Comentarios para cada día de la Cuaresma

 

 

2ª Semana de Cuaresma

Domingo

Entrada: «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro» (Sal 26,8-9). «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en Ti no quedan defraudados, mientras el fracaso malogra a los traidores. Salva, oh Dios, a Israel, de todos sus peligros» (Sal 24,6.3.22).

Colecta (nueva composición, inspirada en la antigua liturgia hispánica o mozá-rabe): «Señor, Padre santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el Predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu Palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro».

Ofertorio: «Te pedimos, Señor, que esta oblación borre todos nuestros pecados, santifique los cuerpos y las almas de tus siervos y nos prepare a celebrar dignamente las fiestas pascuales»

Comunión: «Éste es mi Hijo, el Amado, mi Predilecto. Escuchadle» (Mt 17,5).

Postcomunión (del Gelasiano): «Te damos gracias, Señor, porque al darnos en este sacramento el Cuerpo glorioso de tu Hijo, nos haces partícipes ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino».

 

Ciclo A

Con su Transfiguración en el Tabor, quiso Cristo adelantarnos lo que después nos evidenciaría con su gloriosa Resurrección, una vez consumado el misterio redentor del Calvario.

Génesis 12,1-4: Vocación de Abrahán, padre del pueblo de Dios». La fe hace posible la salvación de los hombres. Pero la fe no es simple filosofía religiosa, sino fidelidad personal al designio de Dios, que nos traza el camino de salvación, como lo hizo con Abrahán, padre y modelo de los creyentes. Comenta San Agustín:

«Se ha realizado en Cristo la promesa que hizo a Abrahán cuando le dijo: “En tu descendencia serán benditas todas las gentes ” (Gén 12,3). De poner los ojos en sí mismo, ¿Cómo lo hubiera creído? Era un hombre solo y viejo, y su mujer estéril y de edad avanzada... No existía base alguna en absoluto donde apoyar la esperanza; mirando, empero, a quien le hacía la promesa, lo creía, aun sin ver el camino. He ahí cumplido ante nosotros lo que fue objeto de su fe; creemos, en consecuencia, lo que no vemos, por lo que viendo estamos» (Sermón 130,3).

–Con el Salmo 32 decimos: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos en Ti. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra».

2 Timoteo 1,8-10: Dios nos llama e ilumina. No por nuestros méritos, sino por la obra de Jesucristo, Dios mismo realiza la salvación del verdadero creyente. La iniciativa es siempre de Dios; sólo es nuestra la respuesta responsable, coherente y llena de amor. El testimonio del que trata el Apóstol no es tanto doctrinal cuanto vital.

 La presencia escondida de Cristo se hace visible y transparente no por sabias disquisiciones teológicas, sino por auténticos comportamientos prácticos. Cristo se hace presente en la comunidad cuando existen hombres que piensan y, sobre todo, que actúan como Él.

Cristiano es no el que habla como Cristo, sino el que vive como Él. La gratuidad del don salvífico no atenúa la colaboración del hombre. El designio de Dios avanza en el mundo con la actuación de las causas segundas. Dios obra por el hombre que se somete a su plan de salvación en Cristo.

De ahí nuestra gran responsabilidad en la obra de la redención, no únicamente de nosotros, sino de todo el mundo. Es el gran misterio de que hablaba Pío XII en la encíclica Mystici Corporis:  Dios quiere realizar la salvación de los hombres por medio de otros hombres ¡Una dignidad grande y una grande responsabilidad!

Mateo 17,1-7: Su rostro resplandeció como el sol. Aunque  la necesidad de la cruz puede escandalizarnos, la filiación divina de Cristo Jesús es suficiente garantía que nos alienta a vivir en serio el misterio del Calvario para nuestra salvación. Comenta San León Magno:

«Para que adquiriesen los apóstoles una inquebrantable fortaleza y no temblasen ante la aspereza de la cruz, para que no se avergonzasen de la pasión de Cristo, ni tuviesen por denigrante el padecer lo mismo, ya que podrían con los suplicios de la tortura ganar la gloria del reino, tomó a Pedro, a Santiago y al hermano de éste, Juan, y, subiendo con ellos a un monte elevado, les manifestó el esplendor de su gloria.

«Aunque admitían en Él la majestad divina, con todo desconocían el poder oculto de su cuerpo. Por eso les había prometido anteriormente que no gustarían la muerte algunos de sus discípulos antes de ver al Hijo del Hombre venir en su realeza, es decir, en la majestuosa claridad que pensaba manifestar como perteneciente a la naturaleza humana que había asumido.

«Porque aquella otra visión inefable e inaccesible de su dignidad, que se reserva en la vida eterna para los limpios de corazón, de ninguna manera podían verla. Si no queremos vivir como si hubiéramos renunciado a nuestra identidad cristiana es preciso que toda nuestra vida esté alentada por la gloria de Cristo» (Sermón 51,2).

Ciclo B

El acontecimiento de la Transfiguración del Señor es más necesario para nosotros que para Él mismo. Su finalidad fue proclamar ante sus apóstoles privilegiados la condición divina de Jesús, compatible con el anuncio de la Pasión que les acababa de hacer.

 Para nosotros, nos recuerda que nuestra vocación cristiana es, ante todo, vocación de santidad, esto es, vocación de ser transfigurados en Cristo, por el único camino que es posible alcanzar esa transformación de nuestra vida: el camino de la cruz, de la abnegación, renuncia a uno mismo y colaborar con la gracia divina en una verdadera renovación sobrenatural de cada instante.

Génesis 22,1-2.9-10.13.15-18: Dios manda a Abrahán que sacrifique a su hijo Isaac. Abraham es en la historia de la salvación el modelo exacto del creyente, que vive fiándose de la palabra de Dios, obedeciéndole también en los momentos de prueba, como cuando le pide el sacrificio de su hijo Isaac. Comenta San Agustín:

«Justo es, hermanos, que confiemos en Dios, aun antes de que pague nada, porque en realidad ni puede mentir, ni puede engañar, fiaron en Él nuestros padres. Así lo hizo Abrahán. He ahí una fe digna de ser alabada y pregonada. Nada había recibido aún de Dios y creyó cuando le hizo la promesa; nosotros, en cambio, a pesar de haber recibido tanto, aún no confiamos en Él...

«Abrahán confió inmediatamente en Dios, y la tierra no se le dio a él personalmente, sino que la reservó para su posteridad... Nuestro Señor Jesucristo se convirtió en posteridad de Abrahán. Lo que encontramos prometido a Abrahán, lo vemos cumplido en nosotros» (Sermón 113,A,10).

–Con el Salmo 115 aclamamos: «Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida. Tenía fe, aun cuando dije: “Qué desgraciado soy”. Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos, en presencia de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén». Caminemos siempre en presencia del Señor con una fe viva y por el verdadero Camino, que es Cristo, Señor nuestro.

Romanos 8,31-34: Dios no perdonó a su propio Hijo. En Cristo Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, sacrificado por nuestra salvación, tenemos la absoluta evidencia del amor que el Padre nos tiene (Jn 3,16). El Corazón de Jesucristo es la revelación de ese inmenso amor. Comentando este pasaje paulino,  San Agustín dice:

«Si Dios no perdonó a su propio Hijo... ¿cómo no iba a darnos todo con Él? Cristo sufrió la Pasión: muramos al pecado. Cristo resucitó: vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre: no se apague aquí nuestro corazón, antes bien, sígale al cielo. Nuestra Cabeza pendió del madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro: sepultados con Él, olvidemos el pecado. Está sentado en el cielo: transfiramos nuestros deseos a las cosas sublimes. Ha de venir como Juez: no llevemos el mismo yugo que los infieles... Pondrá a los malos a la izquierda y a los buenos a su derecha: elijamos nuestro lugar con las obras. Su Reino no tendrá fin: no temamos en absoluto el fin de esta vida» (Sermón 229 D,1)

Marcos 9,1-9: Este es mi Hijo amado. Aceptemos la oferta que nos hace el Padre. Escuchémoslo y sigamos sus enseñanzas. Así es como seremos verdaderos cristianos. Comenta San León Magno:

«Este es mi Hijo. No nos separe la divinidad, ni nos divida el poder, ni nos diferencie la eternidad. Este es mi Hijo, no adoptivo, sino propio; no creado por otro, sino engendrado por Mí mismo; ni pertenece a otra naturaleza semejante a la mía, sino que, nacido de mi sustancia, es igual a Mí mismo. Este  es mi Hijo, por quien fueron hechas todas las cosas y sin Él nada se hizo (Jn 1,3)...

«Escuchad sin vacilación alguna a Aquél en quien yo me complazco, pues es la Verdad y la Vida (Jn 14,16), mi Poder y mi Sabiduría (1 Cor 1,24). Escuchad al que ha anunciado los misterios de la ley y ha cantado la voz de los profetas. Escuchadle, que ha redimido al mundo con su sangre, ha atado al diablo y le ha arrebatado sus armas (Mt 12,29), que ha roto la cédula de condena (Col 2,14) y el pacto de la prevaricación. Escuchadle, que abre el camino del cielo y, por el suplicio de la cruz, os prepara la escala para subir al Reino» (Sermón 51)

Ciclo C

Los textos bíblicos y litúrgicos de esta celebración nos presentan al Hijo muy amado del Padre, garantía segura de nuestra fe y de nuestra salvación. Por su Transfiguración nos preanuncia lo que sería después de su Resurrección y Ascensión a los cielos. Sólo Él tiene poder para renovar nuestro interior por la gracia san-tificante, como verdaderos hijos de Dios. Por el camino de la Cruz llegaremos al reino de la Luz.

Génesis 15,5-12.17-18: Alianza de Dios con Abrahán, que en la historia de la salvación es un modelo ejemplarísimo para los creyentes. Por su fe, se fió incondicionalmente de Dios y comprometió toda su vida. Comenta San Agustín:

«Si uno puede degenerar por las costumbres, de idéntica manera puede uno hacerse hijo por ellas. Así, a nosotros, hermanos, se nos llamó hijos de Abrahán, sin haberlo conocido personalmente y sin tener de él la descendencia carnal. ¿Cómo, pues, somos hijos de Abrahán? No en la carne, sino en la fe. “Creyó Abrahán a Dios y le fue reputado como justicia” (Gén 15,16).

«Si, pues, Abrahán fue justo por creer, todos los que después de él imitaron la fe de Abrahán se hicieron hijos de él. Los judíos, nacidos de él según la carne, no siguieron su fe y se degeneraron; imitándolo nosotros, aunque nacidos de gente extranjera, conseguimos  lo que ellos perdieron por su degeneración» (Sermón 305,A,3).

–Con el Salmo 26 proclamamos: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme. Digo en mi corazón: “Busca su Rostro”. Tu Rostro buscaré, Señor, no me escondas tu Rostro; no rechaces con ira a tu siervo, que Tú eres mi auxilio. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor». Comenta San Agustín:

«Él me ilumina; apártense las tinieblas. Él me salva, desaparezca la flaqueza. Caminando seguro en la Luz, ¿a quién temeré? No otorga Dios una salvación que pueda ser quebrantada por algo; ni una Luz que pueda ser oscurecida por alguien.  El Señor salva, nosotros somos salvados. Luego, si Él ilumina y nosotros somos iluminados, si Él salva y nosotros somos salvados, sin Él somos tinieblas y flaqueza» (Sermón 243,6).

Filipenses 3,17-4,1: Cristo nos transformará según el modelo de su Cuerpo glorioso. También nosotros hemos sido elegidos por Dios. La Cruz de Cristo es el signo eficaz que el Padre nos ha ofrecido para transformarnos en hijos suyos, según el modelo del Corazón del Hijo muy amado. Dice el Apóstol que somos conciudadanos del cielo. ¿Cómo es posible esto viviendo en la tierra? San Agustín lo explica:

«¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra, de modo que, gracias a la fe, la esperanza y la caridad con las que nos unimos con Cristo descansemos ya con Él en el cielo? Mientras Él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con Él allí. Él está con nosotros por su divinidad, su poder y su amor; nosotros, en cambio, aunque  no podamos llevarlo a cabo como Él por su divinidad, sí que podemos por su amor hacia Él...

«Bajó, pues, del cielo por su misericordia, pero ya no subió el solo, puesto que nosotros subimos también en Él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió Él solo, pero ya no subió Él solo; no es que  queramos confundir la dignidad de la Cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el Cuerpo pide que éste no sea separado de su Cabeza» (Sermón 98,1-2).

Lucas 9,28-36: Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió. La Transfiguración adelantó momentáneamente el misterio de la Resurrección pascual. Nos garantiza el poder del Hijo muy amado para renovar nuestra vida y reconciliarnos con el Padre. Comenta San León Magno:

«De tal modo manifiesta el Señor su gloria ante los testigos elegidos y con tal resplandor hace brillar su forma corporal,  común a los demás mortales, que semeja su rostro el fulgor del sol e iguala el vestido la blancura de la nieve. Fundamenta también la esperanza de la Santa Iglesia, que reconoce en la Transfiguración del Cuerpo místico de Cristo la transformación con que va a ser agraciada, ya que puede prometerse a cada miembro la participación en la gloria que con anterioridad resplandece en la Cabeza» (Sermón 51, sobre la Transfiguración, 3).

Es necesario que llenemos toda nuestra vida del ansia permanente de la perfección, pues hemos sido llamados a la santidad y a esto nos lleva nuestra identidad de creyentes en Cristo. Hemos de sacrificar toda frivolidad, pereza, mediocridad... para asemejarnos a la imagen de Cristo, resplandeciente de verdad y santidad.

Lunes

Entrada: «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal 25,11-12).

Colecta (del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, Padre santo, que, para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad; ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley».

Comunión: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36).

Postcomunión: «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos haga partícipes de las alegrías del cielo».

Daniel 9,4-10: Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos.

¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32).

«Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4).  «Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is 55,6-7).

–El Salmo 78 nos enseña a reconocer sinceramente nuestros pecados y nos abre a la misericordia de Dios:

«Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de  tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación».

¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.

Lucas 6,36-38: Perdonad y seréis perdonados. Esta es la actitud del verdadero discípulo de Cristo. La grandeza del hombre, la realización auténtica de su ser, consiste en ser imagen de Dios, acercándose a su modelo, Cristo. La misericordia de Dios es necesaria para juzgar como Él, superando todas las medidas humanas. Comenta San Agustín:

«Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al perdón, tú no solo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra nosotros...» (Sermón 83,2-4).

Resida en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del Señor.

Martes

Entrada: «Da luz a mis ojos, para que no duerma en la muerte; para que no diga mi enemigo: “Le he podido”» (Sal 12,4-5).

Colecta (del misal anterior, y antes, del Gelasiano): «Señor, vela con amor continuo sobre tu Iglesia; y, pues sin tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana, protege a tu Iglesia en el peligro y mantenla en el camino de la salvación».

Comunión: «Proclamo todas tus maravillas, me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo» (Sal 9,2-3).

Postcomunión: «Te rogamos, Señor, que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente, y nos obtenga tu ayuda constantemente».

Isaías 1,10.16-20: Aprended a obrar bien, buscad la justicia. La mejor penitencia es apartarse del pecado y obrar el bien. Comenta San Agustín:

«Mostrad que sois un cuerpo digno de la  Cabeza... Tal Cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella» (Sermón 341,13).

Lactancio dice que la caridad cristiana es la verdadera justicia:

«Da preferentemente a éste de quien nada esperas. ¿Por qué eliges las personas? ¿Por qué examinas los miembros? Has de estimar como hombre a todo el que por esto te pide, porque te considera hombre. Expulsa aquellas sombras y apariencias de justicia y adopta la verdadera y tangible. Da copiosamente a los ciegos, enfermos, cojos, desvalidos , a quienes a no ser que se les socorra fallecerán. Son inútiles a los hombres, pero útiles a Dios, quien conserva su vida, quien les da el espíritu, quien los juzga dignos de la luz. Protégelos en cuanto esté de tu mano y sustenta con humanidad la vida de los hombres para que no mueran.

«Quien puede socorrer a los que están a punto de perecer, si no lo hace los mata. Uno, pues, es el oficio cierto y verdadero de la liberalidad y de la justicia: alimentar a los indigentes y a los impedidos» (Inst. Divinas 6,11).

Así lo afirma también San Ambrosio:

«La misericordia es parte de la justicia, de modo que si quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según aquello: “Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente”(Sal 111,9). Además, porque es injusto que el que es completamente igual a ti no sea ayudado por su semejante» (Sermón 8 sobre el Salmo 118,22).

–La justicia, la misericordia y las obras de caridad han de salir del interior del corazón. «No todo el que dice: ”Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21). Lo que ha de cambiar en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde proceden nuestros actos. Con el Salmo 49 proclamamos esta verdad:

«Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios. No te reprocho tus sacrificios, pues siempre están tus holo-caustos ante Mí. Pero no aceptaré un becerro de tu casa, ni un cabrito de tus rebaños. ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mis mandatos? Eso haces ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara. El que ofrece acción de gracias ése me honra; al que sigue buen camino, le haré ver la salvación de Dios»

Mateo 23,1-12: Ellos no hacen lo que dicen. Debemos dar buen ejemplo no solo con las palabras, sino principalmente con las obras. Lo contrario es el fariseísmo, la hipocresía de los escribas y los jefes de la Sinagoga, que Cristo condena en esta lectura evangélica. 

Esta actitud consiste esencialmente en utilizar las prerrogativas propias de la condición de representante de Dios, para, con pretexto de tributarle culto, procurar el propio interés y honra, engañando a los fieles. Las mismas prácticas y gestos religiosos quedan despojadas de su auténtico sentido, ante el deseo desordenado de hacerse notar. Además, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de su egoísmo, aprovechando su erudición para escoger, entre la casuística de los preceptos, aquellos que le a él le reportan beneficio y cargando a otros con mandamientos de los que ellos mismos se consideran dispensados.

Es un mal gravísimo. Pero es también una tentación para todos, si no fundamentamos nuestras obras en la humildad de corazón y de un amor sincero a Dios y al prójimo. En todo momento hemos de dar a Dios un culto adecuado, el que exige su propio ser y sus obras de amor.

Miércoles

Entrada: «No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 37,22-23).

Colecta (del Gelasiano): «Señor, guarda a tu familia en el camino del bien, que tú le señalaste; y haz que, protegida por tu mano en sus necesidades temporales, tienda con mayor libertad hacia los bienes eternos».

Comunión: «El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate de muchos» (Mt 20,28).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor Dios nuestro, que esta Eucaristía, prenda de inmortalidad, sea para nosotros causa de salvación eterna».

Jeremías 18,18-20: ¡Venid y le heriremos! Jeremías se lamenta de las maquinaciones de sus enemigos que traman aniquilarlo. Es una figura de Cristo en su pasión y en su muerte. Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se reúnen en gran consejo y determinan: «hay que hacer desaparecer a Jesús, el Nazareno»; se apoderan de Jesús en el huerto; le ultrajan e insultan mientras Él se desangra en la cruz y ruega al Padre por ellos: «Perdónalos. No saben lo que hacen».

¡Sus enemigos! Pero, ¿no nos situamos también nosotros muchas veces entre las filas de sus perseguidores y enemigos? ¿No es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus bienes y promesas? ¡Con cuánta frecuencia en la vida del cristiano se oponen a Cristo y a sus mandatos las pasiones, los planes y miras humanas! Pidamos al Señor que nos ilumine, para que a la luz de su pasión reconozcamos la malicia y la odiosidad de nuestros pecados e infidelidades. San Agustín dice:

«La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gloria de Dios el corazón de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de los hombres, que Él mismo había creado?  Grande es lo que el Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que celebramos recordando lo que ha hecho por nosotros» (Sermón 3).

–Con el Salmo 30 pedimos al Señor una liberación de las fuerzas del Mal, que tiende sus redes para perjudicarnos: «Sálvame, Señor, por tu misericordia de la red que me han tendido, porque Tú eres mi amparo. A tus manos encomiendo mi espíritu: Tú, el Dios leal, me librarás. Oigo el cuchicheo de la gente y todo me da miedo; se conjuran contra mí y traman quitarme la vida. Pero, yo confío en Ti, Señor, te digo: “Tú eres mi Dios. En tus ma-nos están mis azares; líbrame de los enemigos que me persiguen”».

Mateo 20 17-28: Le condenarán a muerte. Por tercera vez en el Evangelio, Jesucristo anuncia su pasión, que ya se perfila en el horizonte. A la petición de la madre de los hijos del Zebedeo, Cristo res-ponde con un mensaje claro: Él no ha venido a ser servido, sino a servir; sus discípulos han de seguir sus huellas. Él es el auténtico Siervo de Yahvé. Comenta San Agustín:

«Cosa grande es el conocimiento de Cristo crucificado. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! ¡Cristo crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No os engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la envoltura y orad para que se os desenvuelva.

«¡Necio filósofo de este mundo! Eso que buscas es nada... ¿De qué aprovecha que tengas sed, si desprecias la fuente?... ¿Y cuál es su precepto sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer en quién? En Cristo crucificado. Este es su mandato: que creamos en Cristo crucificado... Pero donde está la humildad, está también la majestad; donde la debilidad, allí el poder; donde la muerte, allí también la vida. Si quieres llegar a la segunda parte, no desprecies la primera» (Sermón 160,3-4).

Jueves

Entrada: «Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos. Mira si mi camino se desvía, guíame por el camino recto» (Sal 138,23-24).

Colecta (del misal anterior, y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido, atrae hacia Ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu espíritu, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien obrar».

Comunión: «Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor» (Sal 118,1).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que el fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros, y se manifieste siempre en nuestras obras»

Jeremías 17,5-10: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor. La oposición entre las dos actitudes que son fuente de desgracia o de felicidad, nos dispone a contemplar las dos figuras de la parábola evangélica: el rico Epulón y el pobre Lázaro. Comenta San Agustín:

«El hombre se perdió por primera vez a causa del amor a sí mismo. Pues si no se hubiese amado a sí mismo y hubiese antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Dios.

«Amarse a uno mismo no es otra cosa que querer hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no amándote. Pues, para que sepáis que es un vicio amarse, dice así el Apóstol: “habrá hombres amantes de sí mismos”...  “amantes del dinero”. Ya estáis viendo que te encuentras fuera... ¿Por qué vas fuera?... Comenzaste a amar lo que es exterior a ti y te extraviaste».

San Agustín evoca la parábola del hijo pródigo; « Vuelto a sí se dirige al Padre, donde encuentra refugio segurísimo. Si, pues, había salido de sí y de aquél que le había dado el ser, al volver a sí para ir al Padre, niégase a sí mismo. ¿Qué es negarse a sí mismo? No presuma de sí, advierta que es hombre y escuche el dicho profético: “¡Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre!” (Jer 17,5). Sea guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, mas para adherirse a Dios» (Sermón 96,2).

–El Salmo 1 es una meditación sobre el destino de los buenos y de los malos. El tema de los caminos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, en la vida de la Iglesia primitiva, como en la Didajé, es muy expresivo de las diferentes actitudes humanas.

Lucas 16,19-31: Tú recibiste bienes en vida y Lázaro a su vez males; por eso encuentra aquí consuelo mientras tú padeces. El juicio de Dios supondrá la inversión de acá abajo. El rico Epulón y el pobre Lázaro son las dos posturas en la vida que se cambian en el juicio de Dios.

Hemos de atender a la voz de Dios, pues sólo en ellas encontramos el camino seguro para recibir el premio en la otra vida. Dios ha hablado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y sigue hablando en la Iglesia, a través de la Tradición, el Magisterio, los dogmas y los sacramentos. San Agustín destaca el destino final de quienes siguen uno u otro camino:

«Ved a uno y a otro, al que vive en el placer y al que vive en el dolor: el rico vivía entre placeres y el pobre entre dolores; el primero banqueteaba, el segundo sufría; aquél era tratado con respeto por la familia que lo rodeaba, éste era lamido por los perros; aquél se volvía más duro en sus banquetes, éste ni con las migajas podía alimentarse.

«Pasó el placer, pasó la necesidad; pasaron los bienes del rico y los males del pobre; al rico le vinieron males y al pobre bienes. Lo pasado pasó para siempre; lo que vino después nunca disminuyó. El rico ardía en los infiernos; el pobre se alegraba  en el seno de Abrahán. Primeramente había deseado el pobre una migaja de la mesa del rico; luego deseó el rico una gota del dedo del pobre. La penuria de éste acabó en la saciedad; el placer de aquél terminó en el dolor sin fin» (Sermón 339,5).

Viernes

Entrada: «A Ti, Señor, me acojo, no quede yo nunca defraudado; sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo» (Sal 30,2.5).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Concédenos, Dios Todopoderoso, que, purificados por la penitencia cuaresmal, lleguemos a las fiestas de Pascua con perfecto espíritu de conversión».

Comunión: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).

Postcomunión: «Señor, después de recibir la prenda de la eterna salvación, haz que, de tal modo la deseemos y busquemos, que podamos conseguirla por tu mi-sericordia».

Génesis 37,3-4.12-13.17-28: ¡Ahí viene el soñador! ¡Venid, matémosle! El episodio de José es figura de Cristo, rechazado por los hombres y glorificado por Dios. La esclavitud a la que fue entregado José por sus hermanos es condenada con estas palabras de San Gregorio Ni-seno:

«Ahora bien, el que se apropia lo que es de Dios, atribuyendo a su linaje tal poder que se tenga a sí mismo por dueño de los hombres y mujeres, ¿qué otra cosa hace que traspasar por la soberbia de la Naturaleza, mirándose a sí mismo como cosa distinta de aquellos sobre los que manda? He poseído esclavos y esclavas. Condenas a servidumbre al hombre cuya naturaleza es libre e independiente, y te opones a la ley de Dios, trastornando la ley que Él estableció sobre la naturaleza.

«Y es así que el que fue creado para ser dueño de la tierra, y destinado por su Hacedor para mandar, a ése lo metes tú bajo el yugo de la servidumbre, como si quisieras contravenir e impugnar la ordenación de Dios. Tú has olvidado cuáles son los límites de tu autoridad, que no se extienden más allá del dominio de los irracionales. Imperen, dice la Escritura, sobre los volátiles, sobre los peces y los cuadrúpedos (Gén 1,26)... Pues, si Dios no esclaviza al libre, ¿quién osará poner su propio poder por encima del poder de Dios?» (Homilía 4, sobre el Eclesiastés).

Además, la acción de los hermanos de José tuvo mayor maldad aún, pues eran hermanos y obraron por envidia, para eliminarlo, después de haber pretendido ase-sinarlo.

–El Salmo 104 es un canto a la bondad de los planes de Dios: José, liberado de la esclavitud, se convierte en su día en salvador de su pueblo. El cumplimiento ine-xorable de la voluntad de Dios no resta culpa a la perversidad de sus hermanos.

El Señor actuó conduciendo la historia y lo hace hoy también, a pesar de los pecados de los hombres: «Llamó al hambre sobre aquella tierra: cortando el sustento de pan; por delante había enviado a un hombre, a José, vendido como esclavo. Le trabaron los pies con grillos, le metieron al cuello la argolla, hasta que se cumplió su predicción y la palabra del Señor lo acreditó. El rey lo mandó desatar, el Señor de pueblos le abrió la prisión, lo nombró administrador de su casa, señor de todas sus posesiones».

Mateo 21,33-43.45-46: Este es el heredero. Venid, matémosle. La parábola de los viñadores, encierra la predicción de la pasión y muerte de Cristo. Después de haber enviado a mensajeros, como los profetas, que fueron aniquilados, envió a su propio Hijo, al que también mataron. La parábola es también fundamento de la vocación del pueblo gentil al reino de Dios. San Agustín así lo explica:

«Se plantó la viña, es decir, la ley dada en los corazones de los judíos. Fueron enviados los profetas a buscar el fruto, o sea, la rectitud de vida. Estos profetas recibieron afrentas y hasta la muerte. Fue enviado también Cristo, el Hijo único del Padre de familia; y no solo dieron muerte al heredero, sino que también, por ello, perdieron la heredad. Su perversa decisión les produjo el efecto contrario. Para poseerla le dieron muerte, y por haberle dado muerte, la perdieron» (Sermón 87,3).

Nuestro Señor toma sobre sí nuestros pecados, los expía y suplica desde la cruz, con lágrimas de sangre, para nosotros y en nuestro lugar, el perdón y la gracia.

Merecemos el castigo de Dios por no haber recibido generosamente sus dones y por no habernos comportado como lo exige la vocación a la que hemos sido llamados, por nuestros pecados y nuestras iniquidades. Supliquemos al Señor que aparte su ira y su furor de nosotros. ¡Cuántos pecados, cuántas iniquidades se cometen diariamente en el mundo! ¿Qué sería de todos nosotros si el Señor no fuera nuestro Redentor y Salvador?

 

Sábado

Entrada: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,8-9).

Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor, Dios nuestro que, por medio de los sacramentos, nos permites participar de los bienes de tu Reino ya en nuestra vida mortal: dirígenos tú mismo en el camino de la vida, para que lleguemos a alcanzar la luz en la que habitas con tus santos».

Comunión: «Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,32).

Postcomunión: «Señor, que la gracia de tus sacramentos llegue a lo más hondo de nuestro corazón y nos comunique su fuerza divina».

 Miqueas 7,14-15.18-20: Arrojará al fondo del mar todos nuestros delitos. Dios se complace en la misericordia y en el perdón total de los pecados. Así aparece en la revelación del Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, con la vida, doctrina, pasión y muerte de Cristo. Él es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas, la realización de las muchas imágenes veterotestamentarias sobre la acción de Dios en su pueblo. «Pastorea a su pueblo con el cayado, a las ovejas de su heredad, a las que habitan apartadas en la maleza».

Por amor a las ovejas instituyó el sacramento de la penitencia, que arroja a lo profundo del mar nuestros pecados, que, más aún, los hace desaparecer. El Señor murió en la Cruz por nosotros. ¿Pudo hacer algo más en bien nuestro? ¿No debieran la vista del Crucificado y el recuerdo de su muerte y de su amor hacia nosotros, inflamarnos en un amor agradecido tan grande que nos obligara a evitar de una vez para siempre el pecado? Nos fortalece la gracia y la fuerza de la Santísima Eucaristía, en la cual se nos da Señor en persona como alimento de nuestra alma.

Para el Buen Pastor, preocupado inmen-samente por la profunda debilidad y malicia de los hombres, no bastan ni su generoso y desbordante amor hacia ellos en la Eucaristía, ni su entrega total en la Cruz. Por eso, entregó a su Iglesia un nuevo medio de purificación del pecado, de curación de las heridas causadas por él, de fortalecimiento frente a la tentación. Instituyó el gran sacramento de la Penitencia.

–Siempre que hay conversión hay perdón, porque el Señor es compasivo y misericordioso, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Cuando el hombre arrepentido vuelve, siempre encuentra los brazos del Padre que siente ternura por sus hijos.

Lo vemos en el Salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el Oriente del Ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos»

Lucas 15,1-3.11-32: Parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso. Es una bellísima narración, la reina de las parábolas. Es el gran canto al inmenso amor divino que se muestra indulgente con el pecador, lección oportunísima en medio de la celebración de la Cuaresma. San Agustín invita a tomar la actitud del hijo que se vuelve a su padre:

«Imita aquel hijo menor, porque quizá eres como aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes viviendo pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el hambre, suspiró y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el Evangelio?: “Y volvió a sí mismo”. Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí mismo. Veamos si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: “Me levantaré... e iré a casa de mi padres”. Ved que ya se niega a sí mismo quien se había hallado a sí mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: “Y le diré: `He pecado contra el cielo y contra ti... Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo´» (Sermón 330,3).

Y el padre lo perdonó y lo agasajó. Se nos perdonan los pecados en el sacramento de la Penitencia. El Padre vuelve a recibirnos como hijos suyos y nos admite gozoso al banquete de la Eucaristía. Así comenta san Ambrosio:

«No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145,8), te dará un beso, señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin embargo te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete» (Comentario a San Lucas, VII, 212).

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