple mediante la gracia del Espíritu
Santo, y el número 7 en atención a esa misma gracia del Espíritu Santo. Al
enviar al Espíritu Santo diez días después de su ascensión, Cristo nos
confiaba en el número 10 la misma ley que ordenaba cumplir. ¿Dónde
encontraremos aquí que se nos confíe el número 7 en atención, sobre todo, al
Espíritu Santo? En el libro de Tobías verás que la misma fiesta, es decir,
la de Pentecostés, constaba de algunas semanas. ¿Cómo? Multiplica el número
7 por sí mismo, o sea, 7 por 7, como se aprende en la escuela; 7 por 7 dan
49. Estando así las cosas, al 49, que resulta de multiplicar 7 por 7, se
añade uno más para obtener el 50 —Pentecostés—, y de esta forma se nos
encarece la unidad. En efecto, el mismo Espíritu nos reúne y nos congrega,
razón por la que dejó como primera señal de su venida el que cuantos lo
recibieron hablaron también cada uno las lenguas de todos. La unidad del
cuerpo de Cristo se congrega a partir de todas las lenguas, es decir,
reuniendo a todos los pueblos extendidos por la totalidad del orbe de la
tierra. Y el hecho de que cada uno hablase entonces en todas las lenguas,
era un testimonio a favor de la unidad futura en todas ellas. Dice el
Apóstol: Soportándoos mutuamente en el amor —esto es, la caridad—,
esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. En
consecuencia, puesto que el Espíritu Santo nos convierte de multiplicidad en
unidad, se le apropia por la humildad y se le aleja por la soberbia. Es agua
que busca un corazón humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse; en cambio,
ante la altivez de la soberbia, como altura de una colina, rechazada, va en
cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los soberbios y, en cambio, a los
humildes les da su gracia. ¿Qué significa les da su gracia? Les da el
Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque en ellos encuentra capacidad
para recibirlo.
7. Como el interés de vuestra caridad es una ayuda para mi debilidad ante el
Señor nuestro Dios, escuchad algo más, cuya dulzura, una vez expuesto, se
corresponde con su oscuridad sí no le acompaña la explicación. Así al menos
me parece a mí. Antes de su resurrección, cuando los eligió como discípulos,
el Señor les mandó que echasen las redes al mar. Las echaron, y capturaron
una cantidad innumerable de peces, hasta el punto de que las redes se
rompían y las barcas cargadas sino que les dijo solamente: Echad las redes.
Pues, si les hubiese mandado echarlas a la derecha, hubiese dado a entender
que sólo se habían capturado peces buenos; si a la izquierda, sólo peces
malos.
Puesto que se echaron indistintamente, ni sólo a la derecha ni sólo a la
izquierda, se cogieron peces buenos y malos. Aquí está simbolizada la
Iglesia del tiempo presente, es decir, la Iglesia en este mundo. En efecto,
también aquellos siervos enviados a llamar a los invitados salieron y
llevaron a cuantos encontraron, buenos y malos, y se llenó de comensales el
banquete de bodas. Ahora, pues, están juntos buenos y malos. Si las redes no
se rompen, ¿cómo es que hay cismas? Si las naves no están sobrecargadas de
peso, ¿cómo la Iglesia está casi siempre agobiada por los escándalos de
multitud de hombres carnales, en alboroto continuo y perturbador? Lo dicho
lo hizo el Señor antes de su resurrección. Una vez resucitado, en cambio,
encontró a sus discípulos pescando como la vez anterior; él mismo les mandó
echar las redes; pero no a cualquier lado o indistintamente, puesto que ya
había tenido lugar la resurrección.
Después de ésta, en efecto, su cuerpo, es decir, la Iglesia, ya no tendrá
malos consigo. Echad, les dijo, las redes a la derecha. Ante su mandato,
echaron las redes a la derecha, y capturaron un número determinado de peces.
En aquellos otros de los que no se indica el número, en quienes se
simbolizaba la Iglesia del tiempo presente, parece cumplirse el texto: Lo
anuncié y hablé, y se multiplicaron por encima del número. Se advierte,
pues, que había algunos que excedían del número, superfluos en cierta
manera; más, con todo, se les recoge. En la segunda pesca, en cambio, los
peces capturados son grandes y un número fijo. Quien así lo hiciere, dijo, y
así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos. Se
capturaron, pues, 153 peces grandes. Esta cifra no se menciona en balde; ¿a
quién no le causa intriga? Si en verdad no hubiera querido enseñarnos nada
el Señor, o no hubiese dicho: Echad las redes, o nada le hubiese interesado
a él el echarlas a la derecha. Este número 153 significa algo, y
correspondió al evangelista decirlo, como poniendo los ojos en la primera
pesca, en que las redes rotas simbolizaban los cismas, puesto que en la
Iglesia de la vida eterna no habrá cisma alguno, porque no habrá disensión;
todos serán grandes, porque estarán llenos de caridad; como, volviendo los
ojos a lo que sucedió la primera vez, que simbolizaba los cismas, el
evangelista tuvo a bien precisar, a propósito de esta segunda pesca, que, a
pesar de ser tan grandes, no se rompieron las redes. El significado de la
parte derecha ya está manifiesto al indicar que todos eran buenos. También
está dicho qué simbolizaba el que fueran grandes: Quien así lo hiciere y así
lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos. También se
mencionó el significado de que no se rompieran las redes, a saber, que
entonces no habrá cismas. ¿Y el número 153? Con toda certeza, este número no
indica cuántos serán los santos. Los santos no serán 153, puesto que sólo
contando los que no se mancharon con mujeres, se llega a 144.000. Este
número, como si de un árbol se tratara, parece brotar de cierta semilla. La
semilla de este número grande es un número menor, a saber, 17. El número 17
da 153 si, contando desde el 1 hasta el 17, sumas cada cifra a la anterior,
pues si te limitas a enumerarlos todos sin sumarlos, te quedarás con sólo
17; pero si cuentas de la siguiente manera: 1 más 2 son 3; más 3, 6; más 4 y
más 5, 15, etc., cuando llegues al 17 llevarás en tus dedos 153. Ahora haz
memoria ya de lo que antes recordé y os indiqué y considera a quiénes y qué
significa el número 10 y el 7. El 10, la ley; el 7, el Espíritu Santo. De
todo lo cual, ¿no hemos de entender que han de estar en la Iglesia de la
resurrección eterna, donde no habrá cismas ni temor a la muerte, puesto que
tendrá lugar después de la resurrección; que han de estar allí, repito, y
que han de vivir eternamente con el Señor los que hayan cumplido la ley por
la gracia del Espíritu Santo y don de Dios, cuya fiesta celebramos
(SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 270, 1-7, BAC, Madrid, 1983,
pp. 248-263, Fiesta de Pentecostés. Hacia el año 416)
Aplicación: San Juan Pablo II - En Pentecostés se cumple el proyecto de
Dios
Cincuenta días después de la Pascua se cumplió lo que Cristo había prometido
a los discípulos, es decir, que recibirían un bautismo en el Espíritu Santo
(cf. Hch 1, 5) y serían revestidos de poder desde lo alto (cf. Lc 24, 49),
para tener la fuerza de anunciar el Evangelio a todas las naciones.
Animados por el fuego del Espíritu, los Apóstoles salieron del Cenáculo y
comenzaron a hablar de Cristo, muerto y resucitado, a los fieles que habían
acudido a Jerusalén de todas partes, y cada uno los oía hablar en su propia
lengua materna.
2. En Pentecostés se cumple el proyecto de Dios, revelado a Abraham, de dar
vida a un pueblo nuevo. Nace la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo esparcido
por el mundo. Está compuesta por hombres y mujeres de todas las razas y
culturas, reunidos en la fe y en el amor de la santísima Trinidad, para ser
signo e instrumento de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen
gentium, 1).
Los creyentes, configurados por el Espíritu Santo con Cristo, hombre nuevo,
se convierten en sus testigos, sembradores de esperanza, agentes de
misericordia y de paz.
3. Nos dirigimos ahora a María santísima, a la que contemplamos en el
Cenáculo mientras recibe con los Apóstoles y los discípulos el don del
Espíritu Santo. Invocamos con confianza su intercesión materna, para que se
renueven en la Iglesia los prodigios de Pentecostés y todos los hombres
acojan la buena nueva de la salvación.
(Juan Pablo II - "REGINA CAELI" Solemnidad de Pentecostés Domingo 30 de mayo
de 2004. Sacado de
http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/index_sp.htm)
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Aplicación: San Juan Pablo II - La Misión del Hijo, del Espíritu Santo,
de la Iglesia
“Se llenaron todos del Espíritu Santo” (Hch 2,4).
Este es el día (haec est dies), en que el poder del misterio pascual se
manifiesta en el nacimiento de la Iglesia.
Este es el día, en que ante Jerusalén -en presencia de los habitantes de la
ciudad y de los peregrinos- se cumplen las palabras que dirigió Jesús a los
Apóstoles después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn
20,22).
Leemos en los hechos de los Apóstoles: “Se llenaron todos del Espíritu Santo
y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el
Espíritu le sugería” (Hch 2,4).
En este discurso, que comprendieron enseguida los que lo escuchaban, incluso
los que provenían de distintos países del mundo entonces conocido, se
manifiesta el inicio de la misión: “como el Padre me ha enviado, así os
mando yo” (Jn 20,21). “Id (por todo el mundo) y haced discípulos de todos
los pueblos” (Mt 28,19).
2- La misión de la Iglesia
La Iglesia lleva dentro de sí desde el día de su nacimiento la misión del
Hijo y del Espíritu Santo, y, en virtud del Espíritu de verdad, el
Espíritu-Paráclito, permanece en ella la misión del Hijo: el Evangelio de la
salvación eterna.
“Les oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua” (Hch
2,11), exclaman totalmente desconcertados los que participaban en el
Pentecostés de Jerusalén.
“¡Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas!...
Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (Sal
103,24.30).
Así se expresa el Salmista.
Sin embargo, “las maravillas de Dios”, que anuncian los Apóstoles el día de
Pentecostés por medio de Pedro, tienen un solo nombre: “Jesucristo”. Y hay
una sola expresión del poder de Dios, que se ha manifestado entre nosotros:
“Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3).
Esta gran obra de Dios, la mayor de todas en la historia de la creación y en
la historia del hombre, está unida al nombre de Jesús de Nazaret, al Hijo de
Dios que “se despojó de su rango tomando la condición de esclavo, que se
sometió incluso a la muerte, y una muerte de Cruz, al que Dios levantó y al
que Dios le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre": Jesucristo es el Señor,
para gloria de Dios Padre” (cf. Flp 2,7-9.11).
Señor -Kyrios- significa Dios (Adonai).
3- El Espíritu Santo en la Iglesia
Precisamente esta verdad, esta “grande, la mayor obra de Dios” es la que
anuncia Pedro el día de Pentecostés. Él habla por virtud del Espíritu Santo.
“Nadie puede decir: "Jesús es el Señor", si no es bajo la acción del
Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).
Desde el día de Pentecostés de Jerusalén la Iglesia pronuncia esta verdad
salvífica: “Jesús es el Señor”. La anuncian los Apóstoles, la acogen los que
los escuchan, procedentes de diversos pueblos y naciones de la tierra. Y
confiesan: “¡Jesucristo -el crucificado y resucitado- es el Señor!”.
Desde el día de Pentecostés, en virtud del Espíritu Santo -que da la vida-
comienza la peregrinación en la fe del nuevo Israel, del pueblo mesiánico.
La dignidad de hijos de Dios en cuyos corazones mora el Espíritu Santo como
en un templo, se ha convertido en la herencia de este pueblo. El mandato
nuevo de amar como Cristo nos ha amado (cf. Jn 13,34) se ha convertido en su
ley. El reino de Dios, comenzado en la tierra por el mismo Dios, se ha
convertido en su fin. Así enseña el Concilio Vaticano II: “Este pueblo
mesiánico..., aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con
frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género
humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza de salvación” (LG 9).
“La Iglesia es en Cristo como un sacramento... de la unión íntima con Dios”
(LG 1).
(Homilía del BEATO JUAN PABLO II el día 22 de mayo de 1988)
Aplicación:
R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Pentecostés
El domingo pasado celebramos la fiesta de la Ascensión de Jesucristo a los
cielos. Hoy la liturgia nos invita a recordar la promesa del Señor: "No os
dejaré huérfanos”. El Verbo encarnado que ha ascendido a los cielos es el
que envía el Espíritu Santo.
Fue el día de Pentecostés cuando el Espíritu bajó visiblemente sobre los
Apóstoles. Recibieron ellos en toda su plenitud el Don de Dios por
excelencia. Como Dios que es, al igual que el Padre y el Hijo, nos ha
liberado de la esclavitud del pecado; pero también quiere vivir dentro
nuestro como Dueño y Señor. Él es quien "vivifica" nuestras almas con su
gracia. Él es quien nos enseña a vivir la caridad verdadera pues es el Amor
que procede del Padre y del Hijo. Y por ser Dios, merece de nuestra parte
"una misma adoración y gloria" que el Padre y el Hijo.
El Espíritu Santo viene de Dios Padre y de Dios Hijo con la misión de
santificar, fortalecer y confirmar a la Iglesia en la esperanza.
1. El Espíritu Santo nos santifica
Ante todo, con la misión de santificar. Como recordábamos recién, el
Paráclito es considerado como "Señor y Dador de vida", según se proclama en
el Credo. Desde el día de nuestro bautismo se ha adueñado de nosotros, ha
tomado posesión de nuestra alma. Ya no nos pertenecemos, somos "ovejas de su
rebaño". Por el Crisma hemos sido ungidos con su sello para toda la
eternidad.
El Espíritu Santo nos ha purificado por vez primera en el Bautismo, pero
luego una y mil veces de nuestros innumerables pecados posteriores, porque
el Amor divino es infinitamente más fuerte que todas nuestras ofensas.
Él nos ha elegido para vivir como el "Dulce Huésped del alma", queriendo
habitar en nosotros por su gracia. Se ha hecho nuestro para que nos hagamos
suyos. Por eso decía San Pablo: "El Espíritu de Dios habita en vosotros. El
que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece".
El Paráclito nos ha escogido como apóstoles de la Buena Nueva en medio de un
mundo adverso. Somos por Él "enviados" a conquistar el mundo para Dios, no a
ser conquistados por el "mundo". Quiere que seamos la sal y la luz en este
mundo. Sal que da sabor y luz que disipa las tinieblas.
El apóstol elegido debe corresponder inmediatamente a ese llamado amoroso.
Debe abrir su alma para que el Espíritu lo llene de gracia; debe dejar de
lado los propios criterios para que su inteligencia se deje iluminar por la
luz del Espíritu, anidando así en su corazón "los mismos sentimientos de
Cristo Jesús".
Tal es el designio del Espíritu Santo: aposentarse en el alma de cada
cristiano y desde allí irradiarse a la sociedad eclesiástica y civil. No
otro es el fin y la meta del apostolado en la Iglesia: que el Espíritu Santo
sea Dueño y Señor de cada uno en particular, de cada familia, de cada
parroquia, de las instituciones, de la Patria.
2. El Espíritu Santo nos fortalece
En segundo lugar, es propio del Espíritu Santo conferirnos fortaleza. Hemos
aprendido, al estudiar el catecismo, que en el día de la confirmación, el
Divino Paráclito nos hace soldados de Cristo. Bien decía Pablo VI: "El
cristianismo es un ejército de almas valientes, que están prontas, que oran,
que velan, que trabajan... No es un refugio de almas inútiles, sino que es
plenitud de vida y de amor, e invitación diaria a la fortaleza, al dominio
de sí mismo, e incluso al heroísmo".
Es el Espíritu Santo quien nos da las fuerzas necesarias para ser católicos
militantes. Por eso decía San Pablo que "el Espíritu viene en ayuda de
nuestra flaqueza". Nos ayuda para ser valientes confesando a Cristo, como lo
hicieron los santos y los mártires a lo largo de la historia. Valientes para
defender la verdad entera, sin silencios cómplices o recortes facilistas.
Valientes para cumplir fielmente todo lo que nos enseña y exige el
Evangelio, a pesar de las dificultades y las contrariedades, a pesar del
sufrimiento que acarrea cumplir siempre la voluntad de Dios, a pesar del
riesgo de ser incomprendidos o despreciados por quienes no tienen ni
entienden el Espíritu de Dios.
Ciertamente que si consideramos la situación con ojos humanos, los tiempos
presentes no son los más propicios para los que quieren vivir, como dice el
Apóstol, "guiados por el Espíritu de Dios". Pero es cierto también que el
Señor no nos abandona y que pone a nuestra disposición todos los medios para
no claudicar y poder combatir hasta el final, sea éste cual fuere.
El apóstol San Pablo vivió en carne propia esta experiencia. Después de
haber perseguido, hecho encarcelar y matar a los cristianos, fue convertido
y lleno del Espíritu Santo. Desde entonces su vida sería continua
reparación, un incansable trabajar por el Reino de Cristo. Fue un verdadero
apóstol, y ya sabemos todas las dificultades por las cuales tuvo que pasar
para ser fiel a la gracia de su vocación. A nada ni a nadie temió. "Todo lo
puedo en Aquel que me conforta", dijo con espíritu magnánimo. Conocía
perfectamente su debilidad, pero al mismo tiempo la capacidad de hacer
"todo" con la ayuda de Dios.
San Pablo es un ejemplo entre miles que se podrían mencionar para ver lo que
puede un hombre con la ayuda de la gracia. Pensemos en los Doce Apóstoles,
los grandes fundadores. San Francisco Javier, San Vicente de Paul, Don
Orione, la Madre Teresa, etc.
Ya que es tan imprescindible la ayuda del Espíritu Santo, quisiéramos
señalar una deficiencia que encontramos en la actualidad. Si bien es cierto
que hubo un vuelco importante respecto a la devoción del Espíritu Santo y a
la conciencia de su importancia en la acción santificadora de la Iglesia
(demasiado exagerada, quizás, en ciertas espiritualidades, grupos o
movimientos), por otro lado se advierte la tendencia a postergar por años la
administración del sacramento de la confirmación. En muchos colegios
católicos ya no se confirma a los niños en edad temprana, con la idea de que
primero deben ser plenamente "conscientes" y estar perfectamente
"preparados" para ello. Así viven una adolescencia sin la ayuda del Divino
Paráclito, sin el sostén de su fuerza, buscando por sus propios medios
alcanzar un estado "ideal" para recibir la confirmación.
3. El Espíritu Santo confirma nuestra esperanza
Finalmente, el Espíritu divino da solidez a nuestra esperanza. Este don
maravilloso que Dios nos ha dado ha hecho de nosotros "templos vivos del
Espíritu Santo". Ya no somos esclavos del pecado, ni tampoco lo somos de la
muerte, que es su salario, al decir de San Pablo.
Pues bien, la vida de la gracia, con la que el Espíritu vivifica nuestra
alma, no es sino un anticipo de la gloria. La unión con Dios, que desde ya
gozamos en la tierra, se hará definitiva en el cielo. La esperanza de llegar
a alcanzar a Dios se acrecienta día a día en cada sacramento recibido, y
también en los momentos de oración. La esperanza de ver a Dios nos lleva a
vivir las cosas divinas, a pensar en ellas, a desearlas. No en vano somos ya
ciudadanos del cielo.
Mientras tanto, llevamos dentro nuestro como dos vidas: la terrenal y la
espiritual. Conocemos la doctrina paulina sobre esta dualidad y cuáles son
las obras de la carne contrarias a las del espíritu. En esta época, vivir
según "el espíritu" resulta realmente heroico. Tiene, por cierto, su
recompensa, pero también su precio. Porque si vivimos en gracia, deseando el
cielo, y fieles a las inspiraciones del Espíritu, seremos a los ojos del
mundo unos insensatos.
Hemos sido elegidos apóstoles para conquistar el mundo para Dios. Cuales
soldados de Cristo nos toca el combate, sabiendo que nuestra fuerza viene de
los Alto. Como los primeros Apóstoles y el ejército de los mártires, debemos
estar dispuestos a ofrendar nuestra vida. Ese será el mayor testimonio,
nuestro mayor desprendimiento, la máxima de las pobrezas. Estar al servicio
del Señor implica renunciar a todo. Santa Teresa dice que la perfección
cristiana no es otra cosa sino unir nuestra voluntad con la de Dios hasta
dejar que el Señor haga lo que quiera de nosotros y nos lleve a donde
quiera; hasta sentir que nos dejamos gobernar por Él en lo pequeño y en lo
grande.
Pidamos en esta misa que un nuevo Pentecostés "renueve la faz de la tierra"
y llene nuestros corazones con la esperanza cristiana. Pidamos ser, desde
ya, almas con deseos de cielo, que demos siempre testimonio de esa vida que
es la verdadera. Que la fidelidad a la Verdad nos convierta en auténticos
testigos, es decir, en mártires de Cristo.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed. Gladius, 1994, pp. 173-178)
Aplicación: Beato Columba Marmion - Nuestra devoción al Espíritu Santo:
invocarle y ser fieles a sus inspiraciones
Tal es, pues, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en las almas;
acción santa como el principio divino de donde emana, acción que nos impulsa
a santificarnos. Ahora bien, ¿cuál no será la devoción que hemos de tener a
este Espíritu que mora en nuestras almas desde el Bautismo y cuya actividad
en nosotros es de suyo tan honda y eficaz?
Ante todas las cosas, debemos invocarle con frecuencia. Él es Dios, como el
Padre y el Hijo; Él también desea nuestra santidad, y es conforme al plan
divino que acudamos al Espíritu Santo como acudimos al Padre y al Hijo ya
que tiene el mismo poder y la misma bondad que ellos. La Iglesia, en esto,
como en todo, nos sirve de guía, puesto que cierra el ciclo de las fiestas
en las cuales se van como descorriendo los misterios de Cristo, con la
solemnidad de la venida del Espíritu Santo, Pentecostés, y emplea, para
implorar la gracia del Espíritu divino, oraciones admirables aspiraciones
caldeadas de amor, cual es el Veni Sancti Spiritus. Debemos acudir a Él y
decirle: «Oh amor infinito, que procedes del Padre y del Hijo, concédeme el
Espíritu de adopción; enséñame a portarme siempre como verdadero hijo de
Dios; quédate conmigo, y ande yo siempre contigo para amar como Tú amas; sin
Ti nada soy; de mí nada valgo; pero así y todo, mantenme siempre a tu lado,
de modo que a través de Ti, esté siempre unido al Padre y al Hijo».
Pidámosle siempre y con empeño creciente, participación más grande de sus
dones, del Sacrum Septenarium.- Debemos también darle las más humildes y
rendidas gracias. Si bien es verdad que Cristo nos lo mereció todo, también
lo es que nos guía y nos dirige por su Espíritu, y de éste nos viene el
raudal de gracias que nos hacen poco a poco semejantes a Jesús. ¿Cómo, pues,
no hemos de demostrar a menudo agradecimiento a este Huésped cuya presencia
amorosa y eficaz nos colma de riquezas y beneficios? He aquí el primer
homenaje que hemos de tributar a ese Espíritu que es Dios con el Padre y el
Hijo: creer con fe práctica que nos impulse a recurrir a Él; creer en su
divinidad, en su poder, en su bondad.
“Al decir que Cristo nos gobierna por su Espíritu, no entendemos que el
Espíritu Santo sea un instrumento, siendo como es Dios y causa de la gracia;
antes queremos indicar que el Espíritu Santo es (en nosotros) principio de
gracia, que procede a su vez de un principio, del Padre y del Hijo;
Jesucristo, en calidad de Verbo, nos envía al Espíritu Santo”. Santo Tomás,
I, q.45, a.6, ad 2
Así pues, cuidémonos de no contrariar su acción en nosotros.- «No extingáis
el Espíritu de Dios» (Tes 5,19), dice San Pablo; y también: «No contristéis
al Espíritu Santo» (Ef 4,30). Como os dije, la acción del Espíritu Santo en
el alma es muy delicada, porque es acción de remate, de perfeccionamiento;
sus toques son toques de delicadeza suma. Debemos, pues, hacer lo posible
para no estorbar con nuestras ligerezas la actuación del Espíritu Santo, ni
con nuestra disipación voluntaria, ni con nuestra apatía, ni con nuestras
resistencias advertidas y queridas, ni con el apego desmedido a nuestro
propio parecer: «No seáis sabihondos» (Rm 12,16). Al entender en las cosas
de Dios, no os fieis de la humana sabiduría, porque el Espíritu Santo os
abandonaría a vuestra prudencia natural, y bien sabéis que toda esta
prudencia no es a los ojos de Dios sino pura «necedad» (1Cor 3,19).- La
acción del Espíritu Santo es perfectamente compatible con aquellas flaquezas
que se nos deslizan por descuido en la vida, de las cuales somos los
primeros en lamentarnos; con nuestras enfermedades, nuestras servidumbres
humanas, nuestras dificultades y tentaciones. Nuestra nativa pobreza no
arredra al Espíritu Santo que es «Padre de los pobres» [Pater pauperum.
Secuencia Veni Sancte Spiritus], como le llama la Iglesia.
Lo incompatible con su acción es la resistencia fríamente deliberada a sus
inspiraciones. ¿Por qué? -Primero, porque el espíritu procede por amor, es
el amor mismo; y con todo eso, aunque el amor que nos tiene no conozca
límites, aun cuando su acción sea infinitamente poderosa, el Espíritu Santo
es respetuosísimo con nuestra libertad, no violenta nuestra voluntad.
¡Tenemos el triste privilegio de poder resistirle! Pero nada contrista tanto
al amor como el notar resistencia obstinada a sus requerimientos. Además,
con sus dones, sobre todo, nos guía el Espíritu Santo por la senda de la
santidad, y nos hace vivir como hijos de Dios; y precisamente con sus dones,
impulsa y determina al alma a obrar.
«En los dones el alma, más que agente, es movida» [In donis Spiritus Sancti
mens humana non se habet ut movens, sed magis ut mota]. Santo Tomás, II-II,
q.52, a.2, ad 1, pero esto no quiere decir que deba permanecer enteramente
pasiva, sino que debe disponerse a la acción divina, escucharla, serle fiel
sin tardanza.- Nada embota tanto la acción del Espíritu Santo en nosotros
como la falta de flexibilidad frente a esos interiores movimientos que nos
llevan a Dios, que nos mueven a observar sus mandamientos, a darle gusto, a
ser caritativos, humildes y confiados: un «no» deliberado y rotundo, aun
cuando se trate de cosas menudas, contraría la acción del Espíritu Santo en
nosotros; con eso resulta menos intensa, menos frecuente, y el alma entonces
no remonta su vuelo, y toda su vida sobrenatural es lánguida: «No
contristéis al Espíritu».
Si esas resistencias deliberadas, voluntarias y maliciosas se multiplican,
si degeneran en frecuentes y habituales, el Espíritu Santo se calla. El alma
entonces, abandonada a sí misma y sin más norte ni sostén interior en el
camino de la perfección, corre inminente riesgo de ser presa del príncipe de
las tinieblas, y se extingue en ella la caridad. No apaguéis el Espíritu
Santo, que es a manera de fuego de amor que arde en nuestras almas [Spiritum
nolite exstinguere; Ignis, Himno Veni Creator. Et tui amoris ignem accende.
Misa de Pentecostés].
Seamos siempre generosos, fieles al «Espíritu de verdad», siquiera en la
corta medida que es dado a nuestra flaqueza, porque Él es también Espíritu
de santificación. Seamos almas dóciles y sensibles a los toques de este
Espíritu.- Si nos dejamos guiar de Él, luego desarrollará plenamente en
nosotros la gracia divina de la adopción sobrenatural que nos quiso dar el
Padre, y que el Hijo nos mereció. ¡De qué alegría tan honda, de qué libertad
interior gozan las almas que se entregan así a la acción del Espíritu Santo!
Ese divino Espíritu nos hará rendir frutos de santidad agradables a Dios;
artista divino como es de mano sumamente delicada, dará cima en nosotros a
la obra de Jesús, o más bien formará a Jesús en nosotros, como formó un día
su santa humanidad, a fin de que reproduzcamos en esta frágil naturaleza,
mediante su acción, los rasgos de la filiación divina que recibimos en
Jesucristo, para la gloria del Eterno Padre: «Jesucristo fue concebido en
santidad, por obra del Espíritu Santo, destinado a ser Hijo de Dios por
naturaleza; otros, en virtud del mismo Espíritu, se santifican para llegar a
ser hijos de Dios por adopción» (Santo Tomás, III, q.32, a.1).
(DOM COLUMBA MARMION, O.S.B., Jesucristo, vida del alma.
Fundación Gratis Date - Pamplona 1993, cuarta edición, pp. 103-105)
Aplicación: R.P. Carlos M. Buela, I.V.E. - El Espíritu Santo y la Misa
Hoy es
Pentecostés y recordamos la venida del Espíritu Santo sobre la Santísima
Virgen y los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén, en el mismo lugar donde
Cristo había ordenado sacerdotes a los Apóstoles cuando celebró la Primera
Misa del mundo en la Última Cena.
I- Las epíclesis o invocaciones.
Uno de los grandes e insustituibles protagonistas de la Misa es el Espíritu
Santo. ¿Cuándo obra el Espíritu Santo en la Misa?
En rigor, la acción del Espíritu Santo se extiende a toda la Misa. Pero, de
modo particular, la acción del Espíritu Santo en a Misa se realiza en dos
aspectos: en las epíclesis (o invocaciones) y en la méthexis (o
participación).
¿Qué es la epíclesis? Se llama epíclesis a la parte de la Misa en que se
invoca al Espíritu Santo.
En las Plegarias Eucarísticas, anáforas o canon suelen haber dos epíclesis;
una, antes de la consagración, invocando al Espíritu Santo para que obre la
presencia de Cristo; y otra epíclesis, después de la consagración, sobre el
pueblo invocando al Espíritu Santo para que lo colme de bienes.
Las primeras epíclesis se caracterizan por el gesto pneumatológico de
imposición de manos sobre los dones que se van a consagrar, determinando así
lo que constituye la materia del sacrificio y como apropiándose, los
sacerdotes, de esa materia determinada. Por ejemplo, comienzan con las
siguientes palabras:
-»Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda, haciéndola perfecta,
espiritual y digna de ti,..»1;
-» ...te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu
Espíritu...»2 ;
-»...te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que
hemos separado para ti...»3 ;
-» ...te rogamos que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que
sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor»4 .
Las segundas epíclesis comienzan así:
-»Te pedimos humildemente ... que esta ofrenda sea llevada a tu presencia
... para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo ... seamos
colmados de gracia y bendición»5 ;
-»Te pedimos ... que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo»6 ;
-»...para que ... llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo
cuerpo y un solo espíritu»7 ;
-»...concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados
en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para
alabanza de tu gloria»8 .
Por eso enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Epíclesis
(=’invocación sobre’) es la intercesión mediante la cual el sacerdote
suplica al Padre que envíe el Espíritu santificador para que las ofrendas se
conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo y para que los fieles, al
recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios»9.
En rigor, la acción del Espíritu Santo se extiende a toda la Misa; en este
sentido toda la Misa es epíclesis en sentido amplio. Y aún se extiende a
antes de la Misa y a después de la Misa por medio de las epíclesis y
paráclesis extracelebrativas. Es lo que hace que toda celebración sea nueva,
inmensamente fecunda, única, irrepetible... porque el Espíritu Santo al
conducir al cristiano a su madurez en Cristo10 , es el gran animador de la
liturgia. Es Quien hace que la Misa nunca sea algo mecánico, rutinario,
aburrido. Siempre extraemos algo nuevo de la Misa y siempre traemos algo
nuevo a la Misa, y eso es por obra del Espíritu Santo. Él es el que hace que
cada Misa sea singular.
Así como el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia y «Si la Iglesia no es
signo del Espíritu Santo, Ella es nada»11 , así el Espíritu Santo es el alma
de la liturgia y si la liturgia no es signo del Espíritu Santo, la liturgia
es nada.
Sin el Espíritu Santo no hay liturgia. Por eso, para que la liturgia sea
viva y verdadera debe ser epliclética y paraclética:
-Epiclética porque se invoca el poder del Espíritu Santo:
-para que los dones se transformen en el Cuerpo y Sangre de Jesús; y
- para que sea causa de salvación para los que lo van a recibir;
-Y, a su vez, debe ser paraclética, o sea, animada por el Espíritu Santo:
- para convertir a cada hombre en Cristo;
- para hacer crecer progresivamente a cada cristiano;
- para manifestar en plenitud al Espíritu en el cristiano;
-porque a la kénosis del pan y del vino corresponde el don del Paráclito;
- para transfigurarnos con la presencia y acción del Espíritu;
- para que glorifiquemos a la Santísima Trinidad.
Toda Misa es una manifestación imperceptible, pero realísima del Espíritu
Santo, quien de manera imprescindible obra en las acciones litúrgicas.
II- La méthesis o participación
La presencia de Jesucristo va unida a la presencia del Espíritu Santo, la
acción de Jesucristo va unida a la acción del Espíritu Santo. De tal modo,
que la presencia de Cristo se da por obra del Espíritu Santo, dicho de otra
manera, el Espíritu Santo obra para manifestar a Cristo y, donde está
Cristo, está el Espíritu Santo, como decía San Ireneo: «El Espíritu
manifiesta al Verbo...; pero el Verbo comunica al Espíritu»12 , y San
Bernardo: «Nosotros tenemos una doble prueba de nuestra salvación: la doble
efusión de la Sangre y del Espíritu. Ningún valor tendría la una sin el
otro: no me favorecería, por tanto, el hecho de que Cristo haya muerto por
mí, si no me vivificara con su Espíritu»13 .
El Espíritu Santo vivifica todo el misterio litúrgico. Se lo invoca para que
se vivifique siempre más la acción litúrgica y se constituya la Iglesia. Se
lo invoca para que la vida de los fieles refleje, cada vez más, lo celebrado
en la celebración14. De tal manera, que siempre se una, más y más, la
celebración a la vida y la vida a la celebración. Y si es verdad que «la
Eucaristía hace la Iglesia; y la Iglesia hace la Eucaristía»15, ello es
posible por la presencia y acción del Espíritu Santo. La Iglesia está allí
donde florece el Espíritu16 decía San Hipólito. Y el gran San Ireneo: «Allí
donde está la Iglesia, está el Espíritu Santo; y donde está el Espíritu
Santo, allí está la Gracia y todo don, porque es el Espíritu de Verdad»17.
Es siempre el Espíritu Santo el que mueve desde dentro a los participantes
para que se unan al Misterio de Cristo que se celebra y aprovechen de la
Palabra de Dios, del Sacrificio y del Sacramento. Toda Misa es una epifanía
del Espíritu Santo.
En el Antiguo Testamento, entre tantas prescripciones sobre los sacrificios,
ocupaba un lugar indispensable el fuego, venido del cielo, que debía haber
en el altar para la consumición de las víctimas y consumación de los
sacrificios18, ya que así las víctimas eran separadas totalmente de la
tierra y subían a Dios. Pero también hay fuego en el altar en el Nuevo
Testamento, aunque infinitamente superior. En efecto, en el Apocalipsis el
ángel llena el incensario «del fuego del altar» (8, 5)19. Por tanto, en los
altares católicos hay «fuego». Ese fuego es el Espíritu Santo20 . Por eso,
cuando entramos en los templos protestantes nos parecen fríos, no sólo por
la ausencia de Sagrario, no sólo por la ausencia de la Madre, sino sobretodo
por la ausencia «del fuego del altar» al no tener sacrificio. Por eso los
que participan auténticamente en la Santa Misa, al igual que los discípulos
de Emaús, experimentan que: «...ardían nuestros corazones dentro de
nosotros... «21. ¡Hay fuego en nuestros altares! Sólo no se dan cuenta de
ello quienes dejaron que «...se enfriara la caridad... «22.
III- La Misa es la gran forja de los cristianos y, en especial, de los
sacerdotes
Nuestro prócer Fray Francisco de Paula Castañeda a quienes querían que
dejase de polemizar y se contentase con limitarse a celebrar la Misa les
decía: « es precisamente la Misa lo que me enardece, y me arrastra, y me
obliga a la lucha incesante»23. En la Misa es donde se forjan los grandes
gladiadores de Dios. Es la Misa la que enardece y arrastra a los jóvenes
para que se entreguen totalmente al Señor y allí los va formando para que
lleguen a ser grandes sacerdotes. Es la Misa la que forma los grandes
líderes católicos laicos, enardeciéndolos. Es la Misa la que enardece a las
jóvenes para ser fidelísimas Esposas de Cristo. Es la Misa la que enardece y
empuja a los esposos a ser verdaderos evangelizadores de sus hijos.
En la Misa, Jesucristo nos habla con su Sacrificio. En un lenguaje conciso,
pero ardiente. Para captarlo necesitamos al Espíritu Santo. Por eso los que
dejan de lado al Espíritu Santo, creen que hacen interesante la Misa con
novedades extra litúrgicas, usurpan el protagonismo inderogable que
corresponde al Espíritu Santo y al rebajar a mero nivel humano el Santo
Sacrificio lo hacen, de hecho, para los feligreses, prescindible. Lo que se
necesita es que los ministros del altar sean hombres llenos del Espíritu
Santo, que no sean membranas del mismo, sino transparentes, que dejan
percibir su presencia y su acción. El sacerdote carnal y el mundano no deja
transparentar al Espíritu Santo, porque no lo ve ni lo conoce ni lo ama.
Podemos decir, dime cómo se celebra la Misa en el Seminario y te diré qué
sacerdotes se forman. Ya lo había señalado nuestro Señor: «el Espíritu de
Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce» (Jn 14,
17).
Una gran docilidad al Espíritu Santo es el mejor medio para lograr una
participación litúrgica verdadera y profunda. La piedad y devoción al Santo
Espíritu de Dios nos lleva a aprovechar al máximo del Santo Sacrificio, así
como el Santo Sacrificio nos lleva a amar más al Espíritu Santo, ya que
Jesucristo en la cruz «por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo
inmaculado a Dios» (Heb 9,14) y en la Misa se sigue ofreciendo por el mismo
Espíritu.
Pidamos siempre la asistencia del Espíritu Santo para lograr en la Santa
Misa una mayor participación litúrgica verdadera y profunda, más fructuosa,
conciente y activa. ¡Ven Espíritu Santo...!. Y, desde aquí, démosle gracias
ya que: «En los pueblos de América, Dios se ha escogido un nuevo pueblo ...
lo ha hecho partícipe de su Espíritu»24.
(Homilía del padre CARLOS MIGUEL BUELA)
(1) Plegaria I.
(2) Plegaria II.
(3) Plegaria III.
(4) Plegaria IV.
(5) Plegaria I.
(6) Plegaria II.
(7) Plegaria III.
(8) Plegaria IV.
(9) Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1105.
(10) Cfr. Ef. 4, 13.
(11) Don Anscario Vonier, The Spirit and the
Bride, London, 1935, pág. 33: «If She is not a sign of the Paraclete, She is
nothing...».
(12) 12La consumación apostólica, n. 5,
Patrología Orientalis 22, 663; cit. por Achille M. Triacca, Espíritu Santo y
Liturgia, en Revista Liturgia, Comisión Episcopal Argentina de Culto, Año
XI, n.47, Oct-Dic 1981, pag. 56.
(13) Epist.107, 9; PL. 182, 247 A.
(14) Cfr. Achille M. Triacca, Sfondo
‘Liturgico-vitale’ del Catechismo della Chiesa Cattolica, en Revista
Notitiae, CCDDS, Cittá del Vaticano, Ian-Febr. 1992, 1-2, nº 318-319, pág.
34-47.
(15) Ideas que ya pueden encontrarse, v.g., en
San Agustín, Contra Faustum 12, 20; PL 42, 265.
(16) San Hipólito, Traditio Apostolica, «...ad
Eclesiam ubi floret Spiritus», n.35.
(17) Adversus haereses, 3, 24, 1; PL 7, 986 C.
(18) Cfr. Lev. 9, 24; 2 Cron 7, 1; 2 Mac 2, 10;
el fuego era alimentado continuamente, Lev 6, 5-6.
(19) «Ignis altaris»(cfr. Ap 8, 5).
(20) Cfr. Albert Vanhoye, Sacerdotes antiguos,
Sacerdote nuevo, Ed. Sígueme, Salamanca, 1992, pág. 208.
(21) Cfr. Lc. 24, 32.
(22) Cfr. Mt. 24, 12.
(23) Guillermo Furlong, S.J., Francisco de Paula
Castañeda, en Revista Mikael, Paraná, Año 1, nº 1, Primer cuatrimestre de
1973, pág. 52.
(24) CELAM, Documento de Santo Domingo, 16.
Aplicación: P. Alfonso Torres, S.I. - El Espíritu Santo muy olvidado
Vamos a hablar hoy del Espíritu Santo. Esta tercera
persona de la Santísima Trinidad es muy olvidada de los hombres, y este
olvido es sumamente injurioso a Dios y muy perjudicial para las almas. Al
Padre Eterno es al que se le atribuye la obra de nuestra creación; al Hijo
divino, nuestra redención; pero al Espíritu Santo debemos la santificación
de las almas, que es obra de amor. Un gran amor supone el crearnos, un
inmenso amor nos demostró Jesucristo al redimirnos; pero en la obra de
nuestra santificación pone Dios nuestro Señor, por decirlo así, todo su
afán, todo su anhelo, todas sus delicadezas, un incomprensible y amorosísimo
desvelo.
Debe crecer nuestra devoción a la tercera persona de la Santísima Trinidad;
los medios para que crezca en nosotros los podemos reducir hoy a tres:
recogimiento interior y exterior, oración y limpieza de alma. El día de
Pentecostés bajó el Espíritu Santo sobre los apóstoles visiblemente, y los
apóstoles se prepararon a recibirle en el cenáculo con la oración y el
retiro. A nuestras almas baja también invisiblemente, sin ruido; debemos
prepararnos formando en nuestro corazón un pequeño cenáculo para oírle en
nuestro recogimiento, apartados de todas las conversaciones inútiles y vanas
de las criaturas que no nos llevan a Dios, evitando que nuestro corazón se
derrame en las cosas del mundo y, por último, dándonos a la vida interior
por medio de una conversación íntima con Dios nuestro Señor por una continua
oración. Sea nuestra oración amorosa, tierna; roguemos con gemidos y hasta
con lágrimas reales. Cuando ponemos nuestro corazón en las cosas triviales y
terrenas, aunque esté Dios con nosotros, no le encontramos; nos rodea
entonces un silencio de muerte, no le sentimos, no apreciamos su compañía.
Jesús por su parte, viéndonos distraídos y entregados a las cosas terrenas,
no nos habla al corazón, y nosotros, estando disipados y entregados a las
cosas de la tierra, no nos acordamos de Dios. ¡Dichosa el alma que sabe
encontrar a Dios en la soledad y en el silencio y que sabe desprenderse de
todo afecto y consuelo para poner su confianza en sólo Dios! Esa alma
logrará ese trato continuo y esa conversación íntima con Dios, y Dios se le
dará por entero; a esa alma no le asustan las tentaciones y las luchas. ¿Qué
puede temer estando con Dios? El tercer medio para que crezca en nosotros la
devoción al Espíritu Santo es la limpieza de alma, que consiste en la
renuncia de nuestras veleidades y pasiones, en sacrificar nuestro amor
propio y cercenar nuestros caprichos. Preparémonos así a recibir la amorosa
acción en nuestras almas de este divino Espíritu. Sus dones, ¿qué producen
en nosotros? Por los dones de sabiduría, ciencia y entendimiento conocemos a
Dios, de tal manera que una persona pobre e ignorantísima que ha recibido
estos dones, tiene de Dios un conocimiento mucho más perfecto que el más
sabio teólogo que estudió muy subida teología, pero que con menos virtud
recibió en menos grado estos dones de Dios. ¿Y qué diremos de ese don con
que nos enriquece el Espíritu Santo con el cual reverenciamos a Dios,
acatamos sus órdenes y le obedecemos, y que llamamos el santo temor de Dios?
¿Y ese otro don por el cual somos útiles a nuestros hermanos, y que llamamos
el don de consejo? Nadie dará nunca un buen consejo si no recibe ese don.
¡Oh, y cuán sublime es el don que nos hace acercarnos a Dios con caridad
filial, como hijos muy amados suyos, y que llamamos el don de piedad! ¡Y qué
grande y qué necesario aquel otro don que nos hace vencer nuestras
dificultades, que nos empuja a los mayores vencimientos y sacrificios, que
nos hace luchar y vencer, saliendo victoriosos del mundo y sus vanidades,
del demonio y de sus pompas, y que llamamos la santa fortaleza de Dios!
El Espíritu Santo no deja de obrar en nuestras almas, el cuidado que tiene
de nosotros es incesante. ¡Con qué delicadeza procede! Hemos practicado con
su ayuda o cooperando a su gracia una virtud, y en seguida nos solicita para
que avancemos en nuestra santificación, animándonos a practicar otras; si la
aceptamos, su acción avanza con rapidez y multiplica sus toques; está a las
puertas de nuestro corazón, nos llama, nos pide y nos suplica que le
abramos. Él mismo dice en el Cantar de los Cantares: Ábreme, hermana mía,
hermosa mía, paloma mía, mi inmaculada, porque está llena de rocío mi
cabeza, y del relente de la noche mis cabellos (5,2). ¿Seremos sordos a este
llamamiento? ¿Cerraremos las puertas de nuestro corazón a tan grande ternura
y solícito amor? No, antes bien estemos atentos a su voluntad, con el
propósito firme de conformar nuestra acción a la suya, para que veamos un
día en el cielo cómo todo lo que Dios nos envía ha contribuido a nuestro
bien.
(P. Alfonso Torres, S.I., Obras Completas, Tomo IV: Los caminos del
Espíritu, BAC, Madrid, 1972, Pág. 499-501)
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Comentario teológico: Dom Columba Marmion - MISIÓN DEL ESPÍRITU
SANTO
El día de Pentecostés descendió visiblemente sobre Apóstoles; desde aquel
día venturoso comenzó a dilatarse la Iglesia, extendiendo sus ramas por todo
el mundo e implantando por doquier el reinado de Jesús. El Espíritu Santo es
quien gobierna ese reino juntamente con el Padre y el Hijo. Él es igualmente
quien perfecciona y pule en almas la obra de santidad comenzada por la
Redención y desempeña en la Iglesia el mismo servicio que el alma en el
cuerpo. Es el espíritu que anima y vivifica a la Iglesia, que defiende su
unidad, aun cuando su acción produzca efectos múltiples y variados; es el
espíritu que la robustece y la hace hermosa y bella.
Considerad, si no, el torrente de gracias y carismas que inunda a la Iglesia
al día siguiente Pentecostés. Leemos en los "Actos de los Apóstoles", que
son la historia de los albores de la Iglesia, que el Espíritu Santo
descendía de un modo visible sobre los que se bautizaban, y los colmaba de
innumerables preciadísimos carismas. Enumera con particular complacencia
Pablo estas maravillas, diciendo: "Hay diversidad de dones, aun cuando
procedan de un mismo Espíritu; danse cada cual, para utilidad común de toda
la Iglesia. Así, que el uno recibe del Espíritu Santo el don de hablar con
mucha ciencia; éste, el don de una fe extraordinaria; otro, la gracia de
curar enfermedades; otro, el poder de obrar milagros; quién, don de
profecía; quién, el discernimiento de espíritus, o bien el hablar idiomas
interpretarlos". Luego añade: "Mas todas estas cosas las causa el mismo e
indivisible Espíritu, quien produce todos estos dones y los distribuye a
cada cual según le place".
El Espíritu Santo, prometido y enviado por Padre y por el Hijo, es quien
comunicaba esta plenitud e intensidad de vida sobrenatural a los primeros
cristianos; con ser de diferentes razas y condición, con todo eso, no tenían
más que un solo corazón y una sola alma, merced al Espíritu Santo que habían
recibido. Después permanece el espíritu Santo en la Iglesia, de un modo
constante e indefectible; influyendo sin cesar en su vida y santidad. Él la
hace infalible en la verdad: "Cuando viniere el Espíritu de verdad, decía
Jesús, os enseñará toda verdad" y os preservará de todo error. Él da a la
Iglesia esa fecundidad sobrenatural y maravillosa y hace que nazcan y se
desarrollen en las v��rgenes, mártires y confesores todas aquellas virtudes
heroicas, que son una de las notas de la santidad. En una palabra, el
Espíritu es quien trabaja silencioso allá en el interior de las almas,
mediante sus dulces inspiraciones, para que la Iglesia, que Él fundó a costa
de su sangre, aparezca "pura y sin mancilla", digna de ser presentada al
Padre el día del triunfo final.
Nótese que esta acción del Espíritu Santo es una acción continua.
Pentecostés no ha terminado en realidad, aunque sí en su forma histórica,
como misión visible. Su virtualidad perdura; la gracia que comunica y la
misión del Espíritu Santo en las almas, no por ser ya invisible, es ya menos
fecunda. Mirad qué oración eleva la Iglesia el día de la Ascensión, después
de haber celebrado la glorificación de su divino Esposo y gozado de su
triunfo: "Oh, Rey de la gloria y Señor de las virtudes, que subsiste hoy
triunfante por encima de todos los cielos, no nos dejes huérfanos, sino
envíanos el prometido del Padre, el Espíritu de verdad". ¡Oh Pontífice
todopoderoso! Ahora que estás sentado a la diestra de tu Padre y que gozas
de cumplidísimo triunfo y de inmenso crédito, ruega al Padre, según nos lo
tienes prometido, que nos envíe otro Consolador. Harto merecida nos tienes
esta gracia por los trabajos y dolores de tu Humanidad. El Padre,
seguramente, te ha de escuchar por ser su Hijo muy amado; Él mismo enviará,
juntamente contigo, el Espíritu que nos tenía prometido, cuando dijo:
"Derramaré el Espíritu de gracia y de oración sobre todos los moradores de
Jerusalén. Envíanosle para que more eternamente con nosotros".
Ora la Iglesia como si la festividad de Pentecostés debiera renovarse para
nosotros, y repite esta misma oración durante la octava de la Ascensión, y
luego, el día mismo de Pentecostés, multiplica sus alabanzas al Espíritu
Santo en armonioso lenguaje, y no se cansa de invocarle, empleando los más
tiernos y regalados afectos: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de
tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Ven y envíanos desde lo
alto un rayo de tu luz. ¡Oh luz beatísima! alumbra con tu claridad lo más
recóndito de los corazones de tus fieles. Fuente viva, fuego abrasador, ven
ya con tu amor y espiritual unción. Ilumina nuestro espíritu con tu luz,
derrama la caridad en nuestros corazones, robustece nuestra flaqueza con tu
incesante fortaleza".
Si la Iglesia, nuestra Madre, excita tales deseos en nuestras almas y pone
tales plegarias en nuestros labios, no es tan sólo para conmemorar la misión
visible que tuvo lugar en el Cenáculo, sino también para que se renueve
interiormente en todos nosotros ese mismo misterio.
Repitamos con la Iglesia aquellos fervientes suspiros, y pidamos sobre todo
al Padre celestial que se digne enviarnos su Espíritu. Mediante la gracia
santificante, somos ya sus hijos siendo esta cualidad de hijos la que le
mueve a colmarnos de sus dones, y porque nos ama como a hijos, nos da su
Hijo, el cual en la comunión es el pan de los hijos. Por eso mismo nos envía
también su Espíritu, que es la dádiva más perfecta. ¿Qué nos dice de esto
san Pablo? "Porque sois hijos, ha enviado Dios a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo", que es el Espíritu del Hijo, porque procede del Hijo
así como del Padre, y es el Hijo quien le envía juntamente con el Padre. Por
eso, cantamos en el Prefacio de Pentecostés: "Es verdaderamente digno y
justo... que te demos gracias ¡oh Señor santo, Padre todopoderoso, Dios
eterno! por medio de Cristo nuestro Señor; el cual; estando sentado a tu
diestra, derramó en este día sobre sus hijos adoptivos el Espíritu Santo que
les tenía prometido.
Así que el Espíritu Santo es don otorgado a todos los hijos adoptivos, a
todos aquellos que son hermanos de Jesús por medio de la gracia
santificante. Y por ser don divino que contiene en sí todos los dones más
preciados de vida, y de santidad, su efusión en nosotros, que fue tan
abundante el día de Pentecostés, es fuente de gozo que inunda de alegría al
mundo entero.
(Dom Columba Marmion, Jesucristo en sus misterios, Editorial Litúrgica
Española, Barcelona 1948, p. 327-330)
Aplicación: San Juan de Ávila - ¿Ha venido hasta ti este tal
Consolador?
A) Exordio
"Quien de tierra es, de tierra habla; el que viene del cielo, sobre todos es
(Io. 3, 31). ¿Qué hará el hombre, que le está mandado que hable cosas del
cielo?... Si hubiésemos de hablar de cosas de aquí abajo, daríamos buenas
señas; pero hablar del Espíritu Santo… ¿Qué haremos para bien hablar? Es
menester mucho la gracia del Espíritu Santo."
No en balde fue dada a los apóstoles para hablar… Fueron llenos de esta
celestial gracia para dar a entender que nadie debe hablar ni predicar de
este Santo Espíritu sino lleno y muy lleno de este don celestial y de este
santo fuego… No han de ser las lenguas que han de hablar cosas de Dios y sus
maravillas de agua, no de viento, no han de ser de tierra.
Venimos a oír la palabra de Dios, venimos a oír sus sermones, y venimos como
a farsa, sin más amor y reverencia. Dignos de verdad que un gran riesgo
corremos todos los que oímos sermones; gran peligro corremos si no oímos
como debemos oír, con corazón encendido… Para tan gran negocio menester
hemos la gracia, menester hemos el mismo Espíritu Santo, que se infunda en
nuestros corazones y los ablande… La oración que nos es inspirada del mismo
Espíritu Santo, poco vale.
(…)
B) Condiciones para su venida
a- Desearla y obrar según Él
"Si recibisteis al Espíritu Santo por la fe, creyendo, dijo una vez San
Pablo a unos (Act. 19, 2): ¿Habéis recibido al Espíritu Santo? Respondieron:
No sabemos si lo hay, cuánto más haberlo recibido… ¡Oh si dijeseis verdad!
¿Habéoslo recibido? ¿Amáoslo? ¿Habéoslo servido? ¿Deseáoslo? ¿Tenéis gran
deseo que se infunda en vuestros corazones? Ni aún sabéis si lo hay. No
aprovecha nada que lo deseéis; no basta que digáis que venga, que lo queréis
recibir; todo no aprovecha si no hay obras dignas y que merezcan su venida.
Factis autem negant (Tit. 1, 16)".
b- Gustar de su palabra
"Yo me voy, y rogaré a mi Padre que os envíe otro consolador en mi nombre
(Io. 14, 16). Hasta aquí yo os he consolado; yo me iré, y yéndome yo, os
enviaré otro consolador, otra persona… Dijo Jesucristo: El que me ama
guardará mis palabras, y mi Padre lo amará, y a él vendremos y haremos
morada en él (Io. 14, 23).
Que estudie y rumie sus palabras y las cumpla y guarde; esto os da por señal
y prenda de su amor. Y, hermanos, decid, ¿cómo os va cuando oís la palabra
de Cristo? ¿Holgáis os cuando os hablan de Él? ¿Alégrase os el corazón
cuando le oís nombrar, cuando le predican, alaban y bendicen y glorifican en
los púlpitos? Más os alegráis con invenciones, con novedades; esto oís de
buena gana".
c- Renuncia
"El que guardare mi palabra, éste me ama. ¿Cómo es eso? ¿Cómo tengo de
guardar sus palabras? ¿Cómo le tengo de amar?
Habéoslo de amar, y en esto mostraréis que verdaderamente le amáis, si por
le amar olvidáredes y dejáredes todo cuanto os estorbare para lo amar y
verdaderamente servir. Si vuestro ojo derecho, si al cosa que así la amáis
como a vuestros ojos, os escandalizare, si vuestra mano derecha, si
cualquier cosa que mucho la habéis menester os apartare este santo
propósito, cortadla" (Cfr. Mt 5. 29; 18, 9).
(…)
C) Efectos del Espíritu en nosotros
a- Esfuerza
"Antes que venga el Consolador, antes que sople este viento del Espíritu
Santo, estamos sentados, estamos pesados; pesará mucho nuestra ánima, todo
se le hace dificultoso, todo le parece imposible… ¿Cómo los huesos muertos
han de tener vida? ¿Cómo, estando secos, han de cubrirse de carne y
resucitar? Claro está que ellos de su parte, y solos por sí, que no podrán
nada…
Llamó Dios al profeta Ezequiel (37, 3-6) y díjole: Hijo de hombre, a tu
parecer estos huesos que aquí ves, ¿podrán tener vida y ser cubiertos de
carne y nervios? Respondió Ezequiel: Señor, eso que me preguntáis, vos lo
sabéis. Dijo Dios: Diles así: huesos secos, yo echaré sobre vosotros
espíritu de vida, y os cubriré de nervios, y haré crecer carne sobre
vosotros, y extenderé pellejos también sobre vosotros y os daré vida, y
sabréis que yo soy el Señor…"
Estabas tú malo, pesado, sin fuego de caridad, muerto, y no sabías hacer a
nadie un poco de misericordia ni tenías ternura; estabas desmayado con
flaqueza, sin esperanza de pode hacer cosa buena y pesado como muerto.
Estando así, dísete Dios: Hombre, no desmayes. ¿Piensas que no has de poder
resucitar? Esfuérzate, que más poderoso soy yo para te salvar y para te
resucitar y dar vida y alegrarte, que todos tus males para derribarte,
perderte y matarte y entristecerte. Más bondad es la mía para hacerte bueno
que tu maldad para condenarte y hacerte malo.
¡Bendigan te, Señor Dios Todopoderoso, los cielos y la tierra! ¡Cuántos
testigos veremos en el día postrero en esto, que sus naos iban ya para se
perder, iban a se hacer pedazos, estaban para se hundir, y soplándolas tu
soplo fueron salvas, y llegaron con tranquilidad y seguridad al puerto!..."
d- Alegra
"¿Qué más hace? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo podrá decir? Echan los apóstoles
en la cárcel, azotan los y manda les que no prediquen, y ello sálense riendo
gozosos y sintiéndose por bienaventurados, porque fueron dignos de padecer
trabajos y afrentas por Cristo Nuestro Redentor (Act. 5, 41). Si no, mira
que por medio de una mujercilla niega y reniega San Pedro tres veces de
Jesucristo…" (Cf. Mt 26, 72; Mc 14, 71; Lc 22, 37).
"Dice Jesucristo en su santo Evangelio (Io. 7, 37): Quien tuviere sed venga…
Viniendo a El, y bebiendo del agua de su Santo Espíritu, y recibiendo este
Consolador y este soplo del Espíritu Santo, será harto, será consolado, será
enseñado y lleno de abundancia, y guiado sin error y fuera de toda duda…"
e- Enseña
"Accende lumen sensibus - infunde amores cordibus, - infirma nostri corporis
- virtute firmans perpeti (Cf. Himno Veni, Creador Spiritus). Alumbrad,
Señor, con los rayos de vuestra lumbre y claridad eterna las tinieblas de mi
entendimiento, para que pueda con claridad y certidumbre escoger a vos sólo
por bien eternal mío y olvide y tenga en poco todas esotras cosas, pues son
sombras falsas y apariencias engañosas. Y conociéndoos, haced, Señor y mi
Dios, que mi corazón y toda mi voluntad se enciendan en amor vuestro y deseo
vuestro, para que a vos sólo ame, a vos sólo quiera, a vos sólo me arrime,
en vos sólo ponga mis ojos, y para siempre no consintáis que sea apartado de
amaros. Y porque la flaqueza de estos cuerpos estorba a que esto no se haga
tan libremente como es razón, esforzad, Señor, con vuestra fuerza la
flaqueza de mi cuerpo, la bajeza de mi sensualidad y habilidad, para que
todo lo que hay en mí os contente y agrade, y os entienda, ame y sirva… "
D) No contristéis al Espíritu Santo
a- Atención permanente al Huésped Divino
"El que espera o tiene este Huésped, así se ata, o para le recibir mejor o
con mejor aparejo, o para, si fuere venido, conservarle para que no se vaya…
¿Por qué no hacéis como los otros? ¿Por qué no sois tan enojosos?
Desenvolveos, sed para algo… -Si viere des así alguno que hace esto, y que
traiga cuidado sobre sí, y no sabe responder por sí, no defenderse, aquél lo
tiene en el corazón; con aquél posa este Huésped; señales son estas del
Espíritu Santo. Nolite contristare Spiritum Sanctus (Ep. 4, 30). Mira cómo
vives, no entristezcas al Espíritu Santo, que mora en nosotros. Vive con
cuidado, como el que tiene un gran Señor por Huésped, que no osa ir ni a
fiestas ni a juegos; luego se acuerda de su Huésped y dice: ¿Quién lo
servirá?... Quiero ir a mi casa, no me haya menester, no me eche menos, no
haga falta… Corres, y juegas, y burlas, y comes y bebes sin temor de
perderlo y sin ningún cuidado de le esperar y de lo recibir. ¡Oh qué dolor!
Si lo esperas, y quieres y deseas que venga, ¿qué es del cuidado? No hay
hombre, por pobre que sea, que si le dicen que ha de venir el rey a reposar
en su casa…"
b- Vida limpia
"Cuando te convidaren con algún pecado, con alguna mala tentación, responde
luego: Estoy esperando a la limpieza; ¿cómo me ensuciaré? Estoy esperando a
mi Señor, ¿cómo me iré fuera de casa?... Nescitis, quoniam membra vestra
templum sunt Spiritus Santi? (1 Cor. 6, 19). Miraos bien, que vuestros ojos,
vuestras manos y vuestra boca, son templo del Espíritu Santo; no ensuciéis
la casa del gran Señor. Pasas un deleite en tu carne, luego se va el
Espíritu Santo. No se puede sufrir en ninguna manera el Espíritu Santo en el
espíritu sucio; no pueden vivir juntos. No hay medio: o has de tomar lo uno
de lo otro. Si has de tomar el Espíritu Santo, todo pecado y suciedad has de
echar fuera; y si con algo te quieres quedar, irse ha el Espíritu Santo.
Mira, pues, ahora cuál vale más, tener al Espíritu Santo consolador en tu
corazón con limpieza o perder tan gran bien por un deleite que lo pasan las
bestias en el campo".
E) Cristo lo envía
Espanta el que Cristo enviase su Espíritu a los mismos que lo crucificaron.
Por tanto, también nos lo enviará a nosotros.
"-Es limpio; ¿cómo ha de venir a mí, que soy sucio? -Ahí está el punto. ¿Por
qué quiso tanto el Espíritu Santo a Jesucristo? Porque se puso Jesucristo
tan de buena gana en la cruz, obedeciendo al Padre Eterno y al Espíritu
Santo, por eso vendrá en nombre suyo a vosotros, y no tendrá asco de nuestra
miseria; no dejará de venir; no se tapará las narices de ti. -¿Quién juntó
oro con cieno, limpieza con la basura, rico con extrema pobreza, alteza con
bajeza, tan grande bien con tanta flaqueza y poquedad? -Así es verdad que el
hombre no es lugar propio para el Espíritu Santo, ni la cruz era lugar a
donde pusieron a nuestro Redentor Jesucristo; mas por esta junta de Dios con
la cruz esotra del Espíritu Santo con el hombre. El Espíritu Santo amonestó
e inspiró a Jesucristo que se pusiere en aquel lugar tan bajo y tan hediondo
de la cruz, y por eso el Espíritu Santo viene a este otro lugar tan hediondo
y bajo, que es el hombre. Rogádselo, importunádselo, llamadle en nombre de
Jesucristo Nuestro Señor, que cierto vendrá, y darse os ha con todos sus
dones; esclareceros ha el entendimiento; encenderá vuestra voluntad en amor
suyo y daros ha gracia y gloria".
(Tomado del libro "Verbum Vitae", BAC, 1954, tomo V, Pág. 73-80)
Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino - CREO EN EL ESPÍRITU
SANTO
Como ya se dijo, el Verbo de Dios, es el Hijo de Dios, así como el Verbo del
hombre es una concepción de su inteligencia. Pero a veces sucede que el
verbo del hombre es un verbo muerto, como cuando el hombre piensa lo que
debe hacer, pero sin tener la voluntad de realizarlo; de manera semejante,
cuando el hombre tiene fe pero no obra, se dice que su fe está muerta, según
leemos en Santiago: así como el cuerpo sin alma está muerto, así la fe sin
las obras está muerta (2,26). En cambio el Verbo de Dios es siempre vivo,
como se lee en la Epístola a los Hebreos: ciertamente, es viva la Palabra de
Dios (4,12); por lo cual necesariamente Dios tiene en sí voluntad y amor.
San Agustín así lo afirma en su obra sobre la Santísima Trinidad: "el Verbo
del que tratamos de dar una idea es un conocimiento acompañado de amor".
Pues bien, así como el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así el Amor de Dios
es el Espíritu Santo. De donde se sigue que el hombre posee al Espíritu
Santo cuando ama a Dios. Escribe el Apóstol a los Romanos: el amor de Dios
se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado (5,5).
Hubo algunos cuya doctrina sobre el Espíritu Santo fue completamente
errónea. Afirmaban, en efecto, que el Espíritu Santo era una creatura, que
era inferior al Padre y al Hijo, y que era esclavo y servidor de Dios.
Para refutar tales errores, los Padres agregaron en otro Símbolo CINCO
expresiones relativas al Espíritu Santo.
La PRIMERA es: Creo en el Espíritu Santo "SEÑOR". Porque aún cuando existen
otros espíritus, a saber, los ángeles, éstos son, sin embargo, servidores de
Dios, conforme a las palabras de la Escritura: Los ángeles son todos
espíritus destinados a servir (Hebr 1,14); en cambio el Espíritu Santo es
SEÑOR. En efecto, Jesús dijo a la samaritana: el Espíritu es Dios (Jo.
4,24), y el apóstol: el Espíritu es Señor (II Cor 3,17); por lo que San
Pablo agrega que donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (II Cor
3,17). Y la razón de ello es que nos hace amar a Dios, y quita de nuestro
corazón el amor del mundo.
La SEGUNDA es: Creo en el Espíritu Santo "VIVIFICADOR". En efecto, la vida
del alma consista en su unión con Dios, puesto que Dios mismo es la vida del
alma, así como el alma es la vida del cuerpo. Ahora bien, el que une a Dios
por el amor es el Espíritu Santo, porque Él mismo es el Amor de Dios, y por
eso vivifica, como lo enseña el mismo Jesús: el Espíritu es el que vivifica
(Jo 6,64).
La TERCERA es: Creo en el Espíritu Santo "QUE PROCEDE DEL PADRE Y DEL HIJO".
En efecto, el Espíritu Santo es de la misma sustancia que el Padre y el
Hijo; porque así como el Hijo es el Verbo del Padre, así el Espíritu Santo
es el Amor del Padre y del Hijo, y por lo mismo procede del uno y del otro;
y así como el Verbo de Dios es de la misma sustancia que el Padre y el Hijo.
También por esto se muestra que no es creatura.
La CUARTA es: Creo en el Espíritu Santo "QUE CON EL PADRE Y EL HIJO RECIBE
UNA MISMA ADORACIÓN Y GLORIA". Porque debemos al Espíritu Santo el mismo
culto que al Padre y al Hijo. En efecto, dijo el Señor: los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad (Jo 4,23). Y antes de
subir al cielo dijo a sus discípulos: enseñad a todas las naciones,
bautizándolas en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt
28,29).
La QUINTA es: Creo en el Espíritu Santo "QUE HABLÓ POR LOS PROFETAS". Lo que
muestra que el Espíritu Santo es igual a Dios es que los santos Profetas
hablaron movidos por Dios. Es evidente que si el Espíritu no fuese Dios, no
se diría que los profetas hablaron movidos por Él. Y eso, precisamente, es
lo que afirma San Pedro: inspirados por el Espíritu Santo han hablado los
santos hombres de Dios (II Pe 1,21), e Isaías declara: el Señor Dios y su
Espíritu me han enviado (48,16).
Con esta última afirmación se rebaten dos errores. Ante todo, el error de
los Maniqueos, los cuales dijeron que el Antiguo Testamento no era de Dios,
lo cual es falso, porque por los Profetas habló el Espíritu Santo. Y también
el error de Priscila y de Montano, los cuales dijeron que los Profetas no
hablaron movidos por el Espíritu Santo, sino como dementes.
El Espíritu Santo produce en nosotros FRUTOS múltiples.
En PRIMER lugar, nos purifica de nuestros pecados. La razón es que a quien
hace una cosa le corresponde rehacerla. Ahora bien, el Espíritu Santo es el
que ha creado el alma del hombre. En efecto, por su Espíritu hace Dios todas
las cosas, porque Dios al amar su propia bondad produce todo lo que existe.
Amas todo lo que existe-dice el Libro de la Sabiduría-y nada de lo que
hiciste aborreces (Sab 11,25); y Dionisio escribe en el capítulo cuatro de
"Los Nombres divinos": "El amor divino no le permitió ser infecundo".
Conviene, pues, que sea el Espíritu Santo quien rehaga el corazón del hombre
destruido por el pecado. Por eso el Salmista se dirigía a Dios diciendo:
envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra (Ps
103,30). Ni es de admirar que el Espíritu purifique, porque todos los
pecados se perdonan por el amor, según aquellas palabras del Señor
referentes a la pecadora: sus numerosos pecados le han sido perdonados
porque amó mucho (Lc 7,47). Algo semejante leemos en el Libro de los
Proverbios: el amor cubre todas las faltas (10,12); enseñanza que retoma San
Pedro: el amor cubre la multitud de los pecados (I Pe 4,8).
En SEGUNDO lugar, el Espíritu Santo ilumina nuestro entendimiento, porque
todo lo que sabemos lo sabemos por el Espíritu Santo, según aquellas
palabras de Jesús: El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en
mi Nombre, os lo enseñará todo, y os recordará cuantas cosas os tengo dichas
(Jo 14,26). Y San Juan, hablando del mismo Espíritu, dice: su unción os
enseñará acerca de todas las cosas (I Jo 2,27).
En TERCER lugar, el Espíritu Santo nos ayuda y en cierta manera nos obliga a
guardar los mandamientos. Porque nadie podría guardar los mandamientos de
Dios si no amara a Dios, según aquello que dijo Cristo: Si alguno me ama
guardará mi palabra. (Jo 14, 23). Pues bien, el Espíritu Santo nos hace amar
a Dios, por lo cual nos ayuda. Dice el Señor en la Escritura: Yo os daré un
corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de
vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne; y pondré
mi Espíritu dentro de vosotros; y haré que caminéis según mis preceptos, y
observéis mis juicios y los pongáis en práctica (Ez 36, 26).
En CUARTO lugar, el Espíritu Santo confirma nuestra esperanza de la vida
eterna, porque Él es como la prenda de su herencia, según aquello que dice
el Apóstol a los Efesios: Habéis sido sellados con el Espíritu Santo
prometido, que es la prenda de nuestra herencia (Ef 1, 13-14). En efecto, el
Espíritu Santo es como las arras de la vida eterna. La razón de ello es que
la vida eterna le es debida al hombre en cuanto es hecho hijo de Dios, y
llega a serlo en cuanto se hace semejante a Cristo; ahora bien, el hombre se
hace semejante a Cristo por la posesión del Espíritu de Cristo, que es el
Espíritu Santo. Escribe el Apóstol a los Romanos: No habéis recibido un
espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el
Espíritu de adopción de lo hijos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! Porque
el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de
Dios (8, 15-16); y a los Gálatas: Porque sois hijos de Dios, ha enviado Dios
a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (4, 6).
En QUINTO lugar, el Espíritu Santo nos aconseja en nuestras dudas y nos
enseña cuál es la voluntad de Dios. Dice la Escritura: El que tenga oídos,
oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias (Ap 2, 7); y en otro lugar: lo
escucharé como a un maestro (Is 1, 4).
(Tomado de:"El Credo Comentado", Santo Tomás de Aquino, Ed.
Athanasius/Scholastica, 2ª ed. (bilingüe), 1991, Pág. 131-139)
Aplicación: San Juan Pablo II - Se llenaron todos del Espíritu Santo
1. "Se llenaron todos de Espíritu Santo" (Hch 2, 4).
Así sucedió en Jerusalén, en Pentecostés. Hoy, congregados en esta plaza,
centro del mundo católico, revivimos el clima de aquel día. En nuestro
tiempo, al igual que en el Cenáculo de Jerusalén, la Iglesia está impulsada
por un "viento impetuoso". Experimenta el soplo divino del Espíritu, que la
abre a la evangelización del mundo.
Por una feliz coincidencia, en esta solemnidad tenemos la alegría de acoger,
junto al altar, los venerados restos mortales del beato Juan XXIII, que Dios
modeló con su Espíritu, haciendo de él un admirable testigo de su amor. Este
venerado predecesor mío falleció hace treinta y ocho años, el 3 de junio de
1963, precisamente mientras en la plaza de San Pedro oraba una gran multitud
de fieles, reunidos espiritualmente en torno a su cabecera. A aquella
plegaria se une esta celebración, y, a la vez que conmemoramos la muerte de
este beato Pontífice, alabamos a Dios que lo dio a la Iglesia y al mundo.
Como sacerdote, como obispo y como Papa, el beato Angelo Roncalli fue
docilísimo a la acción del Espíritu, que lo guió por el camino de la
santidad. Por eso, en la comunión viva de los santos queremos celebrar la
solemnidad de Pentecostés en singular sintonía con él, recordando algunas de
sus profundas reflexiones.
2. "La luz del Espíritu Santo irrumpe desde las primeras palabras del libro
de los Hechos de los Apóstoles. (...) El viento impetuoso del Espíritu
divino precede y acompaña a los evangelizadores, penetrando en el alma de
quienes los escuchan y extendiendo la Iglesia católica hasta los confines de
la tierra, transcurriendo a través de todos los siglos de la historia"
(Discursos, mensajes y coloquios de Su Santidad Juan XXIII, II, p. 398).
Con estas palabras, pronunciadas en Pentecostés de 1960, el Papa Juan XXIII
nos ayuda a captar el incontenible impulso misionero propio del misterio que
celebramos en esta solemnidad. La Iglesia nace misionera, porque nace del
Padre, que envió a Cristo al mundo; nace del Hijo que, muerto y resucitado,
envió a los Apóstoles a todas las naciones; y nace del Espíritu Santo, que
infunde en ellos la luz y la fuerza necesarias para cumplir esa misión.
También en su dimensión misionera originaria la Iglesia es imagen de la
santísima Trinidad: refleja en la historia la sobreabundante fecundidad
propia de Dios, manantial subsistente de amor que engendra vida y comunión.
Con su presencia y su acción en el mundo, la Iglesia propaga entre los
hombres este misterioso dinamismo, difundiendo el reino de Dios, que es
"justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17).
3. El concilio Vaticano II, que el Papa Juan XXIII anunció, convocó e
inauguró, fue consciente de esta vocación de la Iglesia.
Se puede afirmar que el Espíritu Santo fue el protagonista del Concilio,
desde que el Papa lo convocó, declarando que había acogido como venida de lo
alto una voz íntima que escuchó en su corazón (cf. constitución apostólica
Humanae salutis, 25 de diciembre de 1961, n. 6). Aquella "brisa ligera" se
convirtió en un "viento impetuoso", y el acontecimiento conciliar tomó la
forma de un nuevo Pentecostés. "Con la doctrina y el espíritu de Pentecostés
-afirmó el Papa Juan XXIII- es como el gran acontecimiento del Concilio
ecuménico cobra vida y vigor" (Discursos, mensajes y coloquios, p. 398).
Amadísimos hermanos y hermanas, si hoy recordamos ese tiempo singular de la
Iglesia es porque el gran jubileo del año 2000 se situó en continuidad con
el concilio Vaticano II, recogiendo numerosos aspectos tanto de doctrina
como de método. Y el reciente consistorio extraordinario ha reafirmado su
actualidad y su riqueza para las nuevas generaciones cristianas. Todo esto
constituye para nosotros un nuevo motivo de gratitud con respecto al beato
Papa Juan XXIII.
4. En el marco de esta celebración, que a Pentecostés añade un acto solemne
de veneración, quisiera subrayar de modo particular que el don más valioso
que el Papa Juan XXIII ha dejado al pueblo de Dios es él mismo, es decir, su
testimonio de santidad.
También puede aplicarse a su persona lo que él mismo afirmó de los santos, a
saber, que cada uno de ellos "es una obra maestra de la gracia del Espíritu
Santo" (ib., p. 400). Y al pensar en los mártires y en los Pontífices
enterrados en San Pedro, añadía palabras que conmueven al volver a
escucharlas hoy: "A veces las reliquias de sus cuerpos se reducen a poco,
pero siempre palpita aquí su recuerdo y su oración". Y exclamaba: "¡Oh, los
santos, los santos del Señor, que por doquier nos alegran, nos animan y nos
bendicen!" (ib., p. 401).
Estas expresiones del Papa Juan XXIII, avaladas por el ejemplo luminoso de
su vida, muestran muy bien la importancia de la elección de la santidad como
camino privilegiado de la Iglesia al comienzo del nuevo milenio (cf. Novo
millennio ineunte, 30-31). En efecto, la generosa voluntad de colaborar con
el Espíritu en la santificación propia y en la de los hermanos es condición
previa e indispensable para la nueva evangelización.
5. La evangelización requiere la santidad y esta, a su vez, necesita la
savia de la vida espiritual: la oración y la unión íntima con Dios mediante
la Palabra y los sacramentos; en suma, necesita la vida personal y profunda
en el Espíritu.
A este propósito, ¡cómo no recordar también la rica herencia espiritual que
nos dejó el beato Juan XXIII en su Diario del alma! En sus páginas se puede
admirar de cerca el esfuerzo diario con que él, ya desde los años del
seminario, quiso corresponder plenamente a la acción del Espíritu Santo. Se
dejó modelar por el Espíritu día a día, tratando con paciente tenacidad de
conformarse cada vez más a su voluntad. Aquí reside el secreto de la bondad
con que conquistó al pueblo de Dios y a tantos hombres de buena voluntad.
6. Encomendándonos a su intercesión, queremos pedir hoy al Señor que la
gracia del gran jubileo se irradie sobre el nuevo milenio mediante el
testimonio de santidad de los cristianos. Profesamos con confianza que esto
es posible. Es posible por la acción del Espíritu Paráclito que, según la
promesa de Cristo, permanece siempre con nosotros.
Animados por una firme esperanza, digamos con las palabras del beato Juan
XXIII: "Oh, Espíritu Santo Paráclito, (...) haz fuerte y continua la oración
que elevamos en nombre del mundo entero; apresura para cada uno de nosotros
el tiempo de una profunda vida interior; impulsa nuestro apostolado, que
quiere llegar a todos los hombres y a todos los pueblos. (...) Mortifica
nuestra presunción natural, y llévanos a las regiones de la santa humildad,
del verdadero temor de Dios y de la generosa valentía. Que ningún vínculo
terreno nos impida cumplir nuestra vocación; que ningún interés, por nuestra
indolencia, disminuya las exigencias de la justicia; y que ningún cálculo
reduzca los espacios inmensos de la caridad en las estrecheces de los
pequeños egoísmos. Que en nosotros todo sea grande: la búsqueda y el culto
de la verdad; la disposición al sacrificio hasta la cruz y la muerte; y, por
último, que todo corresponda a la extrema oración del Hijo al Padre
celestial; y a la efusión que de ti, oh Espíritu Santo de amor, el Padre y
el Hijo quisieron hacer sobre la Iglesia y sobre sus instituciones, sobre
cada alma y sobre los pueblos"
Veni, Sancte Spiritus, veni! Amen.
(Juan Pablo II: SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS Y TRASLADO DE LA
URNA CON EL CUERPO DEL BEATO JUAN XXIII HOMILÍA Domingo 3 de junio de 2001,
Discursos, mensajes y coloquios, IV, p. 350)
Aplicación: San Juan Pablo II - El Espíritu Santo, principio vital de la
apostolicidad de la Iglesia
1. Al ilustrar la acción del Espíritu Santo como alma del "Cuerpo de
Cristo", hemos visto en las catequesis precedentes que él es fuente y
principio de la unidad, santidad, catolicidad (universalidad) de la Iglesia.
Hoy podemos añadir que es también fuente y principio de la apostolicidad,
que constituye la cuarta propiedad y nota de la Iglesia: "unam, sanctam,
catholicam et apostolicam Ecclesiam" como profesamos en el Credo. Gracias al
Espíritu Santo la Iglesia es apostólica, y eso quiere decir "edificada sobre
el fundamento de los Apóstoles", siendo la piedra angular el mismo Cristo,
como dice san Pablo (Ef 2, 20). Es un aspecto muy interesante de la
eclesiología vista a la luz pneumatológica (cf. Ef 2, 22).
2. Santo Tomás de Aquino lo pone de relieve en su catequesis acerca del
Símbolo de los Apóstoles, donde escribe: "El fundamento principal de la
Iglesia es Cristo, como afirma san Pablo en la primera carta a los Corintios
(3, 11): "Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo".
Pero existe un fundamento secundario, a saber, los Apóstoles y su doctrina.
Por eso se dice Iglesia apostólica" (In Symb. Apost., a. 9).
Además de atestiguar la concepción antigua ?de santo Tomás y de la época
medieval? acerca de la apostolicidad de la Iglesia, el texto del Aquinate
nos remite a la fundación de la Iglesia y a la relación entre Cristo y los
Apóstoles. Esa relación tiene lugar en el Espíritu Santo. Así se nos
manifiesta la verdad teológica ?y revelada? de una apostolicidad cuyo
principio y fuente es el Espíritu Santo, en cuanto autor de la comunión en
la verdad que vincula con Cristo a los Apóstoles y, mediante su palabra, a
las generaciones cristianas y a la Iglesia en todos los siglos de su
historia.
3. Hemos repetido en muchas ocasiones el anuncio de Jesús a los Apóstoles en
la Última Cena: "El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn
14, 26). Estas palabras de Cristo, pronunciadas antes de su Pasión,
encuentran su complemento en el texto de Lucas donde se lee que Jesús
"después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los
Apóstoles (...), fue llevado al cielo" (Hch 1, 2). El apóstol Pablo, a su
vez, escribiendo a Timoteo (ante la perspectiva de su muerte), le
recomienda: "Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita
en nosotros" (2 Tm 1, 14). El Espíritu de Pentecostés, el Espíritu que llena
a los Apóstoles y a las comunidades apostólicas, es el Espíritu que
garantiza la transmisión de la fe en la Iglesia, de generación en
generación, asistiendo a los sucesores de los Apóstoles en la custodia del
"buen depósito", como dice Pablo, de la verdad revelada por Cristo.
4. Leemos en los Hechos de los Apóstoles el relato de un episodio en el que
se trasluce, de modo muy claro, esta verdad de la apostolicidad de la
Iglesia en su dimensión pneumatológica. Es cuando el apóstol Pablo,
"encadenado en el Espíritu" ?como él mismo decía?, va a Jerusalén, sintiendo
y sabiendo que aquellos a quienes ha evangelizado en Éfeso ya no lo volverán
a ver (cf. Hch 20, 25). Entonces se dirige a los presbíteros de la Iglesia
de aquella ciudad, que se habían reunido en torno a él, con estas palabras:
"Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha
puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios,
que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo" (Hch 20, 28). "Obispos"
significa inspectores y guías: puestos a apacentar, por tanto, permaneciendo
sobre el fundamento de la verdad apostólicaque, según la previsión de Pablo,
experimentará halagos y amenazas de parte de los propagadores de "cosas
perversas" (cf. Hch 20, 30) con el fin de apartar a los discípulos de la
verdad evangélica predicada por los Apóstoles. Pablo exhorta a los pastores
a velar por la grey, pero con la certeza de que el Espíritu Santo, que los
puso como "obispos", los asiste y los sostiene, mientras él mismo guía su
sucesión a los Apóstoles en el munus, en el poder y en la responsabilidad de
guardar la verdad que, a través de los Apóstoles, recibieron de Cristo: con
la certeza de que es el Espíritu Santo quien asegura la verdad misma y la
perseverancia del pueblo de Dios en ella.
5. Los Apóstoles y sus sucesores, además de la tarea de la custodia, tienen
igualmente la de dar testimonio de la verdad de Cristo, y también en esta
tarea actúan con la asistencia del Espíritu Santo. Como dijo Jesús a los
Apóstoles antes de su Ascensión: "Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). Es una
vocación que vincula a los Apóstoles con la misión de Cristo, quien en el
Apocalipsis es llamado "el testigo fiel" (Ap 1, 5). En efecto, él en la
oración por los Apóstoles dice al Padre: "Como tú me has enviado al mundo,
yo también los he enviado al mundo" (Jn 17, 18); y en la aparición de la
tarde de Pascua, antes de alentar sobre ellos el soplo del Espíritu Santo,
les repite: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Pero
el testimonio de los Apóstoles, continuadores de la misión de Cristo, está
vinculado con el Espíritu Santo quien, a su vez, da testimonio de Cristo:
"El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí.
Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el
principio" (Jn 15, 26-27). A estas palabras de Jesús en la Última Cena
aluden las que dirige también a los Apóstoles antes de la Ascensión, cuando
a la luz del designio eterno sobre la muerte y resurrección de Cristo, dice
que "se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados
(...). Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre
vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 48-49). Y, de modo definitivo,
anuncia: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). Es la promesa de Pentecostés,
no sólo en sentido histórico, sino también como dimensión interior y divina
del testimonio de los Apóstoles y, por consiguiente, ?se puede decir? de la
apostolicidad de la Iglesia.
6. Los Apóstoles son conscientes de que han sido así asociados al Espíritu
Santo al "dar testimonio" de Cristo crucificado y resucitado, como se
desprende claramente de la respuesta que Pedro y sus compañeros dan a los
sanedritas que querían obligarles a guardar silencio acerca de Cristo: "El
Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte
colgándole de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe
y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados.
Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha
dado Dios a los que le obedecen" (Hch 5, 30-32). También la Iglesia, a lo
largo de toda su historia, tiene conciencia de que el Espíritu Santo está
con ella cuando da testimonio de Cristo. Aún constatando los límites y la
fragilidad de sus hombres, y con el esfuerzo de la búsqueda y de la
vigilancia que Pablo recomienda a los "obispos" en su despedida de Mileto,
la Iglesia sabe que el Espíritu Santo la guarda y la defiende del error en
el testimonio de su Señor y en la doctrina que de él recibe para anunciarla
al mundo. Como dice el Concilio Vaticano II, "esta infalibilidad que el
divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe
y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación,
que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad" (Lumen
gentium, 25). El texto conciliar aclara de qué modo esta infalibilidad
corresponde a todo el Colegio de los obispos, y en particular al Obispo de
Roma, en cuanto sucesores de los Apóstoles que perseveran en la verdad
heredada gracias al Espíritu Santo.
7. El Espíritu Santo es, pues, el principio vital de esta apostolicidad.
Gracias a él, la Iglesia puede difundirse en todo el mundo, a través de las
diversas épocas de la historia, implantarse en medio de culturas y
civilizaciones tan diferentes, conservando siempre su propia identidad
evangélica. Como leemos en el decreto Ad gentes del mismo Concilio: "Cristo
envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevar a cabo
interiormente (intus) su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a
extenderse a sí misma (...). Antes de dar voluntariamente su vida para
salvar al mundo, de tal manera organizó el ministerio apostólico y prometió
enviar el Espíritu Santo, que ambos están asociados en la realización de la
obra de la salvación en todas partes y para siempre. El Espíritu Santo
unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones
jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos,
vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e
infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que
impulsó a Cristo" (Ad gentes, 4). Y la constitución Lumen gentium subraya
que "esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar
hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos
deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la
Iglesia" (Lumen gentium, 20).
En la próxima catequesis veremos que, en el cumplimiento de esta misión
evangélica, el Espíritu Santo interviene dando a la Iglesia una garantía
celeste.
(AUDIENCIA GENERAL, Juan pablo II, miércoles 9 de enero de 199, Vatican.va)
2
Comentario Teológico: Catecismo de la Iglesia Católica - El Espíritu
y la Iglesia en los últimos tiempos
731 El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la
Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se
manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el
Señor, derrama profusamente el Espíritu.
732 En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el
Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en El: en la
humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la
Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace
entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino
ya heredado, pero todavía no consumado:
Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial,
hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible
porque ella nos ha salvado. [Liturgia]
El Espíritu Santo, el Don de Dios
733 "Dios es Amor" (1 Jn 4,8.16) y el Amor que es el primer don, contiene
todos los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,5).
734 Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado,
el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La
Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13,13) es la que, en la Iglesia, vuelve
a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.
735 El nos da entonces las "arras" o las "primicias" de nuestra herencia: la
Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar "como él nos ha amado". Este
amor es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos
"recibido una fuerza, la del Espíritu Santo" (Hch 1,8).
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar
fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto
del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, templanza" (Ga 5,22-23). "El Espíritu es nuestra
Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos más "obramos también según
el Espíritu" (Ga 5,25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos
restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la
adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de
participar en la gracia de Cristo, ser llamados hijos de la luz y de
tener parte en la gloria eterna. [San Basilio de Cesarea]
El Espíritu Santo y la Iglesia
737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia,
Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia
desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el
Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su
gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les
recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su
Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la
Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios,
para que den "mucho fruto" (Jn 15,5.8.16).
738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu
Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha
sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el
Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del
próximo artículo):
Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber,
el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios.
Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que
Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de
nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la
unidad a aquellos que son distintos entre sí... y hace que todos
aparezcan como una sola cosa en él. Y de la misma manera que el poder
de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que
ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la
misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e
indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual. [San Cirilo de
Alejandría]
739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza
del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos,
sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a
dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el
mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su
Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el
objeto de la Segunda parte del Catecismo).
740 Estas "maravillas de Dios", ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos
de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el
Espíritu (esto será el objeto de la Tercera parte del Catecismo) .
741 "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no
sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros
con gemidos inefables" (Rm 8,26). El Espíritu Santo, artífice de las obras
de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la Cuarta parte
del Catecismo).
RESUMEN
742 "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre" (Ga 4,6).
743 Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, cuando Dios
envía a su Hijo, envía siempre a su Espíritu: la misión de ambos es conjunta
e inseparable.
744 En la plenitud de los tiempos, el Espíritu Santo realiza en María todas
las preparaciones para la venida de Cristo al Pueblo de Dios. Mediante la
acción del Espíritu Santo en ella, el Padre da al mundo el Emmanuel, "Dios
con nosotros" (Mt 1,23).
745 El Hijo de Dios es consagrado Cristo [Mesías] mediante la Unción del
Espíritu Santo en su Encarnación.
746 Por su Muerte y su Resurrección, Jesús es constituido Señor y Cristo en
la gloria (Hch 2,36). De su plenitud, derrama el Espíritu Santo sobre los
apóstoles y la Iglesia.
747 El Espíritu Santo que Cristo, Cabeza, derrama sobre sus miembros,
construye, anima y santifica a la Iglesia. Ella es el sacramento de la
Comunión de la Santísima Trinidad con los hombres.
Aplicación: R. P. Royo Marín - El Espíritu Santo desconocido
La primera vez que San Pablo llegó a Atenas, entre los innumerables ídolos
de piedra que llenaban calles y plazas y que arrancaron al satírico
Petronio su famosa frase de "ser más fácil encontrarse en esta ciudad con
un dios que con un hombre", le llamó poderosamente la atención un altar con
la siguiente inscripción: "Al Dios desconocido", lo que le dio pie y ocasión
para su magnífico discurso en el Areópago: "Ese Dios, al que sin conocerle
veneráis, es el que vengo a anunciaros" (Act 17,23).
Más tarde, al llegar de nuevo el gran Apóstol a la ciudad de Éfeso, halló
algunos discípulos que habían aceptado ya la fe cristiana y les preguntó: "
¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe? " Ellos le contestaron:
" Ni siquiera hemos oído si existe el Espíritu Santo " (Act 19,1-2).
Aunque parezca increíble después de veinte siglos de cristianismo, si San
Pablo volviera a formular la misma pregunta a una gran muchedumbre de
cristianos, obtendría una respuesta muy parecida a la tan desconcertante que
le dieron aquellos primeros discípulos de Éfeso. En todo caso, aunque les
suene materialmente su nombre, es poquísimo lo que saben de El la inmensa
mayoría de los cristianos actuales.
Creemos oportuno, ante todo, exponer los principales motivos y las tristes
consecuencias de este lamentable olvido de la persona adorable del Espíritu
Santo.
a) Falta de manifestaciones
El primer motivo de la general ignorancia en torno a la tercera persona de
la Santísima Trinidad obedece, quizá, a sus propias manifestaciones muy poco
sensibles y, por lo mismo, muy poco perceptibles para la inmensa mayoría de
los hombres.
Se conoce bastante bien al Padre, se le adora y se le ama ¿Cómo podría ser
de otra manera? Sus obras son palpables y están siempre presentes a nuestros
ojos. La magnificencia de los cielos, las riquezas de la tierra, la
inmensidad de los océanos, el ímpetu de los torrentes, el rugir del trueno,
la armonía maravillosa que reina en todo el universo y otras mil cosas
admirables repiten continuamente, con soberana elocuencia y al alcance de
todos, la existencia, la sabiduría y el formidable poder de Dios Padre,
Creador y Conservador de todo cuanto existe.
Conocemos, adoramos y amamos inmensamente también al Hijo de Dios. Sus
predicadores no son menos numerosos ni elocuentes que los de su Padre
celestial. La historia tan conmovedora de su nacimiento, vida, pasión y
muerte; la cruz, los templos, las imágenes, el cotidiano sacrificio del
altar, sus numerosas fiestas litúrgicas recuerdan a todos continuamente los
diferentes misterios de su vida divina y humana; la eucaristía, sobre todo,
que perpetúa su presencia real, aunque invisible, en esta tierra, hace
converger hacia Él el culto de toda la Iglesia católica.
Pero con el Espíritu Santo ocurren muy diversamente las cosas. Aunque es
verdad que, como dice admirablemente San Basilio y como veremos ampliamente
a través de estas páginas, "todo cuanto las criaturas del cielo y de la
tierra poseen en el orden de la naturaleza y en el de la gracia, proviene de
Él del modo más íntimo y espiritual" la santificación que obra en nuestras
almas y la vida sobrenatural que difunde por todas partes escapan en
absoluto a la percepción de los sentidos. Nada más visible que la creación
del Padre y nada más oculto que la acción del Espíritu Santo.
Por otra parte, el Espíritu Santo no se ha encarnado como el Hijo, no ha
vivido ni conversado visiblemente con los hombres. Sólo tres veces se ha
manifestado bajo un signo sensible, pero siempre secundario y pasajero: en
forma de paloma sobre Jesús al ser bautizado en el río Jordán, de nube
resplandeciente en el monte Tabor y de lenguas de fuego en el cenáculo de
Jerusalén. A esto se reducen todas sus teofanías evangélicas, y ninguna
otra, al parecer, ha tenido lugar a todo lo largo de la historia de la
Iglesia; por lo que sabiamente prohibe la misma Iglesia representarlo bajo
cualquier otro símbolo. Los artistas no disponen aquí de variedad de
posibilidades representativas: sólo dos o tres símbolos, y éstos bien poco
humanos y nada divinos, son los únicos que pueden ofrecer a la piedad de los
fieles para conservar la memoria de su existencia y sus inmensos beneficios.
b) Falta de doctrina
Otro de los motivos del gran desconocimiento que del Espíritu Santo y de sus
operaciones sufren los fieles, y aun el mismo clero, depende de la escasez
de doctrina, debida, a su vez, a la escasez de buenas publicaciones antiguas
y modernas en torno a la misma divina persona:
" ¡Cuántas veces-escribe conforme a esto Monseñor Gaume -hemos oído
lamentarse a nuestros venerables hermanos en el sacerdocio de la penuria de
obras en torno al Espíritu Santo! Y, por desgracia, sus lamentaciones son
demasiado fundadas. De hecho, ¿cuál es el tratado del Espíritu Santo que se
haya escrito en muchos siglos?... E incluso las enseñanzas de la teología
clásica sobre este asunto suelen reducirse a algunos capítulos del tratado
de la Trinidad, del credo y de los sacramentos. Todos convienen en que estas
nociones son del todo insuficientes. Y en cuanto a los catecismos
diocesanos, que necesariamente son todavía más restringidos que los
manuales de teología elemental, casi todos se limitan a algunas
definiciones. No puede menos de convenirse, con vivo sentimiento, que
incluso en las primeras naciones católicas la enseñanza sobre el Espíritu
Santo deja muchísimo que desear. ¿Quién creería, por ejemplo, que entre
tantos sermones y panegíricos de Bossuet no se encuentra ni uno solo en
torno al Espíritu Santo, ni uno solo en Masillon y apenas uno en Bourdaloue?
Es verdad que el medio de llenar esta laguna tan lamentable sería el
recurso a los Padres de la Iglesia y a los grandes teólogos del Medioevo,
pero ¿quién tiene tiempo y posibilidad de hacerlo? De aquí proviene una
extrema dificultad para el sacerdote celoso, tanto para instruirse a sí
mismo como para enseñar a los otros."
Y de lo poco que en general saben los maestros se puede deducir lo que
sabrán los discípulos. Algunas breves y abstractas nociones, que dejan en la
memoria palabras más que ideas, constituyen la instrucción de la primera
infancia. Con ocasión del sacramento de la confirmación llegan a ser, es
verdad, un poco más extensas y completas; pero, por una parte, la edad
todavía demasiado tierna impide sacar el debido provecho y, por otra, se
continúa en el terreno de las abstracciones. Bajo la palabra del catequista,
el Espíritu Santo no toma cuerpo, no llega a ser persona, Dios mismo; y no
sabiendo qué decir de su íntima naturaleza, se, pasa a hablar de sus dones.
Pero incluso éstos, siendo como son puramente espirituales e internos, no
son accesibles a la imaginación ni a los sentidos. Grande es, pues, la
dificultad de explicarlos y mayor aún la de hacerlos comprender. En la
enseñanza ordinaria no se les muestra con claridad, ni en sí mismos, ni en
su aplicación a los actos de la vida, ni en su oposición a los siete pecados
capitales, ni en su necesaria concatenación para la vida sobrenatural del
hombre, ni como coronamiento del edificio de la salvación. Por eso enseña la
experiencia que, de todas las partes de la doctrina cristiana, la menos
comprendida y la menos apreciada es precisamente la que debería serlo más,
ya que-y esto lo sabe y comprende todo el mundo-conocer poco y mal la
tercera persona de la Santísima Trinidad es conocer poco y mal este primero
y principalisimo misterio de nuestra santa fe, sin el cual es imposible
salvarse.
e) Falta de devociones
Un tercero y grave motivo concurre con los precedentes a mantener el
lamentable estado de cosas que estamos denunciando: la escasez de
devociones, funciones y fiestas en torno al Espíritu Santo, mientras se van
multiplicando sin cesar sobre tantas otras cosas.
Ciertamente, todas las devociones aprobadas por la Iglesia son muy útiles y
santas, y hemos de admirar y alabar a la divina Providencia, que las ha ido
suscitando de acuerdo con las varias exigencias de la vida religiosa y
social. Algunas de ellas son del todo indispensables para el verdadero
cristiano, tales como a la pasión del Señor, al Santísimo Sacramento, a la
Virgen María, etc. Jesús mismo y su santa Madre se han complacido en
revelarnos la importancia y las ventajas de algunas de esas devociones
relativas a ellos mismos, tales como la del Sagrado Corazón y la del
santísimo rosario. Pero todo esto no debería disminuir o hacernos olvidar
una devoción tan importante y fundamental como la relativa al Espíritu
Santo. Esta es la que habría que fomentar intensamente sin disminuir
aquéllas.
La misma fiesta de Pentecostés, que en el rito litúrgico sólo tiene igual
con las solemnísimas de Pascua y de Navidad-lo que significa la importancia
extraordinaria que la santa Iglesia concede a la devoción a la tercera
persona de la Santísima Trinidad-, no se celebra ordinariamente con el
esplendor y entusiasmo que fuera de desear. Mientras en las otras dos
solemnidades del año litúrgico, Navidad y Pascua, se nota claramente una
adecuada correspondencia por parte de los fieles del mundo entero, la
solemnidad de Pentecostés pasa completamente inadvertida, como si se
tratase de una domínica cualquiera. Es un hecho indiscutible que se repite
año tras año.
De este modo va transcurriendo casi todo el año sin una conveniente
celebración del Espíritu Santo. Los cristianos reflexivos se maravillan y
afligen, con toda razón.
Lo peor de todo es que la gran mayoría de los fieles ni siquiera se da
cuenta de este inconveniente tan grande y no se acuerda que en el Dios que
adora existe una tercera persona que se llama Espíritu Santo. ¿Cómo podría
ser de otra manera, si casi nunca oyen hablar de este Dios, y al que no ven
comparecer jamás sobre nuestros altares? Podemos afirmarlo sin temeridad:
para una innumerable multitud de fieles, el Espíritu Santo es el Dios
desconocido del que San Pablo encontró el altar al entrar en Atenas.
Conviene, sin embargo, observar-para no dar motivo a exageraciones o
malentendidos que la fórmula paulina el Dios desconocido, tomada en su
sentido obvio, quiere decir, no ya que los paganos ignoren completamente la
existencia de Dios, sino que no tenían una idea justa de sus perfecciones y
obras, y, sobre todo, que no le rendían el culto que le era debido. Aplicada
al Espíritu Santo como hacemos nosotros, la fórmula Dios desconocido no
tiene nada de forzada. Conforme al concepto de San Pablo, quiere decir, no
ya que los cristianos de nuestro tiempo ignoren la existencia y la
divinidad del Espíritu Santo, sino que la mayor parte de ellos no tienen un
conocimiento suficientemente claro de sus obras, de sus dones, de sus
frutos, de su acción santificadora en la Iglesia y en las almas, y,
especialmente, no le rinden el culto divino al que tiene derecho no menos
que las otras dos personas de la Santísima Trinidad. En esto creemos que
todos estaremos de acuerdo.
Veamos ahora las tristes y perniciosas consecuencias que se derivan de
tamaña ignorancia.
Consecuencias funestas de este olvido
De todo cuanto acabamos de decir es evidente que el Espíritu Santo, en
cuanto Dios, no puede experimentar ningún dolor o tristeza. Infinitamente
feliz en sí mismo, no necesita para nada nuestro recuerdo o nuestros
homenajes. Pero si, por un imposible, fuese accesible al dolor, no podría
menos de experimentarlo muy intenso ante nuestro increíble desconocimiento
y olvido de su divina persona. Podría repetir las mismas palabras que el
salmista pone en boca del futuro Mesías abandonado de su pueblo predilecto:
"El oprobio me destroza el corazón y desfallezco; esperé que alguien se
compadeciese, y no hubo nadie; alguien que me consolase, y no lo hallé"
(Sal 69,21).
Este lamento está tanto más justificado si tenemos en cuenta el dolor-por
decirlo así-que el Espíritu Santo debe de experimentar al no poderse
expansionar, como quisiera ardientemente, sobre las almas y sobre el mundo
cristiano. Nada hay ni puede haber de más difusivo que este divino
Espíritu, que es personalmente el sumo bien; y, sin embargo, al tropezar
con la rebeldía de nuestra libertad olvidadiza e indiferente, se siente como
constreñido a replegarse y restringirse, a limitar su acción santificadora a
muy contadas almas que le son enteramente fieles, a dar como con mano avara
sus dones inefables, puesto que son muy pocos los que se los piden y menos
todavía los que son dignos de ellos. Más aún: con frecuencia ve a los que
son sus templos de carne y hueso-esos templos consagrados por El mismo con
el agua del bautismo y santificados y embellecidos después de tantos
modos-miserablemente profanados con los más sucios y repugnantes pecados, y
se ve arrojado vilmente de estos templos para dar lugar al espíritu de la
fornicación, del odio, de la venganza, de la soberbia y de todos los demás
pecados capitales.
Pero mucho más que el propio Espíritu Santo deberían dolerse los propios
cristianos al verse tan poco instruidos y dignos de un Dios tan grande.
Porque esto significa, ante todo, ignorar o despreciar la fuente misma de
la vida sobrenatural y divina.
La Iglesia, en su Símbolo fundamental, reconoce expresamente al Espíritu
Santo este estupendo atributo de conferir a las almas la vida sobrenatural:
Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida ("Dominum et
vivificantem"). La dependencia de la vida sobrenatural de la divina virtud
del Paráclito es un principio fundamental y eminentemente dinámico del
cristianismo. Este principio, o mejor, la orientación práctica que de él se
deriva, constituye el punto de partida de todo progreso espiritual, de la
ascensión progresiva desde la común y simple vida cristiana hasta las
formas más elevadas y sublimes de la santidad. Puede decirse que en esta
palabra vivificante, referida al Espíritu Santo, está encerrada como en su
germen toda la teología de la gracia. De donde resulta que, sin un adecuado
conocimiento y culto del divino Espíritu, el germen de la vida cristiana,
sobrenaturalmente infundido por Él en el bautismo, se encuentra como
paralizado o contrariado en su ulterior desenvolvimiento. El alma sufre,
vegeta, se debilita y muy difícilmente podrá llegar jamás a la virilidad
cristiana.
Los que no se preocupan-y son muchísimos, por desgracia-de conocer y adorar
al Espíritu Santo, oponen entre Él y su vida sobrenatural un obstáculo
insuperable. Este mundo de la gracia, este verdadero y único consorcio del
alma con Dios, con todos sus elementos divinos, con sus leyes maravillosas,
con sus sagrados deberes, con su incomparable magnificencia, con su
realidad eterna, con sus luchas, sus alegrías, sus alternativas y su fin;
este mundo superior para el cual ha sido creado el hombre y en el que debe
vivir, moverse y habitar, es como si no existiese para él. La noble
emulación que de todo ello debería derivarse espontáneamente se cambia en
fría indiferencia; la estima, en desprecio; el amor, en disgusto; el
entusiasmo, en tedio y aburrimiento. Creado para el cielo, no busca ni
aprecia más que lo terreno, su vida se concentra en el mundo sensible y se
convierte en puramente terrena y animal. No hay más que un medio para
volverla práctica y profundamente cristiana: conocer, invocar, amar, vivir
en unión íntima y entrañable con el Espíritu Santo, Señor y dador de vida:
Dominum et vivificantem.
(El gran Desconocido, Antonio Royo Marín, BAC, 1977, Pag 3-12)
Aplicación: Papa Francisco - El Espíritu Santo que lleva a la
Verdad, a Jesús
Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico con respecto a la
verdad. Benedicto XVI ha hablado muchas veces de relativismo, es decir, la
tendencia a creer que no hay nada definitivo, y a pensar que la verdad está
dada por el consenso general o por lo que nosotros queremos. Se plantean
estas preguntas: ¿existe realmente "la" verdad? ¿Qué es "la" verdad?
¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla?
Aquí me viene a la memoria la pregunta del procurador romano Poncio Pilato
cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión: "¿Qué es la
verdad?" (Jn 18,37.38). Pilato no entiende que "la" Verdad está frente a él,
no es capaz de ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de
Dios. Y sin embargo, Jesús es esto: la Verdad, la cual, en la plenitud del
tiempo, "se hizo carne" (Jn 1,1.14), que vino entre nosotros para que la
conociéramos. La verdad no te agarra como una cosa, la verdad se encuentra.
No es una posesión, es un encuentro con una Persona.
Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es "la" Palabra de la verdad, el
Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que "nadie puede decir:
"Jesús es el Señor", si no está impulsado por el Espíritu Santo" (1 Cor
12:03). Es sólo el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos
hace reconocer la verdad. Jesús lo define el "Paráclito", que significa "el
que viene en nuestra ayuda", el que está a nuestro lado para sostenernos en
este camino de conocimiento; y, en la Última Cena, Jesús asegura a sus
discípulos que el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas, recordándoles
sus palabras (cf. Jn 14,26).
¿Cuál es entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la
vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? En primer lugar, recuerda e
imprime en los corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y
precisamente a través de estas palabras, la ley de Dios -como lo habían
anunciado los profetas del Antiguo Testamento- se inscribe en nuestros
corazones y en nosotros se convierte en un principio de valoración de las
decisiones y de orientación de las acciones cotidianas, se convierte en un
principio de vida.
Se realiza la gran profecía de Ezequiel: "Los purificaré de todas sus
impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en
ustedes un espíritu nuevo… infundiré mi espíritu en ustedes y haré que siga
mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes". (36:25-27). De hecho,
de lo profundo de nosotros mismos nacen nuestras acciones: es el corazón el
que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros
nos abrimos a Él.
El Espíritu Santo, entonces, como promete Jesús, nos guía "en toda la
verdad" (Jn 16,13); nos lleva no sólo para encontrar a Jesús, la plenitud de
la Verdad, sino que nos guía "en" la Verdad, es decir, nos hace entrar en
una comunión siempre más profunda con Jesús, dándonos la inteligencia de las
cosas de Dios. Y ésta no la podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios
no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial.
La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la verdad actúa en
nuestros corazones, suscitando aquel "sentido de la fe" (sensus fidei), el
sentido de la fe a través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el
Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, indefectiblemente se adhiere a
la fe transmitida, la profundiza con un juicio recto y la aplica más
plenamente en la vida (cf. Constitución dogmática. lumen Gentium, 12).
Probemos a preguntarnos: ¿estoy abierto al Espíritu Santo, le pido para que
me ilumine, y me haga más sensible a las cosas de Dios?
Y ésta es una oración que tenemos que rezar todos los días: Espíritu Santo
que mi corazón esté abierto a la Palabra de Dios, que mi corazón esté
abierto al bien, que mi corazón esté abierto a la belleza de Dios, todo
todos los días. Pero me gustaría hacer una pregunta a todos ustedes:
¿Cuántos de ustedes rezan cada día al Espíritu Santo, eh? ¡Serán pocos, eh!
pocos, unos pocos, pero nosotros tenemos que cumplir este deseo de Jesús:
orar cada día al Espíritu Santo para que abra nuestros corazones a Jesús.
Pensemos en María que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón "
(Lc 2,19.51). La recepción de las palabras y las verdades de fe, para que se
conviertan en vida, se necesita que se realicen y crezcan bajo la acción del
Espíritu Santo. En este sentido, debemos aprender de María, reviviendo su
"sí", su total disponibilidad para recibir al Hijo de Dios en su vida, que
desde ese momento la transformó. A través del Espíritu Santo, el Padre y el
Hijo establecen su morada en nosotros: nosotros vivimos en Dios y para Dios.
¿Pero nuestra vida está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas
interpongo antes que Dios?
Queridos hermanos y hermanas, tenemos que dejarnos impregnar con la luz del
Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el
único Señor de nuestra vida. En este Año de la Fe preguntémonos si en
realidad hemos dado algunos pasos para conocer mejor a Cristo y las verdades
de la fe, con la lectura y la meditación de las Escrituras, en el estudio
del Catecismo, acercándonos con asiduidad a los Sacramentos.
Pero preguntémonos al mismo tiempo cuántos pasos estamos dando para que la
fe dirija toda nuestra existencia. No se es cristiano "según el momento",
sólo algunas veces, en algunas circunstancias, en algunas ocasiones; ¡no, no
se puede ser cristiano así! ¡Se es cristiano en todo momento! Totalmente.
La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y forma parte para
siempre y totalmente de nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más
frecuencia, para que nos guíe en el camino de los discípulos de Cristo.
Invoquémosle todos los días, hagamos esta propuesta: cada día invoquemos al
Espíritu Santo. ¿Lo harán? No oigo, eh, todos los días, eh! Y así el
Espíritu nos llevará más cerca de Jesucristo. Gracias.
(Audiencia general: Papa Francisco, 15-05-2013)
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Aplicación: Papa Francisco - Abrirse a la novedad del Espíritu Santo
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan
cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta
en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El
evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde
están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención
es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla
fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas»,
que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo
y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles,
no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su
corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que
desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a
hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse».
Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud
se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en
su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido:
«Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las
grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar
sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad,
armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más
seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos,
programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas,
seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo
seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil
abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime,
guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos
lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia
limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la
historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad - Dios
ofrece siempre novedad -, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del
que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra,
aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y
conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en
el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad
por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como
sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra
vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera
alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere
nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de
Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo?
¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos
presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la
capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda
la jornada.
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el
Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo
su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el
Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la
armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la
Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse
harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la
diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la
unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y
nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos,
provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir
la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la
uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el
Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto,
porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia.
Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un
especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la
eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para
cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y
me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos
aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad
eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en
ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 1,9). Así, pues,
preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando
todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la
Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de
barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla
avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su
fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce
en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia
gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos
impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la
bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con
Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en
Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega
hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El
Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se
prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a
sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos
escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro
Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu
Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del
mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y
nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de
Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros
mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a
la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al
Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de
nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se
dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento,
junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu
Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu
amor». Amén.
(Homilía del papa Francisco en la Jornada con los movimientos 19 de mayo de
2013)
Novaciano el primer antipapa
No tengan prisa
San Felipe Neri ve un globo
de fuego
Tu corazón un nido
Novaciano, el primer antipapa
El emperador romano Decio (249-251) quiso restablecer el culto pagano en
todos los ámbitos de su imperio. Para este fin ordenó que los cristianos
fuesen compelidos a la apostasía por los medios más crueles y sanguinarios.
Muchos cristianos huyeron al desierto, y allí vivían a la usanza de los
eremitas. Otros acudían a los obispos y pedían la Confirmación, a fin de que
el Espíritu Santo les infundiese valor para resistir las persecuciones que
se aproximaban. No faltaron, empero, los que, renegando de la Fe verdadera,
sacrificaban a los dioses falsos, sólo para salvar sus vidas, y aun más de
uno, sin ofrecer sacrificios a los ídolos, compró a gentes paganas para que
testimoniasen que así lo había hecho, y después de hecho tan vergonzoso
acudía a los sacerdotes y obispos para implorar perdón. El Papa Cornelio fue
muy benevolente con esta suerte de apóstatas que luego se arrepentían
sinceramente de su fingida apostasía. La clemencia del Papa enojó fuera de
medida a un sacerdote llamado Novaciano. Sostenía éste que, según las
palabras de San Pablo (Efesio, 5, 27), la Iglesia era una comunidad de
gentes puras (katharoi) y que, por lo tanto no debía admitir en su seno a
los que renegaron, para los apóstatas no cabía perdón. Con sus engañosas
predicaciones ganó muchos secuaces y fue consagrado Obispo por otros tres
obispos de la misma talla. En el año 251 se erigió en antipapa, entablando
entonces una encarnizada lucha con la Iglesia Católica y sus ministros. No
será de extrañar que muchos pregunten, al conocer este suceso: ¿Cómo
explicarse que un sacerdote, en tan duro trance y tanta aflicción como se
hallaba la Iglesia por aquel entonces, se revolviera, no en su defensa,
antes en su enemigo y difamador? Los Padres de la Iglesia, que comentaron el
hecho, nos aclaran el enigma cuando nos dicen que Novaciano sentía muy poco
respeto por el Sacramento de Confirmación, hasta el punto que nunca quiso
recibirle ni administrarlo. Huelga decir que como rehusó la Gracia del
Espíritu Santo, el Espíritu Santo se apartó de él. Semejante historia debe
movernos a no rehuir el Sacramento de la Confirmación.
(Spirago, Catecismo en ejemplos, t. IV, Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona,
1940, pp. 70-71)
No tengan prisa
No tengan prisa para salir al mundo a la conquista de las almas. Fórmense
antes, imitando a Cristo que estuvo tantos años oculto.
Una planta, una legumbre no produce semilla cuando chica, sino cuando ya es
grande y perfecta; entonces la produce para multiplicarse en otras.
Los pichones de las aves, si quieren volar antes de que le crezcan las alas,
en lugar de ir hacia arriba, van hacia abajo.
Así ustedes, mis hermanos, si salís al mundo antes de tiempo, encontrarán
todos los peligros del mundo, pero no llevarán las almas a Dios
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 80)
San Felipe Neri ve un globo
de fuego
"Llegado ya Felipe a la edad de veintinueve años y habiendo perseverado,
como hemos visto, en una vida celestial más bien que terrena, todo su anhelo
consistía en avanzar más y más en la perfección y gracia de su Dios.
Aproximábase, pues, la pascua de Pentecostés, y con humildes y vehementes
ruegos suplicó al divino Espíritu (de quien era tan devoto que, siempre que
se lo permitía la rúbrica, decía en la misa a honra suya la oración: deus,
cui omne cor patet, etc.) que se dignase concederle sus dones; cuando he
aquí que vió un globo de brillante fuego, el cual, llegando a sus labios,
fue a depositarse en su pecho, como morada y templo del Espíritu Santo. Cuál
fuese el ardor que sintió entonces su corazón y cuál el amoroso incendio que
dichosamente abrasó su alma, sólo él podría decirlo; lo cierto es que,
apenas henchido de aquel ígneo y celestial globo, se vió en la necesidad de
arrojarse al suelo y, desabrochándose los vestidos, buscar algún lenitivo a
su dulce ardor; pero en vano, pues que mal puede el aura exterior y terrenal
templar los interiores y celestiales fuegos. Desmayábase, por tanto, en
aquel incendio, y, no pudiendo sufrirle, paréceme que diría quejándose
dulcemente con Jeremías: factus est in corde meo quasi ignis exaestuans
claususque in ossibus meis, et defeci ferre non sustinens; pero al fin,
dándole alguna tregua, se sintió sorprendido al cabo de algún tiempo de una
súbita alegría, y, conociendo que el santo amor le había dirigido aquel
golpe, llevó su mano al costado izquierdo para cerciorarse acaso de si
estaba herido. Mas como las heridas de amor, aunque penetran hasta el
corazón, no dejan llaga ni cicatriz, en vez de herida notó un gran tumor en
aquella parte del pecho que cubre el corazón...
La causa de este tumor no se conoció hasta que murió el Santo, pues
abriéndole entonces, pudieron ver los médicos rotas y enteramente encorvadas
dos costillas, que en los cincuenta años que estuvieron en tal estado jamás
se juntaron, y lo que es aún más maravilloso, que ni cuando se le rompieron
ni después le causaron dolor alguno, antes bien fue disposición divina;
porque, como afirmaron Andrés Cesalpino, Angel Vittori y otros médicos
experimentados, hubiera sido muy dañoso para el Santo que el corazón no
hubiese tenido lugar suficiente para palpitar con la violencia que lo hacía
desde que recibió este favor divino y aspirar con más facilidad el aire que
necesitaba para templar su ardor. Y esto es tan cierto, que no solo se le
abrasaba el pecho, sino todo el cuerpo, de tal modo que ni las manos ni aún
sus fauces, siempre secas y como abrasadas, perdían algo de su ardor ni por
la edad avanzada, ni por el vigor de las estaciones, ni por la flaqueza
causada por la penitencia. De aquí es que aún en la vejez se veía obligado
en la mitad del invierno a desnudarse el pecho, abrir la puerta y la ventana
de su cuarto, quitar la ropa de su cama, y, en mejores términos, a procurar
respirar un aire más fresco. Esta fue la razón de que, habiendo mandado el
Sumo Pontífice Gregorio XIII que los confesores asistiesen con roquete al
tribunal de la penitencia, Felipe se le presentase, no sé para qué negocio,
con todo el vestido desabrochado; de lo que admirándose el Papa, le preguntó
el motivo, y el santo anciano le contestó con la sumisión y gracia que
acostumbraba: "yo no puedo tener abotonada ni aún la almilla, y Vuestra
Santidad quiere que tenga además el roquete". Pero como aquel incendio en un
viejo era superior a las leyes de la naturaleza, siendo la vejez el horrible
invierno del pequeño mundo del hombre, el Papa le exceptuó de la orden
promulgada, diciéndole: "no queremos hacer extensiva a vos nuestra orden;
id, pues, como queráis".
(Tomado del libro "Verbum Vitae", BAC, 1954, tomo V, Pág. 133-135)
Tu corazón un nido
Anoche soñé que estaba en el campo, jugando con mis primos a elevar
volantines y a trepar por todos lados. Agotados de tanto correr y brincar,
nos tendimos sobre el pasto verde y nos pusimos a observar los pájaros que
volaban sobre nuestras cabezas. De repente sentí que mi corazón que latía
muy rápido se transformaba en un nido, en un nido tibio, suave y mullido.
"Mi corazón se quedó quieto, muy quieto", exclamaba yo sorprendido. "Mi
corazón se quedó quieto, paró de latir y se convirtió en un nido; tiene
forma de nido, tiene color de nido, tiene tamaño de nido y está esperando a
que un pajarito venga a vivir en él".
¿Era yo un árbol acaso? ¿Era yo un niño? ¿Por qué en vez de corazón tenía yo
un nido? En ese momento me asusté mucho porque yo quería seguir siendo niño
no árbol. Estaba a punto de llorar cuando de repente sentí que a mi nido
llegaba una palomita blanca, blanca como la nieve y muy linda.
¿De dónde vienes tú? Le pregunté todavía un poco asustado. Y curiosamente la
paloma me respondió con una voz muy suave y amable: Vengo del cielo a vivir
contigo, siempre que tú me invites a quedarme en tu corazón.
Y yo, muy afligido y confundido le contesté: Es que ahora en vez de corazón
tengo un nido. Pareció que no le importaba mucho lo que le dije y continué.
En realidad, pensándolo bien para ti que eres un pájaro resulta mejor un
nido que un corazón verdad? "La verdad es que para mí resulta bien un
corazón o un nido. La cosa es que aceptes que yo me instale a vivir
contigo", me contestó la paloma.
Por supuesto que me gustaría que te quedaras conmigo para siempre, serías mi
amiga y mi compañera, irías conmigo a todas partes, podríamos conversar en
cualquier momento. Como vienes del cielo me aconsejarías cómo hacer las
cosas bien y yo me podría convertir en un niño alegre, servicial, cariñoso,
obediente, solidario y amable. Mis papás y mis profes estarían contentos
conmigo y yo más contento con ellos.
A todo esto no te he dicho mi nombre. Me llamo Felipe y ¿tú tienes nombre?,
le pregunté curioso. "Yo soy el Espíritu Santo, enviado por el Padre y tu
amigo Jesús, para que viviendo conmigo no te olvides jamás de ellos".
En ese mismo momento desperté bruscamente y recordé la clase de ese día en
que la tía nos había hablado de Pentecostés. No lo puedo explicar, pero
luego de despertar sentí una alegría inmensa y una paz increíble en mi
corazón. Me sentía un niño bueno, bueno y feliz.
Será que el Espíritu Santo nos transforma por dentro y nos hacer ser buenas
personas?
(Eliana Araneda de Palet
(Cortesía: iveargentina.org et alii)