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Domingo 18 Tiempo Ordinario B - Comentarios de Sabios y Santos II: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios

 

Recursoso adicionales para la preparación

 

A su disposición

Directorio Homilético

Exégesis: P. José A. Marcone, I.V.E. - El Discurso del Pan de Vida

Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - La eucaristía como sacrificio

Aplicación: San Juan Pablo II - El alimento de vida eterna

Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo Décimo Octavo del Tiempo Ordinario - Año B Jn. 6:24-35

 

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo

 

Directorio Homilético

Del Apéndice I: La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica

Decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario

CEC 1333-1336: los signos eucarísticos del pan y del vino

CEC 1691-1696: la vida en Cristo



Los signos eucarísticos del pan y del vino

1333 En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de él, hasta su retorno glorioso, lo que él hizo la víspera de su pasión: "Tomó pan...", "tomó el cáliz lleno de vino...". Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto "del trabajo del hombre", pero antes, "fruto de la tierra" y "de la vid", dones del Creador. La Iglesia ve en en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que "ofreció pan y vino" (Gn 14,18) una prefiguración de su propia ofrenda (cf MR, Canon Romano 95).

1334 En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Exodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El "cáliz de bendición" (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz.

1335 Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo.

1336 El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: "Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?" (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6,67): esta pregunta del Señor, resuena a través de las edades, invitación de su amor a descubrir que sólo él tiene "palabras de vida eterna" (Jn 6,68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a él mismo.


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Tercera parte: La vida en Cristo

1691 "Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios" (S. León Magno, serm. 21, 2-3).

1692 El Símbolo de la fe profesa la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación, y más aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por "los sacramentos que les han hecho renacer", los cristianos han llegado a ser "hijos de Dios" (Jn 1,12; 1 Jn 3,1), "partícipes de la naturaleza divina" (2 P 1,4). Reconociendo en la fe su nueva dignidad, los cristianos son llamados a llevar en adelante una "vida digna del Evangelio de Cristo" (Flp 1,27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello.

1693 Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre (cf Jn 8,29). Vivió siempre en perfecta comunión con él. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre "que ve en lo secreto" (cf Mt 6,6) para ser "perfectos como el Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

1694 Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rom 6,5), los cristianos están "muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser "imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor" (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con "los sentimientos que tuvo Cristo" (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,12-16).

1695 "Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11), "santificados y llamados a ser santos" (1 Co 1,2), los cristianos se convierten en "el templo del Espíritu Santo" (cf 1 Co 6,19). Este "Espíritu del Hijo" les enseña a orar al Padre (cf Gál 4,6) y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar (cf Gal 5,25) para dar "los frutos del Espíritu" (Gal 5,22) por la caridad operante. Curando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente por una transformación espiritual (cf Ef 4,23), nos ilumina y nos fortalece para vivir como "hijos de la luz" (Ef 5,8), "por la bondad, la justicia y la verdad" en todo (Ef 5,9).

1696 El camino de Cristo "lleva a la vida", un camino contrario "lleva a la perdición" (Mt 7,13; cf Dt 30,15-20). La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. "Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia" (Didajé, 1,1).



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Exégesis: P. José A. Marcone, I.V.E. - El Discurso del Pan de Vida

Sería muy provechoso para el lector leer este artículo con el Nuevo Testamento en las manos, abierto en los textos que vamos comentando. El Discurso del Pan de Vida está estructurado como en tres momentos. El primer momento está constituido por el milagro de la multiplicación de los panes (6,5-15). El segundo momento es el trozo que va de 6,22 a 6,51; la afirmación fundamental de este trozo es que Jesús es el verdadero pan de vida en el cual hay que creer para alcanzar la vida eterna. El tercer momento es el trozo que va de 6,51 a 6,59, donde se aclara que ese pan que va a dar Jesús es su carne.

Jesús le da de comer a un multitud multiplicando los panes. Lo hace como un acto de misericordia para el que tiene hambre, pero más que eso el milagro es un signo. El hecho que Jesús pueda dar el pan y saciar en sentido terreno debe demostrar que Él en persona es el pan de la vida y puede dar la vida eterna, imperecedera. Precisamente de esto último es de lo que Jesús tratará de convencer a la gente que lo escucha y que se consigna en los versículos 22 al 51. Todos estos versículos se resumen en la frase: “Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá más hambre y el que cree en mí no tendrá más sed” (6,35).

Lo que significa el pan material para la vida temporal y terrena del hombre lo es Jesús para la vida eterna y celestial del hombre. Para que el pan me mantenga en vida debo comerlo. Para que Jesús me dé la vida, debo creer en Él, debo tener fe en Él. Jesús se esfuerza por hacernos entender que la fe en Él es mucho más beneficiosa que la abundancia de pan material (tanto cuanto es más beneficiosa la vida eterna que la vida temporal) y se esfuerza por despertar nuestro interés por el don esencial de la comunión con Él.

En el tercer momento del discurso Jesús explica más a fondo qué significa ser el pan de la vida. Jesús es ‘el pan de la vida’ no sólo porque es el Hijo de Dios y es objeto de fe (primera parte del discurso, 6,22-51), sino también porque ha entregado su vida en la cruz por nosotros y porque nos da su cuerpo y su sangre como comida y bebida (al igual que el pan es entregado para ser partido, repartido y comido).


El versículo clave es 6,51. En la primera parte de este versículo se dice: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre”. Y en la segunda parte: “Y el pan que yo les voy a dar, es mi carne por la vida del mundo”. El discurso hasta aquí se refería en general al hecho que Jesús es el pan de la vida; pero ahora Él dice que este pan es su carne, o sea Jesús mismo en la plenitud de la propia existencia humana. Se trata además de carne dada lo cual implica una entrega, un sacrificio, el sacrificio de su cuerpo. Además implica que se trata de un regalo gratuito.

A partir de aquí Jesús dirá con gran claridad: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (6,53-55). Junto con la carne, de aquí en más vendrá siempre indicada la sangre. Distinguiendo sangre y carne, Jesús hace referencia a la propia muerte violenta: sobre la cruz Él derramó su sangre. Esto implica que también en este discurso se afirma que la Eucaristía es en primer lugar sacrificio de Cristo.

Su humanidad entregada es vida (6,51), es decir, es salvación (Jn.3,17), porque Él es el salvador del mundo, como ya lo había dicho San Juan en 4,42.

‘Comer el pan’, entonces, a partir del versículo 51, ya no significa sólo ‘tener fe’ en Jesús. Ahora ‘comer el pan’ quiere decir literalmente ‘comer su cuerpo y beber su sangre’. No basta ahora con tener fe en el Hijo de Dios hecho hombre, sino que es necesario confesar nuestra fe en Él comiendo su carne y bebiendo su sangre, y confesar que Él está presente en ellos y que sólo a través de Él, que fue sacrificado por nosotros tenemos vida eterna. Con estos múltiples aspectos se explican el significado profundo de la pasión y muerte de Cristo, destinada a perdurar a través de los tiempos “hasta la consumación de los siglos” (Mt.28,20)

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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - La eucaristía como sacrificio


Hemos advertido con cuánta fuerza increpa el Señor a aquellos judíos que lo seguían y buscaban, no por razón de sus milagros, sino porque había saciado su hambre, según escuchamos en el evangelio del domingo anterior, el evangelio de la multiplicación de los panes. Es que el Hijo de Dios no se hizo carne para solucionar los problemas sociales o económicos sino para comunicar la vida divina. "Trabajad —les dijo a esos judíos—, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la vida eterna, el que os dará al Hijo del hombre". Ni está la Iglesia para dar recetas en el campo económico-social sino principalmente para comunicar el doble pan de la doctrina y de la Eucaristía. Lo demás, en un segundo lugar, casi por añadidura.

"Yo haré caer pan para vosotros desde lo alto del cielo", había profetizado el Señor a Moisés, como lo oímos en la primera de las lecturas. Y fue el mismo Jesús quien se encargó de decirnos que El era ese Pan venido de lo alto: "Os aseguro que no es Moisés el que os dio el pan del ciclo: mi Padre os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo". Jesús se declara, pues, "pan del cielo", pan que viene de lo alto, infinitamente superior al pan material con que se alimentó el pueblo elegido durante su travesía por el desierto.

¡Cuán notable la expresión de Jesús: El es el Pan de Dios que desciende del cielo y da vida al mundo! El maná del Antiguo Testamento no daba la vida; todos los que de él se alimentaban, tarde o temprano sucumbían. En cambio, el Pan que es Cristo, da la vida indeficiente. El pan corporal era pan de muerte, porque sólo se ordenaba a restaurar temporalmente las fuerzas, sin evitar con ello la muerte ulterior. Por el contrario, el pan espiritual vivifica, porque destruye la muerte. Por eso es el Pan verdadero, del cual el maná era tan sólo figura. Para ello el Hijo de Dios se había hecho carne, para dar "el pan de vida". El mismo nos lo dijo: "Vine para que tuvieran vida, y la tuviesen en abundancia". La carne de Cristo, que se nos ofrece en la Eucaristía, está unida al Verbo de Dios, y por eso es capaz de comunicar la vida, la vida divina.

Cristo se nos muestra, así, como el pan que da vida al mundo. Y si ahora el Señor comunica vida es porque antes dio su vida en sacrificio. Su ofrenda llevada hasta la muerte es la causa de nuestra vivificación. La Eucaristía prolonga el aspecto sacrificial de nuestra salvación: es el sacrificio de Cristo renovado sobre nuestros altares. Pero ¿acaso Cristo no ofreció su sacrificio -una sola vez y para siempre? Ciertamente, pero al celebrarlo en la misa, hacemos conmemoración de su muerte, de esa muerte que fue una y no muchas. No hacemos otro sacrificio sino que siempre ofrecemos el mismo, es decir, hacemos conmemoración del sacrificio. La Eucaristía es, pues, el sacramento del sacrificio de la Cruz. La obra del Señor realizada "de una vez para siempre" se hace efectiva en cada "ahora" de la Misa. - Cristo nos dejó su testamento, su herencia, en su sangre. Los sacrificios, aunque numerosos, no eclipsan el sacrificio de la cruz sino que lo expresan: son la aplicación de la herencia. Sólo es distinta la manera de ofrecerse el sacrificio: en la cruz con derramamiento de sangre, en la Eucaristía de modo incruento.

El Señor dijo: "El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo". Es la cruz, donde Cristo dio su carne para la vida del mundo, lo que permite que se haga comible, digerible. En su Pasión, Cristo se dejó triturar por los golpes, por los azotes, por el odio, por la lanza, para hacerse el pan de nuestra Eucaristía. Como el trigo debe ser molido antes de volverse pan.

Pues bien, amados hermanos, cuantas veces se celebra el sacrificio de la misa se renueva en nuestro favor la obra de la redención. En la Eucaristía, la Iglesia se sacrifica con Cristo, se une a su sacrificio, y de ese modo hace posible para nosotros el contacto con su Pasión. O mejor, Cristo sigue ofreciendo su sacrificio, mas por mediación de la Iglesia. Porque en la misa, Cristo no renueva su sacrificio de la cruz directamente, mediante las acciones de su cuerpo físico, sino mediante las acciones de su cuerpo místico. La Iglesia es su instrumento, su boca, su mano ofertorial. Por eso en la misa el celebrante pide a Dios Padre que acepte la ofrenda, y que la considere no sólo como el sacrificio personal de su Hijo sino también como el sacrificio del Esposo al que da su consentimiento la Esposa, que es la Iglesia. Así como no hay Eucaristía sin cruz, tampoco hay Eucaristía sin Iglesia. El "plus- que la misa agrega a la cruz es la participación de la Iglesia.

Todo el juego que se realiza entre Cristo y la Iglesia se puede resumir en dos palabras claves de la plegaria eucarística, que se pronuncian inmediatamente después de la consagración: haciendo memoria te ofrecemos (mémores-offérimus). En memoria del sacrificio de Cristo, ofrecemos nuestro sacrificio. Haciendo memoria de todo el misterio de Cristo: su pasión, su muerte, su resurrección y su ascensión, ofrecemos nuestro sacrificio, que es el mismo de Cristo, pero que pasa por nuestras manos, y al que se acopla nuestra cuota de sufrimiento o, al decir del Apóstol, "lo que falta a la Pasión de Cristo".

Profundas y difíciles de entender, queridos hermanos, estas enseñanzas de la teología eucarística. Pero, al mismo tiempo, fuentes de vida interior. Pensar que cada vez que acudimos a misa es como si nos acercásemos, por la fe, al pie del monte Calvario, para contemplar al Cristo que muere por nosotros, para elevar nuestras manos como patenas que ofrecen ese sacrificio divino, que se ha hecho también propio nuestro, para abrir nuestros labios y beber la sangre que brota a raudales de su costado herido. ¿Qué mejor ejemplo de participación en el sacrificio que el que nos ofreció nuestra Madre, la Virgen María, junto a la cruz de Jesús? Ella, de pie, y en el silencio de tres horas interminables, aceptó el misterio, se dejó crucificar espiritualmente con su Hijo, con El se inmoló. Los clavos que atravesaron las manos y los pies de Cristo, hirieron también místicamente a la Madre, la lanza que perforó el pecho del Señor, se hundió también en su corazón inmaculado. Por eso fue llamada "corredentora", porque de tal modo se adhirió al acto redentor de su Hijo que mereció cooperar de manera eminente en la obra de nuestra salvación.

No nos contentemos, pues, con asistir pasivamente a la misa. Inmolémonos interiormente. Como nos lo recomienda San Pablo en la epístola de hoy, renunciemos siempre de nuevo a la vida que llevamos, despojándonos del hombre viejo, para renovarnos en lo más íntimo del espíritu y revestimos del hombre nuevo. Esa será nuestra mejor participación en la misa: morir una vez más con Cristo, mortificar nuestras pasiones desordenadas —mortificar quiere decir: dar muerte—, renunciar a nuestros egoísmos y pecados, de tal modo que nos dejemos invadir por Aquel que bajó del ciclo para dar vida al mundo.

Prosigamos el Santo Sacrificio de la Misa. Ofrezcámonos con Cristo, sacrifiquémonos con El y en El, renunciemos a las ataduras, a la decrepitud de nuestros pecados, y vivamos la santa novedad de la gracia eucarística. Pongamos nuestra confianza en Aquel que hoy nos ha dicho: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 221-224)



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Aplicación: San Juan Pablo II - El alimento de vida eterna

Queridísimos:
Estamos aquí reunidos en torno al altar del Señor, el único que puede iluminarnos sobre el misterio de nuestra vida, drama de amor y de salvación, y el único que puede darnos la fuerza para no caer, o para levantarnos de nuevo; y, sobre todo, para vivir de manera conforme a las exigencias y a los ideales del cristianismo.

Este es precisamente, según me parece, el tema central de la liturgia de este domingo, en la que Jesús, pan de vida, se nos presenta como único y verdadero significado de la existencia humana.

1. En nuestro tiempo, por desgracia, el racionalismo científico y la estructura de la sociedad industrial, caracterizada por la ley férrea de la producción y del consumo, han creado una mentalidad cerrada dentro de un horizonte de valores temporales y terrenos, que quitan a la vida del hombre todo significado trascendente.

El ateísmo teórico y práctico que serpea ampliamente; la aceptación de una moral evolucionista desvinculada totalmente do los principios sólidos y universales de la ley moral natural y revelada, pero vinculada a las costumbres siempre variables de la historia; la insistente exaltación del hombre como autor autónomo del propio destino y, en el extremo opuesto, su deprimente humillación al rango de pasión inútil, de error cósmico, de peregrino absurdo de la nada en un universo desconocido y engañoso, han hecho perder a muchos el significado de la vida y han empujado a los más débiles y a los más sensibles hacia evasiones funestas y trágicas.

El hombre tiene necesidad extrema de saber si merece la pena nacer, vivir, luchar, sufrir y morir, si tiene valor comprometerse por algún ideal superior a los intereses materiales y contingentes, si, en una palabra, hay un "porqué" que justifique su existencia.

Esta es, pues, la cuestión esencial: dar un sentido al hombre, a sus opciones, a su vida, a su historia.

2. Jesús tiene la respuesta a estos interrogantes nuestros; El puede resolver la "cuestión del sentido" de la vida y de la historia del hombre. Aquí está la lección fundamental de la liturgia de hoy. A la muchedumbre que le ha seguido, desgraciadamente sólo por motivos de interés material, al haber sido saciada gratuitamente con la multiplicación milagrosa de los panes y de los peces, Jesús dice con seriedad y autoridad: "Procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da" (Jn 6, 27).

Dios se ha encarnado para iluminar, más aún, para ser el significado de la vida del hombre. Es necesario creer esto con profunda y gozosa convicción; es necesario vivirlo con constancia y coherencia; es necesario anunciar y testimoniar esto, a pesar de las tribulaciones de los tiempos y de las ideologías adversas, casi siempre tan insinuantes y perturbadoras.

Y, ¿de qué modo es Jesús el significado de la existencia del hombre? El mismo lo explica con claridad consoladora: "Mi Padre os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo... Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, ya no tendrá más hambre y el que cree en mí, jamás tendrá sed" (Jn 6, 32-35). Jesús habla simbólicamente, evocando el gran milagro del maná dado por Dios al pueblo judío en la travesía del desierto. Es claro que Jesús no elimina la preocupación normal y la búsqueda del alimento cotidiano y de todo lo que puede hacer que la vida humana progrese más, se desarrolle más y sea más satisfactoria. Pero la vida pasa indefectiblemente. Jesús hace presente que el verdadero significado de nuestro existir terreno está en la eternidad, y que toda la historia humana con sus dramas y alegrías debe ser contemplada en perspectiva eterna.

También nosotros, como el pueblo de Israel, vivimos sobre la tierra la experiencia del Éxodo; la "tierra prometida" es el cielo. Dios, que no abandonó a su pueblo en el desierto, tampoco abandona al hombre en su peregrinación terrena. Le ha dado un "pan" capaz de sustentarlo a lo largo del camino: el "pan" es Cristo. El es ante todo la comida del alma con la verdad revelada y después con su misma Persona presente en el sacramento de la Eucaristía.

¡El hombre tiene necesidad de la trascendencia! ¡El hombre tiene necesidad de la presencia de Dios en su historia cotidiana! ¡Sólo así puede encontrar el sentido de la vida! Pues bien, Jesús continúa diciendo a todos: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6); "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida" (Jn 8, 12); "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11, 28).

3. La reflexión ahora recae sobre cada uno de nosotros. En efecto, depende de nosotros captar el significado que Cristo ha venido a ofrecer a la existencia humana y "encarnarlo" en nuestra vida. Depende del interés de todos "encarnar" este significado en la historia humana. ¡Gran responsabilidad y sublime dignidad! Es necesario, para este fin, un testimonio coherente y valiente de la propia fe. San Pablo, escribiendo a los Efesios, traza, en este sentido, un programa concreto de vida:

— es necesario, ante todo, abandonar la Mentalidad mundana y pagana: "Os digo, pues, y testifico en el Señor que no os portéis como se conducen los gentiles, en la unidad de su mente";

— después, es necesario cambiar la mentalidad mundana y terrestre en la mentalidad de Cristo; "Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por las concupiscencias seductoras";

— finalmente, es necesario aceptar todo el mensaje de Cristo, sin reducciones de comodidad, y vivir según su ejemplo: 'Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas" (Ef 4, 17. 20-24).

Queridísimos, como veis, se trata de un programa muy comprometido, bajo ciertos aspectos podría decirse, desde luego, heroico; sin embargo, debemos presentarlo a nosotros y a los demás en su integridad, contando con la acción de la gracia, que puede dar a cada uno la generosidad de aceptar la responsabilidad de las propias acciones en perspectiva eterna y para el bien de la sociedad.

Id, pues, adelante con confianza y con interés generoso, buscando cada día nuevo impulso y alegría en la devoción a Jesús Eucarístico y en la confianza en María Santísima.

Me complace concluir citándoos un pensamiento de mi venerado predecesor Pablo VI de quien mañana celebramos el primer aniversario de su piadoso tránsito: "Ante el arreciar de intereses contrastantes, dañosos para el auténtico bien del hombre, hay que proclamar de nuevo bien alto las formidables palabras del Evangelio que son las únicas que han dado luz y paz a los hombres en análogas convulsiones de la historia" (Discurso a los cardenales, 21 de junio de 1976; cf. Pablo VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 292).

Así, pues, queridísimos hijos, con la luz y con la paz que nos vienen de estas palabras eternas, nosotros continuemos serenamente nuestro camino.
(Castelgandolfo, domingo 29 de julio de 1979)



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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo Décimo Octavo del Tiempo Ordinario - Año B Jn. 6:24-35


1.- El Evangelio de hoy sugiere varias ideas.

2.- Cristo echa en cara a la gente que le siguen buscando bienes materiales. Es mucho más importante preocuparse de los sobrenaturales.

3.- Esto se aplica a nosotros. Buscamos a Dios para pedirle bienes materiales. Nos olvidamos fácilmente de hacer actos de AMOR A DIOS, de ADORACIÓN, etc.

4.- Cristo nos dice que lo más importante de la vida es creer en Él. Esto lo aprovechan los protestantes para decir que lo importante es la fe, que las buenas obras no interesan.

5.- Esta afirmación es desconocer multitud de pasajes evangélicos donde se nos dice que para ir al reino de los cielos es necesario guardar los mandamientos, que la fe sola no basta, que son también necesarias las buenas obras.

6.- Es evidente que lo más importante es la fe, pues las buenas obras sin fe están muertas.

7.- Pero también es evidente que con las buenas obras manifestamos nuestra fe. Ya dice el refrán que «obras son amores y no buenas razones».

8.- Cumpliendo los mandamientos y haciendo buenas obras demostramos nuestro AMOR A DIOS y nuestro deseo de cumplir su voluntad.


(Cortesía: NBCD e iveargentina.org)


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