Cuarto cántico del Siervo
Cuarto cántico del Siervo
Es el canto del
Siervo de Dios paciente y glorificado. Dios mismo nos presenta a su
Siervo, cuyo éxito afirma desde el principio. Aunque le veamos
humillado Dios anuncia su glorificación y exaltación como algo
infalible:
Mirad, mi
Siervo tendrá éxito, será enaltecido, levantado y ensalzado
sobremanera. Como muchos se asombraron de él, pues tan desfigurado
tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su
apariencia era
humana, así muchas naciones se admirarán; ante él los reyes cerrarán
la boca, pues verán lo que nunca se les contó, y reconocerán lo que
nunca oyeron.
Ante lo
inefable e inaudito de la obra de Dios con su Siervo los pueblo se
asombrarán. La humillación será tal que desfigurará al hombre hasta
oscurecer en él la imagen de Dios. El hombre a quien Dios coronó de
gloria, haciéndolo poco inferior a los ángeles (Sal 8), al verlo
desfigurado por el sufrimiento causa asco, como Job a su esposa y a
los amigos (Jb 2,12-13). Pero igualmente sorprendente es la
exaltación. Los reyes, al verlo en su gloria, se quedan sin habla.
El asombro
alcanza a quienes contemplan al Siervo y a quienes escuchan lo que
les narran de él:
-¿Quién dio
crédito a nuestra noticia? Y el brazo de Yahveh ¿a quién se le
reveló? (53,1).
La vida del
Siervo es simple, sin adornos. Sus rasgos son comunes: nacimiento y
crecimiento, sufrimiento y pasión, condena a muerte y ejecución,
sepultura y glorificación. Pero quien lo contempla o escucha su
narración se siente tocado en lo hondo de su ser. La palabra lo
conmuevo y transforma sentimientos y vida.
El Siervo nace
y crece, como una planta que brota en la tierra árida, que apenas
puede nutrir sus raíces. Lo que llama la atención de él es su dolor
y humillación que le desfiguran el rostro hasta obligar a los demás
a mirar hacia otro lado y alejarse de él para no contagiarse:
-Creció ante él como un retoño, como raíz de tierra árida. No
tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que
pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de
dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el
rostro, despreciable, y no le
tuvimos en cuenta (53,2-3).
Lo que aquí
dicen del Siervo quienes le contemplan, en algunos salmos lo dice de
sí mismo el siervo sufriente (Sal 31,11-12; 38,8-12; Lm 3,1-14).
También son los espectadores quienes confiesas su propio pecado. Dan
la vuelta a la ley de la retribución que veía, como repiten
machaconamente los amigos de Job, que el sufrimiento son la
manifestación evidente del pecado. Aquí se confiesa que los
sufrimientos muestran un pecado, pero no de quien sufre, sino de los
que le ven sufrir. Comienzan pensando que Dios lo hiere como castigo
de sus rebeliones y crímenes, pero en realidad, él aceptaba la
consecuencia del pecado de los demás. Al aceptar cargar con el
pecado de los demás ayuda a los otros a ver el propio pecado y a
confesar sus culpas:
-Y con todo
eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los
que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y
humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por
nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con
sus
cardenales
hemos sido curados (53,4-5).
El sufrimiento
del Siervo en favor de los demás resulta saludable. Lleva a quienes
le miran a reconocerle como cordero inocente que se ofrece en
sacrificio por los pecadores. Verse pecador y confesar al Siervo que
sufre como inocente, sana y salva:
-Todos nosotros
errábamos como ovejas, cada uno por su camino, y Yahveh descargó
sobre él todas nuestras culpas. Oprimido, se humilló y no abrió la
boca. Como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los que
la trasquilan, no abre la boca (53,6-7).
El Siervo,
condenado, no se defiende ni invoca el castigo contra los enemigos,
sino que acepta dar la vida por sus perseguidores:
-Tras arresto y
juicio fue arrebatado, y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupa?
Fue arrancado de la tierra de los vivos; herido por las rebeldías de
su pueblo, fue sepultado entre los malvados y malhechores, aunque no
había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca (53,8-9).
La sepultura
entre los malvados sella una vida de sufrimiento y desprecio.
Termina en la fosa de los ajusticiados. Sin embargo, como lápida,
después de su muerte queda el reconocimiento de su inocencia en
obras y palabras. Apenas sepultado comienza su glorificación.
Llegado al fondo en su descendimiento comienza la exaltación. Y
comienza a dar fruto en los demás. Su muerte es redentora:
-Yahveh quiso
quebrantarlo con dolencias: Si entrega su vida como expiación, verá
su descendencia, alargará sus días, y por medio de él se cumplirá el
plan de Yahveh. Por las fatigas
de su alma,
verá luz, se saciará. Por su conocimiento mi Siervo justificará a
muchos, porque cargó con sus culpas (53,10-11).
Toda la vida
del Siervo, con su sufrimiento, humillación, muerte y sepultura, ha
sido un cumplir el designio de Dios. El plan escondido de Dios hace
que de la muerte brote la vida. El Señor lo quería, por ello no era
un sufrimiento y una muerte inútil, sino que era dolor y muerte
salvíficos. Aceptando el designio de Dios, sin oponer resistencia
alguna, el Siervo se pone en sus manos y espera de él la gloria y la
exaltación. Dios comienza por anular el juicio humano y proclama
inocente a su Siervo. Más aún proclama que la muerte del Siervo
salva a muchos. Su vida, pasión y muerte han sido intercesión, que
el Señor ha aceptado. Su silencio ha sido oración escuchada. La
gracia desciende sobre la tierra que quiso echar al Siervo de ella:
-Por eso le
daré su parte entre los grandes y repartirá despojos con poderosos,
ya que indefenso se entregó a la muerte y fue contado con los
rebeldes, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los
rebeldes (53,12).
Es hora de
recordar al eunuco de Candaces, que va en su carroza leyendo este
texto de Isaías y pregunta a Felipe: “Por favor, ¿de quién dice esto
el profeta? ¿De sí mismo o de otro? Felipe tomó la palabra y, a
partir de aquel pasaje, le dio la buena noticia de Jesús” (Hch
8,34-35). En Jesús se ha hecho realidad la figura del Siervo
sufriente que se ofrece en rescate de los pecadores (Rm 10,16;
15,21; 4,25; Mt 8,17; Hb 2,10; 1P 2,1.22.24; 2Co 5,21; Mt 26,63;
27,26.57; Hch 8,32.33; Lc 22,37).
b) Fecundidad
de la estéril
Aquí culminan
los poemas matrimoniales de los capítulos anteriores (49 y 51) y
también de los profetas que han precedido a Isaías en el tema (Os
1-3; Jr 3; Ez 16). Antes de su alianza con Yahveh, Israel era como
una joven que no encuentra marido, sola, sin hijos y afrentada. Por
la alianza con Yahveh, Israel se ha hecho esposa del Señor y madre
fecunda. Por su infidelidad, se ha visto de nuevo como viuda, otra
vez sola, sin esposo y sin hijos. Pero Dios no olvida a la novia de
sus amores. El abandono ha sido momentáneo. De nuevo vuelve a su
esposa, vuelve a estar con ella y a hacerla fecunda. La
reconciliación creará una unidad fuerte, eterna. Por medio de su
profeta, Dios dice a su esposa Israel:
-Grita de
júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y
alegría, la que no ha tenido los dolores, porque la abandonada
tendrá más hijos la casada, dice Yahveh. Ensancha el espacio de tu
tienda, despliega las lonas; alarga tus cuerdas, asegura bien tus
clavijas; porque te expandirás a derecha e izquierda, tu estirpe
heredará naciones y poblará ciudades desiertas (54,1-3).
Jeremías había
dicho viendo a Judá partir para el destierro: “Mi tienda está
deshecha, las cuerdas arrancadas, se me han ido los hijos y no queda
ninguno” (Jr 10,20). Ahora todo es rehecho, como una nueva creación.
Se cumple la promesa hecha a los patriarcas: “Tu descendencia se
multiplicará como el polvo de la tierra y ocuparán el oriente y el
occidente, el norte y el sur” (Gn 28,14). Israel, que ha hecho la
experiencia de su esterilidad, como Sara, ahora “se siente como
madre feliz de hijos al frente de la casa” (Sal 113,9; Jr 31,15-17).
Israel vive la experiencia de Sara frente a Agar, de Ana frente a
Feniná, Raquel frente a Lía:
-No temas, que
no tendrás que avergonzarte; no te sonrojes, que no te afrentarán,
pues olvidarás la vergüenza de tu mocedad, y no recordarás ya más la
afrenta de tu viudez. Porque tu esposo es tu Hacedor, su nombre es
Yahveh Sebaot; y el que te rescata es el Santo de Israel, se llama
Dios de toda la tierra (54,4-5).
El marido da
esplendor a su esposa. El nombre del marido, “Dios de toda la
tierra”, es la gloria de Israel. Y el Dios de toda la tierra se
escoge una ciudad como su propiedad. Él es santo y hace santa a la
ciudad (52,1), como quiso que fuera su pueblo (Ex 19,6). El Señor,
creador de todo el universo, es un Dios con memoria, que dice a su
esposa: “Recuerdo tu amor de joven, tu cariño de novia” (Jr 2,2).
Aunque las continuas infidelidades de Israel hayan provocado los
celos y la ira de Dios, sin embargo su amor y fidelidad es más
fuerte que su cólera. Por ello:
-Yahveh te
vuelve a llamar como a mujer abandonada y de espíritu contristado;
la mujer de la juventud ¿puede ser repudiada? ‑ dice tu Dios. Por un
breve instante te abandoné, pero te recogeré con gran compasión. En
un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con
amor eterno te he compadecido ‑ dice Yahveh tu Redentor (54,6-9).
Dios no olvida
la alianza sellada con Noé. El arco iris en las nubes del cielo le
recuerda que Noé halló gracia a los ojos de Dios y le juró alianza
eterna con toda la humanidad .También ahora Jerusalén ha hallado
gracia y recibe la declaración de amor de Dios:
-Será para mí
como en tiempos de Noé: como juré
que las aguas del diluvio no
volverían a cubrir la tierra, así juro no irritaré mas contra ti ni
amenazarte. Aunque se corran los montes y se muevan las colinas,
amor se retirará de tu lado ni vacilará mi alianza de paz ‑ dice
Yahveh, que tiene compasión de ti (54,9-10).
De la imagen de
la esposa se pasa a la ciudad. Dios se ofrece a reconstruirla con un
esplendor y riqueza maravillosa (Tb 13,16ss; Ap 21,10-21). De nuevo
será morada de justicia, de tal modo que nadie podrá despreciarla ni
echarla en cara su culpas:
-Afligida, azotada por los vientos, desconsolada, mira, yo
mismo te cimento con piedras de azabache y coloco como fundamento
zafiros. Haré de rubí tus almenas, tus puertas de piedras de cuarzo
y tus murallas de piedras preciosas (54,11-12).
El Señor se
encariña de su ciudad reconstruida, no sólo en su exterior, sino
sobre todo en su interior:
-Todos tus
hijos serán discípulos de Yahveh, y será grande la dicha de tus
hijos. Serás consolidada en la justicia. Quedará lejos la opresión,
y no tendrás que temer, y
no se acercará a ti terror alguno. Si alguien te ataca, no
será de parte mía; si alguien te ataca, se estrellará. contra ti. Yo
he creado al herrero, que sopla en el fuego las brasas y saca los
instrumentos para su trabajo. Yo he creado al destructor para
aniquilar. Ningún arma forjada tendrá éxito contra ti, y
a toda lengua
que se levante a juicio contra ti le probarás que es culpable. Esta
es la herencia de los siervos de Yahveh, pues yo soy su vengador ‑
oráculo de Yahveh ‑ (54,13-17).
c) Invitación a
volver a Yahveh
El profeta alza
su voz como pregonero que anuncia la salvación de Dios, agua y pan,
que reclamaron los israelitas en el desierto, la leche que manaba en
la tierra, el vino del banquete, en el que Dios promete más alegría
que “cuando abundan el trigo y el vino” (Sal 4,8; 36,9; 63,6;
65,12). Dios ofrece su palabra, que es vida real y permanente, pues
“el hombre no vive de pan sólo, sino de todo lo que sale de la boca
de Dios” (Dt 8,3):
-¡Oh, sedientos, id
por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata,
y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y
vuestro jornal en lo que no sacia? Hacedme caso y comeréis cosa buena,
disfrutaréis los platos sustanciosos (55,1-2).
La alianza ya
anunciada comienza a realizarse y ya no se acabará nunca. Será como la
hecha con David, aunque la actual abarcará a todo el pueblo, pues todo
el pueblo está llamado a ser testigo de Dios en la historia:
-Abrid el oído y
acudid a mí, escuchadme y vivirá vuestra alma. Pues voy a firmar con
vosotros una alianza eterna, según la promesa hecha a David. Mira que le
he puesto por testigo ante las naciones, caudillo y legislador de
naciones. Mira que tú convocarás a un pueblo que no conocías, y un
pueblo que no te conocía correrá hacia ti, por amor de Yahveh, tu Dios,
por el Santo de Israel, que te honra (55,3-5).
La palabra de Dios
se hace camino de vida. El pueblo está en vísperas de emprender el
camino de vuelta a la patria. Pero antes que salir de un lugar e ir a
otro, se trata de salir de sí mismos para caminar hacia el Señor. Se
trata de volver, de convertirse a Dios. Dejar atrás el pecado es el
primer paso de la vuelta. Dios, con su actuación, busca “atraer al
pueblo hacia sí” (Ex 19,4). Es lo que hace en el primer éxodo y en el
nuevo éxodo. Todo éxodo supone un salir, un caminar y un entrar. Dios,
con la voz del profeta, llama a su pueblo:
-Buscad a Yahveh
mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cerca. Deje el
malvado su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y que se vuelva a
Yahveh, que tendrá compasión de él, a nuestro Dios, que será rico en
perdón (55,6-7).
El hombre necesita
renunciar a su pequeño mundo para abrirse al horizonte que Dios abre
ante sus ojos. La promesas de Dios parecen increíbles. Si el hombre las
mide con la vara de su mente se queda paralizado. Pero las promesas no
se apoyan en el hombre, sino en la palabra de Dios, en sus designios
divinos, que superan hasta los deseos del hombre:
-Porque mis
pensamientos están por encima de vuestros pensamientos, vuestros caminos
no son mis caminos ‑ oráculo de Yahveh ‑. Colo los cielos superan a la
tierra, así mis caminos están por encima de los vuestros y mis planes
superan los vuestros (55,8-9).
Dios está cerca y
Dios está lejos. Su transcendencia hace que sus designios no quepan en
la mente del hombre. Pero su amor le acerca al hombre, pues rico en
amor, sobre todo en el amor que perdona (Ex 34,9; 1R 8,30-50; Jr 31,34).
Como dista el cielo de la tierra así dista Dios del hombre. Pero la
lluvia del cielo desciende hasta la tierra y se sumerge en ella, la
baña, la riega y hace fecunda. Así Dios llega hasta el hombre con su
palabra:
-Como descienden la
lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la
tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al
sembrador y pan para comer, así será mi palabra, que sale de mi boca: no
volverá a mí vacía, sin que haya realizado mi voluntad y cumplido
aquello para lo que la envié (55,10-11).
Con el anuncio
gozoso de la salida de Babilonia se concluye esta segunda parte del
libro de Isaías. Dios es glorificado en la salvación de su pueblo, al
que conduce:
-Sí, saldréis con
alegría, y se os llevará en paz. Los montes y las colinas romperán en
gritos de júbilo ante vosotros, y todos los árboles del campo batirán
palmas. En lugar del espino crecerá el ciprés, en lugar de la ortiga
crecerá el mirto. Será para gloria de Yahveh, señal eterna que no será
borrada (55,12-13).