Domingo 5 del Tiempo Ordinario C - Comentarios de Sabios y Santos I: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios prclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Los primeros discípulos - (Lc 5, 1-11)
Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - La primera pesca milagrosa
(Lc 5, 1-11)
Comentario Teológico: P. Raniero Cantalamessa OFMCap - Pescadores de hombres
Santos Padres: San Jerónimo - “Dejando al instante las redes…”
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El seguimiento de Cristo
Aplicación: Joseph Ratzinger - Reflejos de la imagen sacerdotal en los
relatos de vocaciones de Lc. 5, 1-11 y Jn 1, 35–42
Aplicación: R.P. Carlos M. Buela, I.V.E. - Mar adentro ¡Duc in altum!
Aplicación: San Alberto Hurtado - ¿Sabes lo que es el sacerdocio?
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Navega mar adentro
Ejemplos Predicables
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - Los primeros discípulos - (Lc 5, 1-11)
1 Sucedió, pues, que mientras él estaba de pie junto al lago de Genesaret,
el pueblo se fue agolpando en torno a él, para oír la palabra de Dios. 2 En
esto vio dos barcas atracadas a la orilla del lago; pues los pescadores
habían salido de ellas y estaban lavando las redes. 3 Subió a una de estas
barcas, que era de Simón, y le rogó que la apartara un poco de la orilla; se
sentó y enseñaba a las multitudes desde la barca.
Es por la mañana, junto al lago de Genesaret. Jesús está de pie en la orilla
y anuncia la palabra de Dios. El pueblo se agolpa en su derredor, lo asedia.
Entonces sube a una barca de las que estaban atracadas allí, se sienta en la
barca como maestro y enseña a las masas del pueblo que escuchaban desde la
orilla. La palabra de Dios atrae a los hombres, y los atrae en grandes
masas.
La barca a que sube Jesús era de Simón. Jesús lo había conocido ya, había
estado en su casa, había curado a su suegra y había sido su huésped. Ahora
aprovecha sus servicios, para sí y para el pueblo. También Simón conoce a
Jesús, su poder de curar y el poder de su palabra. El que se adhiera a Jesús
tan pronto como se siente llamado por él, es algo que ha sido bien preparado
y resulta comprensible. La palabra poderosa de Dios se posesiona del hombre
humanamente.
4 Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Navega mar adentro y echad
vuestras redes para pescar. 5 Y respondió Simón: Maestro, toda la noche
hemos estado bregando, pero no hemos pescado nada; sin embargo, en virtud de
tu palabra, echaré las redes. 6 Lo hicieron así, y recogieron tan grande
cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. 7 Entonces
hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca para que
vinieran a ayudarlos; acudieron y llenaron tanto las dos harcas, que casi se
hundían.
Jesús dirige una palabra imperiosa a Simón. La orden lo destaca de las
muchedumbres del pueblo incluso de los que están con él en la barca. Le da
la preferencia y lo distingue entre todos. Las largas redes (de 400 a 500
metros) formadas por un sistema de tres redes, han de arrojarse al lago,
allí donde hay profundidad. Para ello hacen falta por lo menos cuatro
hombres. La orden representa una prueba para la fe de Pedro. Según cálculos
humanos basados en una larga experiencia de los pescadores, es inútil echar
ahora las redes. (Si no se ha capturado nada durante la noche, que es el
tiempo de la pesca, ahora -por la mañana- se pescará mucho menos. La
elección y la vocación exigen fe, aunque no se comprenda, exigen «esperanza
contra toda esperanza» (Rom 4:18). Así creyó y esperó María, así también
Abraham (Rom 4:18-21; Gen 15:5).
Simón reconoce que la palabra de Jesús ordena con autoridad y que es capaz
de realizar lo que no se puede lograr con fuerzas humanas. Maestro, en
virtud de tu palabra... La interpelación «Maestro» es característica del
Evangelio de Lucas. Con ella se reproduce el título de doctor o de rabí. Con
ello quería evidentemente indicar Lucas que Jesús enseña con autoridad y con
fuerza imperativa.
La fe en la palabra imperiosa del Maestro no se ve frustrada. Las redes
estaban a punto de romperse debido al peso de los peces. Como Pedro no exige
ningún signo, recibe el signo que se amolda a su vida, a su inteligencia y a
su vocación. Dios procede con él como con María. Así procede Dios con su
pueblo. La salvación exige fe, pero Dios apoya la fe con sus signos.
8 Cuando Simón Pedro lo vio, se echó a los pies de Jesús, diciéndole:
Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador. 9 Es que un enorme estupor se
había apoderado de él y de los que con él estaban, ante la redada de peces
que habían pescado. 10a Igualmente les sucedió a Santiago y Juan, hijos de
Zebedeo, que estaban asociados con Simón.
Simón ve en Jesús una manifestación (epifanía) de Dios.1 Ha visto y vivido
el milagro, el poder divino que actúa en Jesús. La manifestación de Dios
suscita en él la conciencia de su condición de pecador, de su indignidad, el
temor del Dios completamente otro, del Dios santo. La manifestación del Dios
santo a Isaías remata en esta confesión del profeta: «¡Ay de mí, perdido
soy!, pues siendo hombre de impuros labios..., he visto con mis ojos al Rey,
Yahveh Sebaot» (Isa 6:5). La admiración por Jesús atrae a Simón hacia él, la
conciencia de su pecado le aleja de él. En la palabra «Señor» expresa la
grandeza de aquel al que ha reconocido en su milagro.
Lucas no emplea ya sólo el nombre de Simón, sino que añade también el de
Pedro. Simón Pedro: Simón, la roca. En esta hora en que Simón opta por creer
en la palabra de Jesús, se sientan las bases para la promesa futura: «Tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», como también para la
vocación de Pedro, de fortalecer a los hermanos: «Tú, en cambio, confirma a
tus hermanos» (22,32), y para la transmisi6n del cargo pastoral (Jua 21:15
ss). Con la fe se prepara Pedro para ser roca.
El estupor y sobrecogimiento por la pesca inesperada se había apoderado no
sólo de Pedro, sino también de los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan.
Lucas se fija sólo en estos tres, aunque seguramente había también un cuarto
para manejar la red. Simón, Santiago y Juan son los tres apóstoles
preferidos, los testigos de las íntimas revelaciones de Jesús, de la
resurrección de la hija de Jairo, de la transfiguración y de la agonía en el
huerto de los Olivos. Santiago y Juan estaban ya unidos con Simón en el
oficio de la pesca, eran sus asociados y colegas. Sobre la vieja comunidad
edifica Jesús una nueva.
10b Pero Jesús dijo a Simón: No tengas miedo. Desde ahora serás pescador de
hombres. 11 Y cuando atracaron las barcas a la orilla, dejándolo todo, le
siguieron.
Jesús quita el temor a Pedro y le da su encargo. Lo mismo sucedió cuando el
ángel transmitió a María el encargo de Dios. El temor reverencial del Dios
santo es fundamento de la vocación, en la que Dios quiere mostrarse el Santo
y el Grande.
Así como Pedro hasta ahora había cogido en la red peces del lago, en
adelante pescará hombres para el reino de Dios. Los encerrará como con una
llave. ¿Se insinúan aquí las palabras acerca de la llave del reino de los
cielos, que un día recibirá Pedro? La palabra promete, llama y va acompañada
de poderes.
El llamamiento de Jesús obra con autoridad. Jesús llama a los que quiere y
los constituye en lo que él quiere. Así procedió Dios también con los
profetas. Simón, juntamente con Santiago y Juan arrastraron las barcas a la
orilla y abandonaron el oficio de pescador, lo dejaron todo: barca, redes,
padre, casa. La vida comienza a adquirir nuevo contenido. Siguieron a Jesús
como discípulos, como los discípulos de los rabinos seguían a su maestro
para apropiarse su palabra, su doctrina y su forma de vida. Lo que desde
ahora llena su vida es Jesús, el reino de Dios, la pesca de hombres. Simón
vivió en Jesús la epifanía de Dios, se reconoció pecador y recibió la
vocación para la obra salvadora. El tiempo de salvación ha comenzado:
conocimiento de la salvación mediante el perdón de los pecados (Hec 1:77).
La soberanía de Dios se revela en la acogida de los pecadores.
El comienzo de la actividad en Galilea está consagrado a Simón Pedro. Jesús
se ha visto repudiado por la ciudad de sus padres, pero en los límites de la
tierra de Galilea lo acoge Pedro y se le adhiere. La expulsión del demonio
en la sinagoga, la curación de la suegra, los numerosos milagros al
atardecer delante de su casa tienen remate y coronamiento en la pesca
milagrosa. Los lugares de su vida pasada, en los que había orado, había
vivido con su familia, había trabajado, son ahora, mediante los hechos
salvíficos de Dios, liberados de su miseria, de la influencia del diablo, de
la enfermedad y de la pena, del fracaso. Ahora se ve Pedro segregado de todo
lo anterior y en adelante será pescador de hombres para el reino de Dios, al
servicio de Jesús y de su palabra poderosa.
(STÖGER, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje,
Herder, Barcelona, 1969)
(1) En la epifanía se hace Dios de repente visible o audible en el mundo, de
modo que la persona que la experimenta puede responderle. De los materiales
de tradición que utiliza Lucas para su Evangelio y para los Hechos elige
descripciones de epifanías (por ejemplo: Luc 3:21 ss; Hec 5:19; Hec 12:17),
porque sus destinatarios procedentes de Ia gentilidad eran especialmente
sensibles a éstas.
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Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - La primera pesca
milagrosa (Lc 5, 1-11)
La Pesca Milagrosa es un milagro repetido, lo mismo que la Multiplicación de
los Panes y la Echada de los Mercaderes del Templo. Cuando Cristo repita el
mismo gesto, eso tiene misterio; y la segunda vez no significa lo mismo que
la primera; porque de no, bastaba la primera. Este milagro significa el
poder de Dios sobre los animales irracionales... y los racionales.
La Primera Pesca Milagrosa está junto con la Segunda Llamada de los
Apóstoles (la llamada a ser Apóstoles y no ya meros creyentes) y la segunda
“ricapesca” –como traduce Lutero– está después de la Resurrección en la
penúltima –y no en la última, como dice Lagrange– aparición de Jesús: la
última, antes de la Ascensión; junto con la confirmación de Pedro, pecador
contrito, como jefe de la Iglesia: “Apacienta mis ovejas”.
Los milagros de Cristo tuvieron por fin mostrar Su poder, que es el poder de
Dios: son la confirmación divina de lo que Él enseñó. Cristo mostró su poder
sobre las cosas inanimadas caminó sobre las aguas), sobre los productos del
hombre (multiplicó el pan y el vino), sobre las plantas (secó la higuera
maldita), sobre los animales (en este caso) y también sobre el cuerpo humano
(curó enfermos), sobre los demonios (los exorcizó y dominó) y sobre la
Muerte, el gran conquistador del género humano, como la llamó el poeta
Schiller, “der Erobner”, resucitando tres muertos y resucitando El mismo.
Pero ninguno de estos poderes podían hacer impresión tan inmediata sobre los
Apóstoles, pescadores de profesión, como su poder sobre los peces: bicho que
no tiene rey. Así, por ejemplo, usted puede ser el matemático, literato o
filósofo más grande del mundo y su mujer de usted no se asombrará; pero si
un día llega a mostrarle que sabe más que ella de cocina, se quedará
impresionadísima. Y así Simón Pedro hijo de Juan se impresionó como nunca en
su vida y sintió el pavor de la divinidad delante de Él: que eso significa
claramente su extraño grito: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre
pecador!”. Bueno, si era pecador, tenía que decir lo contrario: “¡Acércate a
mí, Señor, salud de los pecadores!”, comenta Maldonado con bastante
simpleza. No se trataba allí de devoterías, y San Pedro no era una beata.
“No temas: desde hoy yo te haré ser pescador de hombres.”
Hay un sentimiento profundo y primordial en el ser humano, consistente en
que, delante de lo infinito –es decir, de lo divino– el hombre se queda
chuto. Los que han estado en una tempestad en el mar o en la cumbre de una
alta montaña lo conocen; y muchos otros, además. Es el sentimiento que los
ingleses llaman awe y que no tiene nombre en castellano: la palabra
reverencia, que en latín equivale a awe y significa temer el doble
(revereor) se ha gastado y no significa más temor al doble. Eso lo llaman
hoy sentimiento de inferioridad, de indigencia o de anonadamiento; y
constituye el fondo del sentimiento religioso, oh Maldonado ¿Es posible que
nunca lo hayas sentido, oh ratón de biblioteca? Es lo que sintió San Pedro;
sintió una sublimidad, una infinitud delante de Él; y se espantó. Y era para
espantarse, porque en seguida Cristo le dijo que lo iba a hacer “pescador de
hombres”. “Y enseguida, llevadas las canoas a la ribera, y abandonando allí
todo, lo siguieron.” Algún tiempo después tras una noche de oración, bajó
Cristo del Monte, se sentó entre ellos, y señalándolos y nombrándolos uno
por uno, designó a los Doce. Hoy día todos somos “Apóstoles”, de labios
afuera. Ser apóstol es difícil, es tremendo: pide muchas etapas y son pocos
los verdaderos.
En la segunda pesca, Pedro no se espantó, Cristo resucitado apareció en un
fiordo del Lago, haciéndose el forastero; y les gritó: “Muchachos ¿habéis
pescado?”. Era demasiado evidente que no habían pescado nada en toda la
noche, y así lo reconocieron bruscamente. Sucedió la otra pesca milagrosa,
después de la instrucción del forastero: “Echad a estribor.” San Juan
reconoció a Cristo y advirtió a San Pedro: “Es el Señor.” San Pedro, “que
estaba desnudo, se puso la túnica y se tiró a nado”, dice la Vulgata latina;
por donde se ve que el traductor de la Vulgata, a pesar de ser dálmata, no
sabia nadar: no se puede nadar con una túnica. San Pedro estaba en traje de
gimnasta –que es la palabra del texto griego: “éen gar gimnós”– es decir, en
zaragüelles o shorts, como dicen ahora; y lo que hizo fue ceñírselos
fuertemente (“se ciñó”, dice el griego) porque el agua es una gran quitadora
de zaragüelles, si uno se descuida. San Pedro, pues, se pasó un cinturón
sobre la vestidura sumaria que tenía para el trabajo. En esta ocasión
después que comieron juntos, y después de preguntarle solemnemente tres
veces si lo amaba más que los otros Cristo le dijo también por tres veces
delante de todos: “Pastorea mis ovejas”, y le predijo su martirio.
Este doble milagro significa pues con toda claridad el milagro moral de la
Iglesia. Mas la primera pesca representa la Iglesia en este mundo; y la
segunda, la Iglesia de la Resurrección, la Iglesia Triunfante. Y así todas
las diferencias entre los dos milagros apuntan a ese sentido: en la primera,
Cristo no les dice: “Echad a la derecha”, como en la segunda: la derecha
siendo la señal de los elegidos en la parábola del Juicio Final; en la
primera se rompen las redes y en la segunda no; en la primera llenan los
botes con la pesca y en la segunda la arrastran a tierra firme; en la
primera Pedro se espanta y en la segunda salta al agua apresuradamente para
ir a Cristo; en la primera no se cuentan los peces y en la segunda Cristo
les manda contarlos muy cuidadosamente, rechazando los chicos; y el
resultado son 153 peces grandes. Finalmente, la primera tiene lugar al
comienzo del ministerio eclesiástico de Cristo; y la segunda a la vista de
Cristo resucitado. Y Cristo no está más en la barquilla: está en la ribera.
En ningún otro Evangelio los símbolos son tan claros como en éste: la
derecha es el lugar de los elegidos, ya lo hemos dicho; el romperse las
redes significa las herejías y cismas que acompañan a la Iglesia en este
mundo; la tierra firme en contraposición al mar significa siempre en los
profetas lo divino con respecto a lo terrenal, la religión contrapuesta al
mundo; el contar los peces significa el juicio y la elección; e incluso el
número 153 significa algo. De modo que los pescadores de hombres pescarán
dos veces: una durante la duración de este mundo y otra al final de él; la
primera pesca llenará la barquilla de Pedro, la segunda el convite de la
bienaventuranza y eso por virtud de lo Alto y no por virtud humana, porque
“sin Mí nada podéis”; las dos pescas son milagrosas. Cristo figuró siempre
en sus parábolas la alegría de la vida bienaventurada como un convite; y en
afecto, allí al llegar a las márgenes del fiordo (la desembocadura del
arroyo Hammán, según se cree) les tenía preparado un almuerzo no por modesto
menos alegre; había un pez asado al fuego, pan y miel; y había sobre todo la
presencia gloriosa del Maestro amado. Los ciento cincuenta y tres peces
grandes resultaron pues un lujo. No dice el Evangelio que los tiraron de
nuevo al mar; pero bien puede ser que hayan seguido a Cristo olvidados de
todo y “abandonándolo todo”, como la primera vez –yo, conque Dios me dé en
el cielo “olvidarlo todo”, me doy por satisfecho. ¡Qué convite de bodas!
Dormir es lo que necesito–.
¿Es esto que hemos hecho con estos dos evangelios paralelos una alegoría? No
es una alegoría, no es el sentido alegórico que llaman. Es el segundo
sentido literal: o sea el sentido religioso, místico o anagógico, como dicen
los pedantes. En la Encíclica Divino Afflante Spiritu, S. S. Pío XII
recomienda mucho a los exégetas que busquen el sentido literal; y que sobre
él, como es obvio, funden todos los demás; y los previene y desanima contra
la “alegoría” o “sentido traslaticio”, como allí se llama; de la cual
abusaron bastante, conforme al gasto de su época, que no es el nuestro, los
exégetas antiguos. Para dar un ejemplo de estos diversos sentidos de la
Escritura, legítimos en sí mismos pero subordinados entre sí, sirva este
evangelio: en afecto, San Agustín interpretó alegóricamente el número 153; y
San Jerónimo en el sentido literal segundo.
¿Quiere decir algo ese número? Ciertamente; porque no de balde Cristo hizo
numerar los peces, y el Evangelista lo escribió. ¿Qué quiere decir? San
Agustín nota que 153 es igual a la suma de todos los números enteros de uno
hasta diecisiete; y el número diecisiete se descompone en diez más siete:
diez significa los Preceptos del Decálogo y siete los dones del Espíritu
Santo: he aquí juntas la Ley Antigua y la Nueva. Esta alegoría matemática es
muy ingeniosa, pero si Cristo hubiera querido dar a entender eso, los
Apóstoles se hubiesen quedado en ayunas; y todos los cristianos hasta el
siglo IV; y los demás, también.
San Jerónimo, que estaba en Palestina en el mismo tiempo en que San Agustín
profería su sermón N° 251 –el más hermoso de sus sermones– descubrió el
acertijo quizá por un casual: averiguó que los pescadores palestinenses
creían que 153 especies diversas de peces existían y nada más; y parece que
esta creencia era general, puesto que Jerónimo cita como autoridad sobre
ella a Oppiano de Cilicia, poeta que vivió 180 años después de Cristo. De
ese modo, el símbolo era transparente, aun para los Apóstoles; significaba
que en el Reino de los Cielos habría hombres de todas las especies –y hay
una repetición del mismo símbolo en la visión que tuvo San Pedro en Joppe en
el mismo sentido–, judíos y gentiles, orientales y occidentales, chinos y
franceses, blancos y mulatos, inocentes y pecadores, empleados públicos y
vendedores ambulantes de ojos artificiales; e incluso algún ex ladrón y
alguna ex prostituta: excepto solamente los usureros y los politiqueros,
gracias a Dios. Ésos, aunque solemos llamarlos pejes, son sapos y culebras
en realidad –esto último es sentido alegórico; y no lo inventó San Agustín,
sino yo–.
“Los hechos del Verbo también son verbos”, dice San Ambrosio: los milagros
de Cristo, además de ser un beneficio a sus receptores son también y muy
principalmente un símbolo, una parábola en acción: “uno eodemque sermone,
dum narrat gestum, prodit mysterium”, dice Gregorio el Magno. De modo que
este doble milagro, al mismo tiempo que significa el poder de Cristo sobre
los animales, es también signo de la Iglesia en sus dos estados: Militante y
Triunfante; y de la bienaventuranza. ¡Dichoso pues el que sea pescado de esa
suerte y sea sacado de las tinieblas a la luz; y de animal salvaje se
convierta en manjar sabroso, asado por el fuego de la tribulación, aderezado
con la miel de la gracia divina, digno de la mesa de Dios!
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires,
1977, pp. 259-264)
Comentario Teológico: P. Raniero Cantalamessa OFMCap - Pescadores de
hombres
En la Iglesia nadie es sólo pescador, o sólo pastor, y nadie es sólo pez u
oveja. Todos somos, a título diverso, una y otra cosa a la vez
La pesca milagrosa era la prueba que hacía falta para convencer a un
pescador, como era Simón Pedro. Al llegar a tierra, se arroja a los pies de
Jesús diciendo: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!». Pero Jesús le
respondió con estas palabras que representan la cima del relato y el motivo
por el cual el episodio ha sido recordado: «No temas, desde ahora serás
pescador de hombres».
Jesús se sirvió de dos imágenes para ilustrar la tarea de sus colaboradores.
La de pescadores y la de pastores. Las dos imágenes requieren actualmente de
explicación, si no queremos que el hombre moderno las encuentre poco
respetuosas de su dignidad y las rechace. ¡A nadie le gusta hoy ser
«pescado» por alguien, o ser una oveja del rebaño!
La primera observación que hay que hacer es ésta. En la pesca ordinaria, el
pescador busca su provecho, no ciertamente el de los peces. Lo mismo el
pastor. Él apacienta y custodia el rebaño no por el bien de éste, sino por
el suyo, porque el rebaño le proporciona leche, lana y corderos. En el
significado evangélico sucede lo contrario: es el pescador el que sirve al
pez; es el pastor quien se sacrifica por las ovejas, hasta dar la vida por
ellas. Por otro lado, cuando se trata de hombres, ser «pescados» o
«recuperados» no es desgracia, sino salvación. Pensemos en las personas a
merced de las olas, en alta mar, tras un naufragio, de noche, en el frío;
ver una red o una chalupa que se les lanza no es una humillación, sino la
suprema de sus aspiraciones. Es así como debemos concebir la tarea de
pescadores de hombres: como echar un bote salvavidas a quienes se debaten en
el mar, frecuentemente tempestuoso, de la vida.
Pero la dificultad de la que hablaba reaparece bajo otra forma. Supongamos
que tenemos necesidad de pastores y de pescadores. ¿Pero por qué algunas
personas deben tener el papel de pescadores y otros el de peces, algunos el
de pastores y otros el de ovejas y rebaño? La relación entre pescadores y
peces, como entre pastores y ovejas, sugiere la idea de desigualdad, de
superioridad. A nadie le gusta ser un número en el rebaño y reconocer a un
pastor por encima.
Aquí debemos acabar con un prejuicio. En la Iglesia nadie es sólo pescador,
o sólo pastor, y nadie es sólo pez u oveja. Todos somos, a título diverso,
una y otra cosa a la vez. Cristo es el único que es sólo pescador y sólo
pastor. Antes de ser pescador de hombres, Pedro mismo fue pescado y
recuperado varias veces. Literalmente repescado cuando, caminando sobre las
aguas, tuvo miedo y comenzó a hundirse; fue recuperado sobre todo después de
su traición. Tuvo que experimentar qué significa encontrarse como una «oveja
perdida» para que aprendiera qué significa ser buen pastor; tuvo que ser
repescado del fondo del abismo en el que había caído para que aprendiera qué
quiere decir ser pescador de hombres.
Si, a título diverso, todos los bautizados son pescados y pescadores a la
vez, entonces aquí se abre un gran campo de acción para los laicos. Los
sacerdotes estamos más preparados para hacer de pastores que para hacer de
pescadores. Hallamos más fácil alimentar, con la Palabra y los sacramentos,
a las personas que vienen espontáneamente a la iglesia, que ir nosotros
mismos a buscar a los alejados. Queda por lo tanto en gran parte desasistido
el papel de pescadores. Los laicos cristianos, por su inserción más directa
en la sociedad, son los colaboradores insustituibles en esta tarea.
Una vez echadas las redes por la palabra de Jesús, Pedro y los que estaban
con él en la barca capturaron tal cantidad de peces que las redes se
rompían. Entonces, está escrito, «hicieron señas a sus compañeros de la otra
barca para que vinieran a ayudarlos». También hoy el sucesor de Pedro y
cuantos están con él en la barca –los obispos y los sacerdotes- hacen señas
a los de la otra barca –los laicos- para que vayan a ayudarlos.
Santos Padres: San Jerónimo - “Dejando al instante las redes…”
Y bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón,
largando las redes en el mar, pues eran pescadores1. Simón, que todavía no
era Pedro, pues todavía no había seguido a la Piedra (Cristo)2, para que
pudiera llamarse Pedro; Simón, pues, y su hermano Andrés estaban a la orilla
y echaban las redes al mar y cogieron peces. «Vio—dice—a Simón y a Andrés,
su hermano, largando las redes al mar, pues eran pescadores». El Evangelio
afirma tan sólo que echaban las redes, más no que cogieran algo. Por tanto,
antes de la Pasión se afirma que echaron las redes, mas no hay constancia de
que capturaran algo. Después de la pasión, sin embargo, echan la red y
capturan tanto que las redes se rompían3. «Largando las redes en el mar,
pues eran pescadores». Y Jesús les dijo: «Venid en pos de mí, y os haré
pescadores de hombres.»4. ¡Feliz cambio de pesca!: Jesús les pesca a ellos,
para que a su vez ellos pesquen a otros pescadores. Primero se hacen peces
para ser pescados por Cristo; después ellos mismos pescarán a otros. «Jesús
les dice: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres».
Y al instante, dejando sus redes, le siguieron5. «Y al instante». La fe
verdadera no conoce intervalo; tan pronto se oye, cree, sigue, y se
convierte en pescador. «Al instante, dejando las redes». Yo pienso que en
las redes dejaron los pecados del mundo. «Y le siguieron». No era, en
efecto, posible que, siguiendo a Jesús, conservaran las redes. Y caminando
un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan;
estaban también en la barca arreglando las redes6. Cuando se dice
arreglando, se indica que se habían roto. Echaban, pues, las redes en el
mar, pero, como estaban rotas, no podían capturar peces. Arreglaban las
redes en el mar, es decir se sentaban en el mar, se sentaban en una pequeña
barca, con su padre Zebedeo, y arreglaban las redes de la ley. He dicho
esto, siguiendo una interpretación espiritual. Los que arreglaban las redes
en la barca eran justamente los mismos que estaban en ella. Estaban en la
barca, no en el litoral, no en tierra firme, sino en la barca, golpeados de
uno y otro lado por las olas. Y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su
padre Zebedeo en la barca, con los jornaleros, se fueron tras él7. Tal vez
alguien diga: temeraria es la fe. Pues, ¿qué signos habían visto, qué
majestad se les había manifestado, para que, al ser llamados, inmediatamente
le siguieran? Realmente aquí se nos da a entender que los ojos y el rostro
de Jesús irradiaban un algo divino y atraían hacia sí poderosamente la
atención de quienes lo miraban8. De lo contrario, cuando Jesús les decía:
seguidme, nunca le habrían seguido. Pues si le hubieran seguido sin una
razón, más que fe habría sido temeridad. Es como si a mí, que estoy ahora
aquí sentado, cualquiera que pasa me dice: ven, sígueme, y le sigo, ¿habría
fe acaso en ello? ¿Por qué digo todo esto?9. Porque la palabra del Señor de
suyo era eficaz y hacía lo que decía. Si, pues, «habló y fueron hechas todas
las cosas, ordenó y fueron creadas»10, del mismo modo los llamó y ellos al
instante le siguieron.
Y al instante los llamó, y ellos al instante, dejando a su padre Zebedeo...,
etc. «Escucha, hija, mira y pon atento oído, olvida a tu pueblo y la casa de
tu padre, y el rey se prendará de tu belleza»11. «Y dejando a su padre
Zebedeo en la barca». Escuchad, monjes, imitad a los apóstoles: escucha la
voz del Salvador y olvídate de tu padre carnal. Mira al verdadero padre del
alma y del espíritu y deja al padre corporal. Los apóstoles dejan al padre,
dejan la nave, dejan todas las riquezas en un instante: dejan el mundo y
todas sus infinitas riquezas. Pues todo lo que tenían lo abandonaron. Dios
no se fija en la cantidad de las riquezas, sino en el espíritu de quien las
deja. Quienes dejaron poco, igualmente hubieran dejado mucho. «Dejando a su
padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron». Poco antes
hemos dicho algo de modo enigmático sobre los apóstoles, que arreglaban las
redes de la ley. Rotas como estaban, no podían capturar peces; corroídas por
la salobridad del mar, no podían ser reparadas si no hubiera venido la
sangre de Jesús y las hubiera renovado. Dejan, por ende, a su padre Zebedeo,
es decir, dejan la ley, y lo dejan plantado en la barca, en medio de las
olas del mar.
Y fijaos en lo que sigue. Dejan, dice el evangelista, a su padre, es decir,
la ley, con los jornaleros. Pues todo lo que hacen los judíos, lo hacen para
la vida presente y son, por ello, jornaleros. «Quien cumple la ley vivirá
por ella»12, dice, no en el sentido de que gracias a la ley podrá vivir en
el cielo, sino en el sentido de que por lo que hace recibe recompensa en el
presente. También está escrito en Ezequiel: «Les di preceptos no buenos y
mandatos no perfectos, siguiendo los cuales, vivirán según ellos»13. Según
ellos viven los judíos: no buscan otra cosa que tener hijos, poseer
riquezas, gozar de buena salud. Buscan todas las cosas terrenales y no
piensan en ninguna de las celestes. Por ello son jornaleros. ¿Queréis saber
por qué los judíos son jornaleros? El hijo aquel, que había disipado su
hacienda, y que es figura de los gentiles, dice: «¡Cuántos jornaleros hay en
la casa de mi padre!»14. «Y dejando a su padre en la barca con los
jornaleros, le siguieron». Dejaron a su padre, es decir, la ley, en la barca
con los jornaleros. Hasta hoy los judíos navegan, y navegan en la ley, y
están en el mar, y no pueden llegar a puerto. No creyeron en el puerto, por
tanto, no consiguen llegar a él.
Entran en Cafarnaúm15. ¡Feliz y hermoso!: dejan el mar, dejan la barca,
dejan los vinculas de las redes, y entran en Cafarnaúm. El primer cambio es
éste: dejar el mar, dejar la barca, dejar el antiguo padre, dejar los
antiguos vicios. Pues en las redes y en los vínculos de las redes se dejan
todos los vicios.
(SAN JERÓNIMO, Comentario al Evangelio de San Marcos, II, Mc 2, 13-31)
(1) Mc 1, 16
(2) La piedra es Cristo, prefigurado en aquella
roca, de la que los hebreos bebieron agua hecha brotar milagrosamente por
Moisés. Aquí San Jerónimo une concisamente el episodio del Éxodo (17, 5-6)
con las aplicaciones que saca San Pablo (1 Co 10, 4).
(3) Lc 5, 6; Jn 21, 11.
(4) Mc 1, 17.
(5) Mc 1, 18.
(6) Mc 1, 19.
(7) Mc 1, 20.
(8) Mc 11, 15.
(9) Como habrá notado el lector, esta pregunta,
que sirve para recapitular y concluir, («Hoc totum quare dico?», o «...
quare dixi?») es habitual en San Jerónimo.
(10) Sal 148. 5.
(11) Sal 44, 11 ss.
(12) Lv 18, 5; Rm 10, 5
(13) Ez 20, 25.
(14) Lc 15, 17; cf. Jerón., Epis. 21, 14.
(15) Mc 1, 21.
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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El seguimiento de Cristo
En el evangelio de hoy San Lucas nos relata el llamado de los cuatro
primeros discípulos. Su narración es mucho más detallada que las de los
relatos paralelos de San Mateo y San Marcos. Tres hechos se destacan en
ella: la predicación del Señor, el milagro de la pesca superabundante y el
llamado hecho a Simón Pedro y sus compañeros. Es, sobre todo, el llamado de
Cristo, enmarcado por las dos primeras lecturas, lo que la Iglesia nos
propone de manera especial.
Nunca será inoportuno que los fieles sean invitados a admirar la grandeza
de este llamado, que es, en última instancia, el llamado al sacerdocio. Y
ello por dos razones: primero, porque su propia vida espiritual depende de
que haya siempre hombres que secunden fielmente dicho llamado, permitiendo
así que Cristo se apodere de ellos y resplandezca en sus personas; segundo,
porque la vocación sacerdotal es como el arquetipo de las demás vocaciones,
todas las cuales se ordenan indirectamente a lo que ella tiene como fin
propio: la gloria de Dios y la salvación de los hombres.
La elección divina
Desde toda la eternidad Dios tiene un proyecto peculiar sobre cada persona:
el conocimiento y el amor de Dios son personales.
Y cada hombre está llamado a seguir un camino particular, ocupando un lugar
único e inintercambiable en la historia. De forma que puede afirmarse con
propiedad que todos y cada uno de los seres humanos tienen una especial
vocación, puesto que han recibido una llamada singular. Ya respondan a ella,
o ya no lo hagan, la invitación de Dios permanece.
Sin embargo, no sin razón se prefiere reservar el término vocación para
designar aquel llamado especial que consiste en ser invitado a renunciar a
todo para consagrarse totalmente a la expansión del Reino de Dios.
Vocación significa, entonces, que, desde toda la eternidad, Dios elige
libremente a alguien, a quien le manifiesta dicha elección en un momento
determinado de su vida: unas veces directamente, como a Isaías, o a San
Pablo (camino de Damasco), o a San Pedro y sus compañeros, según escuchamos
en el evangelio de hoy; otras, por intermediarios, como hizo con Natanael;
otras, finalmente, valiéndose de las circunstancias, cual se hubo con Iñigo
de Loyola y tantos otros.
La vocación, en este sentido, es la oportunidad que Dios brinda al hombre no
sólo de acceder al misterio, sino de ponerse al servicio del mismo,
centrando su vida en lo que es el Centro de todo lo que existe. Por eso el
sacerdote es el hombre del Misterio. A él se le confía el Misterio hecho
alimento espiritual de la humanidad, de manera especial cuando en sus manos
sostiene el Cuerpo Vivo del Dios hecho Hombre, Mysterium fidei: "éste es el
misterio de la fe".
Puesto frente al misterio, la actitud del que es llamado no puede ser otra
que la de San Pedro. La realidad divina es, de por sí, sublime e inefable.
En presencia de ella, la creatura se siente al mismo tiempo seducida y
anonadada. Tal es la paradoja del misterio: estremecer y fascinar (tremendum
et fascinan). Por eso Simón grita: "Aléjate de mí, Señor, porque soy un
pecador".
Pero también por eso, en lugar de escapar a nado por el lago, "se echó a los
pies de Jesús", como dice el evangelio. Bajo la luz de Dios aparece nuestra
miseria y nuestra necesidad: sólo quien las reconoce humildemente puede
escuchar a Cristo que le dice: "No temas". La palabra de Jesús comunica la
paz al alma.
Por eso, si la humildad es el cimiento del edificio espiritual, esta virtud
ha de resplandecer de una manera especial en el ministro de Dios. Porque su
corazón debe ser como un inmenso templo capaz de albergar a todos los que se
aproximan a él buscando el encuentro con Dios. Pero si los cimientos del
conocimiento y desprecio de sí no son lo suficientemente profundos, corre
el riesgo de que su presencia, lejos de ser el espacio espiritual que
posibilita el contacto con lo divino, sea como una atmósfera asfixiante que
impida que quienes se le acercan puedan acceder al ámbito de lo sagrado.
La purificación
Cuando Dios habla, no deja las cosas en el mismo estado en que se
encuentran, sino que las transforma. Cuando Dios llama a un hombre para que
lo siga, no lo deja como está, sino que lo convierte, lo purifica, para
hacerlo un instrumento apto y dócil en sus manos. Así como vence la
turbación del hombre diciéndole "No temas", así disuelve su impureza
expurgando su alma con el fuego sagrado de su Corazón Sacerdotal, como
limpió los labios del profeta Isaías mediante la brasa tomada del altar.
Conversión es sinónimo de purificación, de mortificación, de sufrimiento.
Por eso, luego de manifestarse a Saulo, camino de Damasco, para hacer de él
el apóstol por excelencia, el Señor, refiriéndose al recién convertido, le
dijo a Ananías: "Yo le mostraré cuánto tendrá que sufrir por mi nombre".
La actitud durante las purificaciones de Dios, de parte de quien ha sido
llamado por Cristo, ha de ser de filial resignación, lo que no significa una
mera aceptación pasiva sino un secundar la obra de la gracia, según aquello
que recomendaba San Pedro: "Inclinaos bajo la poderosa mano de Dios, para
que a su tiempo os eleve".
Esta obra de purificación divina, cuando no es obstaculizada, afianza en el
espíritu la virtud de la pureza. Podríase decir que en el ejercicio de la
guarda del corazón se condensan todas las cualidades que deben impregnar la
obra sacerdotal. El corazón del hombre consagrado al servicio del misterio,
y que verdaderamente se ha vaciado en el molde del Corazón de Cristo, es un
corazón virgen. Porque, precisamente, el sentido profundo de la virginidad
consiste en el reconocimiento de la condición creatural, es decir, en
entender que estamos en continua dependencia de solo Dios. La virginidad
consiste, en última instancia, en renunciar a buscar ni la más ínfima
migaja de felicidad en algo o alguien distinto de Dios. Y la importancia de
que esto se verifique en la vida del ministro sagrado viene del hecho de que
él está puesto, justamente, para ser el mediador, el puente y, por decir
así, el cordón umbilical que permita la afluencia de la gracia de Dios a los
hombres y conserve en éstos el amor filial, que se sabe en todo dependiente
del Padre de los Cielos.
La separación
La elección de Dios implica también una separación. Jesús sube a la barca de
Simón y le pide que se aleje de la orilla para predicar a la multitud. Así
como en aquella ocasión usó de aquella barca como de cátedra, así a lo largo
de los tiempos usa de la humanidad de sus ministros como de "lugares" en los
cuales Él obra y desea ser reconocido. Bien ha dicho el autor de la epístola
a los Hebreos que el sacerdote es "tomado de entre los hombres y puesto en
favor de los hombres”. El Sacerdote –señala San Juan Crisóstomo– debe
descollar en santidad sobre el común de los fieles; como Saúl sobresalía en
estatura respecto de pueblo. Porque ha sido puesto como signo, como bandera,
"fortaleza enclavada en un monte". Hacia él se dirigen las miradas de todos,
hijos o enemigos de Dios: para los demás, él es un punto inobviable de
referencia.
De forma que la ejemplaridad es la consecuencia necesaria de la elección y
de la purificación. Hay en el alma de un sacerdote algo que, en comparación
al resto de los mortales, lo cualifica y, en cierto modo, lo especifica:
tocado por el dedo de Dios, está en cierta manera por encima del rebaño que
se le confía, sin dejar, por cierto, de ser él también, una oveja de Dios.
Es aquí donde se manifiesta más claramente su carácter de mediador, de
intercesor, de canal. Su vida debe ser una invitación permanente a entrar en
diálogo con Dios.
Tal es la sublime misión y el ideal que debe plasmar en su vida el ministro
de Dios. Tan grande es el premio que se le reserva como la responsabilidad
que tiene de velar por quienes le han sido confiados. De allí también la
necesidad de que el pueblo fiel comprenda lo que es el sacerdocio, y
acompañe la tarea de los sacerdotes, no sólo llegándose a ellos para recibir
los dones de Dios, sino también rezando constantemente por su
perseverancia. De manera especial, en la celebración del Santo Sacrificio,
deberá implorar para ellos la gracia de la fidelidad y de la fortaleza. Al
continuar ahora la celebración de la Misa, presentemos a Dios nuestras
súplicas para que nunca permita que falten en su Iglesia ministros dignos de
sus misterios.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C,
Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 87-91)
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Aplicación: Joseph Ratzinger - Reflejos de la imagen sacerdotal en
los relatos de vocaciones de Lc. 5, 1-11 y Jn 1, 35–42
Para empezar he elegido el texto de Lc 5,1-11. Se trata de aquel precioso
relato de vocación en el que se cuenta cómo Pedro y sus compañeros, después
de haber estado pescando inútilmente durante toda la noche, se hacen de
nuevo a la mar, fiados de la palabra del Señor. Consiguen una captura tan
abundante que las redes amenazan romperse. Viene a continuación la llamada:
Serás pescador de hombres. Siento una especial predilección por este relato,
porque en él se encierra el aura matinal del primer amor, de un comienzo
lleno de esperanzas y de disposición, en cuya meditación me llega siempre la
luminosidad y el frescor que es propio de los inicios: aquella alegría en el
Señor de la que hemos hablado, siguiendo el antiguo Salterio, al principio
de la misa: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud»
(Sal 42,4). Al Dios a cuyo lado se renueva siempre la alegría juvenil,
porque al ser la vida, es también la fuente de la auténtica juventud.
Pero volvamos al texto. Se nos cuenta que las gentes se aglomeraban en torno
a Jesús porque querían escuchar la palabra de Dios. Jesús se encuentra a
orillas del mar, los pescadores están limpiando las redes y el Maestro sube
a una de las dos barcas que allí había, la de Pedro. Le pide alejarse un
poco de la orilla, se sienta en la barca y desde allí enseña. La barca de
Pedro se ha convertido en cátedra de Jesucristo. Luego le dice a Simón:
Boga mar adentro y echa las redes. Los pescadores han pasado toda la noche
anterior trabajando en vano y parece absurdo salir a pescar ahora, en esta
hora de la mañana. Pero ya Jesús se ha hecho tan importante para Pedro, tan
determinante, que éste puede decir: Lo hago fiado de tu palabra. La palabra
cobra, pues, más realidad que lo al parecer empíricamente real y seguro. La
mañana galilea, cuyo frescor parece poderse respirar en esta descripción, se
convierte en imagen del nuevo amanecer del evangelio tras la noche de
infructuosas actividades a que nos conduce una y otra vez nuestro hacer y
querer. Cuando Pedro regresa a tierra con sus compañeros con tal cantidad de
peces que las dos barcas juntas apenas podían transportarlos —la pesca había
sido tan abundante que amenazaba con romper las redes— no dejaba a sus
espaldas sólo un camino exterior, una profesión artesana. Este viaje se
había convertido en un camino interior, cuya amplitud ha indicado Lucas
mediante dos palabras que le sirven de marco.
El evangelista nos transmite, en efecto, que antes de la pesca Pedro se
dirige al Señor con un epistata, equivalente a nuestro «profesor», o
«maestro» (rabbi). Pero al volver, se postra de rodillas ante Jesús y ya no
le llama rabbi sino kyrie, es decir, le aplica expresiones propias de la
divinidad. Pedro había recorrido el trayecto que va desde el rabbi al
Señor, del maestro al Hijo. Tras esta peregrinación interior, ya está
capacitado para recibir la vocación.
Se hace aquí patente el paralelismo con Jn 1,35-42, el primer relato de
vocación del cuarto Evangelio. Se narra aquí cómo se unieron a Jesús los dos
primeros discípulos —Andrés y otro del que no se da el nombre— impresionados
por las palabras del Bautista: «He aquí el cordero de Dios.» Se sienten
impresionados de un lado por la conciencia de su condición de pecadores que
resuena en esta sentencia y, del otro, por la esperanza que trae a los
pecadores el cordero de Dios. Se puede barruntar cómo ambos se sienten
todavía inseguros: su discipulado es todavía vacilante. Van tras él
cautelosamente, sin decir nada; al parecer, aún no se atreven a dirigirle
la palabra. Entonces él se vuelve hacia ellos y les pregunta: ¿Qué queréis?
La respuesta sigue siendo indecisa, un poco tímida y perpleja, pero no
obstante lleva a lo esencial: Rabbi, ¿dónde vives? O con traducción más
literal: ¿Dónde permaneces? ¿Dónde está tu lugar o morada permanente, lo
propio tuyo, para que podamos ir allá? Conviene recordar en este punto que
la palabra «permanencia» es una de las de más hondo y denso contenido del
Evangelio de Juan.
Jesús les respondió: «Venid y lo veréis.» La fórmula se repite en la
conclusión del segundo relato de vocación, el referente a Natanael, donde al
final se dice: «Verás cosas mayores» (1,50). Así, pues, el contenido del
venir es ver; venir es un entrar en un ser visto por él y en un ver con él.
Donde él permanece, está abierto al cielo, el espacio oculto de Dios
(1,51); allí se encuentra el hombre en la luminosidad de Dios. «Venid y lo
veréis» concuerda también con el Salmo de comunión de la Iglesia: «Gustad y
ved cuán bueno es el Señor» (Sal 33[34], 9). El venir, y sólo el venir,
lleva al ver. El gustar abre los ojos. Así como en el pasado, en el paraíso,
al gustar del fruto prohibido se abrieron de manera funesta los ojos,
también ahora, pero en sentido inverso, el gustar de lo verdadero abre los
ojos, de modo que pueda verse la bondad del Señor. Sólo en el venir, en la
permanencia de Jesús, acontece el ver. Sin el riesgo del venir, no puede
darse un ver. Juan añade una observación: era la hora décima (1,39); es
decir, una hora ya muy tardía, en la que de ordinario no se piensa ya en
emprender nuevas tareas; pero justamente en este momento acontece lo
inaplazable, lo decisivo. Según ciertos cálculos apocalípticos, se pensaba
que en esta hora se produciría el fin de los tiempos. Quien viene a Jesús
entra en lo definitivo, en el tiempo del fin; entra en contacto con la
parusía, que es ya realidad presente de la resurrección y del reino de
Dios.
En el venir acontece, pues, el ver. Juan ilustra esta idea mediante el mismo
procedimiento que vimos antes en Lucas. A las primeras palabras de Jesús
responden los dos con un rabbi. Pero cuando regresaron del lugar donde
«permanecía», dijo Andrés a su hermano Simón: «Hemos encontrado a Cristo»
(1,41). Viniendo a Jesús, permaneciendo a su lado, recorrió el camino que
del rabbi lleva a Cristo, aprendió a ver en el maestro a Cristo. Sólo en la
permanencia puede aprenderse esta lección. Se hace así visible la unidad
interna entre el tercero y el cuarto Evangelios: en ambas ocasiones, tras
una primera palabra aparece el valor para caminar con Jesús. Las dos veces
se emprende, por una palabra suya, el experimento de la vida y las dos
veces sucede que el venir se transforma en ver.
Todos nosotros hemos iniciado ya, con el reconocimiento pleno del Hijo de
Dios a través de la Iglesia, nuestro camino, pero aquel venir «fiado en tu
palabra», aquel entrar en su «permanencia» sigue siendo, también para
nosotros, condición previa del auténtico ver. Y sólo quien ve por sí mismo,
quien no cree como «de segunda mano», puede llamar a otros. Este venir, este
atreverse fiados de su palabra es, también hoy y por siempre, el presupuesto
indispensable del apostolado, del llamamiento al servicio sacerdotal.
Siempre tendremos necesidad de preguntarle: ¿Dónde vives (permaneces)? Y
también será siempre necesario dirigirse, desde el interior, hacia la
morada-permanencia de Jesús. Deberemos arrojar una y otra vez las redes
fiados de su palabra, por absurdo que pueda parecer. Siempre será preciso
tener a su palabra por más real que aquello que pretende ser lo único
realmente válido: la estadística, la técnica, la opinión pública. A menudo
nos parecerá que es ya la hora décima y que deberíamos aplazar para más
tarde la hora de Jesús. Pero precisamente así puede ser la hora de su
cercanía.
Hay todavía algunos rasgos más, comunes a ambos Evangelios. En Juan los dos
discípulos se sienten llamados por la sentencia sobre el cordero. Saben,
evidentemente por propia experiencia, que son pecadores. Y esto no es para
ellos un distante lenguaje religioso, sino algo que palpan y sienten en su
interior, que constituye para ellos una realidad. Y como lo saben, el
cordero es su esperanza y por eso empiezan a caminar tras él. Cuando Pedro
regresa con su abundante pesca, sucede algo inesperado. Contra lo que cabría
imaginar, no abraza efusivamente a Jesús por el buen resultado del negocio,
sino que cae de rodillas a sus pies. No intenta retenerlo, como una sólida
garantía de éxito, sino que le ruega que se aleje, porque se siente temeroso
ante el poder de Dios. «Aléjate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8).
Cuando experimenta el hombre a Dios, conoce su condición de pecador, y sólo
cuando ha conocido y reconocido verdaderamente a Dios se conoce tal como él
mismo es en realidad. Pero también así es como llega el hombre a la
autenticidad. Sólo cuando el hombre sabe que es pecador y ha comprendido el
carácter funesto del pecado entiende también el sentido de la llamada:
«Convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1,15). Sin conversión no es
posible acercarse a Jesús ni al evangelio. Hay, a este propósito, una
paradoja de Chesterton que expresa con sumo acierto esta conexión: Se conoce
a un santo en que sabe que es pecador. El oscurecimiento de la experiencia
de Dios se manifiesta hoy en la desaparición de la experiencia del pecado;
y a la inversa, la desaparición de este conocimiento aleja al hombre de
Dios. Aunque sin caer en una falsa pedagogía del temor, debemos aprender una
vez más la verdad de la sentencia: Initium sapientiae timor Domini: la
sabiduría, el verdadero conocimiento, empieza con el justo temor de Dios.
Debemos aprenderlo de nuevo, para aprender también el verdadero amor y para
comprender qué significa que podemos amarle y que él nos ama. También,
pues, esta experiencia de Pedro, de Andrés y de Juan es un presupuesto
básico del apostolado y, por ende, del sacerdocio. Sólo puede anunciar la
conversión —la primera palabra del cristianismo— quien previamente se siente
invadido por el sentimiento de su necesidad y ha comprendido, por
consiguiente, la grandeza de la gracia.
En los elementos fundamentales del camino espiritual del apostolado que aquí
se van descubriendo se perfila también, al mismo tiempo, la conexión
sacramental básica entre la Iglesia y el servicio sacerdotal. Si a la
experiencia del pecado corresponden el bautismo y la penitencia, al venir y
ver, al entrar en la morada permanente de Jesús, corresponde el misterio de
la eucaristía. Ella es, en un sentido que antes de su institución no era
posible ni tan siquiera imaginar, la permanencia de Jesús entre nosotros.
«Allí veréis.» La eucaristía es el lugar donde se cumple la promesa hecha
a Natanael, de que podremos ver el cielo abierto y a los ángeles de Dios
subir y bajar sobre el Hijo del hombre (Jn 1,51). Jesús mora y «permanece»
en el sacrificio, en el acto de amor con el que se transfiere al Padre y,
mediante su amor vicario, también a nosotros nos devuelve a él. El salmo de
comunión (Sal 33[34]), que habla del gustar y ver, contiene esta otra frase:
«Entrad y seréis iluminados» (ver. 6, según la Vulgata). Comulgar con
Cristo es comulgar con la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene
a este mundo (cf. Jn 1,9).
Consideremos ahora el siguiente punto común a las dos narraciones que nos
ocupan: la abundante pesca amenaza romper la red. Pedro y los suyos no
conseguían alcanzar la orilla. A continuación se nos dice que entonces
hicieron señas a sus compañeros de la otra barca, los cuales vinieron en su
ayuda. Las dos barcas se llenaron tanto que casi se hundían (Lc 5,7). La
llamada de Jesús es al mismo tiempo una convocatoria, una llamada a
syllabesthai, como se dice en el texto griego, a trabajar juntos, a la
cooperación y ayuda mutua, a la labor en equipo de las dos barcas. La misma
idea reaparece en Juan. Cuando Andrés regresa del lado de Jesús, no puede
mantener en secreto su descubrimiento. Conduce hasta Jesús a su hermano
Simón y también a Felipe, que, por su parte, hace lo mismo con Natanael (Jn
1,41-45). La llamada lleva a la unión, a la concordia, a la convivencia.
Introduce en el discipulado y pide retransmisión. En toda vocación hay
también un elemento humano, la dimensión de la fraternidad, del estímulo,
del impulso proporcionado por otros. Cuando reflexionamos sobre nuestro
propio camino, cada uno de nosotros sabe que el resplandor de Dios no ha
descendido directamente sobre él, sino que de alguna manera me vio
interpelado por algún creyente, fue acompañado y sostenido por otros. Es
cierto que la vocación sólo puede mantenerse en pie cuando no creemos
únicamente como «de segunda nano», «porque lo ha dicho éste o el otro»,
sino cuando, guiados por los hermanos, somos nosotros mismos quienes
encontramos a Jesús (cf. Jn 4,42). Ambas cosas están indisolublemente
unidas: guiar, hablar, acompañar, sostener, y aquel «venid y veréis». Por
eso creo que deberíamos desplegar mucho más valor para hablarnos los unos a
los otros y para no tener en poco aceptar la compañía de otros, fiados del
testimonio ajeno. El «con» es parte constitutiva de la vertiente humana de
la fe. Es uno de sus componentes. En este «con» debe madurar el encuentro
personal con Jesús. Del mismo modo que el acompañar y el tomar consigo,
también es importante soltar, liberar lo que cada vocación personal tiene
de peculiar, por muy diferente que sea de lo que nosotros habíamos atribuido
al interesado.
En Lucas estas ideas se amplían hasta ofrecer una visión total de la
Iglesia. A los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, se les llama koinonoi
«compañeros», o más exactamente, «socios» de Pedro. Esto significa que entre
los tres habían montado una pequeña asociación pesquera, una cooperativa, en
la que Pedro figuraba como director y propietario principal. Jesús dirigió
su primera llamada a este grupo, a esta, koinonia (communio), a la
cooperativa de Simón se convierte en imagen de lo nuevo, de lo que está por
venir. La asociación pesquera hacer la communio de Jesús. Los cristianos
forman la communio de esta barca de pescador, en virtud de la llamada de
Jesús, unido en el milagro de la gracia que, tras las noches sin esperanza,
regala las riquezas del mar. Y, como en el don, también están unidos en la
misión.
Hay en Jerónimo una hermosa interpretación de la expresión «pescador de
hombres» que en esta transformación interior de la profesión, pasa a ser una
visión de futuro. Dice Jerónimo que sacar a los peces del agua significa
arrancarlos de su elemento vital y entregarlos, por tanto, a la muerte.
Pero, en cambio, sacar a los hombres del agua del mundo significa
arrancarlos del elemento de muerte y de la noche sin estrellas para darles
el aire y la luz del cielo. Significa trasladarlos al elemento de la vida,
que da al mismo tiempo luz y contemplación de la verdad. La luz es vida,
porque el elemento vital del hombre, aquello de lo que vive en lo más hondo
de sí, es la verdad, que es a la vez amor. Es cierto que el hombre que nada
en las aguas del mundo ignora estas cosas. Por eso se resiste a ser sacado
del agua. Cree, por decirlo de algún modo, que es uno que morirá sin remedio
si es arrancado del agua de las profundidades. Se trata, en realidad, de un
acontecimiento mortal. Pero esta muerte lleva a la vida verdadera, sólo en
la cual el hombre a su auténtica realidad. Ser discípulo significa dejarse
capturar por Cristo, que es el Pez misterioso que ha descendido hasta el
agua del mundo, el agua de la muerte; que se ha hecho pez para dejarse
primero capturar por nosotros, para ser nuestro pan de vida. Se deja
capturar para que nosotros seamos capturados por él y hallemos el valor
suficiente para dejarnos sacar con Él de las aguas de nuestra rutina y de
nuestras comodidades. Jesús se ha convertido en pescador le hombres al tomar
sobre sí la noche del mar, al descender a la pasión de las profundidades.
Pescador de hombres sólo puede ser quien, como él, se entrega a sí mismo. Y
esto sólo puede hacerse cuando se confía en la barca de Pedro, cuando se
entra en la comunión de Pedro. La vocación no es asunto privado, no es un
perseguir por iniciativa propia la causa de Jesús. Su espacio es la Iglesia
entera, que sólo puede existir en comunión con Pedro y en comunión, por
tanto, con los apóstoles de Jesucristo.
(RATZINGER, J., Servidores de vuestra alegría, Ed. Herder, Barcelona, 1989,
pp. 92-103)
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Aplicación: R.P. Carlos M. Buela, I.V.E. - Mar adentro ¡Duc in
altum!
“No es éste el momento para indecisiones,
ausencias o faltas de compromiso.
Es la hora de los audaces, de los que tienen esperanza,
de los que aspiran a vivir en plenitud el Evangelio
y de los que quieren realizarlo en el mundo actual
y en la historia que se avecina”.
(Juan Pablo II, Lima, Perú, 1985).
Cuenta el Evangelio de San Lucas (5,4) que “en una oportunidad, la multitud
se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la palabra de Dios, y Él
estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. (...) Jesús subió a la
barca de Simón Pedro y le pidió que se apartara un poco de la orilla;
después, se sentó y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de
hablar, dijo a Simón: «¡Navega mar adentro!...»”.
Palabra profunda, de muy profundo contenido, de hondas resonancias
místicas... ¡Duc in altum!...¡Navega mar adentro!
Palabra especialmente dicha para jóvenes llenos de grandes ideales, que no
quieren hacer de su vida una monotonía gris e informe...
Palabra que entienden los jóvenes de acción, de mirada amplia, de corazón
decidido y generoso, que por la nobleza de su alma se JÓVENES EN EL TERCER
MILENIO sonríen con alegría al saber que Jesús mismo les dice: “¡Duc in
altum!... ¡Navega mar adentro!”.
Palabra que es una invitación a realizar grandes obras, empresas
extraordinarias donde hay mucho de aventura, de vértigo, de peligro...
Joven: ¡Navega mar adentro! Donde las olas sacuden la barca, donde el agua
salada salpica el rostro, donde la proa va abriéndose paso por vez primera,
donde no hay huellas y las referencias sólo son las estrellas, donde la
quilla es sacudida por remolinos encontrados, donde las velas desplegadas
reciben el furor del viento, donde los mástiles crujen... y el alma se
estremece...
¡Mar adentro! Lejos de la orilla y de la tierra firme de los pensamientos
meramente humanos, calculadores y fríos... donde el agua bulle, el corazón
late a prisa, donde el alma conoce celestiales embriagueces y gozos
fascinantes.
Es quemar las naves como Hernán Cortés, con española arrogancia...,
“abandonándolo todo...”.
Navegar mar adentro es tomar en serio las exigencias del Evangelio: vé,
vende todo lo que tienes... (Mt 19,21).
Es la única aventura...
Es el ansia de poseer al Infinito en nuestro corazón inquieto...
Es lo propio de los pescadores: hombres humildes, laboriosos, no temen los
peligros, vigilantes, pacientes en las prolongadas vigilias, constantes en
repetir sus salidas al mar, prudentes para sacar los peces..., curtidos por
la sal y el sol... Es ser “rebelde por Cristo contra el espíritu del mundo”.
¡Duc in altum! A vivir el cristianismo a “full” en una mezcla de bravura y
de coraje, que ha de cautivar a los hombres, a los niños, a los jóvenes.
Es no tener miedo de amadrinarse con el peligro, a vivir en la desenfadada
intrepidez del amor total, absoluto, irrestricto e indiviso a Dios.
A vivir en un delirio de coraje para vencer día a día y hora a hora, al
mundo, al Demonio y a la carne.
A vivir con todo el ímpetu de los santos y de los mártires que lo dieron
todo por Dios.
A vivir mojándole la oreja al Anticristo. Y si su sucia pezuña nos
aplastase, bramar : “¡Viva Cristo Rey!”... y escupir a esa piltrafa humana.
Y para ello hay que romper amarras, pecados, ocasiones, malas amistades...
¡Mar adentro!: en el abismo de la oración insondable con el Abismo.
Es disponerse a morir como el grano de trigo para verlo a Cristo en todas
las cosas.
¡Mar adentro!
(BUELA, C., Jóvenes en el tercer milenio, Ediciones del Verbo Encarnado, San
Rafael (Mendoza, Argentina), 2007, pp. 375-377)
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Aplicación: San Alberto Hurtado - ¿Sabes lo que es el sacerdocio?
Al tratar los jóvenes el problema de elección de carrera, pocos son los que
se proponen entre los caminos que podrían elegir el del sacerdocio. Muchos
no lo conocen suficientemente; otros tienen ideas falsas sobre su misión, y
los más carecen de una noción exacta de lo que constituye una vocación al
Sacerdocio.
Una campaña de denigración del sacerdocio ha sido dirigida intensa y
hábilmente por los enemigos de la Iglesia: se los insulta, se los esquiva,
se los llama, cuervos... se les grita ¡cuá! ¡cuá!, la gente supersticiosa
toca hierro a su paso; les achacan crímenes…
Si un cura es malo, todos los curas son malos.
En más de una ocasión se los apedrea y en las revoluciones últimas, las
primeras y más numerosas víctimas han sido los sacerdotes: en la revolución,
de España, sacerdotes y religiosos dieron su vida, por Cristo; en Méjico
cerca de 300 fueron asesinados, en la revolución cuyo recuerdo está todavía
tan fresco.
Muchos católicos los estiman sí, pero ¡de lejos! Sola para ellos ministros
religiosos que ejercitan ciertas ceremonias sagradas indispensables; se les
ha de amar para el bautizo y para el entierro de los seres queridos, pero se
les niega ese aprecio íntimo que se traducirá en la entrega de sus hijos
cuando Dios los llama a participar de su vida.
Pero también hay católicos y ¡muchos felizmente! Para quienes el Sacerdocio
Católico es lo más grande que hay sobre la tierra. El sacerdote es el padre,
doctor, consejero, consolador, amigo, dispensador de la gracia, Cristo
viviendo permanentemente en el mundo. Procuremos desentrañar lo que es el
sacerdote católico.
Cristo el primer Sacerdote
El ser más grande que ha existido en este mundo es Cristo-Jesús. Dios y
hombre verdadero, causa de nuestros bienes todos, esperanza ciertísima de
los que pronto alcanzaremos. Para el cristiano que conoce su fe sabe que
ella se resume toda en Cristo. Sus bienes compendia en Cristo. Su vida
debiera pretender como la de Pablo, ser prolongación de la vida de Cristo.
Ahora bien, Cristo fue sacerdote, y todo sacerdote es otro Cristo. Las
características del sacerdocio católico no son más que repetición de las que
Cristo ostentó en su persona; los poderes y la acción de nuestros sacerdotes
son un eco de los poderes y de la acción de Cristo.
Jesús ungido sacerdote con la unción de su unión hipostática a la divinidad,
ofreció el gran sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, en redención de los
pecados, perdonó las culpas de los pecadores, no dio los sacramentos,
canales de gracia; predicó la Buena Nueva, el Evangelio de nuestro rescate y
divinización, consolar y aliviar dolores; y finalmente buen Pastor, dio la
vida por sus ovejas. Él es con toda verdad el primero y el gran sacerdote, y
aunque todas sus acciones fueron de valor infinito porque eran divinas, sin
embargo la más trascendentales para la humanidad fueron las que practicó
como sacerdote: las que constituyeron su sacrificio que nos redimió y nos
hizo hijos y herederos del cielo.
Sacerdotes, continuadores del sacerdocio de Cristo
La misión que Jesús vino a realizar a la tierra de glorificación del Padre y
de redención de los hombres quiso Él continuarla en el mundo primariamente
por sus sacerdotes. De entre la muchedumbre que lo seguía escogió doce los
separó para que estuviesen con Él, les dio poder de consagrar su Cuerpo, de
predicar su doctrina, de perdonar los pecados. Fueron sus amigos, sus
íntimos. Con Él vivían. Para ellos sus explicaciones más íntimas, la promesa
de perpetua insistencia espiritual hasta el poder de hacer milagros.
Estos sacerdotes, los Apóstoles por encargo dc1 mismo Cristo comunicarnos
poderes a otros hombres llamados invisiblemente en el fondo de su alma; por
Cristo, y a quienes en forma sensible ellos imponían las manos y les
comunicaban los poderes que les había conferido el Maestro... Otros y
otros... Millones ha habido en el mundo. Unos trescientos mil hay hoy en el
mundo que han recibido el sacerdocio de Cristo y han consagrado su vida, a
la gloria de Dios y a la salvación de las almas. Son ellos los que han
recibido una misión que se parece más que ninguna a la misión de Cristo, el
Salvador.
Llamado y ungido
“No me elegisteis vosotros a mí, sino yo os escogí vosotros”. Elegidos por
Cristo, y ungidos porque electos.
¡Qué bien entendió la grandeza del sacerdote, incluso de su cuerpo
consagrado, el Padre Guillermo Doyle quien escribió los hermosos
pensamientos que vamos a transcribir! Tanto respeto sentía el Padre Doyle
por el cuerpo humano santificado por la gracia que cuando actuaba como
capellán de ejército durante la guerra de 1914, trabajaba sin descanso, por
enterrar hasta los miembros dispersos de sus soldados; porque formaron parte
de un templo del Espíritu Santo. ¡Qué bien podía él comprender la grandeza y
Santidad de un cuerpo ungido para Ministro de Dios!.
Respeto merecen los vasos consagrados al servicio del altar por la mano del
Obispo: su contacto con Cuerpo y Sangre de Cristo les ha comunicado algo de
su santidad. El cuerpo del sacerdote es también consagrado con el crisma de
la ordenación, alejado de los placeres de la tierra por el voto de castidad.
“No toquéis a los ungidos del Señor! Yo os he
separado de las demás gentes para que seáis míos”, dice el mismo Dios. Tú
eres, dice San Pablo, “Sacerdote excelso, santo, inocente, inmaculado,
segregado de los pecadores y hecho más alto que los cielos".
El día de su ordenación el sacerdote arrodillado ante el altar extiende las
palmas de sus manos: en ellas el Obispo, con el santo crisma, traza una cruz
y le dice : "Dígnate, Señor, consagrar y santificar estas manos, para que
todo lo que bendigan sea bendito y todo lo que consagren sea consagrado y
santificado, en el nombre de Jesucristo Señor Nuestro. Amén".
En estas manos consagradas en adelante va a consagrar el Cuerpo del
Salvador. Ellas van a sostener la hostia consagrada y a repartir el pan de
la vida a millares de almas hambrientas. Estas manos santas se levantarán en
alto para bendecir al inocente y absolver al pecador; derramarán el agua del
bautismo sobre la criatura recién nacida; consagrarán vínculos sagrados del
matrimonio y ungirán el cuerpo del cristiano moribundo para prepararlo a su
jornada de la eternidad. Muchas veces se unirán en la oración y se
extenderán ante el trono del altar en silenciosa súplica por las almas de
los hombres; su secreto poder romperá las cadenas del pecado; y apartará del
mundo perverso las iras de un Dios ofendido.
"¡Qué hermosas aparecen sobre las montañas las plantas de aquel que trae la
buena nueva y que predica la paz!" ¿A quién mejor que al sacerdote se
pueden aplicar estas palabras cuyos pies están siempre prontos a correr al
lecho del enfermo y del moribundo llevándoles esperanzas, consuelos,
reconciliación y paz?
¡Oh!, los pasos del buen sacerdote son dirigidos hacia el altar a consagrar
a Cristo, al tribunal del perdón para absolver, a las calles y suburbios y a
los campos con calor, con lluvia, con frío a, llevar a las almas su alimento
y su consejo. Frecuentemente, porque los pies del Maestro están cansados de
tanto ir tras los pecadores en busca de la oveja perdida.
Llena de estos sentimientos, Santa Catalina de Sena besaba de rodillas las
huellas de las plantas de los sacerdotes que pasaban ante ella para
desempeñar su misión apostólica.
Los labios del sacerdote profieren palabras que no ¡modo pronunciar otro
hombre alguno. Cada día rezan yo el oficio divino las alabanzas de Dios,
interceden por el pecador y a su oído murmuran la palabra de reconciliación.
"Vete en paz, tus pecados te son perdonados". El alma moribunda, mientras va
desplomándose entre los brazos de su Creador, oye de esos labios palabras
que le aseguran su reconciliación y que puede mirar el rostro de su Hacedor
llena de confiada y robusta esperanza... Cada mañana esos labios hacen bajar
sobre el altar al Señor de toda la creación: "Éste es mi Cuerpo. Ésta es mi
Sangre"... esa sangre que va pronto a enrojecer esos mismos labios
sacerdotales.
¡Labios santos!, los labios del sacerdote cuya misión es santificar,
perdonar y consolar; a sus palabras obedece el Dios eterno, la tierra se
ilumina y se alegra y se inclinan los cielos.
Los ojos del sacerdote han de estar cerrados para las cosas terrenas, ya que
tan a menudo han de fijarse en la belleza arrebatadora de la Hostia santa.
Oídos santos del amigo fiel de innumerables almas a las cuales se confían
secretos que a nadie más es lícito oír; en los cuales se depositan los
pecados, los dolores, las miserias del corazón para aligerar un poco la
carga de nuestra penosa peregrinación sobre la tierra.
“Tú eres sacerdote para siempre”, es el carácter que lleva impreso el alma
de cada sacerdote. San Francisco de Asís solía decir: "Si yo me encontrara
con un ángel y un sacerdote, saludaría al sacerdote antes que al ángel". Y
esta concepción no es extraña en el sentido intimo que encierra a la mente
de los buenos cristianos: porque comprenden lo que es el sacerdote, los
hombres descubren su cabeza ante éste y en algunos países las mujeres lo
saludan con una inclinación, y recuerdo haber visto a los niños de la
católica Irlanda, que en señal de reverencia, ya que no llevaban sombrero,
se tiraban un mechón de pelo simulando el descubrir su cabeza. Estas señales
van dirigidas no al hombre pecador, sino al amigo predilecto de Dios,
escogido para una obra santa. “Yo, el gran Dios, te he escogido”,
Las antiguas crónicas nos recuerdan que comía San Martín de Tours a la mesa
del emperador Máximo, quien estaba acompañado de todos sus dignatarios de la
corte. El emperador llenando de vino su copa la presentó al santo,
pidiéndole que la llevara al más distinguido de los comensales. Levantóse
San Martín y después de pasar junto a los príncipes y nobles del séquito
real, fue a poner su copa delante del Capellán, diciendo: "¿quién es más
digno de este honor que el sacerdote de Jesucristo?"
(ALBERTO HURTADO, SJ, Elección de Carrera, Ed. Difusión, Buenos Aires, 1943,
pp. 45-52)
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Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Navega mar adentro
Jesús se ingenia para hablar a la muchedumbre con más comodidad. Inventa su
propio escenario, por otra parte hermoso y natural, a orillas del mar y
sobre una barca. Ya la elección de la barca de Simón y de sus compañeros y
el alejamiento de la orilla sugieren una consagración implícita, la
separación del común de la gente.
A medida que el pasaje avanza la vocación a una vida separada se explicita
cada vez más hasta convertirse en un seguimiento, respuesta libre a un
llamado.
Boga mar adentro alejado del mundo y de las cosas terrenas, de la seguridad
de lo material y de los afectos carnales. En lo profundo del mar, en lo
interior, en la soledad, el alma se vuelve más atenta a las palabras del
Señor. Navega mar adentro. Palabra profunda, de muy profundo contenido, de
hondas resonancias místicas, que impele a grandes ideales, que entienden
quiénes son hombres de acción, de mirada amplia, de corazón decidido y
generoso, que por la nobleza de su alma se sonríen con alegría al saber que
Jesús mismo es quien les dice Navega mar adentro. Es una invitación a
realizar grandes obras, empresas extraordinarias donde hay mucho de
aventura, de vértigo, de peligro, donde las olas sacuden la barca, el agua
salada salpica el rostro, la proa va abriéndose paso por vez primera, donde
no hay huellas y las referencias sólo son las estrellas, donde la quilla es
sacudida por remolinos encontrados, las velas desplegadas reciben el furor
del viento, los mástiles crujen... y el alma se estremece... ¡Mar adentro!,
lejos de la orilla y de la tierra firme de los pensamientos meramente
humanos, calculadores y fríos..., donde el agua bulle, el corazón late a
prisa, donde el alma conoce celestiales embriagueces y gozos fascinantes.
Navegar mar adentro es tomar en serio, a fondo, las exigencias del
Evangelio: ve, vende todo lo que tienes...1, es el ansia de nuestro corazón
inquieto, que anhela poseer el Infinito, es el ímpetu de los santos y de los
mártires, que lo dieron todo por Dios. Es lo propio de los pescadores:
hombres humildes, laboriosos, que no temen los peligros, vigilantes,
pacientes en las prolongadas vigilias, constantes en repetir sus salidas al
mar, prudentes para sacar los peces, curtidos por la sal y por el sol. Es
disponerse a morir, como el grano de trigo, para ver a Cristo en todas las
cosas2.
Navega mar adentro es un primer desapego. Desapego necesario para quien
quiera ser un hombre religioso3.
Los que estaban en las barcas eran Simón, Andrés, Santiago y Juan.
“Y echad las redes”. Este segundo desapego es más difícil que el primero
pero también es necesario para estar con Cristo. Simón le replica haciéndole
conocer su trabajo infecundo de toda la noche pero se abandona en Jesús. Es
el abandono del propio juicio y de la propia voluntad. Desapego de nosotros
mismos, “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame”4. La pesca es abundantísima. Los pescadores se asombran y
reconocen la santidad de Jesús y el ambiente sacro al que los ha llevado.
Pedro se confiesa pecador e indigno de estar en la presencia de Jesús.
Reconoce su pequeñez rodeada de miserias, reconoce humildemente su verdad
existencial. Pedro percibe el contraste entre la santidad de Jesús, el Santo
de Dios5 y su miseria, su condición de pecador. Es el instante propicio y
Jesús los llama “desde ahora serás pescador de hombres”. Y Pedro se asombra
mucho más ante el llamado. Jesús lo llama incluso siendo pecador como le
ocurrió al profeta Isaías6. El fundamento de la vocación es el poder de Dios
que elije y sostiene al llamado con su gracia. Al llegar a la orilla
abandonaron todo y se fueron con El.
Boga mar adentro es el llamado de Jesús a todos los hombres. Llamado a vivir
la vida religiosa. En el caso de Pedro y sus compañeros Jesús les indicó una
vocación especialísima: ser pescadores de hombres.
La vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento
decisivo para su misión, ya que indica la naturaleza íntima de la vocación
cristiana y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el
único Esposo7.
Boga mar adentro y echad las redes es una palabra de Jesús que invita a la
vida religiosa a los primeros discípulos. Jesús buscó el ambiente propicio,
condescendió con los llamados irrumpiendo en su oficio y por medio de un
milagro manifestó su autoridad para quererlos en una vida entregada
totalmente a su servicio. Palabra muy profunda que produce el encuentro
entre la voluntad de Jesús para que lo sigan totalmente desapegados de todo
y la voluntad de los discípulos que responden con un sí incondicional
fundamentado en el abandono total en su Maestro. Profunda palabra que los
hace dar un giro total en el caminar de la vida. Un nuevo estado de vida. “Y
dejándolo todo lo siguieron”.
(1) Mt 19, 21
(2) Cf. Constituciones del Instituto del Verbo
Encarnado nº 251. Editrice del Verbo Incarnato Italia 2004.
(3) No hablo aquí de la vida religiosa como
consagración especial sino de la vida religiosa a la que está llamado cada
cristiano.
(4) Mc 8, 34
(5) Mc 1, 24; Lc 4, 34; Jn 6, 69
(6) Cf. Is 6, 1-8
(7) Juan Pablo II, Exhortación Apostólica sobre
la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, Vita Consacrata
nº 3, Del Verbo Encarnado San Rafael 1996.
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Ejemplos Predicables
El misioneros
fracasado
Vocación - Humildad - Obediencia: Isaías, apóstol
Voy a contaros cómo llamó el Señor a Isaías al apostolado profético, y a
deciros cómo su vocación puede ser modelo de nuestra propia vocación.
Hacía poco tiempo que había muerto Ozías. El estado del pueblo era
lamentable. Había vuelto las espaldas a Dios y, como siempre, Dios le había
vuelto las espaldas a él. Sobre los altos se erguían los ídolos, y en las
ciudades pululaban como plantas malditas las costumbres corrompidas de los
gentiles,
El Señor quiere salvarlos y elige un Profeta. Pero como son tan
inescrutables los juicios de Dios, manda a ese Profeta para que endurezca el
corazón del pueblo, para que cierre sus ojos, para que tapone sus oídos.
Esto que a primera vista parece tan extraño, tenía en la intención de Dios
una explicación. El Profeta predicaría la penitencia y la conversión. El
pueblo se endurecería, no le haría caso, y daría a Dios ocasión para el
castigo. Y el castigo sería tan grande que el pueblo abriría por fin los
ojos y se salvaría de la desventura y el dolor.
Y ved cómo cuenta el mismo Profeta la vocación de Dios.
«El año de la muerte del rey Ozias vi al Señor sentado sobre un trono alto y
sublime, y sus vestiduras llenaban el templo. Había ante El serafines, que
cada uno tenía seis alas; con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían
los pies, y con las otras dos volaban, y los unos a los otros se gritaban y
se respondían: ¡Santo, Santo, Santo, Yavhé Sabaoth! ¡Está la tierra llena de
tu gloria!
A estas voces temblaron las puertas en sus quicios, y la casa se llenó de
humo. Yo me dije:
- "¡Ay de mí, perdido soy, pues siendo un hombre de impuros labios que
habita en medio de un pueblo que también tiene los labios impuros, he visto
con mis ojos al Rey Yavhé Sabaoth!".
Pero uno de los serafines voló hacia mí, teniendo en sus manos un carbón
encendido, que con las tenazas tomó del altar, y tocando con él mi boca,
dijo:
- "¡Mira, esto ha tocado tus labios; tu culpa te ha sido quitada y borrado
tu pecado!".
Y oí la voz del Señor que decía:
- "¿A quién enviaré y quién irá de nuestra parte?".
Y yo le dije:
- "¡Heme aquí! ¡Envíame a mí!".
Y Él me dijo:
- "Ve y di a ese pueblo: oíd y no entendáis; ved y no conozcáis. Endurece el
corazón de ese pueblo, tapa sus oídos, cierra sus ojos. Que no vea con sus
ojos, ni oiga con sus oídos, ni entienda su corazón, ni sea curado de
nuevo".
Y yo dije:
- "¿Hasta cuándo, Señor?".
Y Él respondió:
- "¡Hasta que las ciudades queden asoladas y sin habitantes, y las casas sin
moradores, y la tierra hecha un desierto. Hasta que Yavhé arroje lejos a los
hombres y sea grande la desolación en el mundo!"».
No he querido añadir ni quitar nada, mis hermanos, a esta narración del
Profeta, en la que es para nosotros una lección cada palabra. El Profeta se
prepara su vocación, y lo primero que hace es ver a Dios. Y verle en su
trono alto y sublime llenando toda la tierra su gloria.
Si queremos nosotros que Dios nos llame a la vocación de su apostolado,
hagamos lo mismo. No hay vocación sin humildad. El que ve a Dios se ve a sí
mismo; ve cuánta distancia hay entre Dios y él; qué poca cosa es; mejor
dicho, qué nada. Y cuanto más claro ve a Dios y más admira y reverencia su
gloria, más se desprecia a sí mismo. Esta es la señal infalible de una
verdadera vocación. Por el contrario, es señal infalible de una vocación
falsa ensoberbecerse con ella, ponderar sus hazañas, creerse docto, santo,
perfecto. Mirad lo que hicieron todos los grandes llamados de la historia.
Abraham decía: « ¿Hablaré al Señor, siendo polvo y ceniza?» Moisés, cuando
iba a ser llamado, viendo al Señor en la zarza, «ocultaba su rostro y no se
atrevía a mirar a Dios». Jeremías, al ser llamado por Dios, decía: «Señor,
yo soy como un niño, que no sé hablar». El mismo Isaías decía asustado: «
¡Perdido soy, pues siendo un hombre de impuros labios he visto con mis ojos
al Rey!». Por eso San Francisco de Asís, llamado por Dios a convertir al
mundo de su tiempo, decía en éxtasis: « ¿Quién eres Tú, Señor, y quién soy
yo? Tú, abismo de ser, de verdad y de gloria; yo, abismo de nada, de vanidad
y de miseria».
La segunda señal de la verdadera vocación es la obediencia. Todo apostolado
tiene a quién obedecer: el apostolado religioso, a sus Superiores; el
apostolado sacerdotal, a sus Obispos; el apostolado seglar, a sus
Jerarquías. Y todos, al Papa, supremo director del apostolado de la Iglesia.
Este ejemplo se lo daban los ángeles a Isaías en el día de su vocación.
Tenían el rostro tapado, diciendo al apóstol que tiene que obedecer a
ciegas, con los ojos vendados, sin discutir, sin criticar, sin juzgar
temerariamente los mandatos del superior. Tenían los pies ocultos, dándole a
entender que él no debe ir por sus propios caminos, sino por los caminos que
le señale el representante de Dios. Estaban llenos de alas, para significar
la prontitud con que debemos estar dispuestos a volar, a cumplir los
mandatos de nuestro superior. Le hemos de escuchar con alas en los oídos, lo
hemos de cumplir con alas en el juicio y con alas en los pies. Y como los
ángeles de Isaías, hemos de reservar siempre dos alas para volar: el
entendimiento y la voluntad, la meditación y el amor, la contemplación y la
acción.
Y notad que en la visión de Isaías los ángeles están al mismo tiempo de pie
y vuelan. Comentaba la aparente contradicción un Santo Padre y decía
agudamente: «Estar de pie delante de Dios es lo mismo que volar. ¿Quieres
volar a Dios?, ponte delante de El en el silencio y en la oración, y
entonces volarás y llegarás al trono del Altísimo».
Isaías nos da el ejemplo de esta perfecta obediencia cuando, al oír la voz
de Dios que le dice: « ¿A quién enviaré?», responde prontamente: «Aquí estoy
yo; ¡mándame a mí!». He aquí la disposición del perfecto obediente. Siempre
dispuesto a obedecer, y a veces antes de ser mandado. Porque decía San
Alberto el Magno. «El verdadero obediente no espera nunca el mandato, sino
que en cuanto sabe o sospecha cuál es la voluntad del Superior,
fervientemente y con toda prontitud la cumple». Y decía San Bernardo: «El
obediente fiel no sabe de tardanzas, aborrece el mañana, ignora la pereza,
se adelanta al que manda, tiene prontos los ojos para ver, los oídos para
oír, la lengua para hablar, las manos para trabajar, los pies para caminar.
No piensa en otra cosa que en cumplir la voluntad del superior».
Aprended además dos cosas, que sólo he de insinuaros. Primera, que nadie
puede ser apóstol si no ha sido llamado por Dios. A los apóstoles que se
metían por su cuenta a la predicación de la verdad, los llamaba Cristo
rateros y ladrones. A nosotros no nos toca más que presentarnos a la Iglesia
y decirle: Aquí estoy yo, ¡envíame! Y si la Iglesia nos envía, trabajar bajo
su dirección por el reino de Dios.
Hay otra cosa que aprender: antes de salir al apostolado hay que purificarse
los labios con el ascua encendida del altar. Unos labios impuros no pueden
predicar a un pueblo impuro y traerlo a Dios. Nosotros también vemos a Dios
llenando con su majestad todo el templo. También vemos a los ángeles
rodeando el altar. En medio del altar, la hoguera encendida de las Hostias
blancas en las que palpita el Corazón de Jesús. El sacerdote toma una de las
ascuas de esa hoguera y nos la pone en los labios diciéndonos como el ángel
a Isaías: Mira, esto ha tocado tus labios; ya estás puro, ya está borrado tu
pecado. Ya puedes ir al pueblo y decirle: se acerca a vosotros el reino de
Dios.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, pp.
35-38)
Cortesía: ive.org et alii