1ª Semana de Cuaresma
Domingo
Entrada: «Me invocará y le escucharé, lo defenderé;
lo saciaré de largos días» (Sal 90,15-16).
Colecta
(Gelasiano): «Al celebrar un año más la
santa Cuaresma concédenos, Dios todopoderoso, avanzar en la inteligencia del
misterio de Cristo, y vivirlo en su plenitud».
Ofertorio
(del misal anterior, y antes del Gelasiano
y Gregoriano): «Te rogamos, Señor, que nos prepares dignamente para ofrecer
este sacrificio con el que inauguramos la celebración de la Pascua»
Comunión: «No solo de pan vive el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), o bien «El Señor te cubrirá
con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás» (Sal 90,4).
Postcomunión
(composición nueva con elementos del Misal de Bobbio, siglo VII y
pasajes evangélicos –Mt 4,4; Jn 6,51–): «Después de recibir el pan del
Cielo que alimenta la fe, consolida la esperanza y fortalece el amor, te
rogamos, Dios nuestro, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y
verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu
boca».
Ciclo A
El mayor obstáculo
para vivir una Cuaresma cristiana es el orgullo del hombre, siempre dispuesto a desentenderse de Dios
y de su voluntad amorosa, para autodi-vinizarse y determinar por sí mismo la
ley del bien y del mal. La liturgia de hoy nos enseña a tomar el camino recto.
–Génesis
2,7-5–3,1-7: Creación y pecado de nuestros primeros padres. Fuimos creados, por amor de Dios, para
glorificar al Creador a través de las cosas creadas. Pero el pecado original,
la soberbia de Adán y Eva, trajo la degradación de la naturaleza humana.
Comenta San Agustín:
«Se pasó por alto la amenaza de Dios y se
prestó atención a la promesa del diablo. Pero la amenaza de Dios resultó ser
verdadera y falso el engaño del diablo. ¿De qué le sirvió –os pregunto– de qué
le sirvió a la mujer decir: “la serpiente me indujo”, y al varón: “la mujer que
me diste como compañera me dio y comí“? ¿Acaso les valió la excusa y evitaron
la condena?» (Sermón 224).
–Seguimos pidiendo
perdón al Señor con el Salmo 50, que ya comentamos el miércoles
de Ceniza.
–Romanos
5,12-19: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Para
regenerarnos, el amor de Dios nos ofreció la redención en Cristo, el nuevo
Adán. Todos hemos de convertirnos a Cristo para nuestra salvación. Comenta San
Agustín:
«Ved lo que nos dio a beber el hombre, ved lo
que bebimos de aquel progenitor, que apenas pudimos digerir. Si esto nos vino
por medio del hombre, ¿qué nos llegó a través del Hijo del Hombre? (Rom
5,12-19)... Por aquél el pecado, por Cristo la justicia. Por tanto, todos los
pecadores pertenecemos al hombre y todos los justos al Hijo del Hombre (Sermón
255,4). Como dice el Señor por el profeta Isaías: «Vuestra salvación está
en convertiros y en tener calma; vuestra fuerza está en confiar y en estar
tranquilos. Pero el Señor espera para apiadarse, aguanta para compadecerse;
porque el Señor es un Dios recto: dichosos los que esperan en Él» (Is
30,15.18).
–Mateo 4,1-11:
Jesús ayuna durante cuarenta días y es tentado. Jesús no sólo es el
Salvador, en quien podemos confiar, sino también el modelo que nos enseña a
vencer en nosotros mismos toda tentación degradante. San Agustín dice:
«Nuestra vida en medio de esta peregrinación no
puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a
través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede
ser coronado si no ha vencido, ni
vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigos y de
tentaciones...
« Cristo nos incluyó en Sí mismo cuando quiso
verse tentado por Satanás. Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se
dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero
en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de
Él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para Él, y de Él
para ti la vida; de ti para Él los ultrajes, y de Él para ti los honores; en
definitiva, de ti para Él la tentación y de Él para ti la victoria. Si hemos
sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo.
«¿Te fijas en que Cristo fue tentado y no te
fijas en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en Él, reconócete también
vencedor en Él. Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado
no te habría aleccionado para la victoria, cuando tú fueras tentado» (Comentario
sobre los Salmos, salmo 60,2-3).
Ciclo B
Toda la historia de
la salvación evidencia el designio divino de purificarnos de nuestros pecados y
entablar con nosotros una alianza de salvación y de santidad. La penitencia
cuaresmal tiene su origen en el ejemplo personal de Cristo, quien, no obstante
su absoluta santidad personal y para invitarnos personalmente con su ejemplo,
consagró cuarenta días íntegros a la oración, al ayuno y a la ascética
penitencial. Hemos de estar persuadidos de que tenemos necesidad de penitencia,
si no queremos anular en nosotros el fruto del sacrificio redentor del
Calvario.
–Génesis 9,8-15:
Pacto de Dios con Noé, liberado de las aguas del diluvio. Tras el
castigo purificador del diluvio, Dios volvió a proclamar su designio de alianza
y salvación sobre la comunidad nuevamente regenerada y misteriosamente
seleccionada entre la humanidad pecadora: «Donde abundó el pecado, sobreabun-dó
la gracia» (Rom 5,20).
Esta es la idea que parece enseñarnos la
lectura del diluvio. El pecado lleva siempre a la destrucción; pero Dios
también está siempre dispuesto a recrear al hombre, a renovarlo de modo que
continúe viviendo en la justicia y santidad. Por eso Dios se une a la humanidad
con un pacto, la alianza, empeño que Dios tiene en favor de los hombres.
Dios está cerca, como
amigo que cuida del destino del hombre y desea su plena realización. Donde existió
el pecado y la muerte, ahora brilla el arco iris en el cielo, signo del Sol del
Amor divino, que no cesará jamás de querer bien al hombre. Éste volverá una y
otra vez al pecado, pero Dios se compadecerá siempre, perdonando y
robusteciendo con su gracia el alma del hombre, para que progrese en santidad y
en justicia. Para el pecador arrepentido hay siempre una esperanza de
salvación. La celebración cuaresmal nos lo confirma en esta bella liturgia.
–Lo expresamos con el Salmo 32:
«La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor
están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar
sus vidas de la muerte y redimirlos en el tiempo de hambre. Nosotros aguardamos
al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga
sobre nosotros como lo esperamos de Ti».
–1
Pedro 3,18-22: Aquello fue un símbolo del bautismo que ahora os
salva. Por la muerte redentora de Cristo las aguas bautismales son, en los
planes de Dios, el medio sacramental que nos limpia de nuestros pecados y nos
incorpora a la Iglesia, arca definitiva de salvación.
Podemos resumir la
lectura anterior con esta afirmación: donde la mirada humana no ve más que el
desfallecimiento del hombre, allí la visión cristiana toma el poder y la acción
vivificadora de Dios, y actúa como Cristo, que aceptó la muerte en lugar de los
pecadores, para salvarlos, alcanzando así su propia glorificación. La fe hace
comprender que todos los con-dicionamientos y limitaciones humanas alcanzan un
valor positivo cuando el hombre los acepta por amor a Dios, transformándolos,
con la gracia divina, en gestos constructivos y salvíficos para sí y para los
demás, a ejemplo de Cristo.
–Marcos
1,12-15: Era tentado por Satanás y los ángeles le servían. La
conversión evangélica personal y la penitencia reformadora de nuestras vidas
son tan imprescindibles, que sin ellas no puede haber salvación para nosotros.
El aval de nuestra conversión es el Corazón del Hijo Redentor. Comenta San
Agustín:
«En el combate hasta la muerte está la victoria
plena y gloriosa. En efecto, las primeras tentaciones propuestas a nuestro
Señor, el Rey de los mártires, fueron duras;
en el pan, la concupiscencia de la carne; en la promesa de reinos, la
ambición mundana, y en la curiosidad de la prueba, la concupiscencia de los
ojos. Todas estas cosas pertenecen al mundo, pero son cosas dulces, no crueles.
«Mirad ahora al Rey de los mártires
presentándonos ejemplos de cómo hemos de combatir y ayudando
misericordiosamente a los combatientes. ¿Por qué permitió ser tentado, sino
para enseñarnos a resistir al tentador? Si el mundo te promete el placer
carnal, respóndele: “más deleitable es Dios”. Si te promete honores y dignidades
seculares, respóndele: “el Reino de Dios es más excelso que todo”. Si te
promete curiosidades superfluas y condenables, respóndele: “sólo la Verdad de
Dios no se equivoca”» (Sermón 384,5).
Ciclo
C
La oración es el
primer paso para la renovación santificadora de las prácticas cuaresmales. Es
también la primera lección que Cristo nos ofreció en su vida pública. Sus
cuarenta días de oración, en diálogo entrañable con el Padre, fortalecido con
el Espíritu Santo, constituyen el ejemplo a seguir en este santo tiempo de
Cuaresma. Si queremos tomar en serio nuestra vocación y condición cristianas,
si queremos salir victoriosos de la tentación, debemos orar como Cristo hizo en
el desierto.
–Deuteronomio
26,4-10: Profesión de fe del pueblo escogido. Con la ofrenda
anual de las primicias, Israel evocaba el acontecimiento más evidente de toda
la historia de la salvación: que es siempre el amor de Dios el que toma la
iniciativa para librarnos de toda esclavitud. En la ofrenda de las primicias el
israelita declara la motivación de su gesto ofertorial: el recuerdo de las intervenciones de Dios en
favor de sus padres y de todo el pueblo, que culminan con la entrega de la
Tierra Prometida.
Nosotros tenemos
muchos motivos, más aún que los antiguos israelitas, para alabar a Dios y
ofrecerle toda nuestra vida: Él nos creó, pero más aún nos redimió, en prueba
de su amor inmenso y gratuito, que está suscitando siempre nuestra
correspondencia de amor, de adoración, de entrega total. Todo cuanto tenemos es
de Él, y nosotros, llenos de amor, se lo devolvemos, con toda nuestra voluntad,
libremente. Igual que el pueblo de Israel, y con mayor razón, nosotros, que
vivimos en la época de la técnica, del progreso y del bienestar, debemos
ofrecer a Dios nuestras cosas, y, sobre todo, nuestras vidas.
–Con el Salmo
90 tenemos la seguridad de que Dios nos ayuda y nos pone al amparo de
Cristo en la tentación, según la lectura evangélica de hoy: «Tú que
habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al
Señor: Refugio mío, Dios mío, confío en Ti. No se te acercará la desgracia, ni
la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que
te guarden en tus caminos. Te llevarán
en su palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides
y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí; lo librarás; lo
protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en
la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré».
–Romanos 10,
8-13: Profesión de fe del que cree en Jesucristo. Por la fe en
Cristo nos es posible a todos los hombres la regeneración y la reconciliación
con Dios entre nosotros mismos. San Agustín comenta este pasaje:
«Creamos en Cristo crucificado, pero resucitado
al tercer día. Esta fe, la fe por la cual creemos que Cristo resucitó de entre
los muertos es la que nos distingue de los paganos... El Apóstol dice: “Pues si
crees en tu corazón que Jesús es el Señor y confiesas con tu boca que Dios lo
resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rom 10,9). Creed en vuestro
corazón... Pero sea vuestra fe la de los cristianos, no la de los demonios...
«Pregunta a un pagano si fue crucificado
Cristo. Te responderá: “Ciertamente”. Pregúntale si resucitó y te lo negará.
Pregunta a un judío si fue crucificado Cristo y te confesará el crimen de sus
antepasados. Pregúntale, sin embargo, si resucitó de entre los muertos; lo
negará, se reirá y te acusará. Somos diferentes... Si nos distinguimos en la
fe, distingámonos, de igual manera, en las costumbres, en las obras,
inflamándonos la caridad» (Sermón 234,3).
–Lucas 4,1-13:
Jesús fue conducido por el Espíritu en el desierto y tentado por el diablo.
El naturalismo de la vida, las ambiciones del corazón y el orgullo idolátrico
son las tres tentaciones que nos acechan a diario y que Cristo Jesús nos enseñó
a superar con su propio ejemplo redentor.
San Agustín afirma
que el diablo se sirvió de la Escritura para tentar a Cristo y el Señor también
le respondió con la Escritura (cf. Sermón 313 E,4). En todo tiempo,
como individuos y como colectividad, estamos sujetos a la tentación de
servirnos del poder, del prestigio, de la organización, del privilegio, de las
riquezas..., para imponernos a los demás y subyugarlos.
Hemos de estar alerta
y superar todas las dificultades que se nos presentan en nuestro caminar hacia
Dios, sobre todo en este tiempo de Cuaresma, tan apropiado para la revisión de
vida, para cambiar de mentalidad, para el dolor de nuestros pecados .
Lunes
Entrada: «Como están los ojos de los esclavos fijos
en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia» (Sal 122,2-3).
Colecta
(del misal anterior, y antes del Gregoriano
y Gelasiano): «Conviértenos a Ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con
la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en
nosotros sus mejores frutos».
Comunión: «Os aseguro, dice el Señor, que cada vez
que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.
Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo» (Mt 25,40.34).
Postcomunión: «Concédenos experimentar, Señor Dios
nuestro, al recibir tu Eucaristía, alivio para el alma y para el cuerpo; y así,
restaurada en Cristo la integridad de la persona, podremos gloriarnos de la
plenitud de tu salvación».
–Levítico
19,1-2.11-18: Juzgarás con justicia a tu prójimo. Dios dio al
pueblo elegido un código de santidad y de justicia: «Seréis santos porque yo,
vuestro Dios, soy santo». Muchas prescripciones del Antiguo Testamento siguen
siendo válidas para nosotros, como las de esta lectura; hemos de cumplirlas con
mayor razón que los antiguos, porque tenemos la perfección y la ayuda
sobrenatural contenida en el Nuevo Testamento.
El concepto de santidad es del todo
transcendente, único, distante. No podemos llegar jamás a la santidad de Dios.
Él es absolutamente Otro, Separado, Único. Pero hemos de acercarnos lo más
posible para tratar con Él. Cristo vino a enseñarnos el camino más seguro para
ello, que es el amor. Este amor no es cosa nuestra, sino que ha sido infundido
por Dios mismo en nuestra alma: «El amor de Dios ha sido derramado en vuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).
Este amor se
manifiesta en nuestras relaciones con los demás hombres, como se indica en esta
misma lectura y es un signo de la santidad, como aparece en Dios mismo, según
el profeta Oseas: «No ejecutaré el ardor de mi cólera, porque yo soy Dios y no
hombre; en medio de ti, Yo el Santo» (11,9). La tendencia a la santidad ha de
ser nuestra tarea principal. Dice Casiano:
«Este debe ser nuestro principal objetivo y el
designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente
unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande
que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por el último de todos. Incluso hemos de
considerarlo como un daño positivo» (Colaciones 1).
Y San Agustín:
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1).
–El Señor quiere que
no sólo estemos atentos a su ley, sino que la contemplemos y hagamos de ella
nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Por ese camino alcanzaremos la
santidad.
Para esto nos resulta
utilísimo meditar con el Salmo 18: «Tus palabras, Señor, son
espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el
precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son
rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor
son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y
llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío».
–Mateo 25,31-46:
Lo que hiciste a uno de estos mis hermanos, conmigo lo hiciste. El gran
signo de la verdadera santidad es el amor a Dios y al prójimo. Es tan trascendental
ver al Señor en el prójimo, que nuestro encuentro definitivo con Él versará
sobre la manera en que lo hemos vivido a través del prójimo. Es lo que dice San
Juan de la Cruz: «en el atardecer de nuestra vida seremos examinados sobre el
amor». En nuestro caminar hacia Dios en este mundo, el incumplimiento de este
precepto nos hace caminar en tinieblas y nos imposibilita la participación en
la celebración del Sacramento del Amor. Comenta San Agustín:
«Recordad, hermanos, lo que ha de decir a los
que están a la derecha. No les dirá: “hiciste esta o aquella obra grande”,
sino: “tuve hambre y me disteis de comer”; a los que están a la izquierda no
les dirá: “hicisteis ésta o aquélla obra mala”, sino: “tuve hambre y no me
disteis de comer.” Los primeros, por su limosna irán a la vida eterna; los
segundos por su esterilidad, al fuego eterno, Elegid ahora el estar a la
derecha o a la izquierda» (Sermón 204,10).
En otro lugar dice:
«Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie
que quien recibe es aquél cuya mano ve. Quien recibe es el que te mandó dar. Y
no decimos esto porque así nos parece por conjetura humana; escúchale a Él que
te aconseja y te da seguridad en la Escritura. Tuve hambre y me diste de
comer... (Sermón 86,3).
Martes
Entrada: Señor, Tú has sido nuestro refugio de
generación en generación. Desde siempre y por siempre Tú eres Dios (Sal
89,1-2).
Colecta
(del misal anterior, y antes del
Gregoriano): Señor, mira con amor a tu familia, y a los que moderan su
cuerpo con la penitencia, aviva en su espíritu el deseo de poseerte.
Comunión: Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor
mío; Tú, que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi
oración (Sal 4,2).
Postcomunión: Que esta Eucaristía nos ayude, Señor, a
vencer nuestro apego a los bienes de la tierra y a desear los bienes del Cielo.
–Isaías
55,10-11: Mi palabra no volverá a Mí vacía, sino que hará mi
voluntad. Hemos de recibir la palabra de Dios con generosidad y colaborar
con ella para que dé fruto abundante de santidad en nosotros y en los demás.
Vino, primero por los profetas, luego por el Bautista y, finalmente, por el
mismo Cristo: «Muchas veces y en muchas ocasiones habló Dios a nuestros Padres
por ministerio de los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su
Hijo»: (Heb 1,1). Así comenta San Asterio, obispo de Amasea:
«Si pensáis emular a Dios, puesto que habéis
sido creados a su imagen, imitad su ejemplo. Vosotros, que sois cristianos, que
con vuestro mismo nombre estáis proclamando la bondad, imitad la caridad de
Cristo...
«Pensad en los tesoros de su benignidad, pues
habiendo de venir como hombre a los hombres, envió previamente a Juan como
heraldo y ejemplo de penitencia y, por delante de Juan, envió a todos los
profetas, para que indujeran a los hombres a convertirse, a volver al buen
camino y a vivir una vida fecunda.
«Luego se presentó Él mismo y clamaba con su
propia voz: “Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os
aliviaré”. ¿Y cómo acogió a los que escucharon su voz? Les concedió un pronto
perdón de sus pecados, y los libró en un instante de sus ansiedades. La palabra
los hizo santos, el Espíritu los confirmó, el hombre viejo quedó sepultado en
el agua, el hombre nuevo floreció por la gracia. ¿Y qué ocurrió a continuación?
El que había sido enemigo se convirtió en amigo, el extraño resultó ser hijo,
el profano vino a ser sagrado y piadoso» (Homilía 13).
En este tiempo
cuaresmal hemos de leer con más frecuencia la Sagrada Escritura y escuchar en
los sermones y pláticas el mensaje de Dios a nuestra alma y ponerlo en
práctica. Así la Palabra de Dios no volverá a Él vacía.
–Con el Salmo
33 invocamos al Señor en nuestra pobreza y angustia, pues Él es siempre
rico y generoso para los que lo invocan con fe: «Proclamad conmigo la
grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me
respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes,
vuestro rostros no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo
escucha y lo salva de sus angustias. Los ojos del Señor miran a los justos, sus
oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores para
borra de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra
de sus angustias; el Señor está cerca de los abatidos».
–Mateo 6,7-15:
Vosotros rezad así. La oración ocupa un puesto privilegiado en la
Cuaresma. Tenemos necesidad de orar. El Señor nos dio ejemplos de oración y nos
enseñó el modo de hacerlo. Pasaba las noches en oración, nos dice el Evangelio.
Oigamos a San Cipriano:
«Los preceptos evangélicos, queridos hermanos,
no son otra cosa que las enseñanzas divinas, fundamentos que edifican la
esperanza, cimientos que corroboran la fe, alimentos del corazón, garantía para
la obtención de la salvación: ellos instruyen en la tierra a las mentes dóciles
de los creyentes y los conducen a los reinos celestiales...
«El Hijo de Dios, entre todos los demás
saludables consejos y divinos preceptos con los que orientó a su pueblo para la
salvación, le enseñó también la manera de orar, y, a su vez, Él mismo nos
instruyó y aconsejó sobre lo que teníamos que pedir. El que nos dio la vida nos
enseñó también a orar, con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo
demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad, al dirigirnos al Padre
con la misma oración que el Hijo nos enseñó.
«...¿pues qué oración más espiritual puede
haber que la que nos fue dada por
Cristo, por quien nos fue enviado también el Espíritu Santo, y qué plegaria más
verdadera ante el Padre que la que brotó de los labios del Hijo, que es la
Verdad?... Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro Maestro, nos
enseñó. A Dios le resulta amiga y familiar la oración que se le dirige con sus
mismas palabras, la misma oración de Cristo, que llega a sus oídos» (Tratado
sobre el Padrenuestro 1-3).
Miércoles
Entrada: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu
misericordia son eternas, pues los que esperan en Ti no quedan defraudados.
Salva, oh Dios, a Israel de todos tus peligros» (Sal 24,6.3.22).
Colecta
(del Misal anterior y antes del Gelasiano y
Gregoriano): «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a
Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia,
transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras».
Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con
júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12).
Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a
tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros
fuente de vida eterna».
–Jonás 3,1-10: Los
habitantes de Nínive se arrepintieron de su mala conducta. Es una lectura
con gran valor teológico sobre el perdón de los pecados. Gran contraste entre
Israel, el pueblo elegido, que no escucha a los profetas y es castigado, y
Nínive, ciudad pagana, que escucha a Jonás y hace penitencia, obteniendo el
per-dón de sus pecados. Escuchemos a San Clemente Romano:
«Fijemos con atención nuestra mirada en la
sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su
Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la
penitencia para todo el mundo.
«Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo
el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los
que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo
escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su
ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a
fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la
penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros
de la gracia de Dios.
«Y el mismo Señor de todas las cosas habló
también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que
no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella
hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi
pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como
púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís:
`Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
«Queriendo, pues, el Señor que todos los que Él
ama tengan parte en la penitencia, lo confirmó así con su omnipotente voluntad»
(Carta a los Corintios 7,4–8,3).
–Una vez más
utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de
Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados.
Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad
vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y
misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal...
Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf.
Joel)
Dios quiere la
penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la
contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de
la virtud de caridad.
–Lucas 11,29-32:
A esta generación no se le dará otro signo que el de Jonás. A lo largo
de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta
San Agustín:
«Jonás anunció no la misericordia, sino la ira,
que era inminente... Solamente amenazó
con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza
en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó.
Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente,
parece haber dicho algo que fue falso;
pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta.
Nínive, en efecto, fue derruida.
«Prestad atención a lo que era Nínive y ved que
fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían,
bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a
la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así
era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el
cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra
Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de
antes» (Sermón 361,2).
Jueves
Entrada: «Señor, escucha mis palabras, atiende a
mis gemidos, haz caso de mis gritos de súplica. Rey mío y Dios mío» (Sal 5,2-3)
Colecta
(del Misal anterior y antes del Gelasiano y
Gregoriano): «Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre
el bien, y, pues sin Ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos
siempre según tu voluntad».
Comunión: «Quien pide, recibe; quien busca,
encuentra; y al que llama, se le abre» (Mt 7,8).
Postcomunión: «Señor, Dios nuestro, concédenos que este
sacramento, garantía de nuestra salvación, sea nuestro auxilio en esta vida y
nos alcance los bienes de la vida futura».
–Ester
14,3-5,12-14: No tengo otro defensor que tú. La súplica de
Ester, en un momento de gran peligro, es modelo para la oración cristiana.
Comienza confesando la soberanía única, exclusiva, de Dios sobre todo lo que
existe. Luego apela a su misericordia, según la cual eligió a Israel como
heredad suya; finalmente, pide la protección de Dios en momento tan difícil
para ella y para su pueblo. Comenta San Juan Crisóstomo:
«El mismo bien está en la plegaria y en el
diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él; y así, como los
ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma
dirigida hacia Dios se ilumina con inefable luz. Una plegaria, por supuesto,
que no sea de rutina, sino hecha con el corazón, que no está limitada a un
tiempo concreto o a unas horas determinadas,
sino que se prolonga día y noche sin interrupción.
«Conviene, en efecto, que elevemos la mente a
Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también
cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las
útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo
y el recuerdo de Dios; de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran
condimentadas con la sal del amor de Dios, se convierten en un alimento
dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la
abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.
«La oración es luz del alma, verdadero
conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se
eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos... Por la oración el
alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza
visible» (Homilía 6, sobre la oración).
–Con
el Salmo 137 expresamos la confianza y seguridad que tenemos en
Dios cuando nos dirigimos a Él en la oración: «Te doy gracias, Señor, de todo
corazón, delante de los ángeles tañeré para Ti. Me postraré hacia tu santuario.
Daré gracias a tu nombre. Por tu misericordia y lealtad. Cuando te invoqué me
escuchaste, acreciste el valor de mi alma. Extiendes tu brazo contra la ira de
mi enemigo. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es
eterna, no abandones la obra de tus manos».
Sigue diciendo San Juan Crisóstomo:
«Pues la oración se presenta ante Dios como
venerable intermediario. Alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus
afectos... La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no
otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina... El don de
semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y
un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un
deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma» (ibid.).
–Mateo 7,7-12: Quien pide, recibe. Jesús invita a sus discípulos a practicar la
oración. La eficacia de la oración se funda en la condición paternal del Padre
«que está en los cielos». Seguimos con San Juan Crisóstomo:
«Cuando quieres reconstruir en ti aquella
morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la
humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con
la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de
todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a
fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si
fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si
poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma» (ibid.).
El Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables, ya que nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, como
dice San Pablo.
Viernes
Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y
sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis
pecados» (Sal 24,17-18).
Colecta
(del Veronense y Gelasiano): «Que tu
pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las
penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la
renovación espiritual de tus fieles».
Comunión: «No me complazco en la muerte del pecador
–dice el Señor– sino en que se convierta y viva» (Ez 33,11).
Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve,
y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con
el misterio que nos salva».
–Ezequiel
18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se
convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso
se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en
este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la
conversión personal del corazón a Dios.
Pero
podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe
restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro
alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe
retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón».
A
la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la
mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia...
realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras.
El
cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana
apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios
y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de
mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más
cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente
Romano:
«Seamos humildes, deponiendo toda jactancia,
ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que
hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos
otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos
nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los
magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los
Corintios 19,2).
–Dios no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre
posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por
nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo
129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor,
escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas
cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el
perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su
palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del
Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de
todos sus delitos».
Reconozcámonos y
sintámonos íntimamente unidos e identificados con nuestros hermanos y hermanas
en Cristo, y pidamos todos por cada uno y cada uno por todos.
–Mateo 5,20-26:
Vete primero a reconciliarte con tu hermano. El arrepentimiento del
cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La
Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la
reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la
Eucaristía, sacramento del Amor.
Esta doctrina pasó
desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más
antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero.
Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno
lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice:
«Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del
Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de
todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el
espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los
que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos,
reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais
mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom
12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz...
«Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de
los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los
otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto
que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros
mismos para alcanzar la clemencia divina» (Sermón 6,3 de Cuaresma).
Sábado
Entrada: «La Ley del Señór es perfecta y es
descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante» (Sal
18,8).
Colecta
(Veronense): «Dios, Padre eterno,
vuelve hacia Ti nuestros corazones, para que, consagrados a tu servicio, no
busquemos sino a Ti, lo único necesario, y nos entreguemos a la práctica de las
obras de misericordia».
Comunión: «Sed perfectos, como vuestro Padre
celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Postcomunión: «Asiste, Señor, con tu ayuda continua, a
los que alimentas con la Eucaristía; y a cuantos has iluminado con el don de tu
palabra, acompáñales siempre con el consuelo de tu gracia».
–Deuteronomio
26,16-19: Serás un pueblo consagrado al Señor tu Dios. Para esto
es necesario cumplir en todo momento la ley del Señor, su voluntad. Dios exigió
a su pueblo elegido, por la alianza, la fidelidad, la adhesión total cuyo signo
es la obediencia a sus mandatos. La recompensa a esa fidelidad era precisamente
ser el pueblo santo del Señor.
La alianza es una
realidad siempre actual. No se trata de vivir dentro de la economía antigua;
pero el pasado nos sirve para definir mejor el presente, puesto que las
maravillas pasadas no cesan de renovarse en la actualidad.
En cada uno de los
fieles vuelve a activarse el drama del desierto, con sus beneficios y sus
murmuraciones, sus bendiciones y sus alternativas; a cada uno le corresponde,
por tanto escoger entre amar a Dios y obedecerle o desobedecerle y olvidarle. La recompensa prometida por Dios a
quienes le sirven y le obedecen es la vida feliz y la gloria. Así pues, la ley
no es tanto una serie de preceptos cuanto una actitud religiosa: «Yo seré para
ti tu Dios y tú serás para Mí mi pueblo».
El cristiano no puede dar razón de su fe sino
poniendo de manifiesto en su comportamiento presente la referencia a un
acontecimiento original, que es la gratuidad de la elección de Dios en
Jesucristo, lugar de la nueva alianza y cumplimiento de la promesa. San Ireneo
dice:
«Quienes se hallan en la luz no son los que
iluminan a la luz, sino que es ésta la que los ilumina a ellos; ellos no dan
nada a la luz sino que reciben su beneficio, pues se ven iluminados por ella.
Así sucede con el servir a Dios, que a Dios no
le da nada, ya que Dios no tiene necesidad de los servicios humanos; Él,
en cambio, otorga la vida, la incorrupción, la gloria eterna a los que le
siguen y le sirven» (Contra las herejías 4,14,1).
–Dios nos pide que
guardemos sus preceptos, que sigamos sus caminos, pues ello redunda en bien
nuestro. Así nos lo confirma el Salmo 118: «Dichoso el que, con
vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus
preceptos, lo busca de todo corazón. Tú promulgas tus decretos, para que se
observen exactamente; ojalá esté firme
mi camino, para cumplir tus consignas. Te alabaré con sincero corazón, cuando
aprenda tus justos mandamientos; quiero guardar tus leyes exactamente, Tú no me
abandones».
San Ireneo continúa
diciendo:
«Ni nos mandó que lo siguiéramos porque
necesitase de nuestro servicio, sino para salvarnos a nosotros mismos. Porque
seguir al Salvador equivale a
participar de la salvación y seguir a la luz es lo mismo que quedar
iluminado... Por eso Él requiere de los hombres que lo sirvan, para beneficiar
a los que perseveran en su servicio, ya que Dios es bueno y misericordioso.
Pues en la misma medida en que Dios no carece de nada, el hombre se halla
indigente de la comunión con Dios.» (Ibid.)
–Mateo 5,43-48:
Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. La ley suprema
de Dios, que ya vimos se encuentra en el Antiguo Testamento: «sed santos como santo
soy yo» se confirma aún más en el Nuevo Testamento, con Jesucristo, que nos
dice que imitemos a nuestro Padre celestial, que es perfecto. La perfección de
la caridad se manifiesta ante todo en el amor a los enemigos. Comenta San
Agustín:
«Comprende las circunstancias y sé prudente.
¿Cuántos blasfeman contra tu Dios? Oyéndolo tú, ¿no lo oye Él? Lo sabes tú, y
¿lo ignora Él? Y con todo hace salir el sol sobre los buenos y los malos, y
hace llover sobre los justos e injustos (Mt 5,45). Muestra su paciencia,
difiriendo el ejercicio de su poder. Reconoce tú también las circunstancias y
no dejes que los ojos se enciendan enojados... Tienes algo que hacer. Evita los
altercados y dedícate a la oración. No devuelvas insulto por insulto, antes
bien ora por quien te insulta. Ya que le quieres, habla a Dios por él... Abre
tú los ojos a la luz; tú, envuelto en tinieblas, reconoce al hermano que está
fuera de ellas... Ante el Padre tenemos una sola voz: “Padre nuestro que estás
en los cielos...” ¿Por qué no tener también una misma paz?» (Sermón 357,4).
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