3ª Semana de Cuaresma
Domingo
Entrada: «Tengo los ojos puestos en el Señor,
porque Él saca mis pies de la red. Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que
estoy solo y afligido» (Sal 24,15-16). O
bien: «Cuando os haga ver mi santidad, os reuniré de todos los países;
derramaré sobre vosotros un agua pura, que os purificará; de todas vuestras
inmundicias e idolatrías os he de purificar. Y os infundiré un espíritu nuevo»
(Ez 36,23-26)
Colecta (del Gelasiano): «Señor, Padre de
misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la
limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor a tu pueblo penitente y
restaura con tu misericordia a los que estamos hun-didos bajo el peso de
nuestras culpas».
Ofertorio
(del misal anterior y, antes, del Gelasiano
y Gregoriano): «Te pedimos, Señor, que la celebración de esta eucaristía
perdone nuestras deudas y nos ayude a perdonar a nuestros deudores».
Comunión: «El que beba del agua que yo le daré –dice
el Señor– no tendrá más sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él
en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,13-14). O bien:
«Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido donde colocar
sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío.
Dichosos los que viven en tu casa alabándote por siempre» (Sal 83,4-5).
Postcomunión
(del Veronense): «Alimentados ya en
la tierra con el pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos,
Señor, que se haga realidad en nuestra vida futura lo que hemos recibido en
este sacramento».
Ciclo
A
El agua, símbolo
bíblico del don vivi-ficante del Espíritu Santo, signo de vida en la conciencia
humana y en la historia de la salvación, constituye el tema litúrgico de este
Domingo, en el que se tienen de modo especial
se tiene presentes a los catecúmenos, que se preparan para ser
bautizados en la Vigilia Pascual.
–Éxodo 17,3-7:
Danos agua para beber. El agua viva que Moisés dio misteriosamente a su
pueblo, sediento en el desierto, era signo de la Providencia divina. Comenta
San Agustín:
«Bebieron la misma bebida que nosotros, pues la
Roca era Cristo. Bebieron, pues, bebida espiritual, la que se tomaba por la fe,
no la que se bebía con el cuerpo. Oísteis que era la misma bebida: la Roca era
Cristo... fue golpeada la roca misma con el madero para que saliera agua, pues
fue golpeada con una vara ¿Por qué con madera y no con hierro, sino porque la
Cruz fue acercada a Cristo para darnos a beber la gracia?
«Así pues, el mismo alimento y la misma bebida,
mas esto sólo para los que entienden y creen. Para los que no entienden, allí
no había más que maná y agua, alimento para el hambriento y bebida para el
sediento. Entonces Cristo tenía que venir aún; ahora, Cristo ya ha venido...
distintas palabras, pero el mismo Cristo» (Sermón 352,3)
–«Venid, aclamemos al
Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos en su presencia dándole
gracias. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el
desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque
habían visto mis obras» (Salmo 94).
–Romanos
5,1-2.5-8: El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones
por el Espíritu Santo que se os ha dado. En la Nueva Ley, Cristo es la
garantía de nuestra fe y de la vida divina que, por el don del Espíritu Santo,
se derrama en nuestros corazones. San
Agustín comenta este pasaje paulino:
«¡Admirable bondad de Dios, que nos otorga un
don igual a Él mismo! Su don es el Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son un Dios único: la Trinidad. Y ¿qué bien nos trajo el
Espíritu Santo? Óyeselo al Apóstol: El “Amor de Dios que ha sido derramado en
nuestros corazones”. ¿De dónde, oh mendigo, te vino ese amor de Dios descendido
en tu corazón? ¿Cómo ha podido este amor divino ser derramado en el corazón de
un hombre?
«“Llevamos este tesoro en vasos de barro, dice
el Apóstol”. ¿Por qué en vasos de barro? Para que resalte la fuerza de Dios. Y,
por último dice: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones”, y,
para que no se atribuya nadie a sí mismo el amar a Dios, añade: “por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado”.
«Luego, para que tú ames a Dios es necesario
que Dios more en ti, que su amor venga de Él y vuelva de ti a Él; o sea, que
recibas su moción, ponga en ti su fuego, te ilumine y levante su Amor» (Sermón
128,4).
–Juan 4,5-42: Un surtidor de agua que salte hasta la
vida eterna. El encuentro personal con el Corazón de Cristo, por la fe y el
amor, es la base misma de los sacramentos, signos de la acción de Dios que nos
salva en su Hijo Redentor. También San Agustín contempla el pasaje evangélico
de la samaritana, al hablar de los encuentros redentores personales de Jesús en
el Evangelio:
«Les propuso la parábola de dos personas
deudoras de un mismo acreedor. También Jesús deseaba a Simón, que le había
invitado a comer su pan. Tenía Él mismo hambre de aquél que le alimentaba... Es
lo mismo que dijo a la samaritana: “Tengo sed”. ¿Qué quiere decir “tengo sed”?
Quiere decir: “Anhelo tu fe”» (Sermón 99,3).
El encuentro de Jesús
con la samaritana marcó la vida y la conciencia de aquella mujer, para
transformarla y redimirla. Nosotros también tenemos que ser marcados por la
Eucaristía que celebramos y recibimos.
Ciclo B
No podemos reducir
nuestra celebración cuaresmal en una meras prácticas devocionales. «No todo el
que dice: “Señor, Señor” entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7,21). Hemos de
identificar nuestra voluntad con la de Dios. A esto deben conducirnos nuestras
prácticas cuaresmales. La fidelidad filial con que Jesucristo cumplió la
voluntad del Padre, hasta el sacrificio real de su vida, su actitud de
obediencia incondicional, constituyen el ejemplo de vida impresionante que
debemos imitar, como discípulos suyos.
–Éxodo 20,1-17:
La ley fue dada por Moisés. Dios se eligió un pueblo para realizar con
él una alianza de amor y salvación. La ley mosaica fue la manifestación
paternal de su amor, en forma de mandatos divinos que dignificasen la vida de sus
hijos. Son diez los preceptos, pero se reducen a dos, como dice San Agustín:
«Has de amar a Dios con todo tu ser, porque es
mejor que tú, y al prójimo como a ti mismo, porque es lo que eres tú. Los
preceptos son dos, por tanto: “ama a Dios” y “ama al prójimo”; tres en cambio
los objetos del amor... pues no se diría “y al prójimo como a ti mismo”, si no
te amas a ti mismo.
«Si son tres los objetos del amor, ¿por qué,
pues, son dos los preceptos? ¿Por qué? Escuchadle. Dios no consideró necesario
exhortarte a amarte a ti mismo, pues no hay nadie que no se ame a sí mismo.
Mas, puesto que muchos van a la perdición por amarse mal, diciéndote que ames a
tu Dios con todo tu ser, se te dio al mismo tiempo la norma de cómo has de
amarte a ti mismo. ¿Quieres amarte a ti mismo? Para que no te pierdas en ti
mismo, ama a Dios con todo tu ser, pues en Él te encontrarás a ti» (Sermón
179 A, 3-4).
–Con el Salmo
18 decimos: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el
precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son
rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor
son verdaderos y enteramente justos».
–1 Corintios
1,22-25: Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los
hombres, pero sabiduría de Dios para los llamados. Jesús no vino a abrogar
la ley, sino a perfeccionarla con el amor (Mt 5,17). El misterio de la Cruz es
la mejor prueba de su amor total al Padre y a los hombres, sus hermanos. San
Agustín dice:
«Los sabios de este mundo nos insultan a
propósito de la Cruz de Cristo y dicen: “¿Qué corazón tenéis que adoráis a un
Dios crucificado?” “¿Qué corazón tenemos?”... Ciertamente, no el vuestro. La
sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. No tenemos, pues, un corazón como
el vuestro. Decid lo que queráis. Vosotros no podéis ver a Jesús, porque os
avergonzáis de subir al árbol, como hizo Zaqueo; suba el humilde a la Cruz...
y, para no avergonzarte de la Cruz de Cristo, ponla en tu frente...» (Sermón 174,3).
–Juan 2,13-25:
Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Jesús hubo de
enfrentarse personalmente con el fariseísmo puritano, que trataba de conjugar
la piedad legalista con sus propios intereses egoístas y materiales. Comenta
San Agustín:
«¿Para qué quiso Salomón que el templo fuese
levantado? Para que fuese prefiguración del cuerpo de Cristo. Aquel templo era
una sombra; llegó la luz y ahuyentó la sombra. Busca ahora el templo construido
por Salomón y encontrarás las ruinas. ¿Por qué se convirtió en ruinas aquel
templo? Porque se cumplió lo que él simbolizaba.
«El verdadero templo, que es el cuerpo del
Señor, se derrumbó; pero luego se levantó, y de tal manera que en modo alguno
podrá derrumbarse de nuevo. “Destruid este templo y yo lo levantaré en tres
días”, había dicho el Señor respecto a su cuerpo. Así pues, el templo de Dios
es el cuerpo de Cristo... Quien dijo: “vuestros cuerpos son miembros de
Cristo”, ¿qué otra cosa mostró sino que nuestros cuerpos y nuestra Cabeza, que
es Cristo, constituyen en conjunto el
único templo de Dios?» (Sermón 217).
Ciclo C
La imagen de la
Iglesia como pueblo de Dios en peregrinación penitencial hacia la Pascua
salvadora (Lumen Gentium 8), cobra en esta celebración litúrgica una
gran fuerza renovadora de nuestra conciencia. La Cuaresma es siempre un tiempo
fuerte de conversión, de revisión de vida, de reconciliación evangélica con
Dios y con todos nuestros hermanos. El Concilio Vaticano II ha subrayado esta
condición permanente e irrenunciable de la Iglesia y de cada uno de sus
miembros:
«Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado,
no conoció el pecado, sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo,
la Iglesia encierra en su propio seno pecadores; y, siendo al mismo tiempo
santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la
penitencia y de la renovación» (ibid.).
–Éxodo 3,1-8.
13-15: «Yo soy» me envía a vosotros. La vocación de Moisés significa en la historia de la salvación el
comienzo de la liberación providencial del pueblo de Dios; el principio del
camino de salvación, que es siempre una iniciativa gratuita de Dios. San
Agustín explica el nombre bajo el que Dios se presenta a su pueblo, «Yo soy».
«Romped los ídolos
de vuestros corazones, prestad atención a lo que se dijo a Moisés cuando
preguntó cuál era el nombre de Dios: “Yo soy el que soy”. Todo cuanto es, en
comparación con Él, es como si no fuera. Lo que realmente es desconoce
cualquier clase de mutación. Todo lo que cambia y es inestable y durante cierto
tiempo no cesa de sufrir mutaciones, fue y será; pero no lo incluye dentro de
aquel es.
«Dios es cambio,
carece de fue y será. Lo que fue, ya no es; lo que será, aún no
es y lo que llega para luego desaparecer, será para no ser. Pensad, si podéis,
esas palabras: “Yo soy el que soy”. No os turbéis con pensamientos caprichosos
y pasajeros. Paraos en el es, permaneced en El mismo que es.
¿Adónde vais? Permaneced, para que también vosotros podáis ser» (Sermón
223,a,5).
–Con el Salmo 102 decimos: «Bendice, alma mía, al
Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía al Señor, y no
olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus
enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura».
–1 Corintios 10,1-6.10-12: La vida del pueblo de
Israel en el desierto se escribió para ejemplo nuestro. El designio divino
de salvación, iniciado con la mediación de Moisés, culminaría en la obra
redentora de Cristo. En Él nosotros hemos sido elegidos; pero no podemos ser
los engreídos.
Los sacramentos no
garantizan en absoluto la salvación si no corresponde a la gracia recibida la
libertad de los beneficiarios; no hay en ellos nada de magia, sino el encuentro
entre dos libertades, la de Dios y la nuestra. Desvincular la recepción de los
sacramentos de la fe o de la conducta moral, equivale a recaer en las faltas
del pueblo de Israel en el desierto, experimentando inmediatamente el mismo
fracaso que ellos conocieron.
El obrar de Dios es siempre una inmensa garantía, pues Él no puede
engañarse ni engañarnos, pero la salvación que nos ofrece no es nunca
automática. No basta con recibir los gestos de la gracia de Dios; es preciso
además la respuesta de la fe y la
conversión, que ajuste permanentemente nuestra mirada con la suya.
–Lucas 13,1-9: Si no os convertís, todos
pereceréis de la misma manera. Dios tiene derecho a reclamar de nosotros una fidelidad cada vez más
profunda. Por eso siempre necesitamos de conversión sincera y de renovación
santificadora y también la Iglesia nos propone la conversión, no solo en el
momento de recibir la fe, si-no a lo largo de toda la vida. Esta llamada se
hace especialmente apremiante cuando hemos pecado y en determinados tiempos
litúrgicos, como Adviento y Cuaresma.
La conversión lleva consigo la renuncia al pecado y al estado de
vida incompatible con las enseñanzas del Evangelio, y la vuelta sincera a Dios.
No basta solo el propósito de cambiar de vida, sino que es necesario el dolor
por haber ofendido a Dios. Este cambio de vida y de mentalidad parte siempre de
la fe, de la llamada continua de Dios, Padre misericordioso. San Máximo de
Turín dice:
«Nada hay tan
grato y querido por Dios, como el hecho de que los hombres se conviertan a Él
con sincero arrepentimiento» (Carta 4).
Lunes
Entrada:
«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor; mi corazón y carne retozan
por el Dios vivo» (Sal 83,3).
Colecta
(del
misal anterior y, antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Señor, purifica y
protege a tu Iglesia con misericordia continua y, pues sin tu ayuda no puede
mantener su firmeza, que tu protección la dirija y la sostenga siempre».
Comunión: «Alabad al Señor todas las naciones, firme es su misericordia con
nosotros» (Sal 116,1-2).
Postcomunión: «Que la comunión en tu sacramento, Señor, nos
purifique de nuestras culpas y nos conceda la unidad».
–2 Reyes
5,1-15: La curación de Naamán el sirio se ha considerado en el tiempo
de Cuaresma como prefiguración de la llamada a todas las naciones a la fe y al
bautismo.
El camino que sigue Naamán hasta el rito que le cura indica el
camino de todo candidato a los sacramentos, que no son válidos si no se reciben
en el interior de un diálogo entre Dios que se revela y el hombre que obedece y
se adhiere a Él por la fe. Pero esto no elimina la eficacia del sacramento, que
obra independientemente de nuestra voluntad. San Hipólito dice del Bautismo:
«El que se sumerge
en este baño de regeneración renuncia al diablo y se adhiere a Cristo, niega al
enemigo del género humano y profesa su fe en la divinidad de Cristo, se despoja
de su condición de siervo y se reviste de la de hijo adoptivo, sale del
bautismo resplandeciente como el sol, emitiendo rayos de justicia, y, lo que es
más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero de
Cristo» (Sermón sobre la Teofanía).
Y San Ildefonso de Toledo:
«Nunca deja de
bautizar el que no cesa de purificar; y así, hasta el fin de los siglos. Cristo
es el que bautiza, porque siempre es Él quien purifica. Por tanto, que el
hombre se acerque con fe al humilde ministro, ya que éste está respaldado por
tan gran maestro. El maestro es Cristo y la eficacia de este sacramento reside
no en las acciones del ministro, sino en el poder del maestro que es Cristo» (Tratado
sobre el Bautismo).
En el bautismo, junto a la dignidad de los hijos de Dios, recibimos
la gracia y la llamada a la santidad, que nos permite ser consecuentes y no
perder la dignidad recibida.
–Con el Salmo 41 clamamos: «Mi alma tiene sed del
Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Como busca la cierva
corrientes de agua, así mi alma te busca a Ti, Dios mío. Envía tu luz y tu
verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu
morada. Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios de mi alegría; y que te dé
gracias al son de la cítara, Dios, Dios mío».
Israel pierde el Reino de Dios y sus riquezas. En cambio, los
paganos llegan a obtener la salvación, que también se nos ofrece a nosotros en
la santa Iglesia. Pero a condición de que creamos, de que nos sometamos
humildemente a las enseñanzas y mandamientos de Cristo y de su Igle-sia, de que
ambicionemos la salvación. Con tal de que, reconociendo sinceramente nuestra
indignidad y nuestra incapacidad, nos volvamos hacia el Señor, llenos de
confianza en Él e invocando su auxilio.
–Lucas 4,24-30: Jesús ha sido enviado para la
salvación de todos los hombres, no solo para la de los judíos. A ellos vino
primero, pero «vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11): los
hombres de Nazaret únicamente quieren que su conciudadano Jesús realice los
milagros que ha hecho en Cafarnaún.
No podemos buscar a Cristo para servirnos de Él a nuestro antojo.
De Él lo esperamos todo y de modo especial la salvación, pero hemos colaborar,
con gran fe y amor generoso, en correspondencia al que Él nos tiene. En la
liturgia de este día, nosotros somos el pagano Naamán. Corramos al gran
profeta, a Cristo, pues estamos enfermos del alma y necesitamos una curación
que sólo Cristo nos puede dar.
Lo que hoy encontramos en Cristo y en su Iglesia es solamente el
comienzo de nuestra salvación, cuya plenitud nos aguarda en la otra vida, en la
verdadera Pascua. Y así como el pueblo escogido perdió la salvación, por no
creer en Cristo, también a nosotros nos puede ocurrir los mismo. Sólo la fe, la
sumisión a Cristo y a su Iglesia nos pueden salvar. Comenta San Ambrosio:
«La envidia, que convierte al amor en odio
cruel, traiciona a los compatriotas. Al mismo tiempo, ese dardo de estas
palabras, muestra que esperas en vano el bien de la misericordia celestial, si
no quieres los frutos de la virtud en los demás; pues Dios desprecia a los envidiosos y aparta las maravillas de su
poder a los que fustigan en los otros los beneficios divinos» (Comentario a
San Lucas IV, 46)
Martes
Entrada: «Yo te invoco porque tú me respondes, Dios
mío; inclina el oído y escucha mis
palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas
escóndeme» (Sal 16,6.8).
Colecta
(del misal anterior y, antes, del
Gregoriano y Gelasiano): «Señor, que tu gracia no nos abandone, para
que, entregados plenamente a tu servicio, sintamos sobre nosotros tu protección
continua».
Comunión: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu
tienda y hospedarse en tu monte santo? El que procede honradamente y practica
la justicia» (Sal 14,1-2).
Postcomunión: «La participación en este Sacramento
acreciente nuestra vida cristiana, expíe nuestros pecados y nos otorgue tu
protección».
–Daniel
3,25.34-43: Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu
humilde. «Un corazón contrito y humillado el Señor no lo desprecia» (Sal
50,19). El sacrificio más agradable a Dios es el de la contrición y la
humildad. Esta verdad, que ya aparecía en el Antiguo Testamento, como vemos en
la oración de Azarías que recoge la lectura de hoy, adquiere mayor relevancia
incluso en las enseñanzas de Cristo, la vida de la Virgen María, y la doctrina
de los Padres y del Magisterio de la Iglesia. Casiano dice:
«La verdadera paciencia y tranquilidad del alma
solo puede adquirirse y consolidarse con una profunda humildad de corazón. La
virtud que mana de esta fuente no tiene necesidad del retiro de una celda, ni
del refugio de la soledad. En realidad, no le falta un apoyo exterior cuando
está interiormente sostenida por la humildad, que es su madre y guardiana. Por
otra parte, si nos sentimos airados cuando se nos provoca, es indicio de que
los cimientos de la humildad no son estables» (Colaciones 18,13).
«Nadie puede alcanzar la santidad si no es a
través de una verdadera humildad, ante todo para con sus hermanos. Pero también
debe tenerla para con Dios, persuadido de que, si Él no lo protege y ayuda en
cada instante, le es absolutamente imposible obtener la santidad a la que
aspira y hacia la cual corre» (Instituciones 12,23).
La humildad y la
caridad son las ruedas maestras; todas
las demás giran a su alrededor: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito
y nuestro espíritu humilde, que éste sea hoy y siempre nuestro sacrificio, y
que sea agradable en tu presencia» (Dan 3,40).
–Un corazón contrito
y humillado Dios no lo desprecia. Este es el sentido de la oración de Azarías.
No te acuerdes de nuestros pecados, porque tu ternura y tu misericordia son
eternas.
Con la confianza de
que Dios enseña su camino a los humildes, decimos con el Salmo 24:
«Enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad;
enséñame, porque Tú eres mi Dios y Salvador. Recuerda, Señor, que tu ternura y
tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad,
Señor. El Señor es bueno y recto, enseña el camino a los pecadores, hace
caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes».
–Mateo 18,21-35: El Padre no os perdonará si cada cual no
perdona de corazón a su hermano. El perdón supone correspondencia.
Es una enseñanza clara en el Evangelio. San Agustín explica este evangelio:
«No te hastíes de perdonar siempre al que se
arrepiente. Si no fueras tú también deudor, impunemente podrías ser un severo
acreedor. Pero tú que eres también deudor, y lo eres de quien no tiene deuda
alguna, si tienes un deudor, pon atención a lo que haces con él. Lo mismo hará
Dios contigo... Si te alegras cuando se te perdona, teme el no perdonar por tu
parte.
«El mismo Salvador manifestó cuán grande debe
ser tu temor, al proponer en el Evangelio la parábola de aquel siervo a quien
su señor le pidió cuentas y le encontró deudor de cien mil talentos... ¡Cómo
hemos de temer, hermanos míos, si tenemos fe, si creemos en el Evangelio, si no
creemos que el Señor es mentiroso! Temamos, prestemos atención... perdonemos.
¿Pierdes acaso algo de aquello que perdonas? Otorgas perdón» (Sermón 114
A,2).
«Perdonad y se os
perdonará, dad y se os dará» (Lc 6,37-38). No pensamos que recibiremos lo que
damos. Damos cosas mortales, recibiremos inmortales; damos cosas temporales,
recibiremos eternas; damos cosas terrenas, recibiremos celestes. Recibiremos la
recompensa de nuestro mismo Señor.
Miércoles
Entrada: «Asegura mis pasos con tu promesa. Que
ninguna maldad me domine» (Sal 118,133).
Colecta
(nueva redacción, con elementos del
Gelasiano y del Sermón 40,4 de San León Magno): «Penetrados del sentido
cristiano de la Cuaresma y alimentados con tu Palabra, te pedimos, Señor, que
te sirvamos fielmente con nuestras penitencias y perseveremos unidos en la
plegaria».
Comunión: «Me enseñarás el sendero de la vida, me
saciarás de gozo en tu presencia» (Sal 15,11).
Postcomunión: «Santifícanos, Señor, con este pan del
cielo que hemos recibido, para que, libres de nuestros errores, podamos
alcanzar las promesas eternas».
–Deuteronomio
4,1.5-9: Guardad los preceptos y cumplidlos. La Ley es expresión
de la voluntad divina y forma parte de la alianza. La observancia de la Ley ha
de producir dos efectos en los gentiles: el reconocimiento de la sublimidad de
la Ley y la constatación de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Las grandes maravillas
realizadas por Dios en favor de Israel debieron ser motivos para ser fieles al
Señor. Pero la historia de la salvación nos manifiesta lo contrario: el pueblo
de Dios fue ingrato e infiel al Señor muchas veces. Fue ingrato al Señor.
¿Y nosotros? En
realidad, Dios ha realizado aún mayores portentos con nosotros, por la
Encarnación de su Hijo, la Redención, la institución de la Iglesia, la
Eucaristía y los demás sacramentos... También nosotros hemos recibido los
mandamientos y preceptos de Dios para que los cumplamos. Esos preceptos y
mandatos son santos, sabios e inviolables, como el mismo Dios. Son frutos de la
bondad, de la sabiduría, de la justicia y de la santidad de Dios. ¿Puede haber
para nosotros algo mejor, más razonable, más santo, más poderoso y más dichoso
que la santa voluntad de Dios, expresada en sus mandamientos? Tal vez muchas
veces hemos dejado de cumplirlos.
Hoy, en esta
celebración cuaresmal volvamos a escoger de nuevo el camino de los divinos
preceptos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todas tus fuerzas. Y a tu prójimo como a ti mismo»
No seamos como los
escribas y fariseos del tiempo de Jesucristo. Ellos cumplían, en apariencia,
los mandatos de Dios, interpretando la letra según su interés. Digamos y
cumplamos nosotros lo que Jesús dijo: «Mi comida consiste en hacer siempre la
voluntad del que me envió» (Jn 4,34). Debemos morir a la propia voluntad, para
vivir entera y ciegamente confiados en la santa voluntad de Dios, entregados
totalmente a su beneplácito, al gobierno y Providencia de Dios y llevando,
según sus mandamientos, una conducta intachable. Esta es la esencia de la vida
cristiana. ¿Pensamos así? ¿Vivimos así?
–Si Dios nos ha dado
mandamientos y leyes es para que vivamos y nos salvemos. Por eso, los preceptos
del Señor son la alegría del hombre, que se ve distinguido y privilegiado con
ellos. De ahí brota el deseo de una fidelidad sincera, que manifestamos con el Salmo
147: «Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión, que ha reforzado
los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Él envía
su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz, manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza. Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos a
Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos».
–Mateo 5,17-19:
Quien cumpla los mandamientos y los enseñe será grande en el Reino de los
cielos. La santa Cuaresma es un tiempo adecuado para examinar nuestra vida
entera, para una revisión de vida en el cumplimiento de los mandatos de Dios.
Cristo vino a vivificar la ley y a perfeccionarla. Él fue modelo en el
cumplimiento de la voluntad divina. Dice San Bernardo:
«Y ya que en la voluntad de Dios está la vida,
no podemos dudar lo más mínimo de que nada encontraremos que nos sea más útil y
provechoso que aquello que concuerda con el querer divino, vida de nuestra
alma. Procuremos con solicitud no desviarnos en lo más mínimo de la voluntad de
Dios» (Sermón 5).
No se haga mi
voluntad, sino la tuya, dijo el Señor (Mc 14,36; cf. Mt 26,33-46; Lc
22,40-46). Y comenta San León Magno:
«Esta voz de la Cabeza es la salvación de todo
el Cuerpo; esta voz enseña a todos los fieles, enciende a los confesores,
corona a los mártires» (Sermón 58).
Jueves
Entrada: «Yo soy la salvación del pueblo –dice el
Señor–. Cuando me llamen desde el peligro, yo les escucharé y seré para siempre
su Señor».
Colecta
(del Gregoriano): «Te pedimos
humildemente, que a medida que se acerca la fiesta de nuestra salvación, vaya
creciendo en intensidad nuestra entrega, para celebrar dignamente el misterio
pascual».
Comunión: «Tú promulgas tus decretos para que se
observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas».
Postcomunión: «Presta benigno tu ayuda, Señór, a quienes
alimentas con tus sacramentos, para que consigamos tu salvación en la
celebración de estos misterios y en la vida cotidiana».
–Jeremías
7,23-28: Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios.
El profeta Jeremías clama contra la incredulidad de sus contemporáneos. No
escuchan la voz de Dios que desea realizar plenamente la alianza entre Él y su
pueblo. La actuación del profeta será, una vez más, inútil. Por eso, la ruina
de la nación es inminente y, por la bondad de Dios, se salvará un resto que
permanece fiel. Es un adelanto de lo que sucederá con la venida del Verbo
encarnado. Y, ¿solamente en aquel tiempo? ¡Cuánta infidelidad también en
nuestros días en muchos que son y se llaman cristianos, pero que actúan como
paganos!
Este tiempo litúrgico
es muy adecuado para reflexionar y corregir las infidelidades con respecto a
Dios y a su mensaje de salvación. Allí donde vive y obra el verdadero espíritu
de Cuaresma, afluye al alma, a raudales, la vida divina de la gracia, de las
virtudes y de las buenas obras.
El cristiano se
convierte en coedificador del Reino de Dios, en piedra viva, que ayuda a
levantar todo el edificio: primero en su propia persona y después junto con sus
semejantes. Su práctica cuaresmal aprovecha a todos, derramando sobre ellos
luz, gracia, arrepentimiento. Con su ejemplo, su oración y sus méritos colabora
en la salvación y santificación de sus hermanos. ¡Qué responsabilidad, pues, la
nuestra si no aprovechamos este tiempo de gracia, que es la Cuaresma! ¡Qué
perjuicio para nosotros mismos y para los demás! No podemos ser indiferentes a
la salvación de los hombres, que son hermanos nuestros.
–El gran pecado de
Israel fue cerrar sus oídos a la palabra del Señor. También este peligro nos
acecha a nosotros. Por eso el Salmo 90 nos advierte: «Ojalá
escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón. Venid, aclamemos al
Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole
gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, Creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios y nosotros su
pueblo, el rebaño que Él guía. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como
el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me
tentaron, aunque habían visto mis obras».
–Lucas 11,14-23:
El que no está conmigo está contra Mí. Lo mismo que en tiempos de
Jeremías, la incredulidad y la infidelidad fue el signo de los contemporáneos
de Jesús. Su ejemplo, su palabra, sus milagros son manifestaciones palpables
del origen divino de su ser. Pero el corazón de aquellos hombres estuvo
endurecido y lo consideraron aliado del demonio. ¡Qué perversidad y qué gran
misterio! ¿Y nosotros? San Gregorio Magno dice:
«Volvimos la espalda ante el rostro de Aquel
cuyas palabras despreciamos, cuyos preceptos conculcamos; pero aun estando a
nuestra espalda nos vuelve a llamar Él, que se ve despreciado y clama por medio
de sus preceptos y nos espera con paciencia» (Hom. sobre los Evangelios
16).
¡Unidos siempre a
Cristo! En Él encontramos nuestra salvación. Digamos con San Gregorio Nacianceno:
«Quédate con nosotros, porque nos rodean en el
alma las tinieblas y solo Tú, oh Cristo, eres la Luz. Tú puedes calmar nuestra
ansia que nos consume» (Carta 212).
Oremos intensamente.
Hagamos penitencia en este tiempo de preparación para la Pascua, a fin de que
nos renovemos en Cristo Jesús. Comenta San Ambrosio:
«Todo reino dividido será desolado. El porqué
de esta afirmación es el mostrar que su reino es indivisible y perpetuo, puesto
que se le acusaba de echar los demonios en nombre de Beelzebú, príncipe de los
demonios... Aquellos, pues, que no ponen en Cristo su esperanza, sino que creen
que los demonios son arrojados en nombre del príncipe de los demonios, niegan
ser súbditos de un reino eterno» (Comentario
a San Lucas VII, 91).
Viernes
Entrada:
«No tienes igual entre los dioses, Señor: Grande eres tú, y haces maravillas,
tú eres el único Dios» (Sal 85,8.10).
Colecta
(Veronense,
Gregoriano y Gelasiano): «Infunde, Señor, tu gracia en nuestros
corazones, para que sepamos do-minar nuestro egoismo y secundar las
inspiraciones que nos vienen del Cielo».
Comunión: «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale
más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33).
Postcomunión: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre
íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo
que ahora recibimos en la Eucaristía».
–Oseas
14,2-10: No volveremos a llamar Dios a las obras de nuestras manos.
El profeta invita a Israel a la conversión: «Perdona del todo la iniquidad,
recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios». Destruido por su iniquidad,
Israel se convierte por fin con palabras sinceras y no hipócritas. Reconoce que
no lo salvarán alianzas humanas, dioses falsificados ni holocaustos vacíos,
sino la primacía del amor en la fidelidad a la alianza con su Dios. Se
vislumbra entonces una felicidad paradisíaca.
Pero la misma
conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las
palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su
gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor.
En efecto, Oseas ha
transformado el sentimiento de culpabilidad de sus compatriotas. Para él, la
falta no consiste en la violación de las tradiciones ancestrales y sacrales, de
las que uno se libra por medio de ritos penitenciales, sino en la resistencia a
encontrar a Dios en la vida ordinaria. El pecado es la negación a ver a Dios en
la historia de cada día, de cada
momento. Por eso, la conversión a la que invita el profeta es un acto
interior, por el que el hombre hace callar su orgullo aceptando que el
acontecimiento en que vive es iniciativa de Dios con respecto a él y gracia de
su benevolencia. La conversión ha de ser la actitud fundamental del cristiano.
No hay momento más precioso para pedir a Dios la conversión que la Santa Misa.
–El Señor es el
único Dios. Ni las obras de nuestras manos, ni nada fuera de Él puede ser Dios
para nosotros. Todo pecado es fundamentalmente una idolatría y, por tanto, una
defección de la alianza, una infidelidad.
Con el Salmo 80 lo proclamamos sinceramente: «Oigo un
lenguaje desconocido: retiré los hombros de la carga, y sus manos dejaron la
espuerta. Clamaste en la aflicción y te libré. Te respondí oculto entre los
truenos, te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. Escucha, pueblo mío, doy
testimonio contra ti, ojalá me escuchases, Israel. No tendrás un dios extraño,
no adorarás un dios extranjero. Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de
Egipto. Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino: Te
alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre».
–Marcos
12,28-34: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y lo amarás.
Al Señor le agrada la misericordia y no los sacrificios: prefiere la sinceridad
del corazón a las prácticas meramente externas. La Ley de Cristo es el amor a
Dios y al prójimo. San Bernardo dice:
«El amor, basta
por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se
identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni
tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque
amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio
y origen, con tal de que vuelva siempre su fuente y sea una continua emanación
de la misma» (Sermón 83).
Esa fuente no es otra que Dios. Constantemente encontramos en
nuestra vida ocasiones para manifestar nuestro amor a Dios y al prójimo. No
debemos esperar ocasiones extraordinarias para amar. Hemos de aprender a amar
en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo
bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos
difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo.
Sábado
Entrada: «Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides
sus beneficios. Él perdona todas tus culpas» (Sal 102,2-3).
Colecta
(Veronense y Gelasiano): «Llenos de
alegría al celebrar un año más la Cuaresma, te pedimos, Señor, vivir los
sacramentos pascuales y sentir en nosotros el gozo de su eficacia».
Comunión: «El publicano, quedándose atrás, se
golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”» (Lc
18,13).
Postcomunión: «Concédenos, Dios de misericordia, venerar
con sincero respeto, la Santa Eucaristía que nos alimenta, y recibirla siempre
con un profundo espíritu de fe».
–Oseas 6,1-6:
Quiero misericordia y no sacrificios. Dios quiere misericordia y no
sacrificios de animales, su conocimiento y no holocaustos. El profeta invita a
la penitencia y a una vuelta sincera a Dios, pero el pueblo es inconstante.
¡Cuántas liturgias en las que los que asisten a ellas nada experimentan, de las
que salen sin haber encontrado a Dios, sin haberle conocido un poco más! ¡Qué
negligentes somos a veces los sacerdotes y los laicos a la hora de participar
en los santos misterios!
Comenta San Agustín:
«Presta atención a lo que dice la Escritura:
“Quiero la misericordia antes que el sacrificio” (Os 6,6). No ofrezcas un
sacrificio que no vaya acompañado de la misericordia, porque no se te
perdonarán los pecados. Quizá digas: “Carezco de pecados”. Aunque te muevas con
cuidado, mientras vives corporalmente en este mundo, te encuentras en medio de
tribulaciones y estrecheces y has de pasar por innumerables tentaciones: no
podrás vivir sin pecado. Es cierto que Dios te dice: “No te intranquilice tu
pecado”... si nada debes, sé duro en exigir; pero si eres deudor, congratúlate,
más bien, de tener un deudor en quien puedas hacer lo que se hará en ti» (Sermón
386,1).
–Puede haber una
conversión que no sea auténtica. Es necesario que cambie el corazón. A veces
tenemos el peligro de quedarnos en meras fórmulas y ritualis-mos externos. El Salmo
50, que comentamos el Miércoles de Ceniza, es siempre una llamada
fuerte a la auténtica penitencia.
–Lucas 18,9-14:
El publicano bajó a casa justificado y el fariseo no. En oposición a la
soberbia y suficiencia del fariseo que se jactaba de sus propias obras, la
humildad del publicano constituye el auténtico culto espiritual de la
penitencia del corazón, de la interioridad del culto que agrada al Señor. El
publicano recibió de Dios la justificación a causa de su humilde
arrepentimiento. San Agustín dice:
«El Señor es excelso y dirige su mirada a las
cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en
cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún
modo las desconoce.
«Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco
decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo;
para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia
arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a
quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se
reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano,
escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha
ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo
justificado, más que aquel fariseo”» (Sermón 115,2).
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