El Profeta Jonás: 1. VOCACIÓN DE JONAS
Emiliano Jiménez Hernández
1. VOCACIÓN DE JONAS
"La palabra de Dios fue dirigida a Jonás" (1,1). Así comienzan
frecuentemente las historias bíblicas y, sobre todo, el envío de los
profetas a la misión. "Palabra de Yahveh que fue dirigida a Oseas, hijo de
Beerí, en tiempo de Ozías, Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y en
tiempo de Jeroboam, hijo de Joás, rey de Israel" (Os 1,1). "Palabra de
Yahveh que fue dirigida a Joel, hijo de Petuel" (Jl 1,1). De un modo similar
comienza la historia del profeta Elías: "Fue dirigida la palabra de Yahveh a
Elías diciendo: Sal de aquí, dirígete hacia oriente y escóndete en el
torrente de Kerit que está al este del Jordán... Le fue dirigida la palabra
de Yahveh a Elías diciendo: Levántate y vete a Sarepta de Sidón y quédate
allí, pues he ordenado a una mujer viuda de allí que te dé de comer" (1R
17,2.8-9).
Elías tiene en común con Jonás el hecho de haber sido mandado por Dios a una
nación pagana, pero sólo con una misión política: "Yahveh le dijo: Anda,
vuelve por tu camino hacia el desierto de Damasco. Vete y unge a Jazael como
rey de Aram" (1R 19,15). Y Elías ni siquiera realiza esta misión por sí
mismo, sino mediante el profeta Eliseo (2R 8,7-15). Con Jonás es la primera
vez que un profeta es enviado a una ciudad pagana para una misión religiosa.
En la tradición de Israel no es muy frecuente que un profeta vaya a cumplir
su misión de mensajero de Dios a un pueblo extranjero. Se dice que Jeremías
fue constituido "profeta de las naciones" y a muchos profetas se atribuyen
oráculos de denuncia y de anuncio dirigidos a todos los pueblos. Pero, en
realidad, esos profetas no pronunciaron sus oráculos sobre las naciones
fuera de Israel. Los profetas hablan a las naciones pero lo hacen ante su
propio pueblo. Quieren mostrar a Israel que Yahveh es Dios para todos los
pueblos y que cubre con su providencia a todas las naciones.
Los profetas son enviados exclusivamente a Israel para denunciar su pecado,
invitarles a conversión y anunciarles la salvación. En definitiva para
"destruir y edificar" (Jr 1,4-10). Cuando los profetas interpelan a las
naciones paganas, lo hacen en función de Israel. El Dios de los profetas es
el Dios de Israel. Sólo Jonás es enviado a una nación extranjera con un
mensaje de Dios para ella. Y esta nación es, precisamente, Nínive, símbolo
del pecado y de la violencia: "Su maldad ha llegado hasta mí". Es la
expresión que Dios usa para Sodoma.
"La palabra de Yahveh fue dirigida a Jonás, hijo de Amittay" (1,1). Dios nos
habla a través de los profetas. La palabra de Dios se dirige a Jonás y, a
través de él, entra en comunicación con el hombre. Dios no es indiferente al
hombre. No es un Dios mudo y distante. Se comunica con el hombre. No es el
hombre quien se dirige a Dios y le habla. El hombre no podría, con su voz,
superar la distancia que le separa de Dios. El hombre no podría hablar con
Dios, si primero Dios no le dirigiera su palabra, haciendo del hombre oyente
de la palabra y suscitando en él un eco, una respuesta. El hombre es un ser
responsorial: escucha y responde. Sólo la Palabra de Dios crea el puente de
comunicación entre Dios y el hombre. Dios rompe el silencio y crea la
comunicación, buscando así la comunión con el hombre. Jonás es el hijo de
Amittay, un hombre sin más, un hombre en su pequeñez de criatura. Y Dios, el
Creador, le alcanza con su palabra. Este es el misterio de la revelación de
Dios al hombre. La palabra es el sujeto de la primera frase. Jonás no es el
protagonista del libro que lleva su nombre, sino la palabra de Dios, que el
libro nos transmite. El relato es profecía, palabra de Dios, que busca
abrirse cauce hasta tocar el corazón de los oyentes.
Jonás es un profeta. Es palabra de Dios su persona, sus aventuras y sus
palabras. Es Dios quien habla a Jonás y, mediante Jonás, nos habla a
nosotros. Todo el libro es una palabra de Dios dirigida a su pueblo, es una
llamada a conversión para Israel: Dios está airado con Israel por su
obstinado rechazo de la conversión, a pesar de las numerosas llamadas que
Dios le ha hecho mediante sus profetas. Este mensaje aparecerá en el
contraste de Israel con el comportamiento de la potente ciudad de Nínive,
que no se obstina en su orgullo y da signos de conversión después de una
única llamada realizada por un sólo profeta. La conversión de Nínive queda
en la historia como una invitación permanente a la conversión: "Los
ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán;
porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo
más que Jonás" (Lc 11,32).
Al profeta Jonás lo encontramos en la Escritura en el libro de los Reyes.
Jonás, hijo de Amittay, vive en el reino del Norte de Israel, en el siglo
VIII, concretamente en los días de Jeroboán II, que reinó del 783 al 743.
Jonás era de Gat Héfer, un poblado de la tribu de Zabulón en Galilea. Según
Bereshit Rabbà, el padre de Jonás pertenecía a la tribu de Zabulón, mientras
que su madre era de la tribu de Aser. Jonás anuncia al rey Jeroboán II,
pecador como su padre Joás, que el reino de Israel volverá a tener, bajo su
reinado, la misma extensión y esplendor que tuvo en el tiempo de David. Dios
se fija en la miseria del pueblo y le salva, sin tener en cuenta la maldad
de sus gobernantes:
En el año quince de Amasías, hijo de Joás, rey de Judá, comenzó a reinar
Jeroboam, hijo de Joás, rey de Israel, en Samaría. Reinó 41 años. Hizo el
mal a los ojos de Yahveh y no se apartó de todos los pecados con que
Jeroboam, hijo de Nebat, hizo pecar a Israel. El restableció las fronteras
de Israel desde la Entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, según la
palabra que Yahveh, Dios de Israel, había dicho por boca de su siervo, el
profeta Jonás, hijo de Amittay, el de Gat de Jéfer, porque Yahveh había
visto la miseria, amarga en extremo, de Israel; no había esclavo ni libre,
ni quien auxiliara a Israel (2R 14,23-26).
¡Jonás, de Gat Jéfer, en Galilea, un profeta del siglo VIII, enviado en
misión a Nínive, el enemigo de Israel! El humor de Dios, y del autor del
libro, al escoger ese nombre para su relato, es sorprendente. Jonás, el hijo
de Amittay, que había anunciado la reconquista por parte de Israel de los
territorios precedentemente perdidos en la guerra con Aram, es el nombre del
enviado ahora, tres o cuatro siglos después, a llevar la conversión al
enemigo.
El Midrash, en su amor a Jonás, nos narra los antecedentes de la vida de
Jonás, para justificar su huida. Jonás es el hijo de la viuda de Sarepta,
con lo que los sabios ya le ven marcado por Dios desde su infancia. Dios
envía al profeta Elías a Sarepta de Sidón, pues "ha ordenado a una viuda de
allí que le dé de comer" (1R 17,9). Elías obedece a Dios, se levanta y va a
Sarepta. Cuando entra por la puerta de la ciudad encuentra a una mujer viuda
que recoge leña, pensando preparar un panecillo con la última harina de su
tinaja y las últimas gotas de aceite de su orza. Así se dispone a morir ella
y su hijo Jonás. Elías la bendice en nombre de Yahveh, el Dios de Israel:
"No se acabará la harina en la tinaja, no se agotará el aceite en la orza
hasta el día en que Yahveh conceda la lluvia sobre la haz de la tierra" (1R
17,14). Y, en efecto, no se acabó la harina en la tinaja ni se agotó el
aceite en la orza, según la palabra que Yahveh dijo por boca de Elías.
Evidentemente Elías ha sido enviado para salvar la vida de la viuda y la de
su hijo. Pero, al poco tiempo, el hijo se enferma y muere. La madre, en su
desesperación, pregunta a Elías: "¿Acaso has venido a mí para recordar mis
culpas y hacer morir a mi hijo?". Elías toma al pequeño y lo lleva al
granero que la viuda ha puesto a su disposición. Lo extiende sobre el lecho
e implora a Dios que le devuelva la vida. El niño resucita y Elías se lo
entrega a la madre que, llena de agradecimiento, exclama: "Ahora he conocido
que eres un hombre de Dios y que en tu boca es verdad la palabra de Yahveh"
(1R 17,24). El Talmud Sanhedrin nos dice que Elías fue enviado a Sarepta
únicamente para mostrar el poder de la resurrección de los muertos. Jonás se
convirtió en la demostración viviente del poder que Dios ejerce a través de
su profeta. Se convirtió en la prueba de que Elías es el profeta de la
verdad y de que la palabra de Dios es verdad. Esto lo lleva en su nombre: él
es ben Amittay, hijo de la verdad, hombre de verdad. El joven Jonás fue
discípulo de Elías y, cuando éste subió al cielo, pasó a ser discípulo de
Eliseo, ambos ungidos por Elías. Antes de subir al cielo, a Elías se le
había confiado la misión de consagrar a Jehú como rey de las diez tribus del
reino de Israel. Elías confió a uno de sus discípulos que llevara a término
esta misión:
El profeta Eliseo llamó a uno de los hijos de los profetas y le dijo: Ciñe
tu cintura y toma este frasco de aceite en tu mano y vete a Ramot de Galaad.
Cuando llegues allí, verás a Jehú, hijo de Josafat. Nada más llegar, haz que
se levante de entre sus compañeros y hazle entrar en una habitación
apartada. Tomarás el frasco de aceite y lo derramarás sobre su cabeza
diciendo: Así dice Yahveh: Te he ungido rey de Israel. Abres luego la puerta
y huyes sin detenerte. El joven partió para Ramot de Galaad. Cuando llegó
estaban los jefes del ejército sentados y dijo: Tengo una palabra para ti,
jefe. Jehú preguntó: ¿Para quién de nosotros? Respondió: Para ti, jefe. Jehú
se levantó y entró en la casa; el joven derramó el aceite sobre su cabeza y
le dijo: Así habla Yahveh, Dios de Israel: Te he ungido rey del pueblo de
Yahveh, de Israel. Herirás a la casa de Ajab, tu señor, y vengaré la sangre
de mis siervos los profetas y la sangre de todos los siervos de Yahveh de
mano de Jezabel. Toda la casa de Ajab perecerá y exterminaré a todos los
varones de Ajab, libres o esclavos, en Israel. Dejaré la casa de Ajab como
la casa de Jeroboam, hijo de Nebat, y como la casa de Basá, hijo de Ajías. Y
a Jezabel la comerán los perros en el campo de Yizreel; no tendrá sepultura.
Y abriendo la puerta, huyó. Jehú salió a donde los servidores de su señor.
Le dijeron: ¿Todo va bien? ¿A qué ha venido a ti ese loco? Respondió:
Vosotros conocéis a ese hombre y sus palabras (2R 9,1-11).
Este joven profeta era Jonás, que volvió a ser enviado de nuevo a anunciar a
Jehú de parte Yahveh: "Porque te has portado bien haciendo lo recto a mis
ojos y has hecho a la casa de Ajab según todo lo que yo tenía en mi corazón,
tus hijos hasta la cuarta generación se sentarán sobre el trono de Israel"
(2R 10,30). Bereshit Rabbà sostiene que todas las profecías dirigidas a la
casa de Jehú salieron de la boca de Jonás. Sesenta años después de la
consagración de Jehú como rey de Israel, le sucedió su nieto Jeroboán II. El
reino estaba espiritualmente en decadencia. Por sus maldades había sufrido
derrotas militares en la guerra con sus enemigos externos y parecía
imposible que pudiera mantener su independencia. Pero Dios no estaba aún
decidido a castigar las infidelidades de sus hijos rebeldes. Quería que
Israel recobrara su grandeza para ofrecerle la oportunidad de reconocer que
Dios aún no le había abandonado. Con esto buscaba abrir en su corazón una
brecha para que emprendieran el camino de la conversión. Jonás, entonces,
fue enviado de nuevo a transmitir el mensaje profético a las diez tribus de
Israel. La palabra divina anunciaba que las fronteras restringidas de Israel
se dilatarían notablemente bajo el mando de Jeroboam que "restableció las
fronteras de Israel desde la Entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá,
según la palabra que Yahveh, Dios de Israel, había dicho por boca de su
siervo, el profeta Jonás, hijo de Amittay, el de Gat de Jéfer" (2R 14,25).
No obstante esto, Jeroboam fue un rey impío. Sus conquistas no le llevaron a
la conversión a Yahveh, sino que únicamente le llenaron de vanagloria y, por
ello, las diez tribus de Israel terminaron en el exilio. Según Rabbi
Eliezer, Jonás transmitió otro importante mensaje profético, esta vez, al
reino de Judá. Fue enviado a los habitantes de Jerusalén a advertirles que
la santa ciudad sería destruida por culpa de sus maldades. Jerusalén le
escuchó, sus habitantes se convirtieron y, gracias a ello, se salvó la
ciudad. Esta experiencia se repitió y Jonás se ganó el apodo de falso
profeta. Al cumplirse el primer anuncio, hecho a Jeroboam, Jonás se sintió
feliz con el sobrenombre que el pueblo le dio: hijo de la verdad (ben
Amittay). Pero, al no cumplirse la segunda profecía sobre la destrucción de
Jerusalén, tuvo que cargar con el apelativo de falso profeta, con que le
saludaban por la calle los niños y el pueblo ignorante, que desconoce que
Dios cambia sus decretos siempre que el hombre se convierte a él.
Rabbi Eliezer, partiendo de que Jonás ha sido precedentemente tachado de
falso profeta por el pueblo de Jerusalén, dice que Jonás no desea recibir el
mismo insulto de parte de los gentiles. Esto no significa que Jonás se
preocupe de su propia reputación. Un discípulo de Elías y de Eliseo ya ha
conocido la falta de respeto de parte de los pecadores hacia sus maestros.
Elegido para profetizar en una época de idolatría, el desprecio de los
profetas era el pan cotidiano en Israel. Los insultos del pueblo ignorante
de Jerusalén le han herido profundamente, pero no a nivel personal, sino
como ofensa a Yahveh que ha dado fuerza a su palabra, hasta el punto de
lograr la conversión de Jerusalén, que se ha salvado, no porque su profecía
sea falsa, sino por el poder de la palabra de Dios, que les ha convertido.
Es la gloria de Dios lo que busca el profeta. Y a Jonás le duele que no sea
reconocida. Es lo que Moisés le dice a Dios, para salvar a Israel: "¿Van a
poder decir los egipcios: Por malicia los ha sacado, para matarlos en las
montañas y exterminarlos de la faz de la tierra? Abandona el ardor de tu
cólera y renuncia a lanzar el mal contra tu pueblo" (Ex 32,12). "Me postré,
pues, ante Yahveh y estuve postrado estos cuarenta días y cuarenta noches,
porque Yahveh había hablado de destruiros. Supliqué a Yahveh y dije: Señor
Yahveh, no destruyas a tu pueblo, tu heredad, que tú rescataste con tu
grandeza y que sacaste de Egipto con mano fuerte. Acuérdate de tus siervos
Abraham, Isaac y Jacob, y no tomes en cuenta la indocilidad de este pueblo,
ni su maldad ni su pecado, para que no se diga en el país de donde nos
sacaste: Porque Yahveh no ha podido llevarlos a la tierra que les había
prometido, y por el odio que les tiene, los ha sacado para hacerlos morir en
el desierto" (Dt 9,25-28).
Como la oración de Moisés se inspira en el amor y devoción a Dios, que no
desea otra cosa que la glorificación del Nombre divino, así Jonás teme que,
al anunciar la destrucción de Nínive, moviendo a conversión a sus
habitantes, alcanzando con ello el perdón de Dios, clemente y
misericordioso, les lleve a pensar que Dios ha sido incapaz de cumplir la
amenaza de su profeta. El amor de Moisés hacia Dios le hacía rebelarse a la
idea de que un solo egipcio pudiera insinuar que Dios era incapaz de llevar
a término su obra salvadora. Jonás, con los mismos sentimientos hacia Dios,
se rebela a la idea de que los ninivitas puedan pensar que Dios es incapaz
de llevar a cabo la obra de destrucción que ha anunciado por su profeta.
Jonás es discípulo fiel de Moisés, el maestro de todos los profetas. Cuando
Israel fabricó y adoró el becerro de oro, Dios decretó la destrucción de
toda la nación, prometiendo a Moisés que él y su descendencia tomarían el
puesto del pueblo elegido. Moisés reconoció la culpa del pueblo y castigó a
los culpables. Pero, a continuación, se dirigió a Dios para implorar el
perdón de los hijos de Israel, que habían pecado, "pues si Israel no puede
recibir el perdón cancélame de tu libro" (Ex 32,32). El amor de Moisés a
Israel es tan grande que le impulsa a preferir que se le cancele del libro
de la Torá y morir antes que permitir que su pueblo perezca. También David
cargó sobre sí la culpa de todos cuando se abatió la calamidad sobre la
nación: "Cuando David vio al ángel que hería al pueblo, dijo a Yahveh: Yo
fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? Caiga,
te suplico, tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre" (2S 24,17). Jonás
sigue su ejemplo dispuesto a todo: al exilio, al desprestigio y hasta a la
muerte, con tal de no perjudicar a Israel.
"Ve a Nínive, la gran ciudad" ((1,2). Nínive es la capital de Asiria,
enemiga de Israel. La ciudad se levanta en la ribera oriental del gran río
Tigris. Es la ciudad de Senaquerib (2R 19,36), que cuenta con más de ciento
veinte mil habitantes (4,11). El envío de Jonás a Nínive es sorprendente a
primera vista. ¡Enviar a Jonás nada menos que a la capital del imperio
agresor, que ya se va haciendo amenazador en tiempos de Jeroboán II! Elías
había sido enviado a Damasco (1R 19,15), capital no tan hostil a Israel.
Moisés había sido enviado al Faraón. La sorpresa de Jonás y de todo oyente
atento está en que los oráculos proféticos contra las naciones paganas se
pronuncian siempre tranquilamente en territorio israelita. Jonás es enviado
a pronunciar su profecía contra Nínive en Nínive. Un desconocido de un
pueblo insignificante es enviado a encararse con toda una metrópoli y
gritarle a la cara que "su maldad ha colmado el límite y ha subido ante
Yahveh". Yahveh es "el Juez de toda la tierra" (Gn 18,25); habita en el
cielo, hasta él llega la maldad (Lm 1,22) lo mismo que las oraciones y
limosnas (Hch 10,4), pues él "mira a la tierra" (Gn 6,12).
Jonás recibe una misión realmente desconcertante para un judío: ir a
predicar a paganos, más aún, a los enemigos implacables de su pueblo. Es tan
desconcertante que el Midrash se pregunta por qué Dios ha mandado a Nínive a
su profeta. Y su respuesta es que Dios quiere salvar a Nínive por los
méritos de Asur, el constructor de la ciudad (Gn 11,11). Asur es un justo,
que salva a su ciudad, pues en medio de la generación de la Torre de Babel
él abandonó el valle de Senaar. Se aleja de Senaar para no contaminarse con
el pecado de rebelión contra Yahveh, pretendiendo edificar una torre cuya
cúspide alcanzase el cielo. De este modo, Asur se libró "de la confusión que
siguió a la común perversión de las naciones" (Sb 10,5).
Un pobre hebreo, el hijo de Amittay, es enviado a "la gran ciudad" de
Nínive. Un hombre, perteneciente a un pueblo pequeño y despreciado, que no
cuenta con nada que le acredite, -fuera de la palabra de Dios, de la que es
portador-, debe dirigirse al centro de una potencia extranjera y enemiga
para anunciar, no una noticia agradable para esa cuidad, sino que será
destruida, porque su maldad ha llegado al colmo. Es uno de esos anuncios que
no ha recibido con agrado ni siquiera Israel. Cuando los profetas han
anunciado esas mismas calamidades a su nación, no han recibido más que el
rechazo de su pueblo. Y esta es la misión que ahora recibe Jonás: anunciar
la destrucción de Nínive, la capital de un pueblo potente, enemigo de
Israel, que ni conoce a Yahveh, el Dios, en cuyo nombre el profeta habla.
"Levántate y ve a Nínive y proclama contra ella que su maldad ha subido
hasta mí" (1,2). Jonás proclamará la inminente destrucción de Nínive (3,4).
Pero no es ese el mensaje de Dios. Dios envía a su profeta a la gran ciudad
para advertirle que su maldad ha subido a los cielos, llamando su atención.
Es una advertencia para llamar a sus habitantes a conversión. La sentencia
de destrucción aún no está sellada. Más aún, Dios no quiere la destrucción,
sino la conversión y la vida de los ninivitas, como invitación también a
Israel a seguir sus pasos. Nínive es una gran metrópoli, conocida por su
potencia y maldad, sin embargo sus habitantes no se mostrarán orgullosos,
sino que se abrirán al mensaje del profeta desconocido.
Los actos malvados de los ninivitas han llegado a los oídos de Dios, están
ante él, acusándoles. Ante Dios están presentes los actos de maldad, que
realizarán contra Israel, llevando al destierro a las diez tribus del norte.
El pecado de Nínive es la violencia (3,8), el pecado que siempre grita desde
la tierra, llegando hasta los oídos de Dios: "Se oye la sangre de tu hermano
clamar a mí desde el suelo" (Gn 4,10), le dice Dios a Caín. "De nada sirve
que asesinemos a nuestro hermano y luego tapemos su sangre" (Gn 37,26), dice
Judá cuando los hijos de Jacob quieren dar muerte a su hermano José. La
sangre seguirá gritando hasta que "la aspersión purificadora de la sangre de
Jesús, que habla mejor que la de Abel" restablezca para siempre la alianza
de Dios con los hombres. Hasta entonces seguirá resonando el grito de Job:
"¡Tierra, no cubras tú mi sangre y no quede en secreto mi grito!" (Jb
16,18).
Pero la violencia de Nínive, según el Midrash, es una maldad reciente, por
lo que Dios busca su salvación. Nínive es una gran ciudad ante Dios (3,3).
Aún no ha colmado la medida de sus pecados como la generación del diluvio,
que "estaba corrompida en la presencia de Dios y llena de violencias. Dios
la miró y la vio viciada, pues todo hombre tenía una conducta viciosa sobre
la tierra" (Gn 6,11-13) o la conducta de los habitantes de Sodoma y Gomorra,
cuyo "pecado era gravísimo" (Gn 18,20), "a las que Dios condenó a la
destrucción, reduciéndolas a cenizas, poniéndolas como ejemplo para los que
en el futuro vivirían impíamente; aunque libró a Lot, el justo, oprimido por
la conducta licenciosa de aquellos hombres disolutos, pues este justo, que
vivía en medio de ellos, torturaba día tras día su alma justa por las obras
inicuas que veía y oía" (2P 2,6ss).
Dios envía a Jonás a Nínive con la esperanza de que su palabra toque el
corazón de los ninivitas y se conviertan de su maldad. Dios tiene en su
mente servirse de Asiria en la historia de Israel, su pueblo. Ha destinado a
Asiria a ser el bastón de su ira: "Asur, bastón de mi ira, vara de mi furor
en mi mano. Contra gente impía voy a guiarlo, contra el pueblo de mi cólera
voy a mandarlo, a saquear saqueo y pillar pillaje, y hacer que lo pateen
como el lodo de las calles" (Is 10,5-6). Asiria será el instrumento con el
que Dios ejecutará su juicio contra las rebeldías de su pueblo, el reino del
Norte. Asiria, sin saberlo, al llevar al exilio a las diez tribus, cumplirá,
como un siervo, los designios de Dios. Pero si Asiria hubiese permanecido en
la maldad de los tiempos de Jonás, no hubiera podido ser instrumento de
Dios, para actuar sobre su pueblo. Por ello Dios envía a Jonás a Nínive,
capital de Asiria, a exhortar a sus habitantes a la conversión. En el fondo
Dios tiene siempre en mente a su pueblo elegido. Los habitantes de Nínive
son los primeros beneficiarios del don de la conversión. Pero ellos no son
más que un instrumento en las manos de Dios en favor de Israel. Su
conversión, seguida del perdón, será una invitación permanente a la
conversión para Israel, donde cada año se proclama esta palabra de
salvación.
Jonás, enviado a Nínive, a un pueblo extranjero y enemigo de Israel, muestra
que Israel ha sido elegido con una misión para todas las naciones: enviado a
anunciar y a llevar la salvación fuera de los confines de Israel. A pesar de
su resistencia, Jonás es la expresión del primer envío misionero a los
paganos. Jonás huye, pero en su huida conduce a Yahveh a los tripulantes de
la nave, que pertenecen a "las naciones" y, después, a los ninivitas, que se
convierten a Yahveh y experimentan su perdón. Israel, los profetas de Israel
y todos los llamados por Dios son elegidos para llevar un mensaje de
salvación a las naciones: dar a conocer a Dios a todos los pueblos de la
tierra. Cuando quieren acaparar para sí la salvación, negándose a la misión
de salvación para todos los hombres, son rechazados por Dios. Cuando Israel
se niega a su misión, Dios le rechaza y en su lugar entran las naciones.