Hombre en Fiesta: IV. Un Tiempo para la Fiesta
1. SHAVUOT O FIESTA DE LAS SEMANAS
Fiesta de las primicias
Fiesta de la alianza
2. PENTECOSTES: IMAGEN DE LA FIESTA ESCATOLOGICA
Primicias del Reino
Nueva alianza
3. PENTECOSTES: FIESTA DEL ESPIRITU EN EL MUNDO
Nuevo estilo de vida
Gracia y fidelidad
Novedad de la vida en el Espíritu
El templo: «domus ecclesiae»
Si la Cuaresma prepara la Pascua, Pentecostés la prolonga,
llevándola a su plenitud. «Si la Pascua es el comienzo de la gracia,
Pentecostés es su coronación», dirá san Agustín. Pentecostés es la misma
pascua considerada en su forma plena, con su fruto, que es el Espíritu
Santo. Así, pues, la fiesta de Pascua inaugura la gran fiesta, que se
prolonga por cincuenta días, como «tiempo pascual».[1]
1. SHAVUOT O FIESTA DE LAS SEMANAS
Shavuot es una
de las tres fiesta que la liturgia hebrea solemniza de un modo
especial, junto con la Pascua y la fiesta de las Tiendas (Ex
23,14‑17;34,18‑23;Dt 16,1‑17;Lv 23). La Pascua es la fiesta del comienzo
de la siega; la fiesta de Pentecostés o de las Semanas se celebra a las
siete semanas y un día (pentecostés = el día que hace cincuenta) de
haber comenzado la siega. Y el 15 del séptimo mes se celebra la fiesta
de la recolección o fiesta de las Tiendas.[2]
«Celebrarás la fiesta de las Semanas: la de las primicias de la
siega del trigo» (Ex 34, 22). «Llevarás a la casa de Yahveh, tu Dios, lo
mejor de las primicias de los frutos de tu suelo» (Ex 34,26;23,19).
Esta fiesta de la siega, al celebrarse a las siete semanas más
un día, terminó llamándose Pentecostés (Tob 2,1;Mac 12,31-32). En la
Pascua se usaban panes ázimos, amasados con harina del grano nuevo, sin
levadura vieja, como signo de renovación. El pan que se comía en
Pentecostés, al final de la siega, era fermentado, pan habitual de la
vida. Estos cincuenta días, la asamblea del pueblo de Israel celebraba,
en un clima de alegría exuberante y de agradecimiento a Dios, el don de
la nueva cosecha. Día de las primicias, ofrenda de las primicias (Nu
28,26ss), fiesta de regocijo y de acción de gracias. Es la ofrenda
agradecida a Dios, dueño de la tierra y fuente de toda fecundidad: «He
aquí que traigo ahora las primicias de los productos de la tierra que
Yahveh me ha dado» (Dt 26,10), confiesa el israelita al presentar su
ofrenda.
El judío creyente, aún en el fruto que su mano arranca de la
tierra con su trabajo, ve un don de Dios y una prueba más de su bondad.
Por ello, de los frutos que gracias a la protección de Dios se habían
podido extraer del suelo, se destinaban las primicias como ofrenda
agradecida a Dios. Ningún cereal de la nueva cosecha se utilizaba antes
del 6
de Sivan,
fecha en que esa ofrenda se hacía
efectiva. Shavuot, como Pésaj y Sukot, es una fiesta de peregrinación.
Los peregrinos se organizaban en largas procesiones y marchaban hacia
Jerusalén, acompañados durante todo el trayecto por los alegres sones de
las flautas. En cestos decorados con cintas y flores llevaba cada uno su
ofrenda: primicias de trigo, higos, granadas... Llegados a la ciudad
Santa, eran acogidos con cánticos de bienvenida y penetraban en el
templo, donde hacían entrega de sus cestos al sacerdote. La ceremonia se
completaba con salmos y danzas. Toda fiesta es una invitación a la
alegría. El término hebreo 'heg'
aplicado a las tres grandes
fiestas de peregrinación «tres veces al año harás el 'hag' en mi honor»
(Ex 23,14), tiene en su raíz el significado de danzar, girar en
derredor». «Durante tus fiestas te alegrarás en presencia de Yahveh, tu
Dios», repetirá el Deuteronomio (16,11.14); y Nehemías dirá: «En el día
consagrado al Señor no estéis tristes, pues la alegría de Dios es
vuestra fuerza» (8,10).
La primitiva fiesta de la siega y las primicias, de origen
agrícola, se transforma posteriormente en una conmemoración solemne del
don de la Ley y la Alianza del Sinaí (Ex 19). Es la ofrenda de Dios al
pueblo, que ha liberado y ahora le obsequia con el don de la Ley. Todo
el camino del Desierto no fue otra cosa que el itinerario escogido por
Dios
para llevar al pueblo
a una vida de comunión con El, en alianza
(berit) con El. La
conclusión de la alianza en el Sinaí es una teofanía grandiosa, que hace
sentir al pueblo la presencia de Dios en medio de ellos: «La nube cubrió
el monte. La gloria de Yahveh descansó sobre el monte Sinaí y la nube lo
cubrió por seis días. Al séptimo día, llamó Yahveh a Moisés de en medio
de la nube. La gloria de Yahveh aparecía a la vista de los hijos de
Israel como fuego devorador sobre la cumbre del monte. Moisés entró
dentro de la nube y subió al monte. Y permaneció Moisés en el monte
cuarenta días y cuarenta noches» (Ex 24,15‑8).
Entonces Yahveh entregó a Moisés las tablas con las Diez
Palabras, que Yahveh había escrito (Ex 24,12):
«Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto.
No habrá para ti otros dioses delante de mí.
No te harás imagen... Ni te postrarás ante ellas ni les darás
culto, pues yo soy un Dios celoso.
No tomarás en falso el nombre de Yahveh tu Dios.
Recuerda el día del sábado para santificarlo.
Honra a tu padre y a tu madre,
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás testimonio falso contra tu hermano.
No codiciarás la casa, la mujer..., de tu prójimo» (Ex 20).
La conclusión de la alianza tiene su rito (Cfr.Jr 34,18) y su
memorial (Gen 21,23; 31,48s).[3]
En el Sinaí, el pueblo liberado por Dios hizo alianza con El. Yahveh
otorga su alianza al pueblo, que la acepta con su fe (Ex 14,31). Dios,
que ha hecho a Israel objeto de su elección y depositario de una promesa
(Ex 3,10;Gen 12,7;13,15), le revela su designio de alianza: «Si
escucháis mi voz y observáis mi alianza, seréis mi propiedad entre todos
los pueblos; porque mía es toda la tierra, pero vosotros seréis para mí
un reino de sacerdotes y una nación consagrada» (Ex 19,5s). Estas
palabras subrayan la gratuidad de la elección divina. Dios escogió a
Israel sin méritos de su parte (Dt 9,4s) porque lo ama y quiere mantener
la promesa hecha a sus padres (Dt 7,6ss). Israel será su pueblo, le
servirá con su culto (Ex 20,3ss;Dt 5,7), será su reino. Dios le
garantiza su ayuda y protección (Ex 23,20‑31).
En el
arca de la alianza
se depositan las «tablas del
testimonio». El arca es el memorial de la alianza y el signo de la
presencia de Dios en Israel (Ex 25,10‑22;Num 10,33‑36). Sólo a su luz
tiene sentido la Ley.
La Tienda,
en que se coloca el arca de la alianza, esbozo
del templo futuro, es el lugar del encuentro de Dios y su pueblo (Ex
33,7‑11). Arca de la alianza y tienda de la reunión marcan el lugar del
culto a Dios en la liturgia y en la
vida.
El pueblo respondió a Dios en el Sinaí: «Haremos todo cuanto ha
dicho Yahveh» (Ex 9,8). Pero, pronto, experimentó su incapacidad y, a
consecuencia de la infidelidad de Israel (Jr 22,9), la alianza queda
rota (Jr 31,32), como un matrimonio que se deshace a causa de los
adulterios de la esposa (Os 2,4;Ez 16,15‑43). A pesar de ello, el
designio de alianza revelado por Dios subsiste invariable (Jr
31,35ss;33,20s). Habrá, pues, una alianza nueva. Oseas la evoca bajo los
rasgos de nuevos esponsales, que darán a la esposa como dote amor,
justicia, fidelidad, conocimiento de Dios y paz
con la creación entera (Os 2,20‑24). Jeremías precisa que será
cambiado el corazón humano, puesto que se escribirá en él la ley de la
alianza (31,33s;32,37‑41). Ezequiel anuncia la conclusión de una alianza
eterna, una alianza de paz (6,26), que renovará la del Sinaí (16,60) y
comportará el cambio del corazón y el don del Espíritu divino (36,26ss).
Esta alianza adopta los rasgos de las nupcias de Yahveh y la nueva
Jerusalén (Is 54). Alianza inquebrantable, cuyo artífice es «el siervo»,
al que Dios constituye «como alianza del pueblo y luz de las naciones»
(Is 42,6;49,6ss).[4]
En Jesús, el siervo de Dios, se cumplirán las esperanzas de los
profetas. En la última cena, antes de ser entregado a la muerte,
tomando el cáliz lo da a sus discípulos, diciendo: «Esta es mi sangre,
la sangre de la alianza, que será derramada por la multitud» (Mc 14,24p)
La sangre de los animales del Sinaí (Ex 24,8) se sustituye por la
sangre de Cristo, que realiza eficazmente la alianza definitiva entre
Dios y los hombres (Heb 9,11ss). Gracias a la sangre de Jesús será
cambiado el corazón del hombre y le será dado el Espíritu de Dios
(Cfr.Jn 7,37-39;Rom 5,5;8,4‑16). La nueva alianza se consumará en las
nupcias del Cordero y la Iglesia, su esposa (Apoc 21,2.9).
La teofanía de Pentecostés, con el don del Espíritu y los signos que lo acompañan, viento y fuego, será la culminación plena de la teofanía del Sinaí. Pentecostés, en un principio fiesta agraria, pasó a ser la fiesta del don de la Ley, conmemorando el hecho histórico de la alianza, para convertirse finalmente en la fiesta del Espíritu, que inaugura en la tierra la nueva alianza.
2. PENTECOSTES: IMAGEN DE LA FIESTA ESCATOLOGICA
Las Normas generales del Misal para la ordenación del año
litúrgico precisan que «los cincuenta días que siguen al domingo de
pascua se celebran en la exultación y alegría como un único día de
fiesta, más aún como 'el gran domingo'. Es el tiempo en que de un modo
especial se canta el Aleluya».
Como la cuaresma es figura del peregrinar del cristiano en el
mundo, la cincuentena pascual, pentecostés, es imagen de la vida
celeste. Como dirá entusiasmado Eusebio de Cesárea: «Una vez celebrada
la Pascua, nos espera una fiesta, que lleva la imagen del cielo, una
fiesta espléndida, como si ya estuviéramos reunidos con nuestro
Salvador en posesión de su Reino. Por ello, durante esta fiesta de
Pentecostés no nos está permitido someternos a la fatiga y así
aprendemos a ofrecer una imagen del reposo esperado en los cielos. En
consecuencia, no nos arrodillamos al orar ni nos afligimos con
ayunos. No es justo que se postren por tierra quienes participan de la
resurrección divina, ni que continúe a sufrir como esclavo quien ha sido
liberado de las pasiones. Por esto celebramos, después de Pascua,
Pentecostés, durante siete semanas enteras, habiendo soportado
varonilmente antes de Pascua el período de seis semanas de ascesis
cuaresmal. El número seis indica actividad y esfuerzo, razón por la que
se dice que Dios creó el mundo en seis días. A estas fatigas de la
Cuaresma sigue justamente la segunda fiesta de siete semanas, que
multiplica para nosotros el descanso, del que es símbolo el número
siete».[5]
Y Orígenes, en síntesis, escribe igualmente: «El número seis indica
trabajo y fatiga; el siete, en cambio, indica reposo».[6]
«La fiesta de Pentecostés -escribe Atanasio- estaba ya figurada
en la fiesta hebrea de las Semanas, cuando se concedía la amnistía y el
perdón de las deudas; era un día de completa libertad. Siendo para
nosotros este día símbolo del mundo futuro, celebramos el gran domingo,
gustando aquí ya la prenda de la vida eterna futura. Cuando al fin
emigraremos de aquí, entonces celebraremos la fiesta perfecta con
Cristo».[7]
Por ello «durante todo el período de Pentecostés, que goza de la misma
solemnidad y alegría de Pascua, nos abstenemos de toda actitud o gesto
de tristeza».[8]
«Pentecostés es propiamente un solo día de fiesta»[9]
y «no está permitido ayunar ni orar de rodillas».[10]
Cristo, que se presenta como Esposo, celebra sus bodas a través de su
muerte y resurrección. Al celebrar la Pascua, la Iglesia renueva su
alianza con Cristo glorioso, que la hace compartir las alegrías de las
nupcias. Durante cincuenta días la comunidad cristiana celebra y hace
presente su encuentro nupcial con Cristo. Por eso no puede ayunar:
«¿Podéis hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el esposo está
con ellos?» (Lc 5,35):
Con razón, pues, representando durante los días de Pentecostés la imagen
del reposo futuro, nos mantenemos alegres y concedemos descanso al
cuerpo como si estuviésemos gozando de la presencia del Esposo. Por eso
no podemos ayunar.
La cincuentena pascual aparece como convivencia pascual con Cristo. Es esta presencia viva de Cristo, Esposo de la Iglesia, lo que confiere a este tiempo el clima de alegría y de gozo profundo.
¿Cómo experimenta la Iglesia durante la cincuentena pascual la
presencia gloriosa de Cristo? Un
conocido texto de Tertuliano indica los distintos acontecimientos
a través de los cuales se hace patente la presencia del Señor resucitado
y que la Iglesia celebra y experimenta: las apariciones del Señor
resucitado, la ascensión a la gloria del Padre, la donación del Espíritu
y su vuelta gloriosa al final de los tiempos. Estos acontecimientos
constituyen el proceso de glorificación de Cristo, su retorno al Padre.
Este proceso culminará en la Parusía final, cuando queden
definitivamente establecidos el cielo nuevo y la tierra nueva y Cristo
sea todo en todas las cosas. Pentecostés, pues, celebra la gloria de
Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre como Señor del
universo, y presente al mismo tiempo entre los suyos, como salvador y
restaurador de la historia, por la fuerza irresistible de su Espíritu.
Esta experiencia es la que llena de gozo a la comunidad cristiana. Por
eso Pentecostés es tiempo para la alegría, como un día prolongado y
exultante, imagen del reino de los cielos.
Los teólogos alejandrinos, como Orígenes y Cirilo, y también
Eusebio de Cesárea, señalan que las primicias de la cosecha simbolizan
los dones del Espíritu Santo derramados sobre los fieles y también al
mismo Jesucristo volviendo al Padre por la ascensión. En este sentido,
Jesucristo es el primer fruto, la primicia de la nueva creación (1Cor
15,20). Pero la consagración a Dios de las primicias de los frutos
santifica toda la cosecha (Rom 11,16), haciendo de ella «frutos
santificados para un pueblo santo». Israel (Jr 2,3), los cristianos
(St 1,18), y especialmente los primeros convertidos (Rom 16,5;1Cor
16,15) o las vírgenes (Apoc 14,4) son las primicias separadas de la masa
y ofrecidas a Dios para santificar a todo el pueblo. Así, Cristo
resucita como primicias a fin de que todos los que duermen le sigan a la
gloria (1Cor 15,20.23). La imagen culmina en el don del Espíritu como
primicias, que designan la anticipación y la garantía de la salvación
final de los cristianos.
De aquí que la comunión sacramental con el Cristo resucitado y la
celebración de su ascensión al Padre implican para la comunidad
cristiana una experiencia de la vida futura. Pentecostés no es un
apéndice de la Pascua, sino su culminación solemne. Lo que define este
tiempo de fiesta como «imagen del reino de los cielos» o como «imagen
del reposo futuro».
La comunidad cristiana experimenta el futuro reposo no de forma
plena y definitiva, sino dentro de los límites de provisionalidad que
le impone su condición de comunidad peregrina en la tierra. Pero se
trata de una experiencia no ficticia o ilusoria, sino de una vivencia
real y salvífica del futuro inaugurado por Cristo en la resurrección.
También Orígenes dirá: «Aquel que puede decir 'hemos resucitado con El'
y 'nos resucitó y nos sentó en los cielos junto con Cristo', ese está
celebrando sin cesar los días de Pentecostés».[11]
Pentecostés es la culminación de la pascua no sólo de Cristo;
Pentecostés celebra también la glorificación de todos los creyentes
junto con Cristo.
Un gran domingo prolongado, como único día de fiesta, pone en
evidencia su dimensión escatológica. Mientras los otros días y tiempos
representan la vida presente, inmersa en el tiempo terreno, el domingo
-día octavo- es símbolo de la vida futura. Pentecostés es «la semana de
semanas», como un único día de fiesta, un gran día octavo
-de domingo a domingo-, imagen del mundo futuro y anticipación
del reposo definitivo: «Se trata de la semana de semanas, como lo
indica el número septenario obtenido por la multiplicación del número
siete por sí mismo. Sin embargo, es el número ocho el que lo
completa, en que el mismo día es a la vez el primero y el octavo,
añadido a la última semana según la plenitud evangélica».[12]
Y así lo sintetiza san Isidoro de Sevilla: «Siete multiplicado por siete
da cincuenta si se le añade un número más que, según la tradición
autorizada de los antiguos, prefigura el siglo futuro; este día es al
mismo tiempo el octavo y el primero; más aún, ese día es siempre único,
esto es el día del Señor».[13]
A través de múltiples figuras, Dios preparó la gran «sinfonía» de
la salvación, dirá san Ireneo.[14]
Y así, San Agustín ve la fiesta de Pentecostés como fiesta del don de la
Ley para los hebreos y del Espíritu Santo, ley interior de la nueva
alianza, para los cristianos.
Pedro, citando a Joel (3,1‑5), anuncia que Pentecostés realiza
las promesas de Dios (He 2). Es el coronamiento de la pascua de Cristo.
Cristo, muerto, resucitado y exaltado a la derecha del Padre, culmina
su obra derramando su Espíritu sobre la comunidad eclesial. Así
Pentecostés es la plenitud de la pascua, inaugurando el tiempo de la
Iglesia, que en su peregrinación al encuentro del Señor, recibe
constantemente de El el Espíritu, que la reúne en la fe y en la caridad,
la santifica y la envía en misión. Los Hechos de los Apóstoles,
«Evangelio del Espíritu Santo», revelan la actuación permanente de este
don (4,8;13,2;15,28;16,6).
Partiendo de la tipología «Moisés‑Cristo», aparece una clara
vinculación entre la teofanía del Sinaí y la alianza con la efusión del
Espíritu Santo en la fiesta cristiana de Pentecostés. En esta fiesta, la
comunidad cristiana celebra la ascensión de Cristo, nuevo Moisés, a la
gloria del Padre y la donación del Espíritu Santo a los creyentes. La
ley de la alianza y el Espíritu, ley interior de la nueva alianza, son
las manifestaciones de la economía de salvación en los dos Testamentos.
El Padre no se conforma con entregarnos su propia palabra
salvadora en Jesucristo; nos envía también el Espíritu Santo a fin de
que podamos responder a su amor con todo nuestro corazón, con toda la
mente y con todas nuestras fuerzas. En el marco de la alianza, el
hesed de Dios es gracia, misericordia y fidelidad; gracias al
Espíritu, el hesed del cristiano es fe, obediencia y culto
festivo.
El origen de la Iglesia en el Espíritu es el misterio de
Pentecostés. Cristo, esposo divino, hace a la Iglesia, su esposa, el
gran don de su Espíritu. En efecto, «terminada la obra que el Padre
había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado
el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara
constantemente a la Iglesia» (LG 4). La misión del Espíritu Santo
consiste principalmente en la actualización dinámica y en la
interiorización en las personas, a través del tiempo y del espacio, de
lo que Cristo hizo una vez por todas. Cristo ha salvado a los hombres,
nos ha revelado al Padre, ha instituido los sacramentos... Y el
Espíritu Santo actualiza, realiza, interioriza en nosotros todo eso. Por
ello, la Iglesia depende de la acción del Espíritu Santo, pues es El
quien hace posible
la
presencia de Cristo en el tiempo y comunicables su salvación y gracia.
Desde Pentecostés a la Parusía, el Espíritu Santo despliega la amplitud
evangélica y salvífica, sacramental e interior, escatológica y
trinitaria de sus dones.
El Espíritu de Cristo, con su venida el día de Pentecostés,
funda la Iglesia en cuanto comunidad histórica, que continúa la obra
salvadora de Cristo. La Iglesia es el pueblo de Dios, modelado conforme
al Cristo crucificado y resucitado, mediante la operación constante del
Espíritu Santo (2Cor 3,18). «La Iglesia, dice Y. Congar, es el cuerpo
del Señor glorificado; es el Pentecostés continuado, el signo permanente
de la misión del Espíritu Santo en el mundo redimido».[15]
En esta nueva economía, instaurada por Cristo, la ley cede el
puesto al Espíritu. El Espíritu es la nueva ley. San Pablo lo ha dicho
abiertamente: «No estáis bajo la ley, sino en la gracia» (Rom 6,4),
entendiendo que la gracia es precisamente la presencia del Espíritu en
nosotros, «pues si os dejáis conducir por el Espíritu, no estáis bajo la
ley» (Gal 5,18). «La ley nueva se identifica ya con la persona del
Espíritu Santo, ya con la actividad del mismo Espíritu en nosotros»,
dirá igualmente santo Tomás.[16]
Simultáneamente con la vida, el Espíritu Santo da al cristiano la
ley de esa vida. Gracias al Espíritu Santo comienzan las relaciones de
Padre e hijo entre Dios y el hombre. De este modo, toda la vida del
cristiano será conducida bajo su acción, en un espíritu auténtico de
filiación, espíritu de fidelidad, de amor y confianza y no en el temor
del esclavo.[17]
Para que el hombre viva conforme a la vocación cristiana, a la
que ha sido llamado, necesita ser transformado por el Espíritu. Sólo El
puede darle una mentalidad
cristiana, darle los sentimientos del
Padre y del Hijo. Antes de nada, es necesario que el cristiano se atreva
a llamar al Dios todo santo «Padre»; que tenga la convicción íntima de
ser hijo. Esto sólo se lo puede dar el Espíritu: «En efecto, cuantos son
guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Porque no
recibisteis el espíritu de esclavos para recaer de nuevo en el temor,
sino que recibisteis el Espíritu de hijo de adopción que nos hace
clamar: ¡Abba! ¡Padre!. El mismo espíritu da testimonio juntamente con
nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,14‑16). «Porque sois
hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que
clama: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6). El Espíritu Santo, hablando al corazón
del cristiano, le da testimonio
y le persuade de su auténtica
filiación divina. El cristiano, regenerado por el Espíritu, vive según
el Espíritu:
El es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la
vida eterna (Jn 4,14;6,38‑39), por quien vivifica el Padre a los
hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus cuerpos
mortales (Rom 8). El Espíritu habita en
la Iglesia y en el corazón de los cristianos como en un templo
(1Cor 3,16;6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos
(Gal 4,6;Rom 8,15‑16.26) (LG 4).
El es, pues, como el alma de la Iglesia y su fuente de santidad:
Pues, para que nos renovemos incesantemente en Cristo (Ef 4,23), nos
concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la cabeza y
en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo,
que su acción pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio
que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano
(Ibídem).
De este modo queda establecida la nueva alianza anunciada por el
profeta Jeremías: «Pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en
sus corazones» (31,31-34). El Espíritu Santo, santificando, iluminando y
dirigiendo la conciencia de cada fiel, forma el nuevo pueblo de Dios,
cuya unidad no se basa en la unión carnal, sino en su acción íntima y
profunda:
Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino
incorruptible, por la palabra de Dios vivo (1Pe 1,23), no de la carne,
sino del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5‑6), son hechos por fin
linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición,
que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1Pe 2,9-10)
(LG 9).
La acción del Espíritu pasa por la vida sacramental para llegar a
toda la vida del cristiano y de la Iglesia, a la que edifica con sus
dones y carismas:
El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de
Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las
virtudes, sino que, distribuyendo sus dones a cada uno según quiere
(1Cor 12,11), distribuye entre los fieles de todo orden sus gracias,
incluso especiales, con las que dispone y prepara para realizar
variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más
amplia edificación de la Iglesia (LG 12).
Por la gracia del Espíritu Santo los nuevos ciudadanos de la sociedad
humana quedan constituidos en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de
Dios en el correr de los tiempos. Los bautizados son consagrados como
casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción
del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre
cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los
llamó de las tinieblas a la luz admirable (1Pe 2,4‑10) (LG 10).
3. PENTECOSTES: FIESTA DEL ESPIRITU EN EL MUNDO
El hombre, que ha salido del agua bautismal o renovado su bautismo en
la Vigilia pascual, vive la pentecostés pascual, los cincuenta días de
fiesta, como tiempo de gracia, simbolizado en la vestidura blanca de su
bautismo, que viste en la celebración eucarística. Es el tiempo gozoso de la
mistagogia: catequesis sobre los «signos», gestos y palabras, experimentados
en la celebración pascual. El OICA presenta «el último tiempo de la
iniciación cristiana como el tiempo de la mistagogia», es decir, el tiempo
«en que se consigue una más plena y fructuosa inteligencia de los misterios
con la novedad de la catequesis y especialmente con la experiencia de los
sacramentos recibidos» (n.38).[18]
Esta catequesis se orienta a la iniciación a los signos litúrgicos,
constituidos por hechos, cosas, gestos y palabras, que introducen al neófito
en la participación, mediante el Espíritu Santo, en el misterio salvífico de
Cristo, que se da al hombre concreto en todo su ser, como espíritu encarnado
en el mundo, dinámicamente inserto en la historia, en diálogo creador con
los otros. La luz, la palabra creadora, el agua, el pan, el vino, el aceite,
la asamblea, el canto.... revelan el misterio de salvación, «que evocan y
realizan».[19]
Las homilías mistagógicas de S. Ambrosio, Cirilo de Jerusalén, Juan
Crisóstomo y Teodóro de Mapsuestia, por citar los principales autores de las
homilías mistagógicas que poseemos, son un acto litúrgico, que iluminando
a los neófitos el sentido de los sacramentos les llevan a vivirlos. La
mistagogia ilumina el misterio escondido en la Escritura y celebrado en la
liturgia, recurriendo a los símbolos para expresar la vivencia de las
realidades espirituales, de suyo inefables, pero que el símbolo con su
fuerza expresiva hace visible, tangible y concreto. Símbolo, tipo o figura
no son algo externo a la realidad significada. Un acontecimiento del Antiguo
Testamento es símbolo de la salvación realizada en Cristo y actualizada
mediante el Espíritu Santo en la liturgia, pues ya contenía en germen esta
realidad celebrada en la Iglesia. El tipo está en la continuidad entre
creación, historia de salvación, cumplimiento en plenitud en Jesucristo y
actualización e interiorización mediante el Espíritu Santo en el cristiano
dentro de la Iglesia.
Al comienzo de la Vigilia, al encender el cirio pascual con la luz
nueva sacada del pedernal, el bautizado ha escuchado: «La luz de Cristo que
resucita glorioso disipa las tinieblas del corazón y del espíritu». En vida
se actualiza la luz de la creación, que como columna de fuego le guiará en
el camino hacia el Reino. El sabe por experiencia que, por nacimiento,
pertenece a las tinieblas, pero sabe también que Dios «le ha llamado de las
tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). En el bautismo «Cristo le ha
iluminado» (Ef 5,14) y de tiniebla que era ha sido transformado en "luz en
el Señor" (Ef 5,8). La catequesis mistagócica se lo ilumina y el Espíritu
que ha recibido en el bautismo se lo testimonia.
De este modo la catequesis mistagógica recoge los «tipos» de la
salvación, es decir, los acontecimientos del pasado, que hallan su
cumplimiento en los sacramentos de la Iglesia. El Espíritu que aletea sobre
las aguas, el agua del diluvio con su significado de muerte al pecado y de
nacimiento del hombre justo, el paso del mar Rojo, las aguas del Jordán y el
agua que brota del costado abierto de Cristo son tipo del agua bautismal.
San Ambrosio, por ejemplo, en su tratado sobre los Sacramentos comenta a
propósito del diluvio: «También el diluvio fue una figura anticipada del
bautismo... El diluvio hizo perecer toda la corrupción de la carne, mientras
salvó la estirpe del justo. Así, pues, el diluvio ¿no es el bautismo en el
que quedan cancelados todos los pecados mientras resucitan únicamente el
espíritu y la gracia del justo. (2,4). Y Tertuliano llamará al diluvio
"bautismo del mundo, pues purificó el mundo de la mancha antigua".[20]
Sobre la túnica blanca, dada al bautizado, dice San Ambrosio: «Luego
has recibido una túnica blanca para manifestar que has sido despojado de la
vestidura del pecado y te has revestido con el vestido cándido de la
inocencia...; las vestiduras de Cristo eran blancas como la nieve, cuando
mostró en el Evangelio la gloria de la resurrección... Después de haber
recibido estas vestiduras blancas con el baño de regeneración, la Iglesia
dice en el Cantar: Morena soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén; negra por
la fragilidad de la naturaleza humana, bella por su gracia; negra al estar
formada por pecadores, hermosa por el sacramento de la fe» (Ibídem, 35).
San Cirilo de Jerusalén, anunciando a los catecúmenos las catequesis
mistagógicas, les dirá: «Después del santo y salvífico día de Pascua...
escucharéis otras catequesis. En ellas seréis instruidos sobre las
realidades vividas mediante la palabra del Antiguo y del Nuevo Testamento.
En primer lugar sobre lo hecho antes del bautismo; luego sobre el modo como
habéis sido purificados del pecado por el Señor con el baño del agua y la
palabra; a continuación sobre cómo habéis sido constituidos sacerdotalmente
partícipes del nombre de Cristo, sobre cómo se os ha dado el sello de la
comunión del Espíritu Santo; sobre los misterios del altar, que han tenido
su comienzo. Y finalmente os hablaré del estilo de vida que conduce al
cristiano a la vida eterna».[21]
En toda vida humana hay una correspondencia entre el ser y su estilo
de vida, entre el sentido de la vida que se ha encontrado y el estilo de
vida que se desarrolla. El sentido de la vida da al hombre un corazón
firme y esto deja su sello en la actitud de vida. Una vida llena de sentido
adquiere forma. La vida en el Espíritu se convierte en vida según el
Espíritu. El estilo de vida del cristiano lleva su sello: «vida digna del
Evangelio» (Filp 1,27). Es un estilo evangélico, que es lo contrario del
legalista. Quien vive bajo la ley siempre tiene miedo, tiene siempre la
impresión de tener que ser distinto de lo que es; ser cristiano se convierte
en un ideal, en algo que deberíamos ser, pero que lamentablemente no somos.
Por ello, la vida bajo la ley se convierte en una exigencia, en una vida
oprimida y atormentada. Una vida según el Evangelio, en cambio, libera al
hombre de sí mismo y lo llena de la fuerza del Espíritu. Uno se acepta tal
como es, con sus posibilidades y sus límites, y gana una espontaneidad
nueva del corazón. Vive con Dios en la alianza de la libertad. También la
vida según el Evangelio tiene su disciplina, pero es la disciplina del amor
creador en la alegría del Espíritu, que le conduce.
Como escribe Moltmann, «los cristianos son
artistas
y su arte
es su vida. Su vida es expresión de su fe y de sus experiencias del
Espíritu de Cristo. La vida cristiana es el
ars Deo vivendi,
el arte de vivir con Dios y para Dios. De modo que somos 'artistas de la
vida' y cada uno hace de su vida una obra de arte que expresa algo de la
belleza de la gracia divina y de la libertad del amor divino».[22]
En realidad, el artista que modela la vida del cristiano es el
Espíritu Santo, que «según la misericordia de Dios regenera a los creyentes
mediante el baño bautismal» (Tit 3,4ss). Esta regeneración en el Espíritu
Santo se da entre los hombres ya en el presente, haciéndoles ya ahora
herederos de la vida eterna. Quien ha renacido en el Espíritu, vive en la
esperanza de la gloria futura, gustada en esta vida, aunque vive en el
mundo, con el mundo y para el mundo, que se convierte en escenario de la
gloria de Dios. De esta certeza nace el estilo cristiano de vida según el
Espíritu.
El don del Espíritu de Cristo mira, en primer lugar a la persona y se
dirige a la constitución de la persona en Cristo. Cambia al hombre en la
profundidad de su espíritu, es decir, en la actitud fundamental de su
libertad ante el Dios del amor. Y desde esta interioridad orienta la
totalidad corpóreo‑espiritual del hombre hacia su transformación total en
una existencia nueva en Cristo (Cfr. GS 18,22,45). El don del Espíritu lleva
un dinamismo interior que transforma el corazón del hombre y le vivifica en
espontaneidad capaz de llevar frutos abundantes. La presencia del Espíritu
en nosotros se manifiesta en la progresiva liberación del egocentrismo, en
el abandono de una mezquina preocupación por el propio perfeccionamiento y,
por consiguiente, en la orientación hacia el misterio y el mandamiento nuevo
del amor de Dios y del prójimo: «Dios ha derramado su amor en nuestros
corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rom 5,5). El amor al prójimo
viene a ser sacramental cuando se lo vive en reconocimiento del amor de
Dios, cuando se lo percibe como don del Espíritu. La vida según el Espíritu
convierte cada momento en un kairós de gracia, que se traduce en una vida
vivida en gratitud y alabanza a Dios y en fruto abundante de amor
agradecido para la salvación del mundo.
Donde nos sentimos acogidos, nos sentimos felices. San Pablo dirá:
«Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios... y que el
Dios de la esperanza colme vuestra fe de alegría y paz, para que con la
fuerza del Espíritu Santo desbordéis de esperanza» (Rom 15,7.13). La persona
que se siente acogida por Cristo, con la fuerza de su Espíritu pierde el
miedo y se abre a los demás. Los prejuicios caen como escamas de los ojos.
Los demás, que son distintos, que piensan, sienten y quieren de manera
distinta, no le causan temor e inseguridad, porque ya no necesita
autoafirmarse. La otra persona, con sus peculiaridades, se le convierte en
una sorpresa que acepta como don. Somos capaces de acogernos porque Cristo
nos acogió para gloria de Dios, que el Espíritu nos testimonia como Padre.
La esperanza, entonces, se desborda con la
fuerza del Espíritu Santo, pues la esperanza se vive y se robustece
cuando salimos de nosotros mismos y participamos con gozo de otra vida. La
esperanza se hace concreta en la comunión que crea el Espíritu entre los
que une en un solo cuerpo.
La Eucaristía es el signo visible del don del Espíritu a la Iglesia.
Unos hombres distintos, separados y opuestos por todos los gérmenes de
división que llevan consigo por su condición de pecadores, pero lavados en
el baño de regeneración y trasladados al reino que inaguró la resurrección
del Señor y vivificados por el Espíritu, se convierten en Iglesia, que
bendice con una sola voz y un solo corazón al Padre. Una misma savia, un
único flujo, que emana de Aquel que es a la vez cabeza y plenitud, un mismo
soplo vital, el Espíritu Santo, que actúa de modo distinto en los diversos
miembros, prepara, mediante el ministerio de todos, el crecimiento
armonioso de todos hasta la plena estatura del hombre perfecto, en el día
en que Cristo, cabeza y miembros, se presentará al Padre en la Pascua por
fin plenamente realizada.
«Gracia y fidelidad» se besan en Dios. El Dios de la revelación es el
Dios de la alianza gratuita mantenida en su fidelidad. La liturgia es un
gran salmo a esta gracia y fidelidad de Dios (hésed y
emeth).
La hesed de Dios es su preocupación fiel por la obra de sus manos, a
la que el pueblo responde con alabanza y gratitud. Y Dios, en su gradual
revelación, se mantiene siempre fiel. Esto nada tiene que ver, desde luego,
con la repetición de las mismas cosas o palabras. Es fiel a lo largo de la
historia en un crecimiento hacia la plenitud en Cristo: «Dios es fiel,
otorga una alianza de amor fiel al hombre, aunque éste no sea de fiar. Dios
se entrega a Israel y manifiesta su fuerza en la debilidad de sus elegidos.
El mensaje de la fidelidad de Dios no subraya su inmovilidad, sino su
elección irrevocable».[23]
A la alabanza de la fidelidad de Yahveh (Sal 36,6;89;109;25,40) sigue
la súplica de que Israel pueda también ser fiel
(1Re 8,56ss;Sal
85,12‑12). Y la fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento culmina en el
anuncio de que enviará un siervo fiel; en El "la fidelidad brotará de la
tierra y de los cielos se asomará la justicia" (Sal 85,11‑12).
María, la hija fiel de Israel, canta agradecida el cumplimiento en
Jesús, su hijo, de las promesas del Dio fiel (Lc 1,54‑55). En Jesucristo, la
gracia y la fidelidad de Dios alcanzan su realización plena. «Todo está
cumplido», dirá al entregar su Espíritu al Padre (Jn 19,30). Por este
Espíritu, sello de la fidelidad de Dios, sabemos que «si nosotros somos
infieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2Tim
2,11‑13).
Pero, en realidad, los verdaderos discípulos de Cristo son llamados
fieles. Mediante el Espíritu de Cristo, reciben la fe y la fidelidad:
«El os mantendrá firmes hasta el fin» (1Cor 1,8;Jn 15,7‑16;2Jn 4,6). La fe
fiel da perseverancia hasta el martirio (Ap 20,3‑7;13,10;Heb 6,12;1Pe
1,7;2Tes 3,2‑6).
Hoy que, en
nuestra
sociedad, las certezas se tambalean, dando la impresión de vivir siempre de
lo provisional,[24]
es preciso despertar la memoria, que sostenga la imaginación. El memorial de
la fidelidad de Dios será el apoyo firme de la fidelidad para el futuro. En
el diálogo con el Dios fiel encuentra el cristiano la garantía de su
fidelidad para las decisiones de vida que implican su futuro: matrimonio,
celibato... En el lenguaje actual se abusa de la palabra compromiso: «yo me
comprometo, yo me obligo de cara al futuro»,[25]
orientando la atención, en forma narcisista y farisea, hacia uno mismo. Se
ignora el carácter dialogal, responsorial de la fidelidad. La fidelidad es
fidelidad a otro. Si es fidelidad a sí mismo, al propio compromiso, a la
propia conciencia, el hombre con suma facilidad justifica la revocación de
su compromiso en nombre de la fidelidad a sí mismo.[26]
La crisis actual de fidelidad es crisis de fe. Sin presencia, sin
«estar con» es impensable la fidelidad. La fidelidad a ideas o a principios
jamás tendrá una garantía firme. Sólo mediante la fe en Jesucristo,
fidelidad encarnada, recibimos la capacidad -su Espíritu- de ser fieles a
Dios. El creyente puede implicar su vida en una decisión irrevocable
confiando en la fidelidad de Dios, que le sostiene con el don del Espíritu
Santo: «Pues fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la unión con su
Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Cor 1,9;10,13). Dios ha sido el primero en
comprometerse con nosotros, confiando en nosotros a pesar de nuestra
debilidad, y muestra su fidelidad con tal abundancia que nosotros -en
respuesta agradecida- experimentamos confianza y somos por su gracia capaces
de responder fielmente a su alianza. Como dice V. Jaukelevitsch, «la
fidelidad inspira confianza y seguridad; al mismo tiempo, la confianza
llama a la fidelidad».[27]
Dios, siempre fiel, que nunca nos olvida, nos llama a celebrar sus
acciones maravillosas en la pentecostés pascual, haciendo memoria de su
fidelidad. El memorial de su fidelidad nutre la gratitud y la fidelidad:
«Un recuerdo agradecido es la condición para un corazón fiel».[28]
Los olvidadizos del pasado, los desagradecidos, por el contrario, carecen de
raíces y de fidelidad a la hora presente y al futuro. Sólo el memorial, que
nos enraíza en los designios y bondad del Dios fiel, hace nuestra libertad
creadora, abierta sin temores ni utopías ilusorias a la historia creadora de
Dios: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre,
os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26).
La fe de Israel es la respuesta a un sentirse elegido por Dios. Es
una respuesta gozosa y exultante a la iniciativa de gracia por parte de
Dios. Dios le ha elegido, le ama, asiste, le garantiza el presente y el
futuro. La fe en esta elección divina lleva a Israel a confiar en El, a
obedecerle, a no claudicar ante los enemigos y las aflicciones cotidianas.
Este reconocimiento de la bondad del Dios de la alianza es el germen del
amor a Dios sobre todas las cosas, del Shemá que envuelve la vida diaria del
israelita fiel. De este modo la fe en Dios configura su vida, que se hace
una bendición constante: por la luz del amanecer, el agua que refresca la
cara, el pan que nutre la vida... hasta el sueño que da reposo en la noche.
La vida se hace bendición, fiesta de la vida.
Novedad de la vida en el Espíritu
Esta fe de Israel está alimentada por la contemplación de las obras
de Dios, las maravillas de la creación y de su propia historia: la vida de
los patriarcas, la liberación de Egipto, el paso por el desierto, el don de
la tierra... Detrás de estos acontecimientos está la experiencia de su vida
y de su historia, sostenida y guiada por su Dios y salvador (Dt 11,1‑7;Sal
116;136). Del acontecimiento salvador, Israel aprendió a conocer el mundo
como creación de Dios. Israel descubrió a través de su experiencia salvífica
a Dios como Creador y Señor del mundo; el Dios de la alianza es el Dios
creador del cielo y de la tierra. Esta luz ilumina la «creación en el
principio» (Gen 1,1) y la «creación escatológica»; abre el mundo de la
creación a la esperanza de la creación del «nuevo cielo y de la nueva
tierra» (Is 65,17).[29]
A la luz de la Escritura, la creación de Dios aparece en una triple
dimensión: en el principio del tiempo, en el tiempo de la historia y en el
tiempo escatológico. El término creación designa la creación inicial de
Dios, su creación a lo largo de la historia y la creación consumada,
inaugurada ya en la resurrección de Cristo, llevada adelante en los hombres
mediante su Espíritu, pregustada en la celebración litúrgica, y cuya
plenitud llegará «cuando hayan sido sometidas a Cristo todas las cosas y
entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a El todas las
cosas y Dios sea todo en todo» (1Cor 15,28), es decir, «cuando la creación
sea liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,19ss). Las expresiones
bíblicas «reino de Dios», «vida eterna» y «gloria» describen esta meta
escatológica de la creación de Dios. El signo de esta esperanza tanto en los
profetas como en los apóstoles es siempre lo «nuevo», que Dios crea. Así el
Antiguo Testamento habla de un nuevo Exodo, de una nueva vuelta a la tierra,
de una nueva Sión, un nuevo cielo y una nueva tierra. Y el Nuevo Testamento,
de una nueva alianza, de una nueva vida, de un hombre
nuevo, de un
mandamiento nuevo, de una nueva creación...
Esta novedad es la obra del Espíritu Santo. Ya la creación es
un acontecimiento trinitario. El Padre crea por el Hijo en el Espíritu
Santo. Leemos en san Basilio «En la creación de los seres, contempla al
Padre como fundamento que dispone, al Hijo como el creador, y Espíritu como
consumador; de forma que los espíritu servidores tienen su comienzo en la
voluntad del Padre empiezan a ser por la actividad del Hijo, y alcanzan su
consumación mediante la asistencia del Espíritu».[30]
El Espíritu se encarga de llevar a término la obra del Padre y del Hijo. Sólo por el Espíritu podemos ser engendrados de nuevo (Jn 3,3‑7) a una vida nueva como hijos de Dios. Nuestra adopción a hijos de Dios está totalmente marcada por el Espíritu: filiación que nos engendra a la libertad y fidelidad propia de los hijos de Dios. «El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Cor 3,17). La expresión fundamental de esta libertad otorgada a los hijos de Dios en el Espíritu es la dedicación a la gloria de Dios, de forma que toda nuestra vida se convierte en alabanza de Dios. De esta forma, nuestra vida se inserta en la perspectiva de la Eucaristía, donde Jesús está presente en poder del Espíritu Santo, por medio del cual se entregó por nosotros y a nosotros. Cuando, por el mismo Espíritu, nos unimos a Cristo, nuestra vida redunda en alabanza al Padre. Con Cristo nos hacemos un solo cuerpo y un solo espíritu, manifestando en la vida la gloria de la bondad de Dios, santificando su nombre (Cfr. Ef 1,10).
La gratitud, señal primera de una vida en el Espíritu, produce las
virtudes escatológicas: esperanza, vigilancia y discernimiento. Quien
acepta esta nueva libertad, dejándose mover por el Espíritu, vive su vida
como un don gratuito. Escoge a Cristo, porque se sabe escogido por El; ora
a Dios con agradecimiento, porque antes de orar se sabe llamado y
elegido por Dios. Así, los que viven guiados por el Espíritu tienen una
nueva existencia; han dejado de pertenecerse egoísticamente a sí mismos; se
sienten enviados a dar a conocer la bondad de Dios a los hombres. Su
dedicación surge de la gratitud a Dios que les inunda con su gracia (2Cor
5,14‑15). Glorifican a Dios con su cuerpo en expresión total de amor (1Cor
6,20).
El Espíritu desarrolla siempre su actividad dentro de una comunidad
de creyentes, donde cada uno recibe una manifestación del Espíritu para la
edificación de todos y todos juntos reciben la fuerza del Espíritu para su
misión de ser luz para el mundo y sal para la tierra, de modo que los
hombres den gloria a Dios Padre que está en los cielos (Mt 5,13‑16). Toda
gracia, comenzando por la fe y el don del Espíritu, es gracia eclesial con
polaridad sacramental. La Iglesia misma, en su concreción histórica, es
sacramento, símbolo real del triunfo escatológico de la gracia de Dios. En
ella se hace presente. Y a través de ella, en sus realizaciones
sacramentales y en sus actuaciones impulsada por el Espíritu, Cristo obra
esta gracia de Dios en el hombre. La Iglesia, pues, en el mundo se hace
tangibilidad de la gracia. Y la liturgia celebra esta gracia de Dios.
Toda celebración supone una asamblea. La comunidad, que en la vida
ordinaria se halla dispersa, se reencuentra y de ese modo inicia la alegría,
la fiesta del volver a verse, de estar juntos, del compartir interpersonal.
La celebración cristiana es fiel a esta ley de toda fiesta. Los autores más
antiguos, al describirnos la liturgia primitiva de los cristianos, señalan
como primer rasgo de la celebración el hecho de reunirse, de desplazarse y
trasladarse a un mismo lugar para reunirse en asamblea. Los cristianos
vuelven de la «diáspora» en que normalmente viven, de su dispersión
misionera, de su presencia en medio del mundo (Jn 7,35;11,52;Sant 1,1;1Pe
1,1) para formar su asamblea comunitaria.[31]
Los Hechos (1,15;2,44.47) insisten en esta realidad de la reunión
periódica para compartir la fe, la plegaria, la fracción del pan y los
bienes materiales. Y de los cristianos en cuanto miembros de esta asamblea
celebrativa se resalta reiteradamente
el homozymadón,
es decir, la unanimidad (He
1,14;2,46;4,24;5,12).[32]
Los padres apostólicos,[33]
lo mismo que la Didajé (14,1), la Didascalia (13,1), las Constituciones
apostólicas (2,59-63) volverán con calor sobre este tema. Y, más tarde,
Juan Crisóstomo llega a decir que el hecho de reunirse los que están
dispersos es ya un inicio de gozo, una alegría y, por tanto, una fiesta:
«Aunque la cincuentena ha pasado, la fiesta no ha pasado. Toda asamblea es
una fiesta. Lo prueban las palabras de Cristo que dicen: donde dos o tres
estén reunidos en mi nombre allí estoy yo. La mayor prueba de que es fiesta
la tenemos en esta presencia de Cristo en medio de los fieles reunidos».[34]
La asamblea es el sujeto de la celebración. Pero es también el
espacio donde ésta acontece. El ámbito donde tiene lugar la fiesta
cristiana es la reunión de la comunidad. La comunidad reunida en asamblea
es el templo, el lugar de la presencia de Dios (Jn 4,23). La Iglesia en
cuanto comunidad de creyentes reunidos en asamblea, congregados en torno a
Cristo por el Espíritu Santo, es el nuevo templo (Ef 2,19‑22;1Pe 2,5). El
templo, en cuanto edificio material, se denomina al principio del
cristianismo «domus ecclesiae», casa de la Iglesia, es decir, morada de la
comunidad convocada.[35]
Sólo mediante la comunidad es lugar de la presencia de Dios. Esto,
ciertamente, no le rebaja tanto como para convertirlo en una sala de
conferencias o en un anfiteatro. El edificio, morada de la asamblea que
celebra la liturgia santa, debe expresar su misterio profundo, su
significado cristiano‑eclesial. Debe ser como una plasmación en piedra, en
color, en imagen, en luz de ese gran simbolismo que encierra la asamblea
reunida para la celebración festiva de los misterios cristianos; un reflejo,
un eco plástico, visual de esas características eclesiales de la comunidad
reunida, de la comunidad celebrante con sus ministros, servicios, gestos,
signos, palabras. Debe ser una potenciación expresiva de todas las acciones
de la celebración litúrgica. El arte debe encontrar su ministerialidad en la
celebración, hallando el lenguaje del símbolo de la fiesta cristiana.[36]
Como imagen de Dios, el cristiano vive su vida como la realización de
una obra de arte, imprimiendo un toque de belleza en todo lo que palpa. El
arte es un don de Dios. La Escritura nos presenta el gran despliegue oficios
y bellas artes que concurren en la construcción templo de Jerusalén y del
tabernáculo de Yahveh. El Señor mismo reviste de sabiduría a los artistas y
artesanos para manifestar su
gloria y suscitar la alabanza y gozo de pueblo. El Señor habló a Moisés y le
dijo: «Mira que he designado a Besalel, de la tribu de Judá, y le he llenado
del Espíritu de Dios, concediéndole habilidad, pericia y experiencia en toda
clase de trabajos, para concebir y realizar proyectos en oro, plata y
bronce; para labrar piedras de engaste, tallar la madera y ejecutar
cualquier otra labor» (Ex 31,1‑5;Cfr. Ex 35,13ss).
J. Maritain denuncia la visión de Gide, diciendo «Es blasfemia
maniquea mantener con André Gide que el diablo deja su impronta en cada una
de las obras de arte. Pensar de esta manera es manifiestamente absurdo
puesto que el diablo no es creador».[37]
El punto de vista cristiano fue expresado acertadamente por Pío XII:
Una de las características esenciales del arte consiste en una cierta
afinidad intrínseca entre el arte y la religión; esta afinidad convierte a
los artistas en intérpretes de las perfecciones divinas infinitas y,
particularmente de las de la belleza y armonía de la creación de Dios. La
función de todo arte consiste, de hecho, en romper el tortuoso y estrecho
marco de lo finito en el que se encuentra metido el hombre mientras vive
aquí abajo. Al mismo tiempo, el arte es una ventana abierta al infinito
para que pueda asomarse a ella el alma sedienta.[38]
La creatividad del artista, decía R. Guardini, «nace del deseo de una
existencia tan perfecta que no puede darse aquí abajo, pero que, según el
convencimiento de las personas y a pesar de todas las ilusiones, debe
existir».[39]
Lo bello está abierto por sí mismo a la experiencia de la gloria de
Dios. Viene de El y conduce a El. La fe cristiana, como adoración y alabanza
al Dios personal que ha hecho visible su gloria en Jesucristo, inspira al
artista para combinar su experiencia interior de totalidad y belleza con su
fe viva en el Dios personal: «En el arte sacro, cumbre de las bellas artes,
tanto más pueden dedicarse a Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria
cuanto más lejos estén de todo propósito que no sea colaborar con sus obras
para orientar los hombres a Dios» (SC 122).
En el arte sagrado, todo está orientado y dirigido a la plegaria, a
la alabanza a Dios. La liturgia de la Iglesia ha sido siempre testigo y
fuente de creatividad. Y, recíprocamente, en la liturgia el arte ha sido y
es un medio significativo de la proclamación de la buena nueva de la
salvación. Por ello, en ningún otro campo choca tanto el mal gusto.[40]
La asamblea cristiana, templo del Espíritu de Dios hace del cuerpo de
cada cristiano templo del Espíritu Santo (1Cor 6,19). Y así, el cristiano
eleva en su vida un «culto espiritual» a Dios (Rom 12,1). Toda su vida es
una liturgia de alabanza a Dios. El Espíritu Santo que procede del Padre y
del Hijo, es la gracia personificada del amor de Dios. Los creyentes reciben
el Espíritu Santo, y sus dones, de la riqueza de la vida trinitaria. Y ante
este don sólo cabe la gratitud: «La vida cristiana, vida de gracia, de fe y
amor, nace de la plenitud y, por consiguiente, es una vida en
agradecimiento, una vida eucarística.[41]
[1]
R. CABIE, La pentecote, Tournai 1965;P. JOUNEL, La liturgie di
Mystére pascal: le temps pascal, LMD 67(1961)163-182;J. BELLAVISTA,
La actual cincuentena pascual, Phase 11(1970)223-231;A. BERGAMINI,
Cristo festa della chiesa. L'anno liturgico, Roma 1982;H.
CAZELLES.‑P. EVDOKIMOV.‑A. GREINER, Le mystère de l'Esprit Saint,
Tours 1969; X LEON‑DUFOUR, Resurrección de Jesús y misterio pascual,
Salamanca 1978; H. MUHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia,
Salamanca 1974.
[2]
Ver Fiestas, en los Diccionarios bíblicos y litúrgicos. E.C.
SCHLESINGER, Tradiciones y costumbres judías, Buenos Aires 1970.
[3]
Según Ex 24, la conclusión de la alianza tuvo lugar en una
celebración litúrgica. Hay dos cosas importantes en toda la
ceremonia: 1) de la sangre (propiedad exclusiva de Dios) se ofrece
sólo la mitad a Yahveh, presentándola sobre el altar, mientras que,
con la otra mitad, se rocía al pueblo, diciendo: Esta es la sangre
de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas
palabras; 2) antes de que se rociara al pueblo, es decir, en medio
de la liturgia de la alianza, Moisés tomó el libro de la alianza y
lo leyó ante el pueblo, que respondió: Obedeceremos y haremos todo
cuanto ha dicho Yahveh. La "liturgia de la palabra", con la palabra
del Dios de la alianza y la respuesta del pueblo, da a la alianza
una relación comunitaria profundamente personal. Y mediante la
acción de rociar a la comunidad con la sangre de la alianza, que
pertenece a Dios, Dios mismo la declara alianza de sangre, esto es,
el lazo más estrecho e indisoluble mediante el cual Dios se puede
unir con los hombres. Cfr. A. DEISSLER, Revelación personal de Dios
en el AT, en Mysterium Salutis II, Madrid 1977, p.195‑232.
[18]
OICA= Ordo initiationis christianae adultorum. Cfr. E. BARGELLINI,
Catechesi e liturgia: é ancora attuale il metodo mistagogico dei
Padri?, Vita monastica 116 (1974)37‑67;G. FRANCESCONI, Storia e
simbolo, Brescia 1981;T. FEDERICI, La mistagogia della Chiesa.
Ricerca spirituale, en Mistagogia e direzione spintuale, Milano
1985, p.162‑245;D. SARTORE, La mistagogia, modello e sorgente di
spiritualità cristiana, Rivista liturgica 73(1986)508‑521;E. MAZZA,
La mistagogia. Una teologia della liturgia in epoca patristica, Roma
1988.
[23]
E. SCHILLEBEECKX, Christus und die Christen, Friburgo 1977,
p.84‑92;A. DUMAS, Théologie de la fidelité, Paris 1970.
[26]
M. NEDONCELLE, De la fidelité, Paris 1955; M. JOULIN, Vivre fedele,
París 1972;A. DUMAS, Théologie biblique de la fidelité, París
1970;P. de LOCHT, Los riesgos de la fidelidad, Salamanca 1974.