El profeta Jonás: 8. JONAS ENVIADO DE NUEVO
Emiliano Jiménez Hernández
8. JONAS ENVIADO DE NUEVO
El cántico de Jonás, con sus citas de diversos salmos, es un salmo de
alabanza y acción de gracias. Evoca las angustias pasadas para mostrar la
maravilla de la liberación. El salmo hace de la aventura de Jonás, tragado
por el pez y salvado de la muerte, un símbolo de la salvación de todos los
náufragos en las diversas situaciones de la vida. Dios a veces deja a sus
fieles rozar la muerte, les deja sumergirse en las olas del mar embravecido,
pero luego les tiende la mano y les salva. Los salmos equiparan los grandes
peligros a la muerte, y la liberación es, por tanto, una resurrección. El
mar, enemigo de Dios en los orígenes (Jb 7,12), es el reino de la muerte o,
al menos, el camino que lleva a ella. De ahí que el mismo Jesús (Mt 12,40;
Lc 11,30) presente la experiencia de Jonás como figura de su propia estancia
durante tres días en el corazón de la tierra. El reino de la muerte aparece
como un monstruo voraz, que no puede, sin embargo, retener a Jesús y lo
arroja el día de la resurrección. La analogía de Jonás con la muerte y
resurrección de Cristo, ha llevado también a utilizar la figura de Jonás en
la tipología bautismal. El bautismo del cristiano, al ser sumergido y sacado
de las aguas, hace de Jonás un símbolo bautismal:
¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sumergidos por el bautismo en
la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por el poder del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.
Porque si hemos sido incorporados a él por una muerte semejante a la suya,
también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro
hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este
cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está
muerto, queda liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que
también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre
los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya poder sobre él. Su
muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un
vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y
vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm 6,3-11).
Terminado el salmo de acción de gracias, "Yahveh dio orden al pez, que
vomitó a Jonás en tierra" (2,11). La plegaria de Jonás no ha sido vana.
Apenas vio Dios la sinceridad del arrepentimiento de Jonás, respondió a su
plegaria ordenando al pez que se acercase a la orilla del mar y que lo
vomitase sobre la playa. El pez sintió el deseo irresistible de vomitar y
corrió a la orilla del mar para liberar su vientre del peso del profeta. El
impulso, que Dios suscitó en el pez, lanzó a Jonás fuera de las aguas.
Jonás, de repente, se encontró de pie en tierra firme con sus vestidos
rotos, los cabellos y la barba erizados, y la piel hinchada y arrugada. Sin
saber cómo, su alma respiró de nuevo: "Yo te ensalzo, Yahveh, porque me has
levantado; no dejaste reírse de mí a mis enemigos. Yahveh, Dios mío, clamé a
ti y me sanaste. Tú has sacado, Yahveh, mi alma del seol, me has recobrado
de entre los que bajan a la fosa" (Sal 30,2-4).
Dios vuelve a pescar a Jonás para conducirlo a Nínive y no al lejano Oeste,
donde quiso escapar. Su huida le hizo descender al abismo, pero Dios le ha
hecho subir de las aguas a tierra firme. La historia comienza de nuevo. Tras
el naufragio estamos de nuevo en el punto de partida. "Yahveh habló a Jonás
por segunda vez" (3,1). La misión que Dios le ha encomendado sigue
esperándole. Jesús se aparecerá también a Pedro después de su traición y le
renovará la llamada y el envío: "Después de haber comido, dice Jesús a Simón
Pedro: Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Le dice él: Sí, Señor, tú
sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis corderos. Vuelve a decirle
por segunda vez: Simón de Juan, ¿me amas? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes
que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas. Le dice por tercera vez:
Simón de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntase por
tercera vez: ¿Me quieres? y le dijo: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que
te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas" (Jn 21,15-17).
Dios le ofrece a Jonás la oportunidad de mostrar la sinceridad de su
conversión. Como dice Maimonides, para que la conversión sea completa es
necesario pasar por la misma oportunidad de pecar. Ante las mismas
condiciones el penitente resiste a la tentación, mostrando la sinceridad de
su conversión, o repite el pecado, haciéndose reincidente, con lo que
muestra la falsedad de su arrepentimiento.
Yahveh, pues, se dirige por segunda vez a Jonás y le repite la misma palabra
del principio: "Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y amonéstala
proclamando el mensaje que yo te diga" (3,2). Todo comienza de nuevo con la
palabra de Dios y el envío de Jonás a Nínive. Sólo que Jonás ha cambiado. Al
menos ha comprendido que es inútil escapar. Esta vez Jonás obedece sin
reparos. Es una nueva persona, renacido de las aguas y del Espíritu. Su
situación es ahora distinta. El pez ha dejado a Jonás tan cerca de Nínive
que es suficiente con que se levante y entre en la ciudad. No tiene que
hacer un largo camino para cumplir la voluntad de Dios. Es Dios quien ha
hecho el camino hacia Jonás y le ha dejado a las puertas de la ciudad. Por
ello la Palabra de Dios, siendo la misma, le suena como nueva. Siempre es
nueva la Palabra de Dios. Jonás ahora es el profeta enviado por Dios a
Nínive. Se deja orientar y llevar por Dios.
Y de nuevo Dios define a Nínive como "la gran ciudad". Se necesitan tres
días para recorrerla. A Jonás los tres días le recuerdan los tres días
pasados en el vientre del pez. Nínive, la "gran ciudad", ¿no es monstruosa,
capaz de devorarlo? Sin embargo, sólo sus dimensiones mueven la piedad de
Dios por ella. "Amonéstala", es decir, profetiza acerca de ella,
anunciándole la desgracia inminente que pende sobre ella. Isaías podría
prestarle sus palabras de amonestación: "Vuestras manos están llenas de
sangre: lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista,
desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus
derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda" (Is
1,15-17).
Dios ordena a Jonás lo mismo que a Moisés cuando le mandó al Faraón: "El día
en que Yahveh habló a Moisés en el país de Egipto, le dijo: Yo soy Yahveh;
di a Faraón, rey de Egipto, cuanto yo te diga" (Ex 6,28-29). Lo mismo ordena
a Jonás: "Ve y proclama lo que yo te diga". Dios no revela a Jonás el
mensaje de su misión. Espera la obediencia de su profeta a todo cuanto "él
le diga". Dios siempre deja al justo en la duda y sólo en un segundo
momento, una vez mostrada su disponibilidad total, le da todas las
indicaciones precisas. Así lo hace con Abraham, que sale de su país sin
conocer adónde va: "Yahveh dijo a Abraham: Sal de tu tierra, y de tu patria,
y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te mostraré" (Gn 12,1).
Rompiendo con todos sus vínculos humanos y terrenos, Abraham se pone en
camino hacia un país desconocido. Cuando se encamine a sacrificar a su hijo
Isaac, tendrá que caminar igualmente "hacia el monte que yo te indicaré" (Gn
22,2).
El profeta es el portavoz de Dios. No lleva su palabra, sino la que Dios
pone en sus labios. No tiene derecho a añadir o recortar nada de esa
palabra. Pero no es un altavoz mecánico. La palabra de Dios se hace carne en
el profeta, se convierte también en su palabra. Por ello la suerte de la
palabra es la suerte del profeta. Cuando la palabra es rechazada es
rechazado el profeta y a la inversa: "¡Ay de mí, madre mía, porque me diste
a luz varón discutido y debatido por todo el país! Ni les debo, ni me deben,
¡pero todos me maldicen! Di, Yahveh, si no te he servido bien: intercedí
ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro" (Jr
15,10-11). "¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida
irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿serás tú para mí como un
espejismo, aguas no verdaderas?" (Jr 15,18). Pero Dios acompaña siempre a su
profeta, para que pueda transmitir su palabra. Así se lo comunica a
Jeremías: "Y me dijo Yahveh: No digas: Soy un muchacho, pues adondequiera
que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás" (Jr 1,7). Jesucristo les
dirá a sus discípulos que no se preocupen de lo que tienen que decir, pues
el Espíritu Santo se lo sugerirá en el momento oportuno: "Por mi causa
seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante
ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo
o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel
momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de
vuestro Padre el que hablará en vosotros" (Mt 10,18-20).
Así, pues, "Jonás se levantó y fue a Nínive conforme a la palabra de Yahveh.
Nínive era una ciudad grandísima, de un recorrido de tres días" (3,3). "Se
levantó y fue" es la misma expresión usada a propósito de Abraham en el
momento en que se pone en camino para obedecer a Dios, ofreciéndole su hijo.
Las dos acciones son significativas: alzarse y ponerse en camino para
cumplir la misión encomendada por Dios. Abraham "se mantuvo firme contra el
entrañable amor a su hijo" (Sb 10,5). También Jonás se levantó y fue a
Nínive, "conforme a la palabra de Yahveh". El rebelde se ha hecho obediente.
Nínive era una ciudad grande ante Dios, de unas dimensiones fabulosas.
"Era", dice el Midrahs, pues aunque la ciudad sobrevivió hasta mucho
después, cuando fue conquistada por los Medos, su nombre no era más que una
evocación para el recuerdo de todos los tiempos, como símbolo permanente de
la eficacia de la conversión. Su perímetro era el que se recorre en tres
días de camino. Comparada con otras ciudades, con la misma Jerusalén, de
proporciones modestas, Nínive adquiere unas proporciones legendarias.
Nínive, en realidad, es una ciudad simbólica. Es la ciudad del gran pecado
(1,1). Es la gran ciudad, símbolo del mundo pagano (Gn 10,12; Jdt 1,1).
Nínive es la gran ciudad como Babel (Gn 11,1-9), como Gabaón (Jos 10,2), "la
Gran Ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto" (Ap 11,8), o la
"Gran Babilonia que beberá la copa del vino del furor de la cólera de Dios"
(Ap 16,19; 17; 18).
"Jonás comenzó a adentrarse en la ciudad, e hizo un día de camino
proclamando: ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!" (3,4). Jonás
sólo recorre un tercio de la ciudad de Nínive. No ha ido como turista, sino
como profeta. Lo mismo que a Jeremías la palabra le quema las entrañas:
"Pues cada vez que hablo es para clamar: ¡Atropello!, y para gritar:
¡Expolio! La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo
decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en
mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo
trabajada por ahogarlo, no podía" (Jr 20,8-9).
Si queremos conocer la ciudad de Nínive, tenemos que visitarla con otros
profetas como guías. Ellos nos mostrarán su historia, el esplendor de su
poder y también el orgullo y violencia de sus calles hasta que le llegue el
momento de su ruina.
Nínive es la gran ciudad del norte de Mesopotamia. A principios del siglo
VII a.C. llegó a ser capital del imperio asirio y, al final de ese siglo, el
año 612 cayó en ruinas ante una coalición de medos y babilonios al mando de
Ciaxares y de Nabopolasar. Fue tan grande el olvido en que cayó que hasta se
olvidó el lugar en que estaba, hasta que a finales del siglo pasado y a
principios de éste la descubrieron los arqueólogos. Nínive estaba situada en
la orilla oriental del Tigris. Sobre un lugar ya habitado desde hacía
milenios, la habían construido los reyes de Asiria, en etapas sucesivas.
Además de fortificarla, dotándola de murallas, la llenaron de templos y
palacios. En la época más brillante del imperio asirio, el rey Senaquerib
(704-681) la convirtió en su capital. El rey Asurbanipal (668-631) instaló
en ella una famosa biblioteca. La Biblia recuerda a Nínive en diversos
momentos: el de su fundación, que es atribuida a Nimrod, "el primer poderoso
de la tierra" y "valiente cazador" (Gn 10, 11s), y el de su destrucción (Na
3,1).
Cuando se la recuerda en el libro de Jonás, Nínive era el símbolo de todos
los pueblos opresores, capital y personificación del reino de Asiria, que
acosó a Israel y Judá durante siglos, hasta el momento en que desapareció de
la historia. A lo largo de casi toda la época monárquica, desde el siglo X
hasta el VI, los asirios golpearon sobre el pueblo de Dios sin tregua ni
compasión, primero sobre Israel, que aniquilaron, y luego sobre Judá. En el
siglo VIII Asiria alcanza la cumbre de su esplendor. Teglatfalasar III,
llamado Pul en la Biblia, invade Israel, que le queda sometido, obligado al
pago de un fuerte tributo: "Pul, rey de Asiria, vino contra el país. Menajem
dio a Pul mil talentos de plata para que le ayudara a él y afianzara el
reino en su mano. Menajem exigió el dinero a Israel, a todos los notables,
que habían de dar al rey de Asiria cincuenta siclos de plata cada uno.
Entonces se volvió el rey de Asiria y no se detuvo allí en el país" (2R
15,19-20). "Ajaz envió mensajeros a Teglatfalasar, rey de Asiria, diciendo:
Soy tu siervo y tu hijo. Sube, pues, y sálvame de manos del rey de Israel
que se ha levantado contra mí. Y tomó Ajaz la plata y el oro que había en la
Casa de Yahveh y en los tesoros de la casa del rey y lo envió al rey de
Asiria como presente" (2R 16,7-8).
En ese mismo siglo, Salmanasar V y Sargón II pusieron cerco a Samaría, hasta
que en el año 721 la destruyeron. Deportaron a sus habitantes y repoblaron
ese vacío con gentes de otros extremos del imperio. Sargón mandó que
escribieran: "Yo sitié y conquisté Samaría. Llevé cautivas a veintisiete mil
personas que habitaban allí y me adueñé de cincuenta carros". La Biblia da
esta versión de los hechos: "El rey de Asiria subió por toda la tierra,
llegó a Samaría y la asedió durante tres años. El año noveno de Oseas, el
rey de Asiria tomó Samaría y deportó a los israelitas a Asiria; los
estableció en Jalaj, en el Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de los
medos. El rey de Asiria hizo venir gentes de Babilonia, de Kutá, de Avvá, de
Jamat y de Sefarváyim y los estableció en las ciudades de Samaría en lugar
de los israelitas; ellos ocuparon Samaría y se establecieron en sus
ciudades" (2R 17,5-6.24).
Después de la desaparición del reino del Norte, siguió la historia de
opresión con Judá y Jerusalén. A pesar de la oposición del profeta Isaías,
Ezequías -rey de Judá- se alió con los pequeños reinos vecinos, instigados
por Babilonia, y se levantó contra Asiria, pagándolo duramente: "En el año
catorce del rey Ezequías subió Senaquerib, rey de Asiria, contra todas las
ciudades fortificadas de Judá y se apoderó de ellas. Ezequías, rey de Judá,
envió a decir a Senaquerib a Lakís: He pecado; deja de atacarme, y haré
cuanto me digas. El rey de Asiria impuso a Ezequías, rey de Judá,
trescientos talentos de plata y treinta talentos de oro. Ezequías entregó
todo el dinero que se encontró en la Casa de Yahveh y en los tesoros de la
casa del rey. En aquella ocasión Ezequías quitó las puertas del santuario de
Yahveh y los batientes revestidos de oro, y lo entregó al rey de Asiria" (2R
18,13-16). El año 701, el rey Senaquerib puso sitio a Jerusalén y sólo
accedió a levantarlo cuando Ezequías se le sometió, pagándole un fuerte
tributo. Las cosas siguieron así hasta que Asiria empieza a decaer, llegando
su fin precipitadamente. Nínive cae estrepitosamente el año 612, bajo los
ejércitos de Nabopolasar y Ciaxares.
Los profetas de Israel auguran a los asirios la misma suerte de los pueblos
por ellos conquistados. En sus oráculos nombran a Asiria para denunciar su
ferocidad en destruir y anuncian o celebran ya su caída estrepitosa. Isaías
describe así al ejército asirio: "Vedlo aquí, rápido, viene ligero. No hay
en él quien se canse y tropiece, quien se duerma y se amodorre; nadie se
suelta el cinturón de los lomos, ni se rompe la correa de su calzado. Sus
saetas son agudas y todos sus arcos están tensos. Los cascos de sus caballos
semejan pedernal y sus ruedas, torbellino. Tiene un rugido como de leona,
ruge como los cachorros, brama y agarra la presa, la arrebata, y no hay
quien la libre" (Is 5,26-29).
El mismo Isaías ya ve por anticipado la caída de los opresores asirios. Esta
es su elegía: "Ha quebrado Yahveh la vara de los malvados, el bastón de los
déspotas, que golpeaba a los pueblos con saña golpes sin parar, que dominaba
con ira a las naciones acosándolas sin tregua. Está tranquila y quieta la
tierra toda, prorrumpe en aclamaciones. Hasta los cipreses se alegran por
ti, los cedros del Líbano: Desde que tú has caído en paz, no sube el talador
a nosotros... Los que te ven, en ti se fijan; te miran con atención: ¿Ese es
aquél, el que hacía estremecer la tierra, el que hacía temblar los reinos,
el que puso el orbe como un desierto, y asoló sus ciudades, el que a sus
prisioneros no abría la cárcel?" (Is 14,5-8.16-17).
Nínive es para los profetas un instrumento de castigo y juicio para Israel,
que no se convierte a Yahveh: "¡Ay, Asur, bastón de mi ira, vara que mi
furor maneja! Contra gente impía voy a guiarlo, contra el pueblo de mi
cólera voy a mandarlo, a saquear saqueo y pillar pillaje, y hacer que lo
pateen como el lodo de las calles. Pero él no se lo figura así, ni su
corazón así lo estima, sino que su intención es arrasar y exterminar gentes
no pocas" (Is 10,5-7). Ante su arrogancia y violencia, los profetas ven que
su tiempo es un momento y que pronto le llegará su día: "Pues por la voz de
Yahveh será hecho añicos Asur: con un bastón le golpeará. A cada pasada de
la vara de castigo que Yahveh descargue sobre él con adufes y con arpas y
con guerras de sacudir las manos guerreará contra él" (Is 30,31-32). "El
extenderá su mano contra el norte, destruirá a Asur, y dejará a Nínive en
desolación, árida como el desierto. Se tumbarán en medio de ella los
rebaños, toda suerte de animales: hasta el pelícano, hasta el erizo, pasarán
la noche entre sus capiteles. El búho cantará en la ventana, y el cuervo en
el umbral, porque el cedro fue arrancado. Tal será la ciudad alegre que
reposaba en seguridad, la que decía en su corazón: ¡Yo, y nadie más! ¡Cómo
ha quedado en desolación, en guarida de animales! Todo el que pasa junto a
ella silba y menea su mano" (So 2,13-15).
Toda la profecía de Nahún es una celebración de la caída de Nínive. El
profeta celebra en ese hecho la justicia de Dios en la historia: "Nínive es
como una alberca cuyas aguas se van. ¡Deteneos, deteneos! Pero nadie se
vuelve. ¡Saquead la plata, saquead el oro! ¡Es un tesoro que no tiene fin,
grávido de todos los objetos preciosos! ¡Destrozo, saqueo, devastación!
¡Corazones que se disuelven y rodillas que vacilan y estremecimiento en
todos los lomos y todos los rostros que mudan de color!" (Na 2,9-11). "¡No
hay remedio para tu herida, incurable es tu llaga! Todos los que noticia de
ti oyen baten palmas sobre ti; pues ¿sobre quién no pasó sin tregua tu
maldad?" (Na 3,19).
Asiria fue uno de los imperios más brutales de la antigüedad. Para los
israelitas es el símbolo de la crueldad, la agresión y la injusticia. Cruel,
sanguinaria y rapaz, se ganó el rechazo de todos los pueblos, que se
alegraron con su caída. Jonás encarna esta aversión hacia Nínive. No podía
prestarse a que por él llegara el perdón a una ciudad tan sanguinaria.
Sin embargo, los nombres de la geografía de Jonás son, lo mismo que la
persona del profeta, nombres simbólicos. Nínive no es en Jonás la ciudad que
había sido en la historia asiria. Ahora es "la gran ciudad", "de tres días
de recorrido". Sus dimensiones sirven para mostrar la grandeza de sus
acciones, lo mismo las malas que las buenas. En realidad Nínive es la
concreción de lo que la Escritura conoce como "las naciones", "los paganos",
"los gentiles". Desde el punto de vista judío es símbolo del mundo excluido
de la elección de Dios. Nínive tiene en Jonás el halo legendario de una
ciudad convertida en arquetipo del enemigo aborrecible, inexorablemente
abocada al rigor de la justicia. Es lo que, en realidad, ha sido la Nínive
histórica para el pueblo de Israel. De aquí la resistencia de Jonás a hacer
algo por ella y a aceptar que Yahveh la perdone.
Pero Nínive tiene en el libro de Jonás otra cara. Es la ciudad que se
convierte. Este lado bueno de la "gran ciudad" había sido el sueño de la
predicación de los profetas. Los opresores podrían convertirse y lo harían
un día. El libro de Jonás muestra como realidad ese deseo y pinta la
conversión ninivita como algo espectacular, a la altura de su maldad.
Penitencia y conversión son totales y universales, desde el anciano al niño,
desde el rey al vasallo, desde los hombres a los animales. Es lo mismo que
describe también el libro de Judit respecto a Israel: "Los israelitas
cumplieron la orden del sumo sacerdote Yoyaquim y del Consejo de Ancianos de
todo el pueblo de Israel que se encontraba en Jerusalén. Todos los hombres
de Israel clamaron a Dios con gran fervor, y con gran fervor se humillaron;
y ellos, sus mujeres, sus hijos y sus ganados, los forasteros residentes,
los jornaleros y los esclavos, se ciñeron de sayal. Todos los hombres,
mujeres y niños de Israel que habitaban en Jerusalén se postraron ante el
Templo, cubrieron de ceniza sus cabezas y extendieron las manos ante el
Señor. Cubrieron el altar de saco y clamaron insistentemente, todos a una,
al Dios de Israel, para que no entregase sus hijos al saqueo, sus mujeres al
pillaje, las ciudades de su herencia a la destrucción y las cosas santas a
la profanación y al ludibrio, para mofa de los gentiles. El Señor oyó su voz
y vio su angustia. El pueblo ayunó largos días en toda Judea y en Jerusalén,
ante el santuario del Señor Omnipotente. El sumo sacerdote Yoyaquim y todos
los que estaban delante del Señor, sacerdotes y ministros del Señor, ceñidos
de sayal, ofrecían el holocausto perpetuo, las oraciones y las ofrendas
voluntarias del pueblo, y con la tiara cubierta de ceniza clamaban al Señor
con todas sus fuerzas para que velara benignamente por toda la casa de
Israel" (Jdt 4,8-15).
Nínive, la "gran ciudad" convertida, representa ese movimiento que se espera
que hagan todos los pueblos. Es una imagen del mundo en pequeño. Es una
invitación a todo hombre a sintonizar con Nínive, que es capaz de cambiar y
recibir el perdón de Dios. Nínive es una palabra de esperanza para todos los
malvados de la tierra. El pecado no es capaz de anular la misericordia de
Dios, siempre deseoso de que el hombre se vuelva a él, para acogerlo entre
sus brazos. Nínive, con su conversión, es un signo abierto a todos los
hombres.